III

Los infinitos campos de Louisant acompañaron a Adler en su viaje hacia el Este. En ocasiones, la calzada conocida como El Camino del Norte mostraba una interminable columnata de pinos que jalonaban sus márgenes hasta perderse a lo lejos. En otros puntos, algunos árboles menos pudorosos ya habían comenzado a dejar caer sus vestimentas, de suerte que la calzada llegaba a parecer una inmensa alfombra marrón.

Pero el inquisidor no tenía tiempo para apreciar la belleza del paisaje. Solo llevaba un día en camino y ya había cambiado dos veces de montura en las postas imperiales.

El Camino del Norte, que atravesaba la segunda provincia desde tiempos del Tercer Emperador, llegaba hasta la frontera norte con Uruth y había sido construido a conciencia. La piedra con que se había adoquinado todavía mostraba un aspecto magnífico y no era frecuente que necesitara reparaciones, pese al intenso tráfico que soportaba.

En su apresurado avance, el inquisidor se cruzó con aldeanos que acudían a la capital a vender sus mercancías, peregrinos que iban a presentar sus respetos ante la sepultura del Primero, las carrozas de varios nobles, un grupo de juglares y cuatro patrullas de las muchas que vigilaban los caminos más importantes.

Pero Adler no se tomó ni un momento de descanso. En cuanto divisó la siguiente posta, lanzó un grito para que el mozo que atendía las cuadras le preparara inmediatamente otro caballo.

—Toma, muchacho —dijo lanzándole un emperador de plata a un niño que no tendría más de ocho años mientras desmontaba—. Tráeme algo que pueda comer mientras monto.

El pequeño, que tenía el pelo más negro que el carbón y la cara ensuciada casi del mismo tono, abrió mucho los ojos y salió corriendo, presto a cumplir su voluntad.

Adler aprovechó el tiempo que tardó el encargado de las cuadras en terminar de ajustar los arreos para estirarse unos segundos y frotarse su dolorida espalda.

«Los inquisidores somos duros como el martillo de un herrero», le había dicho una vez Jhaunan mientras se masajeaba la zona lumbar, «pero ¡maldito sea el fruto de Lysanna! ¡También es difícil encontrar una vida tan exigente como la nuestra!».

Y era cierto. Adler sentía que su espalda comenzaba a dolerle cada vez con más frecuencia, sin duda por las innumerables horas a caballo, pese a que todavía era joven. Tenía una lesión en el codo que no sabía siquiera de dónde provenía, pero que a veces le causaba un dolor tan agudo que le resultaba difícil disimular; había una muela que se le movía más de la cuenta desde que un tahliano borracho lograra encajarle un puñetazo en medio de una trifulca absurda. Las cicatrices adornaban cada palmo de su cuerpo y a veces pensaba que, tarde o temprano, alguien conseguiría clavarle tanto acero que le daría más descanso del que pudiera desear. Sin embargo, había visto a inquisidores comidos por la artrosis luchar con más vigor que el más enérgico de los legionarios. El mismo Jhaunan había cumplido, no hacía mucho, misiones que serían imposibles para cualquiera de sus hermanos.

Así que, cuando el segundo caballo estuvo listo, Adler montó y miró al horizonte, presto a hincar las espuelas y salir disparado hacia adelante. Pero, en ese momento, el niño que había mandado a por provisiones salió corriendo de la posada. Llevaba un bulto envuelto en un trapo blanco que ofreció al inquisidor.

Se había lavado con esmero y, cuando alzó las dos manos hacia él, lo hizo para ofrecerle no solo la comida, sino también el cambio de la moneda de plata.

El inquisidor lo miró un instante, estrechó los ojos de un modo que hizo temblar al pequeño y luego le alborotó el pelo.

Mientras Adler se alejaba, el niño descubrió que tenía otra moneda de plata en un bolsillo.


El Monasterio siempre lograba conmover a los inquisidores. No en vano pasaban catorce años allí encerrados antes de que les dieran la opción de salir como árbitros o quedarse dos más para convertirse en inquisidores.

Las murallas, altas y con una anchura tal que las hacían parecer achaparradas, solo resultaban visibles desde unos pocos kilómetros antes de llegar. Los caminos que conducían hasta allí eran tortuosos, poco transitados y bordeaban varios pequeños bosquecillos. Pero, cuando Adler llegó hasta las robustas puertas, los guardias que las custodiaban hacía ya tiempo que lo habían visto y le franquearon el paso.

