Tan grande fue el destrozo causado por la Guerra Civil, y tan decisivo el papel desempeñado por el PSOE en la crisis de la República, que no es infrecuente encontrar en memorias y recuerdos de destacados dirigentes socialistas reproches y censuras por no haber sabido evitar el golpe de Estado militar que se preparaba a ojos vistas durante la primavera de 1936. A Largo Caballero se lo preguntaron en varias ocasiones y él mismo se lo planteó en sus recuerdos: la Guerra Civil ¿pudo evitarse?, se preguntaba expresamente en sus Notas históricas de la guerra en España. Mucho le iba en contestar a la pregunta porque, según decía, Indalecio Prieto y sus seguidores habían propalado una especie malévola con la única intención de echar sobre otros toda la responsabilidad por no haber sabido evitar el desastre. Para Largo Caballero, la cosa estaba muy clara: otros habían sido en efecto los responsables, pero no él ni sus partidarios dentro del partido y del sindicato socialistas, sino Manuel Azaña, que habría desoído desdeñosamente, cuando todavía era presidente del Consejo, sus continuas advertencias sobre conspiraciones en Marruecos; y luego Santiago Casares, sucesor de Azaña en la presidencia del Gobierno, que respondía con un «¡cuentos de miedo!» a sus llamadas de atención sobre movimientos militares.
La especie a que se refería Largo Caballero consistía en la acusación de haber impedido a Indalecio Prieto la formación de Gobierno que le había ofrecido Manuel Azaña el día siguiente de su elección como presidente de la República. Prieto y sus amigos habrían llevado su desparpajo al extremo de decir que no lo pudo formar por «oponerse a ello la izquierda del Partido y muy especialmente Largo Caballero», escribe el mismo Largo en sus Notas. Lo malévolo de tal insinuación radicaba en afirmar que si Prieto «hubiera constituido el Gobierno de Frente Popular que pensaba, se habría podido evitar la guerra». Esto era, en efecto, lo que no dejaron de recordar los dirigentes del PSOE más cercanos a Indalecio Prieto: si hubiera aceptado, no se habría producido la Guerra Civil, acusación que el viejo dirigente sindical rechazaba irritado porque, según él, Prieto nunca informó a la minoría parlamentaria de su partido del encargo que supuestamente le habría confiado el presidente de la República; nunca, según la versión de Largo, negó el Partido Socialista a Indalecio Prieto la autorización para aceptar la presidencia del Gobierno sencillamente porque nunca solicitó Prieto tal autorización.
Lo que hay detrás de todos estos reproches y acusaciones entre las dos grandes facciones en que se dividió el Partido Socialista desde la reunión de su comité nacional en diciembre de 1935 no deja de ser un argumento de ficción. De modo que el acontecimiento de nuestra historia sobre el que más tinta se ha vertido —la Guerra Civil que tantas veces se ha dado por inevitable, como si los españoles se hubieran lanzado por uno de esos «despeñaderos históricos que carecen de toda posibilidad de vuelta», en palabras de Diego Martínez Barrio— se habría podido evitar si Manuel Azaña hubiera ofrecido de verdad a Indalecio Prieto el encargo de formar Gobierno, si Prieto hubiera aceptado el encargo, si lo hubiera llevado ante la minoría parlamentaria de su partido, si la minoría lo hubiera aprobado y si finalmente Prieto hubiera presidido un verdadero Gobierno de Frente Popular, esto es, de coalición entre republicanos y socialistas. Una cadena de condicionales, acerca de los cuales hay diferentes versiones, no siempre coincidentes y a veces contradictorias, incluso cuando se trata de un mismo protagonista del drama. Será preciso, en consecuencia, ir por partes si se quiere que el argumento de ficción ilumine algunos aspectos de lo realmente ocurrido.
¿Recibió Prieto, de verdad, el encargo de formar gobierno?
Indalecio Prieto ha recordado aquella ocasión extraordinaria de su vida política de distinta manera en dos artículos publicados con la distancia de quince años. En el primero, una necrológica de Manuel Azaña escrita el 5 de noviembre de 1940, Prieto afirmaba que desde el punto de vista republicano, buena parte de las responsabilidades políticas por la subversión militar deben buscarse en la forma de resolver la inevitable crisis ministerial adoptada por Azaña cuando fue exaltado a la Presidencia. En este artículo, Prieto admite haber recibido el encargo de formar Gobierno, que declinó, «porque me cerró el paso la mayoría del grupo parlamentario socialista, opuesto a todo gabinete de coalición, y con mayor furia si había de ser yo quien presidiese». Descartada esta solución, que Prieto consideraba «adecuadísima a la estructura del nuevo Parlamento y exigida por las circunstancias», Azaña no tuvo acierto al elegir a sus consejeros, pues hizo un Gobierno demasiado personal, «doméstico». De modo que, si responsabilidad hubo en la solución de la crisis, ninguna corresponde al mismo Prieto, repartida como está entre el grupo parlamentario de su partido, que se opuso a que un socialista asumiera aquella responsabilidad, y el presidente de la República, que al conocer esa oposición eligió mal al nuevo presidente del Gobierno.
