En toda la historia de España del siglo XX, la única especulación o alternativa virtual hecha por historiadores de ámbito universal y relativa a la probabilidad de que una decisión adoptada en nuestro país hubiera podido afectar a la evolución de la humanidad se refiere a la posible participación de Franco en la Segunda Guerra Mundial. En una celebrada conferencia, titulada «History and Imagination», Hugh Trevor Roper se preguntó sobre el particular. Su conclusión era la siguiente: en ese supuesto, de todos modos los anglosajones habrían triunfado en el conflicto, pero les habría costado mucho más tiempo y esfuerzo. Quizá hubiera sido necesario, por ejemplo, que utilizaran la bomba atómica en Berlín o en otras ciudades alemanas en vez de hacerlo en Japón.
Trevor Roper emitió esta opinión tan sólo para dejar patente hasta qué punto un historiador no tenía que evitar el ejercicio de la imaginación, sino por el contrario utilizarla a fondo, porque describir un determinado curso de los acontecimientos exige siempre tener en cuenta las otras posibilidades que quizá se hubieran podido dar. Pero el ejemplo, para el historiador británico, era tan sólo ocasional y con apariencia de evidente; se puede precisar bastante más y sobre todo profundizar respecto del específico caso de evolución española.
La historia virtual debe partir, no sólo del imprescindible ejercicio de la imaginación, sino también del previo conocimiento profundo de circunstancias colectivas y de características personales de los protagonistas históricos. A partir de estos dos rasgos es preciso constatar que las posibilidades de la beligerancia española en el conflicto mundial fueron bastante más limitadas de lo que habitualmente se suele afirmar.
En primer lugar el ámbito cronológico de la intervención española fue reducido: tan sólo en otoño de 1940, tras la victoria alemana sobre Francia, o en 1942, cuando tuvo lugar el desembarco aliado en el norte de África, la intervención española se convirtió en una alternativa real. En otros momentos, en cambio, las posibilidades fueron muy escasas. Claro está que también es imaginable que un acontecimiento fortuito detonara una reacción en cadena que arrastrara a España a la conflagración: algo así como un Sarajevo de 1914. La posición de la España de Franco, inequívoca desde el punto de vista ideológico y arriesgada por su apoyo material al Eje, hizo plausible esta eventualidad durante largo tiempo.
Los estrategas del momento
Por otro lado, hay que tener muy en cuenta las actitudes estratégicas de los principales beligerantes e incluso las concepciones del mundo que sostenían los grandes protagonistas del momento. La estrategia de Alemania, que era la única nación verdaderamente decisoria en el Eje (al menos en su zona occidental, porque el caso japonés es distinto), dependía estrictamente de Adolf Hitler. Siempre fue así, pero todavía más tras las espectaculares victorias obtenidas en el campo de batalla durante el verano de 1940, debidas a iniciativas adoptadas en gran medida contra el parecer del propio mando militar alemán. Ahora bien, Hitler en modo alguno estaba interesado de forma permanente y absorbente en el Mediterráneo, que para él fue siempre un frente secundario. Obtenida la victoria —rápida y, durante semanas, considerada irreversible— frente a los franceses y los británicos, volvió a sus obsesiones personales, que nunca habían permanecido ocultas. La expansión alemana se debía realizar hacia el Este y contra el comunismo. La propia Gran Bretaña pareció digna de un pacto y no merecedora de una derrota definitiva ni de un desmantelamiento total de su Imperio; incluso hubo una relativa benevolencia con la Francia derrotada. No es que Hitler careciera de interés, en septiembre-octubre de 1940, por la entrada de España en la guerra, pero fue poco tenaz en sus propósitos e incapaz de ofrecer contrapartidas significativas a los dirigentes españoles. Su visión acerca del flanco sur mediterráneo era estrictamente conservadora. Por eso rechazó no sólo las peticiones españolas —por lo demás absolutamente desmesuradas—, sino también, en un principio, las italianas. En cambio, mantuvo a Francia en el estatus de potencia derrotada pero poseedora de un Imperio, neutralizada pero no destructible por el momento. Cualquier intento italiano de conducirle por el camino de concentrar sus efectivos en el Mediterráneo, por ejemplo en torno a 1943, estuvo siempre y por completo condenado al desdén de Hitler. El Führer remedió a regañadientes las desastrosas insuficiencias militares de los italianos en los Balcanes y en África, pero siempre consideró que la victoria definitiva la conseguiría en el frente oriental. Dadas todas estas circunstancias, el mismo Hitler —su concepción del mundo y su estrategia— constituye el primer factor que explica la improbabilidad de que España entrara en la guerra. España, desde el propio Mein Kampf, estaba destinada en los designios de Hitler a servir como suministradora de materias primas; y eso fue lo que hizo durante el periodo bélico (pagando, además, la deuda contraída durante la Guerra Civil).
