7

Aquella noche no había luna. Cuando salí del coche y puse los pies en el suelo, recuerdo que dije para mis adentros: Alma lleva carmín en los labios, el coche es amarillo y esta noche no hay luna. En la oscuridad, tras el edificio principal, apenas distinguía el contorno de los árboles de Hector: grandes masas de sombra agitadas por el viento.

Las Memorias de un muerto empiezan con un pasaje sobre árboles. Me sorprendí pensando en eso mientras nos acercábamos a la puerta de entrada, intentando recordar mi traducción del tercer párrafo de las dos mil páginas del libro de Chateaubriand, el que empieza con las palabras Ce lieu me plaît; il a remplacé pour moi les champs paternels. (En francés en el original: «Me gusta este lugar; ha sustituido en mí a los campos paternos.» (N. del T)) y concluye con las siguientes frases: Tengo apego a estos árboles. Les he dedicado elegías, sonetos, odas. No hay uno solo entre ellos que no haya cuidado con mis propias manos, que no haya librado del gusano que atacaba su raíz, de la oruga pegada a sus hojas. Los conozco a todos por su nombre, como si fueran mis hijos. Son mi familia. No tengo otra, y espero morir cerca de ella.

No contaba con verle aquella misma noche. Cuando Alma llamó desde el aeropuerto, Frieda había advertido que Hector probablemente estaría dormido para cuando nosotros llegáramos al rancho. Aún aguantaba, añadió, pero no creía que estuviera en condiciones de hablar conmigo hasta la mañana siguiente; suponiendo que lograra durar hasta entonces.

Once años después, me sigo preguntando lo que habría pasado si me hubiese parado, si hubiese dado media vuelta antes de llegar a la puerta. ¿Y si en vez de rodear los hombros de Alma con el brazo y andar resueltamente hacia la casa, me hubiese detenido un momento para mirar a la otra mitad del cielo y descubrir que una enorme luna redonda lo bañaba todo con su luz? ¿Seguiría siendo cierto decir que aquella noche no había luna? Si no me hubiera molestado en dar media vuelta para mirar detrás de mí, sin duda, seguiría siendo cierto. Si no vi la luna, es que no había luna en el cielo.

No estoy sugiriendo que no me molesté en mirar.

Mantuve los ojos abiertos, intenté absorber todo lo que ocurría a mi alrededor, pero seguro que también se me escaparon muchas cosas. Me guste o no, sólo puedo escribir de lo que vi y oí, y de nada más. Esto no es el reconocimiento de un fracaso, sino una afirmación metodológica, una declaración de principios. Si no vi la luna, es que no había luna en el cielo.

Menos de un minuto después de entrar en la casa, Frieda me llevaba a la planta alta, a la habitación de Hector. No tuve tiempo de nada, salvo para una rapidísima mirada a mi alrededor, la más breve de las primeras impresiones -sus cabellos blancos cortados casi al rape, la firmeza de su apretón de manos, el cansancio de sus ojos-, y antes de que pudiera decir alguna de las cosas que habría debido decir (gracias por recibirme, espero que Hector se encuentre mejor), me informó de que estaba despierto. Le gustaría verle ahora, anunció, y de pronto me vi mirándola a la espalda mientras me conducía escaleras arriba. No tuve tiempo de observar la casa -salvo para darme cuenta de que era espaciosa y estaba amueblada con sencillez, con muchos dibujos y cuadros colgando de las paredes (quizá de Frieda, quizá no)-, ni de pensar en el increíble personaje que había abierto la puerta, un hombre tan diminuto que ni siquiera lo vi hasta que Alma se agachó y le besó en la mejilla. Frieda entró en la habitación un momento después, y aunque recuerdo el abrazo de las dos mujeres, no logro acordarme de si Alma iba conmigo al subir las escaleras. Parece que siempre le pierdo el rastro en ese momento. La busco en mi memoria, pero nunca logro localizarla. Cuando llego a lo alto de la escalera, Frieda también desaparece inevitablemente. No puede haber pasado de esa manera, pero así es como lo recuerdo.

Cada vez que me veo entrar en la habitación de Hector, siempre entro solo.

Lo que más me asombró, creo, fue el mero hecho de que tuviera cuerpo. Hasta que lo vi acostado allí, en su cama, no estoy seguro de haber creído en él plenamente alguna vez. No como una persona auténtica, en cualquier caso, no de la manera en que creía en Alma o en mí mismo, no del modo en que creía en Helen o incluso en Chateaubriand. Me quedé atónito al comprobar que Hector tenía manos y ojos, uñas y hombros, cuello y oreja izquierda: que era tangible, que no era un ser imaginario.

Lo había tenido durante tanto tiempo en la cabeza, que parecía imposible que pudiera existir en otra parte.

Las manos huesudas, cubiertas de manchas de vejez; los dedos nudosos y las venas gruesas, prominentes; piel replegada bajo el mentón; la boca entreabierta. Cuando entré en la habitación estaba tumbado de espaldas, los brazos encima de la colcha, despierto pero inmóvil, mirando al techo en una especie de trance. Pero cuando se volvió hacia mí, vi que sus ojos eran los ojos de Hector.

Mejillas apergaminadas, frente marchita, cuello arrugado, cabeza canosa, de pelo apelmazado; y sin embargo en aquella cara reconocí la cara de Hector. Habían pasado sesenta años desde que se quitó el bigote y la camisa blanca, pero aún conservaba un aire. Había envejecido, se había hecho infinitamente viejo, pero una parte de él seguía estando allí.

Zimmer, me saludó. Siéntese a mi lado, Zimmer, y apague la luz.

Tenía la voz débil y enredada en flemas, un sordo murmullo de suspiros y semiarticulaciones, pero lo bastante sonora para distinguir lo que decía. La r al final de mi nombre vibraba un poco, y cuando alargué la mano para apagar la luz de la mesilla, me pregunté si no le resultaría más fácil que siguiéramos en español. Después de apagar, sin embargo, vi que había más luz al otro extremo de la habitación -una lámpara de pie con una amplia pantalla de vitela-, donde una mujer estaba sentada en una butaca. Se levantó en el mismo momento en que la miré, y entonces debí de sobresaltarme un poco; no sólo por la sorpresa, sino porque era minúscula, tan diminuta como el hombre que nos había abierto la puerta. Ninguno de los dos podría medir más de un metro veinte. Creí oír que Hector se reía a mi espalda (un silbido, un susurro, la más tenue carcajada), y luego la mujer me saludó con una inclinación de cabeza y salió de la habitación.

¿Quién es?, pregunté.

No se alarme, contestó Hector. Se llama Conchita. Es como de la familia.

Es que no la había visto, eso es todo. Me sorprendió.

Su hermano Juan también vive aquí. Son gente menuda. Extraña gente menuda que no puede hablar. Son de toda confianza.

¿Quiere que apague la otra lámpara?

No, así está bien. No me hace daño a los ojos. Estoy cómodo.

Me senté en la silla que había junto a la cama y me incliné hacia delante, tratando de ponerme lo más cerca posible de sus labios. La lámpara del otro extremo de la habitación no iluminaba más que una vela, pero había luz suficiente para ver la cara de Hector, para mirarlo a los ojos. Un pálido destello flotaba sobre la cama, un aire amarillento mezclado con sombras y oscuridad.

Siempre llega demasiado pronto, declaró Hector, pero no tengo miedo. Un hombre como yo tiene que estar machacado. Gracias por haber venido, Zimmer. No esperaba verlo por aquí.

Alma fue muy convincente. Hace tiempo que debía haberla mandado a buscarme.

Me ha causado usted una gran impresión, señor mío.

Al principio, no podía aceptar lo que había hecho. Ahora creo que me alegro.

Yo no he hecho nada.

Ha escrito un libro. He leído y releído ese libro, y cada vez me hacía la misma pregunta: ¿por qué se habrá fijado en mí? ¿Qué propósito le movía, Zimmer?

Usted me hizo reír. Eso fue todo. Rompió la cáscara que me envolvía, y después se convirtió en mi pretexto para seguir viviendo.

Su libro no trata de eso. Hace honor a mi antiguo trabajo con el bigote, pero no habla de usted.

No tengo costumbre de hablar de mí mismo. Me pone incómodo.

Alma ha mencionado una gran tristeza, un dolor indescriptible. Si le he ayudado a sobrellevar ese dolor, quizá sea lo mejor que haya hecho en la vida.

Quería morirme. Después de escuchar lo que Alma me ha dicho esta tarde, deduzco que usted también ha pasado por eso.

Alma ha hecho bien en contarle esas cosas. Soy un hombre ridículo. Dios me ha gastado muchas bromas, y cuanto más las conozca usted, mejor entenderá mis películas. Estoy ansioso por escuchar lo que tenga usted que decir sobre ellas. Su opinión es muy importante para mí, Zimmer.

Yo no sé nada de cine.

Pero estudia la obra de los demás. También he leído esos libros. Sus traducciones, sus escritos sobre los poetas.

No es casualidad que haya dedicado años a la cuestión de Rimbaud. Usted comprende lo que significa volver la espalda a algo. Admiro a alguien que sea capaz de pensar así. Eso hace que su opinión sea esencial para mí.

Pues hasta ahora se las ha arreglado sin la opinión de nadie. ¿A qué viene esa súbita necesidad de saber lo que piensan los demás?

Porque no estoy solo. Hay otros que también viven aquí, y no debo pensar sólo en mí mismo.

Por lo que me han dicho, su mujer y usted siempre han trabajado juntos.

Sí, eso es cierto. Pero también tenemos que contar a Alma.

¿La biografía?

Sí, el libro que está escribiendo. Tras la muerte de su madre, comprendí que le debía eso. Alma tiene tan poco, que me pareció conveniente renunciar a ciertas ideas mías para darle una oportunidad en la vida. He empezado a comportarme como un padre. No es lo peor que podría haberme pasado.

Creía que Charlie Grund era su padre.

Lo era. Pero yo también lo soy. Alma es la hija de esta casa. Si consigue hacer un libro con mi vida, entonces a lo mejor empiezan a irle bien las cosas. Aunque sólo fuera por eso, es una historia interesante. Una historia estúpida, quizá, pero no sin algunos momentos de interés.

¿Me está diciendo que ya no se preocupa de sí mismo, que ha abandonado?

Nunca me he preocupado de mí mismo, ¿Por qué habría de molestarme en servir de ejemplo a los demás? Puede que eso haga reír. Sería un buen desenlace, hacer reír a la gente otra vez. Usted se ha reído, Zimmer. A lo mejor se ríen otros, como usted.

Sólo estábamos calentándonos, apenas empezando a coger el ritmo de la conversación, pero antes de que se me ocurriera una respuesta a la última observación de Hector, Frieda entró en la habitación y me tocó en el hombro.

Creo que debemos dejarlo descansar ya, dijo. Podrán seguir hablando por la mañana.

Desmoralizaba que le cortaran así a uno, pero no me encontraba en situación de poner objeciones. Frieda me había dejado menos de cinco minutos con él, y ya me había conquistado, ya se había ganado mi simpatía más allá de lo que yo había considerado posible. Si un moribundo puede ejercer ese poder, pensé para mí, imagínate lo que debió de ser con plenas facultades.

