PREFACIO

Estoy escribiendo con la mano izquierda, aunque soy irremediablemente diestro. Hace un mes me operaron el hombro derecho, y en este momento no me dejan ni puedo utilizar la mano derecha. Escribo con lentitud y torpeza, pero con más soltura y naturalidad a medida que pasan los días. Me adapto, aprendo continuamente, y no sólo a escribir con la mano izquierda, sino también a realizar otras muchas actividades: también me he vuelto habilidoso, prensil, con los dedos de los pies, para compensar el hecho de tener un brazo en cabestrillo. Cuando me inmovilizaron el brazo anduve con cierto desequilibrio durante unos días, pero ahora camino de manera distinta, he descubierto un nuevo equilibrio. Desarrollo pautas de comportamiento distintas, hábitos distintos…, una identidad distinta, podríamos decir, al menos en esta esfera concreta. Deben de estar ocurriendo algunos cambios en los programas y circuitos de mi cerebro que alteran las cargas, conexiones y señales sinápticas (aunque nuestros métodos de producción de imágenes cerebrales son todavía demasiado primitivos para mostrar algo así).

Aunque algunas de mis adaptaciones son deliberadas, planeadas, y al menos en parte las he aprendido probando y equivocándome (durante la primera semana me hice daño en todos los dedos de la mano izquierda), casi todas han ocurrido por sí mismas, de manera inconsciente, mediante reprogramaciones y adaptaciones de las que nada conozco (no más de lo que conozco, o puedo conocer, la manera en que ando normalmente). El mes que viene, si todo va bien, puedo empezar a readaptarme, a recuperar un completo (y «natural») uso de la mano derecha, a reincorporarla a mi imagen corporal, a mí mismo, a convertirme en un ser humano diestro con su diestra otra vez.

Pero la recuperación, en tales circunstancias, no será de ningún modo automática, un proceso simple como la curación de un tejido, sino que implicará todo un nexo de ajustes musculares y posturales, toda una secuencia de nuevas operaciones (y su síntesis), aprender, encontrar un nuevo camino hacia la recuperación. Mi cirujano, un hombre comprensivo que sufrió la misma operación en sus carnes, me dijo: «Hay unas directrices, restricciones, recomendaciones generales. Pero, por lo que se refiere a las particulares, tendrá que encontrarlas por sí mismo.» Jay, mi fisioterapeuta, se expresó de modo parecido: «La adaptación sigue un camino distinto en cada persona. El sistema nervioso crea sus propios caminos. Usted es neurólogo…, debe de verlo continuamente.»

La imaginación de la naturaleza, tal como le gusta decir a Freeman Dyson, es más rica que la nuestra, y él habla maravillado de esa riqueza de los mundos físico y biológico, de la infinita diversidad de formas físicas y formas de vida. Para mí, como médico, la riqueza de la naturaleza debe estudiarse dentro del fenómeno de la curación y la enfermedad, dentro de las infinitas formas de la adaptación individual mediante la cual los organismos humanos, la gente, se adaptan y se readaptan al enfrentarse a los retos y vicisitudes de la vida.

En este sentido hay defectos, enfermedades y trastornos que pueden desempeñar un papel paradójico, revelando capacidades, desarrollos, evoluciones, formas de vida latentes, que podrían no ser vistos nunca, o ni siquiera imaginados en ausencia de aquéllos. Es la paradoja de la enfermedad, en este sentido, su potencial «creativo», lo que constituye el tema central de este libro.

Así, del mismo modo que podemos quedar horrorizados ante los estragos que causa el desarrollo de una enfermedad o trastorno, también podemos verlos como algo creativo, pues aun cuando destruyen unos procedimientos particulares, una manera particular de hacer las cosas, puede que obliguen al sistema nervioso a crear otros procedimientos y maneras, que lo obliguen a un desarrollo y a una evolución inesperados. Este otro lado del desarrollo o enfermedad es algo que veo en potencia en casi todos los pacientes; y esto es, precisamente, lo que me interesa describir.

