EL ÚLTIMO HIPPIE

Cuánto, cuánto tiempo se nos ha ido…

Y cuán poco queda

ROBERT HUNTER,

«Box of Rain»

Greg F. creció en la década de los cincuenta, nació en un acogedor hogar de Queens, y fue un muchacho atractivo y con talento que parecía destinado, al igual que su padre, a una carrera profesional, quizá escribiendo canciones, actividad para la cual mostró un talento precoz. Pero se volvió inquieto, comenzó a cuestionarse las cosas, como muchos adolescentes de finales de los sesenta; comenzó a odiar la vida convencional de sus padres y vecinos y el cínico y belicoso gobierno del país. Su necesidad de rebelión, pero también de encontrar un ideal y guía, de encontrar un líder, cristalizó en el Verano del Amor, en 1967. Iba al Village a escuchar declamar a Allen Ginsberg toda la noche; amaba la música rock, especialmente el acid rock y, por encima de todo, a Grateful Dead.

Cada vez estaba más enfrentado con sus padres y profesores; con unos se mostraba agresivo, con los otros reservado. En 1968, cuando Timothy Leary instaba a la juventud norteamericana a «sintonizar, colocarse y pasar de todo», Greg se dejó el pelo largo y desapareció de la universidad, donde había sido un buen estudiante; dejó su casa y se fue a vivir al Village, donde se unió a la cultura de la droga del East Village, buscando, como tantos otros de su generación, la utopía, la libertad interior y una «conciencia superior».

Pero «colocarse» no satisfizo a Greg, que seguía necesitando una doctrina y un modo de vida más codificado. En 1969 gravitó, al igual que muchos otros jóvenes que tomaban ácido, hacia el swami Bhaktivedanta y su Sociedad Internacional para la Conciencia de Krishna, en la Segunda Avenida. Y bajo su influencia Greg, al igual que muchos otros, dejó de tomar ácido, y encontró que la exaltación religiosa reemplazaba sus éxtasis de ácido. («El único remedio radical contra la dipsomanía», dijo William James una vez, «es la religiomanía.») La filosofía, la vida en comunidad, los cánticos, los rituales, la austera y carismática figura del propio swami, fueron como una revelación para Greg, y se convirtió, casi inmediatamente, en un apasionado devoto y converso.[35] Ahora era un centro, un foco, para su vida. En esas primeras y exaltadas semanas de su conversión, vagó por el East Village, vestido con una túnica azafrán, salmodiando los mantras de los Hare Krishna, y a principios de los setenta comenzó a residir en el templo principal de Brooklyn. Al principio sus padres se opusieron, pero luego lo aceptaron: «Quizá le ayude», dijo su padre filosóficamente. «Quizá, ¿quién sabe?, es el camino que tiene que seguir.»

Durante el primer año que Greg pasó en el templo todo fue bien; era obediente, ingenuo, devoto y piadoso. Es un santo, dijo el swami, uno de los nuestros. A principios de 1971, ahora ya profundamente vinculado, fue enviado al templo de Nueva Orleans. Sus padres le veían esporádicamente mientras estuvo en el templo de Brooklyn, pero a partir de ese momento la comunicación prácticamente se interrumpió.

Durante el segundo año con los Krishna, Greg tuvo un problema: se quejaba de que cada día lo veía todo más borroso, pero el swami y los demás lo interpretaron en un sentido espiritual: era «un iluminado», le dijeron; la «luz interior» estaba creciendo dentro de él. Al principio Greg se preocupó por su vista, pero la explicación espiritual del swami le tranquilizó. Cada vez veía más borroso, pero dejó de quejarse. De hecho, parecía volverse más espiritual durante el día, una asombrosa y nueva serenidad se adueñaba de él. Ya no mostraba la anterior impaciencia de sus apetitos, y a veces se sumía en una especie de aturdimiento, con una extraña (alguien dijo «trascendental») sonrisa en la cara. Es la beatitud, dijo el swami, se está volviendo un santo. En el templo opinaron que, llegado a esa fase, había que protegerle: ya no salía ni hacía nada sin compañía, y se procuraba que cada vez tuviera menos contacto con el exterior.

Aunque Greg no se comunicaba directamente con sus padres, a veces les llegaban noticias esporádicas del templo, noticias que hablaban cada vez más de su «progreso espiritual», de su «iluminación», informaciones a la vez tan vagas y que casaban tan poco con el carácter del Greg que ellos conocían que comenzaron a sentirse cada vez más alarmados. En una ocasión escribieron directamente al swami y recibieron una respuesta tranquilizadora.

Pasaron tres años más hasta que los padres de Greg se decidieron a ir a verle personalmente. Por entonces su padre no gozaba de buena salud y temía que si esperaba mucho quizá nunca volviera a ver a su hijo «perdido». Al enterarse de ello, el templo por fin permitió la visita de los padres de Greg. En 1975, por tanto, después de cuatro años sin verle, visitaron a su hijo en el templo de los Hare Krishna de Nueva Orleans.

Cuando lo vieron, se quedaron horrorizados: su hijo delgado y melenudo se había convertido en gordo y calvo; exhibía una permanente y «estúpida» sonrisa en la cara (así al menos fue como la describió su padre); de vez en cuando prorrumpía en canciones y estrofas y hacía comentarios «idiotas», al tiempo que mostraba pocas emociones profundas de ningún tipo («como si le hubieran vaciado, como si se lo hubieran sacado todo», dijo su padre); había perdido todo interés por cuanto ocurría a su alrededor; estaba desorientado… y totalmente ciego. El templo, sorprendentemente, accedió a que se marchara, quizá porque ahora les parecía que su ascensión había llegado demasiado alto y habían comenzado a inquietarse por su estado.

Greg fue ingresado en el hospital, examinado y trasladado a neurocirugía. Las exploraciones cerebrales revelaron un enorme tumor en la línea media que destruía la glándula pituitaria y el quiasma óptico y zonas adyacentes y se extendía a ambos lados hacia los lóbulos frontales. Hacia atrás alcanzaba los lóbulos temporales, y hacia abajo el diencéfalo o cerebro anterior. En cirugía encontraron el tumor benigno, un meningioma, pero se había hinchado hasta el tamaño de un pomelo o una naranja pequeños, y aunque los cirujanos pudieron extirparlo casi completamente, no pudieron reparar el daño que ya había hecho.

Ahora Greg no sólo estaba ciego, sino gravemente incapacitado neurológica y mentalmente, un desastre que podía haberse evitado completamente de haberse atendido sus primeras quejas, cuando afirmaba que veía borroso, y haber permitido que un médico, incluso el simple sentido común, juzgara su estado. Puesto que, trágicamente, no se podía esperar recuperación alguna, Greg fue ingresado en Williamsbridge, un hospital para enfermos crónicos: un muchacho de veinticinco años para quien la vida activa había llegado al final, y para quien no habla esperanza de curación.

Conocí a Greg en abril de 1977, cuando llegó al Hospital de Williamsbridge. Aparentaba menos de los veinticinco años que tenía, pues era imberbe e infantil en sus gestos. Estaba gordo, como un Buda, y exhibía una expresión alelada e indiferente, los ojos ciegos vagando al azar en sus órbitas, mientras permanecía sentado e inmóvil en su silla de ruedas. Aunque carecía de espontaneidad y no iniciaba ningún diálogo, respondía con prontitud y atinadamente cuando yo le hablaba, aunque en su imaginación aparecían a veces extrañas palabras que daban lugar a asociaciones tangenciales o a fragmentos de canciones y rimas. Si entre pregunta y pregunta nada rompía el silencio, éste tendía a hacerse cada vez más profundo; aunque si duraba más de un minuto Greg podía comenzar con sus cánticos de Hare Krishna o a murmurar mantras en voz baja. Todavía era, en sus propias palabras, «un profundo creyente», entregado a las doctrinas y objetivos del grupo.

No pude obtener de él ninguna historia coherente: para empezar, no estaba seguro de por qué estaba en el hospital, y dio distintas razones cuando le pregunté; primero dijo: «Porque no soy inteligente», y luego: «Porque en una época tomé drogas.» Sabía que había estado en el templo principal de Hare Krishna («una gran casa roja, en el 439 de Henry Street, en Brooklyn»), pero no que posteriormente había estado en el templo de Nueva Orleans. Tampoco recordaba haber comenzado a mostrar allí ningún síntoma: el primero de todos, una progresiva pérdida de visión. De hecho, no parecía consciente de tener ningún problema: ni de estar ciego, ni de ser incapaz de andar normalmente, ni de padecer ninguna enfermedad.

