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Todo el mundo creía que estaba muerto. Cuando se publicó mi libro sobre sus películas, en 1988, hacía casi sesenta años que no se tenían noticias de Hector Mann.
Salvo un puñado de historiadores y aficionados al cine mudo, pocos parecían conocer siquiera su existencia. Doble o nada, la última de las doce comedias breves que realizó a finales de la época muda, se estrenó el 23 de noviembre de 1928. Dos meses después, sin despedirse de amigos ni conocidos, sin dejar una nota ni informar a nadie de sus planes, salió de la casa que tenía alquilada en North Orange Drive y no se le volvió a ver más. Su De-Soto azul seguía aparcado en el garaje; el contrato de arrendamiento no vencía hasta tres meses después; el alquiler estaba pagado en su totalidad. Había comida en la cocina, whisky en el mueble bar, y no faltaba ni una sola prenda de ropa en los cajones de su habitación. Según Los Angeles Herald Express del 18 de enero de 1929, era como si hubiese salido a dar un paseo y fuese a volver en cualquier momento. Pero no volvió, y a partir de entonces fue como si a Hector Mann se lo hubiese tragado la tierra.
A raíz de su desaparición, circuló durante varios años toda suerte de historias y rumores sobre lo que le había ocurrido, pero ninguna de aquellas conjeturas llevó nunca a parte alguna. Las más verosímiles -que se había suicidado o había sido víctima de alguna fechoría- no se podían ni demostrar ni descartar, ya que nunca apareció el cadáver.
Otras explicaciones sobre el destino de Hector eran más imaginativas, daban más cabida a la esperanza, estaban más a tono con las implicaciones románticas de un caso así. Una de ellas afirmaba que había vuelto a su Argentina natal y dirigía ahora un pequeño circo de provincias.
Otra, que se había hecho miembro del partido comunista y se dedicaba con nombre supuesto a organizar a los obreros de las centrales lecheras de Utica, en Nueva York. Y otra más, que con la Depresión se había convertido en un vagabundo del ferrocarril. Si Hector hubiese sido una estrella más importante, sin duda las historias habrían persistido. Vivo aún en las cosas que se decían de él, poco a poco se habría transformado en una de esas figuras simbólicas que habitan en las zonas recónditas de la memoria colectiva, en una representación de la juventud, la esperanza y los diabólicos reveses de la fortuna. Pero nada de eso ocurrió, porque el caso es que Hector estaba sólo empezando a causar impresión en Hollywood cuando su carrera se truncó. Llegó demasiado tarde para aprovechar sus dotes plenamente, y no permaneció mucho tiempo para dejar una huella perdurable de su personalidad y de lo que era capaz de hacer. Pasaron unos años más, y el público fue dejando de pensar en él. Hacia 1932 o 1933, Hector pertenecía a un universo extinto, y si había dejado algún rastro, sólo era en forma de nota a pie de página de un libro ignorado que ya nadie se molestaba en leer. Ahora las películas eran habladas, y las espasmódicas comedias del pasado estaban olvidadas. No más payasos, ni pantomimas, ni chicas guapas bailando descaradamente al son de orquestas silenciosas. Sólo hacía unos años que se habían extinguido, pero ya parecían prehistóricas, como las criaturas que deambulaban por el mundo cuando la humanidad aún vivía en las cavernas.
En mi libro no daba mucha información sobre la vida de Hector. El silencioso mundo de Hector Mann era un estudio de sus películas, no una biografía, y los pocos detalles que aporté sobre sus actividades al margen de la pantalla procedían directamente de las fuentes habituales: enciclopedias de cine, Memorias, historias de los primeros tiempos de Hollywood. Escribí el libro porque quería comunicar mi entusiasmo por la obra de Hector. Para mí, la historia de su vida tenía un interés secundario, y en vez de conjeturar sobre lo que pudo o no pasarle, me limité estrictamente a analizar su filmografía. Teniendo en cuenta que nació en 1900, y dado que no se le había vuelto a ver desde 1929, jamás se me habría ocurrido sugerir que aún vivía. Los muertos no andan por ahí saliendo de la tumba, y en mi opinión, sólo un muerto podría haberse mantenido oculto tanto tiempo.
El pasado mes de marzo hizo once años que se publicó el libro en las Ediciones de la Universidad de Pensilvania. Tres meses después, justo cuando empezaban a salir las primeras críticas en las revistas cinematográficas y en las publicaciones especializadas, me encontré una carta en el buzón. El sobre era más grande y más cuadrado que los que solía haber en las tiendas, y como era de un papel grueso y caro, lo primero que se me ocurrió fue que podría contener una invitación de boda o el anuncio de algún nacimiento. Mi nombre y dirección estaban escritos en la parte central con unos rasgos elegantes y ondulados.
Si la letra no parecía de un calígrafo profesional, sin duda era de alguien que creía en las virtudes de escribir con distinción, de una persona educada en la antigua escuela de la etiqueta y el decoro social. El matasellos era de Albuquerque, Nuevo México, pero el remite de la solapa posterior indicaba que la carta se había escrito en otro sitio:
suponiendo que tal sitio existiese y aceptando que el nombre de la ciudad fuese real. Una debajo de otra, las dos líneas decían lo siguiente: Rancho Piedra Azul; Tierra del Sueño, Nuevo México, Quizá sonriera al leer aquellas palabras, pero ya no me acuerdo. No había nombre, y cuando abrí el sobre para leer el mensaje de la tarjeta que contenía, percibí un leve olor a perfume, un ligerísimo efluvio a esencia de espliego.
Querido profesor Zimmer, decía la nota. Hector ha leído su libro y le gustaría conocerlo, ¿Le apetecería venir a visitarnos? Atentamente, Frieda Spelling (Sra. de Hecto Mann).
La leí seis o siete veces. Luego la dejé, fui al otro extremo de la habitación y regresé. Cuando volví a coger la misiva, no estaba seguro de que aquellas palabras continuaran allí. Ni de que, en caso de que así fuera, siguieran siendo las mismas. Las leí de nuevo otras seis o siete veces, y entonces, aun sin estar seguro de nada, lo consideré una broma pesada. Un momento después me sentí lleno de dudas, y al instante siguiente empecé a dudar de aquellas dudas. Pensar en algo suponía pensar en su contrario, y en cuanto esta última idea destruía la primera surgía una tercera que aniquilaba la segunda. Como no se me ocurrió otra cosa que hacer, cogí el coche y me dirigí a la oficina de correos. Todas las direcciones de Estados Unidos estaban registradas en la guía de códigos postales, y si Tierra del Sueño no figuraba en ella, podía tirar la carta y olvidarme de todo el asunto. Pero sí venía. La encontré en la página 1933 del volumen primero, en la línea entre Tierra Amarilla y Tijeras, una ciudad como Dios manda, con su oficina de correos y su código de cinco dígitos. Eso no hacía que la carta fuese auténtica, desde luego, pero al menos le daba cierto aire de credibilidad, y cuando volví a casa ya sabía que tenía que contestar. Una carta como aquélla no podía pasarse por alto. Una vez leída, estaba claro que si no se molestaba uno en contestar, no dejaría de pensar en ella durante el resto de la vida.
