8
Horas después, la copia de Martin Frost fue destruida. Probablemente debería considerarme afortunado por haberla visto, por haber asistido a la última proyección de una película en el Rancho Piedra Azul, pero en cierto modo lamento que Alma hubiera encendido el proyector aquella mañana, que me hubieran puesto ante los ojos un solo fotograma de aquella breve película, tan elegante y perturbadora. No habría importado si no me hubiera gustado, si hubiera sido capaz de desecharla como una narración torpe o incompetente, pero evidentemente aquello no era torpe ni incompetente, y ahora que sabía lo que estaba a punto de perderse, me di cuenta de que había viajado más de tres mil kilómetros para participar en un crimen. Cuando La vida interior desapareció entre las llamas junto al resto de la obra de Hector aquella tarde de julio, fue como una tragedia para mí, como el final de este puñetero mundo de mierda.
Esa fue la única película que vi. No hubo tiempo de ver otra, y dado que no vi Martin Frost más que una sola vez, estuvo bien que Alma me facilitara el cuaderno y el bolígrafo. Esa afirmación no es contradictoria. Puedo desear no haber visto nunca la película, pero el caso es que la vi, y en el momento en que las palabras y las imágenes se insinuaron en mi ánimo, me sentí agradecido por disponer de un medio de retenerlas. Las notas que tomé aquella mañana me han ayudado a recordar detalles que de otro modo se me habrían escapado, a mantener la película viva en la memoria después de tantos años. Al escribir apenas bajaba la vista hacia la página -garabateando en esa especie de taquigrafía telegráfica que me inventé siendo estudiante-, y si una gran parte de lo que escribí lindaba con lo ilegible, con el tiempo llegué a descifrar alrededor del noventa o noventa y cinco por ciento. La transcripción me llevó semanas de laboriosos esfuerzos, pero una vez que logré una copia fiable del diálogo y desglosé la historia en escenas numeradas, me fue posible restablecer el contacto con la película. Para lograrlo tengo que caer en una especie de trance (lo que significa que no siempre da resultado), pero si me concentro lo suficiente y me pongo en el estado de ánimo conveniente, logro evocar las imágenes a través de las palabras, y es como si volviera a ver La vida interior de Martin Frost, o pequeños extractos, en todo caso, dentro de la sala de proyección de mi cráneo. El año pasado, cuando empecé a acariciar la idea de escribir este libro, fui en varias ocasiones a la consulta de un hipnotizador. La primera vez no ocurrió gran cosa, pero las tres visitas siguientes produjeron resultados asombrosos. Escuchando las grabaciones de aquellas sesiones, he sido capaz de colmar ciertas lagunas, de traer a la memoria una serie de cosas que empezaban a esfumarse. Para bien o para mal, parece que los filósofos tenían razón. De lo que nos ocurre nada se pierde.
La proyección acabó pocos minutos después de mediodía. Alma y yo teníamos hambre, ambos necesitábamos una breve pausa, y en vez de sumergirnos inmediatamente en otra película, salimos al pasillo con nuestra cesta del almuerzo. Era un extraño lugar para un picnic, acampados en el polvoriento suelo de linóleo, acometiendo nuestros bocadillos de queso bajo una hilera de parpadeantes tubos fluorescentes; pero no queríamos perder tiempo buscando un sitio mejor fuera. Hablamos de la madre de Alma, de las demás obras de Hector, de la mezcla extrañamente satisfactoria de fantasía y seriedad de la película que acababa de terminar. El cine podía hacernos creer cualquier insensatez, dije, pero esta vez me lo había tragado de verdad. Cuando Claire volvía a la vida en la escena final, me había estremecido, sintiendo que presenciaba un auténtico milagro. Martin quemaba su relato para rescatar a Claire de la muerte, pero también era Hector rescatando a Brigid O’Fallon, y Hector quemando sus propias películas, y cuanto más se desdoblaban así las cosas, más profundamente iba yo entrando en la película.
Lástima que no pudiéramos verla otra vez, dije. No estaba seguro de haber prestado suficiente atención al viento, de si había observado bien los árboles.
Debí de estar parloteando más de la cuenta, porque en cuanto Alma anunció el título de la siguiente película que íbamos a ver (Informe del antimundo), resonó una puerta en el interior del edificio. Nos estábamos poniendo en pie en aquel preciso momento, sacudiéndonos las migas de la ropa, bebiendo un último sorbo de té con hielo del termo, preparándonos para volver dentro. Oímos el ruido de unas zapatillas de deporte sobre el linóleo. Unos momentos después, Juan apareció al fondo del pasillo, y cuando echó a trotar hacia nosotros -corriendo más que andando deprisa-, comprendimos que Frieda había vuelto.
Durante unos minutos, fue como si yo no hubiera estado allí. Juan y Alma hablaron en silencio, comunicándose con las manos en un aluvión de señales, amplios gestos de brazos y enfáticos movimientos de cabeza. No entendí lo que decían, pero a medida que intercambiaban información, yo veía que Alma iba inquietándose cada vez más. Sus gestos se volvían duros, truculentos, casi agresivos en su negativa a lo que Juan le decía. Juan alzó las manos en actitud de rendición (No me eches la culpa, parecía decir, yo sólo soy el mensajero), pero Alma volvió a arremeter contra él, los ojos nublados de hostilidad.
Juan se dio un puñetazo en la palma de la mano, luego se volvió hacia mí y me señaló con el dedo. Ya no era una conversación. Era una disputa, y de pronto se habían puesto a discutir sobre mí.
Seguí observándolos, tratando de entender lo que decían, pero era incapaz de descifrar el código, de comprender lo que estaba viendo. Luego se marchó Juan, y mientras se alejaba por el pasillo con grandes zancadas de sus piernas macizas y diminutas, Alma me explicó lo que había pasado. Frieda ha vuelto hace diez minutos, me dijo.
Quiere empezar ahora mismo.
Es de una rapidez pasmosa, observé.
A Hector no lo incineran hasta las cinco de la tarde.
No quería quedarse tanto tiempo en Albuquerque, así que decidió venirse a casa. Piensa recoger las cenizas mañana por la mañana.
Entonces, ¿de qué discutíais Juan y tú? No tengo ni idea de lo que decíais, pero me apuntó con el dedo. No me gusta que me señalen así.
Hablábamos de ti.
Lo suponía. Pero ¿qué tengo yo que ver con los planes de Frieda? No soy más que una visita.
Creí que lo habías entendido.
No entiendo el lenguaje de signos, Alma.
Pero has visto que me enfadaba.
Claro que lo he visto. Pero sigo sin saber por qué.
Frieda no quiere que estés aquí. Todo esto es muy íntimo, dice, y no es buen momento para recibir a desconocidos.
¿Quieres decir que me va a poner de patitas en la calle?
No en esos términos. Pero eso es más o menos lo que ha dicho. Quiere que te vayas mañana. Su idea es dejarte en el aeropuerto cuando vayamos a Albuquerque.
Pero si ha sido ella quien me ha invitado. ¿Es que no se acuerda?
Entonces vivía Hector. Ahora no. Las circunstancias han cambiado.
Bueno, a lo mejor tiene razón. He venido a ver películas, ¿no? Si ya no hay películas que ver, probablemente no hay motivo para que me quede. He conseguido ver una.
Ahora veré cómo las demás arden en la hoguera, y después me marcharé.
De eso se trata precisamente. Tampoco quiere que veas eso. Según lo que Juan acaba de decirme, no es asunto tuyo.
Ah. Ya veo por qué te has enfadado.
No tiene nada que ver contigo, David. Es por mí.
Sabe que yo quiero que te quedes. Esta mañana hemos hablado de eso, y ahora rompe su promesa. Estoy tan cabreada, que le daría un puñetazo en la boca.
¿Y dónde tengo que esconderme mientras todo el mundo está en la barbacoa?
En mi casa. Dice que puedes quedarte en mi casa.
Pero voy a ir a hablar con ella. Haré que cambie de opinión.
No te molestes. Si ella no me quiere aquí, no puedo hacer valer mis derechos y armar un follón, ¿verdad? No tengo ningún derecho. Esta es la casa de Frieda, y tengo que hacer lo que ella diga.
Entonces yo tampoco iré. Que queme las puñeteras películas con Juan y Conchita.
Pues claro que irás. Es el último capítulo de tu libro, Alma, y tienes que estar allí para ver lo que pasa. Tienes que aguantar hasta el final.
Yo quería que tú también estuvieses allí. No será lo mismo si no estás conmigo.
Catorce copias con sus negativos van a hacer una hoguera tremenda. Mucho humo. Muchas llamas. Con un poco de suerte, podré verlo desde la ventana de tu casa.
Al final, resultó que vi el fuego, aunque hubo más humo que llamas, y como en la pequeña casa de Alma estaban abiertas las ventanas, fue más lo que olí que lo que vi. El celuloide quemado tiene un olor acre y penetrante, y las sustancias químicas transportadas por el aire permanecen en la atmósfera mucho después de que el humo se haya disipado. Por lo que Alma me contó aquella noche, tardaron más de una hora, ellos cuatro, en sacar las películas del sótano donde estaban guardadas. Luego cargaron las latas, sujetándolas con cuerdas, en unas carretillas que llevaron rodando por el terreno rocoso hasta un sitio justo detrás del estudio de sonido. Utilizando periódicos y queroseno, encendieron hogueras en dos barriles de petróleo, uno para las copias y otro para los negativos. El viejo material de nitrato ardía fácilmente, pero las películas posteriores a 1951, impresionadas en material menos inflamable a base de triacetato, se prendían con dificultad. Tuvieron que desenrollar las películas de las bobinas y echarlas al fuego una por una, dijo Alma, lo que llevó tiempo, mucho más de lo que habían previsto. Habían calculado que acabarían sobre las tres, pero el caso es que trabajaron hasta las seis.