Sé que me dijo algo antes de que saliera de la habitación, pero no me acuerdo de lo que era. Una despedida sencilla y cortés, pero ahora se me escapan las palabras exactas. Continuará, creo que fue; o si no, Hasta mañana, Zimmer, una frase trivial que no significaba nada importante; salvo, quizá, que seguía creyendo que tenía un futuro, por breve que pudiera ser. Cuando me levanté de la silla, alzó la mano y me cogió del brazo. De eso sí me acuerdo. Recuerdo su contacto frío, como de garra, y recuerdo que pensé para mí: esto es de verdad. Hector Mann está vivo, y su mano me está tocando en este momento. Recuerdo que entonces me dije que debía acordarme de aquel contacto. Si no sobrevivía hasta la mañana, sería la única prueba de que lo había visto vivo.

Después de aquellos minutos febriles, hubo un periodo de calma que duró varias horas. Frieda permaneció en la planta alta, sentada en la silla que yo había ocupado durante mi entrevista con Hector, y Alma y yo bajamos a la cocina, que resultó ser una estancia amplia, bien iluminada, con paredes de piedra, una chimenea y una serie de electrodomésticos antiguos que parecían fabricados a principios de los años sesenta. Era agradable estar allí, y me gustaba estar sentado frente a la larga mesa de madera junto a Alma, sintiendo su contacto en mi brazo en el mismo sitio en que sólo unos momentos atrás había sentido la mano de Hector. Dos gestos diferentes, dos recuerdos distintos: uno encima del otro. Mi piel se había convertido en un palimpsesto de sensaciones fugitivas, y cada capa llevaba la marca de lo que yo era.

La cena consistió en una azarosa sucesión de platos calientes y fríos: guisado de lentejas, salchichón, queso, ensalada y una botella de vino tinto. Nos la sirvieron Juan y Conchita, la extraña gente menuda que no puede hablar, y aunque no niego que me ponían un poco nervioso, estaba demasiado absorto en otras cosas para prestarles verdadera atención. Eran hermanos gemelos, me explicó Alma, y empezaron a trabajar para Hector y Frieda a los dieciocho años, hacía ya más de veinte. Me fijé en la perfecta forma de sus cuerpos minúsculos, sus zafios rostros de campesinos, sus animadas sonrisas y evidente buena voluntad, pero encontraba más interesante observar cómo Alma hablaba con las manos que mirar cómo los gemelos se comunicaban con ella. Me intrigaba el hecho de que Alma fuese tan diestra en el lenguaje de los signos, de que fuese capaz de lanzar frases formando un veloz revuelo con los dedos, y como se trataba de los dedos de Alma, eran los únicos dedos que yo quería mirar. Se estaba haciendo tarde, después de todo, y no tardaríamos mucho en irnos a la cama. Pese a todas las demás cosas que estaban ocurriendo justo en aquel momento, aquélla era la cuestión en que yo prefería pensar.

¿Recuerdas a los tres hermanos mexicanos?, me preguntó Alma.

¿Los que ayudaron a construir la primera casa?

Los hermanos López. También había cuatro chicas en su familia, y Juan y Conchita son los hijos pequeños de la tercera hermana. Los hermanos López construyeron la mayor parte de los decorados de las películas de Hector.

Entre todos tuvieron once hijos, y mi padre enseñó la técnica del oficio a seis o siete. Ellos formaban el equipo. Los padres construían el decorado, y los hijos cargaban las cámaras o manejaban la plataforma móvil, además de grabar el sonido, ocuparse de la utilería y hacer de tramoyistas y electricistas. Eso duró años. Yo jugaba con Juan y Conchita cuando éramos pequeños. Son los primeros amigos que he tenido en el mundo.

Finalmente, bajó Frieda y se sentó con nosotros a la mesa de la cocina. Conchita lavaba un plato (de pie sobre un taburete, trabajando con eficiencia de adulto en su cuerpo de niña de siete años), y en cuanto vio a Frieda, le lanzó una larga mirada inquisitiva, como esperando instrucciones. Frieda asintió con la cabeza, y Conchita dejó el plato, se secó las manos con un trapo de cocina y se marchó. No habían cruzado una palabra, pero era evidente que subía a sentarse frente a Hector, a quien vigilaban por turnos.

Según mis cálculos, Frieda Spelling tenía setenta y nueve años. Tras oír las descripciones que Alma había hecho de ella, me esperaba a alguien implacable -una mujer brusca, intimidante, un personaje exagerado-, pero la persona que se sentó con nosotros aquella noche era discreta, de voz suave y actitud casi reservada. Ni carmín ni maquillaje, ninguna preocupación por el peinado, pero aún femenina, todavía hermosa de una forma depurada, incorpórea. Mientras la miraba, empecé a notar que era una de esas raras personas en las que el espíritu acaba triunfando sobre la materia. La edad no disminuye a esas personas. Hace que envejezcan, pero no alteran lo que son, y cuanto más tiempo vivan, más plena e implacablemente se encarnan a sí mismas.

Disculpe el desorden, profesor Zimmer, me dijo. Ha venido usted en un momento difícil. Hector ha pasado una mala mañana, pero cuando le dije que usted y Alma venían de camino, insistió en seguir despierto. Espero que no haya sido demasiado para él.

Hemos mantenido una buena conversación, repuse.

Creo que se alegra de que haya venido.

No sé si será alegría, pero siente algo parecido, algo muy profundo. Ha armado usted un gran revuelo en esta casa, profesor. Estoy segura de que es consciente de ello.

Antes de que pudiera contestar, Alma intervino para cambiar de tema. ¿Te has puesto en contacto con Huyler?, le preguntó. Parece que no respira bien, ¿sabes? Tiene la respiración bastante peor que ayer.

Frieda suspiró, luego se pasó las manos por la cara:

agotada por la falta de sueño, de tanta inquietud y agitación. No pienso llamar a Huyler, declaró (hablando más para sí que para Alma, como repitiendo un argumento que ya había desarrollado docenas de veces), porque lo único que dirá Huyler es Llévelo al hospital, y Hector no quiere ir al hospital. Está harto de hospitales. Me lo ha hecho prometer, y yo le he dado mi palabra. Se acabaron los hospitales, Alma. Así que ¿qué sentido tiene llamar a Huyler?

Hector tiene neumonía, objetó Alma. Sólo tiene un pulmón, y ya casi no puede respirar. Por eso debes llamar a Huyler.

Quiere morir en casa, le recordó Frieda. Me lo viene repitiendo a cada momento desde hace dos días, y no voy a contrariarle. Le he dado mi palabra.

Yo lo llevaré a Saint Joseph si tú estás demasiado cansada, se ofreció Alma.

Sin su permiso no, insistió Frieda. Y ahora no podemos hablar con él porque se ha dormido. Lo intentaremos por la mañana, si quieres, pero no voy a hacerlo sin su permiso.

Mientras las dos mujeres proseguían su conversación, alcé la cabeza y vi a Juan, subido a un taburete frente al fogón, haciendo huevos revueltos en una sartén. Cuando tuvo la comida lista, la puso en un plato y la llevó adonde Frieda estaba sentada. Los huevos, calientes y amarillos, soltaban volutas de vapor sobre la porcelana azul, como si su olor se hubiera hecho visible. Frieda los miró un momento, pero no pareció entender lo que eran. Bien podrían haber sido un montón de grava, o un ectoplasma surgido del espacio exterior, pero no comida, y aunque se hubiera dado cuenta de que eran para comer, no tenía la menor intención de llevárselos a la boca. Se sirvió un vaso de vino, en cambio, pero después de un sorbito volvió a dejar el vaso sobre la mesa, y luego, con la otra mano, apartó los huevos con mucha delicadeza.

No hay tiempo, me dijo. Esperaba tener ocasión de hablar con usted, de intentar conocerlo un poco, pero me parece que no va a ser posible.

Pero tenemos mañana, aventuré.

Puede, repuso ella. En este momento, sólo pienso en ahora mismo.

Deberías echarte un poco, Frieda, terció Alma. ¿Desde cuándo no has dormido nada?

No me acuerdo. Desde anteayer, me parece. La noche anterior a tu marcha, Pues ya he vuelto, y David también está aquí. No tienes por que ocuparte tú de todo.

Yo no lo hago todo, objetó Frieda, en absoluto. La gente menuda me ayuda mucho, pero tengo que estar allí para hablar con él. Ya está muy débil para entenderse por señas.

Descansa un poco, insistió Alma. Yo me quedaré con él. Podemos hacerlo David y yo.

Espero que no te importe, repuso Frieda, pero estaría mucho más tranquila si esta noche te quedaras aquí. El profesor Zimmer puede dormir en tu casa, pero preferiría que te quedaras arriba conmigo. Por si ocurre algo. ¿Te parece bien? Ya he dicho a Conchita que haga la cama en la habitación grande de invitados.

Me parece estupendo, contestó Alma, pero David no tiene por qué dormir en mi casa. Puede quedarse conmigo.

¡Ah!, exclamó Frieda, totalmente sorprendida. ¿Y qué dice a eso el profesor Zimmer?

El profesor Zimmer aprueba el plan, sentencié.

¡Ah!, repitió ella, y por primera vez desde que entró en la cocina, Frieda sonrío. Me pareció una sonrisa fabulosa, llena de perplejidad y estupefacción, y mientras paseaba la mirada entre la cara de Alma y la mía, fue ampliándose más y más. ¡Dios Santo!, exclamó, si que vais deprisa, ¿no? ¿Quién se habría esperado eso.?

Nadie, estuve a punto de decir, pero antes de que pudiera articular una sílaba, sonó el teléfono. Fue una interrupción extraña, y como se produjo tan rápidamente después de que Frieda pronunciara la palabra eso, pareció haber una relación entre los dos hechos, como si el teléfono hubiera sonado en respuesta directa a la palabra. Cambió el ambiente por completo, apagando el destello de alegría que había iluminado su semblante. Frieda se puso en pie, y mientras se dirigía hacia el teléfono (que estaba colgado en la pared, junto a la puerta abierta, a unos seis o siete pasos a su derecha), se me ocurrió que el objeto de la llamada era decirle que no le estaba permitido sonreír, que en la casa de la muerte estaba prohibido sonreír. Era una idea ridícula, pero eso no significaba que mi intuición fuese falsa. Nadie, había estado a punto de decir, y cuando Frieda cogió el teléfono y preguntó quién era, resultó que no había nadie al otro lado de la línea. Diga, ¿quién es?, y cuando no contestaron a su pregunta, volvió a repetirla y luego colgó. Se volvió hacia nosotros con expresión angustiada. Nadie, dijo. Maldita sea, nadie.

Hector murió unas horas después, entre las tres y las cuatro de la mañana. Alma y yo estábamos dormidos cuando pasó, desnudos bajo las sábanas, en la cama de la habitación de invitados. Habíamos hecho el amor, charlado, vuelto a hacer el amor, y no sé muy bien cuándo acabaron fallándonos las fuerzas. En el espacio de dos días, Alma había atravesado dos veces el país, había conducido centenares de kilómetros yendo y viniendo de los aeropuertos, y sin embargo aún tuvo fuerzas para levantarse desde las profundidades del sueño cuando Juan llamó a la puerta. Yo fui incapaz. Seguí durmiendo entre el ruido y la conmoción y acabé perdiéndomelo todo. Al cabo de años de insomnio y malas noches, por fin dormía a pierna suelta, y fue justo cuando debía haber estado despierto.

