Las etapas del sexenio democrático

Que la Revolución de 1868 condujo a la República de 1873, y que la política española del siglo XIX alcanzó con ésta su momento más caótico, son lugares comunes repetidos infinidad de veces en los manuales de historia. Tanto es así que se siente uno tentado de cuestionarlos y plantearse si la conexión entre aquellos dos hechos —Revolución y República— fue realmente inevitable o si aquella experiencia republicana fue tan desastrosa como suele decirse. Dudar de la última de estas aserciones no es fácil porque, a poco que nos acerquemos a los archivos, a la prensa o a los relatos testimoniales de los once meses republicanos, la versión catastrófica se confirma. A lo largo de 1873, la insurrección carlista hacía imaginario cualquier control del Gobierno sobre las provincias vascas, Navarra, Aragón y Cataluña, excepción hecha de las ciudades. La rebelión cantonalista, por su parte, desafiaba al Estado desde diversos puntos de Andalucía y el Levante; y a partir del «grito de Yara», de finales de 1868, venía siendo también endémica la insurrección en Cuba, donde, además, Estados Unidos presionaba al Gobierno español hasta extremos difíciles de aceptar por un país soberano. La situación financiera rozaba lo inviable, con un tesoro exhausto incluso para los gastos mínimos (hasta los carteros, al no cobrar, se negaron a repartir las cartas) e incapacitado para recaudar impuestos en todo el norte peninsular. Los propios republicanos en el poder estaban divididos a muerte —literalmente; más de uno murió en las calles, a manos de sus adversarios— entre unitarios y federales, «benévolos» e «intransigentes», aparte de las banderías personalistas; y era natural que su autoridad moral frente a cualquier insurgencia fuese nula después de haberse negado a condenar desde la oposición los levantamientos de sus correligionarios. El Ejército, cuerpo visible de la administración pública para el conjunto de la sociedad, era ejemplo de desorden; los soldados no obedecían a los oficiales, ni éstos a sus generales, a la vez que grupos radicales, en nombre del «pueblo», asaltaban los cuarteles y se apoderaban de fusiles y municiones. No es fácil imaginar mayor colapso de la autoridad gubernamental. Emilio Castelar, el presidente republicano que más escarmentado salió de aquella experiencia, diagnosticó la situación años más tarde: «La inseguridad en todas partes; nuestros parques disipándose en humo y nuestra escuadra hundiéndose en el mar; la ruina de nuestro suelo; el suicidio de nuestro partido; y al siniestro relampagueo de tanta demencia, en aquella caliginosa noche, la más triste de nuestra historia contemporánea, surgiendo, como nocturnas aves rapaces de los escombros, las siniestras huestes carlistas…». Las huestes carlistas se levantaron, en efecto, aunque no triunfaron. Lo que sí se veía venir eran los nuevos pronunciamientos, esta vez de orientación conservadora, de Pavía y Martínez Campos.

No es tan seguro, en cambio, aunque forme parte también de la narrativa y el razonamiento canónicos, que aquella situación fuera consecuencia inevitable de la Revolución iniciada cinco años atrás. Lo que los generales pronunciados en la bahía de Cádiz en septiembre de 1868 traían en su cartera era un régimen liberal, pero monárquico, con una limitada participación política, frente al monopolio de la camarilla cortesana del periodo isabelino, y sobre la base, por supuesto, de un orden público irreprochable. A lo largo del periodo comprendido entre el pronunciamiento y los días finales de 1870 ése fue el esquema que prevaleció, aunque no sin tensiones, debido al desmantelamiento de las juntas revolucionarias, al desarme de las milicias y a los tempranos levantamientos republicanos y carlistas. Pese a estas sacudidas, de la prensa diaria y los documentos privados de aquella época emana todavía un optimismo básico, una fe en la capacidad del país para enderezar el curso de su historia, tan conflictiva y errática en lo que iba de siglo. Es cierto que ese optimismo disminuye a medida que se complica el proceso de selección del nuevo monarca. Pero el ambiente de esa primera fase de la Revolución tiene poco que ver con el de los cuatro años siguientes (los dos de Amadeo, el de la República y el régimen inclasificable de 1874), cuando domina ya la sensación de que el curso de la Revolución septembrina; se ha torcido y va a acabar por ser un episodio más de la agitada trayectoria secular. Y el más obvio de los ingredientes que distinguen a aquella primera fase (1868-1870) de la segunda (1871-1874) es la presencia en escena del general don Juan Prim y Prats, uno de los principales protagonistas —si no el principal— de la situación política inaugurada por el pronunciamiento septembrino.

