IV

El camino de vuelta fue mucho más incómodo que el que lo había llevado hasta el Monasterio. Adler tardó casi un día más en llegar a Hÿnos, pese a que también tomó varios caballos de refresco.

El dolor que sentía desde su enfrentamiento con Magdá le aguijoneaba el cuerpo sin cesar y no parecía que la continua galopada hacia el Oeste fuera a mejorarlo. Para cuando las murallas de la capital fueron visibles, hacía ya casi una semana que Adler se había marchado de allí.

El inquisidor llegó hasta la Catedral en ese momento en que la tarde comienza a perder realmente la batalla contra la noche. El único deseo que sentía en ese momento era el de darse un baño y dormir una semana seguida, pero también era consciente de que Abelard lo estaría esperando con impaciencia.

Todo aquello, no obstante, dejó de tener importancia cuando el mozo que se encargó de su caballo le comunicó que el Gran Maestre quería verlo inmediatamente.


Los secretarios de Jhaunan todavía estaban trabajando, a la luz de los candelabros, cuando Adler llegó hasta allí.

—Me han dicho que el Gran Maestre quería verme —dijo sin dirigirse a nadie en particular.

Uno de los dos sacerdotes lo miró con unos ojillos pequeños y fatigados y señaló directamente hacia la puerta. El inquisidor pensó por un momento que la expectación con que el otro levantaba la vista debería tener un significado.

—¿Pero qué demonios pensaste que estabas haciendo? —gritó Jhaunan en cuanto lo vio entrar.

Con una rapidez impensable para alguien de su edad, se levantó y se dirigió hacia él hasta poner el rostro muy cerca del suyo. De repente, la piel de Jhaunan se había puesto roja hasta el cuello, donde destacaban un sinnúmero de venas palpitantes.

—¡No puedes matar así como así a la bruja del Monasterio! Por los brazos de Elías, Adler, incluso el Emperador está enojado por este asunto. ¿Es que no sabes la influencia que tiene ese malnacido de Melquior?

—Parece que las noticias vuelan rápidas, en todo caso.

—¡Es el maldito Señor del Monasterio, por los clavos! ¡No hay nadie en este Imperio, salvo nuestro Señor, que pueda dirigirse a él sin sentir, al menos, nerviosismo! ¡Y tú le has privado de la bruja que ha de enseñar a sus aspirantes! —Adler se dio cuenta de que, pese a sus hombros hundidos, Jhaunan le sacaba bastante más de una cabeza—. ¿Pero es que acaso no te das cuenta de lo que has hecho?

—Ella intentó matarme, señor. Estuvo a punto de conseguirlo.

—¡Esa mujer ya debía ser vieja cuando Thomenn hollaba estas tierras!

—No parecía, en todo caso, que estuviera falta de poder.

Jhaunan tomó aire lentamente, apretó los puños, e intentó serenarse antes de volver a hablar.

—Escúchame, Adler. Ya llevas mucho tiempo de retraso y este asunto no puede posponerse.

—No pretendo…

—¡Cállate y escucha! —gritó Jhaunan golpeando el escritorio con tal fuerza que apareció una grieta alargada en el costado del mismo—. Esto no es una misión cualquiera. La gente está muy nerviosa y los nobles de Seléin no paran de cotorrear como comadres asustadas. Sé que eres un buen servidor del Imperio, por eso te voy a pedir que marches hacia allá sin tardanza. Yo me encargaré del asunto de Magdá.

Adler inclinó la cabeza.

—Me gustaría saber si ha habido más ataques.

—Solo uno, la noche anterior de encargarte esta misión. Poco después de que partieras hacia el Monasterio llegó el mensaje: un cuartel de la baronía de Ortiguero.

—¿Un cuartel? —preguntó Adler alarmado—. Pero, ¿con cuántos hombres contaban los asaltantes para hacer algo así?

—Nadie está seguro —respondió Jhaunan volviendo lentamente tras su mesa—. Parecían saber, no obstante, en qué barracones estaban exactamente los mandos y, según nos cuentan, huyeron justo antes de que se diera la alarma.

—¿Cuántos de los nuestros murieron?

El Gran Maestre se restregó la cara con una mano antes de contestar.

—El coronel al mando, cuatro de sus tenientes y casi cuarenta soldados más.

—Sangre de Thomenn… —susurró Adler apretando los dientes—. ¿Y ellos?

—No cayó ni uno solo. Y se llevaron, además, todo el oro que tenían para las pagas —dijo Jhaunan simulando que se concentraba en uno de sus papeles—. Parte cuanto antes. Ya ves que la situación es crítica.

—Sí, señor —contestó él.

