VII

Los tres hombres galoparon como si el mismísimo Gillean fuera el que azuzara a los caballos. Casi por arte de magia, el sueño y el cansancio había desaparecido y solo la posibilidad de no ser capaces de impedir un desastre ocupaba sus pensamientos.

Cabalgaron durante todo el día hasta alcanzar Tausá pero, cuando el delegado del pueblo los llevó hasta el templo que el Embajador había ido a bendecir, ya era demasiado tarde.

En la ermita todos estaban muertos. La sangre teñía de rojo el suelo y había salpicaduras por las paredes. El hedor resultaba sofocante.

Había doce cuerpos que pertenecían a los sacerdotes que oficiaban los ritos y también algunos campesinos. Algo más allá vieron también varios cadáveres que llevaban ropajes oscuros y embozo, como aquellos que el coronel Ricard había descrito. Por el suelo estaban desparramados varios cálices de oro y Símbolos con engastes.

—Ni siquiera se han llevado las joyas —murmuró Abelard apretando los puños—. Solo querían sangre.

—El Embajador no está aquí —dijo Cedric tratando de contener la rabia.

Adler tampoco encontró a aquel presuntuoso guardaespaldas que lo acompañaba, aunque descubrieron los restos de varios soldados que vestían como el jinete que lo acompañaba aquella noche.

—¿Cuándo sucedió esto? —preguntó al tembloroso anciano que los había llevado hasta allí.

El hombrecillo, delgado y vestido con los ropajes remendados de un campesino, tenía las manos en la cabeza y los ojos muy abiertos. Tuvo que tragar saliva varias veces antes de poder contestar.

—Uno de los vecinos oyó decir a su Santidad que el rito tardaría tiempo en realizarse y que no quería ser molestado una vez comenzara. Por lo que decían, se tomó la noche para descansar antes de empezar hoy, con el amanecer.

—Seguramente nos llevan unas cuantas horas —dijo Cedric—. Eso si no le han…

—¡Si nada! —dijo Adler, tajante, con una violencia en la voz que casi nadie le conocía—. ¡Tanto si ha sucedido lo que nadie quiere como si no, los encontraremos y les daremos muerte! ¿Alguien vio adónde se los llevaban? —preguntó al delegado.

—No, mi señor, nadie vio nada sospechoso —respondió este temblando más aún.

—La lluvia dificultará la búsqueda —intervino Cedric en voz baja para que el anciano no le escuchara—. Y, si a eso le sumamos el don que posee la bruja, las cosas se nos pueden poner francamente complicadas.

Adler se mordió los labios con frustración, sintiendo cómo la impotencia le carcomía por dentro.

—Tenemos que intentar seguir su rastro, no queda otra solución —dijo Abelard—. Pero debemos partir ya; cuanto más tiempo pase, más difícil será.

—Me temo que no podéis hacer eso —dijo una voz al otro lado de la ermita.

El guardaespaldas del embajador se encontraba en la puerta, aunque ninguno lo había oído llegar. Tenía sus lujosas ropas destrozadas y cojeaba por una herida en la pierna, pero no había abandonado esa extraña sonrisa.

—Lo sabéis ¿verdad, inquisidor? —dijo acercándose lentamente, con la mirada fija en Adler—. No podréis con un enemigo tan poderoso que, a la vez, se rodea de tantos hombres. Lo habéis visto aquí: hay muchas huellas distintas, son demasiados. No hace falta que calculéis —dijo dirigiéndose a Abelard—. Yo os lo diré: ahora mismo tiene sesenta y tres hombres con ella.

Los tres compañeros lo miraban amenazadoramente, pero fue Adler quien preguntó lo que todos pensaban.

—¿Cómo es posible que tú sobrevivieras a esta carnicería?

—¿Parece que haya estado de fiesta, acaso? —contestó él, agachándose para cerrar los ojos del jinete que había estado a su lado cuando lo encontraron.

