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El aterrizaje me resultó menos difícil que el despegue.

Me había preparado para tener miedo, para ser presa de otro frenesí de absurda sensiblería y disfunción espiritual, pero curiosamente, cuando el comandante nos anunció que íbamos a iniciar el descenso, me quedé impasible, sin inmutarme. Debe de haber una diferencia entre la subida y la bajada, razoné, entre la pérdida de contacto con el suelo y la vuelta a tierra firme. La primera era una despedida, la segunda una salutación, y quizá los principios eran más soportables que los finales, pensé, o a lo mejor es que había descubierto (simple y llanamente) que los muertos no están autorizados a gritar dentro de nosotros más que una vez al día. Me volví hacia Alma y la cogí del brazo. Había llegado a las primeras etapas del idilio de Hector con Frieda, y estaba contando la noche en que se derrumbó y le confesó todo para pasar luego a describir la sorprendente respuesta que dio Frieda a aquella confesión (La bala te absuelve, afirmó; tú me has devuelto la vida, ahora yo te devuelvo la tuya), pero cuando le puse la mano en el brazo, Alma dejó bruscamente de hablar, interrumpiéndose en medio de una frase, en medio de un pensamiento. Sonrió, se volvió hacia mí y me besó; primero en la mejilla, luego en la oreja y después en plena boca. Perdieron la cabeza el uno por el otro, declaró.

Si no tenemos cuidado, a nosotros nos va a ocurrir lo mismo.

Escuchar aquellas palabras también debió de contribuir a aquella diferencia -ayudándome a tener menos miedo, menos tendencia al cataclismo interior-, pero que apropiado, finalmente, que el verbo perder apareciese en las dos frases que resumían mi historia de los últimos tres años. Un avión cae del cielo y todos los pasajeros pierden la vida. Una mujer pierde la cabeza por un hombre y un hombre también la pierde por ella, y ni por un instante mientras el avión desciende ninguno de ellos piensa en la muerte. En el aire, mientras la tierra giraba a nuestros pies mientras describíamos el último círculo, comprendí que Alma me estaba dando la posibilidad de una segunda vida, que aún tenía un futuro por delante de mí si me quedaba valor para avanzar hacia él. Escuché la música de los motores, que cambiaban de tonalidad. El ruido se intensificó en la cabina, las paredes vibraron, y entonces, casi como una ocurrencia de último momento, las ruedas del aparato tocaron tierra.

Tardamos algún tiempo en ponernos de nuevo en marcha. Hubo la apertura de la puerta hidráulica, la caminata para atravesar la terminal, la parada en los servicios de señoras y de caballeros, la búsqueda de un teléfono para llamar al rancho, la compra de agua para el viaje a Tierra del Sueño (Bebe todo lo que puedas, aconsejó Alma; las alturas engañan mucho por aquí, y es fácil deshidratarse), el rastreo del aparcamiento de larga estancia para encontrar la ranchera Subaru de Alma, y luego la última pausa para llenar el depósito de gasolina antes de salir a la carretera. Era la primera vez que estaba en Nuevo México. En circunstancias normales, habría contemplado boquiabierto el panorama, señalando formaciones rocosas y cactus de contornos demenciales, preguntando el nombre de este monte o de aquel arbusto retorcido, pero ahora estaba demasiado pendiente de la historia de Hector para preocuparme de eso. Alma y yo atravesábamos uno de los parajes más Impresionantes de Norteamérica, pero a juzgar por el efecto que nos hacía bien podríamos estar sentados en una habitación con la luz apagada y las persianas echadas. En los días siguientes iba a recorrer varias veces aquella carretera, pero apenas recuerdo algo de lo que vi en aquel primer trayecto. Siempre que pienso en el viaje en el baqueteado coche amarillo de Alma, lo único que me viene a la memoria es el sonido de nuestras voces -su voz y mi voz, mi voz y su voz- y la suavidad del aire que entraba por un resquicio de la ventanilla. Pero el paisaje mismo permanece invisible. Tenía que estar allí, pero ahora me pregunto si me molestaría en mirarlo una sola vez. Y en caso de que lo hiciera, si no estaba demasiado distraído para darme cuenta de lo que veía.

Lo tuvieron en el hospital hasta principios de febrero, prosiguió Alma. Frieda iba a verlo todos los días, y cuando los médicos finalmente dictaminaron que se encontraba lo bastante fuerte para marcharse, convenció a su madre para que le permitiera restablecerse en su casa. Aún no estaba bien del todo. Tardó otros seis meses en valerse normalmente por sí mismo.

¿Y la madre de Frieda no puso inconvenientes? Seis meses es muchísimo tiempo.