—Bienvenido, inquisidor, sois ley —dijo un monje que se dirigió apresuradamente hacia él—. Ojalá que vuestra estancia aquí sea agradable. Ya hemos avisado a Melquior de vuestra llegada, se reunirá con vos…

—Cuando yo así lo indique —lo interrumpió Adler, desmontando y echando a andar—. Decidme, ¿dónde puedo encontrar a Magdá?

—¿A Magdá? —contestó el interpelado, esforzándose por mantener el paso—. Me pregunto qué puede traer a un caballero inquisidor a esta casa para hablar con ella. ¿Acaso la bruja ha hecho algo que desconocemos?

Adler bajó la mirada hacia el monje y entrecerró los ojos.

—¡Evidentemente ese asunto no es de mi incumbencia! —se apresuró a añadir el anciano—. La podéis encontrar en sus habitaciones, ya sabéis que su gente no suele prodigarse mucho bajo la luz del sol. Si puedo ayudaros en algo más…

—Es suficiente, gracias —contestó Adler dejándolo atrás.


Adler tomó aire lentamente antes de llamar a la puerta, pero cuando alzó los nudillos, la hoja se abrió sola antes de que pudiera golpearla.

—Pasa, muchacho —dijo una voz rasposa desde el interior.

La pieza estaba iluminaba con tan solo unas pocas velas y resultaba oscura y misteriosa. Exactamente igual que la mujer que estaba sentada en el sillón.

—Saludos, Magdá —dijo Adler inclinando la cabeza—, espero que gocéis de salud y…

—Oh, ta ta taaa —gruñó la mujer haciendo aspavientos con una mano—. No creo que hayas venido para hacerme una visita de cortesía, ¿qué es lo que preocupa a la Orden, pequeño?

Magdá era anciana. No al vigoroso y extraño modo de Jhaunan, sino de una forma mucho más convencional. Apenas llegaría a Adler al pecho, pero era tan regordeta que los miembros parecían pequeños en un tronco tan voluminoso. Su rostro estaba plagado de arrugas y, aunque no podía distinguirlos entre las sombras, el inquisidor sabía que sus ojos presentaban dos velos blancos que apenas le permitían ver algo. Sin embargo, por el modo en que los dirigía hacia él, siempre le había dado la impresión de que, de algún modo, veía mucho más que otros.

—Nunca fuisteis especialmente respetuosa —dijo Adler mirando a su alrededor sin ocultar su desagrado.

La habitación olía a polvo y suciedad y bien pudiera no haberse ventilado en años.

—Ta ta taaa —respondió ella, agitando de nuevo la mano mientras trataba de levantarse—. Deja el protocolo y los desfiles para aquellos a los que les puedan interesar. Sé para qué estoy aquí y también sé por qué has venido.

Magdá se dirigió renqueante hacia la ventana y descorrió parcialmente unos pesados cortinajes. En el pequeño trayecto, Adler comprobó que su cojera había empeorado. Cada vez que apoyaba el pie izquierdo, sus ojillos parpadeaban levemente como respuesta al dolor que sentía.

«Cuando una bruja es capturada y acepta buscar la redención sirviendo a la Orden, se le impone la Penitencia Perpetua», les habían dicho mucho tiempo atrás, cuando recibían su formación entre aquellas murallas.

Adler sabía que el mismísimo Melquior, el Señor del Monasterio, había quebrado uno de los tobillos de la bruja mientras trataba de que su confesión fuera lo más prolija posible. Uno de sus hermanos había afirmado que incluso le habían metido una minúscula cuña de madera entre los huesecillos de esa articulación.

En cualquier caso, lo que parecía cierto es que caminar suponía poco menos que una tortura para la mujer.

—Os habéis encontrado con algo que no conocéis ¿no es cierto? —preguntó ella mientras habría la ventana de un tirón.

La anciana se protegió los ojos con la mano y volvió al punto más oscuro de sus habitaciones para sentarse de nuevo.

—Ha habido una serie de desafortunados incidentes en Seléin.

—¡Ta ta taaa! Os han atacado con dureza, no hace falta que disfraces las palabras. Si no hubiera sido así, no habrías venido a buscar el consejo de Magdá.

Adler se revolvió con disgusto, pues la bruja siempre había sabido encontrar la forma de incomodarle.