Lo que en este ensayo propongo, en consecuencia, es intentar un ejercicio de comparación entre aquellas dos etapas del Sexenio revolucionario especulando con la posibilidad de que Prim no hubiera desaparecido. Ya que la historia, a diferencia de las ciencias duras, no puede experimentar o reproducir una secuencia de hechos añadiendo o eliminando variables, seguiré la vía de la comparación, de legitimidad difícil de discutir en este caso: las dos situaciones tuvieron continuidad inmediata; y la mayoría de los rasgos básicos permanecieron constantes. La muerte de Prim, no hay que olvidarlo, no formaba parte de la lógica ineluctable del proceso, sino que tuvo mucho de accidental. Pudo muy bien ser uno de tantos atentados fallidos de la historia. Incluso después de que los agresores descargaran sus trabucos sobre el pecho del general, todos los relatos coinciden en que las heridas no eran mortales de necesidad; se sabe que Prim entró en su casa por su propio pie, saludó a su esposa y evolucionó, inicialmente, de forma que hizo sentirse optimistas a los médicos; sólo un proceso infeccioso posterior provocó el fatal desenlace. La pregunta sería, pues: si hubiera fallado el atentado, o si un tratamiento adecuado hubiera salvado la vida del herido, ¿en qué habría cambiado la situación? Es decir, ¿en qué medida influyó la desaparición de Prim en la evolución del ciclo revolucionario iniciado por él mismo, junto con el también general Serrano y el almirante Topete, en septiembre de 1868?

El impacto de la muerte de Prim

Comencemos por lo obvio: la muerte del general Prim produjo una sustancial alteración del liderazgo político. Por mucho que Serrano hubiera ocupado en todo momento los cargos más altos del Estado, Prim era la figura de mayor peso dentro de la plana mayor revolucionaria. Era, por otra parte, el más dotado de todos ellos. Esta última apreciación es personal y, por supuesto, opinable. Pero que no que hay argumentos que la avalan. Prim era, para empezar, el dirigente indiscutido de los progresistas, heredero del carisma del general Baldomero Espartero, pero aceptado por sus correligionarios con mayor unanimidad de la que rodeó al vencedor de Luchana en los periodos en que ejerció el poder (1840-1843 y 1854-1856). Gracias a este prestigio, Prim gozaba, dentro de su partido, de la lealtad y la colaboración de personajes como Laureano Figuerola, Práxedes M. Sagasta y Manuel Ruiz Zorrilla, tres gobernantes que demostraron, en esa primera fase revolucionaria, visión política, habilidad y capacidad de trabajo muy superiores a los de la mayoría de sus contemporáneos, pese a que avatares posteriores hicieran olvidar, sobre todo en el caso de Ruiz Zorrilla, aquella brillante fase constructiva de su vida política.

Igualmente indiscutido era el liderazgo sobre el Ejército de Prim, cuyo generalato sintonizaba con su proyecto político con unanimidad difícil de encontrar en cualquier otro momento del siglo. Es cierto que había distintas «sensibilidades», por usar un eufemismo propio de la democracia actual, respecto del candidato ideal para el Trono, pero Prim procuró que no salieran a la luz y, en todo caso, prohibió con firmeza, desde principios de noviembre del 68, que los militares participaran en reuniones políticas públicas. A la vez, evitó aprovechar su cargo de ministro de la Guerra para aumentar su influencia personal sobre las fuerzas armadas, actitud que le otorgó la estima y confianza del conjunto de sus compañeros, algo en principio nada previsible en un hombre tan de partido y tan contumaz conspirador como él. Lo cierto es que, en 1869-1870, pese a existir tantos centenares de generales en España, ni uno solo era conocido como carlista. Había un puñado de isabelinos (Concha, Cheste, Novaliches), pero sin mando, pues se habían ido a París; sólo comenzaban a apuntar algunos republicanos (Pierrard, Contreras) de poco prestigio, salvo para los convencidos; y un embrión de los futuros alfonsinos, a los que Cánovas convencía con gran dificultad.

En tercer lugar, Prim era la piedra clave del arco revolucionario. Durante bastante tiempo, fue capaz de mantener la política de «conciliación» con unionistas como Serrano y Topete —sobre todo con este último, aunque era un fervoroso defensor de las aspiraciones del duque de Montpensier para el Trono español—, representantes de la fracción más conservadora de los conspiradores contra Isabel II. A medida que se enfriaron las relaciones con este grupo, en principio por discrepancias sobre la candidatura de Montpensier, pero también por la radicalización de la Revolución y, en el caso de Serrano, por rivalidad larvada con Prim, este último supo ampliar la coalición gubernamental dando mayor cuota de poder a la rama monárquica de los demócratas, es decir, a Nicolás M. Rivera, Cristino Martos y Manuel Becerra —los «cimbrios», según el argot político del momento.

