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Antes del cuerpo, está la cara, y antes de la cara está la tenue línea negra entre la nariz y el labio superior. El bigote -filamento agitado de ansiedades, comba de saltos metafísicos, trémula hebra de azoramiento- es el sismógrafo de los estados de ánimo de Hector, y no sólo hace reír, sino que dice lo que Hector está pensando, permite realmente que el espectador acceda al mecanismo de sus pensamientos. Intervienen otros elementos -los ojos, la boca, los bandazos y traspiés sutilmente calculados-, pero el bigote es el instrumento de comunicación, y aunque hable un lenguaje sin palabras, sus sacudidas y estremecimientos son tan claros y comprensibles como un mensaje transmitido en alfabeto Morse.

Nada de eso sería posible sin la intervención de la cámara. La intimidad del bigote parlante es creación del objetivo. En todas las películas de Hector, el ángulo cambia en diversos momentos, y un primer plano sucede de pronto a un plano general o medio. El rostro de Hector llena la pantalla y, suprimida ya toda referencia al entorno, el bigote se convierte en el centro del mundo. Empieza a moverse, y como Hector es capaz de controlar los demás músculos de la cara, el bigote parece moverse por sí solo, como un animalito dotado de conciencia y voluntad independiente. Las comisuras de los labios se curvan un poco, las aletas de la nariz se ensanchan apenas, pero mientras el bigote lleva a cabo sus grotescos virajes, el rostro permanece esencialmente quieto, y en esa inmovilidad se ve uno como en un espejo, porque en esos momentos es cuando Hector se muestra más plena y convincentemente humano, como un reflejo de lo que somos todos cuando estamos solos con nosotros mismos. Las secuencias en primer plano están reservadas para los pasajes críticos de la historia, las coyunturas de mayor tensión o sorpresa, y nunca duran más de cuatro o cinco segundos.

Cuando aparecen, todo lo demás se detiene. El bigote se lanza a su soliloquio, y en esos pocos momentos preciosos la acción da paso al pensamiento. Podemos leer lo que ocurre en la mente de Hector como si estuviera escrito con todas las letras en la pantalla, y antes de que desaparezcan, esas letras no son menos visibles que un edificio, un piano o un pastel en la cara.

En movimiento, el bigote es un instrumento para expresar lo que todo hombre piensa. En reposo, es algo más que un adorno. Señala el lugar de Hector en el mundo, establece el tipo de personaje que debe representar, y define quién es a ojos de los demás; pero sólo pertenece a un hombre, y como se trata de un bigotito absurdamente fino y grasiento, no puede caber duda alguna de quién es ese hombre. Es el caballero sudamericano, el latin lover, el pícaro de tez morena con sangre ardiente corriendo por sus venas. Añádase el pelo lacio y brillante peinado hacia atrás y el omnipresente traje blanco, y el resultado es una inequívoca mezcla de elegancia y dinamismo. Ésa es la clave de las imágenes. El sentido se comprende de una sola ojeada, y como una cosa va dando inevitablemente paso a otra en ese universo minado de bromas, donde las alcantarillas no tienen tapadera y los cigarros puros explotan, en cuanto se ve a un hombre vestido de blanco paseando por la calle ya se sabe que el traje le va a causar problemas.

Después del bigote, el traje es el elemento más importante del repertorio de Hector. El bigote es el vínculo con su fuero interno, una metonimia de impulsos, cogitaciones y tormentas mentales. El traje encarna su relación con el mundo social, y con su brillo de bola de billar resaltando entre los grises y negros que lo rodean, atrae la mirada como un imán. Hector lleva ese traje en todas las películas, y en cada una de ellas hay al menos una situación prolongada que gira en torno a los peligros que entraña mantenerlo limpio. Barro y aceite de coche, melaza y salsa de espaguetis, hollín de la chimenea y charcos que salpican: en uno u otro momento, todo líquido negruzco, toda sustancia oscura amenaza con manchar la prístina dignidad del traje de Hector. Es la posesión de la que se siente más orgulloso, y lo lleva con ese aire atildado y cosmopolita del hombre que sale a la calle a impresionar al mundo. Se lo pone todas las mañanas, del mismo modo que un caballero andante se reviste de su armadura, preparándose para las batallas que la sociedad le tenga reservadas para ese día, y ni una sola vez se detiene a considerar que está logrando lo contrario de lo que pretende. No se está protegiendo de los posibles tropiezos, se está convirtiendo en un objetivo, en el centro de todos los contratiempos que puedan ocurrir en un radio de cien metros en torno a su persona. El traje blanco es una señal de la vulnerabilidad de Hector, y confiere cierto patetismo a las bromas que el mundo le gasta. Obstinado en su elegancia, aferrado a la convicción de que el traje lo transforma en el hombre más deseable y seductor, Hector eleva su propia vanidad a una causa con la que los espectadores pueden simpatizar. Hay que fijarse en cómo se quita motas de imaginario polvo de la chaqueta mientras llama al timbre de la casa de su novia en Doble o nada, para comprender que ya no se está viendo una demostración de amor propio: se contemplan los tormentos derivados de la timidez.

El traje blanco convierte a Hector en un desvalido. Pone al público de su parte, y en cuanto un actor logra eso, ya puede hacer lo que le dé la gana.

Era demasiado alto para hacer simplemente de payaso, demasiado atractivo para interpretar el papel de ingenuo apocado, como tantos otros cómicos. Con sus expresivos ojos negros y su elegante nariz, Hector tenía aspecto de un primer actor mediocre, un personaje romántico y resultón que se había metido por equivocación en el plató donde se rodaba otra película. Era plenamente adulto, y la presencia misma de una persona así parecía ser contraria a las normas establecidas de la comedia. Los actores graciosos tenían que ser bajitos, contrahechos o gordos.