Años después de esta explicación, en octubre de 1959, y en una de sus cartas a Sebastián Miranda luego publicadas como Cartas a un escultor, Prieto cambió por completo el relato de la crisis, para cargar toda la responsabilidad única y exclusivamente sobre Azaña. La sustancia de la nueva versión consistió en afirmar que el presidente nunca le ofreció realmente el encargo. Lo llamó, desde luego, pero por medio de Casares Quiroga, que se presentó en su casa a las 11 de la noche del lunes 11 de mayo de 1936, para llevarlo ante Azaña, que había tomado posesión de la suprema magistratura de la República aquella misma mañana. No era, por tanto, una llamada oficial sino, más bien, una exploración informal acerca de su disposición para aceptar el encargo. Una vez en su residencia, la Quinta del Pardo, Azaña le preguntó si, de ofrecerle al día siguiente la formación de Gobierno, contaría con apoyos suficientes en su partido. Prieto le dijo que no y Azaña, sin mayor insistencia ni ejercer presión alguna, le habría dicho: pues entonces voy a nombrar presidente del Consejo a Casares. Eso es cuenta de usted, contestó Prieto. Y ya no hubo más. De modo que aquella primera entrevista, con la distancia del tiempo, le pareció a Prieto el comienzo de una farsa, consumada al día siguiente, 12 de mayo, cuando, evacuadas todas las consultas a los distintos grupos parlamentarios, y a pesar de que la mayoría había recomendado la formación de un Gobierno exclusivamente republicano, Azaña le llamó a Palacio para encargarle oficialmente la formación de Gobierno a sabiendas de que iba a rechazarlo.
Esta segunda versión propalada por Indalecio Prieto exige al menos dos apostillas. La primera es que, desde comienzos del año 1935 y, sobre todo, a partir de su presencia legal en Madrid desde febrero de 1936, Prieto formó parte del grupo más íntimo de Azaña. Había sido, después de la revolución de octubre de 1934, el dirigente socialista a quien se dirigió Azaña para proponerle la reconstrucción de la coalición entre los partidos republicanos y el PSOE con vistas a recuperar el poder por la vía electoral, abandonando definitivamente cualquier veleidad revolucionaria. Con Prieto llegó Azaña a un firme acuerdo sobre el contenido programático de la coalición y sobre la distribución de los puestos en las candidaturas. Con Prieto analizó, después del triunfo electoral de febrero de 1936, la posibilidad de destituir al presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, y fue a Prieto a quien entregó el papel con la fórmula para presentar esa destitución ante el Congreso. Prieto fue luego quien con más tesón defendió la candidatura de Azaña para ocupar el puesto dejado vacante por Alcalá Zamora. Por último, aunque no lo menos importante, con Prieto y un puñado de amigos, Felipe Sánchez Román, Fernando de los Ríos, Santiago Casares y Agustín Viñuales, se había tomado Azaña tres platos de fabada en la tasca Nalón pocos días antes de su designación como candidato único a la presidencia de la República.
De modo que entre Azaña y Prieto había mucho más que un acuerdo estratégico y táctico sobre la conveniencia de reforzar al Gobierno republicano dando entrada en él al Partido Socialista; había desde un año antes una fuerte complicidad política, cimentada durante los veinte meses en que Prieto había sido ministro de Obras Públicas bajo la presidencia de Azaña en el primer bienio republicano. Y todavía más, se había creado una corriente de simpatía mutua, de amistad, en la que había desempeñado un papel principal Felipe Sánchez Román, muy estimado por Azaña y siempre muy escuchado por Prieto, que mantenía con ambos una estrecha relación. Con tales antecedentes, Prieto no podía ignorar que la política de Azaña consistía en incorporar de nuevo a los socialistas al Gobierno de la República: ésa había sido su política desde los días del Gobierno provisional; ésa fue la política que defendió contra el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux en diciembre de 1931, cuando recibió el encargo de formar el primer Gobierno constitucional; y ésa fue la política defendida después de la revolución de octubre: a Azaña le parecía un dislate que los socialistas se negaran a participar en el Gobierno y Prieto no sólo no podía ignorarlo sino que era su principal cómplice para sacar esa política adelante. La acusación de que Azaña no representó más que una farsa cuando le llamó para encargarle la formación de Gobierno no es verosímil; debe de ser producto de una experiencia posterior, cuando un año exacto después de llamarle y ante una nueva crisis de Gobierno, prefirió encomendar la presidencia a Juan Negrín. Pero en mayo de 1936 no había Guerra Civil y aunque Azaña creyera que en la situación por la que atravesaba el Partido Socialista, con el “araquistanismo” —como escribía por esos días a su cuñado— echándolo todo a perder, el encargo podía parecer prematuro, está fuera de toda duda que en su proyecto político de recuperar y consolidar la República la presencia de los socialistas en el Gobierno era necesaria, no ya como fuerza subalterna, sino en la misma presidencia. Y que el único candidato socialista entonces posible se llamaba Indalecio Prieto. Ésa fue la razón que le llevó a aceptar la presidencia de la República: que nadie entre los republicanos tenía autoridad para confiar la presidencia del Consejo a un socialista. Él sí la tenía y, además, lo consideraba no ya del interés de la República, sino condición de su supervivencia.