Además del apoyo de estas fuerzas políticas, el general Prim tenía un programa, nunca expuesto como doctrina articulada pero nada difícil de identificar en sus líneas generales: quería crear un Estado fuerte en España, alrededor de una monarquía parlamentaria. Estado fuerte significaba, en primer lugar, un aparato coactivo capaz de asegurar el orden público, como demostró enfrentándose con firmeza a las partidas federales y carlistas, a los motines populares contra las quintas y a los bandoleros que asolaban caminos y carreteras, de lo que fue ejemplo el gobernador Julián de Zugasti en Sierra Morena, con métodos de brutal eficacia. La pregunta que surge al mencionar este último tema es si el desprecio por los derechos individuales que exhibió este gobernador —y el Ministerio que le apoyaba— no nos debería obligar a reconsiderar la catalogación de Prim y su equipo como «liberales». Pero liberalismo no es un concepto que deba entenderse en términos absolutos, sino históricos y comparados. En Inglaterra o Estados Unidos, la construcción de un sistema político basado en las libertades individuales no ha obstado para poner en práctica una represión cruel y nada respetuosa hacia los derechos de los sospechosos de delitos contra la propiedad o la seguridad en los caminos; todos conocemos, aunque sólo sea por el cine, cómo trataba la monarquía británica a los piratas o acusados de tales y cómo lidiaban los sheriffs del Oeste americano con los cuatreros y asaltantes de caminos, o sospechosos de serlo.

En el caso de Prim, un fuelle sentido de la autoridad y el orden público no significaba que los principios liberales no formaran parte esencial de sus creencias. Entre las realizaciones de la Revolución del 68 figura, por supuesto, la igualdad ante la Ley, con la eliminación, por ejemplo, de los Fueros judiciales privilegiados. Pero si por algo se caracterizó aquel régimen, no fue por la igualdad, sino por la libertad: el periodo dominado por Prim no fue jacobino, sino liberal. Casi veinte años antes, en una célebre intervención parlamentaria, Prim había defendido frente a Bravo Murillo la libertad de prensa en términos que revelaban haber leído y entendido a Stuart Mili o Constant. Pidió entonces que sólo se aplicasen «frenos» a «los que se atreven a descorrer el velo de la vida privada; pero en política, como en religión, que cada uno diga lo que le acomode. La verdad, señores, no es más que una […] y contra un periódico que atacase los buenos principios económicos y sociales, se levantarían diez que los defenderían […] En la polémica, vence el que tiene más razón». Estaba entonces en la oposición, pero mantuvo similares principios cuando alcanzó el poder, momento en el que reiteró una y otra vez su respeto hacia la expresión de la discrepancia política, a la vez que su intolerancia para con las acciones dirigidas a imponer una idea o un programa por la fuerza. Lo cual de ningún modo significa que el ideario político de Prim incluyera una democratización plena de la vida pública. Su confianza en Sagasta como ministro de Gobernación, que convocaba elecciones para ganarlas y que usaba la partida de la Porra —grupo de choque que amedrentaba a los adversarios del Gobierno demasiado vociferantes—, sugiere que ni la vía clientelista ni la coactiva quedaban en absoluto excluidas de sus procedimientos. Pero tampoco son éstos rasgos que hayan estado ausentes de otros regímenes parlamentarios de la época.

Estado fuerte significaba igualmente —y éste era un aspecto esencial de su programa— afirmación de la autonomía del poder civil frente a la Iglesia. Las medidas adoptadas en política eclesiástica durante su etapa en el poder no dejan lugar a dudas sobre su orientación hacia la laicización del Estado. La propia Constitución del 69 toleró, aunque con restricciones, los cultos no católicos en España por primera vez en la historia moderna. Y los gobiernos dominados por Prim dictaron decretos, casi siempre firmados por el ministro Ruiz Zorrilla, dirigidos a romper el monopolio clerical en el terreno educativo, como la libertad de enseñanza primero y el reforzamiento de la enseñanza pública después, así como medidas incautadoras de los archivos, bibliotecas y colecciones científicas conservadas en catedrales y monasterios. Lo mismo puede decirse de leyes como la del matrimonio civil o de las sanciones contra obispos excomulgadores y párrocos refractarios a jurar la Constitución. La elección de Amadeo de Saboya para el Trono de España constituyó, en sí misma, el mayor desafío lanzado contra el Vaticano, pues el padre de este Príncipe encabezaba una monarquía que planeaba arrebatar los territorios pontificios a Pío IX y que acabaría por decidir la conquista militar de Roma aquel mismo año de 1870, fatídico para el Papa y para Prim. Toda la dinastía Saboya, a la que pertenecía el nuevo titular de la monarquía española —la monarquía católica, recuérdese— estaba excomulgada; situación escandalosa para un católico tradicional y muy diferente, sin duda, de la creada tras la Restauración de la monarquía por Martínez Campos.