Eran pillines y bufones, necios y parias, niños disfrazados de mayores o adultos con mentalidad infantil. No hay más que pensar en la juvenil redondez de Arbuckle, su timidez, la sonrisa tonta en los labios pintados, feminizados. Recordad el dedo índice que se lleva a la boca cada vez que le mira una chica. Repasad la lista de objetos de utilería y vestuario que forjaron la carrera de reconocidos maestros: el vagabundo de Chaplin, con los desmadejados zapatos y la harapienta ropa; el tímido de Lloyd, con sus gafas de montura de concha; el atontado de Keaton, de sombrero chato y facciones inertes; el imbécil de Langdon, de piel blanca como la tiza. Todos son inadaptados sociales, y como esos personajes no pueden ni amenazarnos ni ser merecedores de envidia, les deseamos suerte para que triunfen sobre sus enemigos y conquisten el corazón de la chica. El único problema es que no saben qué hacer con la chica una vez que se quedan a solas con ella.

Con Hector nunca nos asaltan esas dudas. Cuando guiña el ojo a la chica, lo más probable es que ella se lo guiñe a su vez. Y en ese momento está claro que ninguno de los dos está pensando en boda.

La risa, sin embargo, no está ni mucho menos garantizada. Hector no es lo que pudiera llamarse un personaje encantador, y tampoco alguien que necesariamente inspire compasión. Si logra conquistar la simpatía del espectador es porque nunca sabe cuándo renunciar. Trabajador y sociable, perfecta encarnación de l’homme moyen sensuel, no está en desacuerdo con el mundo, sino que es más bien una víctima de las circunstancias, un hombre con una inagotable habilidad para atraer la mala suerte. Hector siempre tiene un plan en la cabeza, un motivo que justifica sus actos, pero siempre ocurre algo que le impide realizar su objetivo. Sus películas están erizadas de extraños incidentes físicos, descabelladas averías mecánicas, objetos que se niegan a comportarse como deberían. Una persona con menos confianza en sí misma se dejaría derrotar por esos inconvenientes, pero aparte de algún que otro estallido de exasperación (limitado a los monólogos del bigote), Hector nunca se queja. Hay puertas que le pillan los dedos al cerrarse de golpe, abejas que le pican en el cuello, estatuas que le caen en la punta del pie, pero una y otra vez se sobrepone a sus infortunios y continúa su camino. Se le empieza a admirar por su perseverancia, por la tranquilidad de espíritu que se apodera de él frente a la adversidad, pero lo que mantiene la atención del espectador es la forma en que se mueve. Hector es capaz de cautivar a cualquiera con un solo gesto entre mil. Vivaracho y ágil, desenfadado hasta rozar la indiferencia, se abre paso en la carrera de obstáculos de la vida sin la menor muestra de torpeza ni miedo, deslumbrando al espectador con sus cabriolas y regates, sus súbitas piruetas y convulsas pavanas, sus reacciones tardías, triples saltos y contoneos de bailarín de rumba. No hay más que observar el tamborileo, la impaciencia de los dedos, los suspiros, tan hábilmente calculados, la leve inclinación de cabeza cuando algo inesperado le llama la atención. Esas diminutas acrobacias caracterizan al personaje, pero también se disfrutan por sí solas. Incluso cuando el papel matamoscas le sobresale bajo la suela del zapato y el niño de la casa acaba inmovilizándolo con un lazo (amarrándole los brazos a los costados), Hector se mueve con insólita gracia y compostura, no dudando ni un momento de que pronto podrá salir del apuro; aunque le esté esperando el siguiente en la habitación de al lado. Mala suerte para Hector, desde luego, pero así son las cosas. Lo que importa no es la habilidad para evitar los problemas, sino la manera en que se enfrenta uno a ellos cuando se presentan.

La mayoría de las veces, Hector se encuentra en lo más bajo de la escala social. Sólo está casado en dos de sus películas (Casa y hogar y Don Nadie), y salvo por el detective privado que interpreta en El fisgón y el papel de mago ambulante en Vaqueros, es un patán contratado para realizar trabajos ingratos, modestos y mal retribuidos. Camarero en El Jockey Club, chófer en Fin de semana en el campo, vendedor a domicilio en Peleles, profesor de baile en El lío del tango, empleado de banca en La cuenta del contable, Hector suele presentarse como un joven que empieza a abrirse camino en la vida. Sus perspectivas distan mucho de ser prometedoras, pero nunca da la impresión de ser un fracasado. Se comporta con demasiado orgullo para eso, y al verle trabajar, con ese aire de seguridad y competencia de quien tiene confianza en sus propios conocimientos, se comprende que es una persona destinada al éxito. En consecuencia, la mayoría de las películas de Hector termina de dos maneras; o conquista a la chica o realiza un acto de heroísmo que llama la atención de su jefe. Y si su jefe es demasiado burro para darse cuenta (los ricos y las personas influyentes quedan casi siempre como estúpidos), la chica verá lo que ha pasado y eso será recompensa suficiente. Siempre que debe elegirse entre el amor y el dinero, el amor tendrá la última palabra. Trabajando de camarero en El Jockey Club, por ejemplo, Hector consigue pescar a un ladrón de joyas mientras sirve varias mesas de borrachos que asisten a un banquete en honor de una campeona de aviación, Wanda McNoon. Con la mano izquierda, deja sin sentido al ladrón con una botella de champán; con la derecha, sirve el postre en la mesa al mismo tiempo, y como el corcho sale disparado de la botella y el jefe de camareros recibe una ducha con un litro más o menos de Veuve Clicquot, Hector se queda sin trabajo. Pero no importa. La chispeante Wanda es testigo presencial de la hazaña de Hector. Le pasa con disimulo su número de teléfono, y en la escena final suben los dos al avión de ella y salen volando hacia las nubes.

