9

Aquella misma semana, unos días más tarde, la enterré junto a sus padres en un cementerio católico a unos treinta y cinco kilómetros al norte de Tierra del Sueño.

Alma nunca había mencionado a pariente alguno, y como no se presentó ningún Grund ni ningún Morrison a reclamar su cadáver, me hice cargo de los gastos del entierro. Hubo decisiones siniestras que tomar, comparaciones grotescas que hacer entre los pros y los contras del embalsamamiento y la cremación, la duración de diversos tipos de madera, el precio de los ataúdes. Luego, tras haber optado por la inhumación, otras cuestiones sobre la ropa, el tono del carmín, laca de las uñas, peinado. No sé cómo me las arreglé para hacer todo eso, pero sospecho que lo hice como todo el mundo en esas circunstancias; medio presente y medio ausente, medio cuerdo y medio loco. Lo único que tengo claro es que rechacé la idea de la cremación. No más hogueras, dije, no más cenizas. Ya la habían abierto para hacerle la autopsia, pero no iba a permitir que la quemaran.

La noche del suicidio de Alma, llamé a la oficina del sheriff desde mi casa de Vermont. Enviaron a investigar a un ayudante llamado Victor Guzman, pero aun cuando llegó al rancho antes de las seis de la mañana, Juan y Conchita ya habían desaparecido. Alma y Frieda estaban muertas, el fax que me había remitido seguía en el aparato, pero la gente menuda se había largado. Cuando me marché de Nuevo México cinco días después, Guzman y otros ayudantes del sheriff seguían buscándolos.

De los restos de Frieda se encargó su abogado, siguiendo las instrucciones de su testamento. El servicio se celebró en el cenador del Rancho Piedra Azul -justo detrás de la casa grande, en el bosquecillo de álamos y sauces de Hector-, pero me guardé muy mucho de asistir.

Por Frieda ya no sentía sino odio, y la idea de asistir a aquella ceremonia me revolvía el estómago. Yo no conocía al abogado, pero Guzman le habló de mí, y cuando me llamó al motel para invitarme al entierro de Frieda, simplemente le dije que estaba ocupado. Prosiguió luego con unas divagaciones sobre la pobre señora Spelling y la pobre Alma y lo horroroso que había sido todo aquello, y entonces, en la más absoluta reserva, haciendo apenas una pausa entre las frases, me informó de que la finca valía más de nueve millones de dólares. El rancho se pondría a la venta una vez que se autenticara el testamento, me dijo, y el producto de la venta, junto con los beneficios de la desinversión de las acciones y obligaciones de la señora Spelling, iría a parar a una organización sin fines de lucro de Nueva York. ¿A cuál?, pregunté. Al Museo de Arte Moderno, contestó él. La totalidad de los nueve millones se destinaría a un fondo anónimo para la conservación de películas antiguas. Qué raro, comentó, ¿no le parece? No, contesté, no es nada raro. Escalofriante y cruel, pero no raro. Si le gustan los chistes malos, con éste podría usted reírse durante años.

Quería volver al rancho por última vez, pero cuando paré el coche frente a la verja, no tuve valor para atravesarla. Había acariciado la esperanza de encontrar en casa de Alma alguna fotografía, algo que pudiera llevarme a Vermont, pero la policía había puesto una de esas barreras de cinta amarilla con la que suele acordonar la escena del crimen, y de pronto me faltaron agallas. No había ningún poli que me impidiera el paso, y no habría tenido dificultad en salvar la barrera y entrar en la finca, pero no pude, me fue imposible, así que di la vuelta al coche y me marché. Pasé las últimas horas en Albuquerque encargando una lápida para la tumba de Alma. Al principio pensé mantener la inscripción al estricto mínimo: ALMA GRUND 1950-1988 ESCRITORA. Salvo por las veintiocho páginas de la nota de suicidio que me envió la última noche de su vida, yo no había leído una sola palabra de sus escritos.

Pero Alma había muerto a causa de un libro, y la justicia exigía que fuera recordada como autora de ese libro.

