9

Tal como había hecho en su tienda, Rowan hizo un inventario matinal con los ojos cerrados. Decidió que se sentía como una centenaria que se hubiese sometido a un régimen draconiano. Pero, como jefa de incendio, había salido ilesa, con su brigada intacta y el fuego apagado.

Además, pensó cuando abrió los ojos y recorrió su habitación con la mirada, durante los dos días que había pasado fuera las hadas no solo habían limpiado la sangre de cerdo, sino que habían aplicado una capa fresca de pintura en las paredes.

Estaba en deuda con alguien, y si podía arrastrarse fuera de la cama averiguaría con quién.

Cuando lo hizo, sintió punzadas en las pantorrillas y sus cuádriceps protestaron. Los bíceps y los tríceps, observó, se lamentaban amargamente. La ducha caliente bajo la que había estado a punto de dormirse había ayudado un poco, pero ocho horas seguidas después de dos arduas jornadas no bastaban.

Combustible y movimiento, se ordenó a sí misma. ¿Dónde estaba Gull con su bocadillo de desayuno ahora que lo necesitaba? Se conformó con engullir una tableta de chocolate mientras se vestía y luego se fue cojeando hasta el gimnasio.

No era la única que cojeaba.

Saludó con un gruñido a Gibbons, que le correspondió de la misma forma, y observó a Trigger, que hacía unos estiramientos en el suelo entre muecas de dolor. Contempló a Dobie, bajito y fibroso, mientras levantaba en el banco de pesas lo que calculó que sería su peso corporal.

—Mañana vuelvo a estar en la lista de saltos —le dijo, jadeando mientras se ejercitaba—. Estoy preparado. Mucho más preparado que vosotros, según parece.

Rowan levantó un dedo y luego se inclinó hacia delante gimiendo. Se quedó en el suelo, sencillamente, y respiró profundamente durante un rato. Luego, con las palmas en el suelo, arqueó la espalda y miró hacia arriba.

El cardenal amarillo de la cara de Dobie, enrojecida por el esfuerzo, le hacía parecer una víctima resentida de una quemadura. Además, se había afeitado el simulacro raquítico de barba; una mejora, en opinión de Rowan, pues ya no tenía tanto aspecto de duende palurdo.

—Alguien ha limpiado y pintado mi habitación.

—Sí, ya —respondió él jadeando de nuevo, antes de empujar las pesas hacia arriba y colocarlas en la posición de seguridad—. Stovic y yo teníamos tiempo.

Rowan se incorporó.

—¿Hicisteis todo eso?

—La mayoría. Marg y Lynn hicieron lo que pudieron con tu ropa. La sangre se quita con sal; eso es lo que utiliza mi madre.

—¿De verdad?

—Pero no funciona igual de bien en las paredes, así que las pintamos. Impidió que nos volviésemos locos mientras vosotros acaparabais toda la diversión. Aquello estaba guarrísimo y olía como un matadero de cerdos. Eché de menos mi casa —añadió con una sonrisa—. De todos modos, esa tía debe de estar más loca que una cabra.

Rowan se le acercó, se inclinó y le besó en la boca.

—Gracias.

Él movió las cejas.

—Estaba muy asqueroso y además apestaba.

Esta vez, ella le clavó el dedo en la barriga. Después de volver a su colchoneta, estiró los músculos y relajó su mente con un poco de yoga. Había pasado a los ejercicios en el suelo cuando entró Gull. Fresco, pensó Rowan. Tenía un aspecto fresco y limpio y se le acercaba con sus andares sueltos y desenvueltos.

—Me han dicho que ya te habías levantado —dijo, agachándose—. Pareces muy flexible para ser la mañana siguiente.

—Solo necesito ponerme a punto.

—Y un picnic.

Rowan levantó la nariz de la rodilla.

—¿Necesito un picnic?

—Con una cesta enorme cargada con la deliciosa comida de Marg y una excelente botella de bebida para adultos disfrutada en encantadora compañía.

—¿Janis sale conmigo de picnic?

—Yo tengo la cesta enorme.