No guardé copia de la contestación, pero recuerdo que la escribí a mano y traté de hacerla lo más breve posible, limitándome a decir sólo unas cuantas palabras. Sin pensarlo dos veces, adopté el seco y críptico estilo de la carta que acababa de recibir. Así me sentía en una situación menos comprometida, con menos posibilidades de que me tomara por bobo la persona que me había gastado la broma; si es que, en realidad, se trataba de una broma. Palabra más, palabra menos, mi contestación decía algo así: Estimada Frieda Spelling: Claro que me gustaría conocer a Hector Mann, Pero ¿cómo puedo estar seguro de que aún vive? Que yo sepa, hace más de medio siglo que nadie lo ha visto. ¿Podría darme más detalles, por favor? La saluda atentamente, David Zimmer.
Todos queremos creer en lo imposible, supongo, convencernos de que pueden ocurrir milagros. Considerando que yo era el autor del único libro jamás escrito sobre Hector Mann, quizá fuera lógico que alguien pensara que me iba a poner a dar saltos ante la posibilidad de que aún viviera. Pero yo no estaba de humor para dar saltos. O al menos no creía estarlo. Mi libro había nacido de una gran pesadumbre, y aunque ahora todo había quedado atrás, el dolor no había desaparecido. Escribir sobre la comedia no había sido más que un pretexto, una especie de extraña medicina que me tragué todos los días durante más de un año para ver si por casualidad aliviaba el padecimiento que me consumía. En cierto modo, así fue. Pero Frieda Spelling (o quienquiera que se hiciese llamar Frieda Spelling) no podía saberlo. Era imposible que supiera que el siete de junio de 1985, apenas una semana antes de nuestro décimo aniversario de boda, mi mujer y mis dos hijos habían muerto en un accidente de avión. Habría visto, quizá, que el libro estaba dedicado a ellos (A Helen, Todd y Marco: in memoriam), pero esos nombres no le habrían dicho nada, y aunque hubiese adivinado la importancia que tenían para el autor, no habría sabido que, para él, aquellos nombres representaban todo lo que tenía algún sentido en la vida; ni que cuando Helen murió a los treinta y seis años, Todd a los siete y Marco a los cuatro, prácticamente él también había muerto con ellos.
Se dirigían a Milwaukee, a ver a los padres de Helen.
Yo me había quedado en Vermont para corregir exámenes y entregar las calificaciones finales del semestre que acababa de concluir. Era mi trabajo -profesor de literatura comparada en la Universidad de Hampton, Vermont-, y no me quedaba otro remedio que hacerlo. Normalmente, todos habríamos ido juntos hacía el veinticuatro o veinticinco, pero acababan de operar al padre de Helen de un tumor en la pierna y en opinión de la familia ella y los niños debían salir cuanto antes para allá, lo que supuso unas complejas negociaciones de última hora con el colegio de Todd para que le permitieran faltar las dos últimas semanas del segundo curso. La directora se mostraba reacia, aunque comprensiva, y al final acabó cediendo. Ésa era una de las cosas que no dejaba de pensar después del accidente. Con que nos hubiera denegado la autorización, Todd se habría visto obligado a quedarse conmigo en casa, y no estaría muerto. Así al menos se habría salvado uno. Al menos uno se habría evitado aquella caída de diez kilómetros desde lo alto del cielo, y yo no me habría quedado solo en una casa en la que debían vivir cuatro personas. Había más cosas, desde luego, no dejaba de atormentarme pensando en otras posibilidades, y era como si nunca me cansase de explorar los mismos callejones sin salida Todo formaba parte de lo mismo, cada eslabón de la cadena de causa y efecto era un elemento fundamental del horror: desde el cáncer que mi suegro tenía en la pierna pasando por el tiempo que hacía en el Medio Oeste aquella semana, hasta el número de teléfono de la agencia de viajes donde habíamos reservado los billetes. Lo peor de todo era mi insistencia en llevarlos en coche a Boston para que cogieran allí un vuelo directo. No quería que salieran de Burlington. Eso suponía ir a Nueva York en un avión de hélice de dieciocho asientos para enlazar con un vuelo a Milwaukee, y le dije a Helen que no me gustaban aquellos aviones pequeños. Eran muy peligrosos, le advertí, y no podía soportar la idea de que fuesen en uno de ellos sin mí. Así que, para evitarme preocupaciones, no lo hicieron. Cogieron uno más grande, y lo más terrible es la prisa con la que los llevé. Había mucho tráfico aquella mañana, y cuando finalmente llegamos a Springfield y salimos a la autopista de Massachusetts, tuve que pisar a fondo y superar con creces el límite de velocidad para llegar a tiempo a Logan.
Recuerdo muy poco de lo que me ocurrió aquel verano. Durante varios meses, viví en una niebla alcohólica de dolor y lástima de mí mismo, rara vez moviéndome de casa, apenas molestándome en comer, afeitarme o cambiarme de ropa. La mayoría de mis colegas se habían marchado hasta mediados de agosto, así que no tuve que aguantar muchas visitas, pasar por las desesperantes formalidades del duelo colectivo. Todos tenían buena intención, desde luego, y cuando algún amigo pasaba a verme, siempre lo invitaba a entrar, pero sus emotivos abrazos y sus largos e incómodos silencios no servían de mucho. Sería mejor que me dejaran solo, pensaba, que me permitieran sobrellevar los días en la oscuridad de mi mente.