Después, se quitó la chaquetilla de terciopelo y se remangó la camisa que llevaba debajo. En algún momento, la prenda había sido de una suave seda blanca pero, en aquellos instantes, eso ya no era más que un recuerdo. Él mismo tenía cortes y sangre por todo el cuerpo, aunque daba la impresión de que la mayoría no era suya.

—Si estás aquí es porque abandonaste a tu protegido —señaló Abelard.

—Sí, así es. Tras matar a unos cuantos y ver que querían a su Santidad con vida, preferí huir y encontrar ayuda.

—¿Cómo sabemos que no estás con ellos? —preguntó Cedric, acercándose amenazadoramente a él.

—No se me ocurre ninguna manera de demostrarlo fehacientemente —contestó él—, pero más nos vale que no sea así, porque si el Embajador muere, vosotros tendréis que explicar una terrible derrota y yo perderé mi trabajo. Y mis vicios son caros. Sinceramente, no sé quién de todos perdería más.

—Tienes la lengua muy ágil —dijo Abelard sin retirar la mano de la empuñadura.

—Gracias, mi señor; las mujeres suelen decir lo mismo.

—Ferdinand, si mal no recuerdo —dijo Adler poniendo una mano sobre el pecho de Abelard para impedir que cargara contra él—. Creo que debes entender que no estás en una posición envidiable ahora mismo.

El aludido lo miró fijamente y, por fin, la sonrisa se borró de sus labios.

—Hui en medio del combate en cuanto me di cuenta de que no había nada que hacer. Entraron más de veinte hombres, seguidos por una mujer que llevaba un velo oscuro sobre el rostro. Comenzaron a masacrar a los sacerdotes que intentaron interponerse y no dudaron en enfrentar nuestras espadas —dijo señalando a su compañero caído—. Luchamos y matamos hasta que varios de ellos alcanzaron al Embajador y lo maniataron. Entonces, la mujer miró directamente hacia nosotros y mi compañero cayó gritando, con los ojos llorando sangre. Tras eso, y a punto de vaciarme encima como un bebé, salté atravesando aquella vidriera y corrí tan rápido como pude, sintiendo tras de mí el aliento de esa bruja.

Los tres compañeros tomaron se miraron entre ellos.

—¿Viste algo que nos pueda ayudar? —preguntó Adler finalmente.

El guardaespaldas cogió la espada de su compañero y dio un par de tajos con ella, evaluándola. Después la guardó en el cinturón, junto a la suya.

—Mi señor inquisidor, he dicho que hui, no que olvidara mis deberes. Tras escapar de ellos, volví para seguirlos —explicó con una sonrisa. Sé exactamente dónde están.


—Mi señor, me temo que no acabo de entender por qué volvemos al pueblo. El guardaespaldas ha dicho que se fueron hacia el oeste —decía en esos momentos el delegado de Tausá, corriendo para mantener el paso del caballo de Adler.

—Ya os lo he explicado —dijo Adler, sin mirarle—. No podemos hacer esto solos y la situación requiere una intervención directa.

—Pero, mi señor —dijo el delegado estrujando su sombrero de tela entre las manos—. No somos más que campesinos. No hemos empuñado las armas jamás.

—Pues hoy lo haréis —dijo Adler con un tono que no admitía réplica.

—Señor —dijo el anciano, dirigiéndose a él de nuevo.

—¿Qué quieres? —preguntó Adler sin molestarse en disimular su irritación.

—Si mis vecinos van a ir a luchar por el Imperio yo, que soy su delegado, he de acompañarles.

El inquisidor lo miró un momento y luego asintió.

—Así sea. ¡Qué salgan todos los hombres de entre catorce y cuarenta años! —gritó entonces.

Poco a poco, una muchedumbre se fue congregando frente a ellos, cabizbajos y con temor en la mirada. A lo lejos, comenzaron a sonar unos truenos que precedían de nuevo a la lluvia.

—¿Falta alguien? —preguntó entonces Cedric, dirigiéndose al delegado—. Será mejor que no mintáis, creedme.

