En 1897 dos cambios políticos modificaron ampliamente el panorama de la guerra colonial iniciada en Cuba dos años antes. El 4 de marzo inició su andadura el nuevo Gobierno republicano, presidido por William McKinley, en Estados Unidos, un país clave en todos los sentidos para decidir el curso del conflicto cubano. El relevo en la Casa Blanca favorecía en principio a las posturas más intervencionistas, aunque no hubiera unas diferencias tajantes a este respecto entre ambos partidos, Republicano y Demócrata, y en cualquier caso enfrentaba a la diplomacia española con un nuevo interlocutor, liberado de los compromisos adoptados por su predecesor. Por otra parte, el 8 de agosto cayó asesinado el presidente del Gobierno español, Antonio Cánovas del Castillo, partidario de posponer las reformas ultramarinas hasta el aplastamiento militar de la rebelión en Cuba: «A la guerra con la guerra» había sido el lema de su política en este terreno en los años precedentes. Puesto que su partido se hallaba dividido, la ausencia de Cánovas abría la puerta a la oposición dinástica, los liberales, en cuyas filas la combinación de las reformas político-administrativas y la contención de los rebeldes era la opción que más apoyos tenía. Cabría haber esperado que el ambiente político más proclive a una intervención activa e inmediata en los asuntos cubanos, en un lado del Atlántico, y la llegada al poder de reformistas moderados, en el otro, hubiera conducido a una salida negociada del ya largo enfrentamiento militar en Cuba.
Un deseo de paz frustrado
El 17 de enero de 1898 el embajador estadounidense en Madrid, Woodford, señalaba en un despacho a Washington: «Sagasta y Moret son patriotas. Desean la paz. Creo que han hecho y continúan haciendo todo lo que pueden. Si fracasan y tienen que elegir entre la guerra contra nosotros y el derrocamiento de la dinastía, tratarán de salvar a ésta». A esas alturas del año 98, la guerra entre España y Estados Unidos estaba ya en el horizonte inmediato. Lo estaba pese a que, transcurridos ya casi tres meses desde el nombramiento del nuevo Gobierno, presidido por Práxedes Mateo Sagasta, entre éste y su ministro de Ultramar, Segismundo Moret, hubieran dado un giro de 180 grados a la política colonial española, en la línea que venía exigiendo Washington desde hacía tiempo.
Siete días después del nombramiento de Sagasta, el nuevo Gobierno había relevado del mando de las tropas españolas en Cuba a Valeriano Weyler, el general cuyo sistema de lucha contra los rebeldes había convertido en enemiga a la gran mayoría de la población isleña y provocado un amplio reguero de víctimas civiles. La reconcentración, como fue bautizada la fórmula antiguerrillera puesta en práctica por Weyler, consistía en el traslado forzoso de los campesinos a las ciudades, despojando así a las fuerzas independentistas de sus apoyos logísticos, pero también a los desplazados de sus medios de vida, que las autoridades de las ciudades receptoras no podían suplir con sus ayudas. No hay cifras fidedignas sobre las bajas civiles producidas por esta estrategia, pero probablemente estemos hablando de más de 150 000 fallecidos. Por eso la reconcentración era uno de los motivos fundamentales del unánime clamor de la prensa estadounidense contra España; y el cese del «carnicero» Weyler, una exigencia explícita del Gobierno de Washington. Al polémico general lo sustituyó Ramón Blanco, un militar más dispuesto a contemporizar y encargado de aplicar la acción «humanitaria y atenta a respetar cuanto sea posible los derechos privados» que hacía suya el Gobierno liberal. No se agotaron en este relevo los cambios acordados por Sagasta y Moret, con el respaldo del Gabinete. El 26 y el 27 de noviembre de 1897 un conjunto de decretos dieron forma al régimen de autonomía de Cuba y Puerto Rico, otra demanda antigua de los estadounidenses y que bajo la presidencia de Grover Cleveland, el antecesor de McKinley, se había convertido en el objetivo aparente de su política cubana. La autonomía era una fórmula limitada pero flexible y susceptible de desarrollo, que incluía la posibilidad de un arancel colonial y por ende de unas nuevas relaciones comerciales cubano-norteamericanas. A todos estos pasos reformistas se añadieron diversas medidas de perdón y el horizonte de una amnistía para los rebeldes.
Pero en el otoño de 1897 el anuncio de estas novedades significativas ya no servía para satisfacer a Washington. El discurso del presidente McKinley ante el Congreso el 6 de diciembre, el tono de las intervenciones parlamentarias y los artículos aparecidos en la prensa revelaban que se había producido un viraje en Estados Unidos, donde los partidarios de emplear las armas de inmediato tenían un peso creciente en la opinión pública; un viraje que además adquiría especial relevancia en 1898, año de elecciones legislativas. Por ello, cualquier ralentización o error en el proceso de rectificación y reforma iniciado en Cuba podía derivar hacia un conflicto abierto. Las algaradas y los ataques a periódicos filonacionalistas, protagonizados por los antiautonomistas más radicales y por oficiales de la guarnición en La Habana; la publicación de una carta confidencial del embajador español en Washington, Enrique Dupuy de Lôme, en la que arremeda cunda William McKinley; y finalmente, y sobre todo, la explosión accidental del barco de guerra norteamericano Maine en el puerto habanero el 15 de febrero, radicalizaron la postura estadounidense. El 29 de marzo de 1898 el embajador Stewart Woodford entregó a Sagasta, delante del ministro de Estado, Pío Gullón, y del de Ultramar, Moret, un corto texto que venía a ser un ultimátum. España debía disponer de inmediato un alto el fuego unilateral, revocar sin más demoras la reconcentración y aceptar la negociación de la paz con los rebeldes, con el presidente McKinley como árbitro. Llegó la hora de que el Gobierno decidiera entre la guerra o la humillación de aceptar un triunfo de los separatistas apoyado, no en el éxito militar, sino en la directa intervención norteamericana.