Volví a casa. Nada ocurrió en el vuelo a Boston. Encontramos ciertas turbulencias en el Medio Oeste, comí un poco de pollo y bebí un vaso de vino, miré por la ventanilla; pero no pasó nada. Nubes blancas, un ala plateada, el cielo azul. Nada.

Al llegar a casa me encontré con el mueble bar vacío, y ya era muy tarde para salir a comprar una botella. No sé si eso fue lo que me salvó, pero se me había olvidado que acabé con el tequila la última noche y, sin esperanza de aturdimiento en cuarenta kilómetros a la redonda de West T-, donde todo estaba cerrado a cal y canto, me fui sobrio a la cama. Había pensado en lanzarme por la pendiente, caer de nuevo en mis viejos hábitos de pena inconsolable y destrucción alcohólica, pero a la luz de aquella mañana de verano en Vermont, algo en mí resistió la tentación de irme a pique. Chateaubriand estaba llegando al término de su larga meditación sobe la vida de Napoleón, y volví a encontrarlo en el vigésimo cuarto libro de las Memorias, en la isla de Santa Helena con el depuesto emperador. Ya llevaba seis años exiliado; había necesitado menos tiempo para conquistar Europa. Rara vez salía de casa y pasaba el tiempo leyendo a Ossian en la traducción italiana de Casarotti… Cuando Bonaparte salía, paseaba por senderos escabrosos bordeados de áloes y fragantes retamas… o se ocultaba entre las densas nubes que rodaban por el suelo… En este momento de la historia, todo se agosta en un día; quien vive demasiado, muere vivo. Al avanzar en la vida, dejamos tres o cuatro imágenes de nosotros mismos, diferentes entre sí; las vemos a través de la niebla del pasado, como retratos de nuestras diversas edades.

No sabía si había logrado convencerme de que era lo bastante fuerte para seguir trabajando, o si de pronto me había vuelto insensible. Durante el resto del verano, tuve la impresión de vivir en otra dimensión, despierto frente a lo que me rodeaba pero al mismo tiempo separado de todo, como si tuviera el cuerpo envuelto en una gasa transparente. Dedicaba largas jornadas al Chateaubriand, levantándome temprano y acostándome tarde, y a medida que pasaban las semanas avanzaba a un ritmo constante, aumentando poco a poco mi cupo diario de tres a cuatro páginas completas de la edición de la Pléiade. Aquello tenía todo el aspecto de progresar, y esa sensación me daba a mí, pero también fue un periodo en el que estuve sujeto a curiosas faltas de atención, a despistes que parecían acecharme cada vez que me levantaba de la mesa. Se me olvidó pagar el recibo del teléfono durante tres meses seguidos, sin hacer caso de los amenazadores avisos que llegaban, y no pagué la factura hasta que un día se presentó un operario en el jardín para desconectar la línea. Dos semanas después, en una expedición de compras a Brattleboro que incluía una visita a la oficina de correos y otra al banco, me las arreglé para echar la cartera al buzón, confundiéndola con un montón de cartas. Esos incidentes me dejaban perplejo, pero ni una sola vez me detuve a considerar por qué se producían. Hacerme esa pregunta habría significado ponerme de rodillas para abrir la trampilla bajo la alfombra, y no podía permitirme atisbar entre aquellas tinieblas. Por la noche, una vez terminado el trabajo, después de cenar me quedaba hasta muy tarde en la cocina, transcribiendo las notas que había tomado durante la proyección de La vida interior de Martin Frost.

Sólo había tratado a Alma durante ocho días, cinco de los cuales habíamos estado separados, y cuando calculaba cuánto tiempo habíamos pasado juntos en esos otros tres, llegaba a un total de cincuenta y cuatro horas. De esas horas, dieciocho se habían perdido durmiendo. Otras siete se habían desperdiciado en separaciones de una u otra especie: las seis horas que pasé solo en su casa, los cinco o diez minutos que estuve con Hector, los cuarenta y un minutos que duró la película. Eso sólo dejaba veintinueve horas en que tuve realmente ocasión de verla y tocarla, de encerrarme en el círculo de su presencia. Hicimos el amor cinco veces. Comimos juntos seis veces. Le di un baño.