—Hace menos de un mes, atacaron una carroza de recaudación y acabaron con toda la comitiva, pero no quedó rastro alguno de los asaltantes.

—Los bandidos también aprenden —respondió Magdá encogiéndose de hombros.

Adler apretó los labios y trató de organizar sus ideas antes de continuar.

—Dos días después, uno de los hijos del gobernador de Pasevalle fue asesinado en una cacería sin que nadie pudiera aportar muchos datos al respecto.

—Cualquier desgracia que le suceda a una familia tan virtuosa y colaboradora con el Emperador es siempre una tragedia —contestó la mujer sin disimular una sonrisa.

—Sea como fuere, dos pelotones enteros de la guardia de Hÿnos fueron encontrados muertos poco después, mientras estaban de maniobras en el noreste de Seléin. No había ni rastro de los que perpetraron la matanza.

—Todo en Seléin ¿eh? —apuntó Magdá acariciándose la barbilla. Sin embargo, casi inmediatamente entrecerró los ojillos y clavó su mirada estéril en el inquisidor—. Pero hay más. No es eso lo que te realmente te preocupa, ¿no es cierto?

Adler dejó escapar el aire con lentitud.

—Un coronel fue atacado mientras pernoctaba en una posada —contestó tras unos momentos de duda—. Fue en Endrinal.

—Sí, lo conozco.

—Se colaron en la posada en plena noche y fueron directamente hacia sus aposentos, pero su escolta dio la voz de alarma.

—Probablemente los vieron llegar y prepararon el ataque. Los guardaespaldas que acompañan a vuestros mandos no suelen ser demasiado discretos.

—El coronel tenía veinte hombres bien entrenados consigo —contestó Adler—, no eran tres o cuatro guardaespaldas. Aun así, el enemigo asaltó la posada en mayor número y no se retiraron pese a las bajas, que fueron cuantiosas en ambos bandos.

—Los bandidos no suelen tener convicciones demasiado fuertes —concedió la mujer—. Desde luego no se lanzan a los brazos de la muerte con tanta alegría.

—Tampoco acostumbran a ser tan numerosos como para atacar abiertamente a tantos soldados —añadió Adler con aspereza.

Magdá quedó unos instantes en silencio, mientras se acariciaba la frente con las yemas de los dedos.

—Los adoradores de Gillean son una realidad en el Imperio, sobre todo en Seléin —dijo al fin—. Sus objetivos, en la mayor parte de los casos, son poco predecibles y erráticos. Lo mismo pueden querer matar a tu coronel que sacrificar un cordero sobre la barriga de una virgen recién desangrada. —La bruja le clavó sus ojillos ciegos, que parecían capaces de desnudar a un hombre hasta el alma—. Pero ambos sabemos que eso es asunto de las baronías. Si no tuvieran suficiente con sus tropas, o la investigación se volviera demasiado complicada, podrían pedir quizá la asistencia de un árbitro. Tú, en cambio, eres un inquisidor.

Adler asintió y, pese a la reticencia con que lo hizo, terminó por contarle cómo había concluido el ataque.

—La lucha fue terrible y al final parecía claro que el coronel sería asesinado junto con todos sus hombres. Pero, de pronto, los asaltantes alzaron la cabeza y se marcharon tan rápido como habían llegado. A los pocos minutos, por puro capricho del destino, Abelard llegó a Endrinal junto a su cohorte.

Magdá lo miró fijamente antes de encogerse de hombros.

—Es extraño, sí, que dejaran escapar una presa tan tentadora en el último momento. También que parecieran saber que se aproximaba tu antiguo compañero. No obstante, no hay más misterio que el hecho de que fueron avisados de algún modo.

—El coronel aseguró que había algo extraño en el ambiente; cosas que no sabía muy bien cómo explicar.

—Era un hombre que veía cercana la muerte. Muchos de los que han pasado por situaciones similares te dirán ese tipo de cosas.

—Parecía ser sensible a la Voluntad.

—Muchos lo son.

—Quiero decir que percibió susurros; una cierta forma de comunicación en el aire.

Magdá entrecerró los ojos y le mostró su mano abierta. Al instante, Adler sintió una cierta aprensión, como el nerviosismo que precede a una situación de peligro.

—Sí —dijo tratando de despegarse de su desagradable contacto—, pero no me refiero a esto, sino a que los atacantes sabían exactamente cuando tenían que marcharse; de algún modo fueron conscientes de la inminente llegada de Abelard.