Cuando no estaba borracho o tirado en el sofá del salón viendo la televisión, pasaba el tiempo deambulando por la casa. Iba a las habitaciones de los niños y me sentaba en el suelo, rodeado de sus cosas. No era capaz de pensar directamente en ellos ni de traerlos a la memoria de manera consciente, pero cuando completaba sus rompecabezas y jugaba con sus piezas de Lego, construyendo estructuras cada vez más complejas y elaboradas, me daba la sensación de habitarlos de nuevo por un momento, de proseguir para ellos sus pequeñas vidas fantasmas repitiendo los gestos que hacían cuando aún tenían cuerpo. Me leí de cabo a rabo los libros de cuentos de Todd y le organicé los cromos de béisbol. Clasifique los animales disecados de Marco según la especie, el color y la talla, cambiando de sistema cada vez que entraba en el cuarto. Así se esfumaban las horas, días enteros fundidos en el olvido, y cuando no podía soportarlo más, volvía al salón y me ponía otra copa. En las raras noches que no perdía el conocimiento en el sofá, me iba a dormir al cuarto de Todd. Si me acostaba en mi cama, siempre soñaba que Helen estaba conmigo, y cada vez que intentaba tocaría, me despertaba con una sacudida, súbita y violenta, las manos temblorosas y los pulmones inhalando convulsivamente, con la sensación de que había estado a punto de ahogarme.
No podía entrar en nuestra habitación después de anochecer, pero de día pasaba mucho tiempo allí, metido en el armario de Helen, tocando su ropa, colocando sus chaquetas y rebecas, descolgando los vestidos de las perchas y extendiéndolos en el suelo. Una vez, me disfracé con uno, y en otra ocasión me puse ropa interior suya y me maquillé la cara con sus pinturas. Fue una experiencia profundamente satisfactoria, pero al cabo de cierta experimentación adicional descubrí que el perfume era aún más eficaz que el lápiz de labios y el rímel. Parecía recuperarla de manera más vívida, evocar su presencia durante periodos más largos. Por suerte, en marzo acababa de regalarle otro frasco de Chanel n.° 5 para su cumpleaños. Limitándome a aplicarme pequeñas dosis dos veces al día, conseguí que el frasco me durase hasta finales del verano.
Pedí excedencia para todo el semestre, pero, en vez de marcharme o someterme a tratamiento psicológico, me quedé en casa y seguí hundiéndome. A finales de septiembre o primeros de octubre, me soplaba más de media botella de whisky todas las noches. Eso mitigaba bastante mi capacidad de sentir, pero al mismo tiempo me privaba de toda sensación de futuro, y cuando alguien no espera nada, más le valdría estar muerto. Más de una vez me contuve en medio de prolongadas fantasías sobre pastillas para dormir y gases de monóxido de carbono. Nunca llegué a pasar a los hechos, pero siempre que recuerdo ahora aquellos días, veo lo cerca que estuve. Las pastillas estaban en el botiquín, y ya había cogido el frasco del estante en tres o cuatro ocasiones; ya había tenido unas cuantas en la mano. Si la situación se hubiera prolongado por más tiempo, dudo que hubiese tenido fuerzas para resistir.
Así se me presentaban las cosas cuando Hector Mann apareció inesperadamente en mi vida. Yo no tenía idea de quién era, nunca me había encontrado con una alusión a su nombre, pero una noche, poco antes de que empezara el invierno, cuando los árboles se habían quedado finalmente desnudos y las primeras nieves amenazaban con caer, por casualidad vi en la televisión un fragmento de una de sus películas antiguas, y me hizo reír. Eso quizá no parezca importante, pero era la primera vez que me reía de algo desde junio, y cuando noté que aquel inesperado espasmo me subía por el pecho y cascabeleaba en mis pulmones, comprendí que aún no había tocado fondo, que en cierto modo todavía deseaba seguir viviendo. De principio a fin, no pudo haber durado más de unos segundos.
Como risa, no fue especialmente estentórea ni sostenida, pero me pilló de sorpresa, y como no le opuse resistencia ni tampoco me sentí avergonzado de mí mismo por haber olvidado mi desgracia durante aquellos breves momentos en que Hector Mann apareció en pantalla, me vi obligado a concluir que dentro de mí había algo que anteriormente no había imaginado, algo distinto de la pura y simple muerte. No estoy hablando de intuiciones vagas ni de una patética nostalgia de lo que habría podido ser. Realicé un descubrimiento empírico que llevaba consigo todo el peso de una prueba matemática. Si conservaba la capacidad de reír, es que no estaba completamente insensibilizado. Significaba que el muro que había puesto entre el mundo y yo no era lo bastante grueso para impedir que algo se filtrase.
Debían de ser las diez un poco pasadas. Yo estaba, como de costumbre, tirado en el sofá, con un vaso de whisky en una mano y el mando a distancia en la otra, cambiando mecánicamente de canal. Di con un programa que acababa de empezar unos minutos antes, pero no tardé mucho en adivinar que se trataba de un documental sobre cómicos del cine mudo. Allí estaban todas las caras conocidas -Chaplin, Keaton, Lloyd-, pero también había unas secuencias raras de artistas de los que nunca había oído hablar, personajes menos conocidos como John Bunny, Larry Semon, Lupino Lane y Raymond Griffith.
Seguí los gags con una especie de deliberado distanciamiento, sin hacerles mucho caso, pero lo bastante atento como para no cambiar y poner otra cosa. Hector Mann no apareció hasta el final del programa, y sólo en un breve fragmento: una secuencia de dos minutos de La cuenta del contable, ambientada en un banco y con Hector en el papel de diligente auxiliar administrativo. No me explico por qué me atrajo tanto, pero allí lo tenía, con su traje blanco propio de climas tropicales y su fino bigote negro, de pie frente a una mesa, contando montones de dinero con tan febril eficiencia, trabajando con tan vertiginosa rapidez y frenética concentración, que me resultaba imposible apartar los ojos de él. En el piso de arriba, unos obreros colocaban tablones nuevos en el suelo del despacho del director del banco. Al otro lado de la estancia había una guapa secretaria, sentada frente a su escritorio, limándose las uñas detrás de una enorme máquina de escribir. Al principio, parecía que nada podía distraer a Hector e impedir que concluyera su tarea en un tiempo récord. Pero entonces, muy despacio, empezó a caerle un hilillo de serrín en la chaqueta, y unos instantes después reparaba por fin en la chica. Un elemento se había convertido de pronto en tres, y a partir de entonces la acción empezó a saltar de uno a otro en un ritmo triangular de trabajo, vanidad y concupiscencia: la lucha por seguir contando el dinero, el esfuerzo por proteger su querido traje y el impulso de encontrarse con la mirada de la muchacha. De cuando en cuando, Hector torcía el bigote con consternación, como marcando el desarrollo de la escena con un leve gruñido o un aparte mascullado. No era cuestión de astracanadas y anarquía sino más bien de carácter y ritmo, una mezcla bien compuesta de objetos, cuerpos y mentalidades. Cada vez que Hector perdía el hilo de la cuenta, tenía que volver a empezar desde el principio, lo que únicamente le inducía a trabajar el doble de rápido que antes. Siempre que alzaba la cabeza hacia el techo para ver de dónde venía el polvo, lo hacía una fracción de segundo después de que los obreros habían tapado el hueco con otro tablón, Y cuando lanzaba una mirada a la chica, ella miraba en otra dirección. Pero, en medio de todo eso, Hector se las arreglaba para guardar la compostura, negándose a que aquellas insignificantes frustraciones desbarataran su propósito o hiciera mella en la buena opinión que tenía de sí mismo. Quizá no fuese el fragmento de comedia más extraordinario que había visto en la vida, pero tiró de mí hasta que me vi completamente metido en él, y cuando Hector torció el bigote por segunda o tercera vez, yo me estaba riendo, soltando, en realidad, una sonora carcajada.
