Los cambios producidos en la política exterior española durante la presidencia de José María Aznar (1996-2004) no eran fáciles de predecir cuando éste tomó posesión en mayo de 1996. Tuve ocasión de entrevistarle entonces para documentar un artículo sobre la política europea que previsiblemente desarrollaría durante su mandato, y sus planteamientos parecían sugerir que primaría la continuidad con la etapa anterior. Ciertamente, como líder de la oposición, Aznar había criticado a Felipe González su postura supuestamente «pedigüeña» durante el Consejo Europeo de Edimburgo (1992), y tras la entrada en vigor del Tratado de Maastricht también había lamentado reiteradamente que España no cumplía los criterios de convergencia que requeriría su participación en la moneda única. Por otro lado, algunos de los textos publicados por Aznar durante los años noventa defendían una visión netamente intergubernamental de la Unión Europea, y algunos de sus correligionarios expresaron inicialmente algunas dudas sobre la idoneidad del proyecto de moneda única. Sin embargo, el programa electoral del Partido Popular en 1996 difícilmente podía calificarse de revisionista, tanto en lo referido a la Unión Europea como a las relaciones con Estados Unidos y a su visión global de las prioridades de la política exterior española. Así pues, a nadie sorprendió que, salvo pequeñas excepciones, como la que supuso una actitud de mayor beligerancia hacia la Cuba de Fidel Castro, la política exterior del primer gobierno de Aznar (1996-2000) registrara una notable continuidad con la etapa anterior. Ello es atribuible tanto a la ausencia de una mayoría absoluta y la necesidad de tener en cuenta los deseos de sus socios parlamentarios (sobre todo de CiU), como a la magnitud de los objetivos heredados de ejecutivos anteriores, y muy especialmente el del ingreso de España en la moneda única, que fue sin duda el gran objetivo europeo de aquella etapa, culminado con éxito en 1999. Coincidiendo con la elección de Tony Blair como primer ministro británico en 1997, Aznar mostró un interés creciente por orientar a la Unión Europea hacia los objetivos económicos que luego recogería la llamada Agenda de Lisboa en marzo de 2000, lo cual, a su vez, otorgó una cierta visibilidad al liderazgo hispano-británico, que sin duda se benefició del mal momento que por entonces atravesaba el tándem franco-alemán, debilitado por el impacto de la reunificación de Alemania. Y en lo que a Estados Unidos se refiere, el dirigente español desarrolló una buena relación con el presidente Bill Clinton, aunque posiblemente no tan cálida como la que había disfrutado el anterior inquilino de La Moncloa. En suma, nada de eso supuso un cambio radical en relación con la etapa anterior.
El giro introducido por Aznar en algunos parámetros fundamentales de la política exterior española se produjo fundamentalmente a lo largo de su segundo mandato (2000-2004), y tuvo un carácter esencialmente reactivo. Se trató ante todo de una reacción muy personal del propio presidente del Gobierno a ciertos cambios operados en el orden internacional, y no el resultado de una amplia reflexión realizada en el seno del Partido Popular, que apenas fue consultado al respecto, ni en el Ministerio de Asuntos Exteriores, la mayoría de cuyos profesionales discreparon de la nueva orientación. En no poca medida, este giro fue posible gracias a la mayoría absoluta alcanzada en las elecciones de marzo de 2000, que otorgó al presidente una mayor autonomía al liberarle de la necesidad de consensuar sus políticas con otros grupos parlamentarios.
Los acontecimientos que más influyeron en este cambio en la política exterior española fueron sin duda la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca en enero de 2001 y los ataques terroristas de Al Qaeda el 11 de septiembre de ese mismo año, que a su vez modificaron sustancialmente la política exterior norteamericana. También desempeñaron un papel importante la convocatoria de una Convención para debatir el futuro de la Unión Europea, que comenzó a reunirse en febrero de 2002 y presentó un proyecto de Tratado Constitucional en julio de 2003, lo que obligó al Gobierno a definir su «visión de Europa», y el relanzamiento del tradicional tándem franco-alemán a finales de 2002, que adquirió un protagonismo inusitado a lo largo del año siguiente.