—Quizá tenían apostados exploradores y, cuando lo vieron llegar, corrieron para avisar a sus compañeros.

—Ricard asegura que no hubo gritos ni alertas.

—Es posible que…

—Abelard afirma que notó, en el mismo momento de entrar al pueblo, que la Voluntad había sido utilizada poco antes. Y aquellos asaltantes llevaban tatuado el símbolo del Rey Brujo.

—Oh —contestó la bruja bajando la vista—. Oh —repitió al cabo de un instante.

Aquel dato pareció resultarle mucho más relevante que todo lo demás. Daba la impresión de que, por fin, se daba cuenta de la gravedad de aquel asunto.

—Ya sabes que, ni dentro de un colectivo tan pequeño como el mío, las ideas son homogéneas. Hay algunas facciones que viven para luchar abiertamente contra el Imperio. Otras simplemente pretenden vivir en secreto lo mejor que puedan y no faltan aquellos cuya única motivación es acabar con el Emperador.

—Lo sé, pero lo que ha pasado en Endrinal es distinto a todo eso.

La vieja se acarició distraídamente la frente antes de contestar.

—Lo que ha pasado allí bien pudiera ser fruto de alguno de esos trastornados clanes de adoradores de Gillean. Ya sabes que, aunque las brujas no tenemos nada que ver con ellos, muchas veces se apropian del símbolo del Rey Brujo como equivalente directo de la figura del Oscuro.

—Lo que quiero saber, Magdá —dijo Adler mirándola fijamente— es si conoces algún poder que pueda predecir los hechos que todavía no han ocurrido. No parece fácil que nadie averigüe tantas cosas en tan poco tiempo como para perpetrar tal número de ataques. Sobre todo cuando solo uno se torció, y por pura casualidad.

—Si existe un poder así, no lo conozco —respondió la bruja con sencillez—. Se pueden hacer muchas cosas con la Voluntad, casi tantas como imagines. Hay quien puede utilizarla para golpear a sus enemigos con la misma contundencia que un martillo; otros pueden enajenar a una persona e incluso hay quien afirma que puede hablar con los animales —añadió con una risilla—. Pero, que yo sepa, el futuro no está escrito, ni puede controlarse o percibirse en modo alguno, por mucho que algunos lo aseguren.

Adler asintió, meditabundo, pero era evidente que las explicaciones de la bruja no le habían convencido.

—Todo eso ya lo sé —respondió con tono pausado— y no me gustaría pensar que me ocultas algo; al fin y al cabo fuiste una de ellas.

Magdá lo miró alzando una ceja y fingiendo enfado, casi divertida.

—Cuando me trajeron aquí, Melquior me dejó en las manos de los sacerdotes oscuros durante una semana entera —contestó tratando de parecer impasible pese al escalofrío que le recorrió la espalda—. Él mismo colaboró de forma activa en el proceso de la confesión, ya sabes que se toma muy en serio esas tareas.

Magdá se agachó a duras penas para apartar ligeramente la parte de abajo de su falda. Sobre los zapatos de tela, se apreciaba un tobillo grueso y oscurecido en el que destacaban unas protuberancias angulosas. Por algunas de ellas asomaban puntas de metal.

—Tras aquello, y esta bendita Penitencia Perpetua, te puedo asegurar no me queda ya nada que esconder.

Adler tuvo que esforzarse para que el horror que aquella mujer tenía por tobillo no se reflejara en su cara.

—Bien —dijo sencillamente—. Lamento que no hayamos sacado nada en claro.

—Ni siquiera una bruja tan anciana como yo sabe todo lo que esconde mi colectivo. Pero quizá debieras hablar con Melquior. Él también es sabio y más viejo de lo que aparenta. Pudiera ser que arrojara algo de luz donde esta humilde servidora de la Orden ha fallado.

—Parto para Seléin —respondió él con un gruñido.

Magdá soltó una risilla, consciente de que no había en las cuatro provincias un árbitro o un inquisidor que no odiara profundamente a Melquior.

—Ay, mi buen niño. Es innegable que sus conocimientos son vastos y su inteligencia aguda; pero no es menos cierto que lo son de una manera perversa que solo parece servir para poneros pruebas más exigentes y sádicas a los que os formáis aquí, ¿verdad?

