El 20 de diciembre de 1973, el presidente del Gobierno, almirante Luis Carrero Blanco, abandonó su domicilio de la calle de los Hermanos Bécquer de Madrid para ir a misa. Eran aproximadamente las nueve menos cuarto de la mañana. El almirante, como buen militar, era un hombre de rutinas lijas. Subió al coche presidencial, un Dodge Dart negro fabricado en España, acompañado por su chófer y un guardaespaldas y seguido de otro vehículo oficial, un Morris rojo, en el que había tres policías. Ese día, Carrero Blanco no vería en la iglesia a su hija Ángeles, quien solía acompañarle después de misa para desayunar en Hermanos Bécquer, porque ella se había quedado en casa para cuidar de un hijo suyo enfermo. Después de misa, Carrero volvería a casa antes de irse a la Presidencia del Gobierno en la Castellana número 3. Tenía citado al ministro de Obras Públicas, Gonzalo Fernández de la Mora, a las 10.00, justo antes de una reunión con el Gabinete a las 10.30.

El coche no blindado de Carrero Blanco bajó por la calle de López de Hoyos antes de entrar en la calle de Serrano en dirección hacia la Puerta de Alcalá. Enseguida el coche dejó atrás la embajada de Estados Unidos y, unos metros más adelante, los dos vehículos oficiales pararon en el portón de la iglesia jesuita de San Francisco de Borja para que el almirante pudiera asistir a misa. Otro de los asistentes habituales a la misa era el exministro opusdeísta Gregorio López Bravo, que se encontraba allí ese mismo día. Alrededor de las nueve y veinte, Carrero dejó la iglesia y el convoy reanudó su marcha. Dado que la calle de Serrano era de sentido único, el coche del almirante tuvo que girar a la izquierda en Juan Bravo antes de subir por la calle de Claudio Coello, paralela a Serrano. A la altura del número 104 de Claudio Coello —justo detrás de la iglesia— el vehículo de Carrero Blanco hubo de desplazarse ligeramente hacia el centro debido al estacionamiento de un coche en doble fila. Justo en ese momento se oyó una explosión impresionante. El coche del almirante ascendió hasta una altura de 35 metros, chocó contra la cornisa de la residencia de la iglesia y aterrizó finalmente en la terraza de un patio interior, al nivel de la segunda planta. Eran las 09.28 de la mañana. El presidente del Gobierno había sido asesinado.

¿Podría haber sobrevivido Carrero Blanco?

Carrero Blanco podría haber sobrevivido al atentado, o a la llamada «Operación Ogro», de ETA del día 20 de diciembre de 1973. Si el almirante, como consecuencia de los avisos que le habían llegado, hubiera variado su rutina diaria o mejorado su seguridad personal, podría haber evitado el atentado. Es más que probable que ETA ni siquiera hubiera intentado matar al almirante si su seguridad personal hubiera sido la adecuada. También habría sobrevivido si las fuerzas de seguridad hubieran descubierto a los etarras. De hecho, los terroristas tardaron diez días en excavar un túnel por debajo de la calle de Claudio Coello (desde un sótano del número 104), donde depositaron los sesenta kilos de dinamita que terminaron con la vida del «Ogro» y sus dos acompañantes. El enorme ruido de la excavación, junto con la voluminosa cantidad de escombros que provocó, llevó a unos vecinos a denunciar a los terroristas a la comisaría local, pero la policía no reaccionó. Tampoco lo hizo el gerente del edificio, un policía a tiempo parcial, para el cual la explicación de los etarras de que estaban creando obras de arte moderno fue suficiente. Si la policía hubiera estado más alerta, o mejor informada, se podría haber evitado el atentado. También podría haber sobrevivido Carrero Blanco si el etarra que detonó el explosivo —«Argala»— no lo hubiera activado en el preciso momento, si se hubieran descubierto los cables del detonador que asomaban del entresuelo.

Hay que preguntarse, por tanto —al igual que muchísima gente se preguntó en ese momento y se ha seguido preguntando de una forma insistente desde entonces—, lo siguiente: ¿qué habría pasado si Carrero Blanco, el hombre que llevaba más de treinta años en el poder como mano derecha de Franco, hubiera sobrevivido al atentado? ¿Es posible que ello hubiera garantizado la continuidad del franquismo y, por tanto, impedido la Transición? ¿Es plausible que el fracaso del atentado hubiera cambiado el rumbo de la historia contemporánea de España? De hecho, la muerte de Carrero Blanco se ha convertido en el gran suceso contrafáctico de las postrimerías del franquismo. Una idea muy extendida es que Carrero Blanco habría garantizado la pervivencia del franquismo después de Franco y, con ello, habría alterado, desviado o incluso frustrado la Transición: es decir, para muchos el atentado de aquel día de diciembre de 1973 hizo posible la Transición.

La relación entre Carrero Blanco y el Caudillo

El capitán marino Luis Carrero Blanco aparece en la vida política nacional como resultado del cambio de Gobierno de mayo de 1941, cuando es nombrado subsecretario de la presidencia. Hijo de un militar, Carrero Blanco nació en 1903 en la ciudad costera de Santoña (hoy Cantabria). Se dedicó a la marina y, en el momento del estallido de la Guerra Civil, el 18 de julio de 1936, era profesor de la Escuela de Guerra Naval en Madrid. A pesar de ser católico, conservador y monárquico, Carrero Blanco pudo salvar la vida, en parte por su falta de militancia política y en parte porque no se encontraba de servicio activo. Se refugió en la embajada de México y desde allí huyó a la zona nacional. Durante la última fase de la Guerra Civil llegó a ser comandante de una fragata y, luego, de un submarino. Después del conflicto se convirtió en jefe de operaciones del Estado Mayor Naval. El joven capitán de pobladas cejas entró en el mundo de la política gracias al apoyo del concuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer, quien le designó miembro del Consejo Nacional de la Falange Española Tradicionalista de las JONS en 1939. El año siguiente Carrero participó en la redacción del informe Moreno sobre los riesgos para España de entrar en la Segunda Guerra Mundial, un texto que impresionó vivamente al Caudillo. Seis meses después, Franco, quien había coincidido con Carrero varias veces antes de la Guerra Civil, le nombró subsecretario.

Carrero Blanco, católico devoto, monárquico comprometido y antisemita declarado, era un hombre de convicciones extremadamente conservadoras y fijas, si no simples. Desde el punto de vista de Carrero, el mundo estaba dominado por «las tres internacionales»: el comunismo, el socialismo y la masonería. La Guerra Civil española, por ejemplo, fue un reflejo más de la continua «lucha entre el cristianismo y el judaísmo». No negaba por completo la posibilidad de algún tipo de evolución dentro del régimen, sobre todo si ello contribuía a la continuidad del mismo, pero en términos generales estaba absolutamente identificado con el inmovilismo.

Para Carrero Blanco y muchos otros militares de su generación, Franco había salvado a España de las hordas rojas y de la destrucción de la civilización cristiana. Esa gran admiración por el Caudillo se convirtió con los años en una auténtica devoción. Como estrecho colaborador, Carrero Blanco era mucho más afín al Caudillo que el concuñado, Serrano Suñer. Al ser Carrero más deferente, formal y humilde en comparación con el arrogante, imperioso y abiertamente ambicioso Serrano, Franco se encontró mucho más cómodo con el primero que con el segundo.

Las convicciones políticas de Carrero, junto con su mentalidad militar, sintonizaban más con Franco que las inclinaciones fascistas de Serrano Suñer. Y, por supuesto, Carrero era mucho más diplomático como consejero que el impulsivo y altivo Serrano, estando, además, siempre dispuesto a subordinar su opinión personal a la del Caudillo. Por tanto, la ambición personal de Carrero Blanco —que sí existía, en contra de lo que se suele afirmar, como pusieron de manifiesto sus maniobras contra aquellos ministros que consideraba rivales— nunca le condujo a poner en cuestión su lealtad y subordinación a Franco. En contraste, la galopante ambición de Serrano Suñer le convirtió en un posible rival de Franco, a pesar de su relación familiar. Como consecuencia de ello, Carrero llegó a representar la solución al problema que suponía Serrano Suñer, que fue defenestrado para siempre del Gobierno en septiembre de 1942. La especial simbiosis que se desarrolló entre Franco y Carrero Blanco no se basó tanto en la amistad (Carrero nunca formó parte de la «Corte» de El Pardo) o en intereses comunes (ni siquiera frecuentaba las cacerías del dictador), como en su excepcional compatibilidad política. Además, Carrero era muy trabajador, discreto e incorruptible. No es de extrañar por tanto que durante más de treinta años fuera no sólo el colaborador más cercano e influyente del dictador, sino también su mano derecha. «Desde 1942», según Javier Tusell, «fue el indudable número dos del régimen, su eminencia gris indisputada». Mientras los ministros iban y venían en el transcurso de los años, Carrero siempre permaneció al lado del Caudillo. Si Franco hubiera tenido un álter ego, éste habría sido sin lugar a dudas Carrero Blanco.

Por todo lo dicho, es natural pensar que la continuidad de la dictadura después de Franco dependía en gran parte de la figura de Carrero Blanco. No sólo porque nadie estaba tan identificado con el pensamiento y los valores de Franco, sino porque nadie —con la evidente excepción del mismo Caudillo— había tenido tanta influencia sobre el régimen. Y nadie había hecho tanto como Carrero Blanco para preparar la transición posterior a Franco. De hecho, se le puede considerar como el arquitecto de la continuidad de la dictadura. En suma, si alguien podía perpetuar el franquismo más allá del mismo Franco, esa persona era, sin duda, el almirante Luis Carrero Blanco.