En lo que a las relaciones transatlánticas se refiere, si bien la primera visita oficial de Bush a España en junio de 2001 ya presagiaba la empatía y proximidad que luego se desarrollaría entre ambos dirigentes, fueron sin duda los acontecimientos del 11 de septiembre los que marcaron de forma decisiva la actitud de Aznar hacia Estados Unidos a partir de entonces. Al igual que la mayoría de los gobernantes europeos, el presidente español vio en estos brutales atentados terroristas un ataque contra el mundo Occidental y los valores que encarna. Sin embargo, a diferencia de muchos de sus colegas del Consejo Europeo, Aznar hizo suyo el diagnóstico realizado por la Administración Bush de las causas de dichos atentados, y también compartió su conclusión de que la única respuesta válida era la declaración de una guerra global —de imprevisible duración— contra el terrorismo. Ante la magnitud de lo ocurrido, Aznar no dudó en ofrecer a Washington su solidaridad incondicional, a pesar de no contar con los medios materiales ni humanos necesarios para participar en dicho conflicto de forma destacada. Como es sabido, en esta reacción desempeñó un papel determinante el principio de que España, país que había padecido el azote del terrorismo durante más de tres décadas, y que había buscado y obtenido el apoyo de sus socios y aliados para combatirlo, no podía dejar de acudir en ayuda de un Gobierno amigo en cumplimento de la más elemental reciprocidad. De ahí el apoyo político del Gobierno español a la intervención anglo-norteamericana de octubre de 2001 contra el régimen talibán de Afganistán, que había apoyado abiertamente a Al Qaeda, y su posterior participación en la misión militar de la Fuerza Internacional para la Asistencia y Seguridad de Afganistán (ISAF), que contó con el apoyo de una veintena de países, entre ellos Francia y Alemania, y que actuó bajo mandato de Naciones Unidas.
España y la guerra de Irak
Incluso antes de la caída de Kabul, la Administración Bush ya había iniciado la búsqueda de nuevos objetivos antiterroristas en otras partes del mundo, con Irak como principal candidato a pesar de las serias dudas existentes sobre la vinculación entre Al Qaeda y el régimen de Sadam Hussein. En su primer discurso sobre el Estado de la Unión, de enero de 2002, que ha pasado a la historia por su referencia al «eje del mal» (en alusión a Irak, Irán y Corea del Norte), Bush habló por vez primera de la amenaza que representaba la conjunción del terrorismo, los llamados rogue states (estados hampones) y las armas de destrucción masiva, aunque sin explicar cómo pretendía hacerles frente. Posteriormente, en un discurso pronunciado ante los cadetes de West Point en junio, el presidente aclaró que las viejas estrategias de contención y disuasión propias de la Guerra Fría ya no eran la respuesta adecuada, en vista de lo cual no quedaba más opción que «llevar la batalla al enemigo». Así comenzó a fraguarse una nueva doctrina de acción preventiva, elaborada posteriormente en la Estrategia de Seguridad Nacional publicada en septiembre de 2002, en la que se plantearía abiertamente el derecho de Estados Unidos a llevar a cabo acciones preventivas en defensa propia, contase o no con el apoyo de la comunidad internacional. Aunque dicho documento advertía a otras naciones de que «la prevención (pre-emption) no debe servir de pretexto para la agresión», algunos críticos de la Administración norteamericana no tardaron en subrayar que no se aclaraba suficientemente la distinción entre un acto preventivo justificado y una agresión ilegal. Por otro lado, también hubo quien objetó que Bush estaba confundiendo dos conceptos muy distintos: pre-emptive wars son aquellas que se inician cuando un agresor está a punto de atacar (como hizo Israel en 1967), mientras que las preventive wars son las que se inician antes de que el adversario represente una amenaza grave (como hizo Israel al destruir el reactor nuclear iraquí de Osirak en 1981). La distinción era importante porque el derecho internacional reconocía la legitimidad de las primeras cuando se actuaba en defensa propia, pero no de las segundas. No obstante, a partir de sus primeras alusiones públicas a la amenaza que supuestamente representaban Irak y el régimen de Sadam Hussein, que datan de octubre de 2001, el presidente Bush mezclaría habitualmente ambas nociones.
Aznar había conocido a Bush durante la primera visita oficial de éste a Madrid en junio de 2001, en el transcurso de su primer viaje a Europa, y tras los ataques terroristas del 11-S, el presidente español le visitó en Washington en noviembre para trasladarle personalmente su solidaridad. Sin embargo, Aznar no tuvo ocasión de tratarle a fondo hasta que en mayo de 2002 la presidencia española de la Unión Europea le llevó a Washington primero, y a Camp David después. Inevitablemente, la guerra global contra el terrorismo centró buena parte de sus conversaciones y, poco después, Washington anunció la inclusión de ETA y de varios individuos identificados por Madrid en su lista de organizaciones terroristas. Desde principios de año el Pentágono ya tenía orden de hacer los preparativos necesarios para iniciar una guerra contra Irak, y el presidente Bush sin duda informó a su invitado español de ellos.