Cuando salió de su despacho, las costillas le dolían aún más que cuando entró pero, aun así, en menos de una hora Abelard y él abandonaban Hÿnos por el Camino Viejo, rumbo a Seléin.


No hablaron apenas durante la mañana. Adler se mostraba taciturno y Abelard, que solía encontrar gran placer en el recogimiento, tampoco quiso importunarle. No fue hasta el mediodía cuando el árbitro rompió el silencio.

—Esta es la posada.

—¿Estás seguro? —preguntó Adler frunciendo el entrecejo.

—Del todo. ¿Hay algo que no te convenza?

—No —murmuró el inquisidor—. Es solo que me parece demasiado decente para él.

Abelard resopló, pero no añadió nada.

Un alegre fuego ardía en la chimenea central de la sala común. Pese a la hora, había unos músicos que tocaban sobre una pequeña tarima y las antorchas chisporroteaban llenando de calidez el ambiente.

Los parroquianos los miraron sin disimulo mientras se dirigían a una mesa.

—No lo veo —murmuró Abelard.

—Yo tampoco —contestó Adler haciendo un gesto a una camarera que trataba de pasar desapercibida ante ellos.

—Con todos los respetos, amigo —dijo el árbitro—. Cedric es un borracho, no me extrañaría que estuviera tirado en cualquier cuneta, durmiendo una resaca.

—Cierto —contestó Adler tras pedir dos jarras de cerveza y algo de carne—, pero siempre es puntual.

—No lo necesitamos —contestó el otro poniéndose las manos sobre la sienes—. Podemos ocuparnos de esto solos, no hace falta que su apestoso aliento nos embriague cada mañana.

—Escúchame —dijo el inquisidor sin alzar la voz—, Cedric tiene muchos defectos, pero también es la persona con más resistencia a la Voluntad que conozco. Eso por no mencionar lo obvio.

Adler terminó sus palabras señalando hacia arriba.

—¡Ese es mi hermano! —rugió una voz en el piso superior—. Y ese otro debería serlo también si no fuera tan idiota.

Cuando Abelard alzó la vista se topó con los ojillos vidriosos de Cedric.

—Santo Líam —murmuró llevándose una mano a la frente.

El hermano de Adler era una mole de dos metros de altura presidida por un rostro infantil de cabellos rubicundos y mofletes sonrojados. Tenía unos brazos más gruesos que las piernas de muchas personas, pero su barriga también abultaba más que algunos de los presentes. Tanto era así, que sus ropajes oscuros casi no podían estar bien colocados y se le veía el ombligo cuando levantaba los brazos.

—Esperad un momento —dijo con una voz tan insegura como sus pasos—. Enseguida bajo.

—Por el tormento de Thomenn, solo es mediodía y ya está borracho —susurró Abelard—. ¿De veras estás seguro de esto? ¡No podremos pasar desapercibidos si tenemos que cargar con él!

Por toda respuesta, Adler se levantó y dejó que su hermano lo abrazara con una efusividad incontrolable.

—¡Hermano, cómo me alegro de verte! —dijo Cedric.

—También yo. Ha pasado mucho tiempo desde nuestro último encuentro.

—Oh, sí, aquella fue una campaña gloriosa. Pero veo que te has traído a nuestro buen Abelard. ¿Cómo va todo, amigo mío? ¿Sigues rezando veinte horas al día?

—Saludos, inquisidor —contestó Abelard reprimiendo una respuesta más contundente—. Sois ley.

—Ah, ¡brujas y cuervos! —gruñó el inquisidor—. ¡No me trates como si no nos conociéramos! Pasamos mucho años juntos en el maldito Monasterio como para que ahora me vengas con tus remilgos mojigatos. ¿Ya te has olvidado de cuando robábamos miel en las cocinas? ¿O la vez que te rompiste los pantalones en aquel pueblo y volviste enseñando el culo por media baronía?

—Vos… —comenzó a decir Abelard.

—¡Eh! —gritó Cedric alzando un índice, grueso como la pata de una silla—. ¿Qué te he dicho?

El árbitro no contestó, pero asintió con la cabeza.

—Eso está mejor —dijo Cedric dándole unos cachetes en los carrillos—. Y ahora, ¿qué será? ¿Costillas de cerdo o estofado?

—Lo mejor es que busquemos un lugar donde podamos hablar con más comodidad —dijo Adler con voz suave.

A su alrededor, todos los parroquianos habían enmudecido. Incluso la música había dejado de sonar.

—La verdad es que no hay gran diferencia entre ver a un inquisidor o ver dos —dijo Cedric—. ¡Lo que sí es excepcional es que uno de estos árbitros vaya sin todas sus damas de compañía!