Parecidas consideraciones planteó A. R. Luria, quien, como ningún otro neurólogo de su época, estudió la supervivencia a largo plazo de pacientes que tenían tumores cerebrales o habían sufrido lesiones cerebrales o apoplejías, y los métodos, las adaptaciones que utilizaban para sobrevivir. También estudió (en compañía de su mentor, L. S. Vygotsky) a niños sordos y ciegos cuando llegaban a jóvenes. Vygotsky puso énfasis en la integridad, más que en las carencias, de tales niños:

Un niño con una discapacidad muestra un tipo singular de desarrollo cualitativamente distinto… Si un niño ciego o sordo alcanza el mismo nivel de desarrollo que un niño normal, es que el niño discapacitado lo alcanza de otro modo, por otro camino; y para el pedagogo es particularmente importante conocer la singularidad de ese sendero por el que debe conducir al niño. Esta singularidad transforma lo negativo del defecto en lo positivo de la compensación.

El hecho de que tan radicales adaptaciones pudieran tener lugar exigía, a juicio de Luria, una nueva concepción del cerebro que lo considerara no como algo estático y programado, sino como algo dinámico y activo, un sistema adaptativo supremamente eficaz preparado para la evolución y el cambio, que se adapta sin cesar a las necesidades del organismo, y a su necesidad, por encima de todo, de construir un yo y un mundo coherentes, sean cuales sean los defectos o trastornos del funcionamiento cerebral que puedan acontecerle. Que el cerebro posee una minuciosa diferenciación está claro: hay cientos de diminutas zonas cruciales para cada aspecto de la percepción y el comportamiento (desde la percepción del color y el movimiento hasta, quizá, la orientación intelectual del individuo). El milagro es cómo cooperan y se integran en la creación de un yo.[1]

La idea de esta extraordinaria plasticidad del cerebro, de su capacidad para las más asombrosas adaptaciones, sobre todo en los casos especiales (y a menudo desesperados) de una desgracia neural o sensorial, ha llegado a dominar mi propia percepción de mis pacientes y sus vidas. Tanto que, de hecho, a veces llego a preguntarme si no habría que redefinir los conceptos de «salud» y «enfermedad» para verlos no ya en los términos de una «norma» rígidamente definida, sino en términos de la capacidad del organismo para crear una nueva organización y un nuevo orden que encajen con su disposición y sus exigencias, tan especiales y alteradas.

La enfermedad implica una contracción de la vida, pero tales contracciones no tienen por qué ocurrir. Casi todos mis pacientes, o eso me parece, sean cuales sean sus problemas, le tienden la mano a la vida, y no sólo a pesar de sus condiciones, sino a menudo a causa de ellas, e incluso con su ayuda.

He aquí siete narraciones sobre la naturaleza, sobre el espíritu humano y sobre la manera en que éstos han colisionado inesperadamente. Las personas que aparecen en este libro se han visto afectadas por estados neurológicos tan diversos como el síndrome de Tourette, el autismo, la amnesia y la ceguera total al color. Ellos ejemplifican estos estados, son «casos» en el sentido médico tradicional, aunque igualmente son individuos singulares, y cada uno de ellos habita (y en cierto sentido ha creado) un mundo propio.

Se trata de relatos de supervivencia bajo circunstancias alteradas a veces de manera radical, en las que dicha supervivencia resulta posible gracias a los maravillosos (aunque a veces peligrosos) poderes de reconstrucción y adaptación de que estamos dotados. En libros anteriores escribí sobre la «conservación» del yo, y (más raramente) sobre la «pérdida» del yo en trastornos neurológicos. He llegado a pensar que estos términos son demasiado simples, que no hay ni pérdida ni conservación de la identidad en tales situaciones, sino más bien una adaptación, incluso una transmutación, para cada cerebro radicalmente alterado y la «realidad» a que se enfrenta.

