I

—Nadie sabe quiénes son; nadie sabe siquiera cómo ha sucedido, pero la situación empeora por momentos —le dijo Jhaunan en cuanto entró al despacho—. Se están cebando con nuestras tropas de Seléin. ¡Demonios de Gillean, si ya hay voces que incluso piden que se movilice a la legión!

Adler permaneció en pie, pues la estancia era tan austera que ni siquiera había sillas para los invitados; probablemente porque nadie que entrara allí lo era en realidad. Lo que sí abundaban eran los libros y los pergaminos. Había cientos de pliegos de papel amontonados en las estanterías y sobre la mesa, o cosidos para formar gruesos volúmenes. Siempre había sido así. Que él recordara, nunca había visto el despacho ordenado, o con un volumen menor de documentos atestando cada rincón.

Adler no era mayor; puede que rondara los treinta años, pero su mirada era ya tan dura como la de sus hermanos más curtidos. Tenía un rostro corriente, casi vulgar, al que nadie miraría dos veces. Tampoco se apreciaban en sus rasgos los indicios de juventud o madurez que se reconocerían inmediatamente en otra persona. Podría ser lo mismo un joven noble y alocado que un maduro negociante a punto de llegar a los cuarenta. Y eso era algo que él sabía y utilizaba habitualmente.

—¿Cómo comenzó todo? —preguntó con voz neutra.

—Con una carroza —respondió Jhaunan poniéndose en pie.

El anciano era alto, más de lo que podía resultar discreto en una persona de su edad. También era alarmantemente delgado y tenía los hombros hundidos, por lo que su estatura discordaba aún más. De hecho, el Gran Maestre de la Orden era poco más de huesos y pellejo. La piel del cuello le colgaba como si fuera un buitre y los ojos eran saltones como en un sapo. No obstante, todo el que debía saberlo era consciente de que, tras una apariencia tan ajada y contradictoria, se ocultaba una fuerza arrolladora difícil de explicar.

—Unos desconocidos asaltaron una carroza de recaudación pese a la notable escolta que la protegía. Dejaron en la calzada más de quince muertos, pero nuestros hombres no han podido encontrar ni un solo indicio de los asaltantes.

—Los asaltos suelen ser asunto de las baronías. De algún árbitro local, como mucho —dijo Adler con voz suave—. ¿Por qué se pide a la Orden que tome cartas en el asunto?

—Porque, ¡malditos sean los clavos del Roble! —rugió Jhaunan aporreando la mesa súbitamente—. ¡El mismísimo hijo menor del gobernador de Pasevalle fue asesinado dos días después, mientras participaba en una cacería! Tampoco en ese caso hubo pistas ni indicios. Lo perdieron de vista un momento y apareció en el suelo al instante siguiente, con un virote atravesándole la garganta.

Jhaunan se levantó y dio tres largos pasos hasta la ventana. Más allá, la Catedral se alzaba, magnífica y enorme, como muestra definitiva de la fe de Thomenn.

—No había pasado ni una semana cuando dos pelotones de la guardia de Hÿnos, movilizados de maniobras en el norte de Seléin, fueron masacrados. Pero lo que ha terminado de poner nervioso a todo el mundo es lo que le sucedió al Coronel Ricard hace tan solo dos días.

—¿Es de eso de lo que hablan por todas partes? —preguntó Adler—. La gente comenta en corrillos que lo vieron entrar en la ciudad de noche, con tan solo un puñado de soldados. Dicen que algunos iban heridos y que casi todos tenían manchas de sangre.

Jhaunan se volvió hacia él y lo atravesó con la mirada. Sus ojos siempre causaban ese efecto, aunque no lo pretendiera. Eran saltones, sí, pero de un modo superlativo, como si quisieran escapar de una compañía tan poco reconfortante. Su mismo rostro contenía un matiz antinatural en forma de unos rasgos tremendamente pronunciados. El mentón sobresalía con un tamaño casi caricaturesco. El hoyuelo de la barbilla, tan atractivo en otros originarios de Rock-Talhé, resultaba ridículo y extraño en él; los pómulos estaban muy marcados, de suerte que los carrillos se hundían hacia adentro dándole una apariencia cadavérica. El inquisidor Edmond, uno de los hermanos más queridos de Adler, solía decir que era como si unas manos invisibles le hubieran estirado el rostro hasta darle esas formas.

—El coronel Ricard iba a inspeccionar un nuevo cuartel en la baronía de Agua Clara. Ya sabes que la zona es conflictiva y nunca está de más reforzar la presencia allí —murmuró el Gran Maestre—. Esa noche, mientras se hospedaba en un pueblecillo llamado Endrinal, unos desconocidos atacaron la posada. Ricard, empero, es un zorro astuto y ha visto mucho desde que su señor de Sint Chatau le obsequiara con una beca para estudiar en la academia militar de La Flere. En esos momentos tenía a cinco de sus veinte hombres de guardia y dieron la alarma a tiempo.