La clave de bóveda de la dictadura de Franco

La crisis de Gobierno de 1941 que lanzó a Carrero Blanco a las esferas más altas de la política nacional, fue la primera demostración de la gran capacidad de Franco para mantener en equilibrio a las distintas fuerzas dentro del régimen. En ese caso, Franco tuvo que superar un conflicto muy grave entre la Falange y los monárquicos, y lo consiguió con una reestructuración del Gabinete. Esa habilidad de equilibrar distintos intereses se aplicó no sólo en relación con las tres «familias» fundacionales del régimen —el Ejército, la Falange y la Iglesia católica— sino en relación con otras fuerzas tales como los monárquicos, así como los grupos que emergieron más adelante, caso de los tecnócratas de la década de 1950 o de los aperturistas de 1960. En realidad, se puede considerar a todos los gobiernos hasta 1969 como coaliciones, lo cual permitía a Franco tener a todas las familias o grupos políticos integrados en el poder y, con ello, mantener la estabilidad del régimen. Al mismo tiempo, Franco se aprovechó de las diferencias entre las familias o grupos —como la perpetua enemistad entre los falangistas y los monárquicos o el enfrentamiento de los años sesenta entre los aperturistas y los inmovilistas— para debilitarlos y así reforzar su poder personal. Tampoco se puede hablar de una responsabilidad colectiva de los gobiernos, ya que cada ministro era como un señor feudal, sin mucho trato con los otros ministros, que perseguía y defendía su propia política y sus propios intereses. En realidad, el único elemento de coordinación y unificación era Franco. Igualmente, el único arbitro era el Generalísimo, que ponía y deponía a los ministros según las necesidades políticas: si en 1945 los católicos reemplazaron a los falangistas como familia dominante dentro del Gobierno debido a la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial, a finales de los cincuenta los tecnócratas del Opus Dei llegaron al poder gracias a los imperativos económicos del régimen. Al fin y al cabo, el único factor que todas las familias, todos los grupos y todas las corrientes tenían en común era el presidente del Gobierno, que era a su vez presidente del Movimiento, comandante de las fuerzas armadas y jefe del Estado: Francisco Franco.

El problema de la sucesión

El principal problema político del régimen, una vez consolidado, era la sucesión. Para los sectores conservadores era fundamental garantizar la continuidad de la dictadura después de Franco en nombre de sus propios intereses. Eso requería la institucionalización del régimen, y, dentro de ese proceso, la clave de bóveda era la designación de un sucesor que asumiera y ejerciera los poderes del Caudillo. «Después de Franco, ¿quién?», ésa era la pregunta.

Sin embargo, el propio dictador no parecía muy preocupado por el tema. Dadas las diferencias entre las distintas fuerzas del régimen, Franco no quiso perder el apoyo de ninguna familia o grupo para no dañar el equilibrio del régimen como resultado de la elección de un sucesor. La resultante incertidumbre institucional también reforzó la posición del Caudillo como árbitro final y único elemento de unificación. Además, Franco solía argumentar en los años cuarenta que sólo un mando indiscutible podría resucitar la nación después de la destrucción de la Guerra Civil y, además, eliminar de la Patria el nefasto legado del liberalismo democrático. Dado que Franco había sido nombrado mando único por la Junta de Defensa Nacional en septiembre de 1936 con el fin de terminar con la República, éste era un argumento de evidente valor entre los que apoyaban al régimen; y por eso el Generalísimo habló con tanta insistencia de «prudencia» antes de iniciar el complejo proceso de institucionalización. En el fondo, lo que le importaba a Franco era la consolidación de su poder personal y no el nombramiento de un sucesor que pudiera implicar algún tipo de limitación sobre el mismo.

Al final, Franco tuvo que ceder a las presiones a favor de la institucionalización, aprobándose en 1947 la Ley de Sucesión. Para el Caudillo, que siempre había favorecido una Monarquía como marco institucional para su régimen, la ley era eminentemente satisfactoria, no sólo porque declaraba a España reino, sino porque no se pronunciaba sobre el sucesor: en otras palabras, España era un reino sin rey. Aún más: la ley dejó el nombramiento del sucesor, y el momento del mismo, en manos del propio Caudillo, y, en el caso de que esto no sucediera, la ley facilitaba la designación de un regente. Esa ruptura del principio hereditario, que evitó la identificación inmediata de un sucesor, permitió a Franco mantener el apoyo mayoritario de las distintas tendencias monárquicas. Al mismo tiempo, la fórmula de la regencia le permitió mantener la lealtad de aquellos sectores que eran poco entusiastas, si no hostiles, de la Monarquía, como la Falange. Públicamente Franco no mostró la menor preocupación por la designación de su sucesor, pero en privado el dictador, y más aún sus asesores, fue rastreando cada vez con mayor urgencia un monarca que le fuera leal a él y a los ideales del 18 de julio. Desde el punto de vista de Franco, el pretendiente carlista no representaba una opción. Aunque admiraba la causa carlista como digna y honrada, Franco rechazó al aspirante por ser extranjero y a su movimiento por estar trasnochado. Por otra parte, Franco siempre sintió un afecto especial por Alfonso XIII, pero se mostró muy decepcionado por su sucesor, don Juan, debido a la declaración de Lausana de 1945, en la cual no sólo criticaba duramente a la dictadura franquista, sino que defendía la creación de una Monarquía constitucional y liberal. En efecto, don Juan se declaró en ese momento como una alternativa a la dictadura, y no como su continuidad. De todas formas, Franco, para proporcionarse un cierto margen de maniobra, había hablado desde 1937 de una «instauración» monárquica en vez de una «restauración». De acuerdo con ese planteamiento, otro posible candidato como sucesor era el hijo de donjuán, el príncipe Juan Carlos, que, como consecuencia de un acuerdo entre su padre y Franco, vino a España en 1948, a los diez años de edad, para proseguir su educación. Por tanto, Franco siguió meditando sobre el sucesor ideal sin declararse públicamente ni a favor de una persona determinada ni a favor de una regencia, pero con el objetivo de siempre: no enajenarse a ninguna familia para, así, proteger su supremacía.

La institucionalización de la dictadura

La elección final del sucesor era extremadamente importante dada la concentración personal del poder del dictador.

Además, la sucesión era el acicate principal para la institucionalización del régimen, aunque no era, ni mucho menos, el único aspecto del proceso. La institucionalización había arrancado en 1938 con el decreto sobre el Fuero de los Trabajadores, pero, como en el caso del sucesor, Franco, consciente de las dificultades de reconciliar posturas muy distintas dentro del régimen y siempre celoso de salvaguardar su propio poder, mostró poco interés en seguir adelante. Sin embargo, para las distintas fuerzas que habían apoyado la sublevación del 18 de julio, la elaboración de un marco institucional era de sumo interés, puesto que la continuidad de la dictadura después de Franco dependería en gran parte de las instituciones. «Después de Franco ¿qué?» fue la pregunta.

Como el Movimiento era la única fuerza política permitida bajo la dictadura —hasta el final del régimen, los ministros y funcionarios tuvieron que jurar su lealtad a los Principios del Movimiento—, el futuro papel de éste se consideró una cuestión crucial. Por eso, la Falange quiso convertir al Movimiento en su instrumento para así conquistar el Estado —es decir, transformar el Estado en el vehículo del partido único, y no al revés— o por lo menos establecer el Movimiento como la fuerza dominante del régimen y garantizar así su viabilidad y protagonismo en el futuro. De hecho, entre 1940 y 1942 Serrano Suñer intentó convertir a la Falange en el partido único de un Estado totalitario, pero sus proyectos fracasaron debido a la oposición de monárquicos y militares.

Otro intento de reforzar la posición del Movimiento se manifestó en la prolongada campaña de José Luis de Arrese, que fue secretario general del mismo entre 1941 y 1945. Los proyectos institucionales que Arrese presentó durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial fueron obstaculizados de nuevo por los monárquicos y militares, al tiempo que Franco no mostró nunca ningún interés por ellos. Por su parte, los falangistas estaban muy descontentos de su papel circunscrito dentro del régimen y del hecho de que tuvieran que aceptar los principios monárquicos de las leyes fundamentales de 1945-1947. El Movimiento se encontraba evidentemente a la defensiva, sobre todo dada su manifiesta incapacidad de encauzar a la nueva generación de trabajadores y estudiantes que había emergido en los años cincuenta. Como observó el ayudante de Franco, Salgado-Araujo: «Movimiento, sindicatos, Falange y demás tinglados políticos no han arraigado en el país después de diecinueve años del Alzamiento; es triste consignarlo, pero es la pura verdad». El Movimiento, en suma, se encontraba en una coyuntura crítica.

Sin embargo, una vez que Arrese se convirtió en el ministro secretario general del Movimiento, gracias a la crisis gubernamental de febrero de 1956, Franco le animó a presentar más propuestas en relación con las Leyes Fundamentales. Desde la óptica de Arrese y la vieja guardia de la Falange, esto representaba la última oportunidad de garantizar un papel permanente y destacado para el Movimiento dentro del régimen. Para el otoño de 1956, Arrese había redactado un proyecto de ley orgánica que no sólo hubiera significado que el Movimiento fuera autónomo del jefe del Estado después de la muerte de Franco, sino que le hubiera permitido vetar legislación. Además, su proyecto de Ley de Ordenación del Estado proporcionaba al Movimiento un papel dominante dentro del Gobierno. Ninguno de estos proyectos hacía referencia a la Monarquía. Según Arrese, esta institucionalización del Movimiento sería un paso fundamental en la continuidad del régimen. De evidente atracción para la vieja guardia falangista, estas propuestas inevitablemente no fueron del gusto de los monárquicos, de los militares no falangistas o de la Iglesia católica. Para colmo, en febrero de 1957 Franco las rechazó. Eso se debió, en parte, al hecho de que el Movimiento se había convertido en algo anacrónico, sobre todo porque el desarrollo económico de España en ese momento exigía un tipo de expertise técnico que éste no podía proporcionar. Por ello, los expertos económicos del Opus Dei, Alberto Ullastres y Mariano Navarro Rubio, entraron en el Gobierno en lebrero de 1957, mientras que otro miembro de la Obra, Laureano López Rodó, aunque no estaba en el Gobierno, ya ocupaba dos puestos administrativos claves. De forma clara, los falangistas fueron derrotados. Arrese fue apartado al Ministerio de Vivienda, con lo cual José Solís Ruiz se convirtió en el nuevo ministro secretario del Movimiento. En suma, el rechazo de las propuestas de Arrese, junto con la formación del nuevo Gobierno, significó un gran revés para el Movimiento.