Estado fuerte significaba, por último, Estado nacional, Estado que sirviera como instrumento nacionalizador de la población. Como típico militar liberal del siglo XIX, Prim era un españolista ferviente. A su paso resonaban las glorias de la Guerra de África de 1859-1860 —Tetuán, Wad-Ras, los Castillejos—, el único momento «imperial» del siglo. Hombre de confianza de Prim fue Fernández de los Ríos, el escritor que desde su exilio parisino planeó aquella reforma urbanística madrileña según la cual la iglesia de San Francisco el Grande se convertiría en Panteón Nacional y quedaría unida con el Congreso de los Diputados por una gran Avenida Nacional de la que saldrían calles con nombres alusivos a las glorias imperiales americanas. Pero, además de marqués de los Castillejos, Juan Prim y Prats era conde de Reus, y su filiación catalana estuvo muy presente a lo largo de su vida, con el valor inconmensurable que un proceso nacionalizador español dirigido por un catalán podría haber tenido en momento tan crítico para el afianzamiento de las identidades nacionales.

Todo este programa político se insertaba dentro de un esquema constitucional monárquico. Una monarquía verdaderamente constitucional, pues se redactó y aprobó la Constitución antes de la designación del monarca, y el hecho de que el titular del Trono fuera extranjero y elegido por las Cortes le añadía una debilidad adicional. En este terreno es justamente donde Prim se enfrentó con el problema de más difícil resolución de su época gubernamental, porque la complicada coyuntura internacional de 1868-1870 puso obstáculos inesperados a la elección de un Rey liberal para España. Podríamos plantearnos aquí, desde luego, el acierto político del general al obstinarse en buscar un Rey, frente a tanta adversidad, pero el objetivo de este trabajo no es juzgar sus méritos o errores históricos, sino el impacto que pudo tener su desaparición. En cuanto a lo primero, me limitaré a señalar —como hizo tantas veces el propio Prim— la excepcionalidad de la fórmula republicana al comenzar el último tercio del siglo XIX, sólo ampliamente ensayada en el continente americano —y con resultados bastante decepcionantes hasta aquel entonces, en lo que se refería a las antiguas colonias españolas—, así como el carácter minoritario, aunque muy ruidoso, de la opinión republicana española del momento.

Una vez aceptada la fórmula monárquica, hubo que pensar en aspirantes. El más obvio era el duque de Montpensier, casado con Luisa Fernanda, hermana de Isabel II, que había financiado la conspiración y tenía comprometidos en su favor a los generales unionistas. Pero Montpensier pertenecía a la dinastía de Orleans, antecesora y rival de los Bonaparte en Francia, y como tal se enfrentaba con el veto de Luis Napoleón. Tampoco era el preferido de Prim, que quizá recelaba de las ambiciones políticas del candidato y que en todo caso había prometido al Emperador francés no sentar en el Trono español al hijo de Luis Felipe. Su oposición quedó expresada de forma tajante en aquel célebre discurso de los «tres jamases» contra el retorno de cualquier Borbón al Trono de España (pues Montpensier no sólo era Orleans, y por tanto Borbón descendiente de Luis XIV, sino que su entronización convertía en Reina a la hermana de Isabel II). Sea como fuere, Montpensier quedó descartado sin apelación tras matar en duelo a su pariente, el infante don Enrique. De ahí que Prim dirigiera sus miradas, desde el primer momento, hacia la casa de Saboya, lo cual probaba su admiración por el proceso nacional italiano y la preferencia que daba al reforzamiento del Estado frente a la Iglesia, según hemos dicho. Pero Amadeo, duque de Aosta, se negó, en principio, y lo mismo hizo su primo Tomás Alberto, duque de Génova, por lo que Prim hubo de pensar en otra alternativa. Optó entonces por don Fernando de Coburgo, Rey viudo de Portugal. Esta propuesta también delata un objetivo político que podemos llamar nacionalista hispánico, o ibérico, pues se trataba de lograr, a largo plazo, la unión entre los dos Estados peninsulares, una de las metas políticas más ambiciosas e inteligentes de un nacionalista del XIX. Cuando circunstancias personales del candidato, y susceptibilidades de la opinión portuguesa ante la posible unión, obligaron a renunciar también a este proyecto, se barajó la solución de un Príncipe alemán, un Hohenzollern. Incluso en esta tercera candidatura se puede ver un objetivo nacionalista, cual era terminar con la clásica dependencia española respecto de Francia e Inglaterra. Esta última propuesta encrespó a Luis Napoleón, como se sabe, y dio lugar a la guerra franco-prusiana de 1870, con lo que Prim volvió al plan Saboya, y Amadeo, esta vez, aceptó. Pero cuando desembarcó en España, sólo pudo ver el cadáver de su valedor.