Adler, incómodo de nuevo, le dedicó una sencilla inclinación de cabeza y se dio la vuelta sin más ceremonia.

—No puedo quedarme para charlar. El tiempo avanza en mi contra y venir al Monasterio en busca de respuestas ha sido un error.

Sin embargo, cuando ya extendía la mano para abrir la puerta, se detuvo bruscamente. Una fuerte opresión en el pecho le nubló la vista y le obligó a boquear en busca de aire.

—Soy anciana y no me quedan ya ilusiones —murmuró Magdá, apoyándose en los brazos del sillón para levantarse—. Si alguien me lo hubiera preguntado hace un rato, habría contestado sin duda que mi única aspiración en la vida era disfrutar del silencio de esta casa y morir en medio de la tranquilidad.

Adler cayó al suelo justo cuando la mujer abría la cajonera que había tras ella.

—Pero no puede ser —dijo con un suspiro—. Esto es demasiado importante como para ignorarlo.

El inquisidor vio, en medio de una creciente agonía, cómo la bruja sacaba un pequeño cuchillo, recto y sin adornos, que brilló a la luz de las velas.

—Un don así solo se ve una vez cada cuatro o cinco generaciones —dijo renqueando hacia él— y no voy a permitir que acabes con ella, sea quien sea.

Pese a que la mujer parecía débil y vulnerable, su Voluntad se le cerraba en torno al corazón con la misma fuerza que unas tenazas. Por más que trató de rechazarla, la presa con que lo tenía atrapado era inquebrantable. Poco a poco, sintió cómo sus pulmones se iban volviendo incapaces de llenarse de aire.

—Espero que no lo tomes como algo personal —añadió Magdá dando pasitos cortos y lentos hacia él—. Nunca me pareciste especialmente odioso. Un poco crédulo; muy rígido en tus posiciones, quizá, pero no malvado ni despiadado. Nada que ver con esa alimaña de Gerard; o ese estúpido plañidero de Abelard.

—Te matarán —logró balbucir Adler.

—Oh, claro que sí —dijo la mujer—. Puede que ya estén viniendo hacia aquí. Noto como tu Voluntad aúlla tanto como puede, pero ambos sabemos que será demasiado tarde. Tienes resistencia y un dominio más que notable de las fuerzas etéreas, si no, ya habrías muerto, no te quepa duda. Pero vosotros no tenéis nada que hacer contra una bruja de verdad. ¡Nada! Os valéis del subterfugio y la traición para asesinarnos cuando somos jóvenes, o acudís con vuestras cohortes hasta que el número se impone al valor. Pero eso no funcionará aquí.

En ese momento, Adler apretó los dientes y descargó toda la fuerza que había estado almacenando en un puntapié sobre la pierna que la anciana estaba a punto de apoyar.

Magdá trastabilló hacia adelante y cargó su peso sobre el pie izquierdo. El tobillo emitió un desagradable chasquido y los clavos que le había puesto Melquior se movieron en todas direcciones. La bruja cayó al suelo en medio de un grito desgarrador y, por un instante, Adler volvió respirar con libertad.

—¡No me vencerás tan fácilmente! —chilló la mujer tratando de arrastrarse hacia él pese a la agonía que ello implicaba. En su mano, el cuchillo seguía lanzando destellos.

El dolor había reducido en parte la fuerza con que la bruja constreñía el pecho del inquisidor. Aquello era apenas un alivio, pero suficiente para que Adler reuniera la fuerza que le quedaba y se lanzara hacia delante en un único movimiento.

Cuando cayó pesadamente hasta el suelo, su propio cuchillo sobresalía del cuello de la mujer.


Olía a pan, pero no a ese agradable aroma que desprenden los hornos cuando la masa se está cociendo y la idea de comerse el resultado, sin más condimento, resulta tentadora. No, porque estaba en el Monasterio y no había un pan más delicioso que el que los monjes hacían allí.

Adler permaneció un instante más con los ojos cerrados, disfrutando de la sensación hasta que, súbitamente, se incorporó recordando los últimos acontecimientos.

—¡Por fin despertáis! —dijo una voz junto a él—. Algunos de los sanadores llegaron a pensar que quizá tuvierais lesiones que os postraran para siempre. Me alegra ver que estaban equivocados.

Melquior, el Señor del Monasterio, estaba junto a él, sentado tranquilamente en un butacón.