De conducta imprevisible, lleno de impulsos y deseos contradictorios, el personaje de Hector está trazado con demasiada complejidad para que nos sintamos enteramente cómodos en su compañía. No es un personaje de repertorio ni un tipo normal, y por cada una de sus acciones que nos parezca lógica, siempre hay otra que nos confunde y nos deja desconcertados. Hace gala de la esforzada ambición de un inmigrante curtido, de una persona resuelta a superar todos los obstáculos y abrirse paso en la jungla norteamericana, pero la simple visión de una mujer hermosa es suficiente para apartarlo completamente de su camino, dispersando a los cuatro vientos sus bien trazados planes. Hector tiene la misma personalidad en todas sus películas, pero sus preferencias no tienen una jerarquía fija, no hay manera de saber cuál será su próximo capricho. A la vez hombre del pueblo y aristócrata, materialista y romántico, es un hombre de modales precisos, puntillosos, que nunca vacila en hacer grandes gestos. Entregará la última moneda que le quede a un mendigo de la calle, pero no le moverá tanto la caridad o la compasión como la poesía del acto mismo. Por mucho que trabaje, sea cual sea la diligencia que aplique a la realización de las ínfimas y a menudo absurdas tareas que le asignan, Hector transmite una sensación de distanciamiento, como si en cierto modo se estuviera burlando de sí mismo y felicitándose a la vez. Parece vivir en un estado de irónico desconcierto, participando en el mundo al tiempo que lo observa desde muy lejos. En la que quizá sea su mejor obra, El utilero, convierte esos dos puntos de vista opuestos en un principio unificado del caos. Era el noveno cortometraje de la serie, y Hector interpreta al director de escena de un pequeño y zarrapastroso grupo de teatro. La compañía recala en un pueblo llamado Wishbone Falls para representar durante tres días A caballo regalado no se le mira el diente, comedia de enredo del conocido dramaturgo francés Jean-Pierre Saint-Jean de la Pierre. Cuando abren el camión para descargar los decorados y meterlos en el teatro, descubren que han desaparecido. ¿Qué hacer? Sin ellos no pueden representar la obra. Hay que amueblar toda una sala de estar, por no mencionar la falta de otros accesorios importantes: una pistola, un collar de diamantes y un cerdo asado. A las ocho de la tarde del día siguiente se levantará el telón, y a menos que puedan crear un decorado de la nada, la compañía dejará de existir. El director del grupo, un presuntuoso fanfarrón con un pañuelo al cuello y un monóculo en el ojo izquierdo, mira en la parte de atrás del camión, le da un soponcio y se queda como muerto. El asunto pasa a las manos de Hector. Después de unas breves pero incisivas observaciones de su bigote, sopesa la situación con calma, se alisa la pechera de su inmaculado traje blanco y se dispone resueltamente a ocuparse del asunto. Durante los siguientes nueve minutos y medio, la película se convierte en una ilustración de la famosa consigna anarquista de Proudhon: toda propiedad es un robo. En una serie de breves y frenéticos episodios, Hector corre de un lado para otro y roba la utilería. Vemos cómo intercepta una entrega de muebles al almacén de una galería comercial y se apodera de mesas, sillas y lámparas, que carga en su propio camión y conduce rápidamente al teatro. Roba cubiertos de plata, copas y un servicio completo de porcelana en la cocina de un hotel. Logra pasar a la trastienda de una carnicería con una falsa hoja de pedido de un restaurante de la ciudad y sale con la canal de un cerdo cargada al hombro. Por la noche, en una fiesta que dan a los actores los ciudadanos más importantes de la localidad, le quita al sheriff el revólver de la cartuchera. Poco después, abre hábilmente el pasador de un collar que lleva una mujer rechoncha de mediana edad, extasiada bajo los efectos de su encanto seductor. Nunca se muestra tan zalamero como en esta escena. Despreciable en sus simulaciones, odioso en la hipocresía de su ardor, también aparece como un bandido heroico, un idealista dispuesto a sacrificarse por el bien de la causa. Nos repelen sus tácticas, pero al mismo tiempo rezamos para que le salga bien el robo. El espectáculo tiene que proseguir, y si Hector no logra embolsarse las alhajas, se acabó la función. Para complicar la intriga aún más, Hector acaba de ver a la guapa de la ciudad (hija del sheriff, para más casualidad), e incluso sin interrumpir su asalto amoroso a la rolliza matrona, empieza a hacerle ojitos a escondidas a la joven belleza. Afortunadamente, Hector y su víctima se encuentran detrás de una cortina de terciopelo. Está echada hasta la mitad, tapando el hueco que separa el vestíbulo del salón, y como Hector está situado a este lado de la mujer y no al otro, puede mirar al salón con sólo inclinar un poco la cabeza a la izquierda. Pero la mujer permanece oculta a la vista, y aun cuando Hector alcanza a ver a la chica y la chica puede ver a Hector, ella no sabe que la mujer está allí. Eso permite a Hector perseguir sus dos objetivos a la vez -la falsa y la verdadera seducción-, y cómo juega con ambos elementos al mismo tiempo, contraponiéndolos en una sabia mezcla de planos y ángulos de cámara, cada uno de ellos hace que el otro resulte más cómico de lo que habría sido por sí solo. Ésa es la esencia del estilo de Hector.

Nunca se conforma con una sola gracia. En cuanto se ha establecido una situación, hay que añadir otro toque de humor, y luego un tercero y posiblemente hasta un cuarto.

Los gags de Hector se despliegan como composiciones musicales, formando una confluencia de líneas y voces contrastantes, y cuantas más voces interactúan en el Conjunto, más precario e inestable resulta el mundo. En El utilero, Hector hace cosquillas en la nuca a la mujer detrás de la cortina, juega al cucú-trastrás con la chica en la otra habitación, y acaba escamoteando el collar cuando pasa un camarero y tropieza con el borde del vestido de la mujer, vertiéndole en la espalda toda una bandeja de bebidas, lo que da a Hector el tiempo preciso para desabrochar el cierre. Ha logrado lo que se proponía; pero sólo por casualidad, salvado una vez más por la imprevisible rebeldía de lo material.