—Bien hecho —contestó Adler, asintiendo—. Eso confirma las expectativas que muchos tienen puestas en él. Parece que es tan prometedor como se comenta.

—¿Prometedor? —contestó el otro escupiendo la pregunta—. ¡Es un cerdo arrogante que parece olvidar el fango del que salió! Sin embargo, es innegable que su genio es agudo y su lengua audaz. Sabe verter elogios y reverencias como pocos. Tiene todo lo necesario para convertirse en general; en uno de los que se sientan cerca del Emperador en el desfile del día de su cumpleaños. —Jhaunan chasqueó la lengua y volvió a su asiento de mala gana—. Pero eso no es lo importante. Lo que me está quitando el sueño es lo que sucedió aquella noche.

—¿Que se hayan atrevido a atacar a un coronel con una escolta semejante?

—No —contestó el Gran Maestre mirándolo bajo sus pobladas cejas—. Que huyeran cuando la lucha estaba ganada.

—¿Cómo? ¿Lograron vencer a los soldados de Ricard y luego le dejaron huir?

—La lucha fue cruenta. Se libró a la luz de unas pocas velas mientras los clientes de la posada intentaban huir aterrorizados. —Jhaunan apretó los labios y tuvo que contenerse para no golpear la mesa de nuevo—. Los informes hablan de cuatro viajeros muertos y no menos de otros diez heridos. Los asaltantes se abrieron paso directamente hasta la habitación de Ricard sin que les importara quién se ponía en medio. Él mismo tuvo que desenvainar y hacerles frente. Sin embargo, lo realmente extraordinario es que, cuando la situación parecía ya insalvable, los enemigos alzaron la cabeza de repente y huyeron tan rápido como les fue posible.

—¿Por qué? —preguntó Adler estupefacto—. ¿Por qué retirarse si tenían ante sí a Ricard y estaban a punto de superar a su escolta?

En ese momento Jhaunan no pudo refrenarse más y descargó su puño contra el escritorio. La mesa crujió mientras Adler se preguntaba cómo era posible que aquel mueble no hubiera sucumbido ya al temperamento de su dueño.

—¡No habían pasado ni cinco minutos cuando el árbitro Abelard entró en Endrinal al mando de una cohorte de veinte hombres!

—¿Cómo tuvo conocimiento del ataque?

—¡No tenía conocimiento de nada! —rugió el Gran Maestre—. Volvía de cumplir una misión algo más al sur y había decidido prolongar la marcha aquel día. ¡Llegó en ese momento por casualidad!

El inquisidor frunció el entrecejo, comprendiendo inmediatamente que aquello era mucho más preocupante de lo que le había parecido en un principio.

—¿Qué sabemos de ellos? Parece que la Voluntad está involucrada en todo esto.

—No solo la Voluntad, Adler. Nadie es capaz de explicarse cómo adivinaron que Abelard iba a pasar por allí. Ni él mismo tenía claro la ruta que seguiría aquel día. Tampoco hubo manera humana de que, aun en caso de contar con vigías, les avisaran en medio de la refriega. —Jhaunan se pasó una mano por la frente y masculló algo ininteligible—. Si se confirma todo esto, solo puede significar una cosa.

—Brujas —dijo Adler.

—Brujas —repitió el Gran Maestre con gesto cansado—. De las peores.

De repente, parecía que todos los años que contaba el Gran Maestre hubieran decidido colgarse de sus hombros para recordarle su peso. El anciano se hundió un poco más en el asiento y suspiró sin que la preocupación se aliviara un ápice.

—Escúchame, Adler: confío en ti. No has traído más que victorias y honor a esta casa. El Emperador se enorgullece cada vez que te llama a su presencia. Tu coraza de gala ya está llena con los labrados de tus hazañas, pero esto es distinto. Los barones de Seléin y los altos generales están presionando para que intervenga la legión y ya sabes lo que eso supondría.

—Sí —contestó Adler—, sería como soltar unos perros rabiosos dentro de un gallinero.

—Esto no es trabajo para un ejército. Necesitamos que este asunto se solucione con rapidez y discreción. Si ahí fuera hay alguien con un poder como el que los hechos sugieren, el mismísimo fundamento de este bendito Imperio puede estar en peligro.

—Me pondré en marcha inmediatamente —contestó Adler, inclinándose ante él.

El anciano se le acercó y le puso una mano en el hombro, en un insólito gesto de camaradería.

—Una cosa más antes de que te vayas: este asunto me da muy mala espina. No ataques sin ayuda. No sería de extrañar que necesitaras el concurso de alguno de tus hermanos. Cuenta con todo el poder de la Orden para esto.

Adler asintió de nuevo y se marchó con pasos decididos entre el revoloteo de su capa. No obstante, cuando salió a la calle sus ojos solo mostraban una mirada de profunda preocupación. Nunca había visto a Jhaunan tan nervioso.