Un narrador iba explicando la acción, pero yo estaba demasiado absorto en la escena para escuchar todo lo que decía. Algo sobre el misterioso mutis de Hector del mundo del cine, creo, y el hecho de que se le consideraba el último de los cómicos importantes que trabajaron el cortometraje. En el decenio de 1920, los actores graciosos más innovadores y de mayor éxito se habían pasado ya al largometraje, y la calidad de las películas cómicas breves había sufrido una drástica disminución. Hector Mann no había aportado novedad alguna al género, afirmaba el narrador, pero se le consideraba un actor dotado de una gran vis cómica y excepcional expresión corporal, un distinguido rezagado que podría haber realizado una obra importante si su carrera no se hubiera truncado bruscamente. En ese punto acabó la escena, y empecé a escuchar con mayor atención los comentarios del narrador. Por la pantalla desfiló una serie de fotogramas de varias docenas de actores cómicos, y la voz lamentó la pérdida de innumerables películas de la época muda. Una vez que el sonido irrumpió en la industria cinematográfica, se consintió que las películas mudas se pudriesen en ciertos sótanos, se arrojasen al fuego y se tirasen a la basura, con lo que centenares de films habían desaparecido para siempre. Pero no había que abandonar toda esperanza, añadió la voz, De cuando en cuando aparecían películas antiguas, y en los últimos años se había hecho una serie de notables hallazgos. Como en el caso de Hector Mann, añadió el narrador. Hasta 1981, sólo se disponía de tres películas suyas en todo el mundo. Vestigios de las otras nueve yacían ocultos bajo una pila de documentos de menor importancia -informes de prensa, críticas contemporáneas, fotogramas de producción, sinopsis-, pero se consideraba que las películas en sí se habían perdido. Entonces, en junio de aquel año, la Cinémathèque Française de París recibió un paquete anónimo. Echado al correo, al parecer, en el centro de Los Angeles, contenía una copia casi en perfecto estado de Peleles, la séptima de las doce películas de Hector Mann. A lo largo de los tres años siguientes, a intervalos irregulares, se enviaron ocho paquetes semejantes a las filmotecas más importantes del mundo: el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el British Film Institute de Londres, la Eastman House de Rochester, el American Film Institute de Washington y, de nuevo, la Cinémathèque de París. En 1984, toda la producción de Hector Mann se encontraba dispersa entre esos seis organismos.
Cada paquete procedía de una ciudad distinta, de sitios tan alejados entre sí como Cleveland y San Diego, Filadelfia y Austin, Nueva Orleans y Seattle, y como nunca hubo carta ni mensaje que acompañase a las películas, resultaba imposible identificar al donante, ni siquiera formular una hipótesis sobre quién era o dónde podría vivir.
Otro misterio se había añadido a la vida y carrera del enigmático Hector Mann, concluyó el narrador, pero se había prestado un gran servicio y la comunidad cinematográfica estaba agradecida.
Yo no me sentía atraído por misterios ni enigmas, pero mientras veía los títulos de crédito al final del programa, se me ocurrió que quizá me gustaría ver aquellas películas. Había doce, dispersas en seis ciudades diferentes de Europa y Estados Unidos, y verlas todas requería un montón de tiempo. Al menos unas cuantas semanas, supuse, aunque a lo mejor un mes o mes y medio. En aquel momento, lo último que podía haber adivinado era que acabaría escribiendo un libro sobre Hector Mann. Yo sólo buscaba algo que hacer, una ocupación agradable que me tuviera entretenido hasta que me sintiera con fuerzas para volver al trabajo. Me había pasado cerca de medio año viendo cómo me venía abajo, y era consciente de que, si seguía mucho tiempo así, acabaría pasando a mejor vida.
No importaba cuál fuese el proyecto ni lo que esperase sacar de él. En aquellos momentos cualquier decisión habría sido arbitraria, pero aquella noche había vislumbrado una idea, y gracias a dos minutos de película y a una breve carcajada decidí recorrer el mundo en busca de comedias mudas.