A la tarde siguiente se levanta el telón, y la representación es un éxito clamoroso. El carnicero, el dueño de los grandes almacenes, el sheriff y la gorda están, sin embargo, entre el público y justo cuando los actores salen a saludar y a lanzar besos a la entusiasta multitud, un agente de policía le pone a Hector las esposas para llevárselo a la cárcel. Pero Hector está feliz, y no da la más mínima muestra de arrepentimiento. Ha salvado la función, y ni siquiera la amenaza de perder la libertad hace mella en su triunfo. A cualquiera que conozca las dificultades con que Hector se encontraba mientras rodaba sus películas, le resulta imposible no interpretar El utilero como una parábola de su vida, marcada por el contrato con Seymour Hunt y las batallas libradas en Kaleidoscope Pictures para realizar su obra. Cuando se lleva todas las de perder, la única manera de ganar es rompiendo las reglas. Se ponen todos los medios en práctica, como suele decirse, y si a uno le terminan cogiendo con las manos en la masa, al menos se pierde luchando por una buena causa.

Ese jubiloso desdén hacia las consecuencias cobra un matiz sombrío en el undécimo film de Hector, Don Nadie. Ya se le estaba acabando el tiempo, y debía de saber que, una vez vencido el contrato, su carrera tocaría a su fin. Estaba llegando el sonoro. Eran cosas de la vida, un hecho inevitable que sin duda acabaría con todo lo realizado anteriormente, y el arte que Hector tanto se había esforzado en dominar dejaría de existir. Aunque hubiese sido capaz de transformar sus ideas para adaptarse al nuevo estilo, no le habría servido de nada. Hector hablaba con marcado acento español, y en cuanto abriera la boca, el público norteamericano lo rechazaría. En Don Nadie se permite un toque de amargura. El futuro era sombrío, y el presente estaba empañado por los crecientes problemas financieros de Hunt. De un mes a otro, los estragos se extendían a todas las actividades de Kaleidoscope. Se recortaban los presupuestos, no se pagaban los salarios y los elevados intereses de los préstamos a corto plazo dejaban a Hunt en una continua necesidad de liquidez. Pedía prestado a las distribuidoras con la garantía de los futuros ingresos de taquilla, y cuando incumplió varios de esos compromisos, los cines se negaron a proyectar sus películas En aquellos momentos Hector estaba realizando sus mejores obras, pero lo triste del caso era que cada vez llegaban a un público más reducido.

Don Nadie es una respuesta a esa creciente frustración. El villano de la historia se llama C. Lester Chase, y una vez que se descifran los orígenes del extraño y artificial nombre de ese personaje, resulta difícil no verlo como un doble de Hunt. Si se traduce hunt al francés, tendremos chasse (caza); si quitamos la segunda s de chasse, acabaremos con chase (persecución). Si luego nos damos cuenta de que Seymour se lee igual que see more (ve más), y de que Lester puede abreviarse en Les (menos), lo que convierte C. Lester en C. Les-see less (ve menos), todo salta claramente a la vista. Chase es el personaje más malintencionado de todas las películas de Hector. Su único objetivo es destruir a Hector y despojarlo de su identidad, y pone su plan en práctica no disparándole un balazo en la espalda ni clavándole un cuchillo en el corazón, sino dándole a beber una poción mágica que le hace invisible. Eso es, efectivamente, lo que Hunt hizo con la carrera cinematográfica de Hector. Lo hacía aparecer en pantalla y luego todo eran impedimentos para que la gente lo viera.

Hector no desaparece en Don Nadie, pero en cuanto se bebe la poción, nadie lo vuelve a ver. Sigue ahí, frente a nuestros ojos, pero los demás personajes de la película permanecen ciegos a su presencia. Se pone a saltar, agita los brazos, se desnuda en una esquina muy concurrida, pero nadie lo ve. Cuando grita a alguien a la cara, no se oye su voz. Es un fantasma de carne y hueso, un hombre que ha dejado de serlo. Sigue viviendo en el mundo, pero en el mundo ya no hay sitio para él. Lo han asesinado, pero nadie tiene la cortesía ni la amabilidad de quitarle la vida. Simplemente lo han borrado del mapa.

Es la primera y la única vez que Hector se presenta como un hombre adinerado. En Don Nadie tiene todo lo que una persona puede desear: una mujer hermosa, dos hijos pequeños y una enorme mansión con personal de servicio al completo. En la escena inicial, Hector está desayunando con su familia. Hay unos espléndidos efectos cómicos que giran en torno al hecho de untar mantequilla en una tostada y una avispa que aterriza en un frasco de mermelada, pero el propósito narrativo de la secuencia es presentarnos una estampa de felicidad. Nos están preparando para todas las calamidades que van a ocurrir, y sin esa visión de la vida privada de Hector (matrimonio ideal, hijos perfectos, armonía doméstica en su forma más idílica), los funestos acontecimientos que se avecinan no tendrían el mismo impacto. Dadas las circunstancias, lo que sucede a Hector nos deja anonadados. Se despide de su esposa con un beso, y en cuanto le da la espalda y sale de su casa, se mete de cabeza en una pesadilla.

Hector es fundador y presidente de una floreciente empresa de refrescos, la Fizzy Pop Beverage Corporation.

Chase es vicepresidente y consejero de la compañía, supuestamente su mejor amigo. Pero Chase ha contraído enormes deudas de juego y los prestamistas le acosan para que pague lo que debe o se atenga a las consecuencias.

Cuando Hector llega aquella mañana a la oficina y saluda a los empleados, Chase está en otro despacho hablando con dos tipos con aspecto de matones. No os preocupéis, les dice. Tendréis el dinero este fin de semana. Para entonces ya me habré hecho con el control de la empresa, y sólo las existencias valen millones. Los matones consienten en darle un poco más de tiempo. Pero es tu última oportunidad, le advierten. Otro retraso y te encontrarás nadando con los peces en el fondo del río. Los hombres se marchan pisando fuerte. Chase se limpia el sudor de la frente y deja escapar un prolongado suspiro. Luego saca una carta del primer cajón de su escritorio. La mira un momento y parece enormemente satisfecho. Con una malévola sonrisita, la dobla y se la guarda en el bolsillo interior de la chaqueta. Indudablemente, las cosas marchan; pero no sabemos en qué dirección.