Sin embargo, en la Administración norteamericana no existía entonces un mínimo consenso sobre cómo proceder contra Sadam Hussein. Mientras que los halcones —liderados por el vicepresidente, Dick Cheney, y el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld— eran partidarios de derrocar al dictador iraquí por la fuerza, los moderados —encabezados por el secretario de Estado, Colin Powell— confiaban en que la amenaza de una intervención militar podría bastar para obligarle a entregar o eliminar sus armas de destrucción masiva. Cuando en agosto de 2002 recibió por primera vez en Washington a la flamante ministra española de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, Powell se mostró partidario de obtener del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas una resolución que exigiera la vuelta de los inspectores a Irak y que amenazara a Sadam Hussein con el uso de la fuerza si se negaba a cooperar, opción que, a su entender, podría contar con el visto bueno de Francia y Rusia. De ahí que, tras su conversación con el secretario de Estado, la ministra no se mostrara partidaria de una intervención militar unilateral en Irak. Por su parte, Cheney afirmaría poco después que Sadam podría adquirir armas nucleares en un futuro próximo, y se mostraría muy escéptico sobre la utilidad de las inspecciones auspiciadas por Naciones Unidas. Las palabras de Cheney levantaron un gran revuelo en buena parte de Europa, sobre todo en Alemania, donde fueron utilizadas profusamente por el canciller Gerhard Schröder en su campaña electoral. Obligado a elegir entre ambas estrategias, Bush se inclinó finalmente por la de Powell, y en septiembre de 2002, coincidiendo con el primer aniversario del 11-S, acudió a la Asamblea General de Naciones Unidas para pedir a esta organización que exigiera a Irak el cumplimiento de sus anteriores resoluciones. Poco tiempo antes, Aznar había informado a un grupo de periodistas que, en su opinión, era «deseable» que se llegara a un consenso en el Consejo de Seguridad, pero no «imprescindible».
A partir de ese momento, la batalla sobre el futuro de Irak se trasladó al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Tras largos forcejeos diplomáticos, en noviembre de 2002 Powell logró sacar adelante la Resolución 1441, que otorgaba al régimen de Sadam Hussein una última oportunidad, y que permitió el regreso de los inspectores tras cuatro años de ausencia. Sin embargo, dicha resolución se limitaba a anunciar las «graves consecuencias» que tendría el incumplimiento de las resoluciones anteriores, sin especificar cómo se determinaría su grado de cumplimiento, ni los plazos que dispondría para ello. En diciembre, el dictador iraquí entregó un largo documento sobre sus arsenales de armas químicas, biológicas y nucleares, tal y como exigía la resolución 1441, que, en opinión de los inspectores, distaba mucho de ser una relación «exacta, plena y completa» de los mismos. Sin embargo, Francia y Rusia (que al igual que Estados Unidos y el Reino Unido tenían poder de veto en el Consejo de Seguridad), estimaron que, por sí sola, una declaración falsa no constituía motivo suficiente para justificar el uso de la fuerza. Esto planteó un serio problema para Powell, ya que Londres deseaba contar con una segunda resolución de Naciones Unidas antes de intervenir militarmente en Irak. En Washington, la actitud obstruccionista de Francia reforzó la posición de los halcones, que nunca fueron partidarios de acudir a Naciones Unidas por temor a que eso limitase la libertad de maniobra de la Administración.
La crisis desatada en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas coincidió con la incorporación de España como miembro no permanente en enero de 2003, lo cual otorgó una inusitada visibilidad a la diplomacia española. Según un estudio publicado ese mes por el Real Instituto Elcano, en aquellos momentos el 61 por ciento de los españoles opinaba que Estados Unidos no debía invadir Irak en ningún caso, el 24 por ciento pensaba que podía hacerlo si contaba con la aprobación de la ONU y solamente el dos por ciento apoyaba una intervención unilateral estadounidense. A pesar de eso, a finales de enero la ministra de Asuntos Exteriores no descartó que España pudiese apoyar, incluso con tropas, un ataque unilateral de Estados Unidos a Irak. Poco después, Aznar inspiró la publicación en el Watt Street Journal (29 de enero de 2003) de la llamada «carta de los ocho», firmada por los primeros ministros de España, Portugal, Italia, Reino Unido, Polonia, Hungría, Dinamarca y la República Checa, en la que se afirmaba que «la relación transatlántica no debe convertirse en una víctima de los constantes intentos del actual régimen iraquí de amenazar la seguridad mundial».