—Siempre hay alguna trampa —replicó Rowan, sintiendo que se adentraba en una zona peligrosa. Aquel hombre era toda una tentación—. Es una idea agradable, pero…

—No estamos en la lista de saltos, y L. B. nos ha dado el día libre. Ahora que hemos cruzado juntos el fuego, creo que podemos tomarnos un breve respiro, comer un poco y conversar. Salvo que tengas miedo de que un simple picnic despierte en ti una lujuria incontrolable que te lleve a intentar forzarme y aprovecharte de mi amistosa oferta.

Tentación y desafío; a cual de ellas más difícil resistirse.

—Estoy razonablemente segura de poder controlarme.

—De acuerdo entonces. Podemos marcharnos en cuanto estés lista.

Qué demonios, decidió. Ella vivía y respiraba en zonas peligrosas. Sin duda podía manejar a un gallito atractivo en un picnic.

—Dame veinte minutos. Y más vale que elijas un sitio cerca porque estoy muerta de hambre.

—Nos vemos en la puerta.

Antes, Rowan localizó a Stovic y le dio el mismo beso en los labios que a Dobie. Ella pagaba sus deudas. Tenía que escribir y presentar el parte de incendio, pero eso podía esperar un par de horas. Comprobar y ordenar su equipo, pensó mientras se ponía unos pantalones de soldado cortados. Ocuparse de su paracaídas, llenar de nuevo la bolsa. Se puso una camisa blanca, se aplicó un poco de maquillaje y crema solar y consideró el conjunto lo bastante bueno para un picnic entre amigos con otro paracaidista.

Se puso las gafas de sol mientras salía, y a continuación entornó los ojos. Gull charlaba con Cartas apoyado en el capó de un vistoso y elegante descapotable plateado.

Rowan se acercó con aire despreocupado.

—¿Cómo va la pierna? —le preguntó a Cartas.

—Bastante bien. Aún tengo la rodilla un poco hinchada. Voy a ponerme hielo otra vez. —Cartas dio unas palmaditas en el capó, junto a la cadera de Gull—. Esto sí que es un coche, Pies Rápidos. Es un coche impresionante. La consigna de hoy tiene que ser «viril», porque esta máquina tiene huevos. Que os divirtáis, chicos.

Le guiñó el ojo a Rowan y, cojeando, volvió a entrar.

Con las manos en las caderas, Rowan dio una vuelta alrededor del coche impresionante.

—Este es el coche de Iron Man.

—Como dudo que quieras insinuar que se lo he robado a tu padre, deduzco que eres una mujer que entiende de superhéroes y de vehículos de motor.

Rowan se detuvo ante él.

—¿Dónde está el traje?

—En un lugar que no voy a revelar. La infamia está por todas partes.

—Eso es cierto —reconoció ella, ladeando la cabeza y pasando un dedo por el guardabarros reluciente mientras observaba a Gull—. Iron Man es un superhéroe rico. Por eso puede permitirse este coche.

—Tony Stark tiene muchos coches.

—También es cierto. Estoy pensando que trabajar de bombero paracaidista se paga muy bien durante la temporada de incendios. Pero no creo que vender fichas y seguir partidas en un salón recreativo pueda pagar un coche como este.

—Pero es entretenido, y tengo pizza gratis. Es mi coche —dijo Gull, al ver que ella no dejaba de mirarle—. ¿Quieres ver el permiso de circulación y mi cartera?

—Eso significa que tienes una cartera, pero no me trago que hayas conseguido todo esto trabajando en un salón recreativo. —Rowan reflexionó con los labios apretados—. Puede que en parte sea tuyo.

—Posees notables poderes de deducción. Podrías ser Pepper Potts.

Gull abrió la puerta del copiloto. Rowan subió al coche y levantó la mirada.

—¿De qué tamaño es esa parte?

—Si quieres, te contaré mi vida mientras comemos.

Rowan le dio vueltas a esa idea mientras Gull rodeaba el capó y se sentaba detrás del volante. Decidió que sí quería.

Gull conducía deprisa y manejaba la palanca de cambios con mano suave y experta, dos aspectos que Rowan apreciaba.

Además, le encantaban las máquinas potentes.

—¿Tengo que acostarme contigo para que me dejes conducir esta máquina?

Gull le dedicó una sola mirada afable.

—Por supuesto.

—Parece justo. —Disfrutando, alzó la cara hacia el viento y el cielo, y luego levantó las manos hacia ambos—. Aunque viajar en ella es una solución intermedia bastante buena. ¿Cómo te las has arreglado para preparar todo esto?