El orondo personaje se echó a reír y le dio a Abelard una palmada en la espalda que habría sido suficiente para lesionar a un hombre más débil.

—Seguidme. Mis habitaciones son espaciosas y podremos estar a nuestras anchas.


Tal y como había prometido, los aposentos de Cedric eran discretos y espaciosos. Con tan solo un par de gritos, el inquisidor logró que les trajeran comida, bebida y tres sillas. Tras unos minutos, no obstante, él mismo arrastró la cama para poder recostarse junto a ellos.

—Entonces no sacaste respuestas de aquella vieja bruja —murmuró alcanzando un muslo de pavo.

—Al contrario, señor —respondió rápidamente Abelard—. Vuestro hermano ha demostrado que este asunto es tan grave como para que una anciana a punto de morir trate de asesinar a un inquisidor dentro del Monasterio.

—Eso sin tener en cuenta que, pese a todos los años que Magdá permaneció allí, nunca confesó nada.

—Por no mencionar las atenciones que sufrió durante una semana a manos de los sacerdotes oscuros o la Penitencia Perpetua.

—Demonios de Gillean —murmuró Cedric—. ¿Qué clase de convicción hace falta para resistir de ese modo?

—Una que no nos conviene en absoluto —intervino Adler.

Sus dos compañeros comieron en silencio mientras el inquisidor relataba los detalles a Cedric.

—Tras la carroza de la recaudación, asesinaron al hijo del gobernador de Pasevalle.

—No es una familia a la que las brujas guarden un cariño especial —murmuró su hermano—. Los gobernantes de Seléin tienen, a menudo, ese fanatismo propio de los nuevos creyentes. Saben que la lealtad de la cuarta provincia siempre está en tela de juicio y se esfuerzan por demostrar su devoción al Emperador.

—Por cada bruja que se quema en cualquier otra parte, los barrenderos de Pasevalle limpian las cenizas de cuatro —terció Abelard.

—Y a veces son cenizas de mujeres inocentes —añadió Adler—. Desde luego no son enemigos lo que les falta a los mandatarios de Pasevalle.

—Pero está, además, el asunto de los dos pelotones de la guardia de Hÿnos que masacraron de noche, sin dejar pistas, y el ataque al coronel Ricard —dijo el árbitro.

—Sí, lo de los soldados lo había oído por casualidad, pero lo de Ricard es una noticia que ha corrido como un mal catarro —respondió Cedric—. Un conocido me contó que el muy imbécil está continuamente alardeando de cómo luchó contra hordas de enemigos, defendiendo él solo a las gentes de la posada.

—Eso difiere bastante de la realidad —murmuró Adler—. Pero no afecta al hecho de que es el punto más preocupante de todo esto, junto con el último ataque.

Sus compañeros se volvieron hacia él, interrogantes, y escucharon atónitos cómo unos desconocidos se habían colado entre los soldados, sembrando la muerte en el cuartel.

—Pero, ¿acaso tenían espías allí dentro? —preguntó Abelard espantado.

—No parece que fuera así —respondió Adler.

—Aunque los tuvieran —sentenció Cedric—, no es humano que caigan tantos hombres sin que nadie dé la alarma a tiempo, ni que los asaltantes se larguen indemnes.

—Cierto —concedió Abelard—. Parece que no hay duda de que la mano de una poderosa bruja está detrás de todo esto.

—La cuestión es si podemos relacionar estos hechos entre sí —dijo Adler.

—Bueno, está claro que todos, sin excepción, tienen el mismo objetivo: golpear al Imperio con la mayor dureza posible: ya han matado a más de cien personas y han robado una buena cantidad de emperadores de oro.

—En mi opinión —dijo Abelard—, creo que deberíamos contar con que todos tienen un mismo origen. Si finalmente resultara que la recaudación fue asaltada por unos bandidos, o que el hijo del gobernador simplemente recibió un virote por accidente, serán buenas noticias. Pero no parece probable que así sea.

—Estoy de acuerdo —dijo Adler.

—Y yo también —concedió Cedric, dándole al árbitro otra fuerte palmada en la espalda antes de coger un generoso trozo de tarta con las manos.


Se pusieron en camino en cuanto terminaron de comer pero, en esa ocasión, la marcha resultó mucho menos ágil y silenciosa: Cedric no paraba de rezongar pues, cuando no le dolía la espalda, necesitaba detenerse para orinar o le escocía la entrepierna por las horas a caballo. Pero igualmente se dirigía a sus compañeros si un árbol era muy alto o si se cruzaban con un campesino que tenía la nariz torcida. De hecho, Cedric parecía no callar jamás.

—Me pregunto si esta es la mejor manera de pasar desapercibidos —gruñó Abelard en una ocasión.