El anciano miró a su alrededor y notó como la mandíbula le temblaba. Sin embargo, trató de no mostrar otra cosa que decisión ante sus vecinos.

—No, mi señor. Los demás son demasiado viejos o jóvenes.

—¡Martillos, arcos, hoces y hachas si no tenéis nada mejor a mano! —gritó entonces Adler—. Coged una horca o un simple garrote, pero no vayáis desarmados. Si tenéis un buen cuchillo ponéoslo a la cintura, pero solo si podéis enfundarlo. No quiero que os lo clavéis en el vientre durante la refriega. Poneos las prendas de piel que tengáis, nunca os darán mejor servicio que hoy. Si no, lana gruesa y tejido basto que no os impidan los movimientos. No cojáis provisiones. Sea como sea, todo acabará pronto.

Las gentes lo miraban con los ojos muy abiertos y más de uno temblaba claramente.

—Muchos de esos muchachos ni siquiera habrán conocido mujer todavía —susurró Cedric junto a él—. Y algunos de los mayores tienen tantos dientes como un bebé. Mal ejército llevamos a la batalla.

—Tendrá que servir —contestó Adler apretando los labios hasta dejarlos blancos al darse cuenta de que ni siquiera sumaban tres docenas.

—Sí, tendrá que servir. Solo espero que no los llevemos directamente a la muerte. Recuerdas los poderes que esa bruja parece dominar, ¿verdad?

—El emperador nos guarda, pero más nos vale también que esos poderes tengan límites —masculló Adler.

El inquisidor estaba a punto de volverse de nuevo hacia los aldeanos cuando Abelard le puso una mano en el hombro.

—Adler, déjame a mí —dijo el árbitro apartándolo suavemente—. Creo que esto es una de las pocas cosas que se me dan mejor que a ti.

—Bien —contestó él, frunciendo el entrecejo.

El árbitro alzó la cabeza y se puso de pie sobre los estribos. Su rostro adoptó una expresión llena de fervor y valentía.

—¡Amigos! —dijo con una voz clara y potente en la que no había dudas ni debilidad—. ¡Nuestro querido Embajador ha sido capturado y no le espera otro destino que la muerte si no hacemos algo para evitarlo! ¡Hoy tenéis la posibilidad de salvar al elegido del Creador, el que habla en su nombre! Hacedlo y ganaréis gloria y el reconocimiento del mismísimo Thomenn. Mostrad la valentía de que hacemos gala en el Imperio. ¡Miremos juntos al mismo rostro de la maldad y riámonos de él! ¡Id a empuñar vuestras armas y partamos sin demora para demostrar a esos malnacidos de qué pasta estamos hechos!

Abelard continuó arengándolos hasta que algunos de los presentes comenzaron a corear sus palabras o asentir con la cabeza; otros se mantuvieron en silencio, pero con un brillo en los ojos; muchos, no obstante, no mostraban más que temor.

—Muy bonito. No sé si servirá de algo —dijo Cedric, claramente impresionado—, pero, desde luego es mucho mejor que lo que había improvisado nuestro alegre compañero.

Adler gruñó una respuesta y comenzó a preparar su equipo.


Algunos tenían una espada. Probablemente era de algún familiar ya muerto y nunca la habían empuñado antes, pero también había tres hombres, ya mayores, que habían pertenecido unos años a la milicia de la baronía.

Los más afortunados llevaban cascos o, al menos, un sencillo capacete de cuero, pero la mayoría no había tomado más que alguna herramienta. Había bastantes hachas de leñador y algún buen martillo de herrero. Incluso una guadaña destacaba entre la muchedumbre.

—Van a morir la mayoría —susurró Abelard—. Me siento asqueado conmigo mismo.

—Me encantaría oír otras opciones —contestó Adler apretando los dientes.

—No digo que no haya que hacerlo, solo que no me causa el menor placer llevar a todos estos hombres a una incierta batalla.

—Luchemos nosotros con una ración doble de bravura y así tendrán que morir menos de ellos —dijo Ferdinand, colocándose junto a él con una sonrisa satisfecha.