La razón principal de la negativa de Franco a los proyectos de Arrese fue su falta de interés por una fórmula institucional de esa naturaleza. Lo que buscaba Franco era una Monarquía arraigada en los Principios del Movimiento; o sea, un Movimiento que no fuera de la Falange sino de todas las fuerzas que habían apoyado la insurgencia de julio de 1936. Por tanto, Franco trató de resolver el dilema con la ley de Principios del Movimiento de mayo de 1958. La nueva ley eliminó el léxico fascista, definió al Movimiento como una «comunión» en vez de un partido, y concluyó que el régimen era una «Monarquía tradicional, católica, social y representativa». Evidentemente, esto representaba una victoria para los monárquicos y una derrota más para el Movimiento. Aunque la presencia monárquica en los niveles más altos de la política nacional estaba creciendo, el Gobierno de febrero de 1957 ostentaba una facción regencialista importante, encabezada por el general Agustín Muñoz Grandes y los falangistas, para los cuales un regente al estilo de Franco era preferible a un monarca borbónico de corte más liberal. No obstante, el Gobierno también abrigaba a un grupo monárquico identificable, liderado por Carrero Blanco y los tecnócratas del Opus Dei. El íntimo colaborador de Carrero, López Rodó, comenzó a cortejar al representante principal de don Juan en España, el conde de Ruiseñada, así como al hijo de don Juan, el príncipe Juan Carlos. La imprecisión de la Ley de 1958, que planteó numerosos problemas de interpretación, no hizo más que agudizar las tensiones entre los regencialistas y los monárquicos. De hecho, la lucha sobre la naturaleza de la institucionalización del régimen, junto con el antiguo conflicto sobre la designación del sucesor, determinó en gran parte los avatares políticos dentro del franquismo durante la década de 1960.

La transformación de la sociedad española

El enfrentamiento dentro de la clase política del régimen estuvo profundamente condicionado por la transformación de la sociedad española durante la década de 1960 como consecuencia principalmente del desarrollo económico iniciado a finales de los años cincuenta. La sociedad española de los años sesenta era una sociedad en movimiento, y ello se manifestó en la migración del campo a la ciudad (la población activa agraria bajó casi dos millones entre 1960 y 1974), la emigración al extranjero (más de un millón y medio de españoles marcharon a Alemania, Francia y Suiza entre 1960 y 1972), y la llegada masiva a España de turistas (de seis a treinta millones entre 1960 y 1975). Como consecuencia, las clases sociales experimentaban cambios sustanciales: si los trabajadores rurales que llegaron a las ciudades en los años cincuenta tuvieron que trabajar como peones con sueldos muy bajos y vivir en unas condiciones lamentables, los obreros urbanos de los años sesenta eran en su mayoría trabajadores cualificados que habitaban en los nuevos bloques de pisos de los extrarradios. El campo también se transformó con el éxodo de esa gran reserva de jornaleros, la aparición de una clase media agrícola próspera y la decreciente influencia política y social de los terratenientes. Esta metamorfosis desembocó en unas vertiginosas, aunque muy desiguales, mejoras en el nivel de vida. Si en 1960 sólo el 1 por ciento de los hogares españoles tenía televisor y el 4 por ciento coche, quince años después los datos eran del orden del 85 por ciento y 40 por ciento respectivamente. Al fin y al cabo, la producción industrial crecía el 10 por ciento entre 1960 y 1973. No era, sin embargo, una mera cuestión de nivel de vida. Inevitablemente, estos enormes cambios económicos, el contacto más amplio con el mundo urbano y extranjero, y el hecho de que el régimen ya hubiera perdido «la batalla de las ideas» al inicio de los años sesenta, revolucionaron la cultura, la mentalidad y las expectativas de la sociedad española. Si en 1966 el 33 por ciento de los encuestados estaban a favor del ingreso de España en la Comunidad Económica Europea (el 60 por ciento no respondió), en 1973 el 74 por ciento reaccionaba positivamente a la pregunta. «El lenguaje de la revolución popular del primer tercio de siglo», como observa Santos Juliá, «fue sustituido por el nuevo lenguaje de democracia compatible con el orden, que definió el clima moral y político de los años sesenta».

Naturalmente, los propios franquistas no podían ignorar (o ser inmunes a) esa transformación de la sociedad. De hecho, muchos se dieron cuenta de que esta nueva sociedad requería unas nuevas instituciones políticas si la dictadura quería sobrevivir a la muerte del dictador. Para aperturistas como Manuel Fraga Iribarne o José Solís, el «desarrollo político» del régimen sería el complemento natural del desarrollo económico. Sin ninguna duda, el cambio generacional dentro de las filas del franquismo era un motivo adicional a favor de la evolución política. La segunda generación, que no había participado directamente en la Guerra Civil, no estaba tan identificada con los valores del 18 de Julio y entendía que algún tipo de modernización política era necesario para poder perpetuar la propia clase política del franquismo. Hay que añadir, además, que entre los altos cargos de la administración estatal había cada vez más profesionales que se guiaban por criterios técnicos más que doctrinales. Esta tendencia se acentuó con las reformas administrativas de finales de los años cincuenta, que obligaron al sector público a basarse más en el mérito y a ser más neutral en términos ideológicos, y, con ello, a depender menos de las «familias» tradicionales. La llegada al Ministerio de Información y Turismo en 1962 de un gran especialista en ganar oposiciones, Manuel Fraga Iribarne, reflejó esa creciente profesionalización de la administración pública. Cada vez eran más los que se afiliaban al Movimiento no por convicciones ideológicas sino para poder avanzar en su carrera profesional o para tener acceso a la clase política. Por tanto, el inmenso cambio de la sociedad española de los años sesenta también dejó una profunda impronta en la élite política y administrativa del franquismo.

Aperturistas contra inmovilistas

Las divisiones dentro de la clase política de la dictadura se avivaron con la formación de un nuevo Gobierno en julio de 1962. El ministro de Información y Turismo, Gabriel Arias Salgado, quien había sido criticado desde dentro del régimen por la severidad de la censura, fue sustituido por el enérgico profesor de Ciencias Políticas, Manuel Fraga, que había dejado claro su intención de modernizar el régimen. Además, el regencialista Muñoz Grandes fue designado primer vicepresidente del Gobierno de la dictadura. En el nuevo Gobierno existían, en palabras de Stanley Payne, «dos grupos rivales diferentes en estado fluido y que a veces se solapaban». El hecho de que no se puedan definir estas complicadas rivalidades aludiendo a las «familias» fundacionales del régimen fue un síntoma más de la evolución social e ideológica de la dictadura. La primera serie de rivalidades se centró en la Monarquía: por una parte, estaban los que defendían una sucesión monárquica, que incluían a Carrero Blanco y sus aliados los tecnócratas; por otra parte, estaban los regencialistas, entre los cuales se encontraban Muñoz Grandes y Solís. Como ejemplo de la complejidad de la situación, Fraga apoyó la sucesión monárquica en teoría, pero en la práctica se alineó con los regencialistas.

La segunda serie de rivalidades se vinculó a un tema relacionado con el primero: la institucionalización del régimen. Desde el punto de vista de los aperturistas —que incluían a Solís, Fraga y al ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella—, la dictadura no podía quedarse inmóvil. Los cambios económicos y sociales que se habían extendido por toda España tenían que complementarse con algún tipo de cambio político. En otras palabras, el sistema político debía abrirse a la transformación de la sociedad española si quería sobrevivir a la desaparición del dictador. En contraste, los inmovilistas, encabezados por Carrero Blanco y los tecnócratas, rechazaron cualquier reforma política trascendente a favor de la institucionalización completa de la Monarquía. El objetivo principal de los inmovilistas era asegurarse la sucesión mediante la designación del príncipe Juan Carlos por Franco en vida, mientras que una reforma política de gran alcance podría desencadenar fuerzas incontrolables que, en último lugar, amenazarían la misma estructura del régimen. Mucho mejor, según los inmovilistas, era combinar el crecimiento económico con la desmovilización política para poder permitir un Estado cada vez más moderno y tecnócrata que mantuviera la esencia autoritaria de la dictadura.

El defensor más notable de la reforma en el Gobierno de 1962 fue el ministro secretario general del Movimiento, el sonriente y empalagoso José Solís. Al darse cuenta de que la visión de Arrese de un partido único al estilo antiguo no tenía ningún futuro, Solís trató de reforzar el Movimiento extendiendo su base social y transformándolo en una organización más participativa. En otras palabras, Solís quiso garantizar la permanencia del Movimiento dentro del futuro sistema político a través de su reestructuración. La primera tarea era hacer la Organización Sindical más representativa y más sensible a los intereses de los trabajadores. La segunda tarea era expandir la base social del Movimiento y convertirlo en una entidad más pluralista. Se creó una Delegación Nacional de Asociaciones para atraer más afiliados al Movimiento y para redactar propuestas en relación con la elaboración de nuevos organismos representativos —o asociaciones— dentro del régimen, mientras que Solís hablaba cada vez más abiertamente de la necesidad del «desarrollo político». Durante el verano de 1964, la Delegación Nacional de Asociaciones empezó a trabajar sobre el proyecto de «asociaciones políticas». A pesar del nombre, se concibió a las asociaciones como meros canales para la expresión de las distintas opiniones dentro del Movimiento, no como partidos políticos, y además quedaban directamente bajo el control del mismo Movimiento. Más aún, las asociaciones tendrían que aceptar tanto las premisas ideológicas de la dictadura como la legitimidad del mandato de Franco. En realidad, Solís aceptó trabajar dentro del marco restrictivo establecido por la ley de 1958 sobre los Principios del Movimiento, lo cual reflejó su confusa, si no contradictoria, actitud hacia el aperturismo.