El estudio de la enfermedad exige al médico el estudio de la identidad, de los mundos interiores que los pacientes crean bajo el acicate de la enfermedad. Pero las realidades de los pacientes, las maneras en que ellos y sus cerebros construyen sus propios mundos, no puede comprenderse totalmente a partir de la observación del comportamiento desde el exterior. Además de la aproximación objetiva del científico, debemos utilizar también la aproximación ínterdisciplinar, saltando, como escribe Foucault, «al interior de la conciencia mórbida, [intentando] ver el mundo patológico con los ojos del propio paciente». Lo mejor que se ha escrito sobre la naturaleza y necesidad de tal intuición o empatía se lo debemos a G. K. Chesterton, a través de su espiritual detective, el padre Brown. Así, cuando al padre Brown le preguntan por su método, responde:

La ciencia es una gran cosa cuando la tienes a tu disposición; en su sentido real es una de las palabras más grandiosas del mundo. ¿Pero a qué se refieren estos hombres, nueve de cada diez veces, cuando la utilizan hoy en día? ¿Cuando dicen que la investigación es una ciencia? ¿Cuando dicen que la criminología es una ciencia? Se refieren a salir del hombre, a estudiarlo como si se tratara de un gigantesco insecto; en lo que ellos llaman una luz imparcial; en lo que yo llamaría una luz deshumanizada. Se refieren a alejarse un gran trecho de él, como si fuera un lejano monstruo prehistórico; observar la forma de su «cráneo criminal» como si se tratara de una protuberancia misteriosa, como el cuerno que hay en el hocico del rinoceronte. Cuando el científico habla de un sujeto, nunca se refiere a sí mismo, sino siempre a su vecino; probablemente a su vecino más pobre. No niego que esa árida luz pueda ser de utilidad alguna vez; aunque en cierto sentido es el mismísimo reverso de la ciencia. Tan lejos está de ser conocimiento que de hecho es la supresión de lo que conocemos. Es tratar a un amigo como a un extraño y fingir que algo familiar es realmente remoto y misterioso. Es como decir que un hombre tiene una trompa entre los ojos, o que cada veinticuatro horas cae una vez en un arrebato de insensibilidad. Bueno, lo que llamas «el secreto» es exactamente lo opuesto. No intento salir del hombre. Intento adentrarme en él.

La exploración de yoes y mundos profundamente alterados no es algo que se pueda llevar a cabo en una consulta o en un ambulatorio. El neurólogo francés François Lhermitte es especialmente sensible a este hecho y, en lugar de observar simplemente a sus pacientes en la clínica, insiste en ir a visitarlos a su casa, en llevarlos a un restaurante o al teatro, o a dar un paseo en su coche, en compartir sus vidas cuanto le sea posible. (Algo similar ocurre, u ocurría, con los que practicaban la medicina general. Cuando mi padre, a la edad de noventa años, comenzó a pensar con cierta reticencia en el retiro, le dijimos: «Al menos deja de visitar a domicilio.» Pero él respondió: «No, seguiré visitando a domicilio… y dejaré todo lo demás.»)

Con esto en mente, me he quitado la bata blanca, he abandonado los hospitales donde he pasado los últimos veinticinco años y me he dedicado a investigar las vidas de mis pacientes tal como son en el mundo real, sintiéndome en parte como un naturalista que estudia extrañas formas de vida; en parte como un antropólogo, o un neuroantropólogo que realiza un trabajo de campo, aunque casi siempre como un médico, un médico que visita a domicilio, unos domicilios que están en los límites de la experiencia humana.

Son éstas las narraciones de siete metamorfosis provocadas por el azar neurológico, metamorfosis que han dado como resultado estados alternativos del ser, no menos humanos por ser tan distintos.

O. W. S.

Nueva York, junio de 1994