Habían cambiado sus ropas de la Orden por otras menos llamativas, pero su nuevo compañero era demasiado corpulento para que la gente no se fijara en él. Incluso su caballo era descomunal, empequeñeciendo hasta a los soberbios ejemplares que solían utilizar los agricultores de Rock-Talhé.

—Quizá lo mejor fuera pararnos ante cada árbol en que los peregrinos han tallado el Símbolo y rezar unos minutos al Salvador —le respondió Cedric—. Es posible que, para cuando no tengamos pelo en la cabeza y hayamos perdido todos los dientes, consigamos llegar a nuestro destino.

Adler, por su parte, guardaba silencio, aunque las arrugas de su frente reflejaban la preocupación que sentía.

Los tres compañeros avanzaron durante horas por el Camino Viejo, rumbo al Sur. Los enormes sauces de Seléin flanqueaban la calzada y se internaban en los laterales, aportando un carácter delicado y esponjoso a los tupidos bosques. Aunque esa especie, propia de la cuarta provincia, nunca perdía sus hojas, otros árboles menos afortunados sí que lo habían hecho. Los adoquines del camino más importante de Seléin se hallaban en esa zona cubiertos por las hojas de los almendros y los robles cercanos.

En la lejanía, allá donde el terreno se elevaba en algún punto, los abetos se hacían pronto dueños del espacio. Y, mucho más al oeste, ya en las inmediaciones de las Colinas Eternas, sus primos gigantes se alzaban monumentales hasta una altura que podía superar con amplitud los ciento veinte metros. Se decía, incluso, que muchos de esos árboles ya estaban allí cuando Thomenn predicaba en las tierras del Imperio.

Pero, pese a la belleza del paisaje, Cedric no tardó en alzar la voz en cuanto el sol se ocultó tras las copas más lejanas.

—Bueno, amigos, habrá que ir pensando en parar en una posada. ¡Conozco una no lejos de aquí que hace la mejor carne de ciervo que os podáis imaginar!

—No pararemos en ninguna posada —respondió Adler.

—¿Cómo? ¿Será posible que tres caballeros de nuestra altura tengan que cabalgar durante toda la noche?

—Se refiere a que dormiremos al raso. Debemos evitar miradas curiosas y apariciones innecesarias —respondió Abelard con tono ácido.

—Conozco nuestra labor mejor que tú, pero no creo que haya ningún problema en dormir en una cama.

—Hermano —dijo entonces Adler, deteniendo el caballo—. Si hay una bruja implicada en este asunto, es extremadamente poderosa. Tanto, que parece capaz de ver los acontecimientos que aún no han sucedido. Si tal es el caso, haremos bien en extremar las precauciones ¿no te parece?

El tono del inquisidor estaba revestido de una delicadeza que Abelard nunca había visto en su amigo. Adler era famoso por su carácter implacable cuando luchaba, por su astucia, por su capacidad para remover el cielo con la tierra de un modo infatigable. Pero, cuando se dirigía a su hermano, parecía que toda la dureza se suavizaba, como un padre severo que reprendiera a un hijo díscolo pero al que se ama profundamente.

—Claro, hermano —respondió Cedric tras unos segundos, bajando la vista—. Tienes razón.

De ese modo, avanzaron un rato más antes de desviarse hacia la espesura cuando se aseguraron de que nadie los veía. Poco después, un pequeño fuego ardía en un hoyo rodeado de piedras, y los compañeros se protegían con sus capas de viaje. El otoño siempre era suave en la cuarta provincia, pero las noches solían ser frescas y la lluvia nunca estaba lejos.

—Vamos a ver qué tenemos por aquí —dijo Cedric tomando el saco en el que llevaban las provisiones—. ¡Oh, una empanada de setas! Deliciosa, en ningún sitio la preparan mejor. Y en este cuenco de barro hay carne. No será como aquella que os decía, caliente, tierna y sabrosa, pero estará bien. Y, por supuesto, pan del día.

—Dime, ¿cuántas hogazas te comiste aquella vez? —preguntó Adler, sonriéndole.

—Pocas —contestó Cedric alzando la vista hacia el firmamento—, siempre he pensado que fueron pocas. ¿Cómo es posible que el pan del Monasterio sea tan delicioso? El cercano hedor de Melquior debería agriarlo, pero no es así. ¿Tú qué piensas, Abelard?

—Que deberías comer menos, inquisidor.

—¿Vas a seguir llamándome así? Por el Roble, ¡hemos compartido momentos gloriosos!

—Sí, y son bellos recuerdos, pero recuerdos, en todo caso —respondió Abelard mientras se marchaba para recoger algo más de leña.