No era consciente, pero sí indiferente. Parecía afable, plácido, vacío de todo sentimiento: era esa serenidad antinatural lo que sus hermanos de Krishna habían percibido, aparentemente, como «beatitud», y de hecho, en cierto momento, el propio Greg utilizó la palabra. «¿Cómo se siente?», insistía yo una y otra vez. «En un estado de beatitud», replicó en cierto momento, «y me temo que estoy cayendo de nuevo en el mundo material.» En aquella época, cuando ingresó en el hospital, muchos de sus amigos de Hare Krishna acudían a visitarle; yo veía a menudo sus túnicas azafrán en los pasillos. Iban a visitar al pobre, ciego e inexpresivo Greg y le rodeaban; le veían como a alguien que había alcanzado el «desapego», como un Iluminado.

Al interrogarle sobre hechos y personas de la actualidad, pude comprobar el grado extremo de desorientación y confusión que había alcanzado. Cuando le pregunté quién era el presidente, dijo «Lyndon»; a continuación: «Aquel que mataron.» Yo le apunté: «Jímmy…», y él dijo: «Jimi Hendrix», y cuando solté una carcajada, dijo que quizá una Casa Blanca más musical fuera una buena idea. Unas pocas preguntas más me convencieron de que quizá Greg prácticamente no tenia recuerdos de sucesos posteriores a 1970, ciertamente ningún recuerdo coherente ni cronológico. Parecía haber quedado abandonado, amarrado a los sesenta: a partir de ese momento su recuerdo, su desarrollo, su vida interior habían quedado detenidos.

El tumor, que había crecido lentamente, era enorme cuando finalmente se lo extirparon en 1976, pero sólo en las últimas fases de su desarrollo, al destruir sistemas de memoria en el lóbulo temporal, había evitado que el cerebro registrara nuevos acontecimientos. Sin embargo Greg tenía dificultad —no absoluta, pero sí parcial— para recordar incluso acontecimientos de finales de los sesenta, acontecimientos que debía de haber registrado perfectamente en su momento. De modo que además de su incapacidad para registrar nuevas experiencias había una erosión de los recuerdos existentes (una amnesia retrógrada) que se remontaba a varios años antes del desarrollo de su tumor. No había una ruptura brusca, sino un gradiente temporal, de modo que las cifras y sucesos desde 1966 y 1967 eran recordados perfectamente, los de 1968 y 1969 en parte o sólo ocasionalmente, y los posteriores a 1970 casi olvidados del todo.

Era fácil demostrar la gravedad de su amnesia inmediata. Si le daba una lista de palabras, era incapaz de recordarlas un minuto después. Cuando le contaba una historia y le pedía que me la repitiera, lo hacía de una manera cada vez más confusa, con más y más «contaminaciones» y asociaciones equivocadas —algunas divertidas, otras extremadamente extravagantes—, hasta que cinco minutos después su historia no guardaba ningún parecido con la que le había contado. Así, cuando le narré un cuento sobre un león y un ratón, pronto se separó del original y el ratón amenazó con comerse al león: el ratón se había convertido en gigante y el ratón en enano. Ambos eran mutantes, explicó Greg cuando le pregunté por qué se desviaba del original. O posiblemente, dijo, eran criaturas de un sueño, o «una historia alternativa» en la que los ratones eran de hecho los señores de la selva. Cinco minutos después ya no recordaba nada de la historia.

Yo había oído contar a uno de los asistentes sociales del hospital que Greg sentía pasión por la música, en especial por las bandas de rock-and-roll de los sesenta; vi pilas de discos tan pronto como entré en su habitación, y una guitarra apoyada junto a su cama. De modo que le pregunté sobre ese tema, y entonces sufrió una completa transformación: perdió su incoherencia, su indiferencia, y habló con gran animación de sus grupos de rock y canciones favoritos, sobre todo de Grateful Dead. «Fui a verlos al Fillmore East, y a Central Park», dijo. Recordaba con detalle todo el programa, pero «mi favorita», añadió, «es “Tobbaco Road”». El título le evocó la melodía, y Greg cantó toda la canción con gran sentimiento y convicción: con una profundidad de sentimiento de la que, hasta entonces, no había mostrado el menor signo. Mientras cantaba, parecía transformado, una persona distinta, una persona completa.

—¿Cuándo les oíste en Central Park? —le pregunté.

—Ya ha pasado un tiempo, quizá un año —respondió, aunque de hecho habían tocado allí por última vez mucho antes, en 1969. Y el Fillmore East, la famosa sala de rock-and-roll donde Greg había visto al grupo, no sobrevivió al inicio de los setenta. Greg siguió contándome que había visto a Jimi Hendrix en el Hunter College, y a los Cream, con Jack Bruce tocando el bajo, Eric Clapton en la guitarra solista, y con George Baker, un «batería fantástico».

—Jimi Hendrix —añadió pensativo—, ¿qué hace? Ahora no se le oye nombrar mucho.

Le hablé de los Rolling Stones y de los Beatles.

—Grandes grupos —comentó—, aunque no me flipan tanto como los Dead. Menudo grupo —prosiguió—, no hay nadie como ellos. Jerry Garcia… es un santo, un gurú, un genio. Mickey Hart, Bill Kreutzmann, los baterías son grandes. Y está Bob Weir, y Phil Lesh; pero Pigpen… le adoro.

Esto limitaba el alcance de la amnesia. Recordaba vívidamente canciones desde 1964 hasta 1968. Recordaba a todos los miembros fundadores de Grateful Dead, desde 1967. Pero ignoraba que Pigpen, Jimi Hendrix y Janis Joplin estaban muertos. Su memoria se interrumpía en 1970, o antes. Estaba atrapado en los sesenta, y no podía avanzar. Era un fósil, el último hippie.

Al principio no quise enfrentar a Greg con la enormidad de su pérdida temporal, su amnesia, ni que intuyera el menor atisbo de ella (que normalmente captaba, pues era muy sensible a la anomalía y a las fluctuaciones de tono en la conversación), de modo que yo cambiaba de tema y decía: «Deja que te examine.»

Observé que tenía las extremidades un tanto débiles y espásticas, sobre todo el lado izquierdo y las piernas. Era incapaz de sostenerse en pie por sí solo. Sus ojos mostraban una atrofia óptica completa: la ceguera era total. Pero, curiosamente, no parecía consciente de estar ciego, y sostenía que yo le estaba mostrando una bola azul, un bolígrafo rojo (cuando de hecho le enseñaba un peine verde y un reloj de bolsillo). Tampoco parecía «mirar»; no hacía ningún esfuerzo especial para volverse en dirección a mí, y cuando hablábamos era frecuente que no me diera la cara ni me mirara. Cuando abordé el tema de la vista reconoció que sus ojos no estaban «muy bien», pero añadió que disfrutaba «viendo» la tele. Posteriormente observé que para él ver la tele consistía en seguir con atención la banda sonora de una película o un programa e inventar escenas visuales que los acompañaran (y a veces ni siquiera miraba en dirección al televisor). Al parecer creía, de hecho, que eso era lo que significaba «ver», que eso era lo que significaba «ver la tele», y que eso era lo que todos nosotros hacíamos. Quizá había perdido la mismísima noción de ver.

Encontré este aspecto de la ceguera de Greg, su singular ceguera a la ceguera, el que ya no supiera lo que significaban «ver» o «mirar», profundamente desconcertante. Parecía apuntar a algo más extraño y más complejo que un mero «déficit», a una alteración más radical en el interior de la propia estructura del conocimiento, en la conciencia, en la propia identidad.[36]

Eso fue algo que yo ya había intuido cuando le sometí a pruebas de memoria y descubrí que se hallaba confinado, en efecto, a un sólo momento: «el presente», y que carecía de cualquier noción de pasado (o de futuro). Dada esta radical falta de conexión y continuidad en su vida interior, tuve la sensación de que ciertamente era posible que no tuviera una vida interior de que hablar, de que careciera del constante diálogo de pasado y presente, de experiencia y significado, que para el resto de nosotros constituyen la conciencia y la vida interior. Parecía no tener noción de lo «siguiente» y carecer de esa ávida y ansiosa tensión de la anticipación, de la intención, que normalmente nos conduce por la vida.

Cierta idea de progresión, de «lo siguiente», nos acompaña siempre. Pero Greg carecía de esta idea de movimiento, de suceso; parecía emparedado, sin saberlo, en un momento sin tiempo ni movimiento. Y mientras que para el resto de nosotros el presente cobra su significado y profundidad a partir del pasado (de aquí viene el «presente recordado», en términos de Gerald Edelman), al tiempo que obtiene su potencial y tensión del futuro, para Greg era algo plano y (a su exigua manera) completo. Ese vivir-en-el-momento, algo tan manifiestamente patológico, había sido percibido en el templo como la consecución de una conciencia superior.