Pasé aquellas horas solo en casa de Alma, tratando de no sentirme molesto por mi exilio. Había puesto buena cara a Alma, pero lo cierto era que estaba tan enfadado como ella. El comportamiento de Frieda era imperdonable. No se invita a alguien a casa de uno para retirarle la invitación en cuanto llega. Y si se hace eso, al menos se da una explicación personalmente, y no a través de un intermediario, de un criado sordomudo que te da el recado señalándote a la cara con el dedo. Era consciente de que Frieda estaba hecha polvo, que tenía un día de tempestades y dolores cataclísmicos, pero, por mucho que quisiera excusarla, no podía evitar el sentirme ofendido. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué habían mandado a Alma a Vermont para traerme al desierto a punta de pistola si luego no querían verme? Al fin y al cabo, era Frieda quien me había escrito aquellas cartas. Era ella quien me había pedido que fuera a Nuevo México para ver las películas de Hector. Según Alma, le había costado un año convencerlos de que me invitaran. Hasta aquel momento, yo suponía que Hector se había resistido a la idea y que Alma y Frieda acabaron convenciéndolo. Ahora, al cabo de dieciocho horas en el rancho, empezaba a sospechar que me había equivocado.
De no haber sido por la insultante manera con que me estaban tratando, no habría pensado dos veces en todo eso. Cuando Alma y yo terminamos nuestra conversación en el edificio de posproducción, guardamos los restos del almuerzo y nos dirigimos a la casa de adobe de Alma, construida en un pequeño altozano a unos trescientos metros de la casa grande. Alma abrió la puerta y a nuestros pies, nada más franquear el umbral, estaba mi bolsa de viaje. Por la mañana se había quedado en la habitación de invitados de la casa grande, y ahora alguien (probablemente Conchita) la había llevado allí por orden de Frieda, dejándola tirada en el suelo. Me pareció un gesto arrogante, imperioso. Una vez más, intenté tomármelo con buen humor (Bueno, dije, al menos me han ahorrado la molestia de traerla yo mismo), pero, bajo mi displicente comentario, me consumía de rabia. Alma se marchó para reunirse con los demás, y durante los quince o veinte minutos siguientes deambulé por la casa, entrando y saliendo de las habitaciones, tratando de dominar la cólera. Finalmente, oí el traqueteo de las carretillas a lo lejos, con sus ruedas metálicas rascando la piedra, y el ruido intermitente de las latas apiladas que vibraban y chocaban unas con otras. El auto de fe estaba a punto de comenzar. Fui al baño, me desnudé y abrí a tope los grifos de la bañera.
Sumergido en el agua caliente, dejé vagar mis pensamientos durante un tiempo, recapitulando lentamente los hechos como yo los entendía. Luego, dándoles la vuelta y mirándolos desde una perspectiva diferente, traté de encajarlos con los acontecimientos que se habían producido en la última hora: el beligerante diálogo de Juan con Alma, la reacción violenta de Alma al mensaje de Frieda (rompe su promesa…, le daría un puñetazo en la boca), mi expulsión del rancho. Era una línea de argumentación puramente especulativa, pero cuando repasé lo que había ocurrido la noche anterior (la gentileza del recibimiento de Hector, sus deseos de que viera sus películas) y luego lo comparé con los sucesos acaecidos desde entonces, empecé a preguntarme si Frieda no habría estado en contra de mi visita desde el principio.
No olvidaba que ella era quien me había invitado a Tierra del Sueño, pero quizá me hubiera escrito aquellas cartas convencida de que era un error, cediendo a las exigencias de Hector al cabo de meses y peleas y desacuerdos. Si así era, la orden de expulsión de sus dominios no suponía un repentino cambio de opinión. Era sencillamente algo que podía permitirse ahora que Hector había muerto.
Hasta entonces, había considerado que formaban una pareja con idénticos intereses. Alma me había hablado largamente de su matrimonio, y ni por un momento se me había ocurrido que pudieran tener motivos diferentes, que sus ideas no estuvieran en perfecta armonía. En 1939 habían hecho un pacto para realizar películas que nunca se proyectarían públicamente, y ambos habían aceptado el principio de que la obra que produjeran juntos sería destruida en última instancia. Aquéllas eran las condiciones para que Hector volviera a hacer cine. Era una privación brutal, y sin embargo sólo sacrificando lo único que habría dado sentido a su obra -el placer de compartirla con los demás- podría justificar su decisión de realizarla. Las películas, entonces, eran una especie de penitencia, el reconocimiento de que su participación en el asesinato accidental de Brigid O’Fallon era un pecado que jamás alcanzaría el perdón. Soy un hombre ridículo. Dios me ha gastado muchas bromas. Una forma de castigo había sucedido a otra, y en la retorcida lógica de aquella decisión que le servía de tormento, Hector había continuado pagando sus deudas a un Dios en el que se negaba a creer. La bala que le destrozó el pecho en el banco de Sandusky había posibilitado su matrimonio con Frieda. La muerte de su hijo había hecho posible su vuelta al cine. En ningún caso, sin embargo, había sido absuelto de su responsabilidad en los hechos que sucedieron en la noche del 14 de enero de 1929. Ni el sufrimiento físico causado por el revólver de Knox ni el dolor mental causado por la muerte de Taddy habían sido lo bastante terribles para liberarlo. Hacer películas, sí. Volcar todas sus dotes y energía en hacerlas. Hacerlas como si le fuera la vida en ello, y entonces, una vez que se le acabe la vida, asegurarse de que serán destruidas. Prohibido dejar la menor huella tras de sí.
Frieda había estado de acuerdo con todo eso, pero para ella no podía ser lo mismo. Ella no había cometido crimen alguno; no arrastraba la carga de una conciencia culpable; no la perseguía el recuerdo de haber metido a una muchacha muerta en el maletero de un coche y enterrado su cadáver en las montañas de California. Frieda era inocente, y sin embargo aceptó las condiciones de Hector, renunciando a sus ambiciones personales para entregarse a la creación de una obra cuyo objetivo esencial era la nada. Para mí habría sido comprensible que lo hubiera observado desde lejos, siguiendo a Hector la corriente en sus obsesiones, quizá, compadeciéndolo por sus manías, aunque negándose a participar en los aspectos prácticos de la empresa misma. Pero Frieda era su cómplice, su partidaria más incondicional, y estaba metida hasta el cuello desde el primer momento. No sólo convenció a Hector de que volviera a hacer cine (amenazándolo con abandonarlo si no lo hacía), sino que financió la operación con su dinero. Cosía el vestuario, escribía guiones, montaba películas, creaba decorados. Nadie trabaja tanto en algo a menos que le guste, a menos que crea que el esfuerzo vale la pena; pero ¿qué posible alegría podía encontrar ella en pasar todos aquellos años trabajando para nada? Al menos Hector, atrapado en su batalla psicorreligiosa entre deseo y abnegación, podía consolarse con la idea de que su obra tenía un objeto. No realizaba películas con el fin de destruirlas, sino a pesar de ello. Eran dos actos separados, y lo mejor era que él no tendría que estar presente cuando ocurriera el segundo. Él ya estaría muerto cuando arrojaran sus películas a la hoguera, y entonces le daría lo mismo. Para Frieda, sin embargo, aquellos dos actos debían ser uno y el mismo, dos etapas de un solo y único proceso de creación y destrucción. Desde el principio, ella era la destinada a encender la cerilla y acabar con su trabajo, y esa idea debió de crecer en su interior con el paso de los años hasta dominar todo lo demás. Poco a poco, se había convertido en un principio estético por derecho propio.
Aun cuando siguiera trabajando con Hector en las películas, debió de tener la impresión de que la verdadera obra no consistía en realizar películas, sino en hacer algo con objeto de destruirlo. Esa era la obra, y hasta que todo vestigio de esa obra no se hubiera destruido, la obra misma no existiría. Únicamente cobraría vida en el momento de su aniquilación; y entonces, cuando el humo se elevara en el caluroso día de Nuevo México, desaparecería.
Había algo escalofriante y hermoso en esa idea. Comprendía lo seductora que debió de ser para ella, y sin embargo, una vez que me puse a considerarla desde el punto de vista de Frieda, a sentir toda la fuerza de aquella ferviente negación, comprendí también por qué quería deshacerse de mí. Mi presencia manchaba la pureza del momento. Las películas tenían que morir vírgenes, sin ser vistas por nadie del mundo exterior. Ya era pernicioso que me hubieran dejado ver una, pero ahora que las cláusulas del testamento de Hector iban a llevarse a efecto, ella podía insistir en que la ceremonia se celebrase de la forma que siempre había imaginado. Las películas habían nacido en secreto, y también debían desaparecer en secreto. No se permitía la presencia de extraños, y aunque en el último momento Alma y Hector habían realizado un esfuerzo por introducirme en el círculo de su intimidad, a ojos de Frieda yo nunca había sido más que un extraño. Alma formaba parte de la familia, y por tanto había sido consagrada como testigo oficial. Era la historiadora de la corte, por decirlo así, y cuando hubiera muerto el último miembro de la generación de sus padres, los únicos recuerdos que sobrevivirían serían los que ella consignara en su libro. Yo debería haber sido el testigo del testigo, el observador independiente destinado a confirmar la exactitud de las declaraciones del testigo. Era un papel demasiado pequeño para desempeñar en un drama tan vasto, y Frieda lo había suprimido del guión. En lo que a ella se refería, yo había sido innecesario desde el principio.