—¿Qué le pasa? —preguntó Cedric cuando se alejó—. Ya era aburrido y estirado cuando éramos unos chiquillos, pero ahora es como si se hubiera tragado un kilo de sal.

Adler se encogió de hombros.

Cuando el árbitro llegó, los tres hombres comieron en silencio. Al rato, no obstante, la voz del gigantón se alzaba en medio del bosque, desentonando una canción. Cedric había sacado un pellejo de vino y, a la vista de que sus hermanos no parecían tener mucha intención de catarlo, lo fue vaciando él solo.

—Siempre me he preguntado —dijo dirigiéndose a Adler de pronto— por qué te pusiste un nombre tahliano.

—No recuerdo habérmelo puesto yo. Supongo que es con el que llegué al Monasterio.

—Pero ¡mírate! —exclamó su hermano—. Ni eres moreno ni tienes esa prodigiosa complexión que presentan los de Rock-Talhé. Es más, creo que incluso eres más bajito de lo que recordaba. Es algo bastante cómico.

Cedric hablaba a voces y ya no conseguía pronunciar bien todas las palabras. Sus ojos se habían entrecerrado ligeramente y la nariz se le iba poniendo cada vez más roja.

—¿Te parezco cómico? —respondió Adler, fingiendo enfado—. Y ¿qué hay de ti? Cedric es un bonito nombre, pero originario de la refinada Louisant. ¿No es extraño, acaso, que el hombre que lo exhibe sea más ancho que alto y lleve siempre la barriga al aire?

Cedric alzó una ceja y miró a su hermano fijamente. Después se echó hacia atrás para reír a carcajadas hasta que estas se convirtieron en ronquidos y el sopor lo venció.

—No sé cómo lo soportas —dijo Abelard—. Sinceramente, no puedo entender para qué lo has traído con nosotros.

—Es un buen inquisidor.

—¡Por el trono de Hÿnos! ¡Es una bola de grasa lenta y caprichosa! ¿Cómo es posible que el afamado Adler disculpe cada estupidez que dice y lo trate con tanto mimo como el que una madre tiene cuando le limpia el culo a su bebé?

Adler miró al árbitro sin mudar la expresión.

—Creo que es la primera palabra malsonante que te oigo en años —dijo al fin con una sonrisa.

Abelard bufó y se envolvió en su capa.

—Estoy seguro de que, al final, hasta tú te arrepentirás de haberlo traído.

—¿Eso crees?

—Sí, sin ninguna duda. Duérmete, yo haré la primera ronda.

Adler asintió y se tumbó sobre su esterilla. Al poco tiempo, respiraba regularmente, pero sus ojos siguieron abiertos un buen rato más.


A la mañana siguiente se pusieron en camino casi con el amanecer. Cedric se quejó de las pocas horas de sueño y de que le dolía el cuerpo por haber dormido al raso. Incluso Adler tuvo que admitir que no se sentía del todo recuperado desde su visita al Monasterio. Únicamente Abelard parecía ansioso por retomar la marcha pero, a medida que iba pasando el tiempo, su rostro se fue ensombreciendo y su avance perdió parte del vigor.

—¿Qué te preocupa, amigo? —preguntó Adler, que llevaba observándolo un buen rato.

Abelard sacudió la cabeza, como queriendo apartar un mal sueño.

—No es nada. Solo pensaba que, si se trata realmente de una bruja, es extraña la forma en la que nos ha estado golpeando.

—¿A qué te refieres?

—Primero asaltaron una carroza; luego se las arreglaron para matar a un noble en una cacería; después atacaron a dos pelotones de soldados y, posteriormente, trataron de tomar una posada por la fuerza.

—Y luego está lo del cuartel —apuntó Cedric, algo más atrás.

—En efecto. Y hay algo que no encaja en todo esto. ¿No os resulta extraño que sus ataques sean tan erráticos? Es decir, han ejecutado movimientos dispares aquí y allá, sin que parezca haber un plan o una organización superior.

Adler asintió, animándole a seguir.

—Creo que todos hemos llegado a la conclusión de que los golpes no tenían más relación entre ellos que el deseo de causar el mayor daño posible. Todos han sido ataques duros, pero empiezo a pensar que no les importaría demasiado matar al coronel Ricard o a cualquier otro. Sencillamente, da la impresión de que vieron la posibilidad y actuaron.

—También yo pienso así —murmuró Adler—. Es como si el poder que les guiara no fuera efectivo siempre o no actuara de forma continua.

—Sin embargo, creo que lo más preocupante es que llevan más de una semana sin mover ficha.

—¡Quizá los hemos asustado! —dijo Cedric con una profunda carcajada.