Greg pareció adaptarse a Williamsbridge con extraordinaria facilidad, considerando que se trataba de una persona joven que iba a quedar confinada, probablemente para siempre, en un hospital para enfermos crónicos. No hubo muestras de desafío, ni denostó al Destino, ni se mostró indignado ni desesperado. Con docilidad e indiferencia, Greg permitió que lo aparcaran en el remanso de Williamsbridge. Cuando le pregunté por esto último, dijo: «No tengo elección.» Y esto, cuando lo dijo, pareció sabio y cierto. De hecho, parecía mantener una actitud eminentemente filosófica. Pero posiblemente se debía a su indiferencia, a su lesión cerebral.

Sus padres, tan alejados de él cuando era rebelde y gozaba de buena salud, acudían a diario, le adoraban, ahora que estaba desamparado y enfermo; y ellos, por su parte, podían estar seguros de que él estaría siempre en ese hospital, sonriendo y agradecido por su visita. Si no les «esperaba», tanto mejor…, podían faltar un día, o varios días, si estaban fuera; él no lo notaría y la siguiente vez que fueran estaría igual de cordial.

Greg pronto se sintió como en casa, con sus discos de rock y su guitarra, sus abalorios Hare Krishna, sus libros sagrados, y un programa diario: fisioterapia, terapia ocupacional, grupos musicales, teatro. Poco después de su ingreso le trasladaron a un pabellón con pacientes más jóvenes, donde su personalidad abierta y risueña le hizo popular. De hecho no conocía a ninguno de los miembros del personal, y así fue al menos durante varios meses, a pesar de lo cual se mostró invariablemente (aunque indiscriminadamente) amable con todos. Y tenía al menos dos amistades especiales, no intensas pero con una suerte de aceptación y estabilidad. Su madre lo recuerda: «Eddie, que sufría esclerosis múltiple … a los dos les gustaba la música, tenían habitaciones contiguas, solían sentarse juntos … y Judy, que sufría parálisis cerebral, y que también pasaba horas sentada con él.» Eddie murió, y Judy fue trasladada a un hospital de Brooklyn; y durante muchos años no ha vuelto a tener tanta intimidad con nadie. La señora F. les recuerda, pero Greg no, nunca preguntó por ellos después que se marcharon, aunque quizá, pensaba su madre, Greg estaba más triste, al menos se le veía menos animado, pues ellos le estimulaban, le hacían hablar y escuchar discos e inventar chistes y canciones; le sacaban de «ese estado de muerte» en el que, de otro modo, acababa cayendo.

Un hospital para enfermos crónicos, donde los pacientes y el personal viven juntos durante años, es un poco como un pueblo o una ciudad pequeña: todo el mundo acaba conociendo a todo el mundo. A menudo yo veía a Greg en los pasillos, mientras lo trasladaban a los distintos programas de rehabilitación o lo sacaban al patio, en su silla de ruedas, con la misma expresión extraña, ciega y sin embargo penetrante en la cara. Y él acabó conociéndome, al menos lo suficiente para saber mi nombre, y cada vez que nos encontrábamos me preguntaba: «¿Cómo le va, doctor Sacks? ¿Cuándo va a salir su próximo libro?» (una pregunta que me incomodó bastante durante el intervalo, que me pareció interminable, transcurrido entre la publicación de Despertares y Con una sola pierna).

Por tanto era capaz de aprender nombres si tenía contacto frecuente con las personas, y al parecer recordaba algunos detalles concernientes a cada nueva persona. De este modo acabó conociendo a Connie Tomaino, la terapeuta musical —reconocía inmediatamente su voz y sus pisadas—, pero era incapaz de recordar dónde o cómo la había conocido. Un día Greg comenzó a hablar de «otra Connie», una chica llamada Connie a la que había conocido en el instituto. Esta otra Connie, nos dijo, poseía también un extraordinario oído musical. «¿Cómo es que todas las Connies tenéis tanto oído musical?», bromeaba. La otra Connie dirigía grupos musicales, dijo, repartía hojas con canciones, tocaba el acordeón durante los cánticos de la escuela. En ese momento caímos en la cuenta de que esa «otra» Connie era de hecho la propia Connie, lo que quedó confirmado cuando él añadió: «Sabe, también tocaba la trompeta.» (Connie Tomaino era trompetista profesional.) Este tipo de cosas ocurrían a menudo cuando Greg asociaba cosas en el contexto equivocado o no conseguía relacionarlas con el presente.

Su sensación de que había dos Connies, el segmentar a Connie en dos, era característica de las perplejidades en que a veces se encontraba, de su necesidad de crear hipotéticas figuras adicionales, pues era incapaz de retener o concebir una identidad en el tiempo. Con una constante repetición Greg podía aprender unos pocos hechos, y éstos quedaban retenidos. Pero los hechos estaban aislados, vacíos de todo contexto. Una persona, una voz, un lugar, se volvían lentamente «familiares», pero él seguía siendo incapaz de recordar dónde había conocido a la persona, oído la voz, visto el lugar. Específicamente, lo que estaba seriamente perturbado en Greg era la memoria ligada al contexto (o «episódica»), como ocurre con la mayoría de amnésicos.

Otros tipos de memoria estaban intactos; de este modo Greg no tenía dificultad en recordar o aplicar verdades geométricas que había aprendido en la escuela. Comprendía al instante, por ejemplo, que la hipotenusa de un triángulo era más corta que la suma de los lados, por lo que su memoria así llamada semántica estaba bastante intacta. No sólo conservaba también su capacidad de tocar la guitarra, sino que de hecho amplió su repertorio musical, ensayando nuevas técnicas y tocando con Connie; también aprendió a escribir a máquina estando en Williamsbridge, de modo que su memoria sistemática no había sido dañada.

Finalmente, parecía existir una suerte de lenta habituación o familiarización, de modo que al cabo de tres meses era capaz de ir solo por el hospital sin perderse, de ir a la cafetería, al cine, al auditorio, al patio, a sus lugares favoritos. Esta especie de aprendizaje era extremadamente lento, pero una vez alcanzado lo retuvo tenazmente.

Estaba claro que el tumor de Greg había causado unos daños complejos y curiosos. En primer lugar había comprimido o destruido estructuras del lado interno o medio de los dos lóbulos temporales, en particular del hipocampo y su corteza adyacente, áreas cruciales para la facultad de formar nuevos recuerdos. Con semejante lesión, la capacidad para adquirir información sobre hechos y sucesos nuevos quedaba aniquilada, y no había ningún recuerdo explícito o consciente de éstos. Pero aun cuando muy frecuentemente Greg era incapaz de retener sucesos, encuentros o hechos en la conciencia, poseía un recuerdo inconsciente o implícito de ellos, una memoria expresada en sus actos o comportamiento. Tal facultad implícita de recordar le permitía familiarizarse lentamente con la disposición física y las rutinas del hospital y con algunos miembros del personal, y emitir juicios sobre si ciertas personas (o situaciones) eran agradables o desagradables.[37]

Mientras que el aprendizaje explícito requiere la integridad de los sistemas del lóbulo temporal medio, el aprendizaje implícito puede servirse de caminos más primitivos y difusos, al igual que los simples procesos de condicionamiento y habituación. El aprendizaje explícito, sin embargo, implica la construcción de percepciones complejas —síntesis de representaciones de todas las partes de la corteza cerebral—, que formaban una unidad contextual, o «escena». Dichas síntesis pueden retenerse en la mente durante un minuto o dos —el límite de la memoria a corto plazo— y después de esto se perderán a menos que puedan desviarse hacia la memoria a largo plazo. Esta memorización de orden superior es un proceso multifásico, que implica la transferencia de percepciones, o síntesis perceptivas, desde la memoria a corto plazo hasta la memoria a largo plazo. Y es justo esa transferencia la que deja de ocurrir en las personas con el lóbulo temporal dañado. De este modo Greg puede repetir una frase complicada con total exactitud y comprensión en el momento en que la oye, aunque a los tres minutos, o antes si se distrae un instante, ya no recordará nada, ni la menor idea de su sentido, ni guardará memoria de que haya existido.

Larry Squire, neurofisiólogo de la Universidad de California de San Diego, que ha sido una figura central a la hora de elucidar esa función desviadora del sistema de memoria del lóbulo temporal, habla de la brevedad, de la precariedad de la memoria a corto plazo en todos nosotros; todos, en alguna ocasión, perdemos de pronto la percepción de una imagen o pensamiento que habíamos tenido vívidamente en la cabeza («¡Maldita sea», decimos, «he olvidado lo que quería decir!»), pero sólo en los amnésicos esta precariedad alcanza su cota máxima.