Permanecí en la bañera hasta que el agua se quedó fría, luego me envolví en un par de toallas y estuve allí otros veinte o treinta minutos, afeitándome, vistiéndome, peinándome. Me encontraba bien en el baño de Alma, entre los tubos y frascos alineados en los estantes del armario de las medicinas, o que cubrían la superficie de la pequeña cómoda que había junto a la ventana. El cepillo de dientes rojo en su soporte de encima del lavabo, las barras de labios en sus estuches dorados o de plástico, el cepillito del rímel y el lápiz de ojos, la caja de tampones, las aspirinas, el hilo dental, el eau de cologne de Chanel n.° 5, el bactericida hecho con receta. Cada uno de ellos era un signo de intimidad, una marca de soledad e introspección. Alma se llevaba las pastillas a la boca, se aplicaba las cremas en la piel, se pasaba los peines y cepillos por el pelo, y todas las mañanas entraba en aquel cuarto y se ponía frente al mismo espejo en el que yo miraba ahora.
¿Qué sabía de ella? Casi nada, y sin embargo estaba seguro de que no quería perderla, de que estaba dispuesto a luchar con tal de volver a verla después de marcharme del rancho a la mañana siguiente. Mi problema era la ignorancia. Era indudable que había un conflicto en la casa, pero no conocía a Alma lo bastante para calibrar el verdadero alcance de su cólera con respecto a Frieda, y careciendo de medios para descubrirlo, ignoraba hasta qué punto debía preocuparme por lo que pudiera pasar. La noche anterior, las había observado juntas en la mesa de la cocina, y entonces no vi ni la menor sombra de roce.
Recordé la solicitud del tono de voz de Alma, la delicada petición de Frieda de que Alma pasara la noche en la casa grande, la sensación de vínculo familiar. No era inhabitual que personas con ese grado de intimidad arremetieran una contra otra, dijeran en el calor del momento cosas que lamentarían más tarde; pero el estallido de Alma había sido especialmente intenso, cargado de violentas amenazas que eran raras (en mi experiencia) entre mujeres. Estoy tan cabreada, que le daría un puñetazo en la boca.
¿Cuántas veces había dicho esa clase de cosas? ¿Tenía tendencia a utilizar esas expresiones tan vehementes e hiperbólicas, o es que aquello representaba un nuevo giro en sus relaciones con Frieda, una súbita ruptura tras años de silenciosa animosidad? De haber sabido más, no habría tenido que formular la pregunta. Habría comprendido que las palabras de Alma debían tomarse en serio, que su temeridad misma demostraba que las cosas ya estaban saliéndose de su cauce.
Terminé en el baño y proseguí mis excursiones sin rumbo fijo por la casa. Era un sitio reducido, compacto, de construcción sólida y concepción un tanto torpe, donde Alma sólo parecía habitar una parte. Una habitación del fondo servía únicamente de trastero. Había cajas de cartón apiladas a lo largo de una pared entera y de la mitad de otra, y una docena de objetos desechados yacía por el suelo: una silla a la que faltaba una pata, un triciclo oxidado, una máquina de escribir manual de unos cincuenta años de antigüedad, un televisor portátil en blanco y negro con la antena rota, un montón de animales de peluche, un dictáfono y varios botes de pintura a medio terminar. En otro cuarto no había absolutamente nada. Ni muebles, ni colchón, ni una bombilla siquiera. Una enorme y elaborada tela de araña colgaba de un rincón del techo. Tres o cuatro moscas muertas habían caído en la trampa, pero sus cuerpos estaban tan disecados, apenas reducidos a ingrávidas motas de polvo, que supuse que la araña había abandonado su tela para establecerse en otra parte.
Quedaba la cocina, el cuarto de estar, el dormitorio y el estudio. Quería sentarme a leer el libro de Alma, pero no me parecía tener derecho a hacerlo sin su permiso. Ya llevaba escritas más de seiscientas páginas, pero aún se encontraban en estado de borrador, y a menos que un escritor le pida específicamente a uno comentarios sobre una obra en marcha, está prohibido curiosear. Alma me había mostrado antes el manuscrito (Ahí tienes al monstruo, había dicho), pero no había mencionado nada de leerlo, y yo no quería empezar mi vida con ella traicionando su confianza. En cambio, me dediqué a matar el tiempo mirando todo lo que había en la casa que ella habitaba, examinando la comida de la nevera, la ropa del armario del dormitorio, y las colecciones de libros, discos y videos del cuarto de estar. Me enteré de que bebía leche descremada y untaba el pan con mantequilla sin sal, que su color preferido era el azul (sobre todo en tonos oscuros), y que sus gustos literarios y musicales eran más bien amplios: una chica con la que me identificaba. Dashiell Hammett y André Breton; Pergolesi y Mingus; Verdi, Wittgenstein y Villon. En un rincón, encontré todos mis libros publicados en vida de Helen -los dos volúmenes de crítica, los cuatro de poemas traducidos-, y me di cuenta de que nunca los había visto juntos fuera de mi casa. En otro estante, había obras de Hawthorne, Melville, Emerson y Thoreau. Saqué una antología de bolsillo de los cuentos de Hawthorne y encontré El antojo, que leí frente a la librería, sentado en el frío suelo de baldosas, tratando de imaginar lo que Alma debió de sentir al leerlo de adolescente. Justo cuando estaba llegando al final (Las circunstancias del momento eran demasiado abrumadoras; fue incapaz de remontar con la mirada la o cura extensión del tiempo…) percibí la primera vaharada de queroseno, que entraba por una ventana al fondo de la casa.
s El olor me enfureció un poco, e inmediatamente me puse en pie y eché a andar de nuevo. Fui a la cocina, bebí un vaso de agua y luego seguí hasta el estudio de Alma, donde caminé en círculos durante quince o veinte minutos, luchando contra el impulso de leer su manuscrito. Si no podía hacer nada para evitar la destrucción de las películas de Hector, al menos podía tratar de entender lo que pasaba. Ninguna de las respuestas que me habían dado hasta entonces llegaba a explicarlo. Yo había hecho lo posible por seguir su argumentación, por calar en el pensamiento que los había llevado a aquella postura nefasta e implacable, pero ahora que las hogueras se habían encendido, de pronto me pareció absurdo, ridículo, horroroso.
Las respuestas estaban en el libro, los motivos estaban en el libro, los orígenes de la idea que conducía a aquel momento estaban en el libro. Me senté frente al escritorio de Alma. El manuscrito estaba a la izquierda del ordenador:
una enorme pila de hojas con una piedra encima para impedir que se volaran. Quité la piedra y, debajo, leí lo siguiente: Alma Grund, La otra vida de Hector Mann. Pasé la hoja y lo primero que me encontré, el epígrafe, fue una cita de Luis Buñuel. Era un pasaje de Mi último suspiro, el mismo libro que había visto por la mañana en el estudio de Hector. Poco después, empezaba la cita, sugerí que quemáramos el negativo en la Place du Tertre, en Montmartre, cosa que habría hecho sin vacilar si el grupo hubiera estado de acuerdo. En realidad, hoy también lo haría; me imagino una enorme pira en mi jardincito, en cuyas llamas se consumirían todos los negativos y las copias de todas mis películas. Me daría exactamente igual. (Por curioso que parezca, los surrealistas vetaron mi propuesta.)
En cierto modo, eso rompió el encanto. Había visto algunas películas de Buñuel en los años sesenta y setenta, pero no conocía su autobiografía, y tardé unos momentos en asimilar lo que acababa de leer. Alcé la vista, y al desviar la atención del manuscrito de Alma -por brevemente que fuese- me dio tiempo a pensarlo mejor, a detenerme antes de seguir adelante. Volví a poner la primera página en su sitio, y luego tapé el título con la piedra. AI hacerlo, me incliné hacia delante en la silla, cambiando de postura lo suficiente para ver algo en lo que no me había fijado antes: un pequeño cuaderno verde que había sobre el escritorio, a medio camino entre el manuscrito y la pared.
Era del tamaño de los que utilizan en los colegios, y por el estropeado aspecto de la cubierta y las muescas y desgarrones del lomo de tela, supuse que era muy viejo. Lo suficiente para ser uno de los diarios de Hector, dije para mis adentros; y precisamente eso resultó ser.
Pasé las cuatro horas siguientes en el cuarto de estar, sentado en un antiguo butacón con el cuaderno sobre las piernas, leyéndolo dos veces de principio a fin. Constaba de noventa y seis páginas en total, abarcaba más o menos año y medio -desde el otoño de 1930 a la primavera de 1932-, empezaba con una entrada que describía una de las clases de inglés de Hector con Nora y terminaba con un pasaje sobre un paseo nocturno en Sandusky unos días después de confesar su culpa a Frieda. Si hubiese albergado la menor duda sobre la historia que Alma me había contado, se habría disipado con la lectura de aquel diario.