Como sabemos, el Gobierno prefirió la guerra a la humillación, aunque no era ni mucho menos inconsciente de que la guerra se iba a perder y aunque en los círculos gubernamentales diferentes voces barajaron la posibilidad de someterse al imperio de las circunstancias y aceptar las exigencias de Washington. Moret señalaría años más tarde que él personalmente habría cedido. El día 24 de abril el embajador español en Moscú escribió una carta a la regente María Cristina, aconsejando que no se aceptara una guerra imprevista y para la que no existían recursos militares. Por su parte, dadas las afirmaciones que hicieron cuando fueron consultados, resulta claro que los jefes de la Armada —entre ellos el almirante Pascual Cervera— pensaban que la Marina española no estaba en condiciones de vencer a los enemigos. El propio Sagasta, antes de que se declarara oficialmente la guerra, intentó agotar los canales diplomáticos para llegar a una solución que la evitara, aceptando «casi» íntegramente las condiciones transmitidas por el embajador estadounidense. Cuando vio cerradas esas vías, pidió a la Reina regente que llevara a cabo consultas extraordinarias con los líderes políticos y con los militares, lo que pone de manifiesto que conocía la gravedad de la decisión, filialmente traducida, el 25 de abril, en el comienzo del conflicto. España entró en guerra, pese a que ni sus políticos ni su cúpula militar se hacían muchas ilusiones sobre el resultado, porque se pensaba, como había señalado Woodford en enero y repitieron algunos artículos en aquellos difíciles días de abril del 98, que aceptar los términos impuestos por los norteamericanos ponía en peligro la monarquía o el sistema parlamentario o a ambas cosas. Como diría en una obra publicada en la década de 1920 el conde de Romanones, «por desgracia para España, el mal menor radicaba en defender a todo trance el honor nacional». Desde luego la prensa en su amplísima mayoría era partidaria de no transigir más con Estados Unidos. Pero dado que la opinión pública no tenía un efecto directo sobre la composición del Parlamento, en buena medida fabricado desde el Ministerio de la Gobernación, ¿quiénes podían provocar esa conmoción si no se iba a la guerra? En tres direcciones apuntaron los comentarios políticos de la época: el republicanismo, el carlismo y los militares.
El republicanismo
El primero, el republicanismo, era en la década de 1890 un movimiento que, no obstante sus discretos resultados electorales, contaba con una fuerte presencia en las principales ciudades e incluso en determinadas comarcas rurales. Alrededor de los casinos republicanos —una mezcla de clubes de recreo y centros culturales y políticos— se habían ido tejiendo redes sociales amplias, identificadas por su ideología democrática. Estos centros y la prensa republicana fueron los pilares de un sector de la opinión pública muy escuchado por la clase política, entre otras razones porque a finales de siglo parecía capaz de tomar la calle en apoyo de sus propuestas y figuras; e incluso, en ocasiones, de capitalizar políticamente las viejas formas de protesta contra la carestía, la fiscalidad o el reclutamiento para el Ejército. Por otra parte, la consolidación de la Tercera República en Francia y el auge de la gran república transatlántica habían reverdecido la idea de que la república constituía el horizonte de futuro de los regímenes nacidos de la revolución liberal. De manera que, si se deseaba evitar o al menos retrasar ese desenlace, como evidentemente les ocurría a los políticos dinásticos, había que permanecer muy atentos a las señales emitidas por los republicanos.
La guerra de Cuba se convirtió desde 1895 en un tema central para los discursos de esta oposición de izquierdas. El conflicto podía ofrecer una oportunidad para la caída del Gobierno e incluso del propio régimen, en la medida en que su prolongación en el tiempo, primero, y la previsible derrota tras la intervención estadounidense, después, tenían por fuerza que debilitar a la monarquía. En un plano más concreto, el servicio militar obligatorio, pero no universal, que existía en España, no sólo resultaba una «irritante desigualdad» en abierta contradicción con el proyecto democrático, sino que en la práctica era un deber exclusivo de los grupos sociales que constituían la referencia del discurso republicano, de ese pueblo tan indefinido como omnipresente en sus textos. Además, el gasto público bélico debía financiarse mediante un sistema fiscal regresivo que empleaba mecanismos recaudatorios muy impopulares. Quintas y consumos, las dos obligaciones impuestas por el Estado que mayor rechazo producían y cuya eliminación o reforma radical habían sido el gran objetivo inmediato de todas las movilizaciones revolucionarias de la España liberal del XIX, cobraban en el contexto de la guerra una elevada y dramática actualidad.
El republicanismo configuraba, sin embargo, un espacio político fragmentado a nivel nacional y sin un liderazgo reconocido, más allá de cada municipio concreto. Con la salvedad de una parte del federalismo, que por boca de Pi y Margall se pronunció desde 1895 por el reconocimiento de la independencia cubana, los diferentes grupos coincidían en el mantenimiento de la integridad territorial (aunque unos admitían la autonomía y otros no) y en el rechazo del separatismo cubano. No obstante, sus discursos y estrategias divergieron, incluso tras la formación de la Unión Republicana en 1896, aunque al menos encontraran un denominador común en un patriotismo exacerbado. La subordinación de la lectura de la cuestión colonial a sus objetivos políticos en España llevó a la mayoría de los grupos republicanos a fomentar un nacionalismo belicista y los condujo a una cambiante postura ante el Ejército, que podía ser y fue, sucesiva y a veces simultáneamente, una institución inútil para la guerra, ineficaz en su organización, dominada por valores antidemocráticos y clericales, amén de antipopular, y la encarnación del espíritu nacional, capaz de derrotar con sus fuerzas a la hidra de la reacción y al agresor extranjero, pese a la desnudez material en que lo había dejado el corrupto régimen monárquico.
Todas las debilidades del republicanismo —su desunión, su falta de liderazgo y las ostensibles fisuras de su discurso— no obstaron para que apareciera a los ojos de los partidos y los círculos dinásticos como una fuerza temible; y su belicismo como una razón de peso para renunciar a la negociación con los insurrectos y con los estadounidenses. Y ello a pesar de que, en ausencia de un «espadón» republicano (por más que Weyler gestionara con calculada ambigüedad las propuestas que recibió en ese sentido), resultaba muy dudoso que las «masas» republicanas pudieran poner en peligro a la monarquía. Era desde luego cierto que en las diferentes manifestaciones de respuesta a la guerra, las de marzo de 1896, la de recepción al dimisionario general Camilo García de Polavieja en Madrid el 16 de mayo de 1897 o las que jalonaron los pasos hacia la guerra en el invierno y la primavera de 1898, los republicanos y sus lemas y vítores tuvieron peso, pero de ahí a suponer una movilización que desbordara al Estado había un amplio trecho. El miedo entre los políticos dinásticos fue en cualquier caso suficientemente intenso como para permitir e incluso fomentar, en medio de una absurda competencia, que las consignas de dignidad y honra nacionales frente a los agresores extranjeros se acabaran convirtiendo en un lugar común de toda la prensa. Una opinión que se convertía —a través de esta movilización desde los periódicos— en guía necesaria de las decisiones de una clase política que no dependía de su evolución, pero tampoco se creía capaz de gobernar sistemáticamente en su contra.
