Capítulo 28
La boda había sido preciosa y la cena, excelente. En esos instantes todos los invitados disfrutaban de una copa mientras sonaba la música en la discoteca del hotel que los novios habían reservado en exclusividad para los invitados al enlace.
De fondo Eros Ramazzotti explicaba la razón por la que se casaría con su canción Ti sposerò perchè[7]. No cabía duda de que Gobanelli era un excelente organizador de bodas. Todo había sido de una elegancia exquisita, aunque lo mejor había sido el brindis de los novios cuando se habían retirado las cortinas que rodeaban el salón de banquetes y los asistentes se habían topado con la hermosa ciudad de Roma iluminada rodeándolos.
—¿Qué opinas sobre las bodas? —preguntó Daniel inesperadamente. Quizás espoleado por la canción de Eros.
—¿A qué te refieres? —preguntó confusa con la pregunta.
—¿Sueñas con una?
—La verdad es que acabo de hacerlo —era la primera vez que pensaba en ello, ni siquiera de niña había jugado a ello—. Sobre todo si es tan preciosa como esta.
—Me ha pasado lo mismo, creo que la culpa es de Mario Gobanelli, mañana lo habremos superado —comentó quitándole importancia.
—¿Tú crees?
—Eso espero. Es demasiado pronto para pensar en bodas —la mirada de Daniel era tan intensa mientras hablaba que Ariadna sintió como se le erizaba la piel.
—¿Lo dices porque no tienes pareja?
—Entre otras cosas, sí. No obstante, es la primera vez que una boda entra en mis planes a largo plazo.
—¿Por qué echaste a Alexia?
—Con que sutileza cambias de tema —se burló incómodo por tener que reconocer la verdad sobre lo sucedido con Alexia.
—¿No quieres contármelo? —preguntó Ariadna con una sonrisa triste—. Ojalá algún día me cuentes todo lo que quiero saber. No pierdo las esperanzas, ¿sabes?
Daniel se quedó callado un instante, pensando en cómo iba a tomarse ella la verdad, no solo la verdad sobre el incidente con Alexia, sino la verdad completa.
—Intentó hacernos daño. Intentó hacértelo a ti. No podía consentírselo —confesó mirándole a los ojos.
—¿Me creíste? —preguntó asombrada.
—Por supuesto.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Estaba cabreado contigo —confesó recordando la cena en casa de sus padres en la que Ariadna había contado que se había levantado temprano para hablar con Alberto.
—En realidad siempre supe que me creías —comentó Ariadna en voz baja.
Daniel arqueó una ceja interrogante. Pero no hizo la pregunta.
—Bueno, lo supe mientras cenábamos con tus padres. Cuando dijiste que tu secretaria había posado para Novia Feliz. Tu madre acababa de mostrarme las fotos de tu dormitorio. ¿Sabes? Siempre tuve curiosidad por cómo sería tu habitación, pero nunca antes había entrado. A pesar de que prácticamente vivía en tu casa.
—Siempre que me iba le echaba ese estúpido candado para la bicicleta. Tenía que hacerlo para evitar que Mónica hurgara entre mis cosas —se defendió riendo—. Siempre ha sido un incordio en mi vida, sinceramente no sé cómo tú la soportas.
—¿Por qué las colgaste? —su voz sonó más temblorosa de lo que esperaba. Por esa razón no añadió nada más.
—Tardé menos de una hora en arrepentirme por haberme marchado de Roma. Pero en ese momento me pareció la mejor forma de escapar de ti y de lo que me hacías sentir. Tenía diecinueve años y mis padres eran y son el matrimonio perfecto, mi madre tenía un año más que yo cuando se casó con mi padre y desde ese instante no han vuelto a separarse. Ninguno de los dos va a ningún lado sin el otro, desde que tengo uso de razón mi madre ha acompañado a mi padre en cada viaje que ha hecho, aunque haya supuesto dejarnos a nosotros. Tú me asustaste, lo que sentía por ti, lo que veía en tus ojos cuando me mirabas. Me daba miedo atarme a ti y perderme todo lo demás.
Ariadna soltó el aliento que había estado conteniendo mientras le escuchaba. Por fin le había dado la explicación que tanto había ansiado.
—Siento no habértelo contado antes. Te merecías una explicación —se disculpó.
—Esto no es para nada lo que me había imaginado —confesó Ariadna.
—No, imagino que no. Seguro que pensaste que era por ti.
Ariadna no dijo nada, no fue necesario.