No abrí los ojos hasta las diez. Alma estaba sentada al borde de la cama, acariciándome la mejilla, musitando mi nombre con voz suave pero urgente, e incluso después de sacudirme las telarañas e incorporarme sobre el codo, no me comunicó la noticia hasta diez o quince minutos más tarde. Primero hubo besos, seguidos por una conversación muy íntima sobre el estado de nuestros sentimientos, y luego me dio un tazón de café, dejando que me lo bebiera hasta el fondo antes de empezar. Siempre la he admirado por tener la fuerza y la disciplina de hacer esas cosas. Al no hablar inmediatamente de Hector, me estaba diciendo que no consentiría que nos ahogáramos en el resto de la historia. Acabábamos de empezar nuestra propia historia, y era tan importante para ella como la otra: la de su vida, la que había sido su vida entera hasta el momento en que me conoció a mí.

Se alegraba de que hubiera estado dormido mientras pasaba todo, me dijo. Eso le había dado ocasión de estar cierto tiempo a solas y derramar algunas lágrimas, de pasar lo peor antes de que empezara el ajetreo. Iba a ser un día duro, prosiguió, un día duro y cargado de acontecimientos para nosotros dos. Frieda estaba en pie de guerra:

atacando en todos los frentes, preparándose para quemarlo todo tan pronto como pudiera.

Creí que teníamos veinticuatro horas, dije.

Eso es lo que yo pensaba, también. Pero Frieda dice que tiene que hacerse dentro de las veinticuatro horas. Hemos tenido una buena pelea por eso antes de que se marchara.

¿Se ha marchado? ¿Es que no está en el rancho?

Fue una escena increíble. Diez minutos después de la muerte de Hector, Frieda estaba al teléfono, hablando con la funeraria Vista Verde de Albuquerque. Les pidió que enviaran un coche cuanto antes. Vinieron sobre las siete o siete y media, lo que significa que estarán llegando allí en estos momentos. Tiene la intención de que incineren a Hector hoy mismo.

¿Y lo puede hacer? ¿No tiene que cumplir un montón de trámites primero?

Lo único que necesita es el certificado de defunción.

Una vez que el médico examine el cadáver y certifique que Hector ha muerto por causas naturales, podrá hacer lo que quiera.

Debía de tenerlo pensado desde siempre. Lo que pasa es que no te lo había dicho.

Es grotesco. Cuando nosotros estemos en la sala de proyección, viendo las películas de Hector, estarán metiendo su cadáver en un horno, para convertirlo en un montón de cenizas.

Y cuando ella vuelva, las películas también quedarán reducidas a cenizas.

Sólo disponernos de unas horas. No va a haber tiempo de verlas todas, pero si empezamos ahora mismo podremos poner dos o tres.

No es gran cosa, ¿verdad?

Estaba dispuesta a quemarlas todas esta mañana. Al menos he logrado convencerla de que no lo hiciera.

Por la forma que tienes de decirlo, es como si hubiera perdido la cabeza.

Su marido ha muerto, y lo primero que tiene que hacer es destruir su obra, aniquilar todo lo que han hecho juntos. Si se detiene a pensarlo, no será capaz de seguir adelante. Claro que ha perdido la cabeza. Hizo esa promesa casi cincuenta años atrás, y hoy ha llegado el momento de cumplirla. Si yo estuviera en su lugar, querría terminar cuanto antes. Acabar de una vez, y luego derrumbarme. Por eso es por lo que Hector sólo le dio veinticuatro horas. No quería que tuviese tiempo de pensarlo mejor.

Alma se puso entonces en pie, y mientras daba la vuelta a la habitación subiendo las persianas, me levanté de la cama y me vestí. Quedaban muchas cosas por decir, pero tendríamos que aplazarlas hasta que hubiéramos visto las películas. El sol entraba a raudales por las ventanas mientras Alma subía las persianas, inundando el cuarto con una luz cegadora de media mañana. Llevaba vaqueros, lo recuerdo bien, y un jersey blanco de algodón. Ni zapatos ni calcetines, y las uñas de sus espléndidos deditos de los pies, pintadas de rojo. Las cosas no tenían que haber pasado así. Yo contaba con que Hector hubiera seguido viviendo para ofrecerme una serie de lentas y contemplativas jornadas en el rancho sin otra cosa que hacer que ver sus películas y sentarme frente a él en la penumbra de su habitación. Era difícil elegir entre una y otra decepción, decidir cuál era la mayor frustración: no volver a hablar con él o saber que iban a quemar sus películas antes de que yo tuviera ocasión de verlas todas.

Al bajar pasamos frente a la habitación de Hector, y cuando miré al interior vi que la gente menuda estaba quitando las sábanas de la cama. La habitación estaba ahora completamente vacía. Habían desaparecido los objetos que abarrotaban la superficie de la cómoda y de la mesilla de noche (frascos de pastillas, vasos, libros, termómetros, toallas), y salvo por las mantas y almohadas tiradas por el suelo, nada sugería que un hombre acababa de morir allí sólo siete horas antes. Los vi en el momento en que quitaban la sábana de abajo. Estaba cada uno a un lado de la cama, las manos flotando en el aire, a punto de doblar la sábana por las dos esquinas al mismo tiempo. Tenían que coordinar los movimientos debido a su pequeña estatura (la cabeza apenas les sobresalía del colchón), y mientras la sábana se hinchaba momentáneamente sobre la cama, vi que estaba sucia de manchas y señales diversas, los últimos vestigios íntimos de la presencia de Hector en el mundo. Todos morimos soltando sangre y meados, cagándonos como niños recién nacidos, ahogándonos en nuestros propios mocos. Un segundo después, la sábana volvió a alisarse, y los criados sordomudos empezaron a caminar a lo largo de la cama, moviéndose de la cabecera a los pies mientras la sábana se plegaba sobre sí misma y luego caía silenciosamente al suelo.

Alma había preparado bocadillos y bebidas para llevarlos a la sala de proyección. Mientras ella iba a la cocina a ponerlo todo en una cesta, deambulé por la planta baja mirando las obras de arte que colgaban de las paredes.

Debía de haber tres docenas de cuadros y dibujos sólo en el cuarto de estar, y otra docena en el pasillo: abstracciones luminosas y ondulantes, paisajes, retratos, apuntes a lápiz y plumilla. Ninguno llevaba firma, pero todos parecían obra de una misma persona, lo que significaba que Frieda debía de ser la autora. Me detuve frente a un pequeño dibujo que colgaba sobre el mueble del tocadiscos.

No iba a tener tiempo de mirarlo todo, así que decidí concentrarme en aquél y no fijarme en el resto. Era un niño pequeño visto desde arriba: una criatura de unos dos años, tumbada de espaldas con las piernas abiertas y los ojos cerrados, evidentemente dormida en su cuna. El papel se había puesto amarillo y empezaba a desmigajarse un poco por los bordes, y cuando vi lo antiguo que era, tuve la certidumbre de que el niño del dibujo era Tad, el hijo muerto de Hector y Frieda. Brazos y piernas al aire, doblados de cualquier manera; torso desnudo; pañal de algodón, fruncido y sujeto con un imperdible; sugerencia de barrotes en la cuna, justo detrás de la coronilla del niño. Las líneas daban una impresión de rapidez, de espontaneidad: un remolino de trazos vibrantes, seguros, probablemente ejecutados en menos de cinco minutos.

Traté de imaginarme la escena, remontarme al momento en que el lápiz se apoyó por primera vez en el papel. Una madre sentada frente a su hijo, que duerme su siesta de media tarde. Ella lee un libro, pero cuando alza la vista y lo observa en aquella postura indefensa -cabeza atrás y echada hacia un lado-, saca un lapicero del bolsillo y empieza a dibujarlo. Como no tiene papel, utiliza la última hoja del libro, que por casualidad es blanca. Cuando acaba el dibujo, arranca la hoja y la guarda; o la deja en el libro y se olvida del dibujo. Y si se olvida, pasan años antes de que vuelva a abrir ese libro y descubra el dibujo perdido. Sólo entonces separa la quebradiza hoja de su encuadernación, la enmarca y la cuelga en la pared. Era imposible saber cuándo podía haber pasado eso. Cuarenta años atrás, quizá, o el mes pasado, pero cuando encontró ese dibujo de su hijo, el niño ya estaba muerto; tal vez llevara muerto mucho tiempo, puede que más años de los que yo llevaba viviendo.

Cuando Alma volvió de la cocina, me tomó de la mano, me sacó del cuarto de estar y me llevó a un pasillo adyacente, de muros encalados y suelo de baldosas rojas.

Quiero que veas una cosa, me anunció. Sé que andamos faltos de tiempo, pero sólo será un momento.

Fuimos hasta el fondo del pasillo, pasando frente a dos o tres puertas, y nos detuvimos frente a la última.

Alma dejó en el suelo la cesta del almuerzo y sacó un llavero del bolsillo. Debía de haber unas quince o veinte llaves, pero encontró enseguida la que quería y la introdujo en la cerradura. El estudio de Hector, explicó. Aquí pasaba más tiempo que en ningún otro sitio. El rancho era su mundo, pero éste era el centro de ese mundo.

La estancia estaba llena de libros. Fue lo primero que observé al entrar: la cantidad de libros que había. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas de estanterías del suelo al techo, y hasta el último centímetro de aquellos estantes estaba atestado de libros. Los había también amontonados y apilados en sillas y mesas, en la alfombra, en el escritorio. En tapa dura y ediciones de bolsillo, nuevos y viejos, en inglés, español, francés e italiano. El escritorio era una larga mesa de madera en medio de la habitación -gemela de la que había en la cocina- y entre los títulos que vi recuerdo Mi último suspiro, de Luis Buñuel. Como el libro estaba abierto y boca abajo frente a la butaca, me pregunté si Hector no habría estado leyéndolo el día que se cayó y se rompió la pierna: la última vez que estuvo en el estudio. Estaba a punto de cogerlo para ver dónde se había quedado, cuando Alma volvió a tomarme de la mano y me condujo frente a una estantería al fondo del estudio. Creo que esto te va a interesar, me dijo. Señaló una hilera de libros que había a varios centímetros por encima de su cabeza (pero exactamente a la altura de mis ojos), y vi que todos eran de autores franceses: Baudelaire, Balzac, Proust, La Fontaine. Un poco más a la izquierda, dijo Alma, y al mover los ojos en aquella dirección, escudriñando el lomo de los libros para ver lo que quería enseñarme, me encontré de pronto con el verde y dorado de la familiar edición en dos volúmenes de La Pléiade de las Mémoires d’outre-tombe de Chateaubriand.

No debería haberme afectado, pero lo hizo. Chateaubriand no era un autor desconocido, pero me conmovió saber que Hector había leído aquel libro, entrando en el mismo laberinto de recuerdos por el que yo erraba desde hacía dieciocho meses. Era otro punto de contacto, en cierto modo, otro eslabón en la cadena de encuentros fortuitos y afinidades curiosas que me habían atraído hacia él desde el principio. Saqué el primer volumen del estante y lo abrí. Sabía que Alma y yo debíamos darnos prisa, pero no pude resistir el impulso de pasar la mano por un par de páginas, de tocar algunas de las palabras que Hector había leído en el sosiego de aquella habitación. El libro se abrió por la mitad y vi que había una frase subrayada con un tenue trazo a lápiz. Les moments de crise produisent un redoublement de vie chez les hommes. Los momentos de crisis producen una vitalidad redoblaba en los hombres. O más sucintamente, quizá: los hombres sólo empiezan a vivir plenamente cuando se ven entre la espada y la pared.