Estaba encantada. Frieda era una rebelde por entonces, una de esas chicas liberadas que se habían criado en la bohemia de los últimos años veinte, y sólo sentía desprecio por Sandusky, Ohio. Los Spelling habían sobrevivido a la Gran Depresión con el ochenta por ciento de su fortuna intacta, lo que significaba que seguían formando parte de lo que Frieda denominaba el núcleo de la alta «buyuasí» del Medio Oeste. Era un mundo estrecho de miras, de republicanos carcamales y mujeres chapadas a la antigua, donde los entretenimientos principales consistían en aburridos bailes en el club de campo y cenas prolongadas y embrutecedoras. Una vez al año, Frieda apretaba los dientes y volvía a casa a pasar las vacaciones de Navidad, soportando aquel ambiente horripilante para complacer a su madre y a su hermano casado, Frederick, que seguía viviendo en la ciudad con su mujer y sus dos hijos. El día dos o tres de enero regresaba a Nueva York, jurando no volver nunca más. Aquel año, por supuesto, no asistió a ninguna fiesta; pero tampoco volvió a Nueva York. En cambio, se enamoró de Hector. Por lo que a su madre tocaba, todo lo que retuviera a Frieda en Sandusky era algo positivo.

¿Quieres decir que tampoco ponía objeciones al matrimonio?

Frieda había declarado su rebelión mucho tiempo atrás. Justo la víspera del tiroteo, había anunciado a su madre que pensaba irse a vivir a París y que probablemente no volvería a poner los pies en Estados Unidos. Por eso estaba en el banco aquella mañana, para sacar dinero de su cuenta y comprar el billete. Lo último que la señora Spelling pensaba oír de labios de su hija era la palabra matrimonio. En vista de aquel milagroso cambio de actitud, ¿cómo no aceptar a Hector y acogerle en la familia con los brazos abiertos? La madre de Frieda no sólo no se opuso, sino que se encargó personalmente de organizar la boda.

Así que la vida de Hector empieza en Sandusky, al fin y al cabo. Elige por las buenas el nombre de una ciudad, se inventa un montón de mentiras y luego hace que esas mentiras se conviertan en realidad. Es muy extraño, ¿no te parece? Chaim Mandelbaum pasa a ser Hector Mann, Hector Mann se transforma en Herman Loesser, ¿y luego qué? ¿En quién se convierte Herman Loesser? ¿Aún sabía quién era?

Volvió a ser Hector. Así es como lo llamaba Frieda, Así es como lo llamamos todos. Cuando se casaron, Hector volvió a ser Hector.

Pero no Hector Mann. No habría cometido semejante imprudencia, ¿verdad?

Hector Spelling. Tomó el apellido de Frieda.

¡Fantástico!

Fantástico, no. Práctico, simplemente. Ya no quería ser Loesser. Ese nombre representaba todo lo que le había salido mal en la vida, y si iba a empezar a llamarse de otra manera, ¿por qué no utilizar el nombre de la mujer que amaba? No es que haya seguido cambiando. Se llama Hector Spelling desde hace más de cincuenta años.

¿Cómo acabaron en Nuevo México?

Fueron al Oeste en viaje de novios y decidieron quedarse. Hector tenía bastantes problemas respiratorios, y resultó que el aire seco le sentaba bien.

En aquella época había montones de artistas por allí.

El grupo de Mabel Dodge en Taos, D. H. Lawrence, Georgia O’Keeffe. ¿Tuvieron algo que ver con ellos?

Nada en absoluto. Hector y Frieda vivían en otra parte del estado. Ni siquiera llegaron a conocerlos.

Vinieron aquí en 1932. Ayer me dijiste que Hector empezó a hacer cine otra vez en 1940. Es decir, ocho años después. ¿Qué pasó entretanto?

Compraron un terreno de ciento sesenta hectáreas.

Los precios eran increíblemente bajos en aquella época, y no creo que pagaran más de unos miles de dólares por toda la propiedad. Aunque era de familia rica, Frieda no poseía una gran fortuna personal. Una pequeña herencia de su abuela; diez o quince mil dólares, algo así. Su madre siempre quería pagarle las facturas, pero Frieda no aceptaba su ayuda. Demasiado orgullosa, demasiado testaruda, demasiado independiente. No quería considerarse un parásito. De manera que Hector y ella no estaban en condiciones de contratar a grandes cuadrillas de obreros para que les construyeran la casa. Ni arquitecto, ni contratista; no podían permitirse esas cosas. Afortunadamente, Hector sabía lo que hacía. Su padre le había enseñado el oficio de carpintero, y había trabajado en el cine haciendo decorados, de modo que aprovecharon esa experiencia para reducir los gastos al mínimo. Hector se encargó personalmente de los planos, y luego Frieda y él construyeron la casa prácticamente con sus propias manos. Era muy sencilla. Una vivienda de adobe de seis habitaciones.