Yo no era aficionado al cine. Empecé a enseñar literatura a los veintitantos años, cuando realizaba el doctorado, y desde entonces mi trabajo sólo había tenido que ver con libros, la lengua, la palabra escrita. Había traducido a una serie de poetas europeos (Lorca, Éluard, Leopardi, Michaux), escrito reseñas en periódicos y revistas, y publicado dos libros de crítica literaria. El primero, Voces en zona de guerra, era un estudio político y literario que examinaba la obra de Hamsun, Céline y Pound en relación con sus actividades pro fascistas durante la Segunda Guerra Mundial. El segundo, La ruta de Abisinia, era un ensayo sobre escritores que habían dejado de escribir, una meditación sobre el silencio. Rimbaud, Dashiell Hammett, Laura Riding, J. D. Salinger y otros: poetas y novelistas de singular brillantez que, por un motivo u otro, habían interrumpido su actividad. Cuando Helen y los niños murieron, estaba pensando en escribir otro libro sobre Stendhal. No es que tuviera algo en contra del cine, pero nunca le había dado mucha importancia, y en los quince años que llevaba dando clases y escribiendo ni una sola vez sentí la necesidad de ocuparme de él. Me gustaba igual que a todo el mundo: para mí era una distracción, papel pintado en movimiento, una nimiedad. Por muy bellas o hipnóticas que a veces fueran las imágenes, nunca me daban tanta satisfacción como las palabras. Era demasiado explícito, pensaba yo, no dejaba bastante espacio a la imaginación del espectador, y la paradoja consistía en que cuanto más se acercaba el cine a simular la realidad, menos lograba representar el mundo: tanto lo que está en nosotros como a nuestro alrededor. Por eso siempre había preferido instintivamente los films en blanco y negro a las películas en color, el cine mudo al hablado. Se trataba de un lenguaje visual, de una forma de contar historias proyectando imágenes en una pantalla de dos dimensiones. La incorporación del sonido y del color había creado la ilusión de una tercera dimensión, pero al mismo tiempo había robado pureza a las imágenes. Ya no eran ellas quienes se encargaban de todo, y en vez de hacer del cine el medio híbrido perfecto, el mejor de los mundos posibles, el sonido y el color habían debilitado el lenguaje que debían haber realzado. Aquella noche, mientras veía cómo Hector y los demás cómicos demostraban sus habilidades en mi salón de Vermont, se me ocurrió que estaba contemplando un arte muerto, un género absolutamente difunto que jamás volvería a ser practicado. Y sin embargo, pese a todos los cambios que habían sobrevenido desde entonces, su obra resultaba tan fresca y estimulante como lo había sido el día del estreno. Aquello se debía a que entendían el lenguaje que utilizaban. Habían inventado una sintaxis de la mirada, una gramática de cinética pura, y salvo por el vestuario, los coches y el anticuado mobiliario que aparecía en segundo plano, su obra no podía envejecer. Era pensamiento plasmado en acción, voluntad humana expresándose mediante el cuerpo humano, y por tanto era para siempre. En su mayoría, las comedias mudas no se habían molestado en contar historias. Eran como poemas, como interpretaciones de sueños, como intrincadas coreografías del espíritu, y, al estar ya muertas, quizá a nosotros nos llegaban más profundamente que a los espectadores de su época. Las veíamos al otro lado de un gran abismo de olvido, y las mismas cosas que las separaban de nosotros eran en realidad las que las hacían tan fascinantes: su silencio, su ausencia de color, su ritmo irregular, acelerado.
Esos eran obstáculos, y por eso no nos resultaba fácil verlas, pero también aliviaban a las imágenes de la carga de la representación. Se ponían entre nosotros y la película, y por tanto ya no teníamos que fingir que estábamos contemplando el mundo real. La pantalla plana era el mundo, y existía en dos dimensiones. La tercera dimensión estaba en nuestra cabeza.
Nada me impedía hacer las maletas y marcharme al día siguiente. No trabajaba aquel semestre, y el siguiente no empezaba hasta mediados de enero. Era libre de hacer lo que quisiera, libre de ir a donde se me antojara, y, en realidad, si me hacía falta más tiempo podría seguir después de enero, después de septiembre, después de todos los eneros y septiembres que me diera la gana. Esas eran las ironías de mi absurda y triste vida. En el momento en que Helen y los niños murieron, me hice rico. En primer lugar, por la póliza del seguro de vida que Helen y yo contratamos poco después de que empezara a trabajar en Hampton – así se quedan tranquilos, dijo el agente para convencernos-, y como estaba vinculado al seguro médico de la facultad y no costaba mucho, habíamos estado pagando una pequeña cantidad todos los meses sin molestarnos en pensar en ello. Cuando se estrelló el avión ni siquiera me acordé del seguro, pero un mes después se presentó un hombre en casa y me entregó un cheque por valor de varios cientos de miles de dólares. Poco tiempo después, las líneas aéreas llegaron a un arreglo con las familias de las víctimas, y como yo había perdido a tres personas en el accidente, acabé ganando el premio gordo al perdedor, el gran premio de consolación por accidente con resultado de muerte y caso de fuerza mayor imprevisible. A Helen y a mí siempre nos había costado arreglárnoslas con mi salario de profesor y los honorarios que ella percibía de cuando en cuando por escribir artículos. Y, en cualquier momento, con mil dólares más las cosas habrían sido completamente distintas para nosotros. Ahora disponía de esos mil dólares elevados a la enésima potencia, pero no significaban nada para mí. Cuando recibí los cheques, envié la mitad a los padres de Helen, pero ellos me lo devolvieron a vuelta de correo, agradeciéndome el gesto pero asegurándome que no lo querían. Compré columpios para el patio de recreo del colegio de Todd, doné a la guardería de Marco libros por un valor de dos mil dólares y un moderno cajón de arena, y convencí a mi hermana y a su marido, profesor de música en Baltimore, para que aceptaran una sustancial ayuda en metálico del Fondo Zimmer de Defunciones. Si en mi familia hubiera habido más gente a la que dar dinero, se lo habría dado, pero mis padres ya no vivían, y aparte de Deborah no tenía más hermanos. En cambio me deshice de otro buen montón creando una beca de investigación en la Universidad de Hampton con el nombre de Helen: la Beca de Viaje Helen Markham. La idea era muy sencilla. Todos los años se concedería una beca en metálico al estudiante que se licenciara en Letras summa cum laude. El dinero tenía que gastarse en un viaje, pero aparte de eso no había reglas, ni condiciones ni requisitos que cumplir.
Designaría al ganador una comisión alternante de profesores de diversos departamentos (historia, filosofía, inglés y lenguas extranjeras), y con tal de que la beca Markham se utilizase para financiar un viaje al extranjero, el becario podía hacer con el dinero lo que considerase más conveniente, sin tener que dar cuentas a nadie. Para ponerlo en marcha hizo falta un enorme desembolso, pero por elevada que fuese la suma (el equivalente a cuatro años de salario), apenas hizo mella en mis haberes, e incluso después de haber desembolsado esas diversas cantidades de las diferentes formas que me habían parecido razonables, aún seguía poseyendo tanto dinero que no sabía qué hacer con él. Era una situación grotesca, un nauseabundo exceso de riqueza, ganada a cambio de unas cuantas vidas humanas. De no haber sido por un súbito cambio de planes, probablemente habría seguido regalando dinero hasta quedarme sin nada. Pero una fría noche de principios de noviembre, se me ocurrió que yo también podría viajar un poco, y si no hubiese contado con medios para pagarlo, nunca habría podido llevar a cabo un plan tan impulsivo. Hasta entonces, el dinero no había sido otra cosa que un tormento para mí. Ahora lo veía como un remedio, un bálsamo para prevenir el derrumbamiento mental definitivo. El régimen de vivir en hoteles y comer en restaurantes me iba a salir caro, pero por una vez no tendría que preocuparme de si podía permitirme hacer lo que me apetecía. Por desesperado e infeliz que me sintiese, también era un hombre libre, y como tenía una fortuna en el bolsillo, podía dictar las condiciones de esa libertad según me conviniera.