Corte al despacho de Hector. Entra Chase con algo que parece un termo grande y pregunta a Hector si le apetece probar el nuevo sabor. ¿Cómo se llama?, pregunta Hector. Jazzmatazz, contesta Chase, y Hector hace un signo de aprobación con la cabeza, impresionado por el pegadizo soniquete de la palabra. Sin sospechar nada, deja que Chase le sirva una generosa muestra del nuevo brebaje. Mientras Hector coge el vaso, Chase, muy atento, le observa con un destello en la mirada, esperando que el venenoso menjunje haga su efecto. En un primer plano medio, Hector se lleva el vaso a los labios y, vacilante, toma un pequeño trago. Arruga la nariz con desaprobación, pone los ojos como platos, le titila el bigote. El tono es absolutamente cómico, pero cuando, ante la insistencia de Chase, Hector se lleva el vaso a la boca para dar un segundo trago, las siniestras implicaciones de Jazzmatazz se van haciendo cada vez más evidentes. Hector ingiere otra dosis de la bebida. Chasquea los labios, sonríe a Chase y luego sacude la cabeza, como sugiriendo que al sabor le falta algo. Sin hacer caso de la crítica de su jefe, Chase baja la vista y mira el reloj, abre la mano derecha y empieza a contar cinco segundos con los dedos. Hector está desconcertado. Pero, antes de que pueda decir algo, Chase llega al quinto y último segundo, y de buenas a primeras, sin previo aviso, Hector se precipita hacia delante golpeándose la cabeza contra el tablero de la mesa. Suponemos que la bebida le ha dejado sin sentido, que va a permanecer un tiempo inconsciente, pero mientras Chase se queda mirándolo con ojos implacables y sin expresión, Hector empieza a desaparecer. Primero los brazos, que van perdiendo intensidad hasta desvanecerse en la pantalla, luego el torso y finalmente la cabeza. Un trozo de su cuerpo va siguiendo a otro hasta que todo él se disuelve en el aire. Chase sale del despacho y cierra la puerta. Haciendo una pausa en el corredor para saborear su triunfo, apoya la espalda en la puerta y sonríe. Aparece un letrero que dice: Adiós, Hector. Ha sido un placer conocerte.

Chase sale de cuadro. Una vez que desaparece de escena, la cámara se detiene unos momentos frente a la puerta, y luego, muy despacio, empieza a introducirse por el agujero de la cerradura. Es una toma encantadora, llena de misterio y expectación, y al tiempo que la abertura se va ensanchando, llenando la pantalla cada vez más, nuestra mirada va entrando en el despacho de Hector. Un momento después ya estamos dentro, y como esperamos encontrarlo vacío, nos llevamos una sorpresa ante lo que la cámara nos revela. Vemos a Hector derrumbado sobre el escritorio. Sigue sin conocimiento, pero vuelve a ser visible, y mientras tratamos de asimilar ese súbito y milagroso cambio sólo podemos llegar a una conclusión. Debe de haberse pasado el efecto de la pócima. Acabamos de ver cómo desaparecía, y si ahora estamos en condiciones de verlo de nuevo, es que el brebaje era menos fuerte de lo que pensábamos.

Hector empieza a despertarse. Nos reconforta ese signo de vida, volvemos a terreno seguro. Suponemos que se ha restablecido el orden en el universo y que Hector se dedicará ahora a vengarse de Chase y a desenmascararlo por sinvergüenza. Durante los veintitantos segundos siguientes, realiza uno de sus más sabrosos y expresivos números cómicos. Como quien intenta librarse de una buena resaca, se levanta del sillón, atontado y confuso, y empieza a deambular haciendo eses por el despacho. Nos reímos. Damos crédito a nuestros ojos y, confiados en que Hector ha vuelto a la normalidad, nos hace gracia ese espectáculo de traspiés y rodillas temblorosas por el mareo.

Pero entonces Hector se dirige al espejo que cuelga de la pared, y todo vuelve a cambiar. Quiere verse. Quiere peinarse y ajustarse la corbata, pero cuando mira al óvalo liso y reluciente del cristal, su cara no está allí. No tiene reflejo. Se palpa para asegurarse de que es real, para confirmar que su cuerpo es tangible, pero cuando mira de nuevo al espejo, sigue sin poder verse. Se queda perplejo, pero no le entra el pánico. A lo mejor es el espejo, que tiene algún defecto.

Sale al pasillo. En ese momento pasa una secretaria, cargada con un montón de papeles. Hector le sonríe, saludándola con la mano, pero ella parece no darse cuenta.

Hector se encoge de hombros. Justo entonces, dos jóvenes empleados aparecen en sentido contrario. Hector les hace una mueca, gruñe. Saca la lengua. Uno de los empleados señala la puerta del despacho de Hector, ¿Todavía no ha venido el jefe?, pregunta. No sé, contesta el otro. No lo he visto. Cuando pronuncia esas palabras, desde luego, Hector está justo delante de él, a no más de quince centímetros de sus narices.

Cambio de escena, al salón de la casa de Hector. Su mujer deambula por la estancia, retorciéndose las manos, llorando y enjugándose las lágrimas con un pañuelo. No hay duda de que se ha enterado de la desaparición de su marido. Entra Chase, el ignominioso C. Lester Chase, autor de la diabólica trama para despojar a Hector de su imperio de refrescos. Pretende consolar a la pobre mujer, dándole palmaditas en la espalda y sacudiendo la cabeza con falsa desesperación. Saca la misteriosa carta del bolsillo interior de la chaqueta y se la tiende a ella, explicandole que la ha encontrado por la mañana sobre el escritorio de Hector. Corte a un primerísimo plano de un extracto de la carta. Queridísima mía, leemos. Te ruego que me perdones. El médico dice que padezco una enfermedad mortal y sólo me quedan dos meses de vida. Para evitarte esa agonía, he decidido acabar ya. No te preocupes por el negocio. Con Chase, la empresa está en buenas manos. Siempre te querré. Hector. Esos engaños y mentiras no tardan en surtir efecto. En la siguiente toma, vemos que la carta resbala de los dedos de la mujer y cae revoloteando al suelo. Todo eso es demasiado para ella. El mundo se ha vuelto del revés, y lo que contenía se ha roto. Menos de un segundo después, se desmaya.