El carlismo
Pese a que su fuerza en Madrid, y en general en la España urbana, resultaba más limitada, otro movimiento político antisistema constituyó la segunda referencia constante de las decisiones relativas a la guerra. Me refiero al carlismo. Su importancia nacía de la confluencia de tres factores distintos. En primer lugar, de su propia transformación a lo largo de la década de 1890, que lo llevó a modernizar su organización partidaria y sus medios propagandísticos. En segundo lugar, de que, a diferencia del republicanismo, contaba con un mando único y una tradición militar que, se pensaba, estaba en condiciones de reactivar. Sobre todo si los republicanos tenían éxito en la movilización de su «pueblo», ya que en ese caso la Iglesia podía optar por abandonar su estudiada equidistancia y su coexistencia pacífica con la monarquía liberal y apoyar abiertamente al legitimismo. Ahora bien, estos activos de los seguidores de don Carlos no compensaban los problemas que a la altura de 1898 limitaban su capacidad de maniobra. La renovación del partido, por medio de los círculos tradicionalistas, la definición de una estructura territorial, la apuesta por la prensa carlista y la participación electoral habían configurado una fuerza «legal» cuya existencia no se podía compatibilizar con facilidad con la reorganización militar. Además, los riesgos que entrañaba una intentona fallida para el carlismo renovado resultaban mucho mayores. Sin duda los atrancos que una nueva Carlistada debía superar para pasar de la potencia al acto son mucho más evidentes para el historiador actual que para los coetáneos. En la literatura y en la prensa carlistas, la solución militar tenía un amplio reflejo, no obstante el avance del movimiento por las vías legales. La disposición a esperar acontecimientos, que acabó poniendo de manifiesto la dirección del carlismo, no era tampoco tan obvia en 1898, ante el tono de su prensa y después del manifiesto que el año anterior había dado a conocer don Carlos, en el que el oportunismo ideológico parecía traslucir la voluntad del Pretendiente de convertir al legitimismo en una opción inmediata si el conflicto político hería a la monarquía liberal. A los ojos de la clase política, lo relevante era el claro fortalecimiento del Partido Carlista, que volvía más amenazadora la posible sublevación de ese airado nacionalismo católico español, casi indiferenciable de la retórica de los púlpitos.
Los militares
Por más que se temiera a republicanos y a carlistas, los políticos de la Restauración miraban sobre todo con especial recelo la evolución de la opinión de los militares. Desde la década de 1850, todos los movimientos populares triunfantes habían seguido —y no precedido— a pronunciamientos militares. El peculiar civilismo canovista había devuelto a los militares a los cuarteles a cambio de una amplia autonomía para su organización interna. Pero de modo implícito esa autonomía incluía una voz especial en los temas coloniales, que era lo que precisamente estaba en juego. Ya los sucesos de Melilla de 1893, la «vergüenza» de una mera protesta diplomática frente a los ataques rifeños a la ciudad, habían removido las hasta entonces tranquilas aguas de los cuarteles; y en 1895 unos oficiales respondieron por su cuenta a las «provocaciones» de El Resumen y de El Globo a cuenta de la guerra colonial. A la luz de lo que se vio en 1898 y 1899, cuando se multiplicaron las voces que pedían una mano firme que sacara al país de la crisis y arreciaron las críticas globales al Ejército, es más que seguro que los generales no se habrían alzado contra el Gobierno, y menos contra la monarquía, si hubieran tenido que regresar las tropas de Cuba tras una solución impuesta por Estados Unidos. Los vínculos creados entre la cúpula militar y el régimen de la Restauración eran demasiado fuertes como para imaginar una apuesta por el republicanismo, un universo político contra el que se había sublevado en 1874 y 1875, o por el carlismo, el enemigo tradicional de las fuerzas armadas decimonónicas. En cualquier caso, la sensación del Gobierno liberal (presidido por Sagasta y con Moret en Ultramar, los dos grandes responsables de «la vergüenza de Melilla») fue otra; y eso es lo que cuenta.
Llegados a este punto, cabe afirmar que los políticos dinásticos se vieron atrapados en 1898 en una rueda de la que no se atrevieron a salir. Sabían que iban a perder la guerra pero prefirieron un conflicto antes que afrontar unos riesgos que podemos decir, a cien años vista y sabiendo lo que ocurrió durante y tras la guerra hispano-norteamericana, que tendieron a sobredimensionar. Las decisiones políticas no dependen sin embargo de un inescrutable futuro sino de las opiniones que se forman en el presente a partir de la experiencia anterior. Por eso reviste gran relevancia, para entender por qué se optó por la guerra, echar una mirada a lo acaecido hacía relativamente poco tiempo, y en unas circunstancias semejantes, en un país cercano: Portugal.