Alma había aparecido en mi vida para desaparecer de ella tan rápidamente que a veces tenía la impresión de habérmela inventado. Esa era la peor parte de enfrentarme a su muerte. No había muchas cosas para recordar, de modo que recorría los mismos senderos una y otra vez, sumando siempre las mismas cifras para llegar a los mismos resultados miserables. Dos coches, un avión, seis copas de tequila. Tres casas, tres camas en tres noches diferentes. Cuatro conversaciones telefónicas. Estaba tan aturdido, que no sabía cómo llorar su pérdida si no era manteniéndome con vida. Meses después, cuando terminé la traducción y me marché de Vermont, comprendí lo que Alma había hecho por mí. En ocho días escasos, me había traído de entre los muertos.

Poco importa lo que me pasara después. Éste es un libro de fragmentos, una recopilación de aflicciones y sueños medio recordados, y para contar esta historia he de atenerme a los hechos de la historia misma. Sólo añadiré que ahora vivo en una gran ciudad, en un punto entre Boston y Washington D. C., y que esto es lo primero que escribo desde El silencioso mundo de Hector Mann. Di clases durante un tiempo, encontré otro trabajo más satisfactorio y entonces dejé la enseñanza para siempre. Debo añadir también (para quienes les interesan esas cosas) que ya no vivo solo.

Hace once años que volví de Nuevo México, y en todo ese tiempo no he hablado con nadie de lo que me ocurrió allí. Ni una palabra de Alma, ni una palabra de Hector y Frieda, ni una palabra del Rancho Piedra Azul.

¿Quién habría dado crédito a una historia así, en caso de que hubiera pretendido contarla? No tenía prueba alguna, nada con lo que demostrar mis afirmaciones. Las películas de Hector se habían volatilizado, el libro de Alma no existía, y lo único que habría podido mostrar era mi patética colección de notas, mi trilogía de garabatos del desierto:

el desglose de Martin Frost, los fragmentos del diario de Hector y un inventario de plantas extraterrestres que no tenían nada que ver con nada. Más valía callarme, decidí, y dejar sin resolver el misterio de Hector Mann. Por entonces otros autores se pusieron a escribir sobre su obra, y cuando las comedias mudas se pasaron a video en 1992 (una colección de tres cintas en un estuche), el hombre del traje blanco empezó a ganar seguidores poco a poco.

No fue una sonada vuelta a la popularidad, desde luego, sólo un minúsculo acontecimiento en el país de los entretenimientos industriales y los multimillonarios presupuestos de mercadotecnia, pero satisfactoria a pesar de todo, y me agradaba encontrarme de vez en cuando con artículos que se referían a Hector como un maestro menor del género o (para citar el artículo de Stanley Vaubel en Visión y Sonido) el último de los grandes artesanos de la comedia muda. Quizá bastaba con eso. Cuando se creó un club de admiradores en 1994, me invitaron a ser miembro honorario. Como autor del primer y único estudio a fondo de la obra de Hector, me consideraban como el espíritu fundador del movimiento, y esperaban que les diera mi aprobación. En el último recuento, la Hermandad Internacional de los Fanáticos de Hector contaba con más de trescientos miembros al corriente de pago de sus respectivas cuotas, y algunos de ellos vivían en lugares tan lejanos como Suecia o Japón. Todos los años, el presidente me invita a asistir a su reunión anual en Chicago, y en 1997, cuando al fin acepté su proposición, al final de mi charla recibí una ovación de todos los asistentes puestos en pie.

En el coloquio que siguió, me preguntaron si mientras me documentaba para escribir el libro había descubierto alguna información sobre la desaparición de Hector. No, contesté; lamentablemente, no. Investigué durante meses, pero no encontré ni una sola pista nueva.