La cámara la sigue en su caída, y luego la imagen de su cuerpo tendido, inerte, se disuelve en un plano largo de Hector. Ha salido de la oficina y deambula por la calle, intentando comprender el extraño y terrible acontecimiento que acaba de sucederle. Para demostrar que no queda la más remota esperanza, se detiene en un cruce muy transitado y se queda en calzoncillos. Realiza una pequeña danza, camina con las manos, enseña el trasero a los coches que pasan, y como nadie le presta la menor atención, vuelve a vestirse con desánimo y se aleja arrastrando los pies. A partir de entonces, Hector parece resignarse a su destino. No se dedica a luchar contra su estado, sino más bien a tratar de entenderlo, y en vez de buscar un medio que le vuelva visible de nuevo (enfrentándose a Chase, por ejemplo, o intentando encontrar un antídoto que anule los efectos del brebaje), se dedica a hacer una serie de experimentos extraños e impulsivos, una investigación sobre quién es y en lo que se ha convertido. Inesperadamente, con un rápido movimiento de la mano, quita de golpe el sombrero a un viandante. De modo que así son las cosas, parece decirse Hector. Aunque sea invisible para todos los que le rodean, su cuerpo aún puede relacionarse con el mundo. Se acerca otro transeúnte. Hector le pone la zancadilla y lo hace tropezar. Sí, no cabe duda de que su hipótesis es acertada, pero eso no significa que no haga falta investigar más. Empezando a tomarle gusto a la tarea, coge el borde del vestido de una mujer, lo levanta y le examina las piernas. Besa a otra en la mejilla, y a una tercera en los labios. Tacha las letras de una señal de stop y, un momento después, un motorista se estampa contra un tranvía. Se acerca sigilosamente a dos hombres y, dándoles golpecitos en la espalda y patadas en las espinillas, provoca una pelea. Hay algo cruel e infantil en esas travesuras, pero también resultan agradables de ver, y cada una de ellas añade otro elemento al creciente conjunto de pruebas. Entonces, al recoger una pelota de béisbol perdida que corre hacia él por la acera, Hector hace su segundo descubrimiento importante. En cuanto un hombre invisible coge algo, el objeto desaparece de la vista. No se queda flotando en el aire; se lo traga el vacío, la misma nada que envuelve al hombre, y en el momento en que entra en esa esfera embrujada, se evapora. El niño que ha perdido la pelota corre al sitio donde cree que debe de haber aterrizado. Las leyes de la física estipulan que la pelota debe estar allí, pero no está. El niño no entiende nada. Al verlo, Hector deja la pelota en el suelo y se marcha. El niño mira al suelo y, quién lo iba a decir, la pelota aparece allí, parada a sus pies. ¿Qué demonios ha ocurrido? El pequeño episodio concluye con un primer plano del perplejo rostro del niño.

Hector dobla la esquina y sigue andando por el siguiente bulevar. Casi inmediatamente se encuentra con un espectáculo repulsivo, algo que puede hacerle hervir la sangre a cualquiera. Un señor grueso y bien vestido está robando un ejemplar del Morning Chronicle a un vendedor de periódicos ciego. El cliente se ha quedado sin monedas y como tiene prisa, y está demasiado apurado para cambiar un billete, se limita a coger un periódico y largarse. Indignado, Hector echa a correr tras él, y cuando el hombre se para en una esquina a esperar a que cambie el semáforo, le sustrae la cartera. La escena resulta a la vez divertida e inquietante. No sentimos la menor pena por la víctima, pero nos quedamos atónitos por la despreocupación con que Hector se ha tomado la justicia por su mano. Ni siquiera cuando regresa hacia el quiosco y devuelve el dinero al vendedor ciego, nos quedamos tranquilos. A raíz del robo, pasamos unos momentos creyendo que Hector va a quedarse con el dinero, y en ese pequeño y sombrío intervalo comprendemos que no ha robado al hombre gordo para enmendar una injusticia, sino sencillamente porque sabía que no iba a pasarle nada. Su generoso acto es simplemente algo que se le ocurrió después. Para él ya todo es posible, y no tiene que someterse a las normas. Puede hacer el bien si así lo quiere, pero también puede hacer el mal, y en ese momento no tenemos la menor idea del camino que va a tomar.

En casa de Hector, su mujer se ha metido en la cama.

En la oficina, Chase abre una caja fuerte y saca un abultado paquete de acciones. Se sienta frente al escritorio y empieza a contarlas.

Mientras, Hector está a punto de cometer su primer delito grave. Entra en una joyería y, delante de media docena de testigos que no le ven, nuestro impalpable y desconsiderado héroe desvalija una vitrina y se llena tranquilamente los bolsillos con puñados de relojes, collares y sortijas. Tiene un aire a la vez divertido y resuelto, y se dedica a la tarea con una tenue pero perceptible sonrisa en la comisura de los labios. Parece un acto caprichoso realizado con total frialdad, y por las pruebas que se nos presentan ante los ojos no tenemos más remedio que concluir que Hector está perdido.

Sale de la tienda. Inexplicablemente, lo primero que hace es ir derecho a un cubo de basura que hay al borde de la acera. Mete bien el brazo entre los desperdicios y saca una bolsa de papel. Está claro que él mismo la ha metido allí, pero aunque está llena de algo, no sabemos lo que es. Cuando vuelve frente a la joyería, abre la bolsa y empieza a esparcir una sustancia pulverizada por la acera, nos quedamos completamente perplejos. Podría ser tierra, podría ser ceniza, podría ser pólvora; pero, sea lo que sea, no tiene sentido que Hector lo esté echando por el suelo.

En cuestión de segundos, una fina línea oscura se extiende desde la entrada de la joyería hasta el bordillo de la acera. Cuando termina, Hector se adentra en la calzada.