El caso del vecino portugués
En la segunda mitad de la década de 1880, en el contexto de la pugna entre las potencias europeas por el reparto de África, las autoridades coloniales y los gobiernos portugueses activaron sus expediciones militares hacia el interior desde el litoral de Angola y Mozambique. Trataban así de consolidar, en unos casos, y lograr, en la mayoría, el control efectivo de las regiones sobre las que consideraban que tenían derechos históricos. Pretendían de este modo conseguir la realización de un viejo anhelo: la formación de un Imperio africano que fuera del índico al Atlántico (el conocido como mapa cor-de-rosa). En su empeño, además de a amplias dificultades técnicas y materiales, los portugueses se enfrentaron a otros proyectos coloniales. El principal obstáculo eran los planes británicos o, mejor podríamos decir en este caso, los de un lobby imperialista, una de cuyas figuras destacadas era el magnate inglés Cecil Rhodes, que logró activar el apoyo del Gobierno a su proyecto de asegurarse el control de los yacimientos mineros al norte de las repúblicas creadas por los colonos de origen holandés en Sudáfrica. Fue de hecho el capitalista británico el que logró que se impulsaran un conjunto de acuerdos con tribus africanas, destinados a cerrar el paso a la expansión portuguesa. Entre ellas estaban los macololos, un grupo asentado en el extremo meridional del lago Niasa, entrada natural de la cuenca del río Zambebe, región imprescindible para los planes portugueses. Por ello, cuando una expedición salida de Mozambique y comandada por Serpa Pinto se topó con los macololos en el otoño de 1889, el conflicto con los africanos se transformó en un conflicto con una tribu protegida por Su Graciosa Majestad. El 11 de enero de 1890, el embajador en Portugal de la reina Victoria presentó un ultimátum al Gobierno de Lisboa, en el que se exigía la retirada de los expedicionarios portugueses, advirtiendo que de lo contrario se produciría la inmediata ruptura de las relaciones diplomáticas. La amenaza estuvo acompañada de la concentración de barcos de la Royal Navy en la isla de Zanzíbar, en el océano índico —relativamente cerca de Mozambique— y en Gibraltar. El Gobierno portugués se plegó de inmediato a las exigencias británicas y después dimitió. Su dimisión no impidió la conversión de las calles de Lisboa y Oporto en escenario de unas masivas manifestaciones patrióticas y anglófobas, que pronto fueron capitalizadas por los republicanos. Un año más tarde, el 31 de enero de 1891, se produjo un pronunciamiento militar fallido en Oporto, que, aunque no había sido organizado por los republicanos, contó con la colaboración inmediata de una generación de nuevos militantes (Costa, Brito Camacho, Chagas o Almeida). Este grupo se quemó en la intentona pero con el tiempo se convirtió en el vivero de los líderes de un pujante y renovado republicanismo que en 1910 llegó al poder.
La experiencia de Portugal era muy relevante en los círculos políticos españoles del XIX, que no sólo no vivían de espaldas al país vecino, sino que además discutían de modo recurrente el modo de superar la división ibérica. Se trataba por tanto de una experiencia conocida y analizada por la clase política hispana, que tenía y tiene muchas lecturas. Probablemente la que hicieron los políticos en 1898 respaldaba su decisión de entrar en la guerra. La humillación que suponía la frustración de un proyecto colonial, no como en el caso español la pérdida de una antigua colonia considerada parte integrante del territorio nacional por la inmensa mayoría de la opinión pública, había llevado a Portugal al borde de la República y había desgastado profundamente la imagen del rey Carlos. Éste, coronado en diciembre de 1889, había asistido en silencio al breve conflicto y a su desenlace, como correspondía al titular de una monarquía liberal. Los republicanos vieron en ese silencio la confirmación del carácter superfluo o negativo del Trono y exigieron que Portugal diera el paso que acababa de dar Brasil el año anterior, echando a los Braganza. Muchos monárquicos se hicieron también eco del deterioro experimentado por la imagen pública de la corona: un grupo intelectual que había tenido fuertes vínculos personales con el Príncipe heredero, los vencidos da vida como Oliveira Martins, Ramalho Ortigão o Lobo de Ávila, trataron de devolverle protagonismo conforme al modelo del Káiser alemán —que era la cabeza de un régimen que le otorgaba amplios poderes, haciendo del Reich un híbrido de liberalismo y monarquía autoritaria—, mientras que otros políticos dinásticos como Franco defendieron proyectos que pasaban por un mayor contacto del Rey con su pueblo y una reactivación del reformismo gubernamental para demostrar el potencial transformador del liberalismo. Si ésa había sido la evolución frente a una cesión menos atentatoria a la dignidad nacional y mucho más repentina, ¿qué no cabía esperar de la pérdida de una provincia en España, país gobernado además por una Reina regente —circunstancia que no era secundaria en una cultura política que otorgaba un lugar central a la «virilidad»— y tras varios años de agitación nacionalista?
Lo ocurrido en Portugal también admite otra lectura. No obstante el elevado grado de movilización del país urbano, el turno de regeneradores y progresistas (semejante al existente en España entre conservadores y liberales) quedó pronto restablecido tras el fracaso de dos gabinetes suprapartidistas. Las relaciones anglo-portuguesas fueron recompuestas e incluso reforzadas con diversos tratados a lo largo de la década de 1890, y Portugal logró mantener su amplio Imperio ultramarino. Desde luego la escena intelectual experimentó un fuerte cambio y, dominada por discursos decadentistas y nacionalistas, pasó la página del optimismo liberal —incluso del liberalismo reformista del sobresaliente grupo de autores constituido alrededor de 1870— para acercarse a las nuevas tendencias críticas dominantes en los otros países europeos. Pero esa crisis intelectual no supuso el fin de la monarquía a corto plazo, como tampoco lo supondría la que se produjo al otro lado de la frontera tras el Desastre ultramarino. Una humillación española en 1898, la aceptación de la independencia de Cuba, habría tenido resultados análogos, porque en España como en Portugal no había grupos capaces de producir un cambio radical y porque en ambos países el Estado liberal era todavía una realidad sólida.
¿Y si Sagasta hubiera dicho sí a Estados Unidos?
De modo que si imaginamos que en abril de 1898 Sagasta hubiera tenido el coraje de enfrentarse a la opinión pública y aceptar unas condiciones que hubieran equivalido en la práctica al abandono de Cuba, podemos también suponer un guión semejante al portugués. Tras la respaldo de los términos del escrito de Woodford, los liberales habrían tenido que abandonar el Gobierno y casi con toda seguridad Francisco Silvela habría completado la tarea con el Tratado definitivo, que habría permitido a España conservar Puerto Rico —con un régimen autonómico amplio— y las Filipinas. Todo esto se habría hecho sin Cortes, pero tras su reunión los parlamentarios habrían otorgado su respaldo a lo acordado en las negociaciones, al igual que hicieron con los duros términos de la Paz de París. Mientras tanto, las calles de las grandes ciudades se habrían visto invadidas por manifestaciones republicanas y quizá los carlistas habrían aumentado sus actividades conspirativas. Es incluso probable que, en medio de las protestas de civiles y militares, de la publicación de manifiestos regeneradores y de variopintos y desiguales textos de análisis o de «combate», la Regente hubiera decidido llamar a Polavieja o a Weyler, a una figura militar de prestigio que se hiciera cargo del Gobierno, contuviera las protestas y parara a los carlistas. Pero también podemos imaginar que hubiera sido un Gobierno-puente algo más prolongado que pronto habría dejado paso a la reconstrucción del turno entre conservadores y liberales: no había nadie que defendiera un proyecto dictatorial con vocación de permanencia en la España de 1898; y ni el general cristiano, como se conocía a Camilo Polavieja, ni el antiguo capitán general de Cuba habrían podido, ni querido, improvisar una clase política nueva. En definitiva, sin la guerra hispano-norteamericana las cosas habrían sido muy parecidas a como fueron… aunque no exactamente iguales.