En sus propias palabras, Hector era el mismo hombre del que Alma había hablado en el avión, el mismo personaje torturado que había huido del noroeste, había estado a punto de suicidarse en Montana, Chicago y Cleveland, había sucumbido al envilecimiento de una asociación de seis meses con Sylvia Meers, había recibido un balazo en un banco de Sandusky y había sobrevivido. Escribía con letra menuda y apretada, a veces tachando frases y escribiendo a lápiz encima, con faltas de ortografía, borrones de tinta, y como utilizaba ambas caras de la hoja, no siempre resultaba fácil de leer. Pero me las arreglé. Poco a poco, fui entendiéndolo todo, y cada vez que descifraba otro párrafo, los hechos cuadraban con los del relato de Alma, los detalles coincidían. Cogí el cuaderno que Alma me había dado y copié algunas entradas importantes, transcribiéndolas al pie de la letra para tener un registro de las palabras exactas de Hector. Entre ellas estaba su última conversación con O’Fallon el Pelirrojo en el Bluebell Inn, el funesto enfrentamiento con Meers en el asiento trasero de la limusina, y ésta, de la temporada que pasó en Sandusky (viviendo en casa de los Spelling después de que le dieran de alta en el hospital), con la que se cerraba el cuaderno:
31/3/32. Esta noche, paseo con el perro de F. Un inquieto bicho negro llamado Arp, en honor del artista. Un dada.
La calle estaba desierta. Niebla por todas partes, casi imposible ver dónde estaba. También llovía, aunque las gotas eran tan finas que parecían vapor. Sensación de no pisar el suelo, de caminar entre nubes. Nos acercamos a una farola y de pronto todo empieza a temblar, a espejear en la oscuridad. Un mundo de puntos, cien millones de puntos de luz refractada. Muy extraño, muy bonito: estatuas de niebla iluminada. Arp tiraba de la correa, olfateando. Seguimos andando, llegamos al final de la manzana, dimos la vuelta a la esquina. Otra farola, y entonces, tras pararme un momento mientras Arp alzaba la pata, algo me llamó la atención. Un destello en la acera, un estallido de luz parpadeando en la oscuridad. Tenía un tono azulado, un azul intenso, el azul de los ojos de F. Me agaché para verlo mejor y vi que era una piedra, quizá una joya de alguna especie. Un ópalo, pensé, o zafiro, o a lo mejor sólo una esquirla de cristal de roca.
Bastante pequeño para un anillo o, si no, un colgante que se hubiera caído de un collar o un brazalete, o un pendiente perdido. Lo primero que pensé fue dárselo a la sobrina de F., Dorothea, la hija de Fred. La pequeña Dotty, de cuatro años.
Viene con frecuencia de visita. Adora a su abuela, le encanta jugar con Arp, quiere mucho a F. Un diablillo encantador, loca por las chucherías y los adornos, siempre disfrazándose con los atuendos más extravagantes. De modo que me dispuse a coger la piedra, pero en el momento en que mis dedos iban a entrar en contacto con ella, descubrí que no era lo que yo pensaba. Era blanda, y se rompió al tocarla, desintegrándose, en un húmedo y pegajoso fluido. Lo que yo había tomado por una piedra preciosa era un escupitajo humano. Alguien que pasaba por allí había escupido en la acera, y la saliva había terminado concentrándose en una bola llena de burbujas, en una esfera lisa de múltiples facetas. Con la luz brillando a su través, y con los reflejos luminosos dándole aquel lustroso matiz azulado, había tenido el aspecto de un objeto duro y sólido. En cuanto me di cuenta del error, retiré bruscamente la mano, como si me hubiera quemado. Me dio asco, sentí una repugnancia incontenible. Tenía los dedos cubiertos de saliva.
Quizá no sea tan horrible si se trata de la propia, pero es nauseabundo cuando viene de la garganta de un extraño.
Saqué el pañuelo y me limpié los dedos lo mejor que pude.
Cuando terminé, no me atreví a volver a guardarme el pañuelo en el bolsillo. Llevándolo con el brazo extendido, fui hasta el final de la calle y lo solté en el primer cubo de basura que vi.
Tres meses después de escritas esas palabras, Hector y Frieda se casaban en el salón de la casa de la señora Spelling. Se fueron de luna de miel a Nuevo México, compraron unas tierras y decidieron instalarse allí. Ahora comprendí por qué habían dado al rancho el nombre de Piedra Azul. Hector ya había visto esa piedra, y sabía que no existía, que la vida que iban a crear para ellos se basaba en una ilusión.
La quema terminó sobre las seis de la tarde, pero Alma no volvió a casa hasta casi las siete. Aún era de día, pero el sol empezaba a declinar, y recuerdo que la casa se llenó de luz un poco antes de que ella llegara: inmensos haces luminosos entraban a raudales por las ventanas, una inundación de brillantes dorados y púrpuras que se extendían por todos los rincones de la estancia. Sólo era el segundo atardecer que pasaba en el desierto, y no estaba preparado para tan refulgente invasión. Me trasladé al sofá, volviéndome en la otra dirección para no deslumbrarme, pero unos minutos después oí que el pestillo de la puerta se abría detrás de mí. Más luz irrumpió en el cuarto: torrentes de sol rojo, licuado, una marea de luminosidad. Di la vuelta en redondo, protegiéndome los ojos con la mano, y allí estaba Alma, casi invisible en la puerta abierta, una silueta espectral con la luz atravesándole la punta de los cabellos, un ser en llamas.
Luego cerró la puerta y pude verle la cara, mirarla a los ojos mientras avanzaba por el cuarto de estar y venía hacia el sofá. No sé lo que esperaba de ella en aquel momento. Lágrimas, quizá, o rabia, o alguna muestra excesiva de emoción, pero Alma parecía sorprendentemente tranquila, no ya desconcertada sino exhausta, sin energías. Se acercó al sofá por la derecha, indiferente al hecho de que me mostraba la mejilla izquierda, el lado del antojo, y me di cuenta de que era la primera vez que hacía eso. No estaba seguro, sin embargo, de si considerarlo como un progreso o más bien como una falta de atención, un síntoma de fatiga. Se sentó a mi lado sin decir palabra, apoyando luego la cabeza en mi hombro. Tenía las manos sucias; la camiseta, manchada de hollín. La rodeé con los brazos, apretándola durante un tiempo contra mí, no queriendo abrumarla con preguntas, obligarla a hablar cuando no quería. Finalmente, le pregunté si se encontraba bien, y cuando me contestó: Sí, estoy bien, vi que no tenía deseo alguno de hablar de ello. Lamentaba haber tardado tanto, afirmó, pero aparte de dar algunas explicaciones por el retraso (que fue como me enteré de los bidones de petróleo, las carretillas y demás), apenas tocamos el tema durante el resto de la noche. Cuando todo terminó, siguió diciendo, acompañó a Frieda a la casa grande. Hablaron de los planes para el día siguiente, y luego metió a Frieda en la cama después de haberle dado una pastilla para dormir. Debería haber vuelto en aquel momento, pero el teléfono de su casa no funcionaba bien (unas veces funcionaba, y otras no), y en lugar de correr el riesgo había llamado desde la casa grande para reservarme un billete en el vuelo de la mañana con destino a Boston. El avión salía de Albuquerque a las ocho cuarenta y siete. Se tardaban dos horas y media en llegar al aeropuerto, y como a Frieda le sería imposible madrugar lo suficiente para llevarnos allí a tiempo, la única solución había sido pedir que viniera una furgoneta a recogerme. Ella habría querido llevarme, ir a despedirme, pero Frieda y ella tenían que estar en la funeraria a las once, y ¿cómo podría hacer dos viajes a Albuquerque antes de las once? Aritméticamente era imposible. Aunque saliera conmigo a las cinco de la mañana, no podría volver y salir otra vez en menos de siete horas y media.
¿Cómo hacer lo que no se puede hacer?, se preguntó. No se trataba de una pregunta retórica. Era una observación sobre sí misma, la proclamación de su desdicha.
¿Cómo coño puedo hacer lo que no puedo hacer? Y entonces, hundiendo el rostro en mi pecho, rompió de pronto a llorar.
La metí en la bañera, y estuve media hora sentado en el suelo a su lado, lavándole la espalda, los brazos y las piernas, los pechos y la cara, las manos, el pelo. Tardó un tiempo en dejar de llorar, pero poco a poco pareció que el tratamiento iba surtiendo efecto. Cierra los ojos, le decía, no te muevas, no digas nada, sólo húndete en el agua y déjate llevar. Me impresionó la buena voluntad con que se plegaba a mis órdenes, lo poco incómoda que se sentía por su propia desnudez. Era la primera vez que veía su cuerpo a plena luz, pero Alma se comportaba como si ya me perteneciera, como si hubiéramos superado la etapa en que hay que pensar en esas cosas. Se abandonó en mis brazos, cediendo al calor del agua, rindiéndose incondicionalmente a la idea de que era yo quien me ocupaba de ella. No había nadie más. Había vivido sola en aquella pequeña casa durante los últimos siete años, y ambos sabíamos que ya era hora de que se marchara. Vas a venir a Vermont, le dije. Vivirás allí conmigo hasta que acabes el libro, y te bañaré todos los días. Yo trabajaré en mi Chateaubriand y tú en tu biografía, y cuando no estemos trabajando, nos pondremos a follar. Joderemos en todos los rincones de la casa. Celebraremos maratones de folleteo en el jardín y en el bosque. Follaremos hasta que no podamos más. Y luego volveremos a la tarea, y cuando terminemos el trabajo, nos marcharemos de Vermont a vivir a otra parte. Adonde tú digas, Alma. Estoy dispuesto a considerar todas las posibilidades. No descarto nada.