Por tanto, encargo hubo, como el mismo Prieto comunicó a la prensa en la nota facilitada tras su segunda entrevista con el presidente de la República, aunque seguramente Azaña sabía ya, a las dos de la tarde del día 12, que Prieto no podía aceptarlo. Lo cual no quiere decir que estuviera haciendo el paripé de ofrecer lo que, con seguridad, iba a ser rechazado. Azaña mantuvo su oferta porque, como vio perfectamente el editorialista de El Sol, quería «dar la tónica de una gestión que ahora comienza», es decir, pretendía situarse por encima de los partidos «para pensar en los intereses del país» llamando a «las responsabilidades del Poder a uno de los partidos básicos del Frente Popular». Aunque luego se propalaran otras versiones, en mayo de 1930 no hubo Gobierno de coalición presidido por un socialista sencillamente porque Prieto rechazó la oferta de formarlo. Azaña, que pocos días después confiará al embajador francés su opinión de que Francia no sacaba más que ventajas al estar gobernada por un Ministerio en el que figuraban los socialistas, creyó que a Prieto le había faltado valor para hacerse cargo del Gobierno, aunque se consoló pensando que de todas formas había reforzado su posición para el Congreso que en octubre había de resolver las diferencias socialistas. À quoi bon ces quatre mois d'interim?, (¿Para qué sirven estos cuatro meses de espera?) se lamentaba Azaña ante Jean Herbette. La política de Azaña de reforzar el Gobierno por medio de la incorporación de los socialistas coincidía plenamente con la del mismo Prieto, que salió de su primera entrevista con el presidente, en la noche del día 11, plenamente convencido —y ésta es la segunda prueba de la seriedad del encargo— de que iba a ser presidente del Consejo desde el día siguiente. Tal fue al menos la impresión que produjo a varios miembros de la comisión ejecutiva después de aquella conversación nocturna, cuando les informó de que había hablado con el presidente y que le había comunicado un plan de Gobierno cuyo primer punto consistía en realizar un cambio sustancial en los mandos militares, para que sólo aquellas personas de probada lealtad a la República estuviesen en los puntos clave del Ejército; que pasaría a la reserva a todos los jefes de actuación antirrepublicana y, en fin, que privaría de todos sus derechos a los militares acogidos al llamado Decreto de «Retiros» que venían conspirando contra la República. No sólo esto: Prieto habló también, ante sus compañeros de la comisión ejecutiva, de la urgencia de tomar medidas que devolvieran la tranquilidad a la República, desarrollando el plan de reforma agraria e impulsando una política que remediara el paro obrero en las ciudades. Habló entonces, según recuerda Juan Simeón Vidarte, como si su nombramiento fuera ya un hecho.
¿Negó su propio partido a Prieto la autorización para formar gobierno?
Inmediatamente después de su elección para la Presidencia de la República, el 10 de mayo, y de prometer su cargo el día 11, Manuel Azaña se dispuso a abrir, desde la mañana del 12, el turno de consultas a los partidos políticos con vistas a la formación del nuevo Gobierno. La minoría parlamentaria socialista, responsable de decidir sobre la participación del partido en gobiernos de coalición, se reunió a las diez y media de la mañana en un despacho del Congreso para estudiar la nota oficial que entregaría al presidente en el momento de evacuar la preceptiva consulta sobre la formación de Gobierno. Prieto acudió a la reunión vestido como en las solemnes ocasiones: con un impecable traje azul y con el aire de quien tiene la batalla ganada antes siquiera de plantearla. Si se cree el testimonio de Vidarte, aquella mañana del día 12 Prieto se presentó convencido de que la minoría parlamentaria aprobaría la recomendación de formar un Gobierno de Frente Popular con la presencia de los socialistas. Dijo a los reunidos que estaba seguro de contar con el apoyo de Izquierda Republicana, Unión Republicana y Esquerra Republicana, pero que sólo aceptaría el encargo que estaba seguro de recibir si contaba también con el apoyo de la minoría parlamentaria de su propio partido.
Es sorprendente que Prieto planteara en estos términos la cuestión. Sabía, como todo el mundo, que en la minoría parlamentaria eran mayoría los partidarios de Largo Caballero y que éste había hecho aprobar pocos días antes en la comisión ejecutiva de la Unión General de Trabajadores una resolución por la que consideraría roto el Frente Popular si los socialistas aceptaban formar parte del Gobierno. En la reunión de la minoría parlamentaria, y después de escuchar los propósitos de Indalecio Prieto —con quien había tenido un duro enfrentamiento en el comité nacional celebrado en diciembre, del que salió dando un portazo, dimitiendo y haciendo dimitir con él a sus colaboradores más cercanos—, Largo Caballero se mantuvo en esa posición y propuso que la minoría socialista recomendase al presidente la formación de un Gobierno de las mismas características que el anterior, exclusivamente republicano, sin participación socialista. Formalmente, la minoría no prohibía a Prieto aceptar el encargo, como después argumentará ladinamente Largo Caballero, pero en la práctica era de eso de lo que se trataba: si la minoría recomendaba la formación de un Gobierno exclusivamente republicano, negaba por eso mismo a Prieto su autorización para aceptar el encargo, en el caso de que se produjese. Ante la intervención de Largo, Prieto se quedó mudo, no supo qué responder y asistió impotente a la derrota sin paliativo de su posición: 19 votos a favor de la aceptación, 49 en contra. No le quedaba más alternativa que acudir a Palacio, agradecer al presidente su llamada, declinar la oferta o… aceptarla a sabiendas de que rompía la disciplina de su partido.