Para entonces ya no existían dudas sobre la decisión norteamericana de atacar Irak con o sin el visto bueno de la ONU, como reconocería el propio Bush en su segundo discurso sobre el estado de la Unión, el 28 de enero de 2003. A pesar de eso, y apoyándose en el informe de Hans Blix al Consejo de Seguridad del día anterior, Blair logró convencer al presidente estadounidense de la conveniencia de presentar una segunda resolución a dicha institución, lo cual supondría aplazar unas semanas el inicio de las hostilidades. No obstante, en su intervención en el primer pleno del Congreso de los Diputados dedicado a la crisis iraquí, celebrado el 5 de febrero, Aznar observó que dicha resolución tendría que «fijar plazos concretos, de semanas, para que se consiga el desarme de Irak», y el día 14, en la sesión especial sobre las inspecciones celebrado en el Consejo de Seguridad, la ministra Palacio sentenció que «mientras no se produzca un cambio de actitud del régimen iraquí, no necesitamos ni más inspectores ni más medios». Al día siguiente, las ciudades españolas fueron el escenario de multitudinarias manifestaciones en contra de una posible guerra en Irak, que contaron con el apoyo de los principales partidos de la oposición. No obstante, la diplomacia española hizo caso omiso de los esfuerzos de México, Chile y otros países por encontrar una posición intermedia entre la estadounidense y la francesa, y prefirió sumarse a un borrador de resolución, presentado el 24 de febrero, que otorgaba a Irak un margen muy breve de tiempo para desarmarse. Sin embargo, el 7 de marzo Blix presentó un nuevo informe en el que constataba una mayor voluntad de cooperación por parte iraquí, y dos días después Francia anunció que vetaría cualquier resolución que planteara un ultimátum a Irak cuyo incumplimiento diese paso al uso de la fuerza, amenaza a la que luego se sumó Rusia. Si bien en aquellos momentos Washington, Londres y Madrid eran partidarios de presentar esta segunda resolución aunque fuese vetada por París y Moscú, al final la imposibilidad de reunir un número decoroso de votos entre los demás miembros del Consejo de Seguridad les obligó a desistir. La relativa soledad de los tres dirigentes que habían patrocinado la resolución fallida pudo constatarse sobradamente en la Cumbre de las Azores celebrada el 16 de marzo de 2003, tan sólo tres días antes del inicio de las hostilidades. Al parecer, en un primer momento Aznar contempló la posibilidad de participar militarmente en la ocupación de Irak, aunque sólo fuese mediante el envío de una flota encabezada por el portaaviones Príncipe de Asturias, pero la oposición que ello habría suscitado entre la opinión pública española, a pocas semanas de las elecciones autonómicas y municipales previstas para mayo, le hizo desistir. Por eso, la participación española en el conflicto se redujo inicialmente al envío de varios buques y novecientos soldados como ayuda humanitaria. Tras la caída de Bagdad y la aprobación de la resolución 1483 en julio de 2003, se desplegó un contingente más estable, de unos mil trescientos efectivos, que estuvo operativo a partir de septiembre.
Las razones profundas del giro de Aznar en política exterior
En vista de las dificultades de todo tipo que eso podía acarrear, debemos plantearnos por qué se involucró el presidente español con tanto ahínco en la crisis de Irak. En su libro La segunda transición, publicado en 1994, Aznar había escrito que «para las naciones y sus ciudadanos la duda hamletiana del ser o no ser se dilucida en el escenario internacional», y también afirmó que «es hora de superar en España un cierto complejo histórico». Seis años después, el programa electoral del Partido Popular se referiría a la posibilidad de «asumir mayores niveles de responsabilidad fuera de nuestras fronteras», ya que el desarrollo económico experimentado durante la segunda mitad de la década de los noventa, su convergencia real con los países más desarrollados de Europa, y la superación de cierta sensación de inferioridad acumulada durante la época franquista, permitían a España aspirar a ocupar el lugar que realmente le correspondía en la escena internacional. Una potencia media que pretendiese alcanzar cierta preeminencia ya no podía conformarse con desempeñar un papel regional, sino que debía involucrarse en asuntos de alcance global. De ahí que afirmara en marzo de 2003, pocos días antes del inicio de la guerra, que «España ya no puede estar sentada en el rincón de los países que no cuentan, no sirven y no deciden. Para colocar a nuestro país entre los más importantes del mundo, cuando el mundo está amenazado, es preciso estar a la altura de sus responsabilidades y hacerlo con coraje, determinación y liderazgo». En este sentido, para Aznar las crisis de Afganistán e Irak fueron en realidad bancos de pruebas en los que poner en práctica su visión del papel de España en un mundo en pleno proceso de transformación.