Una sola planta, y la única ayuda que tuvieron fue la de una cuadrilla de tres hermanos mexicanos, jornaleros sin empleo que vivían en los alrededores del pueblo. Durante los primeros años, ni siquiera tuvieron electricidad. Tenían agua, por supuesto, el agua era imprescindible, pero tardaron dos meses en encontrarla y en empezar a excavar el pozo. Ése fue el primer paso. Luego eligieron el emplazamiento de la casa. Después trazaron los planos y empezaron la construcción. Todo eso llevó tiempo. Sencillamente, no se instalaron nada más llegar. Era un espacio salvaje y desierto, y tuvieron que construirlo todo desde el principio.

¿Y luego, qué? Una vez que tuvieron la casa lista, ¿a qué se dedicaron?

Frieda era pintora. Hector leía libros y mantenía el diario actualizado, pero sobre todo plantaba árboles. Ésa constituyó su principal ocupación, su trabajo de los siguientes años. Desbrozó un par de hectáreas de terreno en torno a la casa, y luego, poco a poco, instaló un complejo sistema de irrigación hecho con tuberías subterráneas.

Gracias a eso pudo cultivar el terreno para hacer un jardín, y entonces se dedicó a los árboles. Nunca he llegado a contarlos todos, pero debe de haber doscientos o trescientos. Alamos y enebros, sauces y chopos, pinos y robles. Antes, allí no crecía nada más que yuca y artemisa.

Hector lo ha convertido en un bosque. Dentro de unas horas lo apreciarás por ti mismo, pero para mí es uno de los sitios más hermosos de la tierra.

Eso es lo último que habría esperado de él. Hector Mann, horticultor.

Era feliz. Probablemente más que en cualquier otra época de su vida, pero esa felicidad llevaba aparejada una total falta de ambición. Lo único que le interesaba era cuidar de Frieda y ocuparse de su parcela. Después de todo lo que había pasado en los últimos años, aquello le parecía suficiente, más que suficiente. Seguía haciendo penitencia, ¿comprendes? Pero ya no intentaba destruirse.

Incluso ahora, habla de esos árboles como si fueran su obra más importante. Más que sus películas, dice, más que cualquier cosa que haya hecho en la vida.

¿Qué hacían para conseguir dinero? Si la situación era tan difícil, ¿cómo se las arreglaban para salir adelante?

Frieda tenía amigos en Nueva York, y muchos de ellos tenían contactos. Le encontraban trabajos. Ilustraciones de libros para niños, dibujos para revistas, encargos de cualquier clase. No es que ganara mucho, pero eso los ayudaba a mantenerse a flote.

Debía de tener bastantes cualidades, entonces.

Estamos hablando de Frieda, David, no de una niña de clase alta que se las da de interesante. Poseía grandes dotes, verdadera pasión por la creación artística. Una vez me dijo que no creía tener madera de gran pintora, pero luego añadió que si no hubiera conocido a Hector en aquel preciso momento, probablemente se habría pasado la vida tratando de serlo. Hacía años que no pintaba, pero seguía dibujando como una posesa. Líneas fluidas, sinuosas, con un tremendo sentido de la composición. Cuando Hector empezó a hacer cine de nuevo, ella se encargaba de dibujar la secuencia de las tomas, diseñaba los decorados y el vestuario y ayudaba a dar el tono a las películas.

Formaba parte integrante de todo el proceso.

Sigo sin entender. Llevaban una vida de lo más ascética en pleno desierto. ¿De dónde sacaron el dinero para ponerse a hacer películas?

La madre de Frieda murió. Su fortuna ascendía a más de tres millones de dólares. Frieda heredó la mitad; la otra mitad fue a su hermano, Frederick.

Eso explicaría la financiación, ¿no?

En aquella época, era un montón de dinero.

Hoy también es un montón de dinero, pero en esa historia hay algo más que dinero. Hector se había jurado que nunca volvería a hacer cine. Sólo hace unas horas que me lo has dicho, y de pronto ahora vuelve a dirigir películas. ¿Qué le hizo cambiar de opinión?

Frieda y Hector tenían un hijo, y le pusieron el nombre del padre de ella, Thaddeus Spelling II. Taddy para la familia, o Tad, o Tadpole; le llamaban por muchos nombres. Nació en 1935 y murió en 1938. Le picó una abeja una mañana, en el jardín de su padre. Lo encontraron tirado en el suelo, todo hinchado y lleno de ganglios, y cuando llegaron a la consulta del médico, a cuarenta kilómetros de allí, ya había muerto. Figúrate cómo se quedaron después de eso.

Me lo puedo imaginar. Si hay algo que sea capaz de imaginarme, es eso.

Lo siento. Ha sido una idiotez decir eso.

No lo sientas. Pero sé lo que quieres decir. No es preciso hacer gimnasia mental para entender la situación.

Tad y Todd. No puede haber mayor parecido, ¿verdad?