Cumplí cincuenta y un años en marzo de 1998. Seis meses más tarde, el primer día de otoño, justo una semana después de mi participación en un debate sobre el cine mudo en el American Film Institute de Washington, tuve mi primer ataque al corazón. El segundo se produjo el veintiséis de noviembre, en plena comida del Día de Acción de Gracias en casa de mi hermana, en Baltimore. El primero fue bastante suave, lo que llaman infarto ligero, el equivalente de un breve solo para voz sin acompañamiento. El segundo me desgarró el organismo entero como una sinfonía coral para doscientos cantantes y a toda orquesta, y a punto estuvo de acabar con mi vida.

Hasta entonces, me había negado a pensar que con cincuenta y un años ya se es viejo. Desde luego, no era una edad para sentirse especialmente joven, pero tampoco para ir preparándose con vistas al desenlace y a hacer las paces con el mundo. Me tuvieron varias semanas en el hospital, y las noticias de los médicos eran lo bastante desalentadoras como para hacerme reconsiderar esa opinión.

Para utilizar una expresión que siempre me ha gustado, vivía con el tiempo prestado.

No creo que me haya equivocado al retener mis secretos durante tantos años, y no creo que me equivoque al contarlos ahora. Las circunstancias han cambiado y, en consecuencia, yo también he cambiado de opinión. A mediados de diciembre me dieron el alta del hospital y me fui a casa, y a primeros de enero estaba escribiendo las primeras páginas de este libro. Ahora estamos a finales de octubre, y al coronar mi empresa observo con lúgubre satisfacción que nos acercamos a las últimas semanas del siglo: el siglo de Hector, el que empezó dieciocho días antes de su nacimiento y cuyo final nadie que esté en su sano juicio lamentará. Siguiendo el ejemplo de Chateaubriand, no intentaré publicar ahora lo que acabo de escribir. He dejado una carta con instrucciones para mi abogado, y él sabrá dónde encontrar el manuscrito y que hacer con él cuando yo ya no esté en este mundo. Tengo la firme intención de vivir hasta los cien años, pero en la remota posibilidad de que no llegue tan lejos, ya se han tomado todas las medidas necesarias. Cuando se publique este libro, querido lector, podrá tener la seguridad de que su autor lleva mucho tiempo muerto.

Hay pensamientos que destrozan el espíritu, ideas de tal fuerza y fealdad que corrompen en cuanto empiezan a concebirse. Me daba miedo lo que sabía, miedo de precipitarme en el horror de lo que sabía, y por tanto no plasmé esa idea en palabras hasta que fue demasiado tarde para que las palabras me sirvieran de algo. No tengo nada concreto que ofrecer, ninguna prueba válida frente a un tribunal, pero después de repasar los acontecimientos de aquella noche una y otra vez durante los últimos once años, estoy casi seguro de que Hector no murió de muerte natural. Estaba débil cuando yo lo vi, sí, débil y con sólo unos pocos días de vida por delante, pero tenía la cabeza lúcida, y cuando me cogió del brazo al final de nuestra conversación, me clavó los dedos en la piel. Me apretó con la fuerza de quien se agarra a la vida. Iba a seguir vivo hasta que termináramos lo que debíamos hacer, y cuando Frieda me hizo salir de la habitación, bajé convencido de que volvería a verlo por la mañana. Piénsese en la sucesión de los acontecimientos, en la rapidez con que los desastres se fueron acumulando a partir de entonces. Alma y yo nos acostamos, y cuando nos dormimos, Frieda fue de puntillas por el corredor, entró en la habitación de Hector y lo ahogó con una almohada. Estoy convencido de que lo hizo por amor. No la movió la cólera, ni sentimiento alguno de traición o venganza; sino sólo la fanática devoción a una causa justa y sagrada. Hector no pudo oponer mucha resistencia. Ella era más fuerte que él, y acortándole la vida sólo unos días, lo rescataría de la locura de haberme invitado al rancho. Al cabo de años de indomable valor, Hector había caído en la incertidumbre y la vacilación, había acabado poniendo en duda todo lo que había hecho en Nuevo México, y en el momento de mi llegada a Tierra del Sueño, la hermosa obra que había creado con Frieda quedaría reducida a la nada. La locura no se desató hasta que yo no puse los pies en el rancho. Yo fui el catalizador de todos los sucesos que se produjeron durante mi estancia, el ingrediente definitivo que desencadenó la explosión fatal. Frieda tenía que librarse de mí, y el único modo en que podía hacerlo era suprimiendo a Hector.