La mitad de las películas se encontraban lo bastante cerca de mi casa para que pudiera ir en coche. Rochester estaba a unas seis horas hacia el oeste, y Nueva York y Washington quedaban en línea recta hacia el sur: más o menos cinco horas para hacer la primera etapa del viaje y otras cinco para la segunda. Decidí empezar por Rochester. Ya se acercaba el invierno, y cuanto más postergara el viaje, mayores riesgos había de encontrarme con tormentas y carreteras cubiertas de hielo, o de quedarme empantanado con el coche en alguna de esas inclemencias del norte. A la mañana siguiente llamé a la Eastman House para informarme de cómo podía ver las películas de su colección. No tenía ni idea de los trámites necesarios para esas cosas, y como no quería parecer demasiado ignorante cuando me presenté por teléfono, añadí que era profesor en la Universidad de Hampton. Confiaba en impresionarlos lo suficiente para que me tomaran por una persona seria, y no por un maniático que les llamaba por las buenas, como ocurría en realidad. Ah, dijo la mujer que me contestó al teléfono, ¿es que está escribiendo algo sobre Hector Mann? Su tono daba a entender que sólo cabía una respuesta posible, y tras una breve pausa musité las palabras que ella esperaba oír. Sí, contesté, eso es, exactamente. Estoy escribiendo un libro sobre él, y necesito ver las películas para documentarme.
Así fue como arrancó el proyecto. Fue una suerte que se pusiera en marcha tan pronto, porque cuando vi las películas de Rochester (El Jockey Club y El fisgón) comprendí que no estaba perdiendo el tiempo, Hector era realmente un cómico tan eficaz y consumado como cabía esperar, y si las otras diez películas estaban a la misma altura que aquellas dos, entonces valía la pena escribir un libro sobre él, se merecía un redescubrimiento. Desde el primer momento, por tanto, no me limité a ver las películas de Hechor, sino que las estudié. De no haber sido por la conversación con aquella mujer de Rochester, nunca se me habría ocurrido acometer esa empresa. En principio, mi plan había sido mucho más simple, y dudo de que me hubiera tenido ocupado más allá de navidades o de primeros de año. De todas formas, no terminé de ver las películas de Hector hasta mediados de febrero. La idea había sido ver una vez cada película. Ahora las veía muchas veces, y en vez de estar sólo unas horas en las diversas filmotecas, permanecía en ellas días y días, pasando las películas en mesas de montaje y moviolas, viendo a Héctor mañana y tarde sin parar, rebobinando las secuencias hacia delante y hacia atrás hasta que ya no podía mantener los ojos abiertos. Tomaba notas, consultaba libros y escribía comentarios exhaustivos, detallando los planos, los ángulos de la cámara y las posiciones de la iluminación, analizando todos los aspectos de cada escena, hasta sus elementos más periféricos, y nunca me marchaba de un sitio hasta haberlo agotado, hasta que había pasado las secuencias tantas veces como para saberme de memoria todos y cada uno de los fotogramas.
No me pregunté si valía la pena hacer todo aquello.
Tenía un trabajo que hacer, y lo único que me importaba era seguir adelante y dedicarme a terminarlo. Sabía que Hector sólo era una figura de segunda fila, un nombre más en la lista de los aspirantes sin suerte, pero eso no me impedía admirar su obra ni pasármelo bien en su compañía. Durante un año rodó a un ritmo de una película por mes, con un presupuesto tan reducido, tan por debajo de las cantidades necesarias para poner en escena las espectaculares acrobacias y divertidas secuencias que suelen asociarse a las comedias del cine mudo, que era un milagro que se las hubiese arreglado para producir algo, y mucho menos doce películas perfectamente visibles. Según lo que había leído, Hector empezó a trabajar en Hollywood de encargado de atrezzo, pintor de decorados, y a veces de figurante, y luego pasó a hacer papeles pequeños en una serie de comedias hasta que un tal Seymour Hunt le brindó la oportunidad de dirigir y protagonizar sus propias películas. Hunt, banquero de Cincinnati que quería introducirse en la industria cinematográfica, había ido a California a principios de 1927 a montar su propia productora, Kaleidoscope Pictures. Personaje artero y bravucón según la opinión general, Hunt no sabía nada de cine y mucho menos de llevar un negocio. (Kaleidoscope desapareció al cabo de año y medio. Hunt, acusado de malversación de fondos y falsedad contable, se ahorcó antes de que su causa se viera en los tribunales) Escaso de financiación, falto de personal y acosado por las continuas intromisiones de Hunt, Hector aprovechó su oportunidad a pesar de todo y trató de sacarle el mayor partido. No había guiones, por supuesto, ni planes establecidos de antemano. Sólo Héctor y un par de cómicos llamados Andrew Murphy y Jules Blaustein que improvisaban sobre la marcha, a menudo filmando de noche en estudios prestados con un equipo de filmación agotado y material de segunda mano. No podían permitirse el lujo de destrozar una docena de coches ni de montar una estampida de ganado. No podían demoler casas ni hacer que estallaran edificios. Nada de inundaciones, ni huracanes ni localizaciones exóticas. Los extras estaban muy solicitados, y si una idea no daba resultado, carecían de medios para volver a filmarla después de terminada la película. Todo tenía que estar listo y acabado dentro del calendario de producción, y no había tiempo para las vacilaciones. Efectos cómicos por encargo; tres carcajadas al minuto y, luego, introdúzcase otra moneda en el contador. Al parecer, pese a todos los inconvenientes de aquella situación, Hector se crecía en las limitaciones que le habían impuesto. Su obra era de talla modesta, pero había en ella una intimidad que llamaba la atención y le obligaba a uno a reaccionar. Comprendí por qué los estudiosos del cine respetaban su obra, y también por qué no le entusiasmaba enormemente a nadie. No había abierto nuevos caminos, y ahora que se disponía de su filmografía completa, era evidente que no tendría que revisarse la historia de la época. Las películas de Hector constituían pequeñas contribuciones al arte cinematográfico, pero no eran insignificantes, y cuanto más las veía, más me gustaban por su gracia y su ingenio sutil, por el curioso y conmovedor estilo de su protagonista. Como pronto descubrí, nadie había visto aún todas las películas de Hector. Hacía poco tiempo que habían aparecido las últimas, y ni una sola persona se había tornado la molestia de recorrer todos los archivos y filmotecas repartidos por el mundo entero. Si lograba llevar mi plan a buen término, yo sería el primero.