Sorteando coches, esquivando tranvías, dando saltos que alternativamente le libran del peligro y lo ponen en apuros, sigue vaciando la bolsa a medida que cruza la calle, como un campesino enloquecido que pretendiera plantar una hilera de semillas. La línea cruza ahora la avenida.

Cuando Hector se sube al bordillo de la acera de enfrente y sigue extendiendo la línea, caemos de pronto en la cuenta. Está dejando un rastro. Todavía no sabemos adonde llevará, pero cuando abre el portal del edificio que tiene delante y desaparece por el umbral, sospechamos que estamos a punto de ser víctimas de otra jugarreta. El portal se cierra tras él, y el ángulo cambia bruscamente.

Vemos un plano general del edificio donde Hector acaba de entrar: la sede de la Fizzy Pop Beverage.

A partir de entonces se acelera la acción. En una agitación de rápidas secuencias expositivas, el gerente de la joyería descubre que le han robado, sale corriendo a la acera, para a un policía, y entonces, con gestos precipitados, dictados por el pánico, explica lo que ha pasado. El policía baja la vista, advierte la línea negra en la acera y la sigue luego con los ojos hasta el edificio de la Fizzy Pop, al otro lado de la calle. Parece una pista, dice. Veamos adonde lleva, sugiere el gerente, y ambos echan a andar hacia el edificio.

Plano de Hector. Ahora va por un pasillo, dando con mucho esmero los últimos toques a su rastro. Llega a la puerta de un despacho y, mientras vacía los últimos granos de polvo en la parte exterior del umbral, la cámara se inclina hacia arriba para mostrarnos el letrero escrito en el dintel: C. LESTER CHASE, VICEPRESIDENTE. Justo entonces, con Hector aún en cuclillas, la puerta se abre de golpe y sale el propio Chase. Hector logra retroceder en el último segundo -antes de que Chase tropiece con él-, y entonces, cuando la puerta empieza a cerrarse, se introduce por la abertura y entra en el despacho andando como un pato. Incluso cuando el melodrama se acerca a su punto culminante, Hector sigue acumulando las situaciones cómicas. Solo en el despacho, ve las acciones esparcidas sobre la mesa de Chase. Las recoge, iguala los bordes con aire meticuloso y se las guarda en la chaqueta. Luego, con una serie de rápidos y entrecortados movimientos, se va metiendo las manos en los bolsillos para sacar las joyas, dejando sobre el cartapacio de Chase un cúmulo de artículos robados. En cuanto el último anillo pasa a engrosar la colección, vuelve Chase, frotándose las manos y con aspecto de estar sumamente satisfecho consigo mismo.

Hector retrocede. Ya ha terminado su tarea, y lo único que le queda es observar lo que se le viene encima a su enemigo.

Todo ocurre en un remolino de desconcierto y confusión, de justicia hecha y justicia burlada. Al principio, las joyas distraen a Chase, que no se da cuenta de que las acciones han desaparecido. Pierde tiempo sin hacer nada, y cuando por fin mete la mano bajo el reluciente montón y comprueba que las acciones no están allí, ya es demasiado tarde. La puerta se abre de golpe, y se precipitan en el despacho el policía y el gerente de la joyería. Las joyas se identifican, el delito queda resuelto y el ladrón es detenido. No importa que Chase sea inocente. El rastro ha llevado a su puerta, y lo han pillado in fraganti, con la mercancía en la mano. Protesta, desde luego, intenta escapar por la ventana, se pone a tirar botellas de Fizzy Pop a sus captores, pero después de unas desenfrenadas escenas en las que intervienen una porra y una bayoneta, terminan reduciéndolo. Hector se limita a mirar con sombría indiferencia. Incluso cuando esposan a Chase y se lo llevan del despacho, Hector no parece alegrarse mucho de su victoria. Su plan ha funcionado a la perfección, pero ¿de qué le ha servido? La jornada ya está tocando a su fin y él sigue siendo invisible.

Sale otra vez a la calle y se pone a caminar sin rumbo.

Los bulevares del centro están desiertos, y es como si Hector fuese la última persona que queda en la ciudad. ¿Qué ha pasado con la multitud y la conmoción que antes había a su alrededor? ¿Dónde están los coches y los tranvías, el gentío que abarrotaba las aceras? Por un momento nos preguntamos si no se ha invertido el maleficio. A lo mejor Hector ha vuelto a ser visible, pensamos, y todo lo demás ha desaparecido. Entonces, de pronto, aparece un camión a toda velocidad. Pasa sobre un charco y el agua salta de la calzada, salpicando todo lo que hay alrededor. Hector queda empapado, pero cuando la cámara se pone frente a él para mostrarnos los estragos causados en el traje, vemos que está impecable. Tendría que resultar un momento divertido, pero no lo es, y como Hector hace deliberadamente que no resulte divertido (una larga y compungida mirada al traje; la decepción cuando ve que no está salpicado de barro), ese simple truco cambia el tono de la película. Al caer la noche, lo vernos volver a casa. Entra, sube la escalera que lleva a la planta alta y entra en la habitación de sus hijos. La niña y el niño están dormidos, cada uno en una cama. Se sienta en la de la niña, observa su rostro un momento y alza la mano para acariciarle la cabeza. Pero justo cuando está a punto de tocarla se detiene de pronto, dándose cuenta de que su contacto puede despertarla, y si abre los ojos en el cuarto a oscuras y no ve a nadie se asustará. Es una secuencia conmovedora, y Hector la interpreta con sencillez y contención. Ha perdido el derecho a acariciar a su propia hija, e incluso cuando le vemos titubear y finalmente retirar la mano, nos damos plenamente cuenta de la maldición que pesa sobre él. En ese pequeño gesto -la mano quieta en el aire, la palma apenas a unos centímetros de la cabeza de la niña-, comprendemos que lo han reducido a la nada.