Era precipitado decir una cosa así dadas las circunstancias, una proposición sumamente vulgar e indignante, pero el tiempo apremiaba, y no quería marcharme de Nuevo México sin saber el terreno que pisaba. De modo que corrí el riesgo y decidí forzar las cosas, presentando mi argumentación en los términos más crudos y gráficos que se me ocurrieron. Pero Alma ni se estremeció, hay que decirlo en su favor. Tenía los ojos cerrados cuando empecé, y así los mantuvo hasta el final de mi discurso, pero en cierto momento observé que una sonrisa le tiraba de la comisura de los labios (creo que fue cuando empleé la palabra follar por primera vez), y a medida que seguía hablando, más amplia se iba haciendo. Cuando terminé, sin embargo, no dijo nada y siguió con los ojos cerrados.
Bueno, dije yo. ¿Qué te parece? Lo que me parece, respondió lentamente, es que si abro los ojos ahora, a lo mejor no estás ahí.
Sí, repuse, entiendo lo que quieres decir. Por otro lado, si no los abres, nunca sabrás si estoy aquí o no, ¿verdad?
Me parece que no tengo valor suficiente.
Pues claro que lo tienes. Y además, te olvidas de que tengo las manos metidas en la bañera. Te estoy tocando la espina dorsal y la rabadilla. Si no estuviera aquí, no podría hacer eso, ¿o sí?
Todo es posible. Podrías ser otra persona, alguien que pretende ser David. Un impostor.
¿Y qué estaría haciendo un impostor contigo en este cuarto de baño?
Llenarme la cabeza de fantasías perversas, hacerme creer que puedo tener lo que deseo. No es frecuente que alguien diga exactamente lo que quieres oír. A lo mejor he sido yo quien ha dicho esas palabras.
Puede. O quizá es que alguien las ha dicho porque lo que quiere es lo mismo que tú quieres.
Pero no exactamente. Nunca es exactamente, ¿verdad?
¿Cómo puede ese alguien decir exactamente las mismas palabras que yo había pensado?
Con su boca. De ahí es de donde salen las palabras.
De la boca de alguien.
¿Dónde está esa boca, entonces? Déjame sentirla.
Apriete esa boca contra la mía, señor. Si la siento como debo sentirla, sabré que es tu boca y no mi boca. Entonces quizá empiece a creerte.
Con los ojos aún cerrados, Alma alzó los brazos en el aire, tendiéndolos hacia mí, como hacen los niños pequeños -pidiendo que los abracen, que los cojan- y yo me incliné hacia ella y la bese, apretando mi boca contra la suya y abriéndole los labios con la lengua. Yo estaba de rodillas -los brazos en el agua, las manos en su espalda, los codos inmovilizados contra la pared de la bañera- y mientras Alma me ponía la mano en la nuca atrayéndome hacia sí, perdí el equilibrio y caí sobre ella. Nuestras cabezas se sumergieron un momento, y cuando volvimos a la superficie Alma había abierto los ojos. El agua rebosaba por el borde de la bañera, ambos estábamos sin aliento, pero sin detenernos a aspirar más de una bocanada de aire, volvimos a tomar posiciones y nos dimos un beso en serio. Fue el primero de varios besos, el primero de innumerables besos. No puedo dar cuenta de las manipulaciones que siguieron, las complejas maniobras que me permitieron sacar a Alma de la bañera sin despegar mis labios de los suyos y arreglándomelas para no perder el contacto con su lengua, pero llegó un momento en que estaba fuera del agua y yo la secaba con una toalla. Eso lo recuerdo.
Y también recuerdo que, habiéndola ya secado, me quitó la camisa húmeda y me desabrochó el cinturón que me ceñía los pantalones. Puedo ver cómo lo hace, y también me veo a mí mismo besándola de nuevo, veo que los dos nos echamos al suelo y hacemos el amor sobre un montón de toallas.
Cuando salimos del baño la casa estaba a oscuras.
Unos destellos de luz en las ventanas delanteras, una tenue nube de reflejos cobrizos estirándose por el horizonte, residuos del crepúsculo. Nos pusimos la ropa, bebimos un par de copas de tequila en el cuarto de estar, y luego nos dirigimos a la cocina para preparar algo de cena. Tacos congelados, guisantes congelados, puré de patatas: otro menú improvisado, arreglándonos con lo que había. No importaba. La cena desapareció en nueve minutos, y luego volvimos al cuarto de estar y nos servimos otras copas.
A partir de ese momento, Alma y yo sólo hablamos del futuro, y a las diez, cuando nos acostamos, seguíamos haciendo planes, hablando de cómo sería nuestra vida cuando ella viniera a mi pequeña montaña de Vermont. No sabíamos cuándo podría estar allí, pero calculábamos que no tardaría más de un par de semanas en arreglar las cosas en el rancho, tres como mucho. Entretanto, hablaríamos por teléfono, y cuando fuese muy tarde o muy temprano para llamar, nos mandaríamos un fax. Pasara lo que pasase, estaríamos en contacto todos los días.
Me marché de Nuevo México sin volver a ver a Frieda. Alma esperaba que vendría a la casa pequeña para despedirse de mí, pero yo no contaba con eso. Ya me había tachado de su lista, y dada la temprana hora de mi marcha (la furgoneta iba a venir a las cinco y media), parecía improbable que se tomara la molestia de privarse de sueño por mi causa. Cuando no se presentó, Alma echó la culpa a la pastilla que se había tomado antes de acostarse.
Esa manera de verlo me pareció más bien optimista. Según interpretaba yo la situación, Frieda no se habría presentado bajo ninguna circunstancia; ni aunque la furgoneta hubiera venido a mediodía.
En aquellos momentos, nada de eso pareció tremendamente importante. El despertador sonó a las cinco, y con sólo media hora para arreglarme y salir a la puerta, no habría pensado en Frieda una sola vez si no se hubiera mencionado su nombre. Lo importante para mí aquella mañana era despertarme al lado de Alma, tomar café con ella en el porche de la casa, poder tocarla otra vez. Totalmente grogui, despeinado, absolutamente estúpido de felicidad, completamente atontado de tanto hacer el amor, de tanta piel, de tantas ideas sobre mi nueva vida. Si hubiera estado más despierto, habría comprendido de lo que me estaba alejando, pero me pesaba demasiado el cansancio y tenía demasiada prisa para otra cosa que no fueran los gestos más simples: un ultimo abrazo, un último beso, y entonces la furgoneta se detuvo frente a la casa y era hora de marcharme. Entramos de nuevo en la casa para coger mi bolsa, y al salir Alma recogió un libro de una mesa cerca de la puerta y me lo dio (para que lo mires en el avión, me dijo), y luego hubo el abrazo último y final, el beso último y final, y emprendí camino al aeropuerto.
Sólo a mitad del trayecto me di cuenta de que Alma se había olvidado de darme el Xanax.
De haber sido otras las circunstancias, habría dicho al conductor que diera media vuelta y volviera al rancho.
Estuve a punto de hacerlo, pero después de pensar en las humillaciones que supondría aquella decisión -perder el avión, poner en evidencia mi cobardía, reafirmar mi condición de alfeñique neurótico-, logré dominar el pánico.
Ya había volado sin pastillas una vez con Alma, Ahora se trataba de ver si podía hacerlo solo. En la medida en que me hacían falta distracciones, el libro que me había dado resultó ser de gran ayuda. Tenía más de seiscientas páginas, pesaba casi quilo y medio y me hizo compañía durante todo el tiempo que estuve en el aire. Compendio de flores silvestres con el título, serio y rotundo, de Flores del Oeste, era una recopilación de siete autores (a seis de los cuales se calificaba como investigadores especialistas en flora silvestre; el séptimo era el conservador de un herbario de Wyoming) publicada, muy apropiadamente, por la Sociedad Botánica Occidental, en colaboración con cierto instituto de investigación subvencionado por una cooperativa de universidades del Oeste de los Estados Unidos.
En general, no me interesa mucho la botánica. No podría haber nombrado más de unas docenas de plantas y árboles, pero aquel libro de consulta, con sus novecientas fotografías en color y sus descripciones en una prosa precisa del hábitat y las características de más de cuatrocientas especies, mantuvo mi atención durante varias horas. No sé por qué lo encontré tan absorbente, aunque quizá fuese porque acababa de marcharme de aquella tierra de vegetación espinosa, sedienta, y quería ver más, no había tenido bastante. Habían tomado la mayoría de las fotos en primerísimo plano, sin más fondo que el limpio cielo. A veces, la imagen incluía algunas hierbas circundantes, un poco de tierra, o, más raramente aún, una peña o montaña lejana. La gente, la menor alusión a alguna actividad humana, brillaba por su ausencia. Nuevo México estaba habitado desde hacía miles de años, pero mirando las fotos de aquel libro se tenía la impresión de que allí nunca había pasado nada, de que habían borrado toda su historia. Nada de antiguos habitantes de los acantilados en la edad de piedra, nada de ruinas arqueológicas, nada de conquistadores españoles, nada de sacerdotes jesuitas, nada de Pat Garrett y Billy el Niño, nada de pueblos indios, nada de constructores de la bomba atómica. Sólo había el suelo y lo que cubría el suelo, la precaria vegetación de tallos, pedúnculos y florecillas espinosas que brotaban de la tierra cuarteada: una civilización reducida a un muestrario de hierbas silvestres. En sí mismas, las plantas no eran gran cosa de ver, pero sus nombres tenían una música impresionante, y después de examinar las fotografías y leer las descripciones que las acompañaban (Hoja de contorno ovalado o lanceolado… Los nuculos son aplanados, estriados y rugosos, con un apéndice de segmentos foliares capilares), hice una breve pausa para escribir algunos nombres en el cuaderno. Empecé en un reverso limpio, inmediatamente después de las páginas que había utilizado para anotar los extractos del diario de Hector que, a su vez, venían a continuación de las descripciones de La vida interior de Martin Frost. En inglés, las palabras tenían una consistente densidad sajona, y me agradó pronunciarlas en voz alta, sentir en la lengua su resonancia firme y metálica. Cuando ahora miro la lista, me parece casi un galimatías, una aleatoria colección de sílabas de un idioma desaparecido; quizá del lenguaje que antiguamente hablaban en Marte.