A toda prisa, salimos al calor de aquella mañana de verano con nuestros bocadillos y bebidas frías. La mañana anterior, habíamos viajado entre los vestigios de un temporal de Nueva Inglaterra. Ahora estábamos en el desierto, caminando bajo un cielo sin nubes, respirando un aire suave que olía a enebro. A la derecha veía los árboles de Hector, y mientras bordeábamos la sinuosa línea del jardín, oíamos cantar a las cigarras entre la alta hierba. Destellos de milenrama, coniza y galio. Me sentía sumamente alerta, lleno de una especie de demencial resolución, en un estado donde se mezclaban el miedo, la expectación y la felicidad; como si tuviera tres intelectos, diferentes pero que funcionaran todos a la vez. Un gigantesco lienzo de montañas se extendía a lo lejos; un cuervo volaba en círculos sobre nuestras cabezas; una mariposa azul se posó en una piedra, A menos de cien metros de la casa, ya notaba que el sudor se me adensaba en la frente. Alma señaló un edificio rectangular de una planta, de adobe, con unos escalones de cemento resquebrajado donde crecían unos hierbajos. Los actores y los técnicos dormían allí durante la realización de las películas, me informó, pero ahora las ventanas estaban cerradas con tablones y no había agua ni luz. Los locales de posproducción se encontraban a otros cincuenta metros de allí, pero el edificio que me llamó la atención fue el que estaba más lejos.

El estudio de sonido era una construcción descomunal, deslumbrante a pleno sol, un enorme cubo blanco que allí resultaba raro, más semejante a un hangar de avión o un garaje de camiones que a un estudio cinematográfico.

Impulsivamente, apreté la mano de Alma y luego deslicé mis dedos entre los suyos, entrelazándolos. ¿Qué vamos a ver primero?, le pregunté.

La vida interior de Martin Frost.

¿Por qué ésa y no otra?

Porque es la más corta. Podremos verla desde el principio hasta el final, y si Frieda no ha vuelto cuando hayamos terminado de verla, pondremos la más corta después de ésa. No se me ha ocurrido otra manera de hacerlo.

Es culpa mía. Tenía que haber venido aquí hace un mes. No te imaginas lo estúpido que me siento.

Las cartas de Frieda no eran muy amables. De haber estado en tu situación, yo también habría dudado.

No podía admitir que Hector estuviera vivo. Y luego, una vez que lo acepté, me negué a admitir que se estaba muriendo. Esas películas llevan años ahí. Si hubiera reaccionado enseguida, habría podido verlas todas. Podría haberlas visto dos o tres veces, aprendérmelas de memoria, asimilarlas. Y ahora tenemos que darnos prisa para ver sólo una. Es absurdo.

No te mortifiques, David. Yo tardé un año entero en convencerlos de que tenías que venir al rancho. Si alguien tiene la culpa, soy yo. Soy yo quien no ha estado muy despabilada. Soy yo quien se siente como una estúpida.

Alma abrió la puerta con otra de sus llaves, y en el momento en que franqueamos el umbral y entramos en el edificio, la temperatura bajó diez grados. Estaba puesto el aire acondicionado, y a menos que estuviera funcionando todo el tiempo (cosa que dudaba), aquello suponía que Alma había pasado por allí a primera hora de la mañana.

Parecía un hecho insignificante, pero cuando pensé en ello unos momentos, sentí una enorme oleada de lástima por ella. Había visto cómo Frieda se marchaba con el cadáver de Hector a las siete o siete y media, y entonces, en vez de subir a despertarme, se dirigió al edificio de posproducción para poner en marcha el aire acondicionado.

Durante las dos horas y media siguientes, había estado allí sola, llorando a Hector mientras el edificio se refrescaba, incapaz de verme frente a frente hasta que se le hubieran acabado las lágrimas. Podríamos haber pasado ese tiempo viendo una película, pero como ella no se había sentido preparada para empezar, una parte del día se nos había escapado entre los dedos. Alma no era dura. Era más valiente de lo que yo pensaba, pero no era dura, y mientras la seguía por el fresco corredor hacia la sala de proyección, acabé comprendiendo lo terrible que iba a ser aquel día para ella, lo terrible que ya había sido.

Puertas a la izquierda, puertas a la derecha, pero sin tiempo para abrir ninguna, sin tiempo para entrar y echar un vistazo a la sala de montaje o al estudio de mezcla de sonido, ni siquiera para preguntar si el equipo seguía allí.

Al final del corredor, torcimos a la izquierda, fuimos por otro pasillo con paredes de bloques de hormigón (azul claro, lo recuerdo), y luego pasamos por unas puertas dobles a la pequeña sala de proyección. Había tres filas de butacas tapizadas, de asiento abatible -aproximadamente de ocho a diez por fila-, y el suelo descendía suavemente hacia delante. La pantalla estaba fija en la pared, sin escenario ni telón: un rectángulo opaco de plástico blanco con diminutas perforaciones y un lustroso brillo oxidado.

Las luces estaban encendidas, y cuando me di la vuelta para echar una mirada, lo primero en que me fijé fue en que había dos proyectores, cada uno de ellos cargado con un rollo de película.

Salvo por unas cuantas fechas y cifras, Alma no me había dicho mucho de la película. La vida interior de Martin Frost era la cuarta película que Hector había hecho en el rancho, me explicó, y cuando terminó el rodaje, en marzo de 1946, trabajó en ella otros cinco meses antes de proyectar la versión definitiva en una sesión privada el doce de agosto. Duraba cuarenta y un minutos. Igual que todas las películas de Hector, se había filmado en blanco y negro, pero Martin Frost era algo diferente de las demás en el sentido de que podía describirse como una comedia (o como una película con elementos cómicos) y, por tanto, era la única obra del último periodo que guardaba alguna relación con los cortometrajes cómicos de los años veinte. Alma la eligió por su duración, según había dicho, pero eso no significaba que no fuese una buena muestra para empezar. Su madre había interpretado el papel protagonista, y si no era la obra más ambiciosa que Hector y ella hicieron juntos, probablemente era la más encantadora. Alma apartó un momento la vista. Luego, tras respirar hondo, se volvió de nuevo hacia mí y dijo: Faye estaba tan viva entonces, tan llena de vitalidad… Nunca me canso de verla.

Esperé que prosiguiera, pero aquel fue el único comentario que hizo, la única observación que se parecía a la manifestación de una opinión subjetiva. Después de otro breve silencio, abrió la cesta del almuerzo y sacó un cuaderno y un bolígrafo, que estaba provisto de una luz para escribir en la oscuridad. Por si quieres hacer alguna anotación, me dijo. Cuando me los dio, se inclinó un poco y me besó en la mejilla -un besito, un beso de colegiala-, y luego se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

Veinte segundos después, oí unos golpecitos. Alcé la vista y allí estaba otra vez, saludándome con la mano tras el cristal de la cabina de proyección. Le devolví el saludo -quizá hasta le lancé un beso- y entonces, justo cuando me estaba sentando en medio de la primera fila, Alma fue atenuando las luces. No volvió a bajar hasta que se acabó la película.

Tardé un tiempo en entrar en el asunto, en enterarme de lo que pasaba. La acción estaba filmada con un realismo tan inexpresivo, con una atención tan escrupulosa a los detalles de la vida cotidiana, que no percibí la magia que rodeaba el meollo de la trama. La película empezaba como cualquier otra comedia sentimental, y durante los primeros doce o quince minutos Hector se apegaba a las trilladas convenciones del género: el encuentro accidental entre el galán y la chica, el malentendido que los empuja a separarse, el cambio súbito y el estallido de deseo, la zambullida en el delirio, el surgimiento de dificultades, el enfrentamiento con la duda y su superación; todo lo cual conduciría (o eso creía yo) a un desenlace triunfal. Pero entonces, transcurrida más o menos la tercera parte de la narración, me di cuenta de que no lo había entendido bien. Pese a todas las apariencias, el escenario de la película no era Tierra del Sueño ni el territorio del Rancho Piedra Azul, sino el interior de la cabeza de un hombre; y la mujer que había entrado en aquella cabeza no era una mujer de carne y hueso, sino un espíritu, una criatura nacida de la imaginación del hombre, un ser efímero enviado para servirle de musa.

Si la película se hubiese filmado en cualquier otro sitio, puede que no hubiera sido tan lento de entendederas.

La inmediatez del paisaje me desconcertó, y durante los dos primeros minutos debí luchar contra la impresión de que estaba viendo una especie de película casera, muy elaborada y habilidosa. La casa de la película era la casa de Hector y Frieda, el jardín era su jardín, la carretera era su carretera. Incluso salían los árboles de Hector; con un aspecto más joven y descarnado que ahora, quizá, pero seguían siendo los mismos frente a los que había pasado de camino al edificio de posproducción no hacía ni diez minutos. Salía la habitación en la yo había dormido, la piedra en la que había visto posarse a la mariposa, la mesa de cocina de la que Frieda se había levantado para contestar al teléfono. Hasta que empezó a proyectarse la película en la pantalla frente a mis ojos, todas esas cosas habían sido reales. Ahora, en las imágenes en blanco y negro salidas de la cámara de Charlie Grund, se habían convertido en elementos de un mundo de ficción. Yo debía interpretarlas como sombras, pero mi cerebro no se ajustó con la suficiente rapidez. Una y otra vez, las veía como eran, no como lo que pretendían ser.

Los títulos de crédito aparecieron en silencio, sin música de fondo, sin señales auditivas que preparasen al espectador para lo que iba a venir. Una sucesión de carteles blancos sobre fondo negro anunciaba los aspectos más destacados. La vida interior de Martin Frost. Guión y dirección: Hector Spelling. Reparto: Norbert Steinhaus y Faye Morrison. Cámara: C. P. Grund. Decorados y vestuario: Frieda Spelling. El nombre de Steinhaus no me decía nada, y cuando ese actor apareció en escena unos momentos después, tuve la seguridad de que nunca lo había visto. Era un individuo alto y desgarbado, de treinta y tantos años, mirada aguda y perspicaz, y una leve calvicie.

De aspecto no especialmente atractivo ni heroico, pero simpático, humano, con un rostro lo bastante expresivo como para sugerir cierta actividad mental. No me sentí incómodo viéndolo y no me resistí a creer en su actuación, cosa que me resultaba más difícil con respecto a la madre de Alma. No porque no fuese buena actriz, ni tampoco porque me sintiera decepcionado (era encantadora, y estaba excelente en su papel), sino simplemente porque era la madre de Alma. No cabe duda de que eso contribuyó a la sensación de desplazamiento y confusión que experimenté al comienzo de la proyección. Ahí tenía a la madre de Alma -pero a la madre de Alma de joven, con quince años menos de los que ahora tenía Alma-, y no pude dejar de buscar en ella signos de su hija, indicios de cierta semejanza entre ellas. Faye Morrison era más morena y más alta que Alma, indiscutiblemente más hermosa que ella, pero sus cuerpos tenían una forma similar, y en la expresión de los ojos, la inclinación de la cabeza y el tono de voz también se apreciaban similitudes. No quiero sugerir que fuesen iguales, pero sí existían suficientes paralelismos, bastantes ecos genéticos para imaginarme que estaba viendo a Alma sin la marca de nacimiento, Alma antes de que la conociera, Alma con veintidós o veintitrés años, viviendo a través de su madre en una versión alternativa de su propia vida.