—Habilidades organizativas asombrosas. Además, se me ha ocurrido aprovechar estas pocas horas mientras las tuviese. La comida ha sido la parte fácil. Lo único que he tenido que hacer ha sido decirle a Marg que te llevaba de picnic, y se ha ocupado del resto. Está loca por ti.

—Es mutuo. Aun así, a mí me habría costado mucho planificar cualquier cosa cuando por fin he conseguido salir a rastras de la cama.

—Poseo unos poderes de recuperación asombrosos que acompañan a mis habilidades organizativas.

Rowan inclinó las gafas de sol hacia abajo para mirarle por encima de ellas.

—Sé reconocer los alardes sexuales cuando los oigo.

—Entonces seguramente no debería añadir que me he despertado sintiéndome como si me hubiese atropellado un tráiler después de acarrear una bolsa de ladrillos de cien kilos a lo largo de ochenta kilómetros. A través del barro.

—Sí. Y aún estamos en junio.

Cuando Gull tomó un desvío en la carretera de Bass Creek, Rowan asintió con la cabeza.

—Sabia elección.

—Es un paseo, y debería ser bonito.

—Lo es. Llevo toda la vida viviendo aquí —añadió ella mientras entraban en la zona de aparcamiento del final de la carretera—. Me dedicaba a recorrer las sendas de montaña. Eso me mantenía en forma, me daba una buena información de las zonas sobre las que saltaría algún día y me permitía apreciar la razón por la que lo haría.

—Ayer entramos en la zona quemada —comentó él, pulsando el botón para subir la capota—. Es inhóspita y dura, pero sabes que se recuperará.

Bajaron del coche, y Gull abrió el capó, con su escaso espacio para guardar cosas.

—¡Santo Dios, Gull, lo de la cesta enorme no era broma!

—Meterla aquí ha sido un ejercicio de geometría —replicó él mientras la sacaba.

—Solo somos dos. ¿Cuánto pesa esto?

—Mucho menos que mi equipo. Creo que podré cargar con ella a lo largo de un kilómetro y medio.

—Podemos turnarnos.

Él la miró mientras cruzaban hacia el principio del sendero.

—Estoy de acuerdo con la igualdad de sueldos por el mismo trabajo. Considero que la capacidad, la decisión y la inteligencia no tienen nada que ver con el género. Incluso acepto, aunque con reservas, la presencia de jugadoras en la liga de béisbol. Con reservas, lo repito. Pero hay límites.

—¿Cargar con una cesta de picnic es un límite?

—Pues sí.

Rowan se metió las manos en los bolsillos y canturreó un poco mientras caminaba sonriendo con satisfacción.

—Es un límite estúpido.

—Tal vez, pero no deja de ser un límite.

Atravesaron el cañón cubierto por el bosque. Rowan oyó las señales de vida que había echado de menos durante el incendio. El canto de los pájaros, el susurro de las hojas. El sol brillaba a través de las copas de los árboles y encendía las aguas burbujeantes del arroyo mientras seguían la curva del agua.

—¿Por eso estudiabas mapas? —le preguntó ella—. ¿Buscabas un sitio para montar un picnic?

—Eso fue una consecuencia afortunada. Yo no llevo toda la vida viviendo aquí, y quería saber dónde estoy —respondió, recorriendo con la mirada el cañón y las pequeñas cascadas de agua mientras subían sendero arriba—. Me gusta donde estoy.

—¿Siempre has vivido en el norte de California? ¿Hay algún motivo para que tengamos que esperar a la comida para que empieces a contarme tu vida?

—Supongo que no. No, empecé en Los Ángeles. Mis padres trabajaban en la industria del espectáculo. Él era director de fotografía; ella era diseñadora de vestuario. Se conocieron en un plató y congeniaron.

El arroyo descendía mientras ellos subían ladera arriba.

—Así pues —continuó—, se casaron y me tuvieron dos años más tarde. Tenía cuatro años cuando murieron en un accidente de avión, en un pequeño bimotor que llevaban al lugar de filmación de una película.

El corazón de Rowan se encogió un poco.

—Gull, lo siento mucho.

—Yo también. No me llevaron con ellos, y solían hacerlo si trabajaban en el mismo proyecto. Pero yo tenía una infección de oído, así que me dejaron con la niñera para que me curara.

—Es duro perder a los padres.