En la actitud de Largo y sus seguidores había, sin duda, una parte considerable de inquina y rencor hacia la figura de Prieto, a quien acusaban, en términos políticos, de ser más republicano que socialista y, en términos gastronómicos, de darse comilonas en compañía de republicanos. Pero hay, sobre todo, una razón política: desde las elecciones de 1933, Largo Caballero y un considerable sector del Partido Socialista, muy fuerte en la Unión General de Trabajadores, había rechazado de por vida la posibilidad de volver a un Gobierno de coalición con republicanos. Si los socialistas volvían al Gobierno, lo harían solos, sin indeseadas compañías: por las malas, por medio de una revolución; o por las buenas, por la vía electoral, cuando el Gobierno republicano hubiera agotado su programa. Después del fracaso de la revolución de octubre de 1934 y del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, la facción «caballerista» pensaba que el Gobierno caería como fruta madura cuando los republicanos agotaran el programa de Frente Popular o como una reacción obrera a cualquier intento de golpe reaccionario. Por eso Largo Caballero y los editorialistas de Claridad desdeñaban las advertencias de Prieto sobre el peligro fascista o sobre los preparativos para una insurrección militar en España. De los fascistas «no había ni que preocuparse» y por lo que se refería a «los espadones de los viejos pronunciamientos, rivalizan ahora en prudencia», dijo Luis Araquistáin a un periodista del New York Times, que publicó semejantes declaraciones en su edición de 26 de junio de 1936, apenas tres semanas antes del golpe militar y sólo un día antes de que Largo Caballero afirmara en su discurso al congreso de la Federación de la Edificación: «Nos amenazan con el fascismo. No importa […] si llega, al día siguiente fracasará, porque la producción no se lleva adelante con entorchados en la bocamanga». Largo Caballero era un convencido de que bastaba declarar una huelga general para aplastar un intento de golpe militar. Es más, creía a pies juntillas que sólo un golpe militar, fascista, reaccionario, contestado en la calle con una huelga general sería el gran aldabonazo que abriría al Partido Socialista las puertas del poder. Por eso, y porque no podía ver a Prieto en la presidencia del Consejo, la minoría parlamentaria recomendó al presidente de la República la formación de un Gobierno exclusivamente republicano.
Prieto recibió efectivamente el encargo de manera formal el día 12 a las dos de la tarde, tres horas después de la reunión de la minoría parlamentaria de su partido. «El señor presidente de la República me ha conferido el encargo de formar Gobierno. Yo he agradecido muchísimo el honor pero he rehusado en el acto el ofrecimiento», declaró ante los periodistas a los diez minutos de haber entrado en Palacio. Y salió pitando, con la promesa de entregarles una nota explicativa a las cuatro de la tarde en el Congreso. En ella, se manifestaba de nuevo identificado con la idea de formar un Gobierno en el que estuvieran representadas agrupaciones del Frente Popular que hasta ese momento no habían figurado en él, un circunloquio para designar al Partido Socialista, única «agrupación» posible. Ahora bien, Prieto había supeditado su decisión al previo asentimiento de su partido, cuya minoría parlamentaria acababa de adoptar esa misma mañana el acuerdo contrario. Pudo, con todo, haber aceptado, pero no quería provocar «una nueva pugna entre nosotros». No existía ya en su partido aquella solidaridad y armonía «que fueron tradicionales en nuestra organización» y no quiso iniciar los trámites para convocar una reunión conjunta de la minoría parlamentaria con la muy mermada comisión ejecutiva; ni quiso tampoco, ante la previsible discrepancia entre estos dos organismos, forzar una reunión del comité nacional, porque en el caso de haber obtenido de este último un acuerdo favorable, se habrían «incrementado las campañas disociadoras».
No se equivocaba: desde el comité nacional celebrado en diciembre, el PSOE se encaminaba hacia la escisión. De hecho, a partir de aquella reunión, los socialistas se habían dividido en dos facciones, cada una de las cuales, además de impulsar políticas mutuamente excluyentes, disponía de su periódico, sus órganos de dirección, sus agrupaciones. Lo que habría de ocurrir con esa marcha galopante a la formación de dos partidos no se sabrá nunca, porque el congreso previsto para solucionar el gravísimo conflicto nunca llegó a celebrarse. En todo caso, es seguro que en mayo de 1936 era de todo punto imposible que un socialista de la facción liderada por lo que quedaba de comisión ejecutiva pudiera obtener el apoyo de la facción en manos de los dirigentes de la UGT y de la Agrupación Socialista Madrileña. Prieto prefirió renunciar al «requerimiento cariñoso» del presidente y no arriesgó un movimiento que pudo haber acelerado la escisión del partido. Su drama, en opinión de la izquierda socialista y según escribió Araquistáin en el número de junio de la revista Leviatán, consistía en que se obstinaba en creer que el capitalismo todavía no estaba agotado en España y recomendar, por tanto, a la clase obrera contención en sus demandas. No comprendía «la pretensión de aquellos socialistas que aspiran a la totalidad del poder y a la instauración de las bases del socialismo en nuestro país». El capitalismo, según los ideólogos de la facción caballerista, estaba ya maduro para desaparecer y «dejar paso a un sistema económico en el que no haya clases parasitarias». Y como el capitalismo, también el Gobierno republicano, después de haber realizado el programa de Frente Popular o de haberse despeñado en el intento, debía «dejar paso» a un Gobierno exclusivamente socialista. Con esa teoría del «dejar paso», el socialismo llamado de izquierda estaba realmente en una posición de verlas venir, radicalmente incompatible con la «impaciencia gubernamental» de Prieto, a quien desde Leviatán se aconsejaba que fuera leal consigo mismo y abandonara su partido para hacerse lo que realmente era, un republicano convencido de la virtualidad del capitalismo.