Los tres compañeros lo miraron dubitativos, pero ninguno replicó y continuaron al paso, liderando a los hombres en dirección oeste, ya en medio de la noche.

—Hermano —dijo Adler dirigiéndose a Cedric en cuanto Ferdinand les avisó de que ya estaban cerca—. Guía a los campesinos a prudente distancia de nosotros.

—Adler, no puedes dejarme…

—No es momento para discutir —dijo él, interrumpiéndole—. El tiempo apremia y podrían echarlo todo a perder si se precipitan. Guíalos cuando llegue el momento.

Cedric apretó los dientes, pero asintió.

Poco después, el inquisidor mandó parar a su hermano y desmontó para subir a una pequeña colina junto al guardaespaldas, con el cuerpo pegado al suelo.

No hizo falta que el hombre le señalara la hoguera que había algo más allá, en medio de una pequeña depresión del terreno.

La bruja alzaba los brazos una y otra vez, pronunciando unas palabras que no alcanzaban a oír. Su rostro seguía oculto. Se dirigía, con extraños ademanes, tanto al Embajador, que estaba atado a un monolito de piedra clara, como a una corona que sostenía arrodillado uno de sus hombres. El metal con que la habían forjado era oscuro y parecía vieja y mellada en sus cuatro puntas, incluso casi afilada desde esa distancia.

Ferdinand y Adler cruzaron unas pocas palabras. Después, todo sucedió muy deprisa.


Únicamente unos reflejos que no podían ser fruto de la naturaleza permitieron que el primer proyectil que surcó la noche apenas rozara a la bruja. La mujer dio un bandazo aparentemente involuntario y salió del trance en que había estado absorta hasta ese momento.

Otro virote, sin embargo, llegó un poco más lejos y atravesó el pecho del que sujetaba la corona, que rodó por el suelo.

En ese momento, Adler y Abelard cargaron al galope desde el extremo más cercano al Embajador, mientras que Cedric lo hacía, seguido por su improvisado ejército, desde el lado contrario.

Todavía hubo un momento de confusión, en el que Ferdinand disparó un par de veces más desde lo alto, antes de que la bruja lograra hacerse con la corona. En ese momento, todos los enemigos parecieron organizarse sin que mediara voz alguna y se aprestaron al combate.

Solo Adler y su compañero lograron la suficiente sorpresa como para cobrarse varias vidas antes de comenzar a luchar realmente. Al otro lado, en cambio, la situación se complicó con rapidez.

Cedric llegó un poco antes que sus hombres hasta el enemigo e hizo estragos con una enorme maza hasta que alguien acertó a clavar un estoque en el cuello de su animal y lo descabalgó. No obstante, el primero que intentó aprovecharse de su caída fue derribado varios metros más allá con el cráneo reducido a pulpa.

Justo entonces llegaron los aldeanos, gritando con bravura para ahogar el miedo que sentían.

Una espada atravesó la garganta de un muchacho que había cumplido quince años esa misma semana. Su propio padre clavó el hacha con que se ganaba la vida en la cabeza de su verdugo y, luego, en el pecho del hombre que acababa de atravesarle el vientre. Después cayó cerca de su hijo.

Uno de los veteranos que habían luchado con las tropas del barón recibió un golpe en su viejo casco y trastabilló hacia atrás, afortunadamente ileso. Entonces localizó a su agresor, que acababa de quedar trabado en combate con el muchacho que había pedido la mano de su hija. Cuando intentó atravesarle, aprovechando que le daba la espalda, el hombre se echó a un lado, rodando, pese a que no había podido verle.

Adler y Abelard también se dieron cuenta pronto de que algo no iba bien. Hacían valer sus monturas, que coceaban y mordían, entrenadas como estaban por los maestros de cuadras de la Orden, pero, aun así, apenas conseguían resultados. Casi todos los golpes que lanzaban eran esquivados en el último momento o bloqueados por otro hombre. En cambio, si ellos dejaban desprotegido un flanco, rápidamente los hostigaban por él, o intentaban ganarles la espalda si centraban demasiado sus golpes en un objetivo.