—Horrible. Ahí está el dique de troncos —anunció—. Tal como indicaba.

Rowan dejó el tema cuando el sendero se aproximaba al arroyo una vez más. No podía reprocharle que no quisiera recordar el dolor de un niño pequeño.

—Esto bien vale más que una caminata de dos kilómetros —dijo él.

La laguna que se hallaba detrás del dique centelleaba como si estuviese cuajada de piedras preciosas. Más allá, el valle se abría como un regalo y se extendía hasta el círculo de montañas.

—Y la cesta pesará mucho menos en los dos kilómetros de vuelta.

Cerca de la laguna, bajo el inmenso cielo azul, la dejó en el suelo.

—Apagué un incendio allí, en el parque Selway-Bitterroot —le explicó a Rowan, mirando a lo lejos—. Estando aquí, en un día como este, nunca creerías que algo pudiese arder así.

—Saltar sobre el fuego es distinto.

—Desde luego, es una forma más rápida de llegar.

Gull abrió la tapa de la cesta y sacó la manta doblada que estaba encima. Rowan lo ayudó a extenderla y luego se sentó en ella con las piernas cruzadas.

—¿Qué hay de menú?

Él sacó una botella de champán envuelta en una funda fría. Sorprendida y conmovida, Rowan se echó a reír.

—¡Menudo comienzo! No se te escapa una.

—Dijiste «picnic con champán». Como plato principal, tenemos el tradicional pollo frito de Marg.

—No hay otro mejor.

—Me han dicho que te gustan los muslos. Yo, en cambio, prefiero las pechugas.

—Nunca he conocido a un hombre que no las prefiera —replicó ella, empezando a vaciar la cesta—. Oh, sí, su ensalada de patatas rojas y judías tiernas. Mira este queso, y el pan. Hay moras y huevos duros con salsa picante. ¡Tarta de chocolate! Marg nos ha puesto casi la mitad de una de sus tartas —dijo, alzando la mirada—. En realidad puede que esté loca por ti.

—Ya me gustaría —contestó él, descorchando el champán—. Acerca tu copa.

Rowan fue a cogerla y entonces se fijó en la etiqueta de la botella.

—Dom Pérignon. El coche de Iron Man y el champán de James Bond.

—Tengo gustos de héroe. Tiende la copa, Rowan —dijo antes de llenarla y hacer lo mismo luego con la suya—. Por los picnics en la montaña.

—De acuerdo. —Rowan brindó y dio un sorbo—. ¡Santo Dios, esto no es el tequila barato del Get a Rope! Ya veo por qué le gusta a 007. ¿De dónde lo has sacado?

—Lo he comprado en la ciudad.

—¿Has estado hoy en la ciudad? ¿A qué hora te has levantado?

—A las ocho más o menos. Anoche no pude llegar a la ducha, y olía tan mal que me he despertado yo solo esta mañana.

Abrió uno de los recipientes, y después de arrancar un trozo de la barra de pan, lo untó de queso blando y mantecoso. Se lo ofreció a Rowan.

—No soy particularmente rico, vamos, no creo.

Ella lo observó mientras los sabores danzaban sobre su lengua. Impulsado por una agradable brisa, el pelo de Gull bailaba en torno a su rostro formando una atractiva corona de color castaño y dorado.

—Quiero saberlo. Pero no me gustaría que los malos recuerdos te estropeasen el picnic.

—Lo malo ya te lo he dicho. Creo que no los recordaría, o solo lo haría vagamente, de no ser por mis tíos. Mi tía era la hermana de mi madre —explicó—. Mis padres les nombraron mis tutores legales en su testamento. Vinieron a buscarme, me llevaron al norte y me criaron.

Mientras hablaba iba sacando platos y cubertería, y ella escuchaba su historia.

—Siempre estaban hablando de mis padres, me enseñaban fotos. Los cuatro tenían una relación muy estrecha, y mis tíos querían que conservase los buenos recuerdos. Y los conservo.

—Tuviste suerte. Después de algo horrible, tuviste suerte.

Él la miró a los ojos.

—Mucha suerte. No solo me acogieron. Yo era parte de ellos, y siempre lo sentí.

—La diferencia entre ser una obligación, aunque sea bien atendida, y sentir que uno está donde debe estar.