La España de Franco era también un candidato más improbable de lo que a primera vista podía parecer para entrar en el conflicto mundial. La razón no estriba, como se dijo luego, en la supuesta «hábil prudencia» del general dictador. Franco fue a menudo muy imprudente en sus declaraciones, que le alinearon por completo con el Eje. Tampoco resultó hábil para prever el resultado de la contienda: de hecho, hasta el desembarco de Normandía en 1944 y la ocupación aliada de Francia, no pensó seriamente en que el Eje pudiera ser derrotado. Pero el dictador español siempre tuvo el eje de sus anhelos en sí mismo y en los intereses del país que regía; nunca se dejó llevar por entusiasmos ideológicos. En un momento en que el resultado final de la contienda parecía evidente en junio de 1940, pasó de la neutralidad a una no beligerancia que era, como en el caso de Italia, prebeligerancia a favor del Eje. Acarició, por un momento, la idea de que Hitler podía ser una especie de mano armada de la Justicia universal que permitiera a España cumplir con sus deseos y superar la decadencia del 98. Cuando vio que no era así, inmediatamente se retrajo. Contribuyó a esta realidad el hecho de que la clase dirigente del régimen estuviera muy dividida: los militares, aunque favorables a la intervención en un determinado momento, acabaron por no serlo dada la ausencia de contrapartidas y el conocimiento que tenían de las escasísimas capacidades militares del Ejército con que contaban. Los falangistas resultaron decididamente más partidarios de la intervención y aprovecharon cualquier circunstancia aparentemente favorable para defenderla y propagarla. Pero el estado de un país salido de la Guerra Civil —aunque ésta se hubiera parecido más a la Primera que la Segunda gran conflagración universal— tampoco ofrecía oportunidades.
La Italia de Benito Mussolini, a pesar de todas las apariencias, es un factor que también explica la improbabilidad de la entrada española en la Segunda Guerra Mundial. En teoría el Duce —cuyo régimen resultaba a los falangistas mucho más digno de imitación que el hitleriano y que se había involucrado de forma mucho más personal y arriesgada en la Guerra Civil española— podía servir de intermediario entre Franco y Hitler, decantando al primero a favor del segundo. Pero nunca fue así; y no basta para explicarlo el hecho de que el primero pensara en términos de exclusivo interés personal y de su régimen. Mussolini, por la falta de preparación de Italia para la guerra, se encontró repetidamente en una situación ambigua. Por un lado actuaba dando la sensación de que apadrinaba la intervención de Franco pero, en realidad, sólo la habría deseado en un momento en que Italia hubiera demostrado de modo palpable ser el número dos del Eje en Europa y, por tanto, no sólo partícipe en el reparto territorial después de la victoria sino también coautor del mismo. El Duce lo intentó una y otra vez pero nunca lo logró. Su entrada en la guerra le pudo parecer a Churchill una «puñalada por la espalda», pero para los franceses no pasó de una molestia antes que un suceso gravísimo o determinante de su derrota. En un momento, a principios de 1941, en que Italia había testimoniado su insuficiencia militar y se había hecho patente la importancia que el Führer seguía otorgando a Francia, se entiende que Mussolini insistiera menos que Hitler (en Bordighera y Hendaya respectivamente) en una participación bélica española con la que estaba muy de acuerdo (aunque reservándose contrapartidas) el propio Franco. Así se comprende que el Duce concluyera ante alguno de sus colaboradores que no se podía enviar a la guerra a un pueblo que carecía de pan para alimentarse (lo que, por otro lado, era literalmente cierto). España, por más que quisiera imitar el modelo del fascismo italiano, era para Mussolini un competidor en el reparto del Mediterráneo mientras Italia no lograra grandes victorias. No las consiguió nunca. Cuando, al comienzo de 1943, se mostró ansioso por la intervención española, la razón estribaba en que su situación bélica en el norte de África se había vuelto angustiosa. Franco estaba demasiado preocupado por sí mismo y su régimen como para integrarse entonces en una estrategia favorable a Italia. Se olvidó la no beligerancia y se volvió a la neutralidad.