El dilema que se planteó a Prieto en aquella mañana del 12 de mayo consistía, por tanto, en que, si aceptaba, agudizaría la «disociación» de su partido y, si no, se podría agudizar la debilidad del Gobierno. ¿Habría podido Prieto evitar este segundo indeseable efecto a costa de provocar el primero? Es posible pero, en todo caso, Prieto decidió que antes de acceder al Gobierno se imponía arreglar el desorden interno en las filas del Partido Socialista. Ya esa tarea se dedicó prioritariamente durante las siguientes semanas: restaurar la disciplina interna utilizando a fondo el aparato orgánico que estaba bajo su control, que no era poco, la ejecutiva del Partido y varias importantes agrupaciones, entre las que destacaban todas las de la cornisa cantábrica, especialmente Asturias y País Vasco. La comisión ejecutiva se reforzó con nuevas incorporaciones de su misma tendencia o facción, llevando a la presidencia del PSOE al asturiano Ramón González Peña y a la vicepresidencia a Luis Jiménez de Asúa, dos dirigentes que gozaban de gran prestigio en las filas del partido, de modo que pudiera preparar con suficientes garantías un congreso ordinario del Partido que devolviera la mayoría a la política de conjunción con los republicanos. A finales de junio, la energía desplegada por la comisión ejecutiva en defensa de sus posiciones y de su política, y los desastrosos resultados que la política de Largo Caballero estaba provocando dentro de las organizaciones sindical y juvenil, con la UGT arrastrada por la CNT a declaraciones de huelgas generales muy alejadas de su tradición y con las juventudes socialistas fundidas con las comunistas en la nueva organización de Juventudes Socialistas Unificadas, habían equilibrado las fuerzas de las dos facciones en pugna.
Lo cual no quiere decir que se hubiera producido un flujo de dirigentes caballeristas hacia las filas prietistas. La división era profunda y giraba sobre la cuestión fundamental de entrar en el Gobierno para reforzar su autoridad, como pretendían Prieto y los suyos, o esperar a que se hundiera, por su propia pesantez o arrastrado por un conato de insurrección militar, posibilidad que nunca dejaba de evocar Largo Caballero, con el irresponsable argumento de que sería fácilmente aplastada. No existía un terreno común que permitiera acercar posiciones o favorecer flujos. Por eso, la posibilidad evocada desde México por Gabriel Morón de que, aceptado el encargo aun contra el parecer de su propio grupo parlamentario, muchos diputados se habrían pasado de inmediato al bando de Prieto de manera que se aceleraría el final de la tendencia Caballero, no pasa de ser una especulación. Para que la facción de Largo Caballero, muy fuerte en la UGT y en agrupaciones clave del PSOE, y sostenida en una movilización obrera como nunca se había conocido en los años de República, se disgregara y acabara por desaparecer era preciso que antes fracasara desde el Gobierno. Tal como estaban las cosas en mayo y junio, Prieto no tenía posibilidad alguna de controlar a la facción caballerista. Podía desde luego, y esto fue lo que consiguió, reforzar su propia posición, dar garantías a sus partidarios, obligar a retroceder a sus adversarios; pero el camino de la confrontación abierta con la facción caballerista no podía conducir a ningún otro resultado que a la escisión del partido, que habría dejado en manos caballeristas el formidable aparato sindical de la UGT.
¿Y si Prieto, de todas formas, hubiera aceptado?
Tal como se presentaban las cosas en los primeros días de mayo de 1936, la opción de concentrar todas las energías en la batalla interna de su partido era razonable; y nadie habría vinculado esa decisión con lo ocurrido después, si se hubiera adoptado en circunstancias políticas normales. Pero las circunstancias eran todo menos eso: las amenazas contra la República no eran cuentos de miedo ni los espadones de los viejos pronunciamientos rivalizaban en prudencia. La conspiración estaba no ya en marcha, sino muy avanzada; y el Gobierno republicano había salido en conjunto debilitado de la crisis abierta por el proceso de destitución de Alcalá Zamora y la elección de Manuel Azaña para la presidencia de la República. Si Prieto, en lugar de poner en primer plano la urgencia de arreglar la disputa interna que bloqueaba cualquier capacidad de decisión de su partido, hubiera puesto la urgencia de reforzar al Gobierno, tal vez habría corrido el riesgo al que le empujaban algunos de sus amigos y habría podido dar simultáneamente la batalla contra la conspiración militar y contra el sector caballerista. Otra cosa es, naturalmente, que el éxito le hubiera acompañado.
Que Prieto hubiera plantado cara desde el Gobierno a los conspiradores militares es indudable. Prieto había adoptado ya el tono de un posible presidente el día 1 de mayo de 1936 en Cuenca, en un mitin de la nueva campaña electoral por haber sido anulado en aquel distrito el resultado de las elecciones de febrero. En aquel mitin, muy celebrado y recordado precisamente como una prueba de que era el único dirigente de izquierda capaz de aplastar in nuce un golpe militar, Prieto señaló al general Franco, que se había retirado de la candidatura de las derechas después de que la Junta Provincial del Censo lo hubiera eliminado, como el hombre que, «por su juventud, sus dotes, la red de sus amistades en el Ejército, podía acaudillar con el máximo de probabilidades un movimiento contra el régimen republicano». No se atrevía Prieto a atribuir a Franco tales propósitos, pero lo que no podía negar era que los elementos que pretendieron incluirle en la candidatura de Cuenca «buscaban su exaltación política con objeto de que, investido de inmunidad parlamentaria, pudiera, interpretando así los designios de sus patrocinadores, ser el caudillo de una subversión militar».