De hecho, los aperturistas no tenían un programa o plan en común. Solís presentó un proyecto de reforma a Franco en 1963, el mismo año en el cual Fraga entregaba una propuesta distinta y más elaborada. El año siguiente, Castiella presentó un proyecto de reforma más. Es indudable que la hostilidad con la cual la Comunidad Económica Europea respondió a la aproximación de España a principios de los años sesenta, señalando que la «democracia orgánica» de la dictadura era incompatible con la democracia occidental, favoreció la causa de los aperturistas. No obstante, los tecnócratas respondieron pronto a los esfuerzos de los aperturistas con una contrapropuesta. El 25 de noviembre de 1964, Carrero Blanco presentó a Franco un borrador nuevo, elaborado por López Rodó, de proyecto de Ley Orgánica del Estado. Además, Franco permitió que esta propuesta avanzara, mientras que rechazó el plan de Solís y ni siquiera hizo caso de los proyectos de Fraga y Castiella. Evidentemente, el Caudillo estaba más cerca de los inmovilistas que de los aperturistas.

Se refuerza la posición de Carrero Blanco

Mientras tanto, la protesta de los trabajadores, estudiantes, regionalistas y sectores críticos de la Iglesia católica era cada vez mayor, aunque tuvo poco impacto sobre la estabilidad del régimen. La celebración nacional de los «25 años de paz» de 1964 había sido un éxito desde el punto de vista del régimen, mientras que la economía estaba creciendo fuertemente. De hecho, a mediados de la década de 1960, pocos españoles anticipaban la caída o el derrocamiento de la dictadura antes del fallecimiento de Franco. Más aún, la opinión general era que las instituciones que garantizarían la continuidad del régimen después del dictador ya estaban in situ. Sin embargo, en las esferas más altas de la dictadura existía una cierta inquietud. El amigo más íntimo de Franco en el Gobierno, el ministro de la Gobernación, Camilo Alonso Vega, confesó al Caudillo a principios de 1965 que existía un desasosiego muy extendido en relación con el futuro de la dictadura, y que Franco, como consecuencia de ello, debía nombrar a un presidente del Gobierno que no fuera el jefe del Estado. Por su parte, Carrero Blanco y López Rodó estaban convencidos de que la clave del futuro residía en el nombramiento del sucesor en vida de Franco. Tales ansiedades se acentuaron debido a las preocupaciones sobre el estado físico de Franco: en 1961, el Caudillo sufrió una herida de caza potencialmente seria, y, desde mediados de los años sesenta, su resistencia y agudeza mental empezaron a decaer debido al progreso cada vez más pronunciado del Parkinson.

Una crisis parcial del Gobierno en julio de 1965 reforzó la posición de Carrero Blanco, dado que su asesor más íntimo y el arquitecto principal del desarrollo económico, López Rodó, se convirtió en ministro. Además, a principios de 1967 los inmovilistas consiguieron un triunfo resonante con la aprobación del proyecto de Ley Orgánica del Estado. Para éstos y también para Franco, esta ley significaba el final no sólo del proceso constitucional del régimen, sino de su institucionalización. Con la nueva norma fundamental el régimen no se abrió de una forma notable: la elección de los procuradores era un poco más flexible, mientras que había referencias vagas a la necesidad de fomentar «el contraste de pareceres». No fue exactamente el tipo de reforma defendida por los aperturistas. Estaba claro que Franco no quería contemplar ninguna alteración de los rasgos básicos de la dictadura. Sin embargo, la falta de definición de la ley en relación con aspectos centrales del régimen, tales como el futuro papel del Movimiento, permitió la proliferación de distintas interpretaciones que, a su vez, estimularon el conflicto dentro de la clase política del franquismo. Por otra parte, en septiembre de 1967, Carrero Blanco reemplazó como vicepresidente a su principal rival dentro del Gobierno, Muñoz Grandes, después de su jubilación, con lo cual se debilitó aún más la causa de la regencia. El crecimiento del poder oficial de Carrero Blanco, junto con el declive físico del dictador, implicó que el vicepresidente fuera más importante que nunca en relación con la continuidad del régimen.

Los aperturistas consiguieron al menos un éxito notable con la Ley de Prensa de Manuel Fraga en 1966. En comparación con los estándares de la Europa occidental, la ley no era exactamente progresista, pero hizo mucho por liberalizar el debate político y cultural al suprimir la censura previa y el nombramiento de los editores por el Estado. Como consecuencia de la misma, las fisuras políticas dentro de la dictadura se hicieron mucho más visibles para la opinión pública española. El mismo Franco no estaba en absoluto convencido de la nueva ley, mientras que Carrero Blanco, que se había opuesto a ella, se mostraba más resuelto que nunca en cuanto a la necesidad de terminar con ese «peligroso» liberal: Manuel Fraga. Por otro lado, el Movimiento promovió más bien poco la causa de los aperturistas. Un síntoma más del declive de aquél fue la disolución del Sindicato Español Universitario en abril de 1965. Además, a finales de los años sesenta estaba claro que la influencia de la Organización Sindical sobre la política económica era mínima, y, más importante aún, que había perdido el control sobre los trabajadores. El intento de convertir al Movimiento en un cuerpo más representativo desembocó en la redacción en 1968 de un Estatuto Orgánico que lo definía como «la comunión del pueblo español con los principios del Movimiento», y aludía a la posibilidad de establecer asociaciones dentro del Movimiento para el «legítimo contraste de pareceres». Al final, en julio de 1969, el Consejo Nacional del Movimiento aprobó un nuevo estatuto sobre las «asociaciones de opinión», pero era tan extraordinariamente restrictivo que es difícil considerarlo como un avance reformista. Peor aún, Franco nunca aprobó el estatuto, receloso incluso de un cambio tan tímido como el que proponía.

La designación de Juan Carlos como sucesor

Para los inmovilistas, una cuestión quedaba aún pendiente: la designación del sucesor de Franco. Después de la reunión de marzo de 1960 con don Juan, Franco empezó a perder cualquier esperanza de llegar a un acuerdo con él y gradualmente concentró su atención en el príncipe Juan Carlos. La ruptura entre Franco y don Juan se subrayó en 1964-1965, cuando don Juan añadió reconocidos liberales, tales como José María de Areilza, a su consejo. Para Franco, el carlismo no tenía ninguna posibilidad de alcanzar la sucesión, porque su línea directa había terminado y no tenía un candidato español y, además, porque la doctrina carlista, desde su punto de vista, ya se había incorporado al ideario del régimen. Otra posibilidad era el gallardo Alfonso de Borbón y Dampierre, que se había instalado en España para aprender el español y entrar en el cuerpo diplomático. El problema era que su padre, Jaime (un sordomudo), el hijo mayor de Alfonso XIII, ya había renunciado a su derecho al Trono. No obstante, Franco, que de vez en cuando albergó dudas sobre Juan Carlos durante los primeros años sesenta, consideró a Alfonso como una posible solución si su primo, Juan Carlos, no resultaba ser satisfactorio. Aun así, el candidato principal era claramente Juan Carlos. Desde finales de los años cincuenta, el Príncipe disfrutó del apoyo de Carrero Blanco. En 1961, se le cedió el palacio de la Zarzuela como reconocimiento de su estatus. Cuatro años más tarde, Juan Carlos estuvo al lado de Franco por primera vez en un desfile militar. En junio de 1968, el Príncipe cumplió treinta años, con lo cual adquirió la edad especificada por la ley orgánica para acceder al Trono. Después del súbito hundimiento físico del dictador portugués Antonio de Salazar, en 1968, Carrero Blanco y sus colaboradores presionaron a Franco más que nunca para que nombrara a Juan Carlos como sucesor, enfatizando su intención con la expulsión de España del pretendiente carlista Hugo de Borbón-Parma a finales de 1968. Finalmente, el día 23 de julio de 1969, Juan Carlos pudo jurar su lealtad a Franco y a «los Principios del Movimiento y las Leyes Fundamentales del Reino». Una vez más, Carrero Blanco y sus aliados, después de una campaña de intrigas de diez largos años, habían triunfado sobre sus rivales. Para los monárquicos victoriosos, la designación del sucesor marcó el final del proceso de institucionalización, con lo cual todo quedaba preparado para una Monarquía corporativista y autoritaria después de la muerte del dictador. Pocos dudaron entonces de que, a pesar de la oposición y las divisiones crecientes dentro del régimen, la dictadura sobreviviría al Caudillo; como el mismo Franco se jactó en su mensaje de fin de año de 1969: «todo está atado y bien atado». Sin embargo, la falta de definición sobre las futuras instituciones del régimen y la ausencia de una alternativa aceptable para la gran mayoría de las fuerzas opositoras hicieron muy difícil, si no imposible, predecir durante cuánto tiempo, y en qué forma, la dictadura se mantendría.