Británicos y estadounidenses también contribuyeron a hacer improbable la intervención española en el conflicto. Ni unos ni otros pensaron seriamente en adoptar una posición ofensiva con respecto a España salvo que ésta fuera invadida por los alemanes o adoptara por sí misma una posición beligerante a favor del Eje. La política de sir Samuel Hoare, el embajador británico en Madrid, es un buen testimonio: se trataba de regular mediante los navicerts —autorizaciones para el comercio naval de alimentos— la presión sobre un Gobierno hostil en lo ideológico para que no cediera en exceso al Eje. Otra presión consistía en alimentar conspiraciones militares monárquicas: probablemente el mayor grado de satisfacción que hubieran conseguido los británicos habría provenido de la instauración de una monarquía autoritaria, militar y neutral. Los estadounidenses nunca prestaron interés a la eventualidad de una restauración monárquica. Su presión fue mucho más directa y brutal, al margen de cualquier delicadeza diplomática, sobre todo cuando tuvieron asegurado el panorama bélico, a partir de 1944. Pero cuando se cedía fácilmente a esta presión —como fue el caso de la España de Franco—, no tuvieron el menor interés en una intervención militar directa. En 1945 simplemente pensaban que el régimen de Franco caería por su propio peso el día de la victoria final, al ser incompatible con el nuevo orden europeo. Pero ni siquiera imaginaron el modo en que tendría lugar este cambio, que, por descontado, nunca fue una prioridad para ellos.
Una intervención poco probable
Sentada la relativa improbabilidad de que la intervención española tuviera lugar, intentemos avanzar en cuáles habrían sido las consecuencias de haberse producido. En realidad Hitler —aunque la participación española le interesó durante unas semanas— no pensaba en el apoyo del Ejército español, ni siquiera en los beneficios que para él representaba la situación estratégica de un aliado como España. De hecho estos últimos los obtuvo sin la intervención, pues, como es sabido, los submarinos alemanes obtuvieron facilidades en puertos españoles, como los aviadores y submarinistas italianos, aunque en ambos casos fuera de modo encubierto. Lo decisivo era Gibraltar, pieza clave en el camino de los suministros británicos al norte de África y, en general, al conjunto de su Imperio. La presencia alemana en España ¿habría permitido a Gran Bretaña conservar Gibraltar? Sin duda, no; y eso habría hecho mucho más difícil combatir al adversario en el escenario africano y en el Oriente Próximo. Pero de nuevo hay que recordar que para Hitler no fueron nunca ésos los escenarios decisivos del conflicto; habría podido tener idéntico resultado concentrando su aviación en Sicilia. De cualquier modo, parece evidente que el resultado final de la guerra no habría estado determinado por la posesión del Estrecho, por más que en el momento de la derrota Goebbels pensara algo parecido. A medio plazo el enfrentamiento entre Alemania y la URSS habría sido inevitable, como la agresión de Japón contra Estados Unidos. Quizá incluso es posible conjeturar que, perdido Gibraltar y con los británicos en grave peligro, Roosevelt habría decidido intervenir antes. La especulación de Trevor Roper sobre el bombardeo de Berlín con la bomba atómica no es descabellada: Estados Unidos llevaba gran ventaja en esta tecnología y no era imaginable que nadie pudiera adelantársele. Resulta demasiado arriesgado imaginar que la hubieran empleado contra Madrid porque España no habría sido en ningún caso campo de batalla decisivo. No sólo por tecnología sino también por su tremenda capacidad industrial, Estados Unidos habría acabado por imponerse.