El robusto sacerdote llevaba puesta, como siempre, una túnica roja de un color muy similar a la sangre recién derramada. Un Símbolo de oro macizo colgaba de su cuello y su eterna sonrisa le adornaba el rostro.

Era, sin embargo, una sonrisa de dientes excesivamente blancos y que siempre parecían ser demasiados. A su alrededor, una cuidada perilla cana lo dotaba de una apariencia chocante para tratarse de un sacerdote.

—¿Cuánto he dormido? —preguntó Adler sin molestarse en disimular su desagrado.

—Casi un día entero. Ayer, algo antes de las doce, os encontramos en la cámara de Magdá. Ahora serán las nueve.

Adler asintió, pero no hizo el menor comentario. A su lado, Melquior se removió impaciente, pero sin dejar de sonreír.

—Resulta curiosa, cuanto menos, la forma en que nos reencontramos, tras tantos años ¿no creéis? —dijo al fin.

Adler se giró de nuevo hacia él y le sostuvo la mirada durante unos instantes. No había nada en el sacerdote que se pudiera identificar como una amenaza o una falta de respeto y, sin embargo, esa era la impresión que le daba. Como siempre.

—Quiero que mi caballo esté preparado dentro de una hora —contestó el inquisidor, ignorando por completo la pregunta velada del otro.

—Por supuesto, poderoso señor. Sois ley, al fin y al cabo —contestó Melquior, pero no se movió de su asiento.

Tras unos molestos instantes, Adler se dirigió de nuevo a él, dejando que una parte de la irritación que sentía se reflejara en su voz.

—Podéis marcharos, sacerdote.

—Claro, inquisidor —contestó Melquior, solícito. Pero, cuando llegaba a la puerta, se giró de nuevo—. Es una verdadera lástima lo que le ha pasado a la vieja Magdá.

—¿Lástima? —preguntó Adler sintiendo que la ira comenzaba a desbordarse ante tanta impertinencia.

—Me refiero a que los aspirante necesitarán pronto a una profesora de sus capacidades y no creo que la Orden guarde reemplazos de ese tipo.

—¡Estáis hablando de una bruja que casi mata a un inquisidor!

—Oh, no lo creo —respondió Melquior—. Ella no era más que una anciana ajada y vos un poderoso miembro de la Orden. No habría tenido la más mínima oportunidad contra vos, estoy seguro. Sin embargo, me resulta curioso que se haya tenido que llegar a algo así. ¿No os parece extraño que tuvierais que atajar de un modo tan expeditivo este incidente? Realmente me gustaría saber sobre qué versó vuestra conversación.

—Marchaos de aquí —dijo Adler en un siseo—. No lo repetiré.

—Por supuesto, señor —contestó Melquior haciendo una exagerada reverencia—. Al fin y al cabo, sois ley —repitió.


Adler todavía tardó un buen rato en abandonar la soleada habitación. Le dolía todo el cuerpo, especialmente las costillas, como si un caballo se hubiera paseado sobre ellas. No recordaba otra ocasión en la que ponerse sus ropas y las protecciones que solía llevar debajo le hubiera costado tanto.

—Al menos —se dijo— puedo andar sin problemas.

Cuando salió al exterior, el sol lo deslumbró, pero sintió su caricia como un bálsamo después de tantas horas encerrado.

En su camino hacia el comedor, que tantas veces había visitado, pasó al lado de edificios que conocía de memoria y lugares que había recorrido en innumerables ocasiones cuando él mismo se formaba en aquel lugar. Sin embargo, no se detuvo hasta llegar al patio central del Monasterio. Allí, los aspirantes corrían a lo largo del perímetro, perseguidos por uno de los guardias.

Adler recordaba demasiado bien cómo dolía el látigo con que animaban a ir más deprisa a los que se retrasaban. También tenía fresca en su memoria las funestas consecuencias que podían sobrevenirles a los que desfallecían.

Aquellos muchachos parecían fuertes y saludables. El perseguidor no tuvo que utilizar el látigo ni una sola vez mientras él observaba. Tenían doce o trece años y mantenían la mirada al frente, con gesto adusto y decidido.

Dentro de poco, algunos de ellos serían sus hermanos y, sin duda, se convertirían en poderosos inquisidores.

—Los que sobrevivan hasta entonces, al menos —se dijo mirando hacia las oscuras figuras que se habían reunido para mirarle desde una balconada, a lo lejos.