—Nunca tuve que aprender lo grande que es esa diferencia. Mis primos, uno un año mayor y el otro un año más pequeño, nunca hicieron que me sintiese como un extraño.

Aquello explicaba en parte el equilibrio que mostraba, pensó Rowan, la desenvoltura y la confianza en sí mismo.

—Parecen muy buena gente.

—Lo son. Cuando salí de la universidad, recibí un fondo fiduciario, un buen pellizco. El dinero de la casa de mis padres, el seguro, todo eso. Nunca utilizaron ni un céntimo, sino que lo invirtieron para mí.

—Y compraste un salón recreativo.

Gull levantó su champán.

—Me gustan los salones recreativos. Los mejores son los familiares. De todas formas, principalmente lo lleva mi primo más joven, y Jared, el mayor, es abogado, y se ocupa de este tipo de cosas. Mi tía supervisa y ayuda a planificar las celebraciones, y mi tío lleva dos años ocupándose de las relaciones públicas.

—Para familias de la familia. Eso está bien.

—A nosotros nos funciona.

—¿Qué piensan de tu forma de pasar los veranos?

—Les parece bien. Supongo que se preocupan, pero no me abruman con eso. Tú creciste con un bombero paracaidista. —Se sirvieron el pollo y la ensalada en los platos—. ¿Cómo lo llevabas?

—Pensando que era invencible, precisamente como un superhéroe. Mmm… —añadió cuando mordió la piel crujiente y llegó a la carne tierna—. Que Dios bendiga a Marg. Le consideraba realmente inmortal —añadió Rowan—. Nunca me preocupé de él. Nunca pasé miedo por él, ni por mí misma. Era… Iron Man.

Gull sirvió dos copas más.

—Desde luego, brindaré por Iron Man Tripp. Él es la razón de que los dos estemos aquí.

—Extraño, pero cierto. —Rowan comía, se relajaba disfrutando del momento y se sentía más cómoda con él de lo que esperaba—. No sé qué parte de la historia has oído. Sobre mis padres.

—Algo.

—Supongo que te lo habrán mencionado muy de pasada. Mi padre, seguramente habrás visto fotos, era y sigue siendo bastante deslumbrante.

—Has heredado esa capacidad de deslumbrar.

—Al estilo de una valquiria.

—Tú no eres de las que deciden morir en la batalla.

—Entiendes de mitología escandinava.

—Tengo muchos conocimientos extraños e inexplicables.

—Ya me he dado cuenta. En cualquier caso, a un hombre que parece Iron Man y hace lo que hace… las mujeres acuden como moscas.

—Yo tengo el mismo problema. Es una carga.

Ella resopló y comió un poco de ensalada de patatas.

—Pero él no era de los que salen de un incendio, o acaban la temporada, y buscan un polvo fácil.

Rowan levantó una ceja al ver que Gull se limitaba a sonreír.

—Él no actúa así. Como yo, lleva toda la vida viviendo aquí. Si hubiese tenido esa clase de reputación, no se la habría podido quitar de encima. Conoció a mi madre cuando ella vino a Missoula y empezó a trabajar de camarera. Buscaba aventuras. Era guapa y un poco alocada. Sea como fuere, iniciaron una relación y ella se quedó preñada por error. Se casaron. Se conocieron a principios de julio, y a mediados de septiembre estaban casados. Estúpido, desde un punto de vista racional, pero debo estar agradecida ya que puedo estar sentada aquí contando esa historia.

Él había sabido toda su vida que era un hijo deseado. ¿Hasta qué punto cambiaba el punto de vista cuando te considerabas, como ella, un error?

—Ambos estamos agradecidos.

—Creo que debía de ser emocionante para ella —comentó Rowan, metiéndose una mora gruesa en la boca mientras hablaba—. Llega un hombre guapísimo que, con su traje térmico, parece una estrella de cine, uno de la élite, uno que destaca en lo que hace, y la escoge a ella. Al mismo tiempo, ella se rebela contra una educación muy estricta y anticuada. Tenía casi diez años menos que mi padre, y seguramente le gustaba la idea de jugar a las casitas con él. Durante el invierno, mi padre está montando su negocio, pero está por allí. Mis abuelos también, y ella está embarazada de su único hijo. Es el centro. Sus padres han cortado toda relación con ella, todos los lazos.

—¿Cómo pueden hacer eso algunas personas? ¿Cómo lo justifican o lo soportan?