Y así, aunque Greg, ya incapaz de transformar sus percepciones o recuerdos inmediatos en memoria permanente, continúa anclado en los sesenta, con su capacidad para aprender cosas nuevas destruida, sin embargo ha conseguido adaptarse y asimilar parte de su entorno, si bien de una manera muy lenta e incompleta.[38]

Algunos amnésicos (como Jimmie, el paciente con el síndrome de Korsakov que describí en «El marinero perdido») padecen una lesión cerebral en gran parte limitada a los sistemas de memoria del diencéfalo y del lóbulo temporal medio; otros (como el señor Thompson, descrito en «Una cuestión de identidad») no son sólo amnésicos, sino que también sufren síndromes de lóbulo frontal; y aún hay otros —que, como Greg, han presentado tumores de gran tamaño— que tienen tendencia a padecer lesiones en una tercera zona, mucho más abajo de la corteza cerebral, en el cerebro anterior o diencéfalo. En Greg, esta extendida lesión había creado un cuadro clínico muy complicado, con síntomas y síndromes que se sobreponían o que incluso eran contradictorios. Así, aunque esta amnesia era principalmente causada por una lesión en los sistemas del lóbulo temporal, los daños sufridos por el diencéfalo y los lóbulos frontales también jugaban un papel importante. De manera parecida, su inexpresividad e indiferencia tenían orígenes múltiples, y en parte eran consecuencia de las lesiones sufridas por los lóbulos frontales, el diencéfalo y la glándula pituitaria. De hecho, el tumor de Greg afectó primero a la glándula pituitaria; esto no sólo provocó su aumento de peso y la pérdida de vello en el cuerpo, sino que también fue minando la agresividad y la seguridad regidas por las hormonas, y de aquí su anormal sumisión y placidez.

El diencéfalo es sobre todo un regulador de las funciones básicas: sueño, apetito, libido. Y las tres estaban en un nivel muy bajo en Greg: no tenía (o expresaba) deseo sexual; no pensaba en comer, ni expresaba deseo de hacerlo, a menos que le llevaran la comida. Greg parecía existir sólo en el presente, sólo en respuesta a la inmediatez de los estímulos a su alrededor. Si no era estimulado, caía en una especie de aturdimiento.

Si se le dejaba solo, Greg podía pasar horas en el pabellón sin ninguna actividad espontánea. Este estado inerte fue al principio descrito por las enfermeras como «absorto»; en el templo lo habían considerado «meditabundo»; en mi opinión se trataba de un estado profundamente patológico de «inactividad» mental, casi vacía de contenido intelectual o afecto. Era difícil darle un nombre a ese estado, tan distinto de la vigilia alerta y atenta, aunque también, claramente, muy diferente del sueño: había una vacuidad de expresión que no se parecía a ningún estado normal. En cierto modo me recordaba los estados de vacío que había visto en algunos de mis pacientes postencefalíticos, y, al igual que en su caso, acompañaba a un profundo daño en el diencéfalo. Tan pronto como uno hablaba con él, o si era estimulado por sonidos (especialmente música) a su alrededor, Greg «volvía en sí», «despertaba», de una manera asombrosa.

Y una vez «despertaba», una vez su corteza volvía a la vida, uno veía que su animación poseía una extraña cualidad, una cualidad desinhibida y peculiar del tipo que suele verse cuando las porciones orbitales de los lóbulos frontales (es decir, las porciones adyacentes a los ojos) están dañados, algo que se denomina síndrome orbitofrontal. Los lóbulos frontales son la parte más compleja del cerebro, y se ocupan no de las funciones «más bajas» del movimiento y la sensación, sino de las superiores, que integran los juicios y el comportamiento, la imaginación y la emoción en esa identidad única que nos gusta denominar «personalidad» o «yo». Los daños sufridos por otras partes del cerebro pueden producir perturbaciones específicas de las sensaciones, del movimiento o el lenguaje, o de las funciones perceptivas, cognitivas o de la memoria. Las lesiones de los lóbulos frontales, por contra, no afectan a tales funciones, pero producen una perturbación de la identidad más sutil y profunda.

Y fue eso —más que su ceguera, o su debilidad, su desorientación o su amnesia— lo que horrorizó tanto a sus padres cuando por fin vieron a Greg en 1975. No era sólo el deterioro que había sufrido, sino el hecho de que hubiera cambiado hasta ser irreconocible, que hubiera sido «desposeído», en palabras de su padre, por una especie de simulacro, o que se lo hubieran cambiado por otro que tuviera la voz, las maneras y el humor y la inteligencia de Greg, pero no su «espíritu», su «realidad» o su «profundidad»: se lo habían cambiado por otro cuya ligereza y buen humor formaban un sobrecogedor contrapunto a la terrible gravedad de lo que le había ocurrido.

Esta suerte de buen humor, de hecho, es muy característica de dichos síndromes orbitofrontales, y es tan sorprendente que se le ha dado el nombre de witzelsucht o «enfermedad de la broma». Se destruye cierta represión, cierta prudencia, cierta inhibición, y los pacientes con tales síndromes tienden a reaccionar de una manera inmediata e incontinente a todo lo que les rodea y a todo lo que está en su interior, prácticamente a todo objeto, toda persona, toda sensación, toda palabra, todo pensamiento, toda emoción, todo matiz y tono.

En tales estados hay una tendencia desenfrenada a los juegos de palabras. En una ocasión en que yo me encontraba en la habitación de Greg, otro paciente pasó por delante. «Ése es Bernie», dije yo. «Bernie la Hernia», se burló Greg. Otro día que le visité, Greg estaba en el comedor, esperando el almuerzo. Cuando la enfermera anunció: «El almuerzo ha llegado», él inmediatamente respondió: «Y todo el mundo se ha alegrado»; cuando ella dijo: «¿Quieres que te quite la piel del pollo?», él respondió al instante: «Sí, por qué no me mudas la piel.» «Oh, ¿quieres la piel?», preguntó ella, perpleja. «No», replicó él, «es sólo una manera de hablar.» En cierto sentido era una persona extraordinariamente sensible, aunque se trataba de una sensibilidad pasiva, sin selectividad ni objeto. En una sensibilidad así no hay diferenciación: lo grandioso, lo trivial, lo sublime, lo ridículo, todo se mezcla y se trata de igual modo.[39] Pueden existir una espontaneidad y una transparencia infantiles en tales pacientes, visibles en sus reacciones inmediatas y no premeditadas (y a menudo traviesas). Y sin embargo, en el fondo, hay algo inquietante, y extravagante, pues la mente que reacciona (que puede ser enormemente inteligente e inventiva) pierde su coherencia, su interioridad, su autonomía, su «yo», y se convierte en esclava de cualquier sensación transitoria. El neurólogo francés François Lhermitte habla de un «síndrome de dependencia ambiental» en tales pacientes, una falta de distancia psicológica entre ellos y su entorno. Lo mismo ocurría con Greg: se apoderaba de su entorno, su entorno se apoderaba de él, ambos se hacían indiferenciables.[40]

El sueño y la vigilia son, para nosotros, generalmente distintos: el hecho de soñar queda encuadrado en el acto de dormir, y disfruta de una licencia especial porque está separado de la percepción externa y de la acción, mientras que la percepción durante la vigilia se ve constreñida por la realidad.[41] Pero en Greg el límite entre vigilia y sueño parecía diluirse, y lo que emergía era una especie de sueño despierto o público, en el que las fantasías oníricas y las asociaciones y símbolos proliferaban y se entrelazaban con las percepciones del estado de vigilia.[42] Estas asociaciones eran a menudo asombrosas y a veces de una cualidad surrealista. Mostraban el poder de la fantasía y, específicamente, los mecanismos —desplazamiento, condensación, «condicionamiento», etc.— que Freud había considerado característicos de los sueños.

Todo esto se percibía con gran intensidad en Greg, quien a menudo se hallaba en un estadio intermedio, de duermevela, en el que, si se perdían el control y la selectividad normales del pensamiento, surgía una medio libertad, una medio compulsión, de fantasía e ingenio. Verlo como algo patológico era necesario, pero insuficiente: había en ello elementos primitivos, infantiles, traviesos. El absurdo de Greg, a veces en frases aforísticas, junto con su aparente serenidad (de hecho inexpresividad), le daba un aspecto de inocencia y sabiduría combinadas, le otorgaba una posición especial en el pabellón, ambigua pero respetada, de loco sagrado.

Aunque como neurólogo yo tenía que hablar del «síndrome» de Greg, de sus «déficits», no me parecía que eso resultara apropiado para describirle. Uno tenía la impresión de que se había convertido en otro «tipo» de persona; que aunque su lóbulo frontal dañado le hubiera arrancado en cierto modo su identidad, también le había otorgado una especie de identidad o personalidad, aunque de un tipo extraño y quizá primitivo.