Antes de marcharme de Rochester, llamé a Smits, el decano de la facultad, para decirle que quería prorrogar la excedencia otro semestre. Al principio pareció un poco molesto, alegando que mis clases ya se habían incluido en el programa de estudios, pero le solté una mentira, afirmando que me estaba sometiendo a tratamiento psiquiátrico, y entonces se disculpó. Fue un truco infecto, supongo, pero en aquellos momentos yo estaba luchando por mi vida, y no me encontraba con fuerzas para explicar el motivo de que ver películas mudas se hubiera hecho de pronto tan importante para mí. Acabamos manteniendo una agradable charla y concluyó deseándome suerte, pero aun cuando ambos quisimos convencernos de que volvería en otoño, creo que notó que ya me estaba escabullendo, que aquello ya había perdido interés para mí.
Vi Escándalo y Fin de semana en el campo en Nueva York, y luego fui a Washington para ver La cuenta del contable y Doble o nada. Hice reservas para el resto del viaje en una agencia de Dupont Circle (en tren a California, en el Queen Elizabeth II a Europa), pero a la mañana siguiente, en un súbito arranque de ciego heroísmo, cancelé los billetes y decidí ir en avión. Era una auténtica locura, pero ya que me había lanzado, no quería perder el impulso de un principio tan prometedor. Daba igual que tuviera que hacer lo único que había decidido no hacer nunca más.
No podía perder el ritmo, y si eso implicaba buscar una solución farmacológica al problema, estaba dispuesto a ingerir tantas pastillas para dormir como fuese necesario.
Una empleada del American Film Institute me dio el nombre de un médico. Supuse que la visita no duraría más de cinco o diez minutos. Le diría que quería unas pastillas, me extendería una receta y asunto concluido. Al fin y al cabo, el miedo a volar era una afección corriente, y no habría necesidad de hablar de Helen y los chicos, no haría falta revelarle mi estado de ánimo. Lo único que pretendía era desconectar el sistema nervioso durante unas horas, y como esas cosas no se pueden comprar sin receta, su único cometido sería extenderme un papel que llevara su firma. Pero resultó que el doctor Singh era una persona muy concienzuda, y mientras se dedicaba a tomarme la tensión arterial y a auscultarme el corazón, me hizo las suficientes preguntas para tenerme tres cuartos de hora en su consulta. Era demasiado inteligente como para no sondearme, y poco a poco fue saliendo la verdad.
Todos tenemos que morirnos, señor Zimmer, me dijo.
¿Qué le hace pensar que se va a morir en un avión? Si nos fiamos de lo que dicen las estadísticas, tiene usted más posibilidades de morirse sentadito en su casa.
No he dicho que tuviese miedo a la muerte, puntualicé, sino que me daba miedo subirme a un avión. Que no es lo mismo.
Pero si el avión no se va a estrellar, ¿por qué se preocupa usted?
Porque ya no tengo confianza en mí mismo. Tengo miedo de perder los nervios, y no quiero dar un espectáculo.
Me parece que no le entiendo.
Me imagino que subo al avión y, antes de llegar siquiera a mi asiento, me vengo abajo.
¿Que se viene abajo? ¿En qué sentido? ¿Se refiere a venirse abajo mentalmente?
Sí, me vengo abajo delante de cuatrocientos desconocidos y pierdo la cabeza. Me vuelvo loco.
¿Y qué se imagina que hace?
Depende. Unas veces grito. Otras, me pongo a dar puñetazos a la gente en la cara. Otras, voy corriendo a la cabina de mando y trato de estrangular al piloto.
¿Y nadie se lo impide?
Claro que sí. Se aglomeran a mi alrededor, forcejean conmigo y me tiran al suelo. Me dan una paliza de muerte.
¿Cuándo fue la última vez que se metió usted en una pelea, señor Zimmer?
No me acuerdo. De niño, supongo. Cuando tenía diez o doce años. De esas cosas que pasan en el patio del colegio. Por defenderme del matón de la clase.
¿Y por qué piensa que va a empezar a pelearse ahora?
Por nada. Sólo tengo ese presentimiento, eso es todo.
Me da la sensación de que si algo me fastidia un poco, no voy a poder contenerme. Puede pasar cualquier cosa.
Pero ¿por qué en los aviones? ¿Por qué no tiene miedo de perder el dominio de sí mismo en tierra firme?
Porque los aviones son seguros. Todo el mundo lo sabe. Los aviones son seguros, rápidos y eficaces, y una vez que estás en el aire, no puede pasarte nada. Por eso tengo miedo. No porque crea que me voy a matar…, sino porque tengo la seguridad de que no me voy a matar.
¿Ha intentado suicidarse alguna vez, señor Zimmer?
No.
¿Lo ha pensado alguna vez?
Claro que lo he pensado. Si no, no sería humano.
¿A eso es a lo que ha venido? ¿Para marcharse de aquí con la receta de una droga agradable y eficaz que le permita suicidarse después?
Lo que busco es la inconsciencia, doctor, no la muerte. Las pastillas me harán dormir, y mientras esté inconsciente no tendré que pensar en lo que estoy haciendo. Estaré y al mismo tiempo no estaré allí, y en la medida en que no esté allí, estaré protegido.
¿Protegido de qué?
De mí mismo. Del horror de saber que no va a pasarme nada.
Espera usted un vuelo tranquilo, sin incidentes. Sigo sin ver por qué tiene miedo.
Porque lo tengo todo a mi favor. Voy a despegar y aterrizar sano y salvo, y una vez que llegue a mi destino bajaré del avión vivito y coleando. Mejor para mí, dice usted, pero con eso no haría sino escupir en todas mis convicciones. Insulto a los muertos, doctor. Reduzco una tragedia a una simple cuestión de mala suerte. ¿Me entiende ahora? Le digo a los muertos que han muerto para nada.
Lo comprendió. No lo dije con esas mismas palabras, pero aquel médico era de una inteligencia sutil y refinada, y pudo imaginarse lo demás sin que se lo explicara todo.
J. M. Singh, miembro del Real Colegio de Médicos, residente interno del Hospital de la Universidad de Georgetown, con su preciso acento británico y un pelo que le empezaba prematuramente a escasear, comprendió de pronto lo que estaba intentando decirle en aquel pequeño cubículo de luces fluorescentes y brillantes superficies de metal. Yo seguía sentado en la camilla de reconocimiento, abrochándome la camisa y mirando al suelo (no quería mirarlo a él, no quería arriesgarme a sufrir el bochorno de que se me salieran las lágrimas), y justo entonces, después de lo que me pareció un largo y embarazoso silencio, me puso la mano en el hombro. Lo siento, me dijo. Lo siento, de verdad.
