16
—Una parte de mí —susurró Elena, admitiendo la hambrienta necesidad de su interior— quiere hacer justo eso, quiere torturar a ese cabrón hasta que empiece a gimotear y a arrastrarse.
—Pero te compadecerías de él si llegara ese momento.
—Mi corazón es humano. —Y ese corazón le pertenecía a él. Pasando por alto la mano que aún le rodeaba el cuello, Elena tiró de la cabeza de Rafael para acercarla a la suya. Cuando sus labios se encontraron, sintió las palpitaciones incandescentes del poder masculino sobre cada centímetro de su piel. Eso demostraba que, sin tener en cuenta el hecho de que ahora tuviera alas, en manos de ese arcángel, ella aún era mortal.
Su energía la rodeaba, se colaba por cada uno de los poros de su piel. Los labios de Rafael se habían apoderado de los suyos con una belleza terrible y cruel. No había intención de hacer daño, no había dolor. No, Rafael besaba como el ser inmortal que era: con la inhumana destreza de un ser que había besado a tantísimas mujeres a lo largo de los siglos que ya ni siquiera recordaba sus rostros. Era una muestra directa e inconfundible del corazón despiadado que latía en su pecho.
No lograrás asustarme, le dijo Elena mentalmente.
Eso es mentira, cazadora del Gremio. Puedo escuchar tu corazón. Late como el de un conejillo aterrado.
Sería estúpida si no me preocupara un poco. Pero no pienso echarme atrás solo porque estés más gruñón que de costumbre.
Sus bocas se apartaron durante una fracción de segundo, y en ese instante Elena notó que los labios de Rafael se curvaban en una sonrisa. La mano que le sujetaba el cuello ascendió hasta su mejilla. El calor ardiente de su poder se desvaneció y lúe sustituido por el sensual roce de su piel.
Solo tú te atreverías a decirme algo así.
Puesto que necesitaba respirar, Elena rompió el beso. Todo su cuerpo echaba humo. Joder, los arcángeles sí que sabían besar...
—Tenemos que irnos.
Un breve asentimiento hizo que el cabello de Rafael cayera sobre su frente por un instante, antes de que el viento lo apartara de nuevo.
—¿Por dónde quieres empezar?
—¿Qué te parece la escuela? Debió de vigilar a Sam y a los otros niños antes de decidirse por uno.
El rostro de Rafael se ensombreció, pero sus ojos seguían teniendo un intenso color añil. No había vuelto a resplandecer a causa del poder.
—Te llevaré volando hasta la zona de la escuela.
A pesar de que Elena buscó hasta primeras horas de la mañana, cuando la nieve empezó a caer con mucha fuerza, no encontró ni el menor rastro del vampiro que se había atrevido a poner sus brutales manos sobre un niño en ese lugar diseñado para ser la más segura de las fortalezas. Más enfadada que otra cosa, se adentró en el dormitorio que compartían y empezó a quitarse la ropa humedecida por la nieve. Sentía los cardenales entumecidos a causa del frío.
—Déjame a mí. —Rafael colocó las manos sobre sus hombros—. Tus alas arrastran por el suelo.
—Estoy cansada —admitió ella, que le permitió quitarle las mangas, desatar las correas de la camiseta y apartárselas del cuerpo—. Estoy acostumbrada a ser más fuerte que la gente que me rodea. Aquí, soy patéticamente débil.
Un beso en la piel desnuda de su hombro. Manos cálidas sobre su vientre.
—La fuerza tiene muchas formas, cazadora. La tuya es mayor de lo que crees.
Elena apoyó la espalda contra él y dejó que su cuerpo se relajara, ya que confiaba en que Rafael la mantuviera en pie.
—Es muy agradable tener a alguien que me sostenga cuando estoy cansada. —Era una forma de intimidad, un regalo que jamás había esperado.
Una larga pausa. Otro beso en el hombro. Unas manos silenciosas y posesivas.
—Sí.