De todas formas…

Nada de eso. Sigue hablando…

Hector se desmoronó. Pasaron los meses, y no hacía nada. No salía de la casa, miraba al cielo por la ventana del dormitorio, se examinaba el dorso de las manos. No es que Frieda no lo estuviera pasando mal, también, pero él era más frágil que ella, estaba sin defensas. Ella era lo bastante dura para comprender que la muerte del niño había sido un accidente, que había muerto porque era alérgico a las abejas, pero Hector lo vio como una especie de castigo divino. Últimamente era demasiado feliz. La vida se estaba portando demasiado bien con él, y ahora el destino le daba una lección.

Lo de las películas fue idea de Frieda, ¿verdad? Cuando recibió la herencia, convenció a Hector de que volviera a trabajar.

Más o menos. Le faltaba poco para caer en una depresión nerviosa, y Frieda era consciente de que tenía que intervenir y hacer algo. No sólo para salvarlo a él, sino para salvar su matrimonio, para salvar su propia vida.

Y a Hector le pareció bien.

Al principio, no. Pero luego le amenazó con dejarle, y terminó cediendo. Sin muchas reticencias, debería añadir.

Estaba loco por empezar de nuevo. Durante diez años había soñado con ángulos de cámara, iluminaciones, ideas para guiones. Era lo único que le apetecía hacer, lo único en el mundo que tenía sentido para él.

Pero ¿y su promesa qué? ¿Cómo justificó que rompía su palabra? Por todo lo que me has contado de él, no entiendo cómo pudo hacer una cosa así.

Pues hilando muy fino, y luego haciendo un pacto con el diablo. Si un árbol cae en el bosque y nadie lo oye, ¿ha hecho ruido o no? Hector había leído mucho para entonces, y conocía todas las tretas y argumentos de los filósofos.

Si alguien hace una película y nadie la ve, ¿existe esa película o no? Así es como justificó lo que hizo. Haría películas que nunca se proyectarían al público, haría cine por el puro placer de hacer cine. Fue un acto de increíble nihilismo, y sin embargo ha cumplido el trato desde entonces. Imagínate que algo se te da bien, lo haces tan bien que el mundo se quedaría boquiabierto si pudiera verlo, pero prefieres mantener tu obra oculta y guardar el secreto. Hacía falta una gran capacidad de abstracción y mucho rigor para hacer lo que hizo Hector, y también un toque de locura. Hector y Frieda están un poco locos los dos, supongo, pero han logrado algo excepcional. Emily Dickinson trabajó en la oscuridad, pero al menos intentaba publicar sus poemas. Van Gogh procuraba vender sus cuadros. Por lo que yo sé, Hector es el primer artista que produce su obra con la intención consciente y premeditada de destruirla. Está Kafka, claro, que dijo a Max Brod que quemara sus manuscritos, pero cuando llegó la hora de la verdad, Brod fue incapaz de hacerlo. Pero Frieda lo hará. De eso no cabe duda. Al día siguiente de la muerte de Hector, llevará sus películas al jardín y las quemará todas: cada prueba, cada negativo, hasta el último fotograma que haya tomado. Eso, garantizado. Y tú y yo seremos los únicos testigos.

¿Y cuántas películas son?

Catorce. Once largometrajes de noventa minutos o más, y otras tres de menos de una hora, No puedo imaginarme que siguiera haciendo comedias, ¿eh?

Informe del antimundo, La balada de Mary White, Viajes en el scriptorium, Emboscada en Standing Rock. Ésos son algunos de los títulos. No parecen muy divertidos, ¿verdad?

No, no es lo que llamaríamos el clásico tubo de la risa.

Pero tampoco son demasiado sombrías, espero.

Depende de cómo definas esa palabra. Yo no las encuentro sombrías. Serias, sí, y a menudo bastante extrañas, pero no sombrías.

¿Cómo defines tú la palabra extrañas?

Las películas de Hector son sumamente intimistas, están muy a ras del suelo, tienen un tono nada pretencioso.

Pero siempre transcurre por ellas un elemento fantástico, una rara especie de poesía. Ha roto montones de normas.

Ha hecho cosas que los directores de cine no deben hacer.

¿Como cuáles?

Voces en off, para empezar. La narración se considera un defecto en el cine, una señal de que las imágenes no funcionan, pero Hector la utilizó mucho en una serie de películas suyas. Una de ellas, Historia de la luz, no tiene una palabra de diálogo. Es una narración total, de principio a fin.

¿Qué otra cosa hizo mal? Mal a propósito, quiero decir.

Estaba fuera del circuito comercial, y eso significaba que podía trabajar sin coacciones. Hector utilizó su libertad para explorar aspectos que a otros realizadores no se les permitía tocar, sobre todo en los años cuarenta y cincuenta. El desnudo. El acto sexual sin tapujos. El parto.