A veces pienso en lo que ocurrió al día siguiente. Gran parte de ello gira en torno a palabras nunca dichas, a pequeños vacíos y silencios, a la curiosa pasividad que parecía irradiar de Alma en algunos momentos críticos. Cuando me desperté por la mañana, estaba sentada a mi lado en la cama, acariciándome la mejilla con la mano. Eran las diez -muy pasada ya la hora en que debíamos estar en la sala de proyección viendo las películas de Hector-, pero ella no tenía prisa. Bebí la taza de café que me había dejado en la mesilla, charlamos un rato, nos abrazamos y nos besamos. Más tarde, cuando volvió a la casa pequeña después de la destrucción de las películas, parecía relativamente poco afectada por la escena que acababa de presenciar. No olvido que perdió el control y se echó a llorar, pero su reacción fue menos intensa de lo que yo esperaba.

No gritó, no perdió los estribos, no maldijo a Frieda por haber encendido las hogueras antes de que la última voluntad de Hector la obligara a ello. Habíamos hablado lo suficiente en los dos últimos días para que yo supiera que Alma estaba en contra de quemar las películas. La sobrecogía la magnitud de la renuncia de Hector, supongo, pero también pensaba que era una equivocación, y me contó que por eso había discutido con él muchas veces a lo largo de los años. Si era así, ¿por qué no manifestó mayor emoción cuando finalmente destruyeron las películas?

Su madre aparecía en ellas, su padre las había filmado, y sin embargo ella apenas dijo una palabra cuando se extinguieron las hogueras. He meditado muchos años sobre su silencio, y la única hipótesis que me parece verosímil, la única que explica plenamente la indiferencia de que hizo gala aquella tarde, es que sabía que las películas no se habían volatilizado. Alma era una persona muy inteligente y llena de recursos. Ya había hecho copias de las primeras películas de Hector y las había enviado a media docena de filmotecas del mundo entero. ¿Por qué no podía haber hecho copias también de sus últimos films? Mientras trabajaba en su libro había realizado bastantes viajes. ¿Qué le habría impedido sacar a escondidas un par de negativos cada vez que salía del rancho y llevarlos a algún laboratorio para que hicieran otras copias? El sótano estaba abierto, ella tenía llaves de todas las puertas, y no le habría sido difícil sacar y volver a guardar las películas sin que la vieran. Si eso era lo que había hecho, entonces debió de esconder las copias en alguna parte para presentarlas al público cuando Frieda muriese. Habría sido cuestión de años, desde luego, pero Alma tenía paciencia, ¿y cómo iba a saber que su vida iba a concluir la misma noche que la de Frieda? Cabría objetar que me habría dejado a mí en el secreto, que no se habría guardado algo semejante para sí, pero a lo mejor pensaba contármelo cuando viniera a Vermont. En su larga y desquiciada nota de suicidio, no hacía referencia alguna a las películas, pero aquella noche Alma estaba conmocionada, sumida en un estado de angustia, en un delirio de terror y expiación apocalíptica, y no creo que siguiera realmente en este mundo cuando se sentó a escribirme la nota. Se le olvidó decírmelo. Tenía intención de hacerlo, pero luego se le olvidó. Si fue así, las películas de Hector no se han perdido. Sólo han desaparecido, y antes o después surgirá alguien que abra casualmente la puerta del cuarto donde Alma las escondió, y la historia volverá a empezar desde el principio.

Vivo con esa esperanza.