Evidentemente, la apuesta del presidente español no se produjo en un vacío. El autor de estas líneas tuvo ocasión de conversar largamente con él pocos días después de los atentados del 11-S en compañía del historiador británico Timothy Garton Ash, y pudo constatar tanto el profundo impacto que le habían causado, como sus dudas sobre la firmeza y sinceridad de la previsible respuesta europea. En opinión de Aznar, los atentados habían marcado el final de la posguerra fría, dando paso a una nueva fase en las relaciones internacionales, cuya característica principal sería el predominio unipolar de la «hiperpotencia» estadounidense, lo cual no podía dejar de tener consecuencias importantes para las principales organizaciones que hasta entonces habían conformado el orden mundial. Aznar intuía que a partir de entonces Washington actuaría con socios o sin ellos, en alianzas cambiantes en función de los objetivos, de acuerdo con lo que luego sería el principio de que «la misión hace la coalición». En suma, el presidente entendía que, de cara a esta nueva etapa, su gobierno debía alinearse incondicionalmente con Estados Unidos, tanto por una cuestión de principio como porque eso sólo podía redundar en beneficio de los intereses nacionales de España. Es importante subrayar, en este sentido, que cuantos menos socios tuviese Washington, mayor sería el valor del apoyo español. Por eso, mientras que Powell no tardó mucho en reconocer que la Cumbre de las Azores «se vio como una derrota» porque «fue una derrota», Aznar la interpretó como un gran triunfo político personal y un salto cualitativo en el protagonismo internacional de España. De ahí también que, durante la crisis del Consejo de Seguridad, los representantes españoles dieran la sensación de querer rivalizar con los británicos en su beligerancia para con el régimen de Sadam Hussein, competencia un tanto absurda dada la diferencia existente entre lo que ambos podían aportar a una campaña militar contra éste. Más adelante, la necesidad de justificar el apoyo prestado a Washington hizo que se subrayasen otros argumentos, tales como la complementariedad de los intereses de ambos países en América Latina o la importancia política y económica de los hispanos residentes en Estados Unidos, que ya se habían planteado sin gran énfasis en el programa electoral de 2000.
Por último, la toma de postura de Aznar en relación con la crisis de Irak no puede comprenderse sin tener en cuenta su dimensión europea. Por un lado, parece innegable que, con el paso del tiempo, el presidente español se había ido haciendo cada vez más escéptico en lo que a la Unión Europea se refiere. En parte, eso se debió al escaso entusiasmo con que algunos Estados miembro hicieron suya la Agenda de Lisboa aprobada en marzo de 2000, el proyecto europeo por el que más empeño mostró Aznar. Por otro lado también influyó en este creciente desapego la crisis de Perejil en julio de 2002, durante la que Francia puso más interés en contentar a Rabat que en apoyar a su socio y aliado español. Por si fuera poco, el tándem franco-alemán, que había sido poco eficaz durante buena parte de la década anterior, resurgió de las cenizas a finales de 2002 y adoptó posiciones comunes que rara vez coincidían con las que defendía Madrid. En opinión de Aznar, lo que verdaderamente unía a Jacques Chirac y Gerhard Schröder era su precaria situación política personal, su defensa de un modelo económico y social anquilosado, su capacidad para manipular a la Unión Europea en defensa de intereses nacionales a menudo inconfesables, y la voluntad de utilizar el antiamericanismo de sus opiniones públicas como fundamento de una identidad política europea cada vez más cuestionada.
Como es obvio, la «carta de los ocho» a la que antes hicimos referencia fue muy mal recibida en París y Berlín, ya que pareció demostrar que Washington había logrado sembrar la desunión entre los Quince, haciendo realidad el deseo de Rumsfeld de socavar la postura franco-alemana ante la guerra contra Irak con la ayuda de la llamada «nueva Europa». Así pues, Aznar resultaba molesto para Chirac y Schröder no solamente por su acendrado atlantismo, que también, sino por su inagotable capacidad para llevarles la contraria, y para animar a otros a que le imitaran. Por su parte, el presidente español no tardó en llegar a la conclusión de que el sistema de doble mayoría adoptado por la Convención Europea en la primavera de 2003 —coincidiendo con el inicio de la guerra de Irak— en sustitución de la ponderación de voto en el Consejo acordada en el Tratado de Niza en diciembre de 2000, que él consideraba su mayor triunfo personal en el ámbito europeo, reflejaba un decidido interés franco-alemán por cortarle las alas a España a fin de poder imponer su liderazgo con mayor facilidad. En suma, el conflicto iraquí estuvo alimentado desde el primer momento por la existencia de visiones abiertamente contrapuestas en la Unión Europea en los estados miembros de mayor población, y por una creciente rivalidad por el control político del proyecto europeo.
De la guerra a la derrota electoral, pasando por el 11-M
A nuestro entender, la evidencia disponible permite sostener que la política del Gobierno de Aznar en relación con la guerra de Irak fue el motivo principal por el cual España se convirtió en un objetivo prioritario de Al Qaeda, y que los atentados del 11 de marzo de 2004 influyeron de forma decisiva en los resultados de las elecciones legislativas celebradas tres días después.