—O eso —contestó Abelard sin asomo de alegría en su mirada—, o es que están preparando algo mucho peor.


Tras la última conversación que habían mantenido, los tres hombres se mostraban callados y taciturnos. El día pasó, triste y nublado, hasta que de nuevo se vieron cenando en el bosque, no lejos del camino principal.

Cedric había estado inusualmente malhumorado y casi no abrió la boca en toda la tarde. Abelard, que no se esforzaba demasiado en ocultar la incomodidad que le producía su compañía, se dedicaba a repasar una y otra vez los hechos que conocían, intentando descubrir algún detalle que se les hubiera pasado por alto. Únicamente Adler mantenía su eterno rictus de tranquilidad, aunque su cabeza también trabajaba afanosamente.

—Mañana llegaremos por separado a Santaela —dijo cuando se sentaron a cenar—. Nos dispersaremos por el pueblo y trataremos de conseguir información.

—Santaela es una ciudad pequeña —murmuró Cedric—. No creo que pasen cosas muy interesantes allí.

—Precisamente por eso los rumores son más que bienvenidos —respondió Adler—. Si nos cruzamos por el pueblo, haremos como si no nos conociéramos. Cuando el sol esté más bajo que la torre del templo nos reuniremos en la posada que hay en la entrada norte. Sus compañeros asintieron y siguieron comiendo.

Como no podía ser de otro modo, Cedric no tardó en sacar el otro pellejo de vino que llevaba con él y, ante la negativa de sus hermanos, comenzó a beber solo, igual que la noche pasada.

Sus dos compañeros ya estaban reposando la comida cuando él comenzó a canturrear.

—Espero que no haya más vino hasta que acabemos la misión —dijo Adler con suavidad.

—¡Claro que no! —contestó Cedric con una sonora carcajada, y echó otro trago—. A partir de mañana solo beberé cerveza. Hay que entonarse para la batalla que se avecina. ¡Será gloriosa!

—Me refiero, hermano, a que no deberías beber más alcohol.

—¿Eso crees? —murmuró el inquisidor—. Bueno, si tú lo dices, Adler, así lo haré.

Abelard resopló cuando oyó que Cedric apenas era capaz de pronunciar correctamente el nombre de su compañero.

—No podemos luchar contra la bruja y cargar con esto —dijo señalándolo.

—Es cierto, es cierto —se apresuró a decir el gigantón, sin saber a qué se refería—. Debemos descansar. Dormid, yo me encargaré de la primera guardia —dijo con un ojo cerrado, intentando ver por qué el vino ya no caía del agostado pellejo.

—No se puede dejar a un centinela ebrio a cargo de la seguridad —murmuró el árbitro torciendo el gesto.

—¡Siempre estás insultándome de forma velada! —barbotó Cedric de pronto—. Comienzo a estar muy harto de tus viles cuchicheos de mozuela.

—No he dicho una sola mentira —replicó Abelard, rojo de furia.

—Ah, ¿no? Apuesto a que te crees tan virtuoso que te encantaría descargar sobre mí toda la fuerza de tus benditos puños —dijo Cedric sin darse cuenta de que las palabras se tropezaban con una lengua demasiado torpe—. Pues venga, pégame. Vamos, pégame.

—No le pegues —dijo Adler sin alzar la voz.

—Por supuesto que no alzaré mi mano contra un inquisidor —respondió Abelard cruzándose de brazos pese a que la rabia amenazaba con desbordarle.

—He dicho que me pegues, alfeñique, ¿acaso te crees mejor que yo?

—No le pegues —repitió Adler.

—¡No le voy a pegar!

—Pero ¿qué te pasa? ¿Es que no te atreves? —preguntó Cedric dándole un cachete.

—Déjalo en paz —dijo Adler resoplando.

—Por favor, inquisidor, para.

—Te he dicho que no me llames inquisidor. —El aliento de Cedric era tan fuerte que casi podría utilizarlo como arma en un combate—. Pégame.

—¡He dicho que no!

—¡Que me pegues! —rugió Cedric—. ¡Es una orden!

El puño de Abelard salió despedido como un resorte y golpeó al inquisidor en la sien con una fuerza capaz de noquear a cualquier persona. Al menos, a una persona normal, pero no a aquel hombre.

Antes de que el árbitro pudiera disculparse, el brazo de Cedric se movió a una velocidad imposible y le golpeó en el pecho como si fuera un ariete, haciéndolo rodar varios metros.

—Tenías que hacerlo, ¿verdad? —preguntó Adler.

—Vamos, hermano, no te pongas trascendental —dijo Cedric, arrojando al suelo el pellejo de vino con frustración—. Solo ha sido una caricia y he dejado que se protegiera.