Micción, defecación. Son escenas un poco chocantes al principio, pero la impresión desaparece enseguida. Son facetas naturales de la vida, al fin y al cabo, pero no estamos habituados a contemplarlas directamente en imágenes, de manera que nos llaman la atención durante unos segundos. Hector no insistía mucho en ello. Desde el momento en que entendemos lo que es posible en su obra, los presuntos tabúes y las escenas de carácter explícito se funden en la textura general de la historia. En cierto modo, esas secuencias eran una especie de protección para él por si alguien trataba de largarse con una de las copias.

Tenía que asegurarse de que sus películas no podrían proyectarse.

Y a tus padres les parecía bien eso.

Era una empresa colectiva, en la que todo el mundo participaba. Hector escribía, dirigía y montaba las películas. Mi padre las iluminaba y las filmaba, y cuando se terminaba el rodaje, mi madre y él se encargaban del trabajo de laboratorio. Revelaban las secuencias, cortaban los negativos, mezclaban el sonido y se ocupaban de todo hasta que la versión definitiva estaba en la lata.

¿Allí mismo, en el rancho?

Hector y Frieda convirtieron su propiedad en un pequeño estudio de cine. Su construcción duró de mayo de 1939 a marzo de 1940, y acabaron creando un universo independiente, un ámbito particular de producción cinematográfica. En un edificio había una doble nave de rodaje, junto a otras zonas dedicadas a taller de carpintería y sastrería, a vestuarios y almacenes para guardar los decorados. Otro edificio servía para la posproducción. No podían arriesgarse a enviar sus películas a un laboratorio comercial, de manera que construyeron su propio laboratorio. Ocupaba un ala entera. En la otra mitad se encontraba el cuarto de montaje, la sala de proyección y un sótano para archivar las copias y los negativos.

Todo ese equipo no debió de resultar barato.

Ponerlo todo a punto les costó más de ciento cincuenta mil dólares. Pero se lo podían permitir, y bastaba con comprar una sola vez los elementos del equipo. Varias cámaras, pero sólo una moviola, dos proyectores y una impresora óptica. Cuando dispusieron de todo lo necesario, se ajustaban a un presupuesto estrictamente controlado. La herencia de Frieda les rendía intereses, y echaban mano lo menos posible del capital principal. Trabajaban a pequeña escala. No les quedaba otro remedio, si querían estirar el dinero para que les durase hasta el final.

Y Frieda se encargaba de los decorados y el vestuario.

Entre otras cosas. También era ayudante de montaje de Hector, y durante la realización de las películas, se ocupaba de toda una serie de tareas. Supervisaba el guión, llevaba la jirafa, colocaba los focos: todo lo que fuese necesario aquel día, en aquel momento.

¿Y tu madre?

Mi Faye. Mi preciosa y querida Faye. Era actriz. Llegó al rancho en 1945 para hacer un papel en una película y se enamoró de mi padre. Entonces tenía poco más de veinte años. Actuó en todas las películas que realizaron después, casi siempre haciendo el papel principal femenino, pero también ayudaba en otros frentes. Cosía el vestuario, pintaba decorados, asesoraba a Hector en el guión, trabajaba con Charlie en el laboratorio. Era eso, la aventura. Allí nadie hacía sólo una cosa. Todos participaban, y todos hacían jornadas increíblemente largas. Meses y meses de laboriosos preparativos, meses y meses de posproducción. Hacer cine es una empresa lenta y compleja, y con tan pocas personas ocupándose de tantas cosas, avanzaban milímetro a milímetro. Por lo general tardaban unos dos años en acabar un proyecto.

Entiendo por qué Hector y Frieda querían vivir allí -o lo entiendo en parte, estoy intentando comprenderlo-, pero lo de tu padre y tu madre me sigue teniendo perplejo. Charlie Grund era un buen cámara. He estudiado su obra, conozco lo que hizo con Hector en 1928, y no tiene sentido que abandonara su carrera.

Mi padre acababa de divorciarse. Tenía treinta y cinco años, iba a cumplir treinta y seis y aún no había llegado a lo más alto de Hollywood. Al cabo de quince años en el oficio, seguía haciendo películas de serie B; y eso, cuando tenía trabajo. Películas del Oeste, de Boston Blackie, seriales infantiles. Charlie tenía un enorme talento, es cierto, pero era de esas personas calladas, que nunca parecen estar muy a gusto consigo mismas, y la gente solía confundir aquella timidez con arrogancia. Seguían escapándosele los trabajos buenos, y al cabo del tiempo eso empezó a afectarlo, a corroer la confianza que tenía en sí mismo. Cuando su primera mujer lo abandonó, vivió en un infierno durante unos meses. Bebía mucho, se compadecía de sí mismo, no cumplía con su trabajo. Y entonces fue cuando le llamó Hector; justo cuando había llegado al fondo de aquel agujero.

Eso sigue sin explicar por qué se prestó a hacerlo. Nadie hace películas con la pretensión de que el público no las vea. Sencillamente, eso no se hace. ¿Qué sentido tiene poner película en la cámara, entonces?