Muy parecido habría sido el escenario político español en tres campos: tras la «humillación», el anticlericalismo habría cobrado nueva fuerza, como lo hizo a raíz del Desastre; los nacionalismos periféricos también se habrían activado y junto con ellos habría adquirido vida un nuevo nacionalismo español; finalmente, y en términos más generales, el fin de la guerra de Cuba también habría traído consigo una amplia crisis de legitimidad del Estado liberal. Por supuesto, todo ello habría estado acompañado de una amplia transformación de los discursos y las prácticas intelectuales, del inicio de una nueva etapa en este campo. Y hubiera sido así porque los elementos fundamentales de esa crisis, como el cuestionamiento del positivismo, la extensión de los tópicos regeneracionistas o el hundimiento del optimismo progresista ya estaban presentes en España antes del 98, y respondían a una crisis cultural más amplia, al fin de siècle europeo. El Desastre actuó como catalizador en nuestro país, como lo hizo el ultimátum del 90 en Portugal; y la «humillación» habría empujado las cosas por similares derroteros. Por el contrario, la cesión ante Estados Unidos habría modificado el papel del Ejército y quizá permitido al país escapar de la dialéctica militarismo-antimilitarismo, además de limitar los costes bélicos, materiales y humanos de la guerra.
El anticlericalismo
Son muchos los historiadores que sostienen que el despertar del anticlericalismo tras el 98 no fue una mera coincidencia temporal, sino que tuvo un claro vínculo con los acontecimientos de ese año. La actitud de la Iglesia frente al conflicto, en el curso del cual hizo gala de un discurso muy patriótico, y ante la derrota, que muchos sermones achacaron a los pecados de una España liberal, creó las condiciones —según esta interpretación— para que la frustración producida por la derrota se reorientara contra el clero. Pero creo por mi parte que sin la guerra las cosas no habrían sido muy distintas. Aunque el país se hubiera ahorrado las prédicas y actos que santificaron, como si de una nueva Cruzada se tratara, la lucha contra los protestantes estadounidenses, la cesión de la isla antillana habría traído consigo interpretaciones semejantes a las que produjo el Desastre. Pero además habría aportado otros elementos coyunturales decisivos para impulsar la polarización social alrededor del clero. La pérdida de Cuba habría otorgado una nueva importancia a las Filipinas dentro del esquema colonial español y habría forzado un replanteamiento en profundidad de la política respecto a ultramar. Cualquier paso en ese sentido habría conducido inexorablemente a un conflicto con la Iglesia, que era en realidad la única institución española con arraigo en el archipiélago y, por esa razón, uno de los principales motivos de conflicto con la población local. Reformar la administración filipina habría obligado a reducir el poder económico y político de las órdenes religiosas, un paso que conducía casi forzosamente a tensiones Iglesia-Estado.
Otorguemos el peso que otorguemos a los elementos coyunturales, lo fundamental es que el anticlericalismo se vinculaba a fenómenos que desbordaban el ámbito de la política colonial. En primer lugar, el anticlericalismo respondía al clericalismo o a lo que un amplio segmento de la opinión percibía como tal. Desde la década de 1890, el catolicismo se hallaba empeñado en una ofensiva por recuperar protagonismo social y frenar la secularización en los países católicos. La multiplicación del asociacionismo confesional, de los actos públicos —fueran éstos inauguraciones de templos o edificios religiosos, peregrinaciones, procesiones o consagraciones— o de las cabeceras periodísticas católicas tuvo lugar en España bajo un régimen que había permitido, cuando no alentado, un impresionante crecimiento en efectivos, poder económico y presencia pública del clero secular y de las órdenes regulares. El combativo y reaccionario catolicismo hispano de la década de 1890 se hallaba por tanto —y paradójicamente dado su antiliberalismo— vinculado a la monarquía restaurada. La crisis de legitimidad de ésta, que no habría sido menos intensa con una «vergonzosa» aceptación de las condiciones norteamericanas que con las derrotas navales, es más que probable que hubiera afectado con igual fuerza a la Iglesia. Desde los cardenales a los párrocos, pasando por la orden más combativa de la ofensiva antisecularizadora, los jesuitas, todos los miembros del clero constituían en diversos grados la referencia negativa de la izquierda. Contra ellos se unían la gran mayoría de los intelectuales, los republicanos, los socialistas e incluso determinados grupos de la izquierda liberal, que se reconocían de este modo en una especie de frente dreyfusard hispano, análogo al que por estas mismas fechas copó las cubiertas de la prensa francesa. El caso Ubao, el conflicto entre una familia y la Iglesia por la decisión de su hija de hacerse monja, y el estreno de la obra de teatro de Galdós Electra, los dos grandes asuntos periodísticos que caldearon el enfrentamiento, no habrían dejado de estar presentes en el comienzo de siglo, conviniéndose en símbolos de una amplia movilización contra el fraile, con o sin guerra; y las manifestaciones de patriotas indignados por el abandono de Cuba habrían desembocado también en ataques a los colegios de la Compañía de Jesús. Asimismo la izquierda liberal habría encontrado en los gestos contra la expansión de las órdenes regulares una bandera para frenar el auge del republicanismo y enfrentarse a los clericales mauristas, y a su proyecto de una ciudadanía católica y conservadora.