La película empieza con una toma lenta y metódica del interior de la casa. La cámara se desliza sobre las paredes, pasa por encima de los muebles del salón, y acaba deteniéndose frente a la puerta. No había nadie en casa, nos dice una voz en off y un momento después se abre la puerta y aparece Martin Frost, llevando una maleta en una mano y una bolsa de comestibles en la otra. Mientras cierra la puerta con el pie al entrar, prosigue la narración en off. Acababa de pasar tres años escribiendo una novela y estaba agotado, necesitaba un descanso. Cuando los Spelling decidieron pasar el invierno en México, se ofrecieron a dejarme la casa. Hector y Frieda eran muy buenos amigos míos, y los dos sabían cuánto me había exigido el libro. Me imaginé que me vendría bien un par de semanas en el desierto, de manera que una mañana me subí al coche, salí de San Francisco y vine a Tierra del Sueño. No hice planes. Lo único que quería era estar sin hacer nada, vivir como vive una piedra.

Mientras escuchamos el relato de Martin, lo vemos deambular por diversas partes de la casa. Lleva los comestibles a la cocina, pero en el momento en que la bolsa toca la encimera, la escena cambia al salón, donde lo encontramos frente a la librería. Está examinando los libros, y cuando alarga la mano para coger uno, saltamos a una habitación de la planta alta, donde está abriendo y cerrando cajones de la cómoda, colocando sus cosas. Un cajón se cierra de golpe, y un instante después Martin está sentado en la cama, probando la resistencia del colchón. Es un montaje fragmentado, organizado con eficacia, que combina primeros planos y planos medios en una sucesión de ángulos levemente anómalos, ritmos cambiantes y pequeñas sorpresas visuales. Normalmente cabría esperar música de fondo en una secuencia de ese tipo, pero Hector prescinde de los instrumentos en favor de los ruidos naturales: el chirrido de los muelles de la cama, los pasos de Martin por el suelo de baldosas, el crujido de la bolsa de papel. La cámara se detiene en las manillas de un reloj, y mientras escuchamos las últimas palabras del monólogo introductorio (Lo único que quería era estar sin hacer nada, vivir como vive una piedra), la imagen empieza a hacerse borrosa. Sigue un silencio.

Durante unos momentos, es como si todo se hubiese interrumpido -la voz, los ruidos, las imágenes-, y luego, de forma muy brusca, la escena nos lleva al exterior.

Martin está paseando por el jardín. A un plano largo sucede un primer plano; el rostro de Martin y, seguidamente, un detenido examen del ambiente que le rodea: árboles y maleza, cielo, un cuervo que se posa en la rama de un chopo. Cuando la cámara vuelve a él, Martin está en cuclillas, observando un cortejo de hormigas. Oímos que el viento sopla con fuerza entre los árboles: un silbido prolongado, que recuerda el fragor del oleaje. Martin alza la cabeza, protegiéndose los ojos del sol, y de nuevo la cámara nos lleva a otra parte del paisaje: una peña por la que repta un lagarto. La cámara se eleva unos centímetros y, obteniendo un efecto panorámico, en la parte superior del cuadro vemos una nube que pasa sobre la peña. ¿Y yo qué sabía?, dice Martin. Unas horas de silencio, unas bocanadas de aire del desierto, y de buenas a primeras me empieza a rondar por la cabeza una idea para un relato.

Así es como pasa siempre con los cuentos. En un momento dado no hay nada. Y al instante siguiente ya lo tienes ahí, trepando en tu interior.

La cámara pasa de un primer plano de la cara de Martin a un plano general de los árboles. El viento sopla de nuevo, y mientras hojas y ramas empiezan a temblar ante su asalto, el sonido asciende, se amplifica en una oleada de percusiones, vibra como una respiración, flota en el aire como un clamor de suspiros. La toma dura tres o cuatro segundos más de lo que esperábamos. Tiene un efecto extrañamente etéreo, pero justo cuando estamos a punto de preguntamos lo que puede significar ese curioso énfasis, vuelven a transportarnos al interior de la casa. Es una transición súbita, violenta. Martin está sentado frente a una mesa en una de las habitaciones de arriba, escribiendo frenéticamente a máquina. Oímos el repiqueteo de las teclas, le vemos trabajar en su relato desde diversos ángulos y distancias. No iba a ser largo, dice la voz. Veinticinco o treinta páginas, cuarenta todo lo más. No sabía cuánto tiempo me llevaría escribirlo, pero decidí quedarme en aquella casa hasta haberlo terminado. Escribiría el relato, y no me marcharía hasta acabarlo.

La imagen se funde en negro. Cuando se reanuda la acción es por la mañana. Un primerísimo plano del rostro de Martin nos los muestra dormido, con la cabeza apoyada en la almohada. El sol entra a raudales por las rendijas de las persianas, y mientras observamos cómo abre los ojos y se despierta a duras penas, la cámara retrocede para revelarnos algo que no puede ser cierto, que desafía las leyes del sentido común. Martin no ha pasado la noche solo. Hay una mujer en la cama con él, y mientras la cámara sigue retrocediendo por la habitación, la vemos durmiendo bajo las sábanas, tendida de costado y vuelta hacia Martin: el brazo izquierdo indolentemente apoyado en el torso de él, los largos cabellos negros esparcidos sobre la otra almohada. Saliendo poco a poco de su sopor, Martin observa el brazo desnudo que le cruza el pecho, se da cuenta de que el brazo está unido a un cuerpo, y se incorpora bruscamente en la cama con la expresión de quien acaba de recibir una descarga eléctrica.

Zarandeada por esos movimientos súbitos, la joven emite un gruñido, hunde la cabeza en la almohada y luego abre los ojos, Al principio, no parece darse cuenta de la presencia de Martin. Casi dormida aún, esforzándose todavía por recuperar la conciencia, se pone boca arriba y bosteza. Al estirar los brazos, su mano derecha roza el cuerpo de Martin. Nada ocurre durante unos segundos, pero luego, muy despacio, se incorpora, mira el rostro confuso y horrorizado de Martin, y grita. Un instante después, retira las sábanas de golpe y salta de la cama, precipitándose por la habitación en un frenesí de miedo y vergüenza. No lleva nada encima. Ni un paño, ni una tirita, ni el menor rastro de sombra que obstaculice la visión, Sensacional en su desnudez, con los pechos y el vientre a plena vista de la cámara, se lanza hacia el objetivo, coge su bata del respaldo de una silla y hunde apresuradamente los brazos en las mangas.

Se tarda un buen rato en aclarar el malentendido.

Martin, no menos inquieto y desconcertado que su misteriosa compañera de cama, se levanta despacio y se pone los pantalones, preguntándole luego quién es y qué está haciendo allí. La pregunta parece ofenderla. No, replica, quién es él y qué está él haciendo allí. Martin adopta una expresión de incredulidad. Pero ¿qué dice?, protesta. Me llamo Martin Frost -aunque eso no es asunto suyo-, y si no me dice ahora mismo quién es usted, llamaré a la policía. Inexplicablemente, esa declaración la deja pasmada.

¿Es usted Martin Frost?, le pregunta. ¿El auténtico Martin Frost? Eso acabo de decir, responde Martin, cuyo humor empeora a cada momento, ¿es que tengo que repetirlo?

Bueno, es que yo lo conozco a usted, contesta la joven.

No es que lo conozca realmente, pero sé quién es. Es amigo de Hector y Frieda.

¿Qué relación tiene usted con Hector y Frieda?, quiere saber Martin, y cuando ella le informa de que es sobrina de Frieda, él pregunta por tercera vez cómo se llama.

Claire, contesta finalmente ella. ¿Claire qué más? Ella vacila un momento y luego dice: Claire… Martin. Martin suelta un bufido de indignación. ¿Qué es esto?, inquiere, ¿qué clase de broma es ésta? Yo no tengo la culpa, protesta Claire. Me llamo así.

¿Y qué está haciendo usted aquí, Claire Martin.?

Me ha invitado Frieda.

Cuando Martin reacciona con aire de incredulidad, ella coge su bolso de una silla. Tras hurgar varios segundos en su interior, saca una llave y se la enseña a Martin. ¿Ve usted?, le dice. Me la envió Frieda. Es la llave de la puerta de entrada.

Con creciente irritación, Martin hunde la mano en el bolsillo y saca una llave idéntica que muestra airadamente a Claire, poniéndosela delante de las narices. Entonces, ¿por qué Hector me ha mandado a mí ésta?, pregunta, Porque…, contesta Claire, retrocediendo y apartándose de él, porque… es Hector. Y Frieda me envió ésta a mí porque es Frieda. Siempre están haciendo cosas así.

Hay una lógica irrefutable en las palabras de Claire.

Martin conoce a sus amigos lo suficiente para comprender que son perfectamente capaces de un enredo semejante. Invitar a su casa a dos personas al mismo tiempo es algo que puede esperarse de los Spelling.

Con expresión derrotada, Martin empieza a deambular por la habitación. No me gusta esto, declara. He venido para estar solo. Tengo que trabajar, y con usted rondando por aquí no…, bueno, eso no es estar solo, ¿verdad?

No se preocupe, lo anima Claire. No le molestaré. Yo también he venido para trabajar.

Resulta que Claire es estudiante. Está preparando un examen de filosofía, anuncia, y tiene que leer muchos libros; en un par de semanas debe empollarse el programa de todo un semestre. Martin se muestra escéptico. ¿Qué tienen que ver las chicas guapas con la filosofía?, parece preguntarse, y entonces la somete a un interrogatorio sobre sus estudios, preguntándole a qué universidad va, el nombre del profesor que le da esa asignatura, el título de los libros que ha de leer, y así sucesivamente. Claire hace como que no se da cuenta del carácter insultante de esas preguntas. Va a Berkeley, California, le contesta. Su profesor se llama Norbert Steinhaus, y la asignatura es «De Descartes a Kant: fundamentos de la indagación filosófica moderna».

Le prometo que no haré nada de ruido, añade Claire.

Pondré mis cosas en otra habitación y ni siquiera se dará cuenta de que estoy aquí.

Martin se ha quedado sin argumentos. Muy bien, dice a regañadientes, dándose por vencido. Yo no la molestaré a usted y usted no me molestará a mí. ¿De acuerdo?

De acuerdo. Cierran el trato con un apretón de manos, y mientras Martin sale pisando fuerte de la habitación, la cámara gira en redondo, acercándose despacio al rostro de Claire. Es una toma sencilla pero emocionante, la primera ocasión de ver a la chica con detenimiento, y gracias a la paciencia y fluidez, con que está realizada, nos damos cuenta de que la cámara no pretende tanto revelarnos a Claire como entrar en ella y leer sus pensamientos, acariciarla. La muchacha sigue a Martin con los ojos, observándolo mientras sale del dormitorio, y un momento después de que la cámara se quede fija frente a ella oímos el ruido metálico del pestillo de la puerta. Adiós, Martin, dice ella. Habla en voz baja, casi en un murmullo.

Durante el resto del día, Martin y Claire trabajan cada uno en un sitio. Martin, sentado frente al escritorio del estudio, escribe a máquina, mira por la ventana y vuelve al teclado, releyendo con un murmullo lo que acaba de escribir. Claire, que tiene aspecto de estudiante con vaqueros y camiseta, está tumbada en la cama leyendo los Principios del conocimiento humano de George Berkeley.