Dejemos el ejercicio de la historia virtual universal en este punto y concentrémonos en lo que más nos interesa: la situación política que se habría producido en España. Sin duda el mero paso o la presencia de tropas alemanas —porque sólo ellas habrían sido capaces de tomar Gibraltar— en la Península habría facilitado un proceso de fascistización, que además habría adquirido vertientes más radicales que con, por ejemplo, los italianos. Los falangistas de todas clases —incluidos los intelectuales que luego evolucionaron hacia el liberalismo como José Antonio Maravall y Pedro Laín Entralgo— sabían que la única manera de triunfar sobre los militares y los sectores más conservadores era entrar en la Guerra Mundial. Ese triunfo se habría producido de forma próxima (si no inmediata). Los carlistas, es decir, la extrema derecha clásica y clerical, y los militares, sus aliados, habrían sido grandes perdedores. Ya se ha advertido que esta tensión entre dos grupos políticos estaba planteada incluso al margen de la conflagración.
Si se observa la Europa de la hegemonía hitleriana, se concluye que su organización política superpuso fórmulas muy diversas: desde regímenes que conservaban un cierto parlamentarismo, como la Hungría de Miklos Horthy, hasta otros que lo habían erradicado pero mantenían a una parte del personal político anterior sin crear un partido único (la Francia de Henri-Philippe Pétain), pasando por los intentos imitativos, más o menos fieles, del nazismo (la Noruega de Vidkun Quisling). Con frecuencia, sobre todo a distancia, cuando hubo enfrentamientos entre distintas tendencias surgidas de forma espontánea, Hitler se inclinó por la solución más pragmática. En el caso de la Rumania de Ion Antonescu, donde el dictador militar liquidó a dos millares de miembros de la Guardia de Hierro, Hitler se decantó por él. Pero allí donde sus tropas estaban presentes sobre el terreno, su preferencia fue clara por los sectores ideológicos más afines. Marcel Déat y Jacques Doriot representaban mucho más en el París ocupado que en Vichy, donde podían ser considerados más bien como adversarios o, al menos, rivales.
El impacto sobre la política española de la entrada del régimen de Franco en la Guerra Mundial habría supuesto de forma inmediata algún tipo de fascistización, pero no es posible saber en términos precisos a quién habría favorecido. De seguro este impacto habría sido superior al que el régimen de Vichy tuvo en Francia, pues en España ya existía un partido único; o al del caso de Hungría, que había configurado de forma autónoma sus instituciones dictatoriales. Falange habría, pues, adquirido mucho más protagonismo. Pero ¿habría esto supuesto que sus dirigentes de 1940 obtuvieran la totalidad del poder? Depende de las circunstancias en que la intervención se hubiera producido. Si Franco y Serrano no hubieran dudado un segundo y, por el contrario, hubieran dado todas las facilidades para el paso de los alemanes, quizá en un primer momento habrían consolidado su poder, sobre todo el segundo. Incluso existe la posibilidad remota de que, dada su ambición, éste hubiera intentado suplantar a quien daba nombre al régimen. Pero otra posibilidad es que los dirigentes de la Alemania nazi, cada vez más influyentes en el interior de España, hubieran tratado de suplantarlos por fascistas menos conocidos y más fieles imitadores del nazismo: de hecho, en el entorno de la embajada alemana en Madrid se movían algunos elementos radicales pero poco conocidos del falangismo. Hay que tener en cuenta que la opinión de Hitler y la clase dirigente nazi en general, como prueban los diarios de Goebbels, fue siempre reticente con respecto a Franco y Serrano. No les reprocharon sólo ni principalmente indecisión a la hora de alinearse políticamente con el Eje, sino sobre todo ingénita incapacidad para entender el nazismo (lo que, por otro lado, poco tenía de peculiar, ya que no eran germánicos). De ahí la caracterización de Serrano como «un jesuita».
¿Qué habría hecho Hitler en España?