La crisis del Estado liberal
El término «ciudadanía, nos lleva a la dimensión más importante del 98 que fue realmente» y, por lo tanto, al centro de nuestras consideraciones sobre el que podría haber sido. Los sucesivos desastres navales de Cavite (Filipinas) y Santiago (Cuba) y la posterior y extendida sensación de absoluta indefensión del país —recordemos que, en las semanas que precedieron al Armisticio, y en cada una de las crisis de las negociaciones de paz, se multiplicaron los rumores sobre un posible ataque estadounidense a los archipiélagos canario o balear, e incluso a la propia Península— tuvieron como secuela una crisis de legitimidad del Estado. El país oficial, la «oligarquía y el caciquismo» que gobernaban España, fue sometido a una demoledora crítica desde todos los ángulos posibles. Y esa crítica, en la que se acabó de definir un nuevo papel para los profesionales del pensamiento, no se quedó en la letra impresa sino que saltó a manifestaciones y otras acciones colectivas en las calles. Era por una parte el estallido de los grandes conflictos que la propia guerra había contribuido a retrasar. Frente a unos mecanismos de cooptación que impedían su participación en la vida política —y que por tanto dificultaban que el Estado respondiera a las expectativas de desarrollo económico y transformación social que hacían suyas las clases medias—, se rebelaron los «productores», los comerciantes e industriales, pero también los «labradores» y notables que daban su voz a la población rural; y con unos y otros, e incluso al frente de unos y otros, funcionarios y profesionales liberales. Ante las crecientes fisuras que el avance del mercado creaba en la sociedad, se elevaron las voces de grupos organizados de jornaleros, labriegos y obreros, protagonistas en años sucesivos de la primera oleada huelguística generalizada en el país. Una fuerte movilización que, por tanto, no se precipitó de un día para otro tras el fin de la guerra: si 1899 y 1900 fueron los años de las clases medias, los que vinieron después vieron fragmentarse y consolidarse regionalmente su resistencia y sus demandas al Estado, al tiempo que adquiría fuerza la contestación de la «clase» y llegaba la protesta hasta inesperados rincones de la España rural. Una fuerte movilización que venía a poner de manifiesto la progresiva transformación de los movimientos sociales a lo largo de la década de 1890, desde el punto de inflexión de la introducción del sufragio universal, con el que se revelaron de manera diáfana todos los obstáculos que el sistema canovista había engendrado para evitar su propia evolución. Una fuerte movilización que, en tercer lugar, trasladaba a España una oleada de conflictos de intereses y de identidades clasistas que sacudía, con mayor o menor virulencia callejera pero con temores y esperanzas semejantes, a toda la Europa finisecular.
La derrota de los «caballeros» españoles en la lucha contra los «tocineros» yanquis —términos en los que la prensa hispana presentó el conflicto— tuvo consecuencias políticas mucho más limitadas que el derrumbe de la Alemania imperial en otra guerra que Sombart caracterizó de modo semejante en 1915: entre «héroes» germanos y «tratantes» aliados. Ni las dimensiones de los conflictos ni su impacto sobre la retaguardia tuvieron nada que ver. Por ello no es de extrañar que conservadores y liberales hispanos pudieran superar la tormenta, adoptando el lenguaje regeneracionista de sus críticos e introduciendo algunas reformas menores, mientras que el sólido Reich de los «héroes» se vino abajo. Una segunda diferencia separa una experiencia de otra. En Alemania el turbulento mundo cultural de entreguerras se construyó alrededor de las imágenes enfrentadas de la nación y sus clases. En España, la «edad de plata cultural» abierta con una Generación del 98 construida retrospectivamente, se fraguó alrededor de varias naciones, de varios proyectos nacionales, que se cruzaban en formas diversas con visiones en conflicto del pueblo y de las clases. En 1898 se abrió una crisis cultural: el cuestionamiento, del Estado y la sociedad liberales. Ocurría en toda Europa, pero en España además surgieron brechas importantes en la comprensión de lo nacional. Atrapados como estamos todavía, ciento seis años más tarde, entre proyectos nacionales enfrentados, los historiadores hemos tendido a otorgar más importancia a esas grietas de la identidad española que a las restantes que se manifestaron en el imaginario social. Ésa es una razón de peso para explicar lo que no deja de ser una percepción distorsionada y guiada por la actualidad: hoy los conflictos sociales son otros, mientras que los nacionales constituyen una versión magnificada de los que surgieron entonces. Hay una segunda razón para que miremos así las cosas: mientras que los enfrentamientos entre obreros y patronos, entre propietarios y cultivadores con o sin tierra, entre los grandes de la industria y el comercio y los pequeños artesanos o tenderos se multiplicaron —incluso con dimensiones mayores a corto plazo— por todos los países de nuestro entorno, ningún otro país de Europa occidental, con la relevante excepción de Gran Bretaña, vio aparecer unas tensiones nacionales como las españolas.
Un nuevo nacionalismo
¿Habría sido diferente sin guerra y sin derrota la evolución de los nacionalismos en España? La secuencia de los acontecimientos podría haber sido ligeramente distinta. No sabemos si los industriales textiles catalanes habrían apoyado a Polavieja si hubiera sido llamado al poder tras la rendición a los estadounidenses, pero ni éste ni ningún otro político o militar metido a político habría conseguido imponer a la clase política de la Restauración un concierto fiscal con Cataluña —a imagen y semejanza de los vigentes con Vascongadas y Navarra— en flagrante contradicción con las tendencias tributarias en todos los países y con las necesidades de la Hacienda para salir del endeudamiento producido por los años de conflicto. Si la pérdida del mercado cubano tuvo, según algunos, un gran peso en la decisión de figuras nodales de las élites catalanas de apoyar un regionalismo moderado, nada habría variado con el único resultado posible de una «humillante» negociación vigilada por Washington. Desde el punto de vista del corto plazo, y al igual que señalamos al hablar del anticlericalismo, poner humillación donde hubo derrota no habría variado mucho las cosas. Quizá las fuertes tensiones por venir en la coexistencia política con la colonia autónoma de Puerto Rico —que pese a que no se había sumado a la rebelión cubana, dio muestras con su calurosa recepción a los estadounidenses de su hostilidad hacia el dominio español— y en la reforma de la Administración filipina —la gran demanda de un nacionalismo tagalo que fue capaz de mantener en jaque a las fuerzas de ocupación estadounidenses durante casi tres años— habrían generado oportunidades y modelos para un replanteamiento de la organización territorial hispana a medio plazo. Lo más relevante es que, en cualquier caso, la fragmentación de los proyectos políticos nacionales con el desarrollo del vasquismo y del catalanismo y con la reformulación del nacionalismo español respondía a factores que a la vez desbordaban lo coyuntural y se vinculaban con la crisis colonial, pero no específicamente con su resolución mediante la guerra o mediante la negociación.