—De nada sirve que volvamos a ayer, porque entonces yo era una persona diferente.
—¿Qué os pasa a ti y a tu hermana con Alicia en el país de las maravillas? —comentó Ariadna sonriendo al escuchar la cita de Daniel.
—Mi madre nos obligó a leerla. Varias veces a decir verdad. Pero lo que de verdad me interesa de esta conversación es que me digas si crees que podemos comenzar de nuevo —Ariadna notó la ansiedad en su voz y fue eso lo que renovó sus esperanzas.
—¿En qué sentido comenzar? —sintió un nudo en la boca del estómago. Si él le decía que solo quería ser su amigo iba a ser incapaz de contener las lágrimas. Esperó su respuesta con el corazón desbocado.
—Estamos en Roma y tenemos la noche para nosotros solos. Tú me importas —le dijo, devolviéndole las mismas palabras que ella le había dicho no hacía mucho tiempo. Palabras que no desvelaban mucho—. Tal vez descubras que estamos predestinados. Yo lo descubrí hace tiempo y por mucho que quise esconderme, siempre me topaba con la verdad. ¡Dios! Si hasta me volví a quedar prendado de ti sin saber que eras tú —dijo haciendo referencia a su encuentro en el japonés y a la broma de Ariadna. Un burdo intento por restarle seriedad a sus anteriores palabras.
Suspiró internamente, hasta que la realidad rompió la burbuja en la que se encontraban.
—¿Y qué pasa con Von? Somos rivales, no es muy ético que estemos juntos.
—Von tiene que quedar fuera de nuestra suite y de este viaje —comentó Daniel, si iban a intentar superar obstáculos no era buena idea poner el más elevado de todos frente a ellos.
—¿Sin cojines esta vez?
—Sin cojines —aceptó Daniel riendo—. Te aseguro que yo lo pasé peor que tú. Los puse para no atacarte mientras dormía y me encontré con que el atacado fui yo.
—¿Te cuento un secreto? No estaba durmiendo —confesó rozándole provocativa la rodilla con un dedo.
Daniel abrió los ojos asombrado por la revelación fingiendo escandalizarse y acto seguido se puso a reír con fuerza, completamente subyugado por ella.
El trayecto hasta la suite lo hicieron entre apasionados besos e incontenidas caricias. Por primera vez estaban uno frente al otro sabiendo qué podían esperar de su relación. Cómo tocarse para que el deseo ardiera entre ellos… No había expectativas que cumplir ni el temor al rechazo. Solo necesidad de reclamarse y dejarse llevar.
En apenas un minuto las ropas que los separaban habían desaparecido, a ninguno de los dos les importaron los botones arrancados o las cremalleras atascadas. La piel del otro era el único abrigo que necesitaban. Daniel la tomó de la mano y la condujo sin separarse de sus labios hasta la enorme cama que habían compartido la noche anterior. Con delicadeza hizo que se tumbara sobre ella y se tumbó a su lado, observándola admirado, deleitándose en cada curva, cada recodo de ella.
—Eres preciosa. Siempre lo has sido —murmuró enterrando la cabeza en su garganta y resiguiendo con sus labios una línea zigzagueante de sus clavículas a sus senos. Con picardía rodeó la erguida cumbre con la lengua y sopló. Sonrió complacido cuando sintió el respingo de sorpresa de Ariadna. Con cuidado sustituyó la lengua por los dientes consiguiendo que ella se removiera debajo de él, ansiando más caricias como aquella.
—Daniel —se quejó con voz temblorosa.
—¿Qué quieres, Ari? Dime qué necesitas y te lo daré.
Ariadna sintió que iba a estallar de deseo, la promesa implícita en las palabras de Daniel no le había excitado tanto como escucharle llamarla por su diminutivo.
—A ti. Te quiero a ti. ¡Ya! —pidió poniendo énfasis en la última palabra.
—¡Qué exigente! —rió complacido por la reacción de ella.
Ariadna jugó su última baza y con descaro atrapó en su mano la masculinidad palpitante de Daniel.
—Siempre he pensado que deberías experimentar un poco la paciencia —le dijo admirado del carácter decidido de su chica.
—Te aseguro que no me hace falta. Llevo diez años practicándola. Soy una experta en el tema —dijo apretándose a su cuerpo.