El escándalo Matesa y el Gobierno monocolor de 1969-1973

Tan pronto como Juan Carlos hubo jurado su lealtad a la dictadura, los aperturistas contraatacaron. En agosto de 1969, estalló el asunto MATESA. El escándalo —una presunta malversación de fondos públicos por parte de una empresa textil que supuestamente tenía vínculos con los tecnócratas del Opus Dei— se desveló gracias a la cobertura permitida por la Ley de Prensa de 1966 y a las intrigas de Manuel Fraga y los aperturistas del Movimiento. Evidentemente, el caso MATESA, que contribuyó más que cualquier otro episodio de corrupción a desacreditar a la dictadura, fue enormemente embarazoso para Carrero Blanco. No obstante, a los aperturistas les salió mal la maniobra. El escándalo provocó una crisis de Gobierno en octubre de 1969 que resultó en la salida del Ejecutivo no sólo de los ministros opusdeístas supuestamente involucrados en el asunto, sino también de los aperturistas principales: Fraga, Solís y Castiella. Parece ser que un Franco cada ve/ más enfermo y débil era demasiado dependiente de Carrero Blanco como para permitir el triunfo de los segundos. Incluso a la hora de formar el nuevo Gabinete, Franco se apoyó de una forma abrumadora en su mano derecha, hasta tal punto que sugirió que éste se convirtiera en presidente del Gobierno, aunque el siempre deferente Carrero se resistió a la oferta. El desenlace en el cambio gubernamental más amplio en los últimos doce años fue el «Gobierno monocolor»: un ejecutivo fundamentalmente inmovilista que ni siquiera era representativo del propio régimen. Para Carrero Blanco, que se convirtió de facto en el presidente del Gobierno hasta su propia muerte, la formación del nuevo ejecutivo constituyó un triunfo total.

Aun dentro del Gobierno monocolor existía sin embargo un elemento de apertura. El nuevo ministro secretario general del Movimiento, Torcuato Fernández Miranda, entendió que su principal función era la de domesticar al Movimiento, pero también sabía que tendría que tratar del asunto no resuelto de las asociaciones. De hecho, a mediados de 1969 había por lo menos cuatro grupos dentro del Movimiento empujando a favor de la creación de asociaciones, desde moderados como Pío Cabanillas hasta extremistas de la derecha como Blas Piñar. En el fondo, Carrero Blanco, al igual que Franco, rechazaba la mera idea de las asociaciones, dado que las consideraba partidos políticos embrionarios. Sin embargo, Carrero no se opuso por completo a su desarrollo, probablemente por falta de una alternativa reformista. El borrador sobre las asociaciones que se presentó al Consejo Nacional del Movimiento en mayo de 1970 especificó que tales entidades deberían actuar según los Principios del Movimiento y además estar bajo su control. No hubo ninguna referencia a ningún tipo de capacidad legislativa o representativa de las asociaciones. A pesar de ello, esta propuesta era demasiado avanzada para Franco y su principal colaborador. Durante los siguientes dos años, los aperturistas intentaron plantear el tema de nuevo a través de las Cortes y la prensa, pero estaba claro que Franco lo había aparcado temporalmente. En noviembre de 1972, por tanto, Fernández Miranda rechazó ante las Cortes la posibilidad de crear asociaciones dentro del Movimiento con el argumento de que podrían desembocar en partidos políticos.

La reforma de la Organización Sindical progresó algo más. El proyecto de Ley Sindical de octubre de 1969 —que hubiera proporcionado a la Organización más autonomía y, además, había sido una de las causas de la caída de Solís— se aprobó por fin, en un formato mucho más moderado, en mayo de 1971. La nueva ley no sólo mantuvo el control del Movimiento sobre los sindicatos, sino que ni siquiera mencionó el derecho a la huelga o a formar sindicatos libres. Inevitablemente, la ley no hizo nada por mejorar la imagen de los sindicatos oficiales entre los trabajadores. La creciente protesta industrial —hubo 688 huelgas en 1972; 811, en 1973; y 1193, en 1974— subrayó la falta de control de la Organización sobre los obreros. En suma, la reforma sindical había sido demasiado tímida y se había acometido demasiado tarde, como todas las otras pretendidas reformas emprendidas por el Gobierno monocolor.

A principios de los años setenta, la dictadura tuvo que enfrentarse a la protesta cada vez mayor de trabajadores, sacerdotes, regionalistas, ETA y estudiantes, pero la oposición política, unida solamente por su rechazo del franquismo, nunca amenazó seriamente derrocar al régimen. Además, los opositores tampoco esperaban ningún cambio fundamental hasta la desaparición de Franco. Sin embargo, el creciente alcance e intensidad de la protesta tanto política como social subrayó el abismo entre el régimen y la sociedad. Por su parte, el Gobierno no tenía ninguna solución política al problema planteado por la oposición, así que su única respuesta fue la represión, como se puso de manifiesto en el juicio a ETA, celebrado en Burgos a finales de 1970. El enfoque duro que el Gobierno adoptó en relación con el juicio fue completamente contraproducente, puesto que generó una protesta internacional, alejó a la opinión vasca y aumentó el apoyo a ETA. De hecho, los años 1969-1973 marcaron de una forma definitiva el final de la tan cacareada «paz» de Franco. En definitiva, no se trataba sólo de la crisis de un Gobierno asediado y cada vez más dividido, sino de la crisis de la misma dictadura. Era, como observan Raymond Carr y Juan Pablo Fusi, «una crisis de contradicciones. España era oficialmente un Estado católico y sin embargo la Iglesia estaba en desacuerdo con el régimen. Las huelgas eran ilegales, pero había cientos de ellas cada año. España era un Estado antiliberal pero buscaba desesperadamente alguna forma de legitimidad democrática».

El ascenso de la oposición fue paralelo al declive del dictador. En febrero de 1971, el subdirector de la CIA, Vernon Walters, encontró a Franco «viejo y débil. Su mano izquierda temblaba tan violentamente que tuvo que cubrirla con la derecha». Habiendo llegado a los ochenta años en 1972, el Caudillo hablaba ya poco en las reuniones del Gobierno; y durante una parte sustancial del día se mostraba demasiado exhausto para cualquier tipo de actividad. Esto permitió a Carmen Polo aprovechar el matrimonio de su nieta mayor, María del Carmen Martínez Bordiu-Franco, con Alfonso de Borbón-Dampierre, en marzo de 1972, para montar una campaña que parecía tener como objetivo cambiar la línea sucesoria. Aunque la jugada se frustró por los esfuerzos combinados de Juan Carlos, el Gobierno y, sobre todo, de Carrero Blanco, el liderazgo cada vez más endeble del dictador ya había motivado la propuesta de algún ministro sobre la necesidad de designar un presidente del Gobierno que no fuera el jefe del Estado.

El hecho de que Franco se aferrara al poder de un modo tan tenaz, a pesar de su declive físico y mental, frustró la plena institucionalización de la dictadura. Para que las Leyes Fundamentales, diseñadas para garantizar la continuidad del régimen, pudieran funcionar efectivamente hacía falta que Franco renunciara al poder, pero el Generalísimo no mostró la menor intención de hacerlo. Es cierto que en julio de 1974, Franco, debido a una operación médica, entregó provisionalmente el poder a Juan Carlos, pero lo recuperó a principios de septiembre: es decir, tan pronto como fue posible. «Franco», como señala Javier Tusell, fue «el peor adversario de la alternativa monárquica durante su vida». En efecto, la negativa del dictador a renunciar al poder privó al eslogan «Después de Franco, las instituciones» de todo su sentido.

Dada la manifiesta incapacidad de la dictadura para emprender una reforma de envergadura durante la vida de Franco, era natural que gran parte de la opinión moderada, tanto dentro como fuera del régimen, se dirigiera cada vez más hacia Juan Carlos. Este proceso se vio complementado con la cobertura favorable de los medios de comunicación públicos de las actividades del Príncipe, la cual estaba diseñada, desde un punto de vista oficial, para contribuir a la continuidad del régimen después de Franco. Mientras tanto, Carrero Blanco se afanaba en sus preparativos para la transición posfranquista. Un decreto de julio de 1971 definió los términos de la sucesión más precisamente. Al mismo tiempo, un número de partidarios de Juan Carlos fueron elegidos a las Cortes para proteger mejor la operación. Además, en julio de 1972 una ley estableció la autoridad del Rey sobre el Gobierno en el momento de la sucesión, mientras que otra ley obligó al vicepresidente del Gobierno a asumir las competencias del presidente del Gobierno en caso de que la jefatura del Estado quedara vacante. De esa forma, Carrero quiso garantizar una transición suave en el caso de que Franco muriera de una forma súbita, sin haber nombrado un presidente del Gobierno. En particular, Carrero quería asegurarse de que el búnker (esa aglomeración vaga de los elementos más inmovilistas del régimen que procedían principalmente del Movimiento y de las fuerzas armadas) no pudiera apresar el control del sistema político y así frustrar la sucesión.

Carrero Blanco, presidente de Gobierno

Finalmente, Franco tuvo que aceptar que no podía continuar como presidente del Gobierno. El 8 de junio de 1973, una persona que no era Franco se convirtió en presidente del Gobierno por primera vez: Carrero Blanco. El nuevo Gobierno, elegido casi exclusivamente por Carrero (el duro Carlos Arias Navarro fue la única contribución de Franco), señaló una cierta apertura, pero la oposición lo interpretó como una jugada estratégica diseñada para asegurar la continuidad del régimen después de Franco. De hecho, no cabía duda de que el nuevo presidente del Gobierno había planificado la transición posfranquista con mucho cuidado y que su poder oficial había crecido durante los últimos años en preparación para ese fin. No obstante, Carrero aceptaba que un cierto elemento de apertura era deseable, pero, como siempre, debía ser estrechamente controlado desde arriba. En consecuencia, Fernández Miranda le presentó en noviembre de 1973 un «proyecto de ley de participación del pueblo español en la política», aunque dicha participación estaría sujeta al control del Movimiento. La discusión del Gobierno sobre la propuesta nunca se concluyó, puesto que el 20 de diciembre de 1973 Carrero Blanco murió a manos de ETA.