Los que desde hacía años venían revolviéndose contra el impacto de la industrialización y de la urbanización sobre el tejido social y el patrimonio cultural catalán, o quienes releían el tiempo transcurrido desde la abolición de los Fueros en 1876 —en el que se asistió a un crecimiento fabril acelerado en Vizcaya y algunos valles guipuzcoanos— como una etapa de destrucción rápida de los elementos diferenciales vascos, habrían estado presentes para interpretar en esos mismos términos el pasado tras el abandono de Cuba, como hicieron tras la derrota. Quienes, dentro de la élite bilbaína o barcelonesa, encontraron en la movilización regional la vía más adecuada para enfrentarse a su exclusión política, y transformar o superar el proyecto político centralista del liberalismo decimonónico, no se habrían encontrado ante opciones muy distintas durante la dramática negociación de la independencia de una provincia española. Es más: cabe suponer que semejante precedente habría dado alas al nacionalismo más radical. El efecto demostración de una disgregación negociada, no producto de una derrota, fue de hecho una de las razones que empujaron a los políticos en 1898 a mandar a los barcos españoles a una campaña que daría con la mayoría de ellos en el fondo del mar. Y lo que es más relevante: con guerra o sin ella, el nacionalismo español se habría transformado y fortalecido. El auge del «bizkaitarrismo» y el catalanismo difícilmente se pueden entender, por otra parte, si no es en permanente dialéctica con los caminos escogidos por el nacionalismo español, que a partir de la guerra hispano-norteamericana experimentó una profunda renovación, como lo habría hecho tras la pérdida de Cuba. Porque el fenómeno de la afirmación de un nuevo nacionalismo fue común a todos los países europeos antes de la Gran Guerra. Lo fue porque hubo estrechos vínculos intelectuales entre los creadores de los nuevos discursos, pero sobre todo como respuesta a necesidades políticas muy parecidas. El nacionalismo de masas era la consecuencia inevitable de la política de masas: ofrecía una nueva comunidad sagrada, con la que sustituir a la Iglesia en el discurso de los demócratas secularizadores, y una caja de recursos con la que atenuar o superar el conflicto social, a cuantos compartían antisocialismo y conservadurismo. En el contexto de las relaciones internacionales del imperialismo, ese nacionalismo adquirió tonos muy agresivos, haciendo suya una retórica darwinista que hacía de la fuerza militar y la expansión territorial la clave de la propia supervivencia. La frustración de los proyectos portugueses en 1890 y la mutilación de las colonias españolas con la pérdida de su joya —Cuba— eran, más allá de su significado en términos materiales, un serio aviso a las élites políticas de ambos países respecto a la fortaleza de sus estados nacionales y el vigor de sus naciones. La ambivalente respuesta española, el regreso al pueblo —identificado cada vez más con unas polisémicas esencias castellanas— y la apuesta por la europeización —por la ciencia y el progreso tecnológico— tardarían tiempo en cuajar en una retórica nacionalista de alcance como la de Ramiro de Maeztu, pero ya en las primeras décadas del siglo dejaron su impronta en un «antiseparatismo» y en una defensa cerrada de lo español, entendido a la vez como proyecto de modernización y uniformización.
Sin guerra… ¿un país diferente?
No todo habría sido igual en el país que a finales del 98, o a más tardar en los primeros meses de 1899, habría arriado su bandera en La Habana y transferido los poderes a un Gobierno nacionalista cubano. No sólo se habrían evitado muertes y dolor, al aceptarse en los primeros días de abril un alto el fuego unilateral. No sólo se habría mantenido un Imperio disperso que las rivalidades entre las potencias podrían haber contribuido a preservar, como ocurrió con el portugués. También se habría dibujado un panorama distinto en campos muy alejados: el económico y el de las relaciones Ejército-sociedad civil.
En el terreno económico, el Desastre no dio lugar a una crisis, sino que más bien marcó el inicio de un periodo expansivo. La salida negociada de la guerra no habría por tanto evitado una catástrofe económica (que no se dio), aunque podría haber acelerado el ritmo de la recuperación. Una Cuba independiente nacida de la negociación habría tenido que hacerse cargo de una parte de la deuda pública emitida por España con cargo al Tesoro de la isla en el curso de los años de guerra, al menos de los títulos de deuda llamados «Cubas viejos», que fueron los que los negociadores españoles intentaron infructuosamente endosar a Estados Unidos en París, al término de la guerra. Desde luego, los nacionalistas cubanos, respaldados por la amenaza del uso de la fuerza por parte de los estadounidenses, habrían resistido el intento español de que cargaran con parte de los costes de su revuelta, pero en el marco de un proceso encaminado a la consecución de su programa máximo no les habrían resultado tan insoportables esas concesiones. Hay que recordar por otra parte que, aunque el endeudamiento público fue creciendo desde 1895 a consecuencia del conflicto hispano-cubano, fue en 1898 cuando se produjo una auténtica sangría del Tesoro español para hacer frente a la guerra con Estados Unidos. Un endeudamiento agravado porque, en marzo, abril y mayo de ese año, se desplomó la cotización de la peseta, en un momento en que el Estado tenía que comprar muchos suministros en el extranjero, por lo que el país se acercó a la suspensión de pagos exteriores. El posible traslado a la nueva república de Cuba de una parte de la deuda de guerra y, sobre todo, los menores gastos bélicos y la elusión de muchos daños (incluida la pérdida de los barcos) habrían disminuido la severidad pero no el signo de la medicina presupuestaria que Raimundo Fernández Villaverde, y que seguramente cualquier otro ministro de Hacienda en la España de 1899, habría aplicado a la economía española. Conseguir un presupuesto con superávit constituía prácticamente la única fórmula para otorgar credibilidad a las medidas de conversión de la deuda, que por su parte tenían como objetivo la reducción de las elevadísimas cargas financieras acumuladas. Ese efecto positivo de la ausencia de la guerra, disminuir la deuda heredada del conflicto, habría sido en cualquier caso sólo una de las ventajas económicas. Entre éstas cabe mencionar otra significativa: se habrían mantenido los flujos comerciales con Puerto Rico, y seguramente multiplicado con Filipinas. Aunque mantener la posesión de las colonias probablemente habría exigido aumentar los recursos civiles y militares destinados a ultramar, es de suponer que la pérdida de Cuba habría potenciado la actividad comercial con y desde ambas colonias; sobre todo con Filipinas, que era la que mayores posibilidades de desarrollo ofrecía. La presencia española en Asia, poco aprovechada desde el punto de vista económico aunque en franco crecimiento en las décadas finiseculares, no habría llegado a un abrupto final como el que le fue impuesto al país en 1898. Y ello sin perder las exportaciones a Cuba, puesto que, si tras la guerra éstas se mantuvieron, aunque lógicamente a un nivel más bajo, lo mismo habría ocurrido con una independencia negociada.