En un momento dado observamos que el nombre del filósofo está escrito en letras mayúsculas en la parte delantera de la camiseta: BERKELEY, que también es el nombre de su universidad. ¿Tiene eso algún significado, o sólo se trata de un juego de palabras visual? Mientras la cámara pasa de una habitación a otra, escuchamos a Claire, que lee en voz alta: Y no parece menos evidente que las diversas sensaciones o ideas grabadas en los sentidos, por mezcladas o combinadas que estén, no pueden existir si no es en el espíritu que las percibe. Y luego: En segundo lugar, se objetará que hay una gran diferencia entre el fuego real y la idea del fuego, entre soñar o imaginar una quemadura y quemarse verdaderamente.

A última hora de la tarde, se oye llamar a la puerta.

Claire sigue leyendo, pero cuando una segunda llamada, más fuerte, sucede a la primera, deja el libro y dice a Martin que entre. La puerta se abre unos centímetros, y Martin asoma la cabeza. Lo siento, dice. Esta mañana no he sido muy amable con usted. No debí haberme comportado así. Se disculpa con torpeza y vacilación, de manera tan brusca y forzada que Claire no puede dejar de sonreír con satisfacción, quizá también con un asomo de lástima. Le queda un capítulo por leer, dice. ¿Por qué no se encuentran en el salón dentro de media hora para tomar una copa? Buena idea, aprueba Martin. Ya que se ven obligados a convivir, mejor será que se comporten como personas civilizadas.

La acción se reanuda en el salón. Martin y Claire han abierto una botella de vino, pero él sigue pareciendo nervioso, no muy seguro de lo que hacer con aquella extraña y atractiva estudiante de filosofía. En un torpe intento de decir algo gracioso, señala la camiseta de Claire y dice:

¿Pone Berkeley porque estás leyendo a Berkeley? ¿Te pondrás una que ponga Hume cuando empieces a leer a Hume?

Claire ríe. No, no, contesta. Las dos palabras se pronuncian de manera diferente. Berk-ley y Bark-ley. La primera es la universidad, la segunda es la persona. Ya lo sabes. Todo el mundo lo sabe.

Se escriben igual, objeta Martin. Por tanto, es la misma palabra.

Se escriben igual, confirma Claire, pero son dos palabras distintas.

Claire está a punto de seguir, pero se detiene, comprendiendo de pronto que Martin le está tomando el pelo. Esboza una amplia sonrisa. Alargando la copa hacia Martin, le dice que se la llene. Tú has escrito un relato de dos personajes que tienen el mismo nombre, dice ella, y yo vengo aquí a darte una lección sobre los principios del nominalismo. Debe de ser el vino. Ya no tengo las ideas claras.

Así que has leído ese relato, dice Martin. Debes de ser una de las seis personas que lo conocen.

He leído toda tu obra, contesta Claire. Tanto las novelas como la recopilación de cuentos.

Pero yo sólo he publicado una novela.

Acabas de terminar la segunda, ¿no? Diste una copia del manuscrito a Hector y Frieda. Frieda me la prestó, y la leí la semana pasada. Viajes en el scriptorium. Para mí, es lo mejor que has hecho.

Ahora, todas las reservas que Martin hubiera tenido hacia ella casi se han derrumbado. Claire no sólo es una persona ingeniosa e inteligente, a quien resulta agradable mirar, sino que conoce y entiende su obra. Se sirve otra copa de vino. Claire diserta sobre la estructura de su última novela, y mientras escucha sus incisivos pero halagadores comentarios, Martin se retrepa en la butaca y sonríe. Es la primera vez desde que empezó la película que el reflexivo y circunspecto Martin Frost baja la guardia. En otras palabras, dice, la señorita Martin lo aprueba. Ah, sí, dice Claire, sin la menor duda. La señorita Martin aprueba a Martin. Ese juego de nombres los lleva otra vez al acertijo de Berk-ley/Bark-ley, y Martin vuelve a pedir a Claire que le explique la palabra que lleva estampada en la camiseta, ¿Cuál de las dos es? ¿La persona o la universidad? Las dos, contesta Claire, Es la que tú quieras que sea.

En ese momento, un leve destello de malicia brilla en sus ojos. Algo se le ha ocurrido: una idea, un impulso, una inspiración súbita. O bien, añade, dejando la copa en la mesa y levantándose del sillón, no es ninguna de las dos.

A modo de demostración, se quita la camiseta y la tira tranquilamente al suelo. Debajo sólo lleva un sostén negro de encaje; en absoluto la prenda que se esperaría encontrar en tan puntillosa estudiante de las ideas. Pero eso también es una idea, desde luego, y ahora que la ha puesto en práctica con ese gesto tan decisivo y audaz, Martin sólo puede quedarse boquiabierto. Ni en sus sueños más descabellados podría imaginar que las cosas fueran tan deprisa.

Bueno, dice al fin, es una forma de eliminar la confusión.

Simple lógica, contesta Claire. Una prueba filosófica.

Y sin embargo, prosigue Martin, al cabo de otra larga pausa, eliminando una confusión sólo creas otra.

Ay, Martin, objeta Claire. No te confundas. Intento ser lo más clara posible.

Entre el encanto y la agresión, entre lanzarse en brazos de alguien y dejar que la naturaleza siga su curso, hay una clara separación. En esta escena, que acaba con las palabras recién pronunciadas (Intento ser lo más clara posible), Claire logra unir los dos lados de esa frontera. Seduce a Martin, pero lo hace de manera tan inteligente y desenfadada que no se nos ocurre pensar en sus motivos. Lo quiere porque lo quiere. Así es la tautología del deseo, y en lugar de ponerse a discutir los infinitos matices de esa idea, pasa directamente a la acción. Quitarse la camiseta no es una proclamación vulgar de sus intenciones. Es un momento de ingenio sublime, y a partir de ese instante Martin sabe que ha encontrado la horma de su zapato.

Acaban en la cama. Es la misma en que se han encontrado por la mañana, pero esta vez no tienen prisa por separarse, por rehuir todo contacto y vestirse precipitadamente. Entran como una tromba en la habitación, andando y abrazándose al mismo tiempo, y cuando se derrumban en la cama en una compleja maraña de brazos, piernas y bocas, no nos cabe duda de adonde va a conducirlos la respiración agitada y todo aquel manoseo. En 1946, las convenciones cinematográficas habrían exigido que la escena acabara allí. Una vez que el chico y la chica se besan, el director tenía que cortar para pasar a un plano de gorriones remontando el vuelo, de las olas rompiendo contra la orilla, de un tren acelerando por un túnel -cualquiera de las imágenes admitidas para representar la pasión carnal, la culminación del deseo-, pero Nuevo México no era Hollywood, y Hector podía dejar la cámara filmando hasta que le diera la gana. Se quitan la ropa, surge la piel desnuda, y Martin y Claire empiezan a hacer el amor. Alma hizo bien en advertirme sobre los momentos eróticos de las películas de Hector, pero se equivocó al pensar que me chocarían. Encontré la escena bastante comedida, casi conmovedora en la trivialidad de sus intenciones. La iluminación es tenue, los cuerpos están moteados de sombras, y todo el asunto no dura más de noventa o cien segundos. Hector no pretende excitarnos ni estimularnos tanto como hacernos olvidar que estamos viendo una película, y cuando Martin empieza a pasar los labios por el cuerpo de Claire (por los pechos y la curva de su cadera derecha, por el vello púbico y la tierna cara interna del muslo), queremos creer que lo ha logrado. Una vez más, no suena ni una sola nota musical. Lo único que se oye es el ruido de la respiración, el roce de sábanas y mantas, los muelles de la cama, el viento que sopla entre las ramas de los árboles en la invisible oscuridad de fuera.

A la mañana siguiente, Martin empieza a hablarnos de nuevo. Sobre un montaje que describe el paso de cinco o seis días, nos cuenta los progresos de su relato y su creciente amor por Claire. Lo vemos solo frente a la máquina de escribir, vemos a Claire sola con sus libros, los vemos juntos en diferentes sitios de la casa. Hacen la cena en la cocina, se besan en el sofá del salón, pasean por el jardín. En un momento dado, vemos a Martin en cuclillas en el suelo junto al escritorio, mojando un pincel en una lata de pintura y trazando lentamente la palabra H-U-M-E en una camiseta blanca. Más tarde, Claire lleva puesta esa camiseta, sentada a lo indio en la cama y leyendo un libro del siguiente filósofo de su lista, David Hume. Esas pequeñas viñetas van entremezcladas con primeros planos de objetos seleccionados al azar, detalles abstractos sin relación aparente con lo que Martin está diciendo: un cacharro con agua hirviendo, una voluta de humo de tabaco, unos visillos blancos flotando frente al resquicio de la ventana entreabierta. Vapor, humo y aire:

un catálogo de cosas sin forma ni sustancia. Martin está describiendo un idilio, un momento de sostenida y perfecta felicidad, y sin embargo, mientras esa procesión de imágenes de ensueño sigue su marcha a través de la pantalla, la cámara nos dice que no confiemos en la superficie de las cosas, que dudemos del testimonio de nuestros propios ojos.

Una tarde, Martin y Claire comen en la cocina. Martin le está contando una historia (Y entonces le dije: Si no me crees, te lo enseñaré. Y me metí la mano en el bolsillo y…), cuando suena el teléfono. Martin se levanta a cogerlo, y en cuanto sale de cuadro, la cámara gira en redondo y se acerca a Claire. Vemos que su expresión pasa de la camaradería gozosa a la preocupación, quizá incluso a la inquietud. Es Hector, que ha puesto una conferencia desde Cuernavaca, y aunque no oímos sus palabras, las observaciones de Martin son lo bastante claras para que comprendamos lo que dice. Parece que un frente frío se aproxima al desierto. La caldera no marcha bien, y si la temperatura baja tanto como es de esperar, habrá que echarle un vistazo. Si algo va mal, hay que llamar a Jim, Jim Fortunato o Fontanería y Calefacción Fortunato.

No es más que un asunto trivial y sin importancia, pero la inquietud de Claire va creciendo a medida que escucha la conversación. Cuando Martin habla finalmente de ella a Hector (Precisamente estaba contando a Claire lo de aquella apuesta que hicimos la última vez que estuve aquí), Claire se pone en pie y sale precipitadamente de la habitación. Martin se sorprende de la súbita marcha, pero esa sorpresa no es nada comparada con la que recibe un instante después. ¿Cómo que quién es Claire?, pregunta a Hector. Claire Martin, la sobrina de Frieda. No tenemos que escuchar a Hector para saber lo que dice. Una mirada a la cara de Martin y comprendemos que Hector acaba de decirle que nunca ha oído hablar de ella, que no tiene ni idea de quién es Claire.

Para entonces, Claire ya está fuera, alejándose de la casa a todo correr. En una serie de planos rápidos y precisos, vemos que Martin sale precipitadamente por la puerta y emprende su persecución. La llama a voces, pero Claire sigue corriendo, y pasan otros diez segundos antes de que le dé alcance. Alarga el brazo y, cogiéndola del codo, por detrás, la obliga a darse la vuelta y detenerse. Ambos están jadeantes. Con la respiración entrecortada, los pulmones agitados, ninguno está en condiciones de hablar.

Por último, dice Martin: ¿Qué ocurre, Claire? Dime, ¿qué es lo que pasa? Como Claire no le contesta, se inclina hacia delante y le grita en la cara: ¡Tienes que decírmelo!

Te oigo perfectamente, responde Claire, hablando con voz tranquila. No tienes por qué gritar, Martin.