Le daba igual. Sé que te resulta difícil creerlo, pero el trabajo era lo único que le interesaba. Los resultados eran algo secundario, apenas tenían importancia. En el cine hay mucha gente así; sobre todo los de la parte de abajo del escalafón, los obreros, la clase de tropa. Disfrutan resolviendo problemas. Les encanta manipular los aparatos para que hagan cosas por ellos. No es cuestión de arte ni de ideas, sino de trabajar en un proyecto y llevarlo a buen término. Mi padre tuvo sus altibajos en la industria cinematográfica, pero era un buen cineasta y Hector le dio la oportunidad de hacer películas sin tener que preocuparse de su carrera. Si hubiera sido otro, dudo que hubiese aceptado. Pero mi padre adoraba a Hector. Siempre decía que el año que trabajó con él en Kaleidoscope había sido el más feliz de su vida.

Debió de llevarse un buen susto cuando recibió la llamada de Hector. Pasan más de diez años, y de pronto se encuentra con un muerto al teléfono.

Pensó que le estaban gastando una broma. La otra posibilidad era que estuviese hablando con un fantasma, y como mi padre no creía en fantasmas, mandó a Hector a tomar por culo y colgó. Hector tuvo que llamarle tres veces más antes de que se lo creyera.

¿Cuándo fue eso?

A finales del treinta y nueve. Noviembre o diciembre, poco después de la invasión de Polonia por los alemanes.

A principios de febrero, mi padre estaba viviendo en el rancho. Hector y Frieda ya habían acabado su nueva casa, y él se instaló en la antigua, en la vivienda que habían construido nada más llegar. Ahí es donde viví con mis padres de pequeña, y ahí es donde vivo ahora; en aquella casa de adobe de seis habitaciones, a la sombra de los árboles de Hector, escribiendo mi libro interminable y demencial.

Pero ¿qué me dices de la gente que aparecía por el rancho? Iban actores, según has dicho, y tu padre debió de necesitar algún ayudante. No es posible hacer una película sólo con cuatro personas. Hasta yo lo sé. Quizá pudieran hacer la preparación y la posproducción ellos solos, pero no la realización propiamente dicha. Y una vez que viene gente de fuera, ¿cómo hacer para seguir como antes?

¿Cómo impedir que hablen?

Les dices que estás trabajando para otra persona. Pretendes que te ha contratado un millonario excéntrico de la Ciudad de México, un tipo tan enamorado del cine estadounidense que ha construido su propio estudio en un desierto norteamericano y te ha encargado que le hagas películas; películas que nadie verá salvo el propio millonario. Ése era el trato. Si vienes al Rancho Piedra Azul a hacer una película, lo haces a sabiendas de que tu trabajo lo verá un público de una sola persona.

Eso es absurdo.

Puede que sí, pero mucha gente se tragó esa historia.

Hay que estar muy desesperado para creer una cosa así.

No conoces mucho a los actores, ¿verdad? Es la gente más desesperada del mundo. El noventa por ciento están sin empleo, y si les ofreces un papel con un salario decente, no te hacen muchas preguntas. Lo único que quieren es una oportunidad de trabajar. Hector no andaba detrás de grandes nombres. Las estrellas no le interesaban. Sólo quería profesionales competentes, y como escribía los guiones para un elenco reducido -a veces sólo dos o tres personajes-, no le resultaba difícil encontrarlos. Cuando terminaba una película y empezaba otra, ya había una nueva hornada de actores donde elegir. Aparte de mi madre, nunca utilizó dos veces al mismo actor.

Bueno, vamos a olvidarnos de los demás. ¿Y tú, qué?

¿Cuándo oíste por primera vez el nombre de Hector Mann? Lo conocías como Hector Spelling. ¿Qué años tenías cuando te diste cuenta de que Hector Spelling y Hector Mann eran la misma persona?

Siempre lo he sabido. En el rancho teníamos la colección completa de las películas de Kaleidoscope, y de niña debí de verlas unas cincuenta veces. En cuanto aprendí a leer, me enteré de que el apellido de Hector era Mann, no Spelling. Le pregunté a mi padre y me dijo que Hector había actuado con ese nombre cuando era joven, pero que como ahora no actuaba, había dejado de utilizarlo. Me pareció una explicación completamente plausible.

Creía que esas películas se habían perdido.

A punto estuvieron. Dadas las circunstancias, tendrían que haberse perdido. Pero justo cuando Hunt se disponía a declarar la quiebra, unos dos días antes de que los alguaciles se presentaran para embargarle los muebles y sellarle la puerta, mi padre y Hector se introdujeron por la fuerza en la oficina de Kaleidoscope y robaron las películas. Los negativos no estaban allí, pero se marcharon con copias de las doce comedias. Hector se las dio a mi padre para que las pusiera a buen recaudo, y dos meses después Hector desapareció. Cuando mi padre se fue a vivir al rancho en 1940, se llevó las películas.