Si Greg se encontraba solo en un pasillo apenas parecía vivo; pero tan pronto como estaba en compañía parecía una persona por completo distinta. «Volvía en sí», era divertido, encantador, ingenioso, sociable. Todos le apreciaban; él respondía enseguida a cualquiera, con ligereza, humor y una ausencia de doblez o vacilación; y si había algo demasiado ligero o impertinente o indiscriminado en sus interacciones y reacciones, y si, además, perdía todo recuerdo de ellos en un minuto… bueno, había cosas peores; era comprensible, una de las consecuencias de la enfermedad. De este modo, uno era muy consciente, en un hospital de pacientes crónicos como el nuestro, un hospital donde los sentimientos de melancolía, de rabia, de desesperanza predominan y están siempre a punto de estallar, de la virtud de un paciente como Greg, nunca de mal humor, y, cuando los demás le estimulaban, siempre alegre y eufórico.

Greg, de una manera extraña y como consecuencia de su enfermedad, parecía poseer una suerte de vitalidad o salud, una alegría, una inventiva, una franqueza, una exuberancia que otros pacientes, y de hecho el resto de nosotros, encontrábamos encantadora en pequeñas dosis. Y a pesar de haber sido una persona muy «difícil», atormentada y rebelde en sus días pre-Krishna, ahora toda su angustia parecía haberse desvanecido; Greg parecía estar en paz. Su padre, que lo había pasado terriblemente mal en la época más tempestuosa de Greg, antes de que lo «amansaran» las drogas, la religión y el tumor, me dijo en un momento de desahogo: «Es como una lobotomía», y a continuación, con gran ironía: «Los lóbulos frontales, ¿quién los necesita?»

Una de las peculiaridades más sorprendentes del cerebro humano es el gran desarrollo de los lóbulos frontales: están mucho menos desarrollados en otros primates y apenas son visibles en otros mamíferos. Constituyen la parte del cerebro que crece y se desarrolla después del nacimiento (y su desarrollo no es completo hasta más o menos la edad de siete años). Pero nuestras ideas acerca de la función de los lóbulos frontales y el papel que desempeñan han conocido una historia tortuosa y ambigua, y todavía están lejos de ser claras. Estas incertidumbres quedan bien ejemplificadas en el famoso caso de Phineas Gage, y en las interpretaciones, unas más atinadas, otras erróneas, de que ha sido objeto desde 1848 hasta el presente. Gage fue un competente capataz de una cuadrilla de obreros que construían un ferrocarril cerca de Burlington, Vermont, cuando le aconteció un curioso accidente en septiembre de 1848. Estaba colocando una carga explosiva, utilizando un hierro para apisonar (un instrumento parecido a una palanca, que pesa unos seis kilos y mide más de un metro), cuando la carga se disparó prematuramente, lanzándole la barra directamente a la cabeza, de tal modo que se le clavó. El golpe le derribó, y resultó increíble que no muriera, quedando aturdido sólo durante un momento. Fue capaz de ponerse un pie y montar en un carro que lo llevó a la ciudad. Parecía perfectamente racional, sereno y despabilado cuando saludó al médico diciéndole: «Doctor, me parece que voy a darle bastante que hacer.»

Poco después del accidente, a Gage le apareció un absceso en el lóbulo frontal y tuvo fiebre, pero eso se le curó a las pocas semanas, y a principios de 1849 fue declarado «completamente recuperado». Que hubiera sobrevivido se consideró un milagro médico, y que aparentemente no hubiera sufrido cambio alguno tras una lesión tan grave de los lóbulos frontales del cerebro parecía sustentar la idea de que eran afuncionales o no ejercían ninguna función que no pudiera ser llevada a cabo igualmente por las restantes partes del cerebro que habían quedado sin dañar. Los frenólogos de principios de siglo consideraban cada parte de la superficie cerebral la «sede» de una facultad intelectual o moral concreta, pero en las décadas de 1830 y 40 surgió una reacción en contra, hasta tal punto que el cerebro se veía a veces como algo tan indiferenciado como el hígado. De hecho, el gran fisiólogo Flourens había dicho: «El cerebro secreta pensamiento igual que el hígado secreta bilis.» La aparente ausencia de cambio en el comportamiento de Gage parecía sustentar esa idea.

Tal era la influencia de esa doctrina que, a pesar de las pruebas evidentes procedentes de otras fuentes de un cambio radical en el «carácter» de Gage pocas semanas después del accidente, transcurrieron veinte años hasta que el médico que le había estudiado de manera más concienzuda, John Martyn Harlow (en ese momento movido aparentemente por las nuevas teorías de niveles «superiores» e «inferiores» en el sistema nervioso según las cuales los superiores inhibían o constreñían a los inferiores), realizó una vivida descripción de todo lo que se le había pasado por alto, o al menos no había mencionado, en 1848:

[Gage es] inconstante, irreverente, se entrega a veces a las blasfemias más groseras (algo que no acostumbraba hacer anteriormente), manifiesta poca deferencia hacia sus semejantes, muestra impaciencia cuando el comedimiento o los consejos entran en conflicto con sus deseos, a veces es pertinazmente obstinado, y sin embargo también caprichoso e indeciso; idea muchos proyectos que abandona de repente para pasar a otros en apariencia más factibles. Es un niño en su capacidad intelectual y en sus manifestaciones, aunque posee las pasiones animales de un hombre hecho y derecho. Antes del accidente, aunque no había asistido a la escuela, poseía una mente bien equilibrada, y aquellos que le conocían le consideraban astuto e inteligente en su trabajo, muy enérgico y tenaz a la hora de ejecutar sus planes de actuación. En este aspecto su mente cambió de un modo tan radical que sus amigos y conocidos decían que «ya no era Gage».

La lesión de lóbulo frontal parecía haberle provocado una especie de «desinhibición», liberando algo animal o infantil, de manera que Gage se convirtió en esclavo de sus caprichos e impulsos inmediatos, de todo aquello que tenía a su alrededor, sin la reflexión y la consideración del pasado y del futuro que en otro tiempo había caracterizado su comportamiento ahora ya no se preocupaba de los demás ni de las consecuencias de sus actos.[43]

Pero la excitación, la liberación, la desinhibición, no son sólo posibles efectos de la lesión de lóbulo frontal. David Ferrier (cuyas Conferencias Gulstonianas de 1879 presentaron el caso a la comunidad médica mundial) observaba un tipo de síndrome distinto en 1876, cuando extirpó los lóbulos frontales a unos monos:

A pesar de la aparente ausencia de síntomas psicológicos, pude percibir una muy resuelta alteración del carácter y comportamiento de los animales … En lugar de estar, como antes, activamente interesados en su entorno, y fisgonear en todo lo que aparecía en su campo de observación, permanecían apáticos, o apagados, o adormilados, y respondían sólo a las sensaciones o impresiones del momento, o transformaban su apatía en un vagar sin propósito de un lado a otro. No estaban privados realmente de inteligencia, pero habían perdido, según todos los indicios, la facultad de observar atenta e inteligentemente.

En la década de 1880 quedó de manifiesto que los tumores en los lóbulos frontales producían síntomas de muchos tipos: a veces apatía, indolencia, lentitud en la actividad mental, en ocasiones un cambio definitivo en el carácter y pérdida del autocontrol, y a veces incluso (según Gowers) «locura crónica». La primera operación de un tumor en el lóbulo frontal fue llevada a cabo en 1884, y la primera operación de lóbulo frontal realizada para aliviar síntomas puramente psiquiátricos se realizó en 1888. En este último caso, el criterio era que en estos pacientes (probablemente esquizofrénicos), las obsesiones, las alucinaciones, las excitaciones ilusorias, eran debidas a la sobreactividad, o actividad patológica, de los lóbulos frontales.

Tales destrozos no se repitieron en cuarenta y cinco años, hasta la década de 1930, cuando el neurólogo portugués Egas Moniz ideó la intervención que denominó «leucotomía prefrontal», e inmediatamente la aplicó a veinte pacientes, algunos con ansiedad y depresión, otros con esquizofrenia crónica. Los resultados que Moniz sostenía haber obtenido despertaron un enorme interés cuando, en 1936, publicó su monografía, y su falta de rigor, su temeridad, y quizá sus falseamientos, fueron pasados por alto en un arrebato de entusiasmo terapéutico. El trabajo de Moniz condujo a una explosión de la «psicocirugía» (término acuñado por él) en todo el mundo —Brasil, Cuba, Rumanía, Gran Bretaña y especialmente Italia—. Pero el mayor eco se produjo en Estados Unidos, donde el neurólogo Walter Freeman inventó una nueva vía quirúrgica que denominó lobotomía transorbital. Describía el procedimiento del modo siguiente:

La técnica consiste en aturdir a los pacientes con un golpe y, mientras están bajo el efecto del «anestésico», introducir con fuerza un picahielo entre el globo ocular y el párpado a través del techo de la órbita, hasta alcanzar el lóbulo frontal; en este punto se efectúa un corte lateral moviendo el instrumento de una parte a otra. Lo he practicado en ambos lados a dos pacientes y a otro en un lado sin que sobreviniera ninguna complicación, excepto en un caso un ojo muy negro. Puede que surjan problemas posteriores, pero parece bastante fácil, aunque ciertamente es algo desagradable de contemplar. Hay que ver cómo evolucionan los casos, pero hasta ahora los pacientes han experimentado un alivio de los síntomas, y sólo algunas de las nimias dificultades de comportamiento que siguen a la lobotomía. Incluso son capaces de levantarse e irse a casa al cabo de más o menos una hora.