—Duérmete, Cedric. Mañana recorreremos muchos kilómetros y tenemos que estar frescos. Debemos descansar.

—Bien, lo haré. Pero dile a ese petulante iluminado que no vuelva a dirigirme la palabra o le pegaré de verdad.

—Tranquilo, no creo que lo haga —respondió Adler mientras Abelard se levantaba trabajosamente del suelo.

El árbitro sacudió la cabeza un par de veces antes de volver dando tumbos para sentarse cerca del fuego.

—Te dije que no le pegaras.


Unos gritos despertaron al árbitro horas más tarde. La silueta de Adler se recortaba a la luz de los rescoldos y tenía una mano sobre el pecho de Cedric.

—¿Qué sucede? —preguntó Abelard empuñando la espada.

Por toda respuesta, el inquisidor señaló hacia su hermano y se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio. Cedric se revolvía con evidente sufrimiento, murmurando palabras ininteligibles y tratando de apartar los fantasmas que lo atormentaban. Tenía la frente perlada de sudor y una mueca de ansiedad le cubría el rostro.

Tras unos minutos, pareció tranquilizarse y, de nuevo, su inmenso pecho volvió a subir y bajar rítmicamente.

—Siempre tiene pesadillas —dijo Adler cuando Abelard se sentó junto a él—. Desde los últimos años del Monasterio.

El árbitro lo miró con el ceño fruncido.

—¿Recuerdas cómo era? —preguntó Adler tras unos instantes—. Me refiero a cómo era antes, cuando tú todavía estabas con nosotros.

—Ya lo creo —contestó Abelard—. No había nadie más fuerte que él y su presencia de ánimo parecía bastar para inspirarnos a todos. Pocas veces se ven personas tan brillantes y optimistas.

—Sí, es cierto —contestó el inquisidor con una sonrisa triste—. ¿Y recuerdas la primera vez que fuimos a ese burdel de la baronía de La Flere?

Abelard bajó la vista y asintió, con un incipiente rubor en sus mejillas.

—Por los brazos de Elías —dijo Adler—, que jamás se ha visto allí que alguien disfrute de lo que ofrecen sin necesidad de pagar.

—Nuestro compañero era… —Abelard buscó la palabra adecuada por un instante— atractivo. Parecía tener un carisma natural que dejaba indefensas a las personas, lo mismo hombres que mujeres. Creo que una vez incluso hizo reír a Melquior. ¿Cómo es posible que haya llegado a esto? —preguntó señalando el gigantesco bulto que volvía a roncar en esos instantes.

Adler suspiró con tristeza y clavó los ojos en las brasas.

—Cedric nunca superó la última fase de la instrucción como inquisidor —susurró—. Es decir, llegó hasta el final, pero algo se rompió dentro de él antes de que saliéramos. Lo que Magdá y Melquior le hicieron fue demasiado para él.

—¿A qué te refieres? —preguntó Abelard arrugando la frente.

Adler se mantuvo en silencio un buen rato antes de tomar aire lentamente y mirar a los ojos al árbitro, como valorando algo. Al cabo de unos instantes más, comenzar a hablar.

—¿Recuerdas a aquella muchacha que trabajaba en las cocinas? Todos la espiábamos cuando éramos pequeños y los que pudimos verla cambiándose el vestido llegamos a sentir que habíamos alcanzado el culmen de nuestras vidas.

Abelard asintió, mientras el rubor de sus mejillas crecía hasta el extremo.

—La muchacha tenía una risa cantarina y un carácter tan dulce que volvió loco a Cedric. En cuanto vosotros os fuisteis y los aspirantes a inquisidores comenzamos a ser tratados algo mejor, nuestro hermano decidió actuar. —Adler negó con la cabeza y se frotó la frente con cansancio—. Los demás nos habíamos contentado con otear desde la lejanía, pero él comenzó a escaparse de sus habitaciones para cortejarla.

—¿Me estás diciendo que un futuro inquisidor flirteaba con una moza en medio del Monasterio? —preguntó Abelard estupefacto.

—No solo eso. Cedric se enamoró perdidamente de ella y parece que la muchacha lo correspondía. Supongo que, si todo hubiera sido un inocente juego de chiquillos, nada de aquello hubiera pasado. Él se habría tenido que marchar al final y ambos habrían llorado durante un tiempo antes de irse olvidando poco a poco el uno del otro.

—Los sentimientos de las personas no son tan superficiales, amigo —susurró Abelard.

—¡Maldita sea la semilla oscura del Creador, ya lo sé! —gruñó Adler apretando los puños—. Tú estuviste felizmente casado y tengo que confesar que yo mismo, en algún momento, he sentido algo que podría ser amor. ¡Pero un inquisidor no puede tener nada serio en esos campos! Nos debemos al Emperador y a la ley de Thomenn. ¡No hay espacio para nada más en nuestros corazones!

