28
«—¿Por fin has venido a jugar? —Una sonrisa manchada de rojo—. Llegas tarde.
—Corre. —Una palabra rota—. Huye, Ellie.
El monstruo se echó a reír.
—No huirá. —Una sonrisa satisfecha mientras acercaba la boca al cuello de Ari—. Le gusta, ¿lo ves?
Algo enredado en su cuerpo, una mano invisible que la tocaba en los lugares más íntimos. Quiso gritar. Pero su boca no se abría, sus cuerdas vocales no vibraban... porque a su cuerpo le gustaba. Horrorizada, empezó a arañarse la piel en un vano intento por detener ese insidioso y aterrador placer. Algo cálido floreció entre sus piernas, y su mente joven no pudo soportarlo. Entre gimoteos, se arañó con más fuerza. Bajo sus uñas empezaron a aparecer rastros de sangre, líneas hinchadas que recorrían sus brazos.
Las caricias, la esencia, desaparecieron.
—Lástima que seas demasiado joven. Lo habríamos pasado en grande. —Se limpió una gota de sangre de los labios y la recogió con el dedo—. Pruébala. Te gustará. Te gustará todo.»
Rafael llegó a casa cuando caía la noche, y vio a Elena sobre el saliente del precipicio que había bajo su fortaleza. Tenía la mirada clavada en las luces diminutas que salpicaban las cuevas alineadas en el cañón. El viento sacudía su cabello suelto, plata dorada bajo la luz de la luna, y una ráfaga lo apartó de su cara cuando le dio la espalda al paisaje para verlo aterrizar junto a ella.
—¿Te ha contado Galen lo que me ha enviado Lijuan? —preguntó cuando se situó a su lado.
—Por supuesto. —Había escuchado el informe de Galen sobre la reacción de Elena, pero en esos momentos pudo verla pintada en su cara. La línea de su perfil era limpia; y sus labios, la única señal de suavidad. Era una guerrera, su guerrera, pensó Rafael mientras alzaba una mano para apartar un mechón que le rozaba la mejilla.
Elena dio un suspiro y cerró los ojos por un instante.
—Comprendo lo que está en juego. Una parte de mí se alegró muchísimo de que hubieras hecho lo que hiciste.
—¿Pero?
—Pero otra parte de mí desearía no haber conocido nunca este mundo.
El arcángel extendió las alas para protegerla del viento que había cambiado de dirección, y guardó silencio mientras ella contemplaba el río que corría mucho más abajo.
—Era inevitable, ¿verdad? —dijo ella al final—. Puesto que nací cazadora, era inevitable que mi vida estuviera llena de sangre y muertes.
—Hay algunos que logran evitarlo. —Le rozó el ala con la suya—. Pero para ti, sí, lo era.
La luz de la luna captó el brillo de su mejilla, y Rafael se dio cuenta de que su cazadora estaba llorando.
—Elena... —Tras acurrucaría entre sus alas, la abrazó y le acarició el pelo. ¿Qué la habría hecho llorar?—. ¿Hizo tu padre algo para herirte? —Si pudiera haber matado a ese hombre sin destruir a Elena, lo habría hecho mucho tiempo atrás.
Ella negó con la cabeza.
—Vino a por mí. —Fue un susurro desgarrado—. Slater Patalis atacó a mi familia por mi culpa.
—Eso no puedes saberlo.
—Pues lo sé. Lo he recordado. —Sus ojos eran diamantes cubiertos de lluvia cuando alzó la vista—. «Mi dulce cazadora» —repitió con un escalofriante canturreo—. «Mi dulce y preciosa cazadora. He venido a jugar contigo». —Soltó un pequeño grito y se dejó caer de rodillas.
Rafael se agachó con ella y la rodeó con las alas mientras estrechaba su cuerpo rígido.
—¿También te asaltan los recuerdos cuando no estás dormida?
—Estaba leyendo uno de los libros de Jessamy, esperando a que llegaras a casa. Mis ojos se cerraron un instante. Es como si los recuerdos estuviesen aguardando la más mínima oportunidad para aflorar. —Su cuerpo se sacudió con los sollozos—. Durante todo este tiempo he odiado a mi padre porque le advertí que el monstruo se acercaba, y él no me hizo caso, pero lo cierto es que Slater vino a por mí. ¡A por mí! ¡Fui yo quien lo atrajo hasta mi familia!
—No se puede culpar a un niño por esos actos de maldad. —Rafael no estaba acostumbrado a sentirse impotente, pero no podía hacer nada mientras el corazón de Elena se rompía en mil pedazos delante de sus narices. La estrechó con más fuerza aún y le murmuró palabras de consuelo al oído. Tuvo que luchar con todas sus fuerzas contra el impulso de borrar sus recuerdos, de darle la paz que necesitaba con tanta desesperación.
Fue una de las batallas más duras que había librado jamás.
—Tú no tienes la culpa —repitió, y su cuerpo empezó a resplandecer a causa de una furia implacable.
Elena no dijo nada, se limitó a llorar con tantas ganas que todo su cuerpo se sacudía. Rafael apretó los labios contra su sien y la meció mientras las estrellas brillaban, mientras las luces desaparecían en los salientes del cañón, mientras el viento se volvía gélido y salpicado de nieve. La abrazó hasta que las lágrimas desaparecieron y la luna besó sus alas como una amante rechazada. Luego se alzó con ella hasta los cielos.
Vuela conmigo, Elena.
La cazadora desplegó las alas, pero siguió callada.
Sin dejar de vigilarla, Rafael le dio un paseo salvaje a través de riscos y grietas en los que el viento les azotaba las mejillas. Ella lo siguió con expresión seria, encontrando su camino para rodear los obstáculos cuando no podía moverse lo bastante rápido para atravesar los pequeños huecos que él utilizaba. Requería concentración, y eso era exactamente lo que Rafael deseaba.
Cuando aterrizaron, Elena se tambaleaba de agotamiento. Rafael tuvo que llevarla dentro y meterla en la cama, sumirla en un sueño sin pesadillas con un pequeño empujoncillo mental. Ella se enfadaría por eso, pero necesitaba descansar. Porque el momento se acercaba.
El baile de Lijuan se celebraría en una semana.