Lo fácil que resultaba practicar la psicocirujía, con un simple picahielo, no causó consternación ni horror, como debería haber ocurrido, sino emulación. En 1949 se habían practicado más de diez mil operaciones en los Estados Unidos, y otras tantas en los dos años que siguieron. Moniz fue ampliamente aclamado como un «salvador» y en 1951 recibió el Premio Nobel, la culminación, en palabras de Macdonald Critchley, de «esta crónica de vergüenza».

Lo que se alcanzaba, naturalmente, jamás era la «cura», sino un estado de docilidad, de pasividad, tan lejano (o más) de la «salud» como los síntomas activos originarios, y (contrariamente a éstos) sin posibilidad de resolución o involución. Robert Lowell, en «Recuerdos de West Street y Lepke», escribe del lobotomizado Lepke:

Fláccido, calvo, lobotomizado,

erraba con una calma de cordero,

en la que ni el más mínimo replanteamiento

perturbaba su concentración en la silla eléctrica,

que pendía como un oasis en su atmósfera

de conexiones perdidas…

Cuando trabajé en un hospital psiquiátrico estatal, entre 1966 y 1990, vi docenas de pacientes lobotomizados, muchos de ellos más dañados incluso que Lepke, algunos psiquiátricamente asesinados por medio de su «cura».[44]

Independientemente del hecho de que en los lóbulos frontales haya o no una masa de circuitos patológicos responsables de los tormentos de la enfermedad mental —la idea simplista propuesta por primera vez a principios de la década de 1880 y abrazada por Moniz—, lo cierto es que su enorme potencialidad positiva no es más que una cara de la moneda. El peso de la conciencia, la consciencia y los escrúpulos, el peso del deber, la obligación y la responsabilidad, pueden presionarnos a veces con una fuerza insoportable, de tal modo que anhelemos una liberación de sus aplastantes inhibiciones, de la cordura y la sobriedad. Ansiamos unas vacaciones de nuestros lóbulos frontales, una fiesta dionisíaca de los sentidos y los impulsos. Que ello es una necesidad de nuestra naturaleza constreñida, civilizada e hiperfrontal ha sido reconocido en todas las épocas y en todas las culturas. Todos necesitamos tomamos unas vacaciones de nuestros lóbulos frontales: la tragedia se produce cuando, como el caso de Phineas Gage o de Greg, a causa de un accidente o de una enfermedad grave no hay regreso de esas vacaciones.[45]

En una nota de marzo de 1979 referente a Greg, escribí que «los juegos, las canciones, los poemas, la conversación, etc, le dan vivacidad … pues poseen un ritmo y una corriente orgánica, un fluir del ser, que le lleva y le sostiene». Esto me recordó claramente lo que había visto con mi paciente amnésico Jimmie, quien parecía tener una personalidad más consistente cuando asistía a misa, por medio de su relación y participación en un acto de significado, una unidad orgánica, que hacía casi inexistentes o sorteaba las desconexiones de la amnesia.[46] Y me recordaba también lo que había observado en un paciente inglés, un musicólogo con una profunda amnesia producida por una encefalitis que había interesado el lóbulo temporal, incapaz de recordar sucesos o hechos durante más de unos segundos, pero capaz de recordar, y de hecho aprender, elaboradas piezas musicales, de dirigirlas, interpretarlas e incluso improvisar al órgano.[47]

Con Greg ocurría algo parecido: no sólo tenía una excelente memoria para las canciones de los sesenta, sino que era capaz de aprender nuevas canciones fácilmente, a pesar de su dificultad a la hora de retener los «hechos». Parecía que en dichos procesos participaran tipos —y mecanismos— de memoria totalmente distintos. Greg también era capaz de aprender limericks y cancioncillas con facilidad (y de hecho aprendía cientos de la radio y la televisión, que siempre estaban en marcha en el pabellón). Poco después de ingresar, le puse a prueba con el siguiente limerick:

Cállate, chiquitín,

cállate un poquitín,

rabiosos se ponen los niños malos

y entonces hay que matarlos a palos.

Greg lo repitió inmediatamente sin cometer ningún error, se rió y me preguntó si lo había compuesto yo, y lo comparó con «algo macabro, como Edgar Allan Poe». Pero dos minutos más tarde ya lo había olvidado, hasta que le recordé la cadencia rítmica. Al cabo de unas pocas repeticiones más lo aprendió sin que yo le diera pistas, y desde entonces lo recitaba siempre que nos encontrábamos.

¿Se trataba de una simple facilidad para aprender versos y canciones, o podía proporcionarle a Greg profundidad emocional o una capacidad de generalización de algún tipo que normalmente estaba fuera de su alcance? Parecía no existir ninguna duda de que la música le conmovía hondamente, que podía ser una puerta a profundidades de sentimiento y significado a las que normalmente no tenía acceso, y se percibía que Greg era una persona distinta en esos momentos. Ya no parecía un paciente con un síndrome de lóbulo frontal, sino que estaba (por así decir) temporalmente «curado» por la música. Incluso su electroencefalograma, tan lento e incoherente la mayor parte del tiempo, se aplacaba y adquiría ritmo con la música.[48]

Resulta muy fácil introducir informaciones sencillas en una canción, con lo que podíamos darle a Greg la fecha de cada día en forma de cancioncilla, y él podía aislarla fácilmente y decirla, sin la cancioncilla, cuando le preguntaba. ¿Pero qué significa decir «Hoy es nueve de julio de 1995» cuando uno está hundido en una profunda amnesia, cuando ha perdido la noción del tiempo y de la historia, cuando uno existe exclusivamente de un momento a otro en un limbo sin secuencia temporal? Conocer la fecha no significa nada en esas circunstancias. ¿Se podría, sin embargo, a través de la evocación y el poder de la música, quizá utilizando letras escritas especialmente para ello, conseguir algo más duradero, más profundo? ¿Darle a Greg no sólo los «hechos», sino una idea del tiempo y de la historia, de las relaciones entre sucesos, todo un marco (aunque fuera artificial) para pensar y sentir?

Parecía natural, en esa época, dada la ceguera de Greg y la revelación de su potencial de aprendizaje, darle una oportunidad para leer Braille. Lo dispusimos todo para que asistiera a un curso intensivo en el Instituto Judío para Ciegos cuatro veces a la semana. No debería haber sido una decepción, ni de hecho una sorpresa, el que Greg se mostrara muy poco inclinado a aprender Braille, que se asustara y se quedara desconcertado cuando se le impuso esa actividad, ni que gritara: «¿Qué ocurre? ¿Creéis que estoy ciego? ¿Por qué estoy aquí, con todos estos ciegos que me rodean?» Procuramos explicarle las cosas, a lo que él respondía, con impecable lógica: «Si estuviera ciego, sería la primera persona en saberlo.» El instituto dijo que nunca habían tenido un paciente tan difícil, y el proyecto fue tácitamente abandonado. Y de hecho, con el fracaso del programa de Braille, una suerte de desesperanza nos atenazó, y quizá también a Greg. Nos parecía que no podíamos hacer nada; él carecía de potencial para el cambio.

Por entonces, Greg se había sometido a concienzudas evaluaciones psicológicas y neurológicas que, además de demostrar sus problemas de memoria y atención, le definían como una persona «superficial», «infantil», «sin intuición», «eufórico». Era fácil ver por qué se habían utilizado estas palabras: Greg era así casi siempre. ¿Pero había un Greg más profundo debajo de su enfermedad, bajo esa superficialidad provocada por el síndrome de lóbulo frontal y la amnesia? A principios de 1979, cuando le pregunté, me dijo que se sentía «desgraciado… al menos en la parte corporal», y añadió: «No se puede decir que esto sea vida.» A veces estaba claro que no era sólo frívolo o eufórico, sino también capaz de reacciones profundas y de hecho melancólicas ante su situación. Por aquellos días los noticiarios informaban continuamente sobre la joven Karen Ann Quinlan, sumida en un coma profundo, y cada vez que su nombre y su destino eran mencionados Greg se mostraba afligido y silencioso. Nunca fue capaz de decirme, explícitamente, por qué el caso le interesaba tanto, pero debía de ser, creía yo, por una suerte de identificación de su propia tragedia con la de Karen. ¿O era sólo su incontinente empatía, el adaptarse enseguida de un modo mimético, casi desesperado al clima de cualquier noticia o estímulo?