En lo que al primer asunto se refiere, la posibilidad de que el apoyo a la guerra situara a España en el punto de mira del terrorismo islámico fue planteada por los expertos desde el primer momento, y confirmada en buena medida por el atentado perpetrado contra la Casa de España de Casablanca en mayo de 2003, en el que murieron 45 personas. Ciertamente, algunos textos de Al Qaeda que vieron la luz tras los atentados del 11-S contenían argumentos peregrinos relacionados con la recuperación de Al Ándalus, y podría argumentarse que España habría sido un objetivo terrorista casi con independencia de la política que adoptara su Gobierno. No obstante, de los datos que se conocieron tras el 11-M, puede deducirse que los autores intelectuales del atentado tuvieron muy en cuenta el contexto político español a la hora de planificar su acción. Así se desprende, por ejemplo, de la lectura de un texto en árabe, escrito posiblemente por un marroquí, que fue localizado en diciembre de 2003 en Internet por el Instituto de Investigación de la Defensa (FFI) de Noruega. En él se afirmaba que España era «el aliado europeo más destacado» de Estados Unidos después del Reino Unido, pero se añadía a continuación que la posición adoptada por el Gobierno de Aznar «no representa en absoluto la posición del pueblo español», porque «la mayoría aplastante de los españoles fueron contrarios a la guerra». Por eso mismo, se vaticinaba que el Gobierno español no aguantaría «más de dos o tres golpes como máximo», en vista de lo cual parecía aconsejable «aprovecharse al máximo de la proximidad de las elecciones generales». Es posible que el autor anónimo de este texto no tuviese una relación directa con los responsables del 11-M, pero probablemente explique la lógica que inspiró su acción. Los terroristas eran plenamente conscientes de la impopularidad de la guerra, y del divorcio que se había producido entre el Gobierno y la opinión pública al respecto, superiores ambos al de otros países europeos cuyos ejecutivos también la habían apoyado. Asimismo, sabían que el principal partido de la oposición había prometido que, en caso de ganar las elecciones de marzo de 2004, retiraría las tropas españolas de territorio iraquí si el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no aprobaba una nueva resolución antes del 30 de junio legitimando su presencia. Así pues, los terroristas pensaban que España era políticamente vulnerable a un atentado a gran escala, ya que era previsible que la opinión pública castigara electoralmente al Gobierno del Partido Popular al establecerse una relación causa-efecto entre su apoyo a la guerra y la masacre que se pudiera producir. Si bien Europol consideraba más probable un atentado contra el Reino Unido, el aliado de Estados Unidos por excelencia, desde la perspectiva de los terroristas eso hubiera tenido menos sentido por encontrarse todavía lejos las siguientes elecciones legislativas, y sobre todo porque en ese país el principal partido de la oposición también era partidario de la guerra.
La relación entre los atentados y los resultados electorales es una cuestión tan delicada como controvertida, pero no por ello debe dejar de abordarse. Es posible, como sostuvieron posteriormente tanto algunos expertos demoscópicos como numerosos dirigentes del PSOE, que la distancia entre los dos principales partidos se fue acortando durante los días inmediatamente anteriores a las elecciones del 14 de marzo, hasta el punto de alcanzarse el empate técnico. No obstante, todo parece indicar que los atentados movilizaron a sectores de la población que quizás no tenían previsto votar, o que no acababan de orientar su voto al PSOE, y que hicieron ambas cosas con el propósito principal de castigar al Gobierno de Aznar, al que responsabilizaron de la matanza por su apoyo a la guerra de Irak.
Como es sabido, la mayoría absoluta obtenida por el PP en 2000 se había debido fundamentalmente a la abstención de numerosos votantes de la izquierda en general, y del PSOE en particular. En las elecciones de 2004, el PSOE superó por 1,2 millones de sufragios a su principal contrincante, que perdió unos 690 000 votos. Los socialistas obtuvieron tres millones de papeletas más que en 2000, de las cuales un millón y medio correspondían a personas que se abstuvieron en las anteriores elecciones generales, y el otro millón y medio procedía de votantes que acudían a las urnas por vez primera. En suma, es muy probable que el PP perdiera votos por motivos ajenos a los atentados, pero parece evidente que muchos de los recibidos por el PSOE pertenecían a personas, generalmente jóvenes, que se habían opuesto frontalmente al apoyo del Gobierno a la guerra de Irak. Así parece corroborarlo el sondeo post-electoral del Instituto Opina (El País, 4 de abril de 2004), según el cual un 27 por ciento de los encuestados reconocía que los atentados habían influido en el sentido del voto que habían emitido tres días después, proporción que alcanzaba el 33 por ciento entre los votantes del PSOE; más aun, un 85 por ciento creía que los atentados habían influido en los demás, frente a un siete por ciento que pensaba que no tuvieron ninguna influencia. También es interesante constatar que el 69 por ciento de los votantes del PSOE decían tener claro quiénes habían sido los autores de los atentados en el momento de ir a votar, frente a tan sólo el 40 por ciento de los votantes del PP. Por último, el mismo estudio revelaba que, según el 59 por ciento de los encuestados, las elecciones las había perdido el PP, mientras que sólo el 26 por ciento interpretaba que las hubiese ganado el PSOE.