—¡La bruja! —gritó Adler jadeando por el esfuerzo—. ¡Hay que llegar hasta ella!

La mujer mantenía la cabeza inclinada sobre el pecho, como si dormitara, pero de vez en cuando su cuerpo se movía en espasmos, siguiendo los flujos de la batalla.

Cedric, con mirada torva, reunió todas sus fuerzas y se lanzó hacia adelante, apartando a sus enemigos con poderosos golpes que hirieron incluso a los que consiguieron bloquearlos. Los aldeanos, inspirados por su coraje y una suerte de energía que no acababan de comprender, lo siguieron entre gritos, golpeando lo mismo con hachas que con martillos.

En ese instante, Ferdinand llegó hasta la refriega, lanzando en tromba a su caballo. El guardaespaldas, que se había puesto de pie sobre la silla, saltó en el último momento, dando una voltereta para caer junto al Embajador. Sus dos espadas comenzaron a dispensar muerte con una destreza que en nada desmerecía a la de los enviados de la Orden.

Su impresionante entrada hizo que, rápidamente, varios de los hombres que intentaban retener al más fuerte de los inquisidores, se volvieran hacia él.

Cedric, aprovechando al máximo el momento de respiro, reorganizó a los aldeanos junto a él y avanzó directamente hacia la bruja. Cuando apenas estaba a diez metros de ella, paró una espada con su arma y agarró del cuello a un hombre que pretendía atacarle desde atrás. Los campesinos más cercanos oyeron un feo chasquido cuando el inquisidor apretó su presa.

En cuanto consiguió desembarazarse del enemigo que lo ocupaba, Cedric se retiró un par de pasos y tomó impulso. Entonces lanzó el cadáver que tenía en la mano contra la bruja.

El golpe provocó un extraño eco que se sintió, más que oírse, y los enemigos jadearon conmocionados durante un instante. Puede que solo fuera un segundo pero, en medio de la batalla, supuso poco menos que una eternidad. Durante esa breve chispa de tiempo cayeron casi una docena de enemigos sin poder defenderse siquiera. Los que quedaban, además, dejaron de luchar con la sincronía anterior y el pánico hizo presa en más de uno.

La bruja, viendo que la situación cambiaba drásticamente, se levantó del suelo, tomó la corona y salió corriendo.

—¡Ve a por ella! —gritó Abelard a Cedric—. ¡Si escapa todo esto no habrá servido para nada!

El gigantón asintió, repartió un par de indicaciones a los campesinos y se marchó trotando pesadamente.

El árbitro luchaba en esos momentos junto a Adler, espalda contra espalda, e intentaban protegerse del cuantioso grupo de enemigos que los habían rodeado. Ambos tenían varias heridas que les manchaban la ropa de sangre y sus golpes no eran ya tan rápidos como antes.

Ferdinand llegó entonces hasta ellos y atacó desde atrás, decapitando a un hombre y atravesando a otro sin que este llegara a ver a su verdugo.

—¡Saludos, amigos! —dijo bloqueando las armas que se volvieron hacia él—. Me alegra encontrarme con vosotros en esta preciosa noche.

—Y yo me alegro de no haber tenido que batirme contra ti el otro día —contestó Abelard con una sonrisa, situándose junto a él—. He de reconocer que sabes manejar la espada.

—Deberíais verme con el laúd —contestó él.

—¿Podéis ocuparos de esto solos? —preguntó entonces Adler, abriendo en canal a uno de los enemigos—. Debemos impedir que la bruja escape.

—Ve y ayuda a Cedric —contestó Abelard—. El Embajador está a salvo y acabaremos pronto con los que quedan.

Adler paseó un momento la vista por el campo de batalla y coincidió en que, en efecto, la lucha solo podía tener ya un final. Entonces salió corriendo en pos de su hermano.