Perifollo. Apocino. Asclepia. Plantago. Boja. Junquillos. Cardo de toro. Cártamo silvestre. Hierba de caballo.
Crepis de los prados. Zuzón. Hierba cana. Viborana. Bardana menor. Sésamo bastardo. Tanaceto. Gabarro. Mastuerzo montesino. Colleja. Celedonia. Cuscuta. Euforbia.
Orozuz falso. Arvejo cantudo. Junco de los sapos. Ortiga muerta abrazante. Ortiga muerta purpúrea. Epílobe. Heno lanoso. Bromo erguido. Panicoide. Festuca. Linaria. Verónica. Burladora.
Vermont me pareció diferente a la vuelta. Sólo había estado fuera tres días y dos noches, pero todo se había empequeñecido en mi ausencia: encerrado en sí mismo, sombrío, húmedo. El verdor de los bosques que rodeaban mi casa parecía antinatural, una exuberancia imposible en comparación con los cobrizos y dorados del desierto. El aire estaba cargado de humedad, el suelo se hundía bajo los pies, y en cualquier dirección a que mirase me encontraba con una desenfrenada proliferación de vida vegetal, sorprendentes ejemplos de descomposición: ramitas y fragmentos de corteza empapados de humedad pudriéndose en los caminos, escaleras de hongos en el tronco de los árboles, manchas de moho en las paredes de la casa. Al cabo de un tiempo, comprendí que miraba esas cosas con los ojos de Alma, tratando de verlo todo con una luz nueva a fin de prepararme para el día en que viniera a vivir conmigo. El vuelo a Boston había ido bien, mucho mejor de lo que me había atrevido a esperar, y salí del avión con la sensación de haber conseguido algo importante. Dentro del orden universal de las cosas, probablemente no era mucho, pero en el orden de lo particular, en el lugar microscópico donde se ganan y se pierden las batallas privadas, contaba como una victoria singular Me sentía con más fuerzas que en ningún momento de los tres últimos años. Casi entero, decía para mis adentros, casi preparado para volver a ser real.
Durante los días siguientes, me dediqué a hacer cosas sin parar, en varios frentes a la vez. Trabajé en la traducción de Chateaubriand, llevé al taller la baqueteada camioneta para que arreglaran la carrocería, y limpié la casa hasta dejarla irreconocible: fregué los suelos, di cera a los muebles, quité el polvo a los libros. Sabía que nada podría disimular la fealdad esencial de su arquitectura, pero al menos podía dejar las habitaciones presentables, darles un lustre que antes no tenían. La única dificultad consistió en decidir qué hacer con las cajas que había en el cuarto desocupado, que yo tenía intención de transformar en estudio para Alma. Necesitaría un sitio para terminar el libro, un lugar adonde retirarse cuando quisiera estar sola, y aquel cuarto era el único disponible. Pero en el resto de la casa el espacio para guardar cosas era limitado, y sin desván ni garaje, lo único que se me ocurría era el sótano.
El problema con esa solución era el suelo de tierra. Cada vez que llovía, el sótano se llenaba de agua, y las cajas de cartón que se dejaran allí se empaparían sin lugar a dudas.
Para evitar esa calamidad, compre noventa y seis bloques de hormigón ligero y ocho grandes rectángulos de contrachapado. Apilando los bloques de tres en tres, logré armar una plataforma mucho más alta que el nivel de la peor inundación que había tenido. Para mayor protección contra los efectos de la humedad, envolví las cajas en bolsas de basura de plástico grueso, cerrándolas con cinta aislante. Con eso tendría que haber bastado, pero tardé otros dos días en armarme de valor para bajarlas al sótano.
Todo lo que quedaba de mi familia estaba en aquellas cajas. Los vestidos y las faldas de Helen. Su cepillo del pelo, sus medias. Su grueso abrigo con capucha de piel. El guante de béisbol y los tebeos de Todd. Los rompecabezas y los soldaditos de plástico de Marco. La polvera dorada con el espejo cuarteado. Hooty Tooty, el oso de peluche.
La insignia de la campaña de Walter Mondale. Esas cosas ya no servían para nada, pero nunca había sido capaz de tirarlas, nunca había pensando en entregarlas a una organización de beneficencia. No quería que otra mujer llevase la ropa de Helen, y tampoco me apetecía que las gorras de los Red Sox de los chicos anduvieran en la cabeza de otros niños. Llevar todo aquello al sótano era como enterrarlo bajo tierra. No era el final, quizá, pero sí el principio del fin, el primer jalón en el camino hacia el olvido.
Difícil de hacer, pero no tanto como lo había sido subir a aquel avión con destino a Boston. Cuando terminé de vaciar el cuarto, fui a Brattleboro a buscar muebles para Alma. Le compré un escritorio de caoba, una butaca de cuero que se balanceaba hacia atrás y hacia delante cuando se apretaba un botón debajo del asiento, un archivador de roble y una bonita alfombra multicolor. Era lo mejor que tenían en la tienda, equipo de oficina de primerísima calidad. La factura ascendía a más de tres mil dólares, que pagué a tocateja.
La echaba de menos. Por impetuosos que hubieran sido nuestros planes, nunca albergué dudas ni lo pensé dos veces. Seguí adelante en un estado de ciega felicidad, esperando el momento en que finalmente pudiera venir al Este, y siempre que empezaba a añorarla demasiado, abría la nevera y miraba el revólver. El arma era la prueba de que Alma ya había estado allí, y si ya había venido una vez, no había motivo para pensar que no iba a volver. Al principio, no pensé demasiado en el hecho de que el revólver seguía estando cargado, pero al cabo de dos o tres días empecé a preocuparme. No lo había tocado en todo ese tiempo, pero una tarde, para quedarme tranquilo, lo cogí de la nevera y me lo llevé al bosque, donde disparé las seis balas al suelo. Hicieron un ruido como el de una ristra de petardos, como estallidos de bolsas de papel. De vuelta en casa, guardé el revólver en el cajón superior de la mesita de noche. Ya no podía matar a nadie, pero eso no significaba que fuese menos poderoso, menos peligroso. Encarnaba el poder de una idea, y cada vez que lo miraba, recordaba lo cerca que esa idea había estado de destruirme.
El teléfono de la casa de Alma era caprichoso, y no siempre que llamaba podía hablar con ella. Instalación defectuosa, me había dicho, alguna conexión suelta en el tendido, lo que significaba que incluso después de marcar su número y oír los rápidos chasquidos y pitidos que sugerían que se establecía la comunicación, el aparato no sonaba necesariamente en su casa. La mayoría de las veces, en cambio, se podía contar con su teléfono para las llamadas hacia el exterior. El día que volví a Vermont, hice varios intentos fallidos de comunicar con ella, y cuando Alma finalmente me llamó a las once (las nueve, hora de la montaña), decidimos seguir esa pauta en el futuro. Me llamaría ella, y no al contrario. A partir de entonces, cada vez que hablábamos, al final de la conversación fijábamos la hora de la siguiente llamada, y durante tres noches consecutivas el método funcionó como un truco en un espectáculo de magia. Decíamos que a las siete, por ejemplo, y a las siete menos diez me dirigía a la cocina, me servía una copa de tequila puro (seguíamos bebiendo tequila juntos, incluso a distancia), y a las siete en punto, justo cuando el segundero del reloj de pared se lanzaba a dar la hora, sonaba el teléfono. Llegué a depender de la exactitud de aquellas llamadas. La puntualidad de Alma era un signo de fe, un compromiso con el principio de que, aunque estuvieran en dos partes diferentes del mundo, dos personas podían sintonizar con respecto a casi todo.
Entonces, a la cuarta noche (la quinta después de mi marcha de Tierra del Sueño), Alma no llamó. Supuse que tendría problemas con el teléfono, y por tanto no reaccioné inmediatamente. Seguí sentado en mi sitio, esperando pacientemente a que sonara el teléfono. Pero cuando el silencio se prolongó otros veinte minutos, y luego treinta, empecé a preocuparme. Si el teléfono no funcionaba, me habría enviado un fax para explicarme por qué no había tenido noticias suyas. Su fax estaba conectado a otra línea y nunca había habido problemas técnicos con ese número. Sabía que era inútil, pero cogí el teléfono y la llamé de todos modos, esperando un resultado negativo. Luego, pensando que estaría haciendo alguna gestión con Frieda, llamé al número de la casa grande, pero con el mismo resultado. Volví a llamar, sólo para ver si había marcado correctamente, pero tampoco hubo respuesta. Como último recurso, envié una nota por fax. ¿Dónde estás, Alma? ¿Va todo bien? Estoy preocupado. Por favor, escribe (fax) si no funciona el teléfono. Te quiero, David. En mi casa sólo había un teléfono, y estaba en la cocina. Si subía a la habitación, temía que no lo oyera si Alma llamaba más tarde; o si lo oía, que no bajara las escaleras a tiempo para contestar. No sabía qué hacer. Permanecí varias horas en la cocina, esperando que pasara algo, y por último, cuando ya era más de la una de la mañana, me fui al salón y me tumbé en el sofá. Era el mismo conjunto de muelles y cojines, lleno de bultos, que transformé en cama improvisada para Alma la primera noche que estuvimos juntos:
buen sitio para pensar cosas sombrías. Algo que hice hasta el amanecer, torturándome con imaginarios accidentes de coche, fuegos, urgencias médicas, caídas mortales por las escaleras. En un momento dado, los pájaros se despertaron y empezaron a cantar en las ramas de los árboles cercanos. No mucho después, inesperadamente, me quedé dormido.