Había sido una especie de salto al vacío admitir que empezaba a confiar en él... Ella, una mujer que no había vuelto a confiar en un hombre desde que su padre la puso de patitas en la calle. Pero no había esperado que Rafael la honrara también con su confianza. Apretó las manos masculinas e inclinó la cabeza a un lado para dejar el cuello expuesto.
Rafael captó la indirecta y besó la piel de su garganta.
—¿Una ducha?
—Un baño. —Elena tenía la impresión de que no podría permanecer de pie sin ayuda.
—Te quedarás dormida. —Sus labios presionaron la zona donde se apreciaba el pulso, y la fuerza posesiva de su cuerpo atravesó el agotamiento para despertar una necesidad primaria.
Yo te mantendré en pie.
Otro beso tras esa oferta.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Desnuda de cintura para arriba, Elena se mantuvo inmóvil mientras él la observaba desde atrás.
—Tienes muchos cardenales. —Pasó las manos con suavidad sobre ellos, pero su voz estaba cargada de furia.
—Acostúmbrate —dijo Elena con una carcajada—. Al parecer, tengo un talento natural para meterme en problemas.
Una sonrisa lánguida contra su mejilla. Unas manos grandes sobre el botón de sus pantalones.
—Como la primera vez que nos vimos.
Cuando estuvo desnuda por completo, Elena apartó los pantalones de una patada y estiró los brazos hacia atrás para rodearle el cuello antes de arquear su cuerpo en un sinuoso estiramiento.
—Elena... —Una advertencia ronca, aunque le estaba acariciando el torso con las manos, cerca de los pechos.
Con la respiración jadeante a causa del deseo, Elena se apretó contra él. Sus pezones ansiaban un contacto menos... suave.
—Más. —Una exigencia desvergonzada.
—Como desees, cazadora.
Todos los pensamientos que rondaban su mente se hicieron trizas cuando Rafael le pellizcó los pezones y le provocó una aguda punzada de dolor en la entrepierna. Empezó a moverse, inquieta, deseando algo más que solo él podía darle.
—Rafael...
Cuando ella inclinó la cabeza, el arcángel buscó sus labios y aplacó el dolor que había provocado, con movimientos lentos y suaves de las manos. Rafael era la personificación de la intensidad contenida, de la pasión controlada. Tras interrumpir el beso, Elena enfrentó su mirada azul cobalto.
—Creo que me he ganado mi segunda recompensa.
La más leve de las sonrisas. La mano que cubría su pecho se deslizó hacia abajo, hasta la superficie sensible de su abdomen, donde empezó a trazar círculos en torno al ombligo. Elena soltó una risilla.
—Tengo cosquillas.
Su trasero estaba apretado contra la rígida erección masculina, y eso hizo que el calor entre sus piernas se volviera líquido.
Cuando Rafael bajó la mano aún más, ella no se resistió. Permitió que la abriera sin rechistar. El arcángel jugueteó con ella, movió el pulgar sobre ese punto ultrasensible cuajado de terminaciones nerviosas, pero no le proporcionó la presión que necesitaba. Temblando, Elena movió su cuerpo contra él para tentarlo, para excitarlo..., para provocarlo.
Rafael clavó los dientes en su cuello.
—Si sigues haciendo eso, te castigaré.
—Huuuyy... Estoy muerta de miedo.
Le pellizcó el clítoris. El placer provocó un cortocircuito en el sistema de Elena. Su cuerpo se tensó en un arco, preparado, más que dispuesto a... Sin embargo, la presión acabó antes de tiempo.
—Rafael... —Una protesta sensual. Tenía la piel cubierta por una finísima capa de sudor.
—Te lo advertí —señaló él justo antes de introducir dos dedos en su interior y empezar a moverlos con fuerza. Elena lo cabalgó, montó esos dedos diabólicos mientras su respiración se volvía jadeante. Su cuerpo parecía moverse por voluntad propia.
La otra mano de Rafael estaba sobre su pecho, acariciando y moldeando. Su boca le rozaba el cuello, el hombro... Esos labios la marcaban sin vacilar, sin intentar ocultar lo que estaba haciendo.
Tensa, húmeda... y mía.
Un macho descaradamente posesivo y ardiente.