No era ésta una cuestión que yo pudiera responder al principio, y quizá, además, estaba predispuesto a no encontrar profundidades en Greg, pues los estudios neuropsicológicos que conocía parecían rechazar esa posibilidad. Pero esos estudios estaban basados en evaluaciones rápidas, no en una observación prolongada ni en el tipo de relación que quizá sólo es posible en un hospital para pacientes crónicos, o en situaciones donde todo un mundo, toda una vida, son compartidos con el paciente.

Las características de Greg, típicas de una lesión de lóbulo frontal —su ligereza, sus rápidas asociaciones— eran divertidas, pero más allá de todo ello dejaban ver en él un fondo de pudor, de sensibilidad y de amabilidad. Se percibía que Greg, aunque disminuido, todavía tenía una identidad, una personalidad, un alma.[49]

Cuando llegó a Williamsbridge todos respondimos a su inteligencia, a su buen humor, a su ingenio. Por entonces se iniciaron todo tipo de programas y actividades terapéuticas y todos —como el aprendizaje de Braille— acabaron en fracaso. La idea de la incorregibilidad de Greg creció gradualmente en todos nosotros, y con ella comenzamos a hacer menos, a esperar menos. Con el tiempo, fuimos dejando que se las arreglara solo. Lentamente dejó de ser el centro de atención, el foco de entusiastas actividades terapéuticas, y fue progresivamente abandonado a sí mismo, dejado fuera de los programas, no le llevábamos a ninguna parte y acabamos ignorándole.

Es fácil, incluso aunque uno sea amnésico, perder contacto con la realidad presente en los pabellones más apartados de los hospitales para enfermos crónicos. Existe una rutina sencilla que no ha cambiado en veinte, cincuenta años. A uno lo despiertan, lo alimentan, lo llevan al lavabo, y lo dejan sentado en el corredor; luego almuerza, lo llevan a jugar al bingo, cena y se va a la cama. El televisor puede estar en marcha, a todo volumen, en la sala de televisión, pero casi ningún paciente le presta atención. Greg, es cierto, disfrutaba de sus series y westerns favoritos, y se aprendía numerosas cancioncillas publicitarias de memoria. Pero las noticias, en su mayor parte, le parecían aburridas y cada vez más ininteligibles. Para pacientes como Greg, los años pueden transcurrir en una especie de limbo atemporal, y las huellas del paso del tiempo son escasas, y desde luego no memorables.

Aproximadamente unos diez años después, Greg mostraba una completa ausencia de desarrollo, su charla parecía cada vez más anticuada, como un repertorio consabido, pues nada nuevo se añadía a ella ni a él. La tragedia de la amnesia parecía mayor con el paso de los años, aunque la amnesia en sí misma, el síndrome neurológico, permanecía inmutable.

En 1988 Greg tuvo un ataque —nunca había tenido ninguno (aunque le habíamos administrado anticonvulsivos, como precaución, desde que fuera operado)— y se rompió una pierna. Nunca se quejó de ello, ni siquiera lo mencionó; no lo descubrimos hasta que intentamos ponerle en pie al día siguiente. Al parecer lo había olvidado tan pronto como el dolor había remitido, y tan pronto como se encontró en una posición cómoda. El hecho de no saber que tenía una pierna rota me parecía algo similar al hecho de no saber que estaba ciego, a su incapacidad, con su amnesia, de retener en la mente una ausencia. Cuando la pierna rota le causaba dolor, durante un breve intervalo, sabía que había ocurrido algo, tan pronto como el dolor cesaba, se le iba de la cabeza. De haber sufrido alucinaciones visuales o de haber visto apariciones (tal como les ocurre a veces a los ciegos, al menos en los primeros meses y años posteriores a la pérdida de la visión), podría haber hablado de ellas, haber dicho: «¡Mira!» o «¡Uau!». Pero en ausencia de una estimulación visual no podía retener nada en la mente relacionado con ver o no ver, o con la pérdida del mundo visual. En su persona, y en su mundo de entonces, Greg conocía sólo la presencia, no la ausencia. Parecía incapaz de registrar ninguna pérdida, ya se tratase de pérdida de funciones en sí mismo, pérdida de un objeto o pérdida de una persona.

En junio de 1990, el padre de Greg, que venía cada mañana antes de trabajar a ver a Greg, y bromeaba y charlaba con él durante una hora, murió de repente. Yo estaba fuera en aquel momento (en el funeral de mi propio padre), y al enterarme de las noticias de la pérdida de Greg, a mi llegada, me apresuré a ir a verle. Por supuesto, le habían dado la noticia cuando ocurrió. Y sin embargo yo no estaba muy seguro de qué decir: me preguntaba si había sido capaz de asimilar ese nuevo hecho.

—Supongo que echas de menos a tu padre —aventuré.

—¿A qué se refiere? —respondió Greg—. Viene cada día. Le veo cada día.

—No —dije yo—, ya no vendrá más… Hace tiempo que no viene. Murió el mes pasado.

Greg puso una mueca de dolor, palideció y se quedó en silencio. Yo tenía la impresión de que estaba afectado, doblemente afectado, ante la repentina y terrible noticia de la muerte de su padre, y ante el hecho de que él mismo no lo supiera, no lo hubiera registrado, no lo recordara.

—Supongo que debía rondar los cincuenta —dijo.

—No, Greg —le respondí—, ya había rebasado los setenta.

Greg volvió a palidecer cuando dije eso. Dejé la habitación durante unos minutos; me pareció que necesitaba estar solo con esa noticia. Pero cuando regresé, Greg no recordaba la conversación que habíamos tenido, ni la noticia que le había dado, y no tenía la menor idea de que su padre hubiera muerto.

Al menos en esta ocasión Greg mostró una capacidad para el amor y la aflicción. Si alguna vez había dudado de su capacidad para experimentar sentimientos más profundos, ahora ya no dudaba. Se sentía claramente destrozado por la muerte de su padre: no mostró frivolidad, ni ligereza, en ese momento.[50] ¿Pero sería capaz de llorarle? El duelo requiere que uno retenga en la mente la idea de la pérdida, y no estaba nada claro que Greg fuera capaz de hacerlo. De hecho uno podía decirle una y otra vez que su padre había muerto. Y cada vez era para él algo terrible y nuevo, y le causaba un inconmensurable pesar. Pero a los pocos minutos se le olvidaba y volvía a estar alegre, lo que le evitaba tener que pasar por la labor de la aflicción, del duelo.[51]

Me propuse ver a Greg a menudo en los meses siguientes, pero no volví a sacar a colación el tema de la muerte de su padre. Pensé que no era de mi incumbencia enfrentarle con ese hecho y que insistir en ello resultaba algo absurdo y cruel; la propia vida, seguramente, se encargaría de que Greg descubriera la ausencia de su padre.

Anoté lo siguiente el 26 de noviembre de 1990: «Greg no da muestras de saber que su padre ha muerto; cuando le pregunto dónde está su padre, dice: “Oh, se ha ido al patio” o bien “Hoy no ha podido venir”, o cualquier otra cosa verosímil. Pero ya no quiere ir a su casa los fines de semana, ni a pasar el Día de Acción de Gracias, y eso que era algo que le encantaba: ahora que no está su padre, debe de encontrar algo triste o desagradable en la casa, aun cuando no pueda (conscientemente) recordar o expresarlo. Está claro que ahora la asocia con la tristeza.»

Hacia finales de año, Greg, que normalmente dormía como un tronco, comenzó a tener problemas de insomnio, a levantarse a media noche y a caminar a tientas durante horas por su habitación. «He perdido una cosa, busco una cosa», decía cuando le preguntaban, pero nunca fue capaz de concretar qué había perdido, qué buscaba. Era inevitable pensar que Greg buscaba a su padre, aun cuando no diera ninguna explicación de lo que estaba haciendo ni tuviera conocimiento explícito de lo que había perdido. Pero me parecía que existía un conocimiento implícito y quizá, también, uno simbólico (aunque no conceptual).

Greg parecía tan triste desde la muerte de su padre que pensé que merecía una celebración especial, y cuando me enteré, en agosto de 1991, de que su adorado grupo, Grateful Dead, iba a tocar en el Madison Square Garden en el plazo de dos semanas, me pareció una buena oportunidad. De hecho, yo había conocido a uno de los baterías de la banda, Mickey Hart, a principios de verano, cuando hablamos ante el Senado acerca de los poderes terapéuticos de la música, y él hizo todo lo posible para que consiguiésemos entradas en el último momento para llevar a Greg, con silla de ruedas y todo, al concierto, donde le reservarían un lugar cerca del tornavoz, donde la acústica es mejor.