Era la primera vez que alguien me tocaba desde hacía meses, y me pareció penoso, casi repulsivo, verme convertido en objeto de tanta compasión.
No quiero su compasión, doctor, le dije. Sólo quiero sus pastillas.
Se apartó con una ligera mueca, se fue a un rincón y se sentó en un taburete. Cuando terminé de remeterme la camisa, vi que sacaba el talonario de recetas del bolsillo de la bata blanca.
Voy a extenderle la receta, anunció, pero antes de que se vaya quiero pedirle que reconsidere su decisión. Me hago cargo de todo lo que ha tenido usted que pasar, señor Zimmer, y no me parece bien ponerle en una situación que pudiera causarle semejante tortura. Pero hay otras formas de viajar, ya sabe. Quizá sería mejor que evitase los aviones, de momento.
Ya le he estado dando vueltas a eso, repuse, y me he decidido en contra. Es que las distancias son muy grandes. Mi siguiente parada es Berkeley, California, y después tengo que ir a Londres y París. A la Costa Oeste se tarda tres días en tren. Multiplíquelo por dos para tener en cuenta el viaje de vuelta y añada otros diez días para cruzar el Atlántico y volver, y tendremos un mínimo de dieciséis días perdidos. ¿A qué me voy a dedicar en todo ese tiempo? ¿A mirar por la ventanilla y hartarme de paisajes?
Ir más despacio no sería mala cosa. Serviría para reducir un poco la tensión.
Pero eso es justamente lo que necesito, tensión. Si ahora perdiera empuje, me desmoronaría. Saldría volando en cien direcciones diferentes, y nunca sería capaz de recomponerme.
Había algo tan vehemente en la forma en que pronuncié esas palabras, tanta gravedad y enajenación en el tono de mi voz, que el médico casi sonrió; o al menos, pareció contener una sonrisa. Bueno, no dejaremos que pase eso, ¿verdad? Si está tan resuelto a volar, pues entonces adelante. Vuele usted, pero asegúrese de que sea en una sola dirección. Y con esa sarcástica observación, se sacó un bolígrafo del bolsillo y garabateó una serie de indescifrables trazos en el talonario. Aquí tiene, me dijo, arrancando la hoja y tendiéndomela. Su billete para Air Xanax.
Nunca he oído hablar de Xanax.
Es una droga eficaz, pero muy peligrosa. Siga las instrucciones de uso, señor Zimmer, y se convertirá en un zombi, en un ser sin personalidad, en un pedazo de carne sin conciencia. Podrá volar a través de continentes y océanos enteros y le garantizo que ni siquiera se enterará de que ya no sigue en tierra.
Al día siguiente por la tarde estaba en California. Menos de veinticuatro horas después entraba en una sala de proyección privada del Pacific Film Archive para ver otras dos comedias de Hector Mann. El lío del tango resultó ser una de sus producciones más desenfrenadas, más efervescentes; Casa y hogar, una de las más esmeradas. Pasé más de dos semanas viendo esas películas, volviendo todos los días a la sala a las diez en punto de la mañana, y cuando cerraron (en Navidad y Año Nuevo) seguí trabajando en el hotel, leyendo libros y repasando las notas para preparar la siguiente etapa del viaje. El siete de enero de 1986 me tragué otras cuantas pastillas mágicas del doctor Singh y cogí un avión de San Francisco a Londres en vuelo directo: nueve mil kilómetros sin escala en el Catatonia Express. Esta vez era necesario aumentar la dosis, pero temiendo que no fuese suficiente, justo antes de subir al avión me tomé otra pastilla más. Debería haberme guardado mucho de no seguir las instrucciones del médico, pero la idea de despertarme en pleno vuelo me aterrorizaba tanto que a punto estuve de caer en el sueño eterno.
En mi pasaporte viejo hay un sello que prueba que entré en Gran Bretaña el ocho de enero, pero no recuerdo nada del aterrizaje, de pasar por aduana ni de cómo llegué al hotel. Me desperté en una cama extraña el nueve de enero por la mañana, y ahí fue cuando mi vida empezó de nuevo. Nunca había perdido tan completamente la noción de mí mismo.
Quedaban cuatro películas -Vaqueros y Don Nadie en Londres; Peleles y El utilero, en París-, y comprendí que aquélla era mi única oportunidad de verlas. En caso necesario siempre podría volver a los archivos americanos, pero otro viaje al British Film Institute o a la Cinémathèque era totalmente impensable. Había logrado llegar a Europa, pero no tenía fuerzas para intentar lo imposible más de una vez. Por ese motivo, acabé pasando en Londres y París mucho más tiempo del que había previsto:
casi siete semanas en total, la mitad del invierno, agazapado en mi refugio como un animal enloquecido en su madriguera subterránea. Hasta aquel momento había sido concienzudo y minucioso, pero ahora el proyecto alcanzó otro grado de intensidad, una determinación rayana en lo obsesivo. Mi propósito aparente consistía en estudiar la filmografía de Hector Mann hasta sabérmela al dedillo, pero lo cierto era que estaba intentando concentrarme, aprendiendo a pensar exclusivamente en una sola cosa.
Llevaba la vida de un monomaniaco, pero era la única manera de seguir viviendo sin que terminara hecho polvo.
En febrero, cuando finalmente volví a Washington, combatí los efectos del Xanax durmiendo en un hotel del aeropuerto y luego, a primera hora de la mañana, recogí el coche en el aparcamiento de estancias largas y emprendí viaje a Nueva York. No me sentía con fuerzas para volver a Vermont. Si iba a escribir el libro, me hacía falta un sitio donde recluirme, y de todas las ciudades del mundo Nueva York me pareció la que menos me atacaría los nervios. Pasé cinco días buscando un apartamento en Manhattan, pero no encontré nada. Era en pleno apogeo de Wall Street, unos veinte meses antes de la crisis bursátil del 87, y escaseaban tanto los alquileres como los subarriendos. Al final acabé cruzando el puente a Brooklyn Heights y me quedé con lo primero que me enseñaron:
un apartamento de un dormitorio en la calle Pierrepont que habían puesto en alquiler aquella misma mañana. Era caro, sombrío y estaba mal distribuido, pero me daba con un canto en los dientes por haberlo encontrado. Compré un colchón para el dormitorio y una mesa y una silla para el cuarto de estar, y me instalé. El contrato de arrendamiento duraba un año. A contar a partir del primero de marzo, día en que empecé a escribir el libro.