Finalmente, pues, en 1871 se sentó un Rey constitucional en el Trono, pero carecía de «padrino», y su breve reinado empezó pronto a dar tumbos. El político y militar más influyente, Serrano, había sido partidario de Montpensier, y su lealtad hacia el Rey saboyano era, como mucho, tibia. La buena sociedad madrileña hizo el vacío a la familia real, considerada intrusa. Los dos políticos principales que gobernaron bajo el nuevo Rey, Sagasta y Ruiz Zorrilla, los segundos de Prim, desataron una insostenible rivalidad mutua. Los republicanos, envalentonados, se lanzaron a una despiadada oposición frente al Rey italiano y frente a la monarquía en general. Y los carlistas se sublevaron en 1872, iniciando así la tercera guerra civil del siglo. Ante este levantamiento, era obligado recurrir al Ejército, pero ganarse a los militares no era tarea fácil para un Rey extranjero. Unos militares que, por otra parte, bajo el mando de Serrano, carente de la popularidad y el carisma de Prim, y habiendo reincorporado, por necesidades de la guerra, a los antiguos generales isabelinos, dejaron de estar unidos. A medida que avanzó el reinado de Amadeo, y sobre todo bajo la República, creció la división en los medios castrenses, e incluso se generalizaron la insubordinación —con pronunciamientos hasta de sargentos, dato fundamental para explicar el distanciamiento de muchos generales respecto de la Revolución liberal, que empezó a identificarse para ellos con la «anarquía»— y la evolución hacia el nacional-catolicismo, algo inédito entre los militares, porque el Ejército español de los tres primeros cuartos del XIX había profesado, en general, un nacionalismo laico-liberal enemigo de interferencias eclesiásticas. Un informe policial francés de 1872 expresó una visión de la situación que sin duda muchos compartían: en España no había, en realidad, sino dos partidos: el del orden (los alfonsistas) y el del desorden (la Internacional). Pocos meses después, ya bajo la República, otro informante escribía al Prefecto de París: «Toutes les possibilités sont pour le Prince des Asturies». En efecto, puestas las cosas en esa tesitura, todo conducía hacia el primero de los dos partidos, el del «orden», lo que significaba volver a traer a los Borbones, en la persona del príncipe don Alfonso.

De no haber muerto Prim

¿En qué habría cambiado la marcha de este proceso la presencia de Prim? Lo primero —y quizá lo único altamente probable, dentro de lo especulativo de estas líneas— es que la rivalidad entre Sagasta y Ruiz Zorrilla, frenada por su jefe común, no habría desembocado en ruptura. La coalición revolucionaria probablemente sí se habría roto, como había ido ya ocurriendo en el último año de vida de Prim, por el distanciamiento de los unionistas, vinculados a Montpensier; pero esta defección se habría compensado con una mayor participación de los demócratas monárquicos, o ámbrios. Es decir, que lo probable es que la monarquía amadeísta se habría escorado hacia la izquierda, con Prim a la cabeza del Gobierno, quizá turnándose con otro partido dinástico más conservador, formado por los políticos y militares unionistas detrás de Serrano.

Una monarquía de este tipo habría podido hacer frente con mayores garantías de éxito al boicoteo de la aristocracia, algo que seguramente no habría dejado de producirse aunque hubiera vivido Prim. El propio Prim era un parvenu, un outsider de los medios madrileños, pero había ido ganándose la aceptación de la alta sociedad española y europea, en parte gracias a su carrera militar y en parte por un matrimonio muy bien planeado desde el punto de vista de su ascenso social. Tampoco su esposa era madrileña, ni española, sino mexicana, pero cargada de dinero y con los buenos modales procedentes de una larga educación londinense y parisiense. Tanto el militar provinciano ennoblecido como su esposa sabían lo difícil que era ser aceptados por la buena sociedad, pero también habían demostrado ser capaces de abrirse paso en ella. Nada asegura que hubieran logrado hacer aceptables a don Amadeo y doña María Victoria en los medios madrileños; pero habrían hecho su reinado menos difícil. Habría habido, desde luego, una monarquía débil (lo cual no venía mal para obligar al monarca a atenerse a su función constitucional), pero con un general fuerte tras ella. Y atención, que «general fuerte» no es lo mismo que dictador. En aquella misma década de 1870 que Prim no llegó a vivir, presidió la Tercera República francesa el mariscal Patrice de MacMahon, quien dominó la situación política en parte gracias a su prestigio militar previo; y a nadie se le ocurriría comparar su poder con el dictatorial de Miguel Primo de Rivera en España cincuenta años más tarde.