Movimiento contra el régimen republicano, subversión militar: la conspiración contra la República era un secreto de polichinela, del que todo el mundo estaba al cabo de la calle. Pronunciado este mitin diez días antes de la elección de Azaña como presidente de la República, parece obvio que Prieto, nombrado presidente del Consejo, habría puesto a Franco y a otros jefes militares a buen recaudo, lejos de cualquier posibilidad de levantarse en armas contra la República, o simplemente habría cortado la conspiración enviando a la reserva o destituyendo sin más a sus cabecillas. Ahora bien, para Prieto el peligro no procedía sólo del lado militar. Tan grave para el porvenir del régimen era lo que, en el mismo discurso, definió como «desmanes» en los que no percibía «signo alguno de fortaleza revolucionaria». Y fue entonces cuando famosamente dijo: «La convulsión de una revolución, con un resultado u otro, la puede soportar un país; lo que no puede soportar un país es la sangría constante del desorden público sin finalidad revolucionaria inmediata». Por el desmán y el desorden no se iba al socialismo ni a la consolidación de la República; por ahí sólo se iba a una anarquía desesperada, que ni siquiera estaba dentro del ideal libertario; se iba a un desorden económico que podía acabar con el país. En consecuencia, Prieto proponía como segundo punto de su programa atacar de raíz la desesperación campesina y obrera por medio de la implantación inmediata de la reforma agraria, el asentamiento de cientos de miles de campesinos y planes de obras destinadas a aliviar el paro obrero. Fortaleciendo al mismo tiempo a las fuerzas de Asalto y a la Guardia Civil, creía el líder socialista que la tranquilidad podría volver al campo y a las ciudades.
De modo que, de haber aceptado la presidencia, Prieto habría tenido que actuar en dos frentes: aplastar la conspiración militar, que iba ya muy avanzada cuando mediaba el mes de mayo, y poner fin a los «desmanes» obreros y campesinos. Por una parte, no era imposible el éxito en lo primero si hubiera actuado desde el inicio con energía contra los militares más significados de la conspiración. Por otra parte, en Francia, durante esas mismas semanas, una formidable movilización obrera había llegado a cotas jamás alcanzadas en España, con la ocupación indefinida de fábricas. Pero un Gobierno de Frente Popular presidido por un socialista, Léon Blum, cumplió la consigna del secretario general del Partido Comunista, que no formaba parte del Gobierno pero lo apoyaba con un nutrido grupo parlamentario de más de ochenta diputados, de saber acabar con una huelga. Acabaron, en efecto, con la huelga sin dar ocasión a los militares de intentar un golpe de fuerza, que tampoco tuvo lugar cuando, un año después, se produjeron varios muertos y centenares de heridos en un enfrentamiento callejero: se comprende que Azaña sintiera como una pérdida de tiempo la necesidad de esperar hasta octubre para contar con la imprescindible colaboración socialista.
La necesidad de esperar a que los socialistas resolvieran sus problemas revela la diferencia sustancial de las políticas de Frente Popular en Francia y España. Aquí, el Frente Popular no funcionaba como una coalición de partidos capaz de convertirse en coalición de Gobierno. Pero, concediendo que Prieto hubiera aceptado el encargo que efectivamente se le ofreció y que la minoría parlamentaria del PSOE le hubiera permitido desarrollar su política, aunque hubiera sido con el exclusivo propósito de que se estrellara y les dejara el camino expedito, ¿habría evitado o incluso vencido la rebelión militar? Así lo cree, también desde el exilio, el coronel Jesús Pérez Salas, que ocupó la subsecretaría del Ejército de Tierra durante los últimos días de Prieto como ministro de Defensa y que dedicó al asunto alguna reflexión. Lo habría evitado, opina, porque lo que pretendían impedir los conspiradores era un Gobierno presidido por Largo Caballero y la presencia de Prieto en la presidencia habría constituido para ellos la mejor garantía de que eso nunca iba a ocurrir. Pero esta especulación sólo se basa en un juicio de intención con escasa base en los hechos: a los conspiradores les traía más bien sin cuidado quién estuviera al frente del Gobierno. De modo que, para lo que aquí interesa —responder a la cuestión de si un Gobierno presidido por Prieto habría evitado la Guerra Civil—, ofrece mayor interés la segunda hipótesis del mismo Pérez Salas: que, una vez desencadenado el golpe, Prieto era el único capaz de vencerlo porque habría podido «crear con relativa facilidad las fuerzas necesarias para contener la rebelión». Dicho de otra forma, el Gobierno de la República, al recibir las primeras noticias de la insurrección militar, no se habría hundido si Prieto hubiera estado a su frente.
Y ésta sí es una hipótesis plausible, la única que permite construir un contrafactual susceptible de arrojar algo de luz sobre lo realmente sucedido (que es, al fin y al cabo, la única utilidad de este tipo de ejercicio). La Guerra Civil fue en efecto posible porque el golpe militar contra la República no triunfó ni fue derrotado. Lo primero, que no triunfara, puede atribuirse a su falta de preparación y de unanimidad: un Ejército preparado y unánime en su golpe se habría llevado a la República por delante sin mayor problema. Por el contrario, un Ejército ineficaz y escindido —y sin la complicidad del jefe del Estado— tenía por fuerza que fracasar en su empeño y facilitar, con su fracaso, el triunfo de la República: lo primero había ocurrido en septiembre de 1923, cuando Primo de Rivera se pronunció desde Barcelona como cabeza visible de la corporación militar; de lo segundo, el ejemplo más reciente era la rebelión de Sanjurjo en agosto de 1932, fácilmente sofocada por el Gobierno presidido entonces por Manuel Azaña que tenía como ministro del Interior a Santiago Casares. El argumento vale lo mismo vuelto al revés: una República unánime en su defensa, con el Gobierno y con los gobernadores civiles en su sitio, controlando los resortes de mando que la rebelión militar no había destruido, con autoridad sobre las fuerzas de seguridad del Estado no implicadas en la conspiración militar, habría podido aplastar, con algún problema pero sin insuperable dificultad, la rebelión de una facción del Ejército. Por el contrario, una República dividida en sus apoyos políticos, aturdida y confusa en sus altas esferas, sin Gobierno, contando únicamente con un apoyo popular necesariamente atomizado, no podía triunfar —o no del todo— frente a un golpe militar, por muy inepto e ineficaz que fuese.