Acaban de decirme que Frieda sólo tiene un hermano, dice Martin. Tiene dos hijos, y da la casualidad de que son dos chicos. Es decir, Claire, dos sobrinos y ninguna sobrina.

No se me ocurrió otra cosa, se justifica Claire. Tenía que encontrar la forma de ganarme tu confianza. Pensé que al cabo de un par de días te darías cuenta por ti mismo, y entonces ya daría igual.

Darme cuenta, ¿de qué?

Hasta entonces, Claire parecía apurada, relativamente contrita, menos avergonzada de su engaño que decepcionada por el hecho de que la hubieran descubierto. Pero cuando Martin confiesa su ignorancia, le cambia la expresión. Parece verdaderamente asombrada. ¿Es que no lo entiendes, Martin?, le dice. ¿Llevamos una semana juntos y me dices que sigues sin entenderlo?

Ni que decir tiene que Martin no lo entiende, y nosotros tampoco. La guapa e inteligente Claire se ha convertido en un enigma, y cuantas más cosas dice, menos llegamos a conocerla.

¿Quién eres?, pregunta Martin, ¿Qué coño estás haciendo aquí?

Ah, Martin, responde Claire, súbitamente al borde de las lágrimas. No importa quién sea.

Claro que importa. Y mucho.

No, cariño, no tiene importancia.

¿Cómo puedes decir eso?

No importa porque me quieres. Porque me deseas. Eso es lo que importa. Lo demás no es nada.

La imagen se desvanece sobre un primer plano de Claire, y antes de que entre la siguiente escena, percibimos el ruido de la máquina de escribir de Martin, que repiquetea a lo lejos. Se inicia un lento fundido y, mientras la pantalla se va iluminando poco a poco, el ruido de la máquina de escribir parece aproximarse, como si nos desplazáramos del exterior al interior de la casa, subiéramos las escaleras y nos acercáramos a la puerta de la habitación de Martin. Cuando la nueva imagen entra en foco, toda la pantalla se llena con un plano inmenso, muy de cerca, de los ojos de Martin. La cámara se mantiene unos momentos en esa posición, y luego, mientras prosigue la narración de la voz en off, empieza a retroceder, mostrando el rostro, los hombros, las manos de Martin sobre las teclas de la máquina de escribir y, finalmente, a Martin, sentado frente al escritorio. Sin detener su avance hacia atrás, la cámara sale de la habitación y se aleja por el pasillo. Lamentablemente, dice Martin, Claire tenía razón. Yo la quería, y la deseaba. Pero ¿cómo se puede amar a una persona en quien no se confía? La cámara se detiene frente a la puerta de Claire. Como obedeciendo una orden telepática, la puerta se abre de par en par…, y ya estamos dentro, acercándonos a Claire, que se maquilla cuidadosamente frente al espejo del tocador. Va enfundada en una combinación de satén negro, los cabellos flojamente sujetos en un moño, la nuca al descubierto, Claire no se parecía a ninguna otra mujer, prosigue Martin. Era más fuerte que las demás, más alocada que ninguna, más inteligente que nadie. Llevaba toda la vida esperándola, y ahora que estábamos juntos, tenía miedo, ¿Qué me ocultaba? ¿Qué terrible secreto se negaba a revelarme? Por una parte sentía que debía marcharme de allí; sencillamente, hacer la maleta y largarme antes de que fuera demasiado tarde. Pero por otra, pensaba: me está poniendo a prueba. Si no la supero, la perderé.

Lápiz de ojos, rímel, maquillaje para los pómulos, polvos, carmín. Mientras Martin pronuncia confusamente su introspectivo monólogo, Claire sigue atareada frente al espejo, transformándose de una clase de mujer en otra.

Desaparece la impulsiva marimacho, y en su lugar emerge una seductora fascinante, refinada, toda una estrella de cine. Se levanta de la cómoda, se pone con dificultad un ajustado vestido negro de cóctel, se calza unos zapatos con tacones de ocho centímetros, y nos cuesta trabajo reconocerla. Está deslumbrante: serena, dueña de sí, la imagen misma del poderío femenino. Con una leve sonrisa en los labios, se examina por última vez en el espejo y luego sale de la habitación.

Corte al pasillo. Claire llama a la puerta de Martin y dice: La cena está lista, Martin. Te espero abajo.

Corte al comedor. Claire está sentada a la mesa, esperando a Martin. Ya ha servido las entradas; el vino está descorchado; las velas, encendidas. Martin aparece en la estancia, silencioso. Claire lo recibe con una cálida y amistosa sonrisa, pero Martin no le hace caso. Parece incómodo, receloso, inseguro de la actitud que debe adoptar.

Mirando a Claire con desconfianza, se dirige al sitio que le han preparado, retira la silla y procede a sentarse.

La silla tiene un aspecto sólido, pero en cuanto deposita su peso en ella se rompe en mil pedazos. Martin se cae al suelo.

Es un incidente jocoso, totalmente inesperado. Claire prorrumpe en carcajadas, pero Martin no le ve la gracia.

Despatarrado, con el culo a rastras, se siente invadido por una oleada de resentimiento y orgullo herido, y cuanto más se ríe Claire de él (no puede evitarlo; sencillamente, es muy gracioso), más ridículo es su aspecto.

Sin decir palabra, Martin se pone lentamente en pie, retira a patadas los restos de la silla rota y pone otra en su lugar. Se sienta con cautela esta vez, y cuando está convencido de que el asiento es lo bastante sólido para él, dirige su atención a la cena. Tiene buen aspecto, observa. Es un intento desesperado de mantener la dignidad, de tragarse el orgullo.

Claire parece desmedidamente satisfecha por esa observación. Con otra sonrisa iluminándole la cara, se inclina hacia él y le pregunta: ¿Cómo va tu relato, Martin?

En ese momento, Martin levanta con la mano izquierda una rodaja de limón que está a punto de exprimir sobre un espárrago. En vez de contestar a la pregunta de Claire, aprieta el limón entre el pulgar y el dedo medio, y el jugo le salta a un ojo. Da un grito de dolor. Una vez más, Claire se echa a reír y, una vez más, nuestro malhumorado héroe no lo encuentra nada gracioso. Moja la servilleta en el vaso de agua y empieza a darse toquecitos en el ojo, intentando aliviarse el escozor. Tiene un aspecto abatido, enteramente humillado por esa nueva exhibición de torpeza. Cuando deja finalmente la servilleta, Claire repite la pregunta.

Bueno, Martin, le dice, ¿cómo va tu relato?

Martin apenas puede soportarlo más. Negándose a contestar, mira a Claire fijamente a los ojos y pregunta a su vez: ¿Quién eres, Claire? ¿Qué has venido a hacer aquí?

Sin inmutarse, Claire vuelve a dirigirle una sonrisa.

No, le dice, contesta primero a mi pregunta. ¿Cómo va tu relato?

Martin tiene el aspecto de quien está a punto de estallar. Fuera de sí por sus evasivas, se queda mirándola fijamente sin decir palabra.

Por favor, Martin, insiste Claire, es muy importante.

Luchando por dominar la cólera, Martin murmura un aparte sarcástico, no tanto dirigiéndose a Claire como pensando en voz alta, hablando para sus adentros: ¿De verdad quieres saberlo?

Sí, de verdad quiero saberlo.

Muy bien… De acuerdo, te diré cómo va. Va… (reflexiona un momento)…, va (sigue reflexionando)… En realidad, va bastante bien.

¿Bastante bien… o muy bien?

Mmm… (pensando)…, muy bien. Yo diría que va muy bien.

¿Lo ves?

¿Que si veo qué?

Vamos, Martin. Claro que lo ves.

No, Claire, no lo veo. No veo nada. Si quieres saber la verdad, estoy completamente perdido.

Pobre Martin. No deberías ser tan duro contigo mismo.

Martin le dirige una triste sonrisa. Han llegado a una especie de callejón sin salida, y de momento no hay nada más que decir. Claire se concentra en la cena. Come con evidente placer, saboreando las viandas que ha preparado con pequeños y vacilantes bocados. Mmm, exclama, qué bueno. ¿Qué te parece, Martin?

Martin alza el tenedor, pero en el momento en que está a punto de llevárselo a la boca, lanza una mirada a Claire, distraído por los suaves gemidos de placer que emanan de su garganta, y con la atención brevemente desviada de lo que se trae entre manos, gira la muñeca unos cuantos grados. Mientras el tenedor prosigue su trayectoria hacia la boca de Martin, un hilillo de salsa vinagreta empieza a gotear del cubierto y le cae en la pechera de la camisa. Al principio, no se da cuenta, pero cuando abre la boca y vuelve la mirada al ominoso trozo de espárrago, de pronto ve lo que está pasando. Con un brusco movimiento, se echa hacia atrás y suelta el tenedor. ¡Joder!, exclama. ¡Ya lo he vuelto a hacer!

La cámara se vuelve hacia Claire (que se echa a reír por tercera vez) y luego se va acercando a ella para enfocarla en primer plano. Es una toma similar a aquella con la que concluía la escena de la habitación al principio de la película, pero mientras Claire mantenía entonces el rostro inmóvil cuando salía Martin, ahora está animado, desbordante de placer, expresando lo que parece una alegría casi trascendente. Estaba tan viva entonces, había dicho Alma, tan llena de vitalidad. En ningún momento de la historia se plasma esa sensación de plenitud vital mejor que en éste. Durante unos segundos, Claire se convierte en algo indestructible, en la encarnación de una pura refulgencia humana. Luego la imagen empieza a disolverse, fundiéndose en un fondo de absoluta negrura, y aunque la risa de Claire dura varios segundos más, también acaba por desaparecer, perdiéndose en una serie de ecos, de respiraciones entrecortadas y reverberaciones aún más lejanas.

Sigue un largo silencio, y durante veinte segundos la pantalla está dominada por una sola imagen nocturna:

la luna en el cielo. Pasan nubes, el viento hace susurrar a los árboles debajo, pero en lo esencial, aparte de esa luna, no hay nada frente a nosotros. Es una transición rotunda, muy marcada, y enseguida olvidamos los momentos cómicos de la escena anterior. Aquella noche, dice Martin, tomé una de las decisiones más importantes de mi vida. Resolví no hacer más preguntas. Claire me estaba pidiendo que diera un salto en el vacío y confiara en ella, y en vez de seguir acuciándola, decidí cerrar los ojos y saltar. No tenía idea de lo que me esperaba abajo, pero eso no significaba que no mereciera la pena arriesgarse. De modo que seguí cayendo… y una semana después, justo cuando empezaba a pensar que todo iría, bien para siempre, Claire salió a dar un paseo.

Martin está sentado frente al escritorio en su estudio de la planta alta. Aparta la vista de la máquina de escribir para mirar por la ventana, y cuando la cámara cambia de ángulo para revelarnos su perspectiva, hay una larga toma de Claire, que, vista desde arriba, pasea sola por el jardín.

Al parecer ha llegado el frente frío. Lleva abrigo y bufanda, las manos en los bolsillos; una ligera nevada espolvorea el suelo. Cuando la cámara vuelve a Martin, aún está mirando por la ventana, incapaz de apartar los ojos de ella. Nuevo cambio de ángulo y otro plano de Claire, sola en el jardín. Da unos pasos más, y entonces, sin previo aviso, se desploma. La caída tiene un efecto aterrador.

Nada de vacilaciones ni mareos, nada de que se le doblen las rodillas. Entre un paso y otro, Claire se hunde en la inconsciencia total, y por la forma súbita e implacable con que le abandonan las fuerzas, se diría que está muerta.