A los aristócratas, Prim no sólo les habría opuesto el Rey, sino, sobre todo, «la nación». Porque recordemos que era un nacionalista español y quería nacionalizar la sociedad; que en su entorno se movía Fernández de los Ríos, con la idea de un urbanismo nacionalizador —algo semejante a lo que hicieron los Saboya plantando el enorme pastelón que homenajea a Víctor Manuel en lo alto de la colina capitolina—; que otros de sus colaboradores querían reforzar la enseñanza pública; y que la idea de un servicio militar realmente obligatorio, sobre el modelo prusiano, iba madurando en su mente desde hacía largo tiempo. La fuerza de un proyecto político de este tipo, frente a unos aristócratas refugiados en viejas modas y lealtades, no parece despreciable. Lo que ocurrió, en cambio, fue lo contrario: la Revolución se asoció no sólo con desorden, sino también con disgregación de la nación. La presencia catalana siguió siendo muy fuerte en la política española, especialmente a lo largo del año republicano, pero los Pi y Margall, Figueras, Lostau, Sorní, Tutau o Suñer y Capdevila eran federales, y vistos, por tanto, como defensores de intereses provincianos y egoístas: una amenaza para la unidad de la patria. La Primera República no supo, de hecho, reforzar a la nación. Quiso hacerlo, como cuando convirtió el Dos de Mayo de 1873 en una solemne fiesta cívica, despojada de contenido religioso, pero pocos días antes Rubau Donadeu, amigo personal de Figueras, primera autoridad del país, había propuesto sustituir aquella fiesta nacional por una Fiesta de la Humanidad, y derribar el monumento del Paseo del Prado. Hoy podemos apreciar lo que en aquella idea había de generoso intento de superar los egoísmos patrios. Pero por entonces a las mentes biempensantes aquello les recordaba a los communards de París derribando la columna erigida en la plaza Vendôme a las glorias napoleónicas y disolviendo, junto con la patria, la familia, la propiedad y el orden público; les inspiraba terror.

El Ejército, por su parte, probablemente habría aceptado con mayor facilidad a un Rey saboyano apadrinado por Prim, y habría tardado más en dividirse y amenazar con rebelión de lo que tardó bajo el mando de Serrano. Hemos hablado ya de la unidad militar existente bajo Prim y ahora toca especular sobre sus efectos si el general no hubiera muerto. Un Ejército unido habría hecho frente con más facilidad a los carlistas, que quizá se hubieran pensado dos veces el inicio de un levantamiento general, tras la contundencia con que Prim había respondido a las partidas surgidas en julio del 69. Que la Iglesia católica habría boicoteado al nuevo monarca es seguro, pero habría tenido que enfrentarse con un Estado español más fuerte y unido. Si a ello se añade el momento de especial debilidad en que se encontraba la Santa Sede como potencia internacional, junto al hecho de que don Carlos, aparte de no tener un solo general de su lado (al final fueron dos coroneles, Dorregaray y Ferrer, quienes iniciaron el levantamiento), adolecía de una extrema debilidad financiera, sin conseguir jamás un préstamo ni donativos decisivos, cabe pensar que el «Ejército católico» quizá no hubiera llegado a levantarse. Incluso descartando esta suposición y aceptando el estallido de la guerra como inevitable, el Ejército liberal habría luchado por una causa, y no sólo contra los carlistas, por mera disciplina, como lo hizo en 1872-1876. Como decía otro informe de un confidente carlista a la policía parisina en 1873, «entre nous, la majorité de ce nation n'est point Carliste et nous triomphes sont dues en grande partie à la profonde désorganisation du pays». Esa desorganización (militar, sobre todo) es, justamente, la que podría no haber existido de haber vivido Prim. Lo probable, por tanto, es que el carlismo habría sido derrotado de forma más contundente y que el mundo católico conservador habría tenido que resignarse a una situación como la italiana, llegando finalmente —quizá, décadas después, también como en Italia— a un acuerdo entre la Iglesia y el Estado que incluiría el reconocimiento de la monarquía y el levantamiento de la excomunión contra los Saboya. No hará falta subrayar lo sustancial de un giro así en la historia de España.

En su política militar, sin embargo, es seguro que Prim siempre se habría enfrentado con un grave problema, cual era la imposibilidad de cumplir la promesa revolucionaria de abolir las quintas, dado que las apreturas presupuestarias convertían en utópico el plan de crear un Ejército profesional permanente. Pero lo lógico es que hubiera acabado por establecer un servicio militar verdaderamente universal, sobre el modelo prusiano, como hemos dicho, un plan mucho más aceptable para la izquierda que las odiadas y discriminatorias quintas; y mucho más realista que el desesperado recurso ideado por Ruiz Zorrilla en 1872, y adoptado más tarde por Castelar, de reclutar 200 000 milicianos nacionales.