Adler se movió rápido en medio de la oscuridad, sintiendo como, a través del dosel de los árboles que le cubrían, la lluvia volvía a caer con fuerza. Los truenos que antes la habían anunciado, estaban en ese momento sobre él, haciendo que sus tripas se estremecieran con cada nuevo retumbe.

No tardó en localizar a su hermano. Estaba en un claro, con la rodilla en tierra. La bruja gritaba, frente a él, y Cedric parecía sufrir como si, de algún modo, le estuviera hiriendo físicamente con su voz.

Adler rodeó el claro con todo el sigilo que pudo hasta situarse a la espalda de la mujer.

—¡Ella todavía sufre por tu ineptitud! —gritó la bruja, atacando al inquisidor lo mismo con las palabras que con la Voluntad—. No solo no pudiste salvarla, sino que la condenaste con tu lujuria.

—No, yo no… —balbució el inquisidor, tapándose los oídos y llorando amargamente—. Yo la quería. ¡La amaba desde lo más profundo!

—¡Mentiras! —gritó la bruja, y Cedric se sacudió como si lo hubieran zarandeado varios hombres a la vez—. ¡Solo buscabas tu disfrute carnal! ¡No te importó que ella muriera cocida viva!

En ese momento, Adler alzó la espada y cargó contra ella sin emitir el más mínimo sonido.

—¿Y tú? —dijo inmediatamente la bruja, girándose hacia él y señalándolo con la corona del Rey Brujo que todavía llevaba en la mano—. ¿Acaso crees que por asesinar a aquella anciana puedes enfrentarte a mí?

La tela con que la mujer ocultaba su rostro se agitó y Adler trastabilló hasta caer al suelo.

—Te dices a ti mismo que eres recto y firme en tus convicciones. Vives una vida gris y matas sin preguntar cuando te lo ordenan porque no soportas la duda —dijo la mujer con una voz que provocaba el mismo miedo cerval que el siseo de una serpiente cuando no hay luz—. Te aterra la incertidumbre que sientes. Amas lo imposible y lo único que te da fuerzas cada noche para evitar la locura es convencerte de que lo que haces tiene sentido. Sabes que el Imperio es una manzana pútrida y llena de gusanos que la devoran poco a poco, pero sigues adelante. ¡Cobarde! ¡Hipócrita!

Adler sentía que las palabras de la bruja lo herían de un modo físico, hasta el punto de que, en cualquier momento, le harían sangrar. Solo la férrea resistencia que le mostraba con su propia Voluntad parecía impedir que así fuera. Sin embargo, por más que intentaba luchar, sentía que ese terrible poder iba sobrepasando inexorablemente su aguante. Era cuestión de tiempo que sus fuerzas se agotaran y la mujer acabara con él.

Pero en ese momento, un grito rasgó la noche y Abelard se abalanzó sobre ella desde el margen del bosque que tenía detrás. La espada, que debía de haber hendido directamente el corazón, se clavó, en cambio, en el hombro gracias a esos reflejos imposibles que ya había mostrado la bruja.

—¡Tú! —le gritó la mujer llevándose una mano a la herida—. ¡Tú, que rezas al Creador a todas horas implorando un perdón que no llegará! ¿Tú te atreves a atacarme? ¡Thomenn se ríe a diario de tu miseria, insignificante hombrecillo! ¡Árbitro fracasado! ¡Cruel parodia de inquisidor!

—¡No! —gritó Abelard, levantándose con un destello de pura Voluntad—. ¡El Salvador nos ama y me ha enviado aquí para acabar contigo!

—Estás equivocado —contestó ella en un siseo mientras avanzaba hacia él—. El Salvador odia todo lo que lleva la infecta marca de tu Emperador. Pero hoy tendrá que odiar a unos cuantos menos —añadió clavándole una de las puntas de la corona en el vientre.

El árbitro boqueó y unas diminutas gotillas de sangre salieron despedidas de su boca. Sin embargo, de algún modo, logró sacar fuerzas para agarrar a la bruja del hombro y apretar allí donde la había herido.