¿Y qué le pareció eso a Hector?

No entiendo. ¿Qué debía parecerle?

Eso es lo que te pregunto. ¿Se alegró o se molestó?

Se alegró. Se llevó una alegría, naturalmente. Estaba orgulloso de aquellas películas cortas, y se alegró de recuperarlas.

Entonces, ¿por qué esperó tanto tiempo antes de ponerlas de nuevo en circulación por el mundo?

¿Y qué te hace pensar que fue él?

Pues no sé, supuse que…

Creía que lo habías entendido. Fui yo. Eso lo hice yo.

Me lo imaginaba.

Entonces, ¿por qué no has dicho nada?

Me parecía que no tenía derecho. Por si era un secreto.

Yo no tengo secretos para ti, David. Quiero que sepas todo lo que yo sé. ¿Es que no lo entiendes? Yo envié esas películas a ciegas, y tú fuiste quien las encontró. Eres la única persona en el mundo que las encontró todas. Eso nos convierte en viejos amigos, ¿no te parece? Puede que no nos hayamos conocido hasta ayer, pero hace años que trabajamos juntos.

Has hecho una maniobra increíble. He hablado con los conservadores de todas las instituciones a las que he acudido, y ninguno tenía la menor idea de quién eras.

Cuando estuve en California, almorcé una vez con Tom Luddy, el director del Pacific Film Archive. Fue el último sitio que recibió uno de aquellos misteriosos paquetes de Hector Mann. Cuando lo recibieron, tú ya llevabas años haciendo eso, y se había corrido la voz. Tom dijo que ni siquiera se molestó en abrir el paquete. Se lo llevó directamente al FBI para que buscaran huellas dactilares, pero no encontraron ninguna en la caja, ni una sola. No dejaste el menor rastro.

Me ponía guantes. Ya que me tomaba la molestia de mantenerlo en secreto, desde luego no iba a pasar por alto un detalle como ése.

Eres una chica lista, Alma.

Puedes estar seguro de que soy lista. Soy la chica más lista de este coche, y te desafío a que demuestres lo contrario.

Pero ¿cómo podías justificar el hecho de actuar a espaldas de Hector? Tomar esa decisión era cosa de él, no tuya.

Hablé con él primero. Fue idea mía, pero no seguí adelante hasta que él no me dio el visto bueno.

¿Qué te dijo?

Se encogió de hombros. Y luego esbozó una sonrisa.

No importa, me dijo. Haz lo que quieras, Alma.

Así que no te lo impidió, pero tampoco te ayudó. No hizo nada.

Fue en noviembre del ochenta y uno, hace casi siete años. Yo acababa de volver al rancho para el entierro de mi madre, y era un mal momento para todos nosotros, el principio del fin, en cierto modo. No me lo tomé bien.

Lo admito. Sólo tenía cincuenta y nueve años cuando le dimos sepultura, y yo no estaba preparada para eso. Hecha polvo. Es la única descripción que se me ocurre. Pulverizada de dolor. Como si todo lo que había en mi interior se hubiera convertido en polvo. Los demás ya eran muy viejos. Levanté la cabeza y de pronto me di cuenta de que estaban acabados, de que el gran experimento había llegado a su fin. Mi padre tenía ochenta años; Hector, ochenta y uno, y la próxima vez que alzara la vista, todos habrían desaparecido. Eso me causó una impresión tremenda. Todas las mañanas iba a la sala de proyección a ver las películas de mi madre, y cuando salía, llorando a moco tendido, fuera ya estaba oscuro. Al cabo de dos semanas de lo mismo, decidí volver a casa. Por entonces vivía en Los Angeles. Trabajaba en una compañía de producción independiente, y necesitaban que volviese. Estaba preparada para marcharme. Ya había llamado a las líneas aéreas para reservar el billete, pero en el último momento -literalmente, en mi última noche en el rancho-, Hector me pidió que me quedara.

¿Te dio algún motivo?

Dijo que estaba dispuesto a hablar, y que necesitaba que alguien le ayudase. No podía hacerlo solo.

¿Te refieres a que el libro fue idea suya?

Todo se le ocurrió a él. Yo nunca habría pensado en eso. Y aunque lo hubiera hecho, no habría hablado del asunto con él. No me habría atrevido.

Perdió el valor. Es la única explicación. O perdió el valor o empezó a chochear.

Eso es lo que pensé yo también. Pero estaba equivocada, igual que tú ahora. Hector cambió de opinión por mí.

Me dijo que tenía derecho a conocer la verdad, y que si estaba dispuesta a quedarme y a escucharle, prometía contarme toda la historia.