Lo decisivo para que el golpe se transformara en guerra —o lo que es igual, para que los rebeldes consolidaran el control de una parte del territorio— fue que el Gobierno de la República se hundió la misma tarde del golpe y los gobernadores civiles no supieron qué hacer. Durante unas horas dramáticas, la República careció de Gobierno, situación que no se habría producido con Indalecio Prieto en la presidencia. Casares simplemente desapareció; y en la noche del sábado 18, Azaña llamó al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, que había mantenido trato con algunos cabecillas de la rebelión, para encargarle la formación de un Gobierno que desbordara por la derecha los límites del Frente Popular y que no contara, por la izquierda, con los comunistas. Martínez Barrio lo intentó pidiendo a Sánchez Román y a Prieto su incorporación al gabinete. El primero accedió, pero Prieto, tras consultar con su partido, regresó con una respuesta decepcionante: el PSOE no se incorporaría al Gobierno. De nuevo se impuso la estrategia de Largo Caballero: esperar a que los republicanos dejasen paso para ocupar los socialistas todo el poder. Martínez Barrio sigue, de todas formas, adelante; habla con algunos de los comandantes generales de las divisiones orgánicas y con el general Mola, jefe efectivo de la VI división, como le dice su titular, el general Batet, ya desposeído del mando: «Es tarde, muy tarde», responde Mola a las consideraciones que le hace Martínez Barrio, que, a pesar de todo, a primeras horas de la mañana del día 19 ha logrado formar un Gobierno a base de los tres partidos que habían firmado la nota de 14 de abril del año anterior: Izquierda Republicana, Unión Republicana y Partido Nacional Republicano. No es, obviamente, un Gobierno de Frente Popular, puesto que los socialistas, principal partido de la coalición, se niegan a entrar en él.
Los intentos del Gobierno para llegar a un acuerdo con los jefes de la rebelión, mientras los militares persisten en su rebeldía, encuentran rápidamente la oposición de socialistas, comunistas y anarcosindicalistas, que convocan una gran manifestación. Desde primeras horas de la mañana del domingo, llegan hasta Martínez Barrio las voces de los manifestantes exigiendo armas y gritando: ¡Abajo el Gobierno! El recién nombrado presidente, fracasado en su gestión con los rebeldes y con los partidos obreros dirigiendo una manifestación contra su Gobierno, dimite: su presidencia habrá durado poco más de seis horas, el tiempo justo para que su nombramiento apareciera en la Gaceta de Madrid. Azaña convoca entonces al Palacio Nacional a los dirigentes de los partidos y sindicatos con objeto de resolver la crisis de manera que todos se sientan implicados en la fórmula que se adopte. En esa reunión, Largo Caballero, que también ha acudido, rechaza una vez más la participación socialista y sólo da su visto bueno a un Gobierno republicano bajo la condición de que proceda a repartir armas a los sindicatos. Azaña nombra entonces presidente del Consejo a José Giral, que enseguida forma un Gobierno exclusivamente republicano dispuesto a cumplir la exigencia de repartir armas.
Es en este punto donde más verosímil resulta pensar un desarrollo diferente de los acontecimientos si Prieto hubiera sido presidente del Consejo. No le faltaban, como un mes antes había señalado Leviatán, energía ni dotes de organizador, dos cualidades de las que los gobiernos presididos por Casares y Giral no andaban precisamente sobrados. Prieto las habría necesitado ahora en grado sumo para enfrentarse desde el primer momento, arropado por los republicanos y por los comunistas, con la facción caballerista de su propio partido, cuya política era radicalmente contraria a la suya. En «Técnica del contragolpe de Estado» —editorial publicado por Claridad, diario de la facción caballerista, el 16 de julio de 1936—, un día sólo antes del golpe militar, se anunciaba lo que sería preciso hacer en el caso de una insurrección militar. No había más solución que ésta, escribía el editorialista: licenciamiento inmediato de los soldados al mando de una oficialidad rebelde, acompañado del armamento general del pueblo «sin pérdida de tiempo, mezclándolo con la parte del Ejército leal y al mando de jefes y oficiales leales». Largo Caballero parece haber seguido las indicaciones de este editorial al pie de la letra, cuando impuso esas condiciones en la reunión mantenida bajo la presidencia de Azaña después de fracasar los intentos de Martínez Barrio: licenciamiento de soldados, lo que equivalía a una disolución general del Ejército; y distribución de armas, realizada sin control militar alguno, lo que volvió ineficaz el mítico armamento del pueblo, atomizado en milicias que actuaban por su cuenta o, lo que fue peor, en cuadrillas de gentes armadas empleadas sobre todo en «limpiar» la retaguardia. La orden de licenciar a los soldados, emitida efectivamente por el Gobierno republicano, fue papel mojado allí donde los soldados estaban bajo mando de una oficialidad rebelde, y sólo se cumplió, contra las intenciones del Gobierno, allí donde los rebeldes fracasaron. Pero esa disolución del Ejército en la zona leal explica que la distribución de armas se realizara sin control militar de manera que los así armados se pusieran a las órdenes de militares leales. El Ejército, en la zona leal, desapareció mientras se mantenía la línea jerárquica allí donde triunfó la rebelión.