Súbitamente, las brasas chisporrotearon con violencia y Abelard sintió como la Voluntad de su amigo se agitaba, afilada como las garras de un águila, antes de volver a replegarse. Incluso Cedric se agitó en sueños.

—Un inquisidor no puede tener ese tipo de relación, pero mucho menos cuando Melquior acecha —dijo Adler con la voz serena de nuevo—. Un buen día convocó a nuestro hermano en la arena donde nos entrenaban con las armas y le dijo que tenía que enfrentarse a algo especial.

—¿Algo especial?

—Melquior los llamaba desafíos y podían consistir en cualquier ocurrencia que hubiera tenido. A veces nos quitaba las armas, o nos enfrentaba con varios reos para que nos batiéramos a muerte. Pero aquella vez fue más retorcido que nunca.

La mirada del inquisidor era tan oscura que Abelard no se atrevió a abrir la boca hasta que su hermano no se sintió de nuevo preparado para continuar.

—Había una caldera atiborrada de carbón y leña en el centro de la arena. El calor que desprendía se notaba incluso en las gradas desde donde los demás observábamos. Sin ninguna explicación, encadenaron a Cedric por las muñecas y por la cintura a un mecanismo conectado a ella. Si movía los brazos, varias secciones de la caldera se descorrían y dejaban salir el vapor que borboteaba en la parte de arriba. Si trataba de alejarse, se iban abriendo una serie de orificios progresivamente más grandes que dejaban a la vista las llamas que ardían en su interior.

—¿Pretendían quemarlo vivo? —preguntó Abelard horrorizado.

—No. Era mucho peor que eso —respondió Adler—. Antes de darle un simple garrote y soltar a tres lobos hambrientos, Melquior hizo que descolgaran una voluminosa caja sobre la caldera.

—¿Qué contenía?

—Ninguno lo sabíamos, pero cuando nuestro hermano alzó el brazo por primera vez para descargar su arma, lo averiguamos. El vapor salió disparado hacia los agujeros que había en la parte de abajo de la caja y se oyeron unos chillidos agudos, como los que hacen las ratas cuando las pisas. Sin embargo, también se oyó el grito de una persona. De una muchacha joven, parecía. —El árbitro abrió mucho los ojos—. Cedric se quedó paralizado. Los lobos lo atacaron con fiereza y él trató de defenderse a patadas pero, si se movía demasiado, los orificios se abrían y las llamas ascendían hasta la caja.

Adler guardó silencio durante casi un minuto.

—Dudo que ninguno podamos olvidar jamás los gritos de la muchacha y el horrendo sonido de las ratas que compartían la caja con ella; el tremendo calor de la caldera; el olor; las lágrimas de Cedric.

—¿Cuál fue el resultado de aquello? —preguntó Abelard tapándose los ojos con una mano.

Adler se encogió de hombros, intentando que la mandíbula no le temblara.

—Cedric está aquí. Al final se defendió.

Abelard dejó escapar el aire en un jadeo estrangulado.

—Desde entonces no fue el mismo. Luchaba si debía hacerlo y acudía a aquella aldea de La Flere siempre que le era posible, pero ya no tenía ganas de vivir. La pena y la culpa le habían destrozado por dentro.

Adler contempló la voluminosa figura de su amigo con una tristeza infinita en el rostro.

—Consiguió aguantar hasta el final. Algunos hicimos todo lo posible para ayudarlo. Llegué a pensar que, quizá, al salir de aquel lugar todo mejoraría. Ver mundo y conocer a otras personas volverían a convertirlo en el compañero que todos habíamos conocido. Sin embargo, pronto comprendí que nunca sería el de antes.

Abelard tenía los ojos llenos de lágrimas. Apoyaba la cabeza en ambas manos y sentía cómo la vergüenza iba creciendo dentro de él.

—Es mi amigo, como tú, y no lo dejaré caer. Hemos pasado por demasiadas cosas juntos —dijo Adler tras unos instantes—. Pero, quizá, todos debiéramos reconsiderar nuestras convicciones —dijo con suavidad—. Al fin y al cabo ¿qué fue lo que pasó cuando Thomenn encontró al Bufón?

Abelard asintió lentamente, tratando de que el llanto no resultara perceptible por su amigo.

—Descansa —dijo cuando logró controlarse—. No creo que hoy pueda conciliar el sueño. Pero, por favor, no vuelvas a decirme que debería haberme quedado esos dos años más en el Monasterio. Irme fue la mejor decisión que he tomado en mi vida.