Nunca se me ocurrió que Frieda haría a Alma lo mismo que me había hecho a mí. Hector quería que me quedara en el rancho y viera sus películas; luego se murió, y Frieda se ocupó de que eso no sucediera. Hector quería que Alma escribiera su biografía. Ahora que estaba muerto, ¿por qué no había caído yo en la cuenta de que Frieda se encargaría de impedir la publicación del libro? Las situaciones eran casi idénticas y, sin embargo, no había visto la semejanza, se me había escapado absolutamente la similitud entre ambas. Quizá porque los números no guardaban proporción alguna. Ver las películas no me habría llevado más de cuatro o cinco días; Alma llevaba trabajando en el libro cerca de siete años. Nunca se me pasó por la cabeza que nadie pudiera ser lo bastante cruel para adueñarse del trabajo de nadie y hacerlo trizas. Sencillamente carecía de valor para imaginar una cosa así.
Si hubiera visto lo que se avecinaba, no habría dejado a Alma sola en el rancho. La habría obligado primero a hacer un paquete con el manuscrito, y luego la habría metido en la furgoneta y me la habría llevado al aeropuerto aquella misma mañana. Y aunque no hubiera hecho nada en aquel momento, siempre podría haber reaccionado antes de que hubiese sido demasiado tarde. Habíamos mantenido cuatro conversaciones telefónicas desde mi vuelta a Vermont, y el nombre de Frieda surgía en todas y cada una de ellas. Pero yo no quería hablar de Frieda. Esa parte de la historia era agua pasada, a mí sólo me interesaba el futuro. Hablaba incesantemente a Alma de la casa, del cuarto que le estaba preparando, de los muebles que había encargado. Debí haberle hecho preguntas, insistiendo en que me diera detalles sobre el estado de ánimo de Frieda, pero a Alma parecía gustarle que le hablara de esos asuntos domésticos. Se encontraba en las primeras fases de la mudanza -guardando la ropa en cajas de cartón, decidiendo qué llevarse y qué no, preguntándome por los libros de mi biblioteca para ver cuáles coincidían con los suyos-, y lo último que esperaba eran problemas.
Tres horas después de mi marcha al aeropuerto, Alma y Frieda fueron a la funeraria de Albuquerque a recoger la urna. Más tarde, en un rincón del jardín abrigado del viento, esparcieron las cenizas de Hector entre rosales y macizos de tulipanes. Era el mismo sitio donde a Taddy le picó la abeja, y Frieda no dejó de temblar durante toda la ceremonia, manteniéndose firme durante unos minutos para luego sumirse en prolongados accesos de llanto silencioso. Cuando hablamos aquella noche, me dijo que nunca había visto tan vulnerable a Frieda, tan peligrosamente cerca de venirse abajo. Sin embargo, a la mañana siguiente, temprano, fue a la casa grande y descubrió que Frieda ya se había levantado; sentada en el suelo del estudio de Hector, rebuscaba entre montañas de papeles, fotografías y dibujos desplegados en círculo a su alrededor. Ahora venían los guiones, le dijo a Alma, y después iba a realizar una búsqueda sistemática de todos y cada uno de los documentos relacionados con la producción de las películas:
dibujos y fotografías de secuencias, bocetos de vestuario, planos de decorados, diagramas de iluminación, notas para los actores. Todo tiene que quemarse, declaró, no podía salvarse ni un solo papel.
Ya entonces, sólo un día después de mi marcha del rancho, los límites de la destrucción habían cambiado, extendiéndose para dar cabida a una interpretación más amplia de la última voluntad de Hector. Ya no eran sólo las películas, sino hasta la más mínima prueba que pudiera demostrar la existencia de aquellas películas.
Hubo hogueras los dos días siguientes, pero Alma no participó, dejando que la ayudaran Juan y Conchita mientras ella se dedicaba a sus cosas. Al tercer día, sacaron a rastras los decorados de los almacenes del estudio de sonido y los quemaron. Prendieron fuego a la utilería, las prendas de los vestuarios, los diarios de Hector. Quemaron hasta el cuaderno que leí en casa de Alma, pero seguimos siendo incapaces de adivinar hasta dónde podían llegar las cosas. Aquel cuaderno se escribió a principios de los años treinta, mucho antes de que Hector volviera a hacer cine. Su único valor residía en ser una fuente de información para la biografía de Alma. Si se destruía aquella fuente, aunque llegara a publicarse el libro, la historia que contaba ya no tendría credibilidad. Tuvimos que comprenderlo, pero cuando hablamos por teléfono aquella noche, Alma sólo lo mencionó de pasada. La gran noticia de la jornada se refería a las películas mudas de Hector. Ya circulaban copias de aquellos films, desde luego, pero a Frieda le preocupaba que si las descubrían en el rancho, alguien podría establecer la relación entre Hector Spelling y Hector Mann, de manera que decidió quemarlos también. Era una tarea horripilante, dijo Alma citando a Frieda, pero tenía que hacerse a conciencia. Si una parte del trabajo quedaba incompleta, el resto no tendría sentido.
Quedamos en hablarnos de nuevo al día siguiente a las nueve (las siete para ella). Alma iba a pasar en Sorocco gran parte de la tarde -comprando en el supermercado, haciendo gestiones de carácter personal-, pero aunque se tardaba hora y media en volver a Tierra del Sueño, calculamos que estaría de vuelta en su casa sobre las seis. Al no recibir su llamada, mi imaginación empezó inmediatamente a rellenar los espacios en blanco, y cuando me tumbé en el sofá a la una de la mañana, estaba convencido de que Alma no había llegado a su casa, de que le había pasado algo monstruoso.
Resultó que tenía razón y a la vez estaba equivocado.
Equivocado porque sí había vuelto a casa, y acertado en todo lo demás; aunque no de la manera en que me lo había imaginado. Alma paró el coche delante de su casa unos minutos después de las seis. Nunca cerraba la puerta con llave, de modo que no se preocupó demasiado al ver la casa abierta, pero salía humo de la chimenea y eso le pareció extraño, absolutamente incomprensible. Era un día caluroso de mediados de julio, y aunque Juan y Conchita hubieran ido a llevar ropa limpia o sacar la basura, ¿por qué demonios habrían encendido la chimenea? Alma dejó las bolsas de la compra en la parte de atrás del coche y entró directamente en la casa. En el cuarto de estar, en cuclillas frente a la chimenea, Frieda arrugaba hojas de papel y las echaba al fuego. Gesto a gesto era una reconstrucción de la escena final de Martin Frost.: Norbert Steinhaus quemando el manuscrito de su relato en un intento desesperado de volver a la vida a la madre de Alma. Por la habitación flotaban trozos de papel quemado, revoloteando en torno a Frieda como negras mariposas heridas. El borde de las alas relucía un instante con un destello anaranjado, convirtiéndose luego en un gris blanquecino. La viuda de Hector estaba tan absorta en su labor, tan concentrada en terminar la tarea que había empezado, que no levantó la cabeza cuando Alma entró por la puerta. Tenía las hojas sin quemar esparcidas sobre las rodillas, un pequeño montón de holandesas, unas veinte o treinta, quizá cuarenta. Si era todo lo que quedaba, entonces las otras seiscientas páginas ya habían desaparecido.
Según sus propias palabras, Alma se puso frenética, y empezó a lanzar una rabiosa invectiva, chillando y dando gritos demenciales. Entró como una furia en el cuarto de estar, y cuando Frieda se puso en pie para defenderse, Alma la apartó de un empujón. Eso es todo lo que recordaba, dijo. Un violento empujón, y ya estaba más allá de Frieda, corriendo hacia el estudio y el ordenador al fondo de la casa. El manuscrito quemado sólo era una impresión. El libro estaba en el ordenador, y si Frieda no había manipulado el disco duro ni encontrado los discos de salvaguardia, entonces no se habría perdido nada.
Un instante de esperanza, una breve oleada de optimismo al cruzar el umbral de la habitación, y luego nada.
Alma entró en el estudio, y lo primero que vio fue un espacio vacío donde había estado el ordenador. El escritorio estaba limpio: ni pantalla, ni teclado, ni impresora, ni caja azul de plástico con los veintiún disquetes etiquetados y los cincuenta y tres ficheros de documentación. Frieda se lo había llevado todo. Sin duda había contado con la ayuda de Juan, y si Alma comprendía bien la situación, ya era demasiado tarde para remediarlo. El ordenador debía de estar aplastado; los discos, cortados en trocitos. Y aunque eso no hubiera pasado todavía, ¿por dónde empezar a buscarlos? El rancho tenía una extensión de más de ciento sesenta hectáreas. Lo único que había que hacer era elegir un sitio cualquiera, cavar un agujero, y el libro desaparecería para siempre.