En definitiva, si la guerra hispano-norteamericana no fue un desastre en términos económicos, su ausencia habría sido muy positiva. Los costes del conflicto hispano-cubano habrían sido sustancialmente menores, pero no tanto como para disminuir la presión social a favor de un golpe de timón a la política económica y a la acción del Estado en general, o para difuminar las demandas de una España «europeizada». En otras palabras, si el Desastre propició, en opinión de Flores de Lemus, «la reacción nacional» en la que este autor en 1914 situaba el «origen del resurgimiento económico de España», la «humillación» habría tenido un fruto igual.
Mayores consecuencias podemos atribuir a una salida negociada desde otra perspectiva: la militar. La decisión del Gobierno de Sagasta en abril de 1898 de aceptar la incapacidad española para enfrentarse a las fuerzas armadas estadounidenses habría llenado de frases altisonantes y patrióticas los cuartos de banderas e incluso puede que hubiera llevado a escenas de insubordinación entre la oficialidad en Cuba, donde los rebeldes no habían sido derrotados pero sí se hallaban en una situación de clara debilidad. Mantener la autoridad gubernamental en las guarniciones isleñas, cuyos mandos compartían a menudo su tiempo fuera de los cuarteles con una clase media peninsular y, en menor medida, criolla muy españolista, habría sido una de las tareas más difíciles de los meses anteriores a la retirada. A cambio, la Marina y el Ejército habrían vuelto invictas, se habría evitado el dramático proceso de repatriación —al menos en las dimensiones y plazos en que efectivamente tuvo lugar—, y Puerto Rico y las más de siete mil islas asiáticas habrían ofrecido numerosas salidas para quienes habían hecho de los destinos en ultramar un estilo de vida. Quizá hubiera estado presente el sueño de un Imperio africano, que sirviera para alejar de España el fantasma de esa calle sin salida de las «naciones moribundas», pero la necesidad de asegurar el dominio de las lejanas tierras filipinas y de evitar que Puerto Rico corriera la suerte de Cuba habría restado urgencia a una colonización del norte marroquí. Con todo, lo más relevante a mi entender es que la reforma del Ejército y la Marina para conseguir su conversión en fuerzas de defensa efectivas no habría resultado menos urgente y sin embargo habría tenido lugar en un marco diferente: la sensación de acoso y asedio exterior que denunciaron los altos mandos de las tropas de tierra desde el Desastre en adelante se habría reducido en gran medida en un 98 sin derrotas. Los gobiernos liberal y conservador habrían debido cargar con todas las culpas de sus decisiones y afrontar los problemas políticos que trajeran consigo, pero el Ejército como institución no habría sufrido los mismos embates. No se habría abierto tampoco una brecha entre militares y democracia, como la que trajo consigo la crítica republicana de la derrota. Los malos usos del falso civilismo canovista no facilitaban ciertamente la tarea de una relación fluida entre el Ejército y la sociedad, pero un civilismo semejante (fundado también en la autorregulación de los militares) acabó alejando el espectro de una intervención militar en Francia tras el caso Dreyfus. Incluso el probable paso de un Weyler o de un Polavieja por la presidencia del Gobierno habría contribuido a que se diluyera el discurso de protesta militar y su contrario, el antimilitarista. Cabe argumentar que, con o sin debacle naval, en 1902 habría llegado al Trono un monarca, Alfonso XIII, que se sentía especialmente cercano a los uniformes y a los cuarteles, y que, con o sin guerra, los nacionalismos vasco y, sobre todo, catalán habrían generado las iras de una institución esencialmente nacionalista española. Puede ser. Pero la sombra de 1898 habría sido menos larga y Raza, si hubiera habido un «caudillo» con ambiciones literarias, habría tenido que arrancar con una primera escena diferente.
España tras la humillación del 98
Si Sagasta hubiera tenido en 1898 el coraje y la clarividencia necesarias para ceder y abandonar Cuba, la historia del primer siglo XX no habría sido muy diferente. ¿O sí? Porque lo que hemos explicado en estas páginas es que los elementos que identifican la crisis de fin de siglo en España habrían estado también presentes. Pero quizá los pequeños cambios a corto plazo hubieran transformado la realidad a más años vista. El propio mantenimiento del Imperio podría haber creado nuevas necesidades a la política exterior. Si la aplicación del viejo aforismo de la diplomacia española del XIX: «Cuando Inglaterra y Francia marchan de acuerdo, seguirles; cuando se opongan entre sí, abstenerse», hizo que en 1904 y 1907 se llegara a pactos parciales con la recién creada Entente franco-británica, cabe pensar que con un disperso, codiciado y quizá rebelde Imperio, el Gobierno español habría optado por una relación más intensa con ambos países. Una evolución semejante llevó a Portugal a mandar a sus soldados a «los campos de Francia» para luchar contra Alemania; y puede que unas obligaciones militares gestadas tras la «humillación» para asegurar que no se repitieran las retiradas coloniales hubieran forzado también a España a participar en la Primera Guerra Mundial del lado de los aliados. En ese caso, no sabemos bien cómo se habría resuelto el difícil 1917 o qué efecto habría tenido una crisis posbélica de la que nuestro país no habría escapado. Podría haber llevado a una república o a una dictadura semejante a la que se hizo con el poder en 1923. Cualquiera de ambos supuestos abre a su vez muchos futuribles, entre ellos el fundamental de que España hubiera escapado a la Guerra Civil y se hubiera incorporado a los países democráticos en 1945. Hasta esas fechas no queremos ni podemos, sin embargo, llegar. Nos basta saber que la guerra hispano-norteamericana se pudo evitar y que entonces otro 98, muy parecido pero no idéntico, habría abierto el siglo XX.
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