Los Gobiernos de Arias Navarro 1973-1976

El asesinato de Carrero permitió la salida a la superficie de las distintas opciones políticas en relación con el futuro, con lo cual se agudizó notablemente la desunión dentro de la clase política de la dictadura. La desaparición de la «eminencia gris» también ofreció la posibilidad de una política gubernamental nueva. El ministro de la Gobernación, Arias Navarro —y como tal, el hombre en definitiva responsable de la seguridad de Carrero—, fue nombrado presidente del Gobierno, debido en parte al apoyo de la camarilla de Carmen Polo. Arias desbancó al Opus Dei, incluyendo el segundo arquitecto del continuismo, López Rodó, y reincorporó al grupo reformista vinculado a Manuel Fraga, con el nombramiento de Pío Cabanillas como ministro de Información. Asimismo, Arias hizo una concesión a los continuistas con la inclusión de José Utrera Molina como ministro secretario general del Movimiento. En su famoso discurso del 12 de febrero de 1974, el nuevo presidente del Gobierno reconoció que en el futuro el «consenso nacional» en apoyo del régimen tendría que expresarse en la forma de «participación». Con ello, prometió una nueva ley sindical y un nuevo estatuto sobre las asociaciones. En realidad, el objetivo de Arias era facilitar la continuidad del régimen por medio de reformas limitadas que reconciliaran a la opinión moderada con el régimen, así como reintegrar a los aperturistas. Sin embargo, el «espíritu del 12 de febrero» duró poco, debido en gran parte al conflicto de febrero de 1974 con el obispo de Bilbao, que había defendido los derechos regionales y en particular los de los vascos, y a la ejecución del anarquista catalán Salvador Puig en el mes siguiente. La revolución portuguesa en abril inhibió el aperturismo aún más. Estos acontecimientos derivaron en la vuelta del búnker al centro del escenario político. A partir de ese momento, la reforma avanzó poco o nada. Una vez que Franco había despedido a Pío Cabanillas en octubre de 1974 por su política mediática demasiado liberal, los reformistas dieron la batalla por perdida y esperaron la muerte del general para proseguir su particular guerra.

Sin embargo, Arias Navarro intentó rescatar algo del «espíritu del 12 de febrero» con la aprobación del Estatuto Jurídico del Derecho de Asociación Política en enero de 1975. La única novedad con respecto a los proyectos anteriores fue que los miembros de las asociaciones no estaban obligados a ser miembros del Movimiento. Incluso este cambio insignificante fue torpedeado por Franco, perseguido hasta el final de sus días por el espectro de los partidos políticos. El crecimiento notable del terrorismo, desde ETA y FRAP en la izquierda, hasta el Batallón Vasco-Español y los Guerrilleros de Cristo Rey en la derecha, junto con la extensa oposición social a la dictadura y la emergente crisis económica, sumergieron a la dictadura en confusión y crisis durante su último año. La ejecución de cinco terroristas el 27 de septiembre de 1975 simplemente terminó de subrayar la identificación del régimen con la represión.

A pesar del hecho de que Franco probablemente sabía que el cambio político era inevitable después de su fallecimiento, mantuvo la esperanza de que las principales instituciones del régimen podrían sobrevivirle. No obstante, dos días después de la muerte de Franco, el 20 de noviembre de 1975, el rey Juan Carlos hizo un llamamiento para un «efectivo concurso de concordia nacional», mientras el cardenal Tarancón imploró al monarca que fuera el Rey de todos los españoles. Arias Navarro siguió como presidente del Gobierno, pero esta vez con un Gabinete mucho más reformista, que incluía a Manuel Fraga y a monárquicos liberales como José María de Areilza y Antonio Garrigues. Sin embargo, el Gobierno no cumplió con su objetivo de reformar el sistema político desde arriba, debido sobre todo a la falta de compromiso del presidente del Gobierno y a la oposición de las Cortes. A principios de junio de 1976, el Rey anunció, ante el Congreso de Estados Unidos, su compromiso con la democracia. El mes siguiente, Arias fue reemplazado por Adolfo Suárez, que sí entendió la necesidad no sólo de legitimar a la Monarquía a través de la creación de un régimen democrático, sino también de dar respuesta a las enormes expectativas de cambio de la sociedad española. Por ello, fue Adolfo Suárez, y no Carlos Arias Navarro, el que llevó a cabo el plan de una Monarquía constitucional y una democracia parlamentaria.

¿Qué hubiera hecho Carrero Blanco entre 1973 y 1975?

Sin embargo, ¿qué habría pasado si Carrero Blanco no hubiera muerto a manos de ETA el día 20 de diciembre de 1973?

Carrero Blanco, el colaborador más íntimo de Franco, su mano derecha durante más de treinta años, un hombre de extraordinaria sintonía política así como de gran influencia sobre el dictador y el propio régimen, parecía la persona más apropiada para proteger y perpetuar el legado de la dictadura. Más que nadie, Carrero era el artífice del continuismo, habiendo dedicado un esfuerzo y tiempo enormes a la elaboración de una gran cantidad de leyes y otras medidas (incluyendo la Ley Orgánica del Estado en 1967 y la designación del príncipe Juan Carlos como sucesor en 1969), diseñadas para continuar el franquismo más allá de Franco. El crecimiento del poder oficial de Carrero durante los últimos años de la dictadura —fue, de facto, presidente del Gobierno desde 1969 pero ya había desempeñado la vicepresidencia de facto también desde muchos años atrás— se tradujo en el refuerzo de los preparativos para la transición posfranquista. En consecuencia, era lógico que Carrero fuera considerado como la garantía suprema de la pervivencia institucional del régimen: nadie estaba mejor preparado o mejor situado que él para esa tarea. Por tanto, el asesinato de Carrero Blanco pareció asestar un duro golpe a las posibilidades del continuismo, pero, al mismo tiempo, hizo real la viabilidad de un cambio político fundamental después del dictador.

Si Carrero hubiera vivido más allá del 20 de diciembre de 1973, es más que probable que hubiera seguido como presidente del Gobierno hasta la muerte de Franco, y que durante ese periodo los sucesos hubieran evolucionado de una forma distinta. Liberado de la presencia y del peso psicológico de Carrero Blanco, el nuevo Gobierno de Arias Navarro había abrazado la reforma política con el «espíritu del 12 de febrero». No obstante, en cuestión de semanas, quedó claro que Arias Navarro no iba a llevar a cabo una reforma importante. La única medida legislativa relevante fue la insignificante Ley de Asociaciones de enero de 1975. Hay que recordar a este respecto que, el día de su muerte, Carrero tenía previsto discutir en una reunión el borrador sobre las asociaciones políticas que Fernández Miranda había redactado el mes anterior. El resultado final, si se hubiera aprobado el proyecto, no habría sido muy distinto de lo que ocurrió con el Gobierno de Arias Navarro, es decir, una reforma mínima, controlada desde arriba, que no habría hecho nada por satisfacer el deseo generalizado de la sociedad española a favor de un cambio político fundamental. Es posible, si Carrero hubiera seguido como presidente del Gobierno hasta el final de Franco, que el Gobierno hubiera sido más represivo y que los medios de comunicación hubieran estado más controlados, pero, sobre todo, la presencia del almirante no habría permitido que la desunión de la clase política del franquismo fuera tan explícita y tan dañina para el régimen. Además, si Carrero hubiera estado en el poder en el momento del fallecimiento de Franco, habría podido vigilar la puesta en práctica de su proyecto continuista. En este sentido, la diferencia más importante entre Arias Navarro y Carrero Blanco habría sido psicológica: si éste no hubiera muerto, habría existido un sentimiento generalizado, tras la desaparición de Franco, de que todavía pervivía un obstáculo fundamental en el camino del cambio, la figura de Carrero Blanco.

Y después de Franco ¿qué?