La cámara hace un zoom desde la ventana, trayendo a primer plano el cuerpo inerte de Claire. Martin entra en campo: corriendo, jadeante, frenético. Cae de rodillas a su lado y le sostiene tiernamente la cabeza entre las manos, buscando algún signo de vida. Ya no sabemos qué esperar.

La historia ha cambiado de registro, y un minuto después de habernos desternillado de risa, nos encontramos en medio de una escena tensa y melodramática. Claire abre finalmente los ojos, pero hemos tenido tiempo suficiente para saber que no se trata tanto de un restablecimiento como de un aplazamiento de la sentencia, un presagio de lo que ha de venir. Alza la vista hacia Martin y sonríe. Es una sonrisa espiritual, en cierto modo, una sonrisa interior, la sonrisa de quien ya no cree en el futuro. Martin la besa, y luego se agacha, la coge en brazos y la lleva hacia la casa. Parecía que estaba bien, dice. Un simple desvanecimiento, pensamos. Pero a la mañana siguiente, Claire se despertó con mucha fiebre.

Pasamos a un plano de Claire en la cama. Afanándose a su alrededor como una enfermera, Martin le mide la temperatura, insiste en que se tome unas aspirinas, le pasa una toalla húmeda por la frente, le da sopa con una cuchara. No se quejaba, prosigue. Tenía el cuerpo muy caliente, pero parecía de buen humor. Al cabo de un rato, me echó de la habitación. Vuelve a tu historia, me ordenó. Prefiero estar aquí contigo, protesté, pero entonces se rió, y con una mueca cómica me dijo que si no me iba a trabajar en aquel mismo momento, se levantaría de un salto de la cama, se quitaría la ropa y saldría fuera completamente desnuda. Y así no iba a curarse, ¿verdad?

Un momento después, Martin está sentado frente al escritorio, mecanografiando otra página de su relato. El ruido es particularmente intenso aquí -teclas repiqueteando a un ritmo furioso, en ráfagas largas y entrecortadas-, pero entonces el volumen disminuye, se va reduciendo hasta casi apagarse, y vuelve la voz de Martin. De nuevo estamos en la habitación. Uno por uno, vemos una sucesión de primeros planos muy detallados, naturalezas muertas que representan el pequeño mundo que rodea la cama de Claire: un vaso de agua, el lomo de un libro cerrado, un termómetro, el pomo del cajón de la mesilla. Pero a la mañana siguiente, dice Martin, le había subido la fiebre. Le dije que iba a tomarme el día libre, tanto si le gustaba como si no. Me quedé sentado varias horas junto a ella, y a media tarde pareció que mejoraba un poco.

La cámara da un salto atrás para hacer un plano general de la habitación, y ahí tenemos a Claire, incorporada en la cama, con toda la vitalidad de siempre. Con una voz falsamente seria, lee en voz alta a Martin un pasaje de Kant:… los objetos que vemos no son en sí mismos lo que vemos… de manera que, si omitimos nuestro sujeto o la forma subjetiva de nuestros sentidos, desaparecerían todas las cualidades, todas las relaciones de los objetos en el espacio y en el tiempo, y más aún, el espacio y el tiempo mismos.

Las cosas parecen volver a la normalidad. Con Claire en vías de curación, Martin se pone de nuevo al día siguiente a su relato. Trabaja sin parar durante dos o tres horas, y luego hace una pausa para ir a ver a Claire. Cuando entra en la habitación, ella está completamente dormida, acurrucada bajo un montón de mantas y edredones. Hace frío en el cuarto, lo bastante para que Martin pueda ver el vaho de su propia respiración. Hector le advirtió lo de la caldera, pero se le ha olvidado ocuparse del asunto. Bastantes cosas demenciales han ocurrido desde su llamada para que el nombre de Fortunato no se le haya borrado de la memoria.

En la habitación, sin embargo, hay una chimenea y un pequeño montón de leña apilado en el hogar. Martin se pone a preparar un fuego, haciendo el menor ruido posible para no molestar a Claire. Una vez que prenden las llamas, ajusta los troncos con el atizador, y uno de ellos se escurre inadvertidamente por debajo de los demás. El ruido despierta a Claire. Se remueve, gruñendo suavemente mientras se estira bajo las mantas, y luego abre los ojos.

Martin se vuelve desde su sitio frente a la chimenea. No quería despertarte, le dice. Lo siento.

Claire sonríe. Parece débil, sin fuerzas, apenas consciente. Hola, Martin, murmura. ¿Cómo está mi precioso amor?

Martin se acerca a la cama, se sienta y le pone la mano en la frente. Estás ardiendo, le dice.

Estoy bien, contesta ella. Me siento estupendamente.

Es el tercer día, Claire. Creo que debemos llamar al médico.

No hace falta. Sólo dame otras cuantas aspirinas de ésas. En media hora, estaré en plena forma.

Martin agita el frasco y saca tres aspirinas, que da a Claire con un vaso de agua. Mientras Claire se las toma, Martin dice: Esto no va bien. En serio, me parece que debería verte un médico.

Claire devuelve el vaso vacío a Martin, que lo vuelve a dejar en la mesilla. Cuéntame lo que ha pasado en el relato. Eso me despejará un poco.

Deberías descansar.

Por favor, Martin. Sólo un poquito.

No queriendo llevarle la contraria, pero tampoco cansarla mucho, Martin limita su resumen a unas cuantas frases. Ya ha anochecido, dice. Nordstrum no está en casa.

Anna va de camino, pero él no lo sabe. Si no llega pronto, él caerá en la trampa.

¿Y llegará?

Eso no interesa. Lo importante es que va a buscarle.

Se ha enamorado de él, ¿verdad?

A su manera, sí. Está arriesgando su vida por él. Es una forma de amor, ¿no crees?

Claire no contesta. La pregunta de Martin la ha abrumado, y está demasiado emocionada para contestar. Los ojos se le llenan de lágrimas, le tiemblan los labios, una expresión de intenso gozo le ilumina el rostro. Es como si hubiera llegado a una nueva comprensión de sí misma, como si de pronto todo su cuerpo irradiara luz, ¿Cuánto falta para terminar?, le pregunta.

Dos o tres páginas, contesta Martin. Casi estoy acabando.

Escríbelas ahora.

Eso puede esperar. Las haré mañana.

No, Martin, hazlas ahora. Tienes que escribirlas ahora.

La cámara se detiene unos momentos en el rostro de Claire, y entonces, como propulsado por la fuerza de esa orden, Martin está de nuevo frente a su escritorio, escribiendo a máquina. Ahí arranca una secuencia de planos cruzados entre los dos personajes. Pasamos de Martin a Claire, de Claire otra vez a Martin, y en el espacio de diez planos simples acabarnos entendiendo, comprendemos al fin lo que está pasando. Luego Martin vuelve a la habitación, y en otras diez tomas él también llega a comprender.

1. Claire se retuerce en la cama, tiene muchos dolores, lucha por no pedir ayuda.

2. Martin llega al final de una página, la saca de la máquina y pone otra. Empieza a teclear de nuevo.

3. Vemos la chimenea. El fuego casi se ha apagado.

4. Primer plano de los dedos de Martin, tecleando.

5. Primer plano del rostro de Claire. Está más débil que antes. Ya no lucha.

6. Primer plano del rostro de Martin. Frente al escritorio, escribiendo.

7. Primer plano de la chimenea. Sólo unas brasas encendidas.

8. Plano medio de Martin. Teclea la última palabra del relato. Breve pausa. Luego saca la página de la máquina.

9. Plano medio de Claire. Se estremece levemente; y entonces, parece morirse.

10. Martin, de pie frente al escritorio, reuniendo las páginas del manuscrito. Sale del estudio, con el relato terminado en la mano.

11. Martin entra en la habitación, sonriente. Mira hacia la cama; un instante después se le borra la sonrisa.

12. Plano medio de Claire. Martin se sienta a su lado, le pone la mano en la frente y no percibe respuesta. Le pone la oreja en el pecho; tampoco hay reacción. Con pánico creciente, tira el manuscrito a un lado y le empieza a frotar el cuerpo con ambas manos, tratando desesperadamente de darle calor. Ella está desmadejada, tiene la piel fría, ha dejado de respirar.

13. Plano de la chimenea. Vemos las brasas moribundas. No quedan troncos en el hogar.

14. Martin salta de la cama. Recogiendo el manuscrito, da media vuelta y se precipita hacia la chimenea. Parece un poseso, el miedo le ha puesto fuera de sí. Sólo queda una cosa por hacer, y debe hacerse en ese preciso instante. Sin vacilar, Martin arruga la primera página de su relato y la arroja al fuego.

15. Primer plano del fuego. La bola de papel cae sobre las cenizas y desprende una llamarada. Oímos que Martin arruga otra hoja. Un momento después, la segunda bola cae sobre las cenizas y se prende.

16. Corte a primer plano del rostro de Claire. Sus párpados empiezan a agitarse.

17. Plano medio de Martin, en cuclillas frente al fuego. Coge la siguiente hoja, la arruga y la tira a su vez.

Otra súbita llamarada.

18. Claire abre los ojos.

19. Ahora, con toda la rapidez de que es capaz, Martin sigue haciendo bolas de papel y tirándolas al fuego.

Una a una, arden todas, encendiéndose unas a otras a medida que se aviva el fuego.

20. Claire se incorpora. Parpadea, confusa; bosteza; estira los brazos; no presenta rastro alguno de enfermedad. Ha vuelto de entre los muertos.

Recobrando poco a poco la conciencia, Claire pasea la mirada por la habitación, y cuando ve a Martin frente a la chimenea, estrujando frenéticamente su manuscrito y arrojándolo al fuego, parece impresionarse. ¿Qué haces?, pregunta. Por Dios, Martin, ¿qué estás haciendo?

Pagando tu rescate, contesta él. Treinta y siete páginas por tu vida. Es el mejor negocio que he hecho en la vida.

Pero no puedes hacer eso. No está permitido.

Puede que no. Pero lo estoy haciendo, ¿no? He cambiado las normas.

Claire está muy afligida, a punto de echarse a llorar.

Ay, Martin, exclama. No sabes lo que has hecho.

Sin desanimarse por las objeciones de Claire, Martin sigue alimentando las llamas con su relato. Cuando llega a la última página, se vuelve hacia ella con una expresión de triunfo en los ojos. ¿Lo ves, Claire?, le dice. No son más que palabras. Treinta y siete páginas, y sólo palabras.

Se sienta en la cama y Claire lo rodea con los brazos.

Es un gesto sorprendentemente intenso y apasionado, y por primera vez desde que empezó la película, parece que Claire tiene miedo. Le quiere, y no le quiere. Está extasiada; está horrorizada. Siempre ha sido la fuerte, la que poseía el valor y la confianza, pero ahora que Martin ha resuelto el enigma de su encantamiento, parece perdida.

¿Qué vas a hacer?, le pregunta. Dime, Martin, ¿qué demonios vamos a hacer?

Antes de que Martin pueda contestar, la escena cambia al exterior. Vemos la casa a unos quince metros de distancia, aislada, sin nada alrededor. La cámara hace un contrapicado, se desplaza a la derecha y se detiene en las ramas de un álamo grande. Todo está quieto. No sopla el viento; no hay aire entre el follaje; no se mueve ni una hoja. Pasan diez segundos, quince, y entonces, de pronto, la pantalla se funde en negro y se acaba la película.