Las alternativas al giro aznarista: atlantismo moderado o eurocentrismo ortodoxo
De la argumentación desarrollada en el epígrafe anterior puede deducirse que, de no haber apoyado la guerra de Irak, dando así un pretexto a los terroristas de Al Qaeda para atentar en Madrid, es probable que el PP hubiese ganado las elecciones de marzo de 2004. Sin embargo, no es éste el posible desenlace que más nos interesa analizar. Se trata más bien de imaginar, mediante un análisis contrafactual, cómo se habría podido posicionar el Gobierno español en el tablero internacional durante estos meses sin distanciarse de su opinión pública y sin renunciar a la defensa de los intereses nacionales.
Antes sostuvimos que la respuesta inicial del Gobierno español a los atentados del 11-S fue similar a la de otros muchos países europeos, que también apoyaron la intervención de Estados Unidos en Afganistán. En lo que a Irak se refiere, España pudo elegir al menos otros dos caminos, que calificaremos de (a) atlantista moderado y (b) eurocéntrico ortodoxo.
La vía del atlantismo moderado hubiese significado la adopción de una postura similar a la de Italia. Como es sabido, el gobierno de Silvio Berlusconi se mantuvo próximo a Washington y Londres, pero sin participar en la Cumbre de las Azores ni contribuir con tropas a la ocupación de Irak, aunque sí colaboró en el proceso de reconstrucción posterior. Dadas las escasas capacidades militares españolas, esta opción no carecía de cierta lógica, y seguramente habría sido bien recibida por quienes vieron una excesiva distancia entre la retórica belicista del Gobierno Aznar y sus verdaderas posibilidades de actuación. Esta postura también podría haberse traducido en una actitud menos beligerante en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que además habría reflejado mejor el escaso margen de maniobra del que realmente disponía la diplomacia española en dicho foro (resulta muy revelador que en las memorias de Hans Blix no se recoge ni una sola conversación con un representante diplomático o político español, silencio que contrasta con las frecuentes referencias a personalidades estadounidenses, británicas y francesas). Esto habría permitido al Gobierno mantenerse fiel a su ideario atlantista, sin que Washington lo percibiese como un acto de deslealtad, y hubiese tenido además la ventaja de tranquilizar a muchos aliados tradicionales de España en América Latina y el mundo árabe, algunos de los cuales vieron el giro impuesto por Aznar con cierta desazón. En lo que al papel de España en el debate sobre el futuro de la Unión Europea se refiere, esta postura posiblemente habría tenido la ventaja de no suscitar el rechazo frontal de Francia y Alemania, lo que habría facilitado quizás la defensa de algunas cuestiones prioritarias. Por último, esta opción atlantista moderada seguramente habría sido vista con mejores ojos por los dirigentes, militantes y simpatizantes del PP, muchos de los cuales albergaron serias dudas sobre la política adoptada por Aznar, aunque no las manifestaran públicamente. En cambio, es probable que no hubiese dejado de suscitar el rechazo de amplios sectores de la opinión pública española, contrarios a la guerra por principio.
La vía del eurocentrismo ortodoxo hubiese representado sin duda la opción más continuista y convencional para un Gobierno español. De haberse optado por esta fórmula, se podría haber imitado a Francia y Alemania en su oposición frontal a una intervención armada en Irak que no contase explícitamente con el aval de Naciones Unidas, y en su negativa a participar en las tareas de reconstrucción del país hasta que la soberanía no revirtiera en los iraquíes. En lo que al Consejo de Seguridad se refiere, esto habría supuesto adoptar una posición similar a la de Alemania, aunque también se habría podido explorar la búsqueda de vías intermedias en compañía de Chile y México, aprovechando la ocasión para dotar de cierto contenido político a la tradicional retórica iberoamericanista. Es posible que todo esto hubiese enfriado la relación con la Administración Bush, pero también es probable que ésta no le hubiera dado excesiva importancia a condición de tener asegurado el acceso a las bases militares en territorio español y la posibilidad de sobrevolar libremente nuestro espacio aéreo, permiso que nunca denegó el Gobierno alemán a pesar de su oposición a la guerra. Esta opción habría tenido además la virtud de confirmar el tradicional apoyo de España al desarrollo de una política exterior y de seguridad común de la Unión Europea, asunto que se estaba debatiendo en la Convención Europea cuando estalló la guerra de Irak. Sin embargo, no está claro que un comportamiento ortodoxamente eurocéntrico por parte del Gobierno español le hubiese permitido defender mejor su peso institucional en el debate sobre la reapertura del Tratado de Niza, ni que los contribuyentes netos de la Unión Europea hubiesen visto con mejores ojos las aspiraciones españolas de cara a la negociación de las perspectivas financieras para los años 2007-2013. Sea como fuere, la gran ventaja de adoptar esta vía sería que no se habría producido ruptura alguna con los principales partidos de la oposición, ni tampoco un divorcio insalvable entre el Gobierno y buena parte de la opinión pública española.