Todo esto se dispuso en el último momento, y yo no había avisado a Greg, pues no quería decepcionarle si al final no conseguíamos localidades. Cuando le recogí en el hospital y le dije que íbamos a salir, mostró una gran excitación. Le vestimos rápidamente y le metimos en el coche. Cuando nos acercábamos al centro, abrí las ventanillas del coche y entraron los sonidos y olores de Nueva York. Al pasar por la calle Treinta y dos, el olor de los pretzels[52] le asaltó; inhaló profundamente y rió: «Éste es el olor más neoyorquino del mundo.»

Había una gran multitud que convergía en el Madison Square Garden, casi todos vestidos con camisetas descoloridas: hacía veinte años que no se veían esas camisetas, y hasta yo comencé a pensar que habíamos vuelto a los sesenta, o que quizá nunca los habíamos abandonado. Lamentaba que Greg no pudiera ver aquella multitud; se habría sentido uno de ellos, en su salsa. Estimulado por la atmósfera, Greg comenzó a hablar espontáneamente —algo muy inusual en él— y a recordar los sesenta:

Sí, estaban los festivales de Central Park. Hace tiempo que no hay ninguno… quizá más de un año, no lo recuerdo exactamente… Conciertos, música, ácido, hierba, de todo… La primera vez que estuve fue el Día del Flower Power… Buenos tiempos… en los sesenta comenzaron muchas cosas: el acid-rock, los festivales, el amor libre, el fumar hierba… Hoy en día no se ve mucho de eso… Allen Ginsberg va mucho por el Village y por Central Park. Hace mucho tiempo que no le veo. Ya ha pasado un año desde la última vez…

El hecho de que Greg utilizara un tiempo presente, o casi presente; su sensación de que todos aquellos sucesos no habían ocurrido hacía mucho, sino que habían tenido lugar «hacía un año, quizá» (y, por implicación, era probable que volvieran a ocurrir en cualquier momento); todo eso, que parecía tan patológico, tan anacrónico en las pruebas clínicas, parecía casi normal, natural, ahora que formábamos parte de una multitud anclada en los sesenta que caminaba hacia el Garden.

En el recinto encontramos un lugar especial reservado para la silla de ruedas de Greg, cerca del tornavoz. Y Greg estaba más excitado a cada minuto que pasaba; el estruendo de la multitud le exaltaba —«Es como un animal gigante», decía—, y también el aroma dulzón del aire cargado de hachís. «Qué olor tan estupendo», dijo, inhalando profundamente. «Es el olor menos estúpido del mundo.»[53]

Cuando la banda salió a escena y el ruido de la multitud se hizo mayor, Greg se vio arrastrado por la excitación y comenzó a aplaudir sonoramente y a gritar con un vozarrón: «¡Bravo! ¡Bravo!», y a continuación «Vamos, Hypo», seguido, homófonamente, de: «Ro, Ro, Ro, Harry-Bo.» Haciendo una pausa, Greg me dijo: «¿Ves la lápida que hay detrás del batería? ¿Ves el peinado afro de Jerry Garcia?» con tal convicción que momentáneamente, antes de darme cuenta que era una de las fabulaciones de Greg, me dejé llevar y busqué (en vano) una lápida detrás del batería y observé el pelo ahora gris de Jerry Garcia, que caía lacio y suelto por encima de sus hombros.

Y a continuación exclamó:

—¡Pigpen! ¿Ves a Pigpen?

—No —repliqué, vacilante, sin saber qué decir—. No está aquí… Lo ves, ya no está con los Dead.

—¿No está con ellos? —dijo Greg, asombrado—. ¿Qué ha ocurrido… lo han detenido o qué?

—No, Greg, no lo han detenido. Está muerto.

—Eso es terrible —respondió Greg, negando con la cabeza, muy afectado. Y entonces, un minuto más tarde, me dio un codazo—: ¡Pigpen! ¿Ves a Pigpen? —Y, palabra por palabra, la conversación volvió a repetirse.

Pero entonces la estruendosa excitación de la multitud le arrastró —las rítmicas palmas y las patadas en el suelo y el canturreo le poseyeron— y comenzó a salmodiar: «¡Los Dead! ¡Los Dead!», y con un cambio de ritmo, y un lento énfasis en cada palabra: «¡Queremos a los Dead!» Y a continuación: «Tobacco Road, Tobacco Road», el nombre de una de sus canciones favoritas, hasta que comenzó la música.

La banda comenzó con una vieja canción: «Iko, Iko», y Greg se añadió con entusiasmo, con abandono; estaba claro que se sabia la letra y que disfrutaba especialmente con el estribillo de sonido africano. Todo el Garden estaba ahora en movimiento con la música, dieciocho mil personas respondiendo juntas, todos transportados al unísono, todos los sistemas nerviosos sincronizados.

La primera mitad del concierto constaba de muchas de las primeras piezas de los Grateful Dead, canciones de los sesenta, y Greg se las sabía, le encantaban, las cantaba. Era asombroso ver su energía y su alegría; daba palmas y cantaba sin parar, sin la debilidad ni la fatiga que generalmente mostraba. Exhibía una rara y maravillosa continuidad en su atención, todo le orientaba, todo parecía sustentar su personalidad. Viendo a Greg transformado de ese modo, no se encontraba ni rastro de su amnesia, de su síndrome de lóbulo frontal: en ese momento parecía completamente normal, como si la música le infundiera su propia fuerza, su coherencia, su espíritu.

Yo preguntaba si no debíamos marcharnos en el intermedio del concierto, pues Greg era, al fin y al cabo, un paciente discapacitado y confinado a una silla de ruedas que realmente no había salido de la ciudad ni asistido a un concierto de rock desde hacía más de veinte años. Pero él dijo: «No, quiero quedarme, quiero verlo todo», con una seguridad y una autonomía de las cuales yo me alegré y que apenas había presenciado en su sumisa vida en el hospital. De modo que nos quedamos, y en el intermedio fuimos a bastidores, donde Greg se tomó un gran pretzel caliente y a continuación conoció a Mickey Hart y cambió unas palabras con él. Al principio me habla parecido un poco cansado y pálido, pero ahora estaba rojo, excitado por el encuentro, se sentía emocionado y ávido de más música.

La segunda mitad del concierto, sin embargo, resultó un tanto extraña para Greg: casi todas las canciones eran de mitad o finales de los setenta y no conocía la letra, aunque el estilo le era familiar. Disfrutó con ellas, dio palmas y cantó sin palabras, o inventándoselas mientras cantaba. Pero entonces surgieron canciones más nuevas, radicalmente distintas, como «Picasso Moon», con armonías profundas y graves y una instrumentación electrónica que habría sido imposible e inimaginable en los sesenta. Greg estaba intrigado, aunque profundamente desconcertado. «Qué música más rara», dijo, «nunca había oído algo así.» Escuchaba atentamente y sus sentidos musicales se aguzaban, aunque con una expresión ligeramente asustada y perpleja, como si viera un nuevo animal, una nueva planta, un nuevo mundo, por primera vez. «Supongo que es algo nuevo, experimental», dijo, «algo que nunca han tocado antes. Suena futurista… quizá es la música del futuro.» Las canciones más recientes que escuchó superaban cualquier evolución que pudiera haber imaginado, superaban (y en cierto modo se parecían muy poco) todo aquello que asociaba con los Dead, tanto que «le dejaron alucinado». No dudaba que la música que oía era «de ellos», pero despertaba en él la sensación casi insoportable de oír el futuro, al igual que el último Beethoven habría sorprendido a un admirador si se hubiera interpretado en un concierto en 1800.

—Ha sido fantástico —dijo mientras salíamos del Carden—. Siempre lo recordaré. Ha sido el momento más feliz de mi vida.

En el coche, de vuelta a casa, puse un compact disc de los Grateful Dead para mantener el mayor tiempo posible el estado de ánimo y el recuerdo del concierto. Tenía miedo de que si dejaban de sonar los Dead, o dejábamos de hablar de ellos, aunque sólo fuera un momento, todo el recuerdo del concierto se le borraría de la cabeza. Greg cantó muy entusiasta todo el camino de vuelta, y cuando nos separamos, en el hospital, aún estaba entusiasmado por el concierto.

Pero a la mañana siguiente, cuando llegué al hospital, encontré a Greg en el comedor, solo, de cara a la pared. Le pregunté por los Grateful Dead… ¿qué le parecían?

—Un gran grupo —dijo—, me encantan. Los oí en Central Park y en el Fillmore East.

—Sí —dije—, me lo contaste. ¿Pero los has vuelto a ver? ¿No los oíste en el Madison Square Garden?

—No —dijo—, nunca he estado en el Garden.[54]