Hay que completar el panorama de la repercusión sobre la política interna del régimen teniendo en cuenta otras dos realidades: la posible duración del conflicto bélico en tierras españolas y el medio plazo. Como se sabe, los británicos tuvieron sus planes militares para el caso de que Franco, entrando en la guerra, dejara pasar las tropas alemanas en dirección a Gibraltar. Dichos planes presuponían la ocupación de las Canarias —que difícilmente los alemanes, y menos aún los españoles, hubieran podido evitar— y la creación de una especie de hinterland defensivo de extensión geográfica variable en torno a la base británica. Parece obvio que los británicos habrían sido finalmente derrotados en la Península, pero es imposible calcular el grado de resistencia que hubieran sido capaces de oponer ante el Ejército del Reich. Cuanto más tiempo se hubiera empleado en vencerlos, mayor presencia militar germana habría sido necesaria; y en consecuencia adquiere también mayor verosimilitud la creciente influencia política de los alemanes y la mayor fascistización de España. Hay que tener en cuenta, de manera complementaria, que, tomado Gibraltar, quedaba el problema de la accesibilidad de las costas españolas por parte de la Marina británica y sobre todo el problema de Portugal, un neutral britanófilo que siempre podía ser un potencial peligro para el Reich. Todo ello habría contribuido sin duda a acrecentar el grado de fascistización del régimen. A medio plazo, si no a corto, parece difícil imaginar que Franco, y menos aún su dictadura no totalitaria, hubieran podido subsistir. En contra de lo que durante algunas semanas pensó el general español, Hitler no era una especie de juez repartidor del mundo según criterios que tuvieran presentes los intereses de pueblos largamente maltratados, sino un riguroso egoísta capaz de desembarazarse sin escrúpulos de antiguos aliados. Tanto si las cosas le hubieran ido mal como si no, el resultado probablemente habría sido el mismo: prescindir del Caudillo. Franco casi seguramente ni se dio cuenta, al menos al principio, de que al no querer intervenir en la guerra por lo poco que le reportaba, aparte de sus dificultades objetivas, se estaba jugando su porvenir (¿e incluso su vida?).
No basta con imaginar qué le habría sucedido a Franco y su régimen con la participación española en la Guerra Mundial. Hay que avanzar un paso más a partir de la constatación de que, probablemente, cualesquiera que hubieran sido las circunstancias, al final la Alemania nazi habría resultado vencida. No es posible saber si los estadounidenses habrían desembarcado en España para reemprender la liberación del Viejo Continente. Es poco verosímil, no sólo por las dificultades orográficas y de transporte, sino también porque el aliado soviético habría exigido que se dirigieran más al corazón de Europa. Además, Gran Bretaña proporcionaba una base inmediata y envidiable. Cabe pensar, por tanto, que habrían, por así decirlo, saltado un espacio conflictivo —como hicieron, por ejemplo, en el frente del Pacífico, que no fue ocupado isla por isla, sino dejando sucesivamente al margen e impotentes los territorios del adversario.
De cualquier manera, la victoria final de los anglosajones y la URSS habría supuesto para España una reedición en mayor o menor escala de la Guerra Civil. Cabe pensar que ésta habría sido mucho más corta; sin duda sangrienta, pero no tanto como en 1936-1939 y con un final más nítido desde el punto de vista político que aquel que se habría producido en 1939 de haber conseguido la victoria el Frente Popular bajo un Gobierno Negrín.
Una guerra civil habría sido inevitable, como lo fue en Francia después de Normandía o en Italia tras la caída de Mussolini. Quizá no hubiera sido tan duradera, suponiendo que el colapso militar del Eje hubiera tenido consecuencias inmediatas en España. En Francia hubo unas diez mil ejecuciones sumarias de supuestos o reales colaboracionistas; y en Italia, unas doce mil. En España la lucha se habría producido de forma inevitable, aun teniendo en cuenta la impotencia militar de una izquierda que, no obstante, habría sido aprovisionada por los aliados antes de llegar éstos a pisar territorio español. El número de muertos habría sido mayor, pero no tan alto como las ejecuciones sumarias de los dos bandos en la retaguardia durante 1936-1939. En especial, de producirse el advenimiento de un régimen democrático, la represión contra los franquistas no habría sido semejante a la que el régimen llevó a cabo tras su victoria, porque la democracia tiende a perdonar, como hizo en Francia e Italia. Quizá la Guerra Civil previa hubiera tenido como resultado que se alcanzaran cotas de represión proporcionalmente semejantes a las de otros países con colaboradores del Eje, como Noruega, la más estricta en persecución de pronazis.