Pero ¿qué es lo que habría hecho Carrero Blanco si hubiera sido el presidente del Gobierno en el momento de la muerte del dictador? A principios de los años setenta, el almirante estaba ya muy cansado por el esfuerzo acumulado de treinta años de trabajo y de responsabilidad a los niveles más altos del Estado. Este agotamiento no se le hacía precisamente más llevadero por el hecho de haber cumplido setenta años en marzo de 1973. De hecho, parece ser que Carrero siguió en la brecha debido a su sentido de obligación personal hacia Franco, ya muy viejo y consumido por el Parkinson. «Yo no puedo dejar a este hombre», solía comentar el almirante, «sería una deserción». Cuando la vida del Caudillo se acercaba a su fin, existía un sentimiento generalizado de que la misión de su mano derecha también se acercaba a su fin. Después de todo, Carrero había dedicado la mayor parte de su vida profesional al régimen y a Franco. La muerte de éste, que marcaría el final de una época, parecía en muchos sentidos el momento oportuno para que Carrero se retirara de la política nacional. Esta impresión se acentúa si se tiene en cuenta que el almirante también había conseguido sus principales objetivos de futuro: la institucionalización de la dictadura y, sobre todo, la designación del príncipe Juan Carlos como sucesor de Franco a título de Rey. El almirante, como observa López Rodó, quería estar «libre de sus responsabilidades de gobernante y retirarse con la satisfacción del deber cumplido». No hay tampoco ninguna duda de que Carrero Blanco, en palabras del Rey, «no hubiera estado en absoluto de acuerdo con lo que yo me proponía hacer». En primer lugar, las reformas políticas e institucionales de 1976-1978 derrocaron las instituciones tan cuidadosamente construidas bajo el régimen de Franco, especialmente por el propio Carrero. En segundo lugar, la Transición significó la vuelta a España de la vida democrática, con sus partidos, su Parlamento y la participación popular; es decir, de todo aquello que el almirante odiaba visceralmente y contra lo cual había intentado construir el muro de la dictadura franquista. En suma, la Transición representó la antítesis de todas las convicciones e ideas políticas de Carrero Blanco. Aun así, y a pesar del profundo desacuerdo del almirante con los planteamientos políticos del Rey, es difícil imaginar que aquél se hubiera enfrentado a Juan Carlos. Para empezar, hay que tener en cuenta que Carrero era principalmente un militar. Su primer y más fuerte impulso era obedecer a su comandante supremo, que, en este caso, habría sido el rey Juan Carlos. En otras palabras, Carrero habría tenido que romper con la formación, la disciplina y la mentalidad de toda una vida castrense para oponerse al monarca, un escenario francamente improbable. Ese sentimiento de subordinación y de servicio se había acentuado extraordinariamente en el caso de Carrero Blanco tras haber pasado más de tres décadas al servicio de la jefatura del Estado. Parece natural, por tanto, que ese imperativo sentido del deber del almirante se hubiera trasladado plenamente al nuevo jefe del Estado, el rey Juan Carlos, sobre todo cuando nadie había hecho tanto por su candidatura como sucesor a Franco como la «eminencia gris». Para Carrero Blanco, enfrentarse a Juan Carlos habría representado la renuncia a su propia obra, y, además, un acto desleal y deshonroso. A eso hay que añadir que para muchos franquistas el afecto y la lealtad que sentían por Franco se trasladaron íntegramente al rey Juan Carlos como legítimo sucesor del dictador. Por tanto, la formación, la psicología y las convicciones más íntimas del almirante parecen indicar que, a pesar de sus graves reservas sobre el camino político emprendido por el joven monarca a partir del 20 de noviembre de 1975, no se hubiera opuesto al Rey. Sencillamente, no es posible que «un hombre así», como afirma José Ramón Díaz Gijón, «fuera capaz de contradecir al sucesor de Franco en la jefatura del Estado y promover un continuismo inmovilista o una involución política, a todas luces anacrónica, a mediados de la década de los setenta».

Lo que aporta a este argumento aún más credibilidad es el profundo pesimismo que envolvió a Carrero durante sus últimos años. Estaba muy afectado por la crisis económica, la Guerra Fría y sobre todo por la posibilidad de un holocausto nuclear. Al mismo tiempo, esa actitud pesimista era una manifestación de su aceptación resignada de los cambios que probablemente tendrían lugar después de Franco. Como el Caudillo, Carrero debió de haber previsto que algún tipo de transformación era inevitable después de la muerte de aquél. No es posible que no supiera que uno de sus asesores más cercanos, Torcuato Fernández Miranda, tenía la mirada puesta firmemente en el futuro, aunque fue leal al régimen mientras vivió Franco. Igualmente, uno de los validos del almirante era el joven Adolfo Suárez, que, como en el caso de Fernández Miranda, estaba claramente inclinado al aperturismo. Suárez ha afirmado, incluso, que ante una pregunta del propio Franco, le confirmó que el futuro político de España sería inevitablemente democrático.

Carrero tampoco podría haber ignorado que el mismo Juan Carlos se estaba preparando para un panorama político distinto al de la dictadura. Las declaraciones liberales del Príncipe en el extranjero se podrían atribuir a la necesidad de complacer a una audiencia foránea, pero el hecho es que dos de sus asesores más importantes eran Fernández Miranda y Fernando Herrero Tejedor, un aperturista convencido. Además, Juan Carlos, después de su designación como sucesor en 1969, fue el centro de mucha atención aperturista y liberal. En suma, Carrero debió de saber que tanto sus propios colaboradores como el mismo Príncipe estaban preparándose para un cambio político importante. En este contexto hay que situar la tolerancia, incluso simpatía, del almirante hacia el grupo Tácito, un grupo católico formado por destacados profesionales y políticos jóvenes que emergió a mediados de 1973. Los «tácitos» abogaban por una reforma democrática desde dentro del régimen y rechazaban el continuismo, según escribe Charles Powell, como «un intento irresponsable y, en último lugar, suicida, de posponer lo inevitable». ¿Cómo permitió Carrero las actividades de un grupo, con el cual no estaba en absoluto de acuerdo, que pronosticaba un devenir de esa naturaleza? La respuesta estriba en que para el pesimista y taciturno Carrero esta tolerancia era, probablemente, una cuestión pragmática: la de aceptar, en palabras de un «tácito», una oposición «respetable» en vez de una más radical o desconocida, y no marxista, que podría llegar incluso en el futuro al poder. Se consentía como un «mal necesario».

El pesimismo de Carrero no sólo se reflejó en su resignación ante el futuro, sino en su perplejidad ante una España en transformación. Estaba más preocupado que desorientado por la protesta de los estudiantes, trabajadores y regionalistas, pero lo que sí le dejó muy perplejo fue la cada vez más amplia oposición interna a la dictadura. Para Carrero, era difícil comprender esa pujanza de los aperturistas y, más aún, la de los reformistas a favor de un régimen más participativo y representativo, si no democrático. Ese deseo de un régimen más moderno y europeo se detectaba no sólo en la clase política sino también en todos los sectores de la dictadura, desde los funcionarios y el Movimiento hasta los grupos profesionales y los militares.

Pero lo que por encima de todo dejó a Carrero profundamente perturbado, si no aturdido, fue el alejamiento de la Iglesia católica durante los años sesenta y setenta. Como católico devoto e integrista, Carrero no podía comprender el gran cambio dentro de la Iglesia. Es verdad que la Iglesia católica comenzó a cambiar incluso durante los años iniciales de la dictadura, con católicos liberales, como Joaquín Ruiz-Giménez, en las esferas más altas del Estado a principios de los años cincuenta. Sin embargo, la relación de la Iglesia con el régimen se transformó como consecuencia de las reformas liberales emprendidas por el Concilio Vaticano II entre 1962 y 1965. Desde ese momento, la Iglesia católica se distanció de la dictadura y muchos jóvenes sacerdotes militaron abiertamente en contra de ésta. Además, el Vaticano y la Iglesia española quisieron establecer un trato nuevo, y mucho más distante, con el régimen a través de otro Concordato, o serie de acuerdos, pero el Gobierno se mostró poco dispuesto a negociar, ya que no tenía nada que ganar con ello. De hecho, a principios de la década de 1970, los franquistas dentro de la Conferencia Episcopal no ostentaban más del 15 por ciento de los votos. El propio Carrero intentó acercar la Iglesia a la dictadura en una reunión con el cardenal Tarancón, el nuevo presidente de la Conferencia Episcopal, a finales de 1972. Aunque el almirante se esforzó por reducir la brecha entre ambos con la generosa oferta de más privilegios financieros y legales a cambio del apoyo fiel de la Iglesia al régimen, Tarancón no se inmutó. Peor aún, a principios de 1973 un documento de la jerarquía eclesiástica, «La Iglesia y la Comunidad Política», apoyó el establecimiento de la democracia en España.

Por tanto, la actitud pesimista en la que se sumergió Carrero Blanco a principios de los años setenta revelaba su resignación, su perplejidad y, además, su incomprensión ante un mundo en cambio. No es exagerado afirmar que el almirante estaba abrumado por los acontecimientos, era un hombre al que la situación política se le escapaba de las manos, como se reveló claramente en la patente incapacidad de los gobiernos de 1969-1973 para acomodar tanto a la oposición externa a la dictadura como a la interna. En otras palabras, Carrero Blanco era un hombre viejo y derrotado que no tenía ninguna respuesta política al desafío de esos años. El almirante, como probablemente él mismo percibía, no era el hombre apropiado para la nueva España que se avecinaba después de la muerte de su querido Franco. En consecuencia, no es sorprendente descubrir que, a principios de 1970, Carrero, según las memorias de López Rodó, aseguró al príncipe Juan Carlos que «si Franco le nombrara presidente, al morir éste pondría su cargo a disposición del Rey para dejarle las manos libres y que en modo alguno aceptaría seguir al frente del Gobierno». El mismo Rey, en sus conversaciones con José Luis de Vilallonga, ha afirmado que Carrero «simplemente, habría dimitido» antes que «oponerse abiertamente» a su voluntad.

¿Y si Carrero Blanco se hubiera opuesto al rey?

Todo lo que sabemos sobre el almirante Luis Carrero Blanco indica claramente que, si él hubiera sido el presidente del Gobierno el día 20 de noviembre de 1975, no se habría enfrentado posteriormente con el Rey y se habría retirado de la escena política poco después de la muerte de Franco. Sin embargo, existe otro posible desenlace, aunque sea menos plausible. ¿Qué habría pasado si el almirante, durante los meses posteriores al fallecimiento del dictador, y antes de que el Rey hubiera hecho explícitos sus objetivos políticos, hubiera intentado asegurar su proyecto continuista, movilizando a las fuerzas de la dictadura mientras mantenía la disciplina de las fuerzas armadas?

Indudablemente, Carrero habría encontrado numerosos obstáculos en esta tarea. El argumento de que Carrero podría haber perpetuado el franquismo más allá de Franco tiende a asumir implícitamente que él era, de algún modo, el sustituto o reemplazo de Franco. Sin embargo, Carrero Blanco no era Franco. En el momento de la muerte del Caudillo, Carrero podría haber sido el presidente del Gobierno, pero no habría sido el jefe del Estado, del Movimiento o de las fuerzas armadas. Además, Carrero no tenía el mismo significado para las fuerzas de la dictadura que Franco: no había sido su salvador en la Guerra Civil y tampoco era el elemento unificador, o arbitro final, de todos los sectores del régimen. Tampoco tenía la misma habilidad política que Franco para equilibrar a las distintas «familias» o grupos, algo que quedó patente en la formación del Gobierno de 1969. En contraste, Franco, debido a su supremo poder, y su gran simbolismo y talento político, fue capaz de impedir cualquier intento de cambio político fundamental hasta el mismo día de su muerte. En este sentido, la Transición empieza con la muerte de Franco, no con la de Carrero Blanco.