El trasero de Elena se frotaba contra él con cada movimiento de su cuerpo, y eso la llevó hasta un punto febril.
—Necesito más.
No puedes tener mi miembro, Elena.
Ella se estremeció e intentó pensar con claridad.
—¿Por qué no? Le tengo bastante cariño.
Con eso consiguió otro roce provocador en el clítoris. Elena empezó a ver estrellitas tras los párpados, y apenas podía oírlo con el zumbido que atronaba sus oídos.
No estás lo bastante fuerte como para soportar lo que quiero hacerte.
Casi loca por la necesidad, Elena lo cabalgó con más fuerza, más rápido.
—Dame más.
¿Estás segura? Una pregunta sexualmente explícita.
—Sí.
Soltó un grito cuando él separó los dedos en su interior a fin de hacer hueco para un tercero. Esa plenitud extrema la llevó al borde del abismo. Luego, Rafael apretó su clítoris con el pulgar y la empujó al vacío. El orgasmo la sacudió de la cabeza a los pies, un desahogo tan violento que la dejó inconsciente entre sus brazos.
Rafael inhaló la esencia del placer de Elena y contuvo a duras penas la siniestra pasión que asolaba su interior, una pasión que luchaba contra las restricciones y anhelaba tomarla con una furia que no sabía si ella resistiría ni aun estando en plena forma.
Había esperado todo un año por ella. Un año en el que solo había escuchado silencio cuando le hablaba. No le quedaba mucha paciencia.
—Pronto —murmuró, dirigiéndose a esa necesidad voraz que moraba en su interior.
Cuando empezó a retirar los dedos del interior tenso y húmedo de su compañera, esa necesidad lo sacudió con fuerza y provocó que su erección comenzara a palpitar. Deseaba arrojar a Elena sobre la cama, separarle las piernas y penetrarla.
Te morderé los pechos, le dijo mientras retiraba los dedos con lentitud, disfrutando al sentir cómo se contraía ella al oír sus palabras. Pienso penetrarte hasta que no puedas caminar.
El cuerpo femenino se contrajo en un espasmo, y Rafael se dio cuenta de que su cazadora estaba lista una vez más. Aprovechó el momento para volver a hundir un dedo en su cuerpo, ya que el segundo no cabía debido a la hinchazón causada por el orgasmo.
Después de saciar mi necesidad, te separaré los muslos y te obligaré a mantenerlos así para mí.
Una embestida lenta, deliberada.
—Rafael... —dijo Elena con voz ronca.
Luego me tomaré mi tiempo para saborear esa carne dulce y rosada que tienes entre las piernas.
Otra embestida, otra puñalada de placer que hizo que ella frotara las nalgas contra su polla.
Mía, Elena. Eres mía.
Alzó una mano y le sujetó la barbilla con los dedos para apoderarse de su boca. Luego, con una última y exquisita caricia, la llevó al orgasmo una vez más. La sexualidad de Elena era terrenal, salvaje, abierta. Cantaba una canción de sirena que le nublaba la mente y amenazaba con hacerle perder el control.
La sostuvo cuando ella se calmó por fin, y retiró los dedos antes de cogerla en brazos. Sus alas estaban tan fláccidas como sus piernas. Sin embargo, en esa ocasión la flaccidez se debía a una pasión satisfecha. Si no hubiera tenido la evidencia húmeda de ese hecho en los dedos, su mirada de ojos entrecerrados habría sido la prueba que necesitaba.
No juegas limpio, arcángel.
Elena iniciaba en tan pocas ocasiones el contacto mental que Rafael disfrutó con ello.
Tú tampoco. La tengo tan dura que está a punto de estallar.
—Te prometo que la curaré.
Rafael dejó escapar un suspiro de dientes apretados y luego metió a Elena en la ducha. Abrió al máximo el agua fría.
Ella soltó un alarido al notar el agua y lo golpeó en el pecho con la palma de las manos.
—¡Sácame de aquí!
—Ahora eres un ángel —dijo, calado hasta los huesos—. Ya no eres tan sensible al frío. —Con todo, abrió el agua caliente.
Ella lo fulminó con la mirada.