Ahora bien, ¿qué tipo de régimen democrático se habría establecido en España en el caso de que su advenimiento hubiera tenido lugar con el apoyo de los aliados y previo alineamiento de Franco con el Eje? Las alternativas son, por descontado, varias, y sólo pueden ser tratadas a modo de probabilidad.
Posibles regímenes tras la guerra
Empecemos por la monarquía: se debe tener en cuenta que la evolución de don Juan hacia una postura claramente neutralista y que empezara a distinguirse de forma clara de la dictadura no se inició sino en 1942. De todos modos, una fascistización previa posiblemente le habría arrojado hacia otra fórmula alternativa, porque siempre representó una institucionalización distinta del puro ejercicio omnipotente del poder protagonizado por Franco. Por otro lado, los británicos siempre prefirieron la monarquía, sistema político que les parecía que podía combinar el suficiente grado de autoridad y de apertura para un pueblo del que en todo momento pensaron que obedecía a residuos bárbaros que le impedían asimilarse a la democracia. Los estadounidenses habrían sido, sin embargo, determinantes, dado su peso político en la posguerra. Ellos nunca demostraron gran interés en la monarquía. Es posible que la hubieran aceptado, pero sólo en el caso de que previamente hubiera tenido lugar algo así como una solución Badoglio en Italia, es decir la instalación de un general dictador (o una Junta militar) distinto de Franco y capaz de encabezar la solución monárquica y de abrir paso a don Juan tras el desembarco anglosajón en el Viejo Continente. De cualquier modo, el régimen en España —al partir de ese apoyo aliado y teniendo en cuenta también que la perspectiva de un choque entre Estados Unidos y la URSS resultaba inevitable— habría supuesto una realidad muy distinta al Frente Popular de Negrín en 1939. La influencia de los grupos izquierdistas habría sido menor por medios legales o pragmáticos; y con conflicto violento previo, como en la Grecia de la posguerra, o sin él. Desaparecido el ambiente de los años treinta, al menos una parte de los líderes izquierdistas habrían evolucionado hacia el reformismo (de hecho, lo intentaron en 1946). Es muy posible que los anglosajones hubieran aceptado una democracia controlada por el intervencionismo militar (como en Turquía); otra completa pero con ilegalización de los comunistas durante largo tiempo (como en Grecia); o una apariencia de elecciones democráticas pero con dictadura efectiva (como en Portugal). Dado el grado de evolución social y cultural española y la ocupación militar anglosajona —inevitable hasta cierto punto y grado, ya que habría sido beligerante—, parece más verosímil alguna de las dos primeras fórmulas que la tercera. Portugal ya era una dictadura no totalitaria en 1939, fue sinceramente neutral y se mantuvo britanófila por tradición y convicción. Además, su peso demográfico y su relativa intrascendencia en la vida mundial favorecieron a Salazar. En España no se habrían dado idénticas circunstancias en la hipótesis que aquí examinamos. Resulta evidente que una España con un régimen liberal, de democracia controlada o incluso seudodemocrática habría tenido más posibilidades de participar en el Plan Marshall. Entra dentro de lo posible que el desarrollo económico se hubiera adelantado algo, pero es probable y no seguro pues en realidad, si en España éste tuvo lugar en los sesenta, fue como resultado del previo impacto del «milagro» alemán y la década «gloriosa» de la economía francesa, sin las cuales no habría sido posible.
La suprema paradoja de lo acontecido con la no participación española en la Segunda Guerra Mundial es que hizo posible la perduración del régimen de Franco, aun con su conocida precariedad en el mundo internacional. No es imaginable de ningún modo que hubiera subsistido de ser beligerante efectivo. Pero, además, la no beligerancia de España imposibilitó la vuelta al régimen republicano de 1939 con un componente revolucionario mayor incluso que el reformista radical de 1931. Un régimen republicano, aunque probablemente de características distintas de las que mantenía en estas dos fechas, sólo habría sido posible en caso de alineamiento de Franco con Hitler, y posterior derrota armada de ambos.
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