De todas formas, ¿es posible que Carrero hubiera podido ganar el apoyo de las fuerzas de la dictadura para su proyecto continuista? Para empezar, habría sido muy complicado para el almirante llegar a un acuerdo con el Movimiento. Nunca le gustaron ni el estilo ni el lenguaje ni siquiera muchas de las ideas del Movimiento. Muy al contrario, Carrero había sido un enemigo notorio de los falangistas, y, junto con López Rodó, había hecho mucho por reducir la influencia y la presencia del Movimiento dentro del régimen. Suponiendo que Carrero y el Movimiento hubieran podido superar su larga enemistad y formado una alianza no sagrada basada en su hostilidad común al cambio político, ¿qué es lo que habrían conseguido? El Movimiento había estado en declive desde, por lo menos, mediados de los años cincuenta. En el momento de la desaparición del dictador, el Movimiento ya había perdido su sindicato universitario, así como su control sobre el resto de los sindicatos, y, en términos generales, su vitalidad y prestigio en casi todas las áreas de su actividad eran muy escasos. Los enérgicos esfuerzos del ultra José Utera por reanimar el Movimiento durante los dos últimos años de la dictadura fueron en vano. El Movimiento, como instrumento del Estado, había perdido apoyo, dirección y su sentido de la identidad. En fin, se había convertido en una mera concha vacía. Además, como medio para la movilización de las masas, o fuerza electoral, el Movimiento habría sido insignificante: en las elecciones posteriores a 1975 el voto combinado de todas las fuerzas falangistas nunca superó el 2 por ciento. Por tanto, el Movimiento hubiera ofrecido a Carrero Blanco —suponiendo que hubieran llegado a formar algún tipo de alianza— un apoyo débil y desacreditado. En relación con la Iglesia católica, el almirante habría conseguido aún menos. A finales de 1975, el abismo entre la Iglesia y la dictadura era insuperable. El propio Carrero había sido incapaz de llegar a un acuerdo con el cardenal Tarancón en 1972, y además la Iglesia se declaró a favor de la democracia el año siguiente. Como mucho, Carrero podría haber alcanzado la colaboración no oficial de una pequeña minoría integrista, pero no es nada fácil imaginar cómo tal sector habría apoyado una opción política continuista en contra de la línea de la jerarquía eclesiástica española y del Vaticano. ¿Podría Carrero, como última salida, haber recurrido a las fuerzas armadas? Las fuerzas armadas habían cambiado muchísimo bajo la dictadura, aunque no tanto como la Iglesia católica. En 1973, solo el 1,5 por ciento del PIB se dedicaba a la defensa, la cifra más baja de cualquier país de Europa occidental exceptuando Luxemburgo. De todas formas, hay que recordar que, a pesar del papel central del Ejército en la represión y el mantenimiento del orden público, la dictadura nunca había sido un régimen estrictamente militar. Hasta cierto punto, el propio Franco había animado a las fuerzas armadas a servir, en vez de controlar, al régimen, preparándolas así de forma involuntaria para un papel apolítico después de su muerte. Aunque pocos militares de alto rango eran conocidos por sus inclinaciones reformistas —Diez Alegría, Castañón y Gutiérrez Mellado—, tampoco se puede considerar a las fuerzas armadas en su conjunto como inmovilistas. Más bien, estaban dispuestas a aceptar un cambio político siempre y cuando lo llevaran a cabo políticos de la dictadura, según las leyes de la misma, y con el consentimiento y apoyo del Rey. Aparte del hecho de que el respaldo de Carrero Blanco entre los militares era bastante limitado, él siempre había insistido en que nunca se debería perjudicar la unidad de las fuerzas armadas. Para un hombre militar como el almirante, es casi impensable que hubiera intentado movilizar a éstas en contra de su comandante, que en este caso en concreto hubiera sido el rey Juan Carlos. Solamente algunos elementos de la extrema derecha militar hubieran considerado la posibilidad de oponerse a la trayectoria emprendida por el Rey.

Tampoco habría sido un resultado inevitable que Carrero pudiera haber movilizado a las variadas fuerzas del búnker. El almirante no compartía la visión totalmente inmovilista de este último y, además, había chocado gravemente con el mismo sobre la sucesión de Juan Carlos. Aunque Carrero hubiera llegado a algún tipo de acuerdo con el búnker, éste había perdido muchísimo poder e influencia con la desaparición de Franco, representando, por ejemplo, no más de una minoría pequeña dentro de las fuerzas armadas. Lo más lógico es que el almirante hubiera atraído más apoyo entre sus antiguos colaboradores bajo la dictadura, sobre todo entre los tecnócratas del Opus Dei. Hombre formal, ceremonioso, sin sentido del humor y muy reservado, Carrero jamás había intentado crear su propia base organizada dentro del régimen. Habiendo trabajado solamente entre las esferas más altas del Estado con un grupo muy reducido de personas, el almirante era un producto principalmente de la discreción dictatorial. Aunque es probable que muchos opusdeístas no hubieran estado de acuerdo con el cambio político posfranquista, la Obra era demasiado prudente para desafiar al Rey de una forma abierta. Por ejemplo, López Rodó, el colaborador más íntimo de Carrero, terminó dentro de Alianza Popular (hoy Partido Popular), y, a pesar de sus muchas reservas, acató la disciplina del partido, votando a favor de la Constitución de 1978. Es poco probable, por tanto, que el Opus Dei, que siempre había sido muy deferente con el poder, se hubiera alienado con Carrero Blanco, el viejo vestigio de la dictadura, en vez de apoyar al joven jefe del Estado, el rey Juan Carlos. En suma, ni siquiera entre sus anteriores colaboradores hubiera encontrado Carrero un respaldo inequívoco.

Más aún, es probable que Carrero no hubiera recibido el apoyo de la clase política de la dictadura. Hay que tener en cuenta que fueron los propios políticos del franquismo los que arrancaron la Transición con la aprobación de la Ley de Reforma Política de 1976 y la disolución de las Cortes franquistas. Además, las tres figuras clave de la Transición —el Rey, Torcuato Fernández Miranda y Adolfo Suárez— no sólo habían servido lealmente a la dictadura sino que eran colaboradores íntimos del mismo Carrero Blanco. En otras palabras, la misma clase política franquista, después de haber cambiado sustancialmente durante los últimos años sesenta y setenta, terminó aceptando que la transformación política era inevitable. En el poco probable supuesto de que Carrero Blanco hubiera intentado movilizar desde el poder a las dispares fuerzas inmovilistas de la dictadura a favor del continuismo, se habría enfrentado con la oposición, el mundo de los negocios, la comunidad internacional, los reformistas franquistas, la sociedad española en general, y, finalmente, con el Rey.

El Rey, lo quisiera o no, se sentía empujado hacia un cambio político si buscaba legitimar la Monarquía después de la ruptura de la línea dinástica. Las expectativas de la oposición, de los intereses económicos, de muchos sectores previamente identificados con la dictadura y, en suma, de la gran mayoría de los españoles era la transición no violenta y gradual hacia un régimen al estilo de Europa occidental. El Rey no habría podido defender una opción inmovilista o continuista sino que necesitaba emprender un proceso de cambio político para cumplir con su objetivo primordial de perpetuar de la manera más eficaz y duradera la institución de la Monarquía. Al fin y al cabo, el Rey debía intentar establecer una Monarquía constitucional de talante democrático. Por tanto, el enfrentamiento entre Carrero Blanco y el rey Juan Carlos habría sido inevitable si aquél se hubiera esforzado en perpetuar la dictadura. En consecuencia, el monarca se habría visto obligado a prescindir de los servicios del almirante.

Si, una vez fuera del poder, Carrero Blanco hubiera decidido enfrentarse a la trayectoria emprendida por el Rey, habría formado parte —y probablemente se habría convertido en el punto de referencia— de todas las fuerzas de la extrema derecha. No obstante, la personalidad, formación y experiencia política del almirante, especialmente a sus años, habría militado en contra de su implicación en el alboroto de la política democrática de masas. De todas formas, Carrero habría tenido que apoyarse en unos elementos derechistas muy variados que probablemente habrían podido acentuar las tensiones políticas y sociales de la Transición, pero que nunca habrían tenido los recursos o el apoyo electoral suficientes como para poder haberla alterado, y mucho menos frustrado.

Sin embargo, la idea de que Carrero se habría opuesto a la voluntad del Rey desde el poder, y mucho menos desde la oposición, no es muy plausible. Lo más probable es que Carrero Blanco se habría retirado del mundo político poco después de la muerte de Franco, o bien habría sido destituido por el Rey, como en el caso de Arias Navarro, una vez que hubiera quedado claro que era incapaz de llevar a cabo, en palabras del monarca, «los cambios radicales que exigían los españoles». Por tanto, el asesinato del almirante a manos de ETA en diciembre de 1973 no fue determinante para la Transición, que se habría producido con o sin él. A partir de su jubilación, probablemente durante el transcurso del año 1976, Carrero Blanco se habría dedicado a la pintura y la navegación durante los veranos en la costa alicantina de Campoamor, a pasar más tiempo con su numerosa familia, y, además, a escribir sus memorias, recordando, por ejemplo, cómo casi fue asesinado a manos de ETA en un frío día de diciembre de 1973.

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