—¿A qué ha venido eso?
Rafael aguardó en silencio.
—Vale —dijo Elena unos segundos después—, pues me alegro de que estés sufriendo.
Rafael había vivido más de mil años, pero hacía mucho que había perdido la capacidad de reír de verdad. Esa noche notó que la diversión tironeaba de la comisura de sus labios a pesar de que su erección no había disminuido y aún le hervía la sangre.
—Eso no ha sido muy amable por tu parte, Elena.
Ella se apartó el pelo de la cara para mirarlo con suspicacia.
—Después de todo, te he llevado dos veces hasta el orgasmo.
—¿Es que ahora llevamos la cuenta? —Sus ojos resplandecían.
—Por supuesto.
Ella arrugó la nariz y no pudo contenerse más. Estalló en carcajadas de puro deleite. Unas carcajadas que se clavaron en ese corazón que Rafael no tenía la certeza de poseer hasta que la conoció. La sostuvo bajo el agua y enterró la cara en su cabello con una sonrisa.
Cuando recuperes las fuerzas, tendrás que trabajar mucho para igualar el tanteo.
Elena le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él en una sincera demostración de afecto que, como Rafael sabía muy bien, era muy rara en su cazadora. Confianza, pensó él. Elena empezaba a confiar en él. El miedo era un sentimiento que no había experimentado en muchos siglos (al menos hasta la noche que tuvo el cuerpo destrozado de Elena entre sus brazos, la noche en la que Manhattan se convirtió en una zona de guerra), pero en esos momentos susurraba en sus venas.
No era fácil conseguir la confianza de Elena.
Sin embargo, era muy fácil perderla.
—¿Tienes pensado quitarte la ropa? —Los dedos femeninos ya habían empezado a desabrochar los botones de su camisa.
El arcángel le permitió que lo desnudara, le permitió que lo provocara, le permitió que lo volviera un poco más humano.
Media hora después, Rafael observaba cómo dormía Elena. Sus pálidas pestañas contrastaban con esa piel dorada que hablaba de una tierra de atardeceres anaranjados y mercados bulliciosos, de encantadores de serpientes y de mujeres con velo y ojos pintados con kohl. Yacía bocabajo, con las alas extendidas en un despliegue de los tonos del amanecer y la medianoche. Esas alas, las alas de una guerrera nata, eran la coronación perfecta de su fuerza. Sin embargo, pensó Rafael mientras se arrodillaba junto a la cama por un instante, el auténtico tesoro era la mujer en sí.
Le apartó el cabello de la cara y deslizó el dorso de la mano sobre su mejilla.
Mía.
El sentimiento de posesión se había hecho más fuerte desde que ella aceptó convertirse en su amante. Y él sabía que se acentuaría aún más... Porque en todos sus siglos de existencia, jamás había tenido una amante a quien considerara suya a todos los niveles.
Mataría por ella, destruiría por ella, descuartizaría a cualquiera que se atreviera a alejarla de él.
Y jamás la dejaría marchar... ni siquiera aunque ella suplicara por su libertad.
Se puso en pie, salió al balcón y cerró las puertas de la terraza con cuidado. La nieve había dejado de caer, pero había cubierto el Refugio con el color de la inocencia.
Vigílala, le dijo al ángel que volaba en círculos por encima de él.
La respuesta de Galen fue inmediata.
No permitiré que le ocurra nada.
Rafael sabía que Galen no confiaba en Elena, pero el ángel había dado su palabra, y ninguno de sus Siete lo traicionaría jamás. Se lanzó en picado y rozó por un segundo la mente dormida de Elena; algo que se había convertido en una costumbre después del año que ella había pasado en coma, cuando era incapaz de penetrar en su cabeza.
El silencio le había parecido eterno. Implacable.
Esa noche sintió su agotamiento, la paz de su mente. No habían aparecido las pesadillas que con tanta frecuencia la acosaban. Retiró el contacto mental para permitir que durmiera tranquila y atravesó el aire gélido en dirección a la Galena. Estaba a punto de descender hacia los dominios de Keir cuando sintió que otra mente rozaba la suya.
Michaela.