Pero incluso la forma en que Prim se hubiera enfrentado a las protestas de la izquierda habría sido diferente. En este terreno, poseemos datos sobrados sobre la firmeza de Prim, muy superior a la de Serrano y sus colaboradores: sin necesidad de remontarse a 1843, baste recordar su actitud ante las sublevaciones federales de diciembre del 68 y enero y octubre del 69. El relato canónico de la Septembrina dice que los desórdenes fueron «crecientes» a lo largo de aquellos seis años. No es cierto. Hubo tres oleadas de insurrecciones entre diciembre del 68 y octubre del 69; pero en los catorce meses que transcurrieron entre esta fecha y la muerte de Prim, no se produjeron levantamientos ni algaradas, salvo la protesta barcelonesa de abril de 1870 contra las quintas, y así se mantuvo la situación, sin duda bajo el clima legado por el primer ministro asesinado, durante los primeros quince meses de Amadeo, hasta la sublevación carlista de abril del 72. La última medida que el de los Castillejos adoptó, pocas horas antes de caer víctima del atentado mortal, fue la disolución de los Voluntarios de la Libertad, señal elocuente de su actitud enérgica contra quienes se le enfrentaban con métodos extraparlamentarios. Es seguro que ante rebeliones radicales, como las que dominaron el verano del 73 —sociales como las de Alcoy o Sanlúcar, o cantonalistas como la de Cartagena—, Prim hubiera actuado con la contundencia de los militares franceses ante la Comuna. Él mismo lo dijo: «Cuando el rey venga, se acabó todo. Aquí no habrá más grito que el de ¡viva el rey! Ya haremos entrar en caja a todos esos insensatos que sueñan con planes liberticidas y que confunden la palabra “progreso” con la palabra “desorden”, y la Libertad con la licencia». El republicanismo, por otra parte, habría sido menos atractivo frente a una monarquía laica y nacionalizadora; y no es demasiado imaginativo pensar que la oportunidad republicana se habría postergado hasta el surgimiento de algún escándalo o conflicto de gran importancia, como fue el caso Dreyfus en Francia, probablemente unos lustros más tarde, retirado ya Prim o desaparecido por muerte natural.

Desde el punto de vista internacional, al menos se habría consolidado una alianza —la italiana— con un Saboya en el Trono de España y con una Francia reducida a la impotencia tras su fracaso de 1870 —y que en todo caso prefería a un Saboya en España antes que tentar de nuevo al poderoso Bismarck con la idea de traer a un Hohenzollern—. En cuanto a Bismarck, pese a no haber logrado imponer a su aspirante, puede que no hubiera visto con malos ojos una monarquía que molestaba al Vaticano. Y la Gran Bretaña no habría tenido motivos sino para la neutralidad. Es decir, que no hay razones para pensar que la situación, en este terreno internacional, hubiera sido muy diferente de la existente en tiempos de Amadeo I. Pero, al hablar de política internacional, es inevitable recordar el tema cubano. Y aquí podría argüirse de nuevo que la unidad militar y la firmeza de Prim hubieran llevado a una política de dureza frente a los independentistas. No fue así, ya que el Grito de Yara se produjo al poco de iniciarse el Sexenio, y Prim, a quien sobró tiempo para adoptar medidas draconianas frente a los rebeldes, no llegó a emprenderlas. Y es que en política colonial sí era, al revés que en otros campos, un militar muy especial, o más bien un político con considerable visión de futuro, que expresó siempre que pudo actitudes abandonistas en relación con la «perla de las Antillas» y el resto del Imperio americano y oceánico. Su proyecto, en relación con Cuba, consistió en conceder reformas autonómicas primero, e incluso, tras una consulta a sus habitantes, la independencia después, a cambio de una compensación económica garantizada por Estados Unidos. Es fácil decir, con la perspectiva que da el paso de los años, que este proyecto no sólo revelaba conocimiento de la realidad antillana y del enorme poderío estadounidense, sino también audacia y genio anticipador de los problemas que estallarían treinta años después, con un final trágico desde muchos puntos de vista. Pero no es menos cierto que tal proyecto —«vender Cuba a los yanquis», como se dijo— habría sido casi inaceptable para la opinión pública, y que no habría dejado de recordarse que el Rey era italiano, y el primer ministro, catalán, para desconfiar de su abandonismo. En todo caso, y para resumir la política internacional, no parece que ésta habría cambiado mucho de haber vivido Prim. España no era un factor relevante en el escenario europeo de la época; y la presencia de este o aquel político al frente del Gobierno no podía alterar ese dato. Sólo en el terreno colonial, donde seguía ejerciendo el dominio precisamente sobre áreas ambicionadas por la emergente gran potencia mundial, un político inteligente y con visión de futuro hubiera podido impedir el surgimiento de un conflicto. Pero habría necesitado habilidades francamente malabares para sortear los múltiples obstáculos internos que se habrían opuesto —por los políticos, la opinión pública y sus propios compañeros de armas— a su propuesta.