No sabía cuánto tiempo permaneció en el estudio. Varios minutos, pensaba, pero podía haber sido más, quizá hasta un cuarto de hora. Recordaba haberse sentado frente al escritorio con el rostro entre las manos. Tenía ganas de llorar, confesó, dejarse llevar por un prolongado ataque de gritos y sollozos, pero seguía estando demasiado perpleja para llorar, de manera que no hizo otra cosa que quedarse allí sentada, oyendo cómo se le escapaba la respiración entre las manos. En un momento dado, empezó a notar lo silenciosa que se había quedado la casa. Supuso que eso significaba que Frieda se había marchado, que simplemente había salido y vuelto a la otra casa. Tanto mejor, pensó Alma, Por más que discutieran, por más explicaciones que recibiera no se iba a arreglar lo que le había hecho, y el caso era que no quería volver a hablar con Frieda nunca más. ¿Era cierto eso? Sí, decidió, era verdad.
En ese caso, había llegado el momento de marcharse de allí. Podía hacer la maleta, subir al coche y parar en cualquier motel cerca del aeropuerto. A primera hora de la mañana, estaría en el avión de Boston.
Fue entonces cuando Alma se levantó del escritorio y salió del estudio. Todavía no eran las siete, pero me conocía lo bastante para saber que estaría en casa, andando alrededor del teléfono, en la cocina, y sirviéndome un tequila mientras esperaba su llamada. No esperaría hasta la hora convenida. Acababan de robarle años de su vida, el mundo le estallaba en la cabeza, y tenía que hablar conmigo ya, le hacía falta hablar con alguien antes de que irrumpieran las lágrimas y ya fuera incapaz de articular palabra. El teléfono estaba en el dormitorio, la habitación contigua al estudio. Lo único que tenía que hacer era torcer a la derecha al salir por la puerta, y diez segundos después, sentada en la cama, estaría marcando mi número.
Cuando cruzó el umbral del estudio, sin embargo, titubeó un momento y torció a la izquierda. Habían saltado chispas por todo el cuarto de estar, y antes de entablar una larga conversación conmigo, debía asegurarse de que el fuego estaba apagado. Era una decisión lógica, lo más conveniente dadas las circunstancias. De manera que dio un rodeo hacia el otro lado de la casa, y un momento después la historia de aquella noche se convirtió en una historia diferente, la noche se transformó en una noche diferente. Ése es el horror para mí: no sólo haber sido incapaz de impedir lo que pasó, sino saber que si Alma me hubiera llamado primero, eso no habría ocurrido. Frieda habría seguido muerta en el suelo del cuarto de estar, pero ninguna de las reacciones de Alma habría sido la misma, ninguna de las cosas que ocurrieron después del descubrimiento del cadáver habría sucedido de aquella manera.
Tras hablar conmigo se habría sentido con más fuerzas, un poco menos desesperada, algo más preparada para encajar el golpe. Si me hubiera contado lo del empujón, por ejemplo, describiéndome cómo había apartado a Frieda de su camino dándole con la palma de la mano en el pecho antes de precipitarse hacia el estudio, yo habría podido advertirle de las posibles consecuencias. Hay gente que pierde el equilibrio, le habría dicho, tropieza, cae hacia atrás y se da un golpe en la cabeza contra algún objeto duro. Ve al cuarto de estar y mira a ver si Frieda sigue allí.
Y Alma habría ido al cuarto de estar sin colgar el teléfono.
Habría podido hablar conmigo inmediatamente después de descubrir el cadáver, y entonces yo la habría calmado, dándole ocasión de verlo todo con más claridad, de pensarlo dos veces y no seguir adelante con la horrible cosa que se proponía hacer. Pero Alma titubeó en el umbral, torció a la izquierda en vez de a la derecha, y cuando encontró el cuerpo de Frieda hecho un guiñapo en el suelo, se olvidó de llamarme. No, no creo que se olvidara, no quiero sugerir que se olvidó; pero la idea ya cobraba forma en su cabeza, y no se decidía a coger el teléfono. En cambio, se dirigió a la cocina, se sentó frente a una botella de tequila y un bolígrafo, y pasó el resto de la noche escribiéndome una carta.
Yo estaba dormido en el sofá cuando el fax empezó a llegar. En Vermont eran las seis de la mañana, pero en Nuevo México aún era de noche, y el aparato me despertó después de sonar tres o cuatro veces. Llevaba durmiendo menos de una hora, sumido en un coma de puro agotamiento, y no me enteré de cuándo empezó a sonar, aunque los timbrazos alteraron el sueño que estaba teniendo en aquel momento: una pesadilla sobre despertadores y plazos límite y tener que levantarme para dar una conferencia titulada «Las metáforas del amor». No suelo recordar mis sueños, pero sí me acuerdo de aquél, igual que recuerdo todo lo que me ocurrió desde el momento en que abrí los ojos. Me incorporé dándome cuenta ya de que el ruido no provenía del despertador de mi cuarto. El teléfono estaba sonando en la cocina, pero cuando me puse en pie y crucé tambaleante el cuarto de estar, dejó de sonar. Oí un ruidito metálico en el aparato, que indicaba el inicio de la transmisión de un fax, y cuando finalmente llegué a la cocina, la primera parte de la carta se iba enrollando al salir por la ranura. En 1988 aún no había aparatos de fax con papel corriente. Se utilizaban rollos de papel -muy fino, tratado con un revestimiento electrónico especial- y cuando se recibía un mensaje parecía algo remitido desde un pasado remoto: media Torah, o una misiva enviada de algún campo de batalla etrusco. Alma había tardado más de ocho horas en redactar la carta, deteniéndose y volviendo a empezar de manera intermitente, cogiendo el bolígrafo y dejándolo de nuevo, cada vez más borracha a medida que avanzaba la noche, y la acumulación final superaba las veinte páginas. Las leí de pie, tirando del rollo según iba saliendo del aparato. La primera parte contaba las cosas que acabo de resumir: la quema del libro de Alma, la desaparición del ordenador, el descubrimiento del cadáver de Frieda en el cuarto de estar. La última parte concluía con los siguientes párrafos:
No puedo evitarlo. No tengo fuerzas suficientes para llevar una carga como ésta. Una y otra vez intento abarcarla con los brazos, pero es demasiado grande para mí, David, pesa demasiado, y ni siquiera puedo levantarla del suelo.
Por eso es por lo que no voy a llamarte esta noche. Me dirías que se trata de un accidente, que no ha sido culpa mía, y yo empezaría a creerte. Querría creerte, pero lo cierto es que la empujé fuerte, mucho más fuerte de lo que se puede empujar a una anciana de ochenta años, y la maté. No importa lo que ella me hiciera. La maté, y si ahora dejo que me convenzas de lo contrario, eso sólo serviría para destruirnos a los dos más adelante. No hay otro remedio. Para detenerme, tendría que renunciar a la verdad, y una vez hecho eso, todo lo bueno que hay en mí empezaría a morir. He de hacerlo ahora mismo, ya lo ves, mientras aún tengo valor. Gracias al alcohol. Guinnes te da fuerza, como decían las carteleras publicitarias de Londres. El tequila te da valor.
Sales de algún sitio, y por lejos que creas que te has ido de ese sitio, al final siempre acabas allí. Pensé que tú podrías rescatarme, que acabaría perteneciéndote, pero yo siempre les he pertenecido a ellos y a nadie más. Gracias por el sueño, David, Alma la fea encontró un hombre, que hizo que se sintiera hermosa. Si has podido hacer eso por mí, imagínate lo que podrías hacer por una chica que tuviera una sola cara.
Considérate afortunado. Es bueno que esto se termine antes de que descubras quién soy realmente. Aquella primera noche me presenté en tu casa con un revólver, ¿no es verdad?
No olvides nunca lo que eso significa. Sólo una loca haría algo así, y no se puede confiar en los locos. Fisgonean en la vida de los demás, escriben libros sobre cosas que no les conciernen, compran pastillas. ¿De verdad fue por accidente por lo que te las dejaste aquí el otro día? Las tuve en el bolso todo el tiempo que pasaste en el rancho. Siempre quería dártelas, y siempre se me olvidaba; incluso en el momento en que te subiste a la furgoneta. No me lo reproches. Resulta que yo las necesito más que tú. Mis veinticinco amiguitas de color púrpura. Máximo efecto, Xanax; noche de sueño ininterrumpido, garantizada.
Perdón. Perdón. Perdón. Perdón. Perdón.
Después de leerlo la llamé, pero no contestó. Esta vez logré comunicar -oí sonar el aparato al otro extremo de la línea-, pero Alma no llegó a coger el teléfono. Lo dejé sonar cuarenta o cincuenta veces, esperando obstinadamente que los timbrazos rompieran su concentración, la distrajeran y le diera por pensar en otra cosa que no fueran las pastillas. ¿Habría servido de algo que lo dejara sonar otras cinco veces más? ¿Y otros diez timbrazos más la habrían impedido seguir adelante? Finalmente, decidí colgar, cogí un papel y le envié un fax. Háblame, por favor, escribí. Por favor, Alma, coge el teléfono y habla conmigo.
Volví a llamarla un momento después, pero esta vez la línea se cortó después de que el aparato sonara seis o siete veces. No lo entendí al principio, pero luego me di cuenta de que debía haber arrancado el cable de la pared.