El legado de Aznar, interpretado por José Luis Rodríguez Zapatero
Una de las grandes paradojas de la situación heredada por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero consistió en que la política exterior de Aznar, con la que no se identificaba en absoluto, había otorgado a España un notable protagonismo internacional, tanto en el ámbito de las relaciones transatlánticas como en el de la política europea. Esto le obligaba a distanciarse cuanto antes del legado de su predecesor, pero sin desaprovechar las oportunidades que dicha notoriedad (y la gestión de ésta en un contexto radicalmente distinto) pudiera traer consigo.
En lo que a las relaciones transatlánticas se refiere, el desafío al que se enfrentaba el nuevo Gobierno español se resumía en la necesidad de cumplir su promesa electoral de retirar las tropas españolas a partir del 30 de junio de 2004 si no se aprobaba antes una resolución de Naciones Unidas que legitimase su presencia allí a ojos de la opinión pública española (según el estudio del Instituto Opina de abril de 2004 antes mencionado, el 12 por ciento de los encuestados exigía el retorno de las tropas con independencia de que existiese dicho mandato, frente a un 31 por ciento que aceptaría su continuidad sólo si se obtenía la resolución correspondiente, y un 14 por ciento que aprobaba su presencia en cualquier caso). Este dilema suscitó un gran interés tanto en Estados Unidos como en Europa, y no tanto debido a la importancia de la contribución militar española como al efecto simbólico que podía tener su cancelación. Aunque el plazo de tiempo disponible era breve, existía la posibilidad de que el cambio de Gobierno producido en España obligase a Washington a reconsiderar parcialmente sus planes sobre el futuro político de Irak. También podía suponerse que la retirada de las tropas incidiría sobre la estrategia de otros países europeos, sobre todo Italia y Polonia. Por otro lado, el interés de Washington por seguir contando con el apoyo de Madrid y la imposibilidad de darlo por sentado situaba al ejecutivo español en una buena situación para exigir un tratamiento especial por parte del Gobierno estadounidense. En suma, la amenaza de abandonar la coalición forjada con motivo de la ocupación de Irak —se llevase o no a la práctica— otorgaba al nuevo Gobierno español un margen de maniobra novedoso.
El impacto del cambio de gobierno en España podría ser aún mayor en el ámbito europeo. A excepción del Reino Unido, Polonia y Portugal, los Estados miembro de la Unión Europea vieron en el triunfo de Rodríguez Zapatero la posibilidad de desbloquear la Conferencia Intergubernamental sobre el proyecto de Tratado Constitucional, que se había varado en el Consejo Europeo de Bruselas de diciembre de 2003 debido a la falta de acuerdo sobre la fórmula de la doble mayoría contemplada en el mismo para las votaciones en el futuro Consejo. En este caso, el dilema del flamante presidente del Gobierno consistía en procurar defender el peso institucional de España sin defraudar a quienes habían interpretado su elección, tanto dentro como fuera de su país, como el inicio de una etapa de Gobierno más constructiva y europeísta. Cabe recordar en este sentido que, según el estudio antes mencionado, el 63 por ciento de los encuestados aprobaba la promesa de Rodríguez Zapatero de volver a situar a España en la misma órbita que Francia y Alemania, objetivo que sólo rechazaba el 13 por ciento, si bien uno de cada cuatro entrevistados carecía de opinión al respecto. A corto plazo, el éxito en la resolución de este dilema podría verse premiado con la incorporación de España al nuevo directorio europeo que Francia y Alemania pretendían crear en colaboración con el Reino Unido.
Aun a riesgo de forzar la comparación, la situación de Rodríguez Zapatero en relación con el legado de Aznar presentaba algunas similitudes con la posición de González respecto de la herencia de Leopoldo Calvo Sotelo. Como es sabido, la decisión de éste de impulsar la adhesión de España a la OTAN llevó a González a prometer un referéndum sobre su permanencia en la campaña de 1982, promesa que repercutió significativamente en los resultados electorales. Una vez en el poder, el presidente del Gobierno tuvo ocasión de utilizar las dudas sobre una posible retirada de España (que él mismo había suscitado) como elemento de presión en sus negociaciones para la adhesión a la Comunidad Europea, y de invocar posteriormente la pertenencia a la OTAN a la hora de redefinir las relaciones bilaterales con Estados Unidos mediante el acuerdo de 1988. Paradójicamente, fue González quien administró políticamente el legado de un presidente a quien había criticado con dureza, y quien más se benefició de las iniciativas de su adversario. A diferencia de los años ochenta, en esta ocasión seguramente se impondrá el cambio de rumbo prometido por el nuevo presidente del Gobierno en la campaña electoral de 2004, y no las ideas defendidas por el Gobierno saliente. Sin embargo, es posible que la rectificación del giro protagonizado por Aznar otorgue al Gobierno de Rodríguez Zapatero una posición privilegiada tanto en Europa como en las relaciones transatlánticas, situación en la que no se habría encontrado de haberse podido limitar a una mera administración de la continuidad.
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