Incapaz de resistir mucho más tiempo las caricias de Ariadna, Daniel se colocó entre sus piernas, deslizando las manos con delicadeza por los glúteos para levantarla unos centímetros de la cama, y luego, con una lentitud indolente, lamió y mordisqueó su piel sensible. Mientras sus manos se deleitaban arrasando con el resto de su cuerpo.
Ariadna se arqueó en la cama buscando febrilmente su boca.
—Te juro que quería darte una clase magistral de lo que era la paciencia —dijo él mientras se colocaba—. Pero me estás matando.
Daniel se hundió dentro de ella dispuesto a perderse en su cálido cuerpo. La sensación de ella rodeándole le arrancó un gemido. Ariadna sonrió al tiempo que le clavaba las uñas en los hombros y se retorcía lenta y sinuosamente debajo de él.
—Voy a demostrarte las ventajas de la impaciencia —declaró rodeando su cuerpo con las piernas y dándole la vuelta de modo que ahora era ella la que dominaba la situación. Y Daniel, rendido, tuvo que darle la razón.
—Va a ser raro regresar de nuevo a Madrid.
—Humm
—No puedo creer que seas capaz de dormir en un momento como este —se quejó Ariadna.
—Estoy muerto. Jamás pensé que quererte iba a ser tan agotador —se quejó sin darse cuenta de lo que había confesado.
Ariadna se quedó en silencio, asimilando lo que acababa de escuchar. La quería, acababa de decirlo…
—Entonces voy a tener que compensarte por el esfuerzo, ¿no crees? —dijo mientras hundía el rostro en su cuello y lo mordisqueaba.
—Estoy totalmente de acuerdo —concedió Daniel sonriendo travieso.
El domingo era el último día que les quedaba en Roma, se levantaron temprano, se ducharon e hicieron las maletas. Iban a comer en la ciudad ya que su avión salía a las tres de la tarde y tenían que abandonar el hotel a las once de la mañana.
Iban a dejar el hotel cuando Giacomo Casanova se acercó a ellos.
—¿Ya nos dejan?
—Sí, muchas gracias por la reserva que nos hizo en La Pergola —agradeció Ariadna sonriendo.
—Fue un placer. ¿Puedo ayudarles en algo más? ¿Necesitan un coche que les lleve al aeropuerto? —ofreció solícito.
—Muchas gracias, pero nuestro vuelo no sale hasta las cuatro. Vamos a dar un último paseo por su hermosa ciudad —explicó Ariadna.
—¿Y qué van a hacer con las maletas?
—Supongo que las dejaremos en alguna consigna y las recogeremos después —intervino Daniel.
—Pueden dejarlas en mi despacho, nadie las tocará —hizo una señal con la cabeza y un botones se acercó rápidamente hasta ellos—. Alex lleva las maletas de los señores hasta mi despacho, por favor.
—Sì, signore.
—Muchísimas gracias. Es usted muy amable con nosotros —la sonrisa de Ariadna era contagiosa por lo que Giacomo terminó sonriendo con la misma intensidad.
—Es un placer. Espero que vuelvan a Roma de nuevo alguna vez, ¿quizás para su luna de miel? —preguntó con una sonrisa pícara.
—Puede estar seguro de ello —contestó Daniel con la misma sonrisa.
El director se marchó complacido a atender a otros clientes momento que Ariadna aprovechó para reprender a Daniel.
—¿Por qué le has dicho eso?
—No podía defraudarle. Ha sido demasiado amable con nosotros.
—Supongo que tienes razón. Pero por la misma razón no deberíamos haberle mentido.
—A lo mejor tenemos que cumplir nuestra palabra. Ya sabes, no está bien mentir —dijo con cara de niño bueno.
—¡Estás loco! —se quejó Ariadna al tiempo que se ponía de puntillas para besarle los labios—. Por cierto, ¿dónde vamos a ir a comer? Dudo que vuelvan a darnos mesa en La Pergola —dijo riendo.
—La comida la podemos improvisar. Antes quiero ir a un sitio sin falta.
—¿Dónde? Estás muy misterioso.
—A la fontana di Trevi. Tengo que asegurarme de que volvemos a Roma y para ello es indispensable arrojar una moneda a la fuente.
Ariadna la miró con los ojos abiertos de sorpresa.
—¡Tengo que contárselo a Mónica! Va a torturarte con ello durante semanas —se jactó.
—¿Semanas dices? Seguramente sean meses. Espero que al menos merezca la pena soportarla.
—Seguro que sí —dijo Ariadna mientras le tomaba de la mano y tiraba de él hacia la salida del hotel.