En definitiva, por tanto, el principal terreno en el que una hipotética presencia de Prim hubiera podido alterar lo que al final ocurrió es el del reforzamiento o debilitamiento de la autoridad estatal dentro del territorio nacional. Pero todo esto es, desde luego, hablar por hablar: de haber vivido Prim, pudo haber ocurrido lo que imaginamos —que España evolucionara hacia una situación como la francesa de Thiers y MacMahon, o hacia la italiana de Víctor Manuel y Cavour—, pero pudieron muy bien pasar cosas harto distintas. También pudieron haberse dado otras muchas contingencias, imposibles de imaginar ahora, que alteraran por completo la situación. Nunca lo sabremos. Lo único que defenderíamos con firmeza es que la situación estaba abierta y que el curso de la Revolución septembrina de ningún modo estaba predeterminado en sentido descendente hacia el abismo. Sólo a partir de cierto momento esa pendiente se convirtió en irremontable. Y lo que me he atrevido a proponer en estas páginas es que un hecho crucial en favor de esa evolución fue la desaparición de Prim.

El individuo y la historia

Los factores personales me parecen, por tanto, en este caso mucho más importantes de lo que sugieren las visiones de la Revolución del 68 en términos de lucha de clases, con pugnas o contradicciones insolubles entre burguesía y aristocracia, coronadas siempre por el triunfo burgués y por un nuevo, y también inevitable, enfrentamiento con el proletariado. Ahora que podemos contemplar aquellos hechos con la perspectiva de uno o dos siglos, sabemos que, a largo plazo, no fue eso lo que ocurrió. Mucho menos válido, lógicamente, debe ser ese esquema tan general a la hora de explicar los sucesos de sólo seis años, por mucho que escuelas históricas como la marxista sigan empeñándose en utilizarlo. El ciclo revolucionario de 1868 a 1874 no fue una lucha de clases, o al menos este aspecto no fue el más relevante; su impulso inicial no vino de una tensión social creciente que culminara en el estallido político, sino que todo comenzó con un pronunciamiento de generales y partidos excluidos del Gobierno; y el proceso siguió dominado, durante sus seis años de duración, por motivaciones y circunstancias políticas.

Clasificar aquel proceso como genuinamente político tampoco implica suponer que los factores personales tenían que primar sobre los estructurales, pero sí es cierto que en el juego de poder gubernamental inmediato lo personal adquiere mayor relevancia que en los grandes procesos sociales. Y hay momentos en que esta importancia puede volverse decisiva. Limitándonos a los magnicidios, cuando éstos ocurren en procesos cuyo curso está ya definido, su importancia, lógicamente, se reduce. Tal fue el caso del siguiente gran atentado político de la historia de España, el perpetrado contra Antonio Cánovas del Castillo, que de no haber ocurrido difícilmente habría evitado la guerra del año siguiente con Estados Unidos, y la pérdida de Cuba; su asesinato, a manos del anarquista italiano Michele Angiolillo, debilitó sin duda la posición española y envalentonó a los independentistas, posibles inductores del atentado, pero el final habría sido el mismo de haber ocupado Cánovas en lugar de Sagasta la presidencia del Gobierno. Algo semejante podría decirse también de la muerte de Eduardo Dato, que ni el mayor devoto de este político consideraría factor determinante del proceso de hundimiento del régimen parlamentario clientelar en 1923. Cánovas o Dato, en definitiva, daban la impresión de haber cubierto ya su ciclo histórico. En cambio la desaparición de Prim (como, probablemente, las de Canalejas o Carrero Blanco) eliminó a un actor a quien según todos los indicios quedaba todavía tarea por delante. En pleno proceso revolucionario, Prim representaba la autoridad del Estado y la unidad del Ejército. Su muerte sumió a la Revolución en el caos, que es justamente lo que sus enemigos habían predicho desde el principio y él estaba decidido a evitar.

Así pues, lo peor que hizo don Juan Prim, marqués de los Castillejos, a lo largo de toda su carrera política fue morirse, o dejarse matar, de forma tan inoportuna. No es una humorada: en cierto modo, Prim se dejó matar. Habiendo recibido repetidos avisos de conspiraciones para asesinarlo, se negó a tomar las precauciones que le recomendaron sus amigos y consejeros. Una actitud que, esta vez, no respondía a genialidad personal, sino a la cultura propia de su época y grupo profesional. Como militar que había participado en varias guerras con audacia teatral, de la que había sabido sacar hábil provecho profesional, Prim se jactaba de enfrentarse con el peligro físico, y lo menospreciaba en exceso. Pero las maquinarias del atentado político son más frías, más indiferentes al valor personal, que los ataques en el campo de batalla. Prim, que desde hacía tiempo era mucho más un político que un militar, adoptó, ante el riesgo de un atentado, la actitud de un militar, y de un militar de la era romántica. No entendió bien el nuevo mecanismo de poder en que se había metido. En un momento en que cometía ya pocos errores, cometió el más grave de su vida.

Bibliografía

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