Vale, eso lo acepto. Formas parte de la familia, y ahora que ya eres adulta, tienes derecho a conocer los secretos familiares. Pero ¿cómo se convierte esa confesión en un li bro? Una cosa es que te cuente sus penas para desahogarse, pero un libro termina publicándose, y en el momento en que todo el mundo conozca su historia, su vida dejará de tener sentido.

Sólo si sigue viviendo cuando se publique. Pero no será así. Le he prometido que no se lo enseñaré a nadie hasta que él haya muerto. Él me prometió la verdad, y yo le prometí eso.

¿Y nunca se te ha ocurrido que podría estar utilizándote? Tú escribes tu libro, vale, y si todo va bien, lo considerarán un libro importante, pero al mismo tiempo Hector va a sobrevivir gracias a ti. No por sus películas -que ni siquiera existirán ya-, sino por lo que tú has escrito sobre él.

Puede, todo es posible. Pero en cualquier caso sus motivos no me conciernen. Aunque le hubiera impulsado el miedo, la vanidad o una punzada de arrepentimiento de última hora, me contó la verdad. Eso es lo único que importa. Decir la verdad es difícil, David, y Hector y yo hemos vivido muchas cosas juntos durante estos últimos siete años. Lo ha puesto todo a mi disposición: todos sus diarios, su correspondencia, hasta el último documento que ha podido caer en sus manos. En estos momentos, ni siquiera pienso en la publicación. Tanto si se publica como si no, escribir este libro ha sido la experiencia más importante de mi vida.

¿Y dónde encaja Frieda en todo esto? ¿Os ha ayudado, o no?

Ha sido duro para ella, pero ha hecho lo que ha podido para colaborar con nosotros. No creo que esté de acuerdo con Hector, pero no quiere interponerse en su camino. Es complicado. Con Frieda todo es complicado.

¿En qué momento te decidiste a enviar las películas de Hector?

Eso fue justo al principio. Aún no sabía si podía confiar en él, y se lo propuse como una prueba, para ver si era honrado conmigo. De haberse negado, no creo que hubiese seguido. Yo necesitaba que hiciera algún sacrificio, que me diera una señal de su buena fe. Y lo entendió.

Nunca hablamos de ello con muchas palabras, pero lo entendió. Por eso no hizo nada por impedirlo.

Eso sigue sin demostrar que se portara honradamente contigo. Pusiste sus antiguas películas en circulación.

¿Qué hay de malo en eso? Ahora la gente se acuerda de él.

Incluso un profesor chiflado de Vermont ha escrito un libro sobre él. Pero la historia no cambia nada por eso.

Cada vez que me contaba algo, yo iba a comprobarlo.

He ido a Buenos Aires, he seguido la pista de los restos de Brigid O’Fallon, he sacado a la luz los viejos artículos de prensa sobre el tiroteo del banco de Sandusky, he hablado con más de una docena de actores que trabajaron en el rancho en los años cuarenta y cincuenta. No hay contradicciones. No pude encontrar a algunos, desde luego, y resultó que otros habían muerto. Jules Blaustein, por ejemplo. Y sigo sin tener nada sobre Sylvia Meers. Pero fui a Spokane y hablé con Nora.

¿Vive todavía?

Ya lo creo. Al menos vivía hace tres años.

¿Y?

Se casó en 1933 con un tal Faraday y tuvieron cuatro hijos. Esos hijos les dieron once nietos, y justo en la época en que fui a verlos, uno de los nietos estaba a punto de convertirlos en bisabuelos.

Estupendo. No sé por qué digo eso, pero me alegro de oírlo.

Dio clases de cuarto durante quince años, y luego la nombraron directora del colegio. Cargo que siguió ocupando hasta 1976, año en que se jubiló.

En otras palabras, Nora siguió siendo Nora.

Tenía setenta y tantos años cuando fui a verla, pero daba la impresión de que era la misma persona que Hector me había descrito.

¿Y Herman Loesser? ¿Se acordaba de él?

Cuando dije su nombre, lloró.

¿Que lloró? ¿Qué quieres decir?

Que se echó a llorar. Quiero decir que los ojos se le llenaron de lágrimas, y que las lágrimas le corrieron por las mejillas. Que lloró como tú y como yo. Igual que llora todo el mundo.

Santo Dios.

Se quedó tan sorprendida y avergonzada, que tuvo que levantarse y salir de la habitación. Cuando volvió, me cogió la mano y dijo que lo sentía. Le había conocido hacía mucho tiempo, explicó, pero nunca había podido dejar de pensar en él. Pensaba en él todos los días desde hacía cincuenta y cuatro años.

Eso te lo estás inventando.

No me invento nada. Si no hubiera estado allí, yo tampoco me lo habría creído. Pero eso es lo que pasó.

Todo sucedió como dijo Hector. Cada vez que pienso que me ha mentido, resulta que me ha dicho la verdad. Y eso es lo que hace tan imposible su historia, David. Porque todo lo que me ha contado es verdad.