Como un fantasma, se pone en pie y sale del dormitorio. Sigue por el pasillo, abre una puerta y entra en una habitación. Es la suya, y ahí está su mujer, su esposa bienamada, dormida en la cama. Hector se detiene. Ella se revuelve en el lecho, cambiando bruscamente de postura y retirando las sábanas a patadas, presa de alguna horrible pesadilla. Hector se acerca a la cama y le coloca con cuidado las mantas, le ahueca la almohada y apaga la lámpara de la mesilla de noche. Empiezan a ceder los movimientos irregulares de su mujer, que al cabo de poco duerme con un sueño profundo y tranquilo. Hector retrocede, le lanza un beso con los dedos y se sienta en una butaca cerca de los pies de la cama. Parece que tenga intención de pasar allí la noche, vigilando su sueño como algún espíritu benevolente. Aunque no pueda tocarla ni hablar con ella, es capaz de protegerla y de sentir el influjo de su presencia. Pero los hombres invisibles no son inmunes al agotamiento. Tienen cuerpos igual que todo el mundo, y han de dormir como cualquier otro mortal. Le empiezan a pesar los párpados. Se le caen y se le cierran, los vuelve a abrir y, aunque se remueve un par de veces para mantenerse despierto, está claro que es una batalla perdida. Un momento después, sucumbe.

La escena se funde en negro. Cuando vuelve la imagen, ya es de día y la luz entra a raudales a través de los visillos. Plano de la mujer de Hector, que sigue durmiendo en la cama. Luego, corte a Hector, dormido en la butaca.

Lo vemos en una postura inconcebible, es un cómico enredo de miembros contorsionados y articulaciones dislocadas, y como no estamos preparados para el espectáculo que ofrece ese hombre dormido en forma de ocho, nos reímos, y con la risa el tono de la película cambia de nuevo.

Su adorada esposa se despierta primero, y cuando abre los ojos y se incorpora, su rostro -que pasa de la alegría a la incredulidad y a un cauteloso optimismo- nos lo dice todo. Salta de la cama y se precipita hacia Hector. Le toca la cabeza (echada hacia atrás sobre el brazo de la butaca) y el cuerpo de Hector parece sufrir una serie de descargas eléctricas de alto voltaje, que le agitan de forma incontrolada brazos y piernas hasta incorporarlo finalmente en el asiento. Entonces abre los ojos. Involuntariamente, sin recordar que debe de seguir siendo invisible, sonríe a su mujer. Se besan, y en el momento en que sus labios se juntan, Hector retrocede, confuso. ¿Está allí de verdad?

¿Se ha roto el maleficio, o sólo está soñando? Se toca la cara, se pasa la mano por el pecho y luego mira a su mujer a los ojos. ¿Me ves?, le pregunta. Pues claro que te veo, dice ella y, con los ojos llenos de lágrimas, se inclina hacia él y lo vuelve a besar. Pero Hector no está convencido. Se aparta de la butaca y se pone frente a un espejo colgado en la pared. Allí está la prueba: si logra ver su reflejo, sabrá sin duda que la pesadilla ha terminado. Damos por descontado que así será, pero lo bonito de esa escena es la lentitud de su reacción. Durante unos segundos, no se altera la expresión de su rostro, y cuando entorna los ojos frente al hombre que le mira fijamente desde la pared, es como si viese a un desconocido, como si contemplara el rostro de alguien que no hubiera visto en la vida. Entonces, mientras la cámara se va acercando para encuadrarlo en primer plano, Hector empieza a sonreír. Viniendo inmediatamente después de aquella escalofriante perplejidad, la sonrisa sugiere algo más que un simple redescubrimiento de sí mismo. Ya no está mirando al Hector de antes. Ahora es otra persona, y por mucho que se parezca a la anterior, lo han concebido de nuevo, lo han vuelto del revés y han producido un hombre nuevo. La sonrisa se ensancha, se hace más radiante, más satisfecha del rostro hallado en el espejo. Un círculo empieza a cerrarse en torno a ella, y al cabo de poco no vemos sino esos labios sonrientes, la boca y el bigote por encima. El bigote se agita unos instantes y el círculo se va haciendo cada vez más y más pequeño. Cuando por fin se cierra, se acaba la película, En efecto, la carrera de Hector concluye con esa sonrisa. Cumple los términos de su contrato realizando otra película, pero Doble o nada no puede considerarse una obra nueva. Kaleidoscope estaba por entonces a punto de la bancarrota, y no quedaba dinero suficiente para montar otra producción de envergadura. Por eso, Hector sacó fragmentos de material sobrante de otros films y con ellos confeccionó como pudo una antología de situaciones cómicas, batacazos e improvisadas astracanadas. Fue una ingeniosa operación de salvamento, pero no nos enseña nada nuevo aparte de revelarnos la pericia de Hector como montador. Para evaluar su obra con imparcialidad, tenemos que considerar Don Nadie como su última película. Es una reflexión sobre su propia desaparición, y pese a toda su ambigüedad y sus sesgadas insinuaciones, pese a todas las cuestiones morales que plantea y luego se niega a responder, se trata fundamentalmente de una película sobre la angustia de la propia identidad. Hector está buscando el modo de decirnos adiós, de despedirse del mundo, y para ello debe distanciarse de sí mismo. Se vuelve invisible, y cuando la magia se disipa finalmente y se hace visible de nuevo, no reconoce su propio rostro. Observamos cómo se mira, y en esa inquietante duplicación de perspectivas, le vemos afrontar el hecho de su propia aniquilación. Doble o nada. Así decidió titular su siguiente película. Esa expresión no guarda ni la más remota relación con nada de lo que ocurre en dieciocho minutos, en ese batiburrillo de cabriolas y proezas físicas. Hacen referencia a la escena del espejo de Don Nadie, y en el momento en que esa extraordinaria sonrisa se apodera del rostro de Hector, se nos ofrece un breve atisbo de lo que le reserva el futuro. Con esa sonrisa vuelve a nacer, pero ya no es el mismo, se acabó el Hector Mann que nos ha divertido y entretenido durante todo un año. Lo vemos transformado en alguien que ya no reconocemos, y antes de que podamos asimilar quién podría ser, el nuevo Hector desaparece. Un momento después, por primera y única vez en toda su filmografía, la palabra FIN aparece escrita en la pantalla, y eso fue lo último que llegó a verse de él.