Eso es precisamente lo que pudo haber evitado un Gobierno presidido por Indalecio Prieto: que se llevara a la práctica la estrategia suicida anunciada por Claridad el día anterior al golpe, cuando la República careció de Gobierno durante unas interminables y decisivas horas. Con Prieto en la presidencia no se habría abierto una crisis de Gobierno que sólo sirvió para poner de manifiesto la extrema debilidad de los republicano; y que se solventó de la peor manera posible: con un nuevo Gobierno exclusivamente republicano incapaz de controlar la situación creada tras la autorización del reparto de armas a un mítico pueblo que desde su mismo inicio renunció a encuadrar y a dirigir. Si un Gobierno hipotéticamente presidido por Prieto hubiera tenido que hacer frente a una rebelión militar, habría comenzado su resistencia al golpe manteniéndose en su sitio, sin dimitir ni publicar una orden de licenciamiento de los soldados, impidiendo la disolución del Ejército que quedaba bajo su mando, al que habría reforzado con el empleo a fondo de la Guardia Civil y de la Guardia de Asalto, apoyadas en milicias armadas bajo sus órdenes y su control. Si en las peores condiciones imaginables, sin Gobierno y sin Ejército, la rebelión fracasó en dos tercios del territorio de la República, no es descabellado pensar que, con un Gobierno capaz de organizar la resistencia al golpe utilizando la totalidad de recursos que quedaron en sus manos, la rebelión militar habría fracasado de manera más contundente y nunca se habría podido iniciar una guerra entre españoles.
Pero la inexistencia primero, y la inoperancia después, del Gobierno de la República dio tiempo a los rebeldes a consolidar su control de las poblaciones en las que su golpe había triunfado. Ése fue el origen de una larga guerra civil, tan devastadora en sus resultados que se le han buscado todas las causas posibles. Desde el primer momento, los militares rebeldes cargaron todas las culpas a una conspiración exterior, judeo-masónica y comunista, y situaron su comienzo en la revolución de octubre de 1934, una tesis inventada por la propaganda del nuevo Estado para legitimar lo que Manuel Azaña calificó, con toda razón, de horrendo crimen contra la Patria. La tesis quedó consagrada por los mismos militares desde los últimos días de julio con el propósito de someter a consejo de guerra, como culpables del delito de sedición, a todos los que desde octubre de 1934 hubieran formado parte de los partidos y sindicatos que en julio de 1936 se mantuvieron leales a la República. Es una tesis falaz, pues una revolución obrera contra un Gobierno que mantiene la lealtad de sus fuerzas armadas y dispone de fuerzas de policía está siempre condenada al fracaso, como lo estuvo desde el principio la de octubre de 1934: en ningún caso una revolución de aquellas características podía ser origen de una guerra civil.
La guerra civil sólo era posible si una facción militar se levantaba en armas contra el Estado y no conseguía de inmediato su propósito de derrocarlo; una facción militar, no un Ejército actuando como corporación, ante cuyo golpe toda resistencia habría sido en vano. Fue la naturaleza facciosa del golpe, demostrada desde el primer momento por la conducta de sus cabecillas, que detuvieron y mandaron fusilar a los compañeros de armas dubitativos o leales a la República, lo que impidió su triunfo; y fue la ausencia de Gobierno lo que impidió su derrota. Pero en el hecho de que no fracasara del todo ni fuera del todo derrotado tuvo una parte principal la circunstancia de que se encontró enfrente, no a un Gobierno organizando la resistencia, sino a milicias formadas espontáneamente, sin dirección centralizada, sin capacidad para recuperar territorios ya perdidos. Si aquella facción militar se hubiera enfrentado a un Gobierno en su sitio, la guerra nunca se habría iniciado porque su golpe habría sido derrotado.
Bibliografía
ANSÓ, M.: Yo fui ministro de Negrín, Barcelona, Planeta, 1976.
AZAÑA, M.: Diarios completos, Barcelona, Crítica, 2000.
BLAS GUERRERO, A.: El socialismo radical durante la Segunda República, Madrid, Túcar, 1977.
GIBAJA VELÁZQUEZ, J. C.: Indalecio Prieto y el socialismo español, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 1995.
GRAHAM, H.: Socialism and war. The Spanish Socialist Party in power and crisis, 1936-1939, Cambridge, Cambridge University Press, 1991.
JULIÁ, S.: La izquierda del PSOE, 1935-1936, Madrid, Siglo XXI, 1977.
—: Los socialistas en la política española, 1879-1982, Madrid, Taurus, 1997.
LARGO CABALLERO, F: Escritos de la República. Notas históricas de la guerra de España, edición, estudio preliminar y notas de Santos Juliá, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 1985.
—: Mis recuerdos. Cartas a un amigo, México, Unidad, 1954.
MARTÍNEZ BARRIO, D.: Memorias, Barcelona, Planeta, 1983.
MORÓN, G.: Política de ayer y política de mañana: los socialistas ante el problema español, México, 1942.
PÉREZ SALAS, J.: Guerra en España (1936-1939). Bosquejo del problema militar español: de las causas de la guerra y del desarrollo de la misma, México, 1947.
PRESTON, R: La destrucción de la democracia en España, Madrid, Turner, 1978.
PRIETO, I.: Convulsiones de España, México, Oasis, vol. III, 1969.
—: Palabras al viento, México, Oasis, 1969.
—: Discursos fundamentales, edición y prólogo de Edward Malefakis, Madrid, Turner, 1975.
RIVAS CHERIF, C.: Retrato de un desconocido. Vida de Manuel Azaña, Barcelona, Grijalbo, 1979.
VIDARTE, J. S.: Todos fuimos culpables, México, Fondo de Cultura Económica, 1963.
ZUGAZAGOITIA, J.: Guerra y vicisitudes de los españoles, Barcelona, Tusquets, 2001.