Un grito de dolor surgió de su garganta y la tela comenzó a teñirse de rojo.

—¡No puedes resistirte a mí! ¡Te mataré! —gritó ella clavándole de nuevo la corona.

—Sé que voy a morir —dijo Abelard enseñándole los dientes, muy cerca de su cara—. Pero te llevaré conmigo para que el Creador te juzgue.

El árbitro cayó pesadamente justo cuando la espada de Adler atravesaba el pecho de la bruja.

La mujer miró el palmo de acero que le sobresalía de entre las costillas y abrió mucho los ojos. Por un instante, toda la tensión se disipó e incluso la mueca que formaban sus dientes apretados se relajó. Un silencio antinatural se adueñó del claro e incluso el viento se detuvo, dubitativo.

La bruja miró entonces hacia el Norte y después hacia el Sur. Sus brazos se abrieron en un gesto de dicha y dejó caer la corona.

Entonces comenzó a reírse.

No era, sin embargo, la risa malvada que hubieran esperado, sino aquella con la que alguien expresara una sincera y sana felicidad.

—¡Has sido tú! —exclamó cayendo de rodillas—. Bendito Salvador, ¡tú has hecho todo esto! Oh, santa Lysanna, ¿cómo agradecer tanto honor?

Lentamente, su cuerpo se inclinó hacia adelante hasta llegar al suelo y la espada se desencajó en medio de un torrente escarlata.

Adler se agachó entonces sobre Abelard para incorporarlo suavemente.

—Hemos vencido —musitó el árbitro.

—Sí, hemos vencido y el Embajador está a salvo. Gracias a ti.

El árbitro intentó reír, pero comenzó a toser hasta que sus labios se mancharon de sangre.

—No he hecho más que estorbaros.

—No, Abelard. Aunque lo he sentido siempre, hoy más que nunca tengo que decirte que estoy orgulloso de ti. Hermano. —Adler se arrancó el Símbolo del cuello y se lo puso sobre el pecho—. No eres menos inquisidor que ninguno de nosotros.

Abelard abrió mucho los ojos e intentó contestar, pero ya no pudo. Cuando expiró, sin embargo, lo hizo en paz y con una sonrisa.

Cedric llegó hasta ellos y puso una mano sobre el hombro de Adler. Ambos permanecieron junto a su hermano largos minutos.

Cuando se levantaron y se volvieron hacia la bruja, se dieron cuenta de que el velo se había apartado en su caída. La mujer todavía miraba al sur con una sonrisa desquiciada. Adler vio con un escalofrío que tenía un ojo pintado sobre la frente. Mientras lo miraba, el ojo se giró súbitamente hacia él. Luego quedó quieto para siempre.


El anciano, milagrosamente, estaba vivo y sin un rasguño. En sus manos sostenía una hoz manchada de sangre.

—Escribiré un libro, inquisidor —le dijo cuando llegó hasta él—. Escribiré un libro y contaré todo lo que ha pasado aquí.

El hombrecillo tenía los ojos muy abiertos y el horror que contemplaba parecía demasiado grande como para que pudiera soportarlo.

—Bien, pero decid que triunfamos gracias a los hombres de vuestro pueblo. La bruja nos enfrentó a los tres y se cobró la vida de uno de mis hermanos antes de acabar con ella. No lo habríamos logrado sin vosotros.

Adler se giró lentamente y contempló el resultado de la lucha. Algunos de los aldeanos lloraban, ocultando el rostro entre las manos; otros permanecían en silencio, con la vista perdida en algún punto muy lejano. Tampoco faltaban los que revolvían en los bolsillos de los enemigos, esperando encontrar algún tesoro que compensara aquel horror. Los demás, la mayoría, no volverían para ver a los suyos.

Un poco más allá, Ferdinand atendía los raspones que el Embajador tenía en las muñecas, pese a que él mismo sangraba por varios cortes.

Cedric, a salvo de miradas indiscretas, lloraba quedamente entre unos árboles. A su lado había un cuerpo que habían tapado con una capa.