—Creen que tienen razón. Y supongo que eso lo hacía más emocionante para ella. Y en primavera llego yo, así que tiene un bebé para exhibir. Unos abuelos que la miman, un marido que está embobado, y que sigue por allí.

Escogió otra mora y se la dejó sobre la lengua un momento, dulce y firme.

—Un mes después empieza la temporada de incendios, y él no está por allí cada día. Ahora hay que cambiar pañales y pasear a un bebé que berrea en plena noche. Ya no es una aventura emocionante.

Cogió otro trozo de pollo.

—Nunca, ni una sola vez, me ha dicho ni una palabra contra ella. Lo que sé de esa época lo averigüé leyendo unas cartas que guardaba en un cajón cerrado con llave, u hojeando papeles, escuchando a escondidas… y, de vez en cuando, pillando a mi abuela cuando estaba cabreada y tenía la lengua lo bastante suelta.

—Querías saber —dijo Gull con sencillez.

—Sí, quería saber. Se marchó cuando yo tenía cinco meses. Me llevó a casa de mis abuelos, les preguntó si podían cuidar de mí mientras hacía unos recados y nunca más volvió.

—¡Qué frialdad! —exclamó Gull, sin acabar de entender esa clase de frialdad, o lo que esa frialdad podía hacerle a la criatura que se quedaba atrás—. Y desorientación. Indica que se dijo: «Pensándolo bien, esto no es lo que quiero, así que saldré corriendo».

—Eso lo resume. Mi padre la localizó un par de veces. La llamó por teléfono, le escribió cartas. La postura de ella, porque vi las cartas que le envió en respuesta, consistía en decir que todo era culpa de él. Él era el frío y egoísta, la había destrozado emocionalmente. Lo mínimo que podía hacer era enviarle dinero mientras trataba de recuperarse. Prometía volver una vez que lo hubiese hecho, aseguraba que me echaba de menos y todo eso.

—¿Volvió?

—Una vez, el día en que cumplí diez años. Se presentó de repente en mi fiesta con la mejor de sus sonrisas y llorando, cargada de regalos. Ya no era mi fiesta de cumpleaños.

—No, era su Gran Regreso, que la convertía de nuevo en el centro.

Rowan se lo quedó mirando durante unos instantes.

—Es eso exactamente. En ese momento la odié, tanto como puede odiar una niña de diez años. Cuando trató de abrazarme, la aparté de un empujón. Le dije que se marchase, que se fuera a la mierda.

—Me da la impresión de que a los diez años tenías un buen detector de gilipolleces. ¿Cómo se lo tomó?

—Lagrimones, asombro, pena… y recriminaciones contra mi padre.

—Por volverte en contra de ella.

—Has vuelto a dar en el clavo. Salí hecha una furia por la puerta de atrás, y habría seguido andando si mi padre no hubiese salido detrás de mí. Estaba cabreado de verdad. Me dijo que no debía hablarle a nadie así, que volviese a entrar y que le pidiera disculpas a mi madre. Dije que no lo haría, que no podía obligarme, y que hasta que no la echase a ella, nunca volvería a aquella casa. Estaba demasiado enfadada para tener miedo. El respeto era sagrado en nuestra casa. No se mentía ni se decían impertinencias… los dos grandes tabúes.

—¿Cómo se lo tomó él?

—Me levantó del suelo, y sé que estaba lo bastante alterado para llevarme hasta la casa en volandas. Le di puñetazos y patadas, grité, arañé y mordí. Ni siquiera me daba cuenta de que lloraba. Lo que sí sé es que aunque me hubiese arrastrado hasta allí dentro, aunque me hubiese amenazado, aunque él, que jamás me había levantado la mano, lo hubiese hecho, yo no habría dicho que lo sentía.

—Entonces habrías infringido el otro gran tabú: mentir.

—Lo siguiente que recuerdo es que estábamos sentados en el suelo, en el jardín trasero. Yo lloraba sobre su hombro. Y él me abrazaba, me acariciaba y me decía que yo tenía razón. Dijo: «Tienes razón, y lo siento». Me pidió que me quedase allí sentada mientras él entraba en la casa y le decía que se marchase.

Rowan inclinó su copa hacia atrás.

—Y eso es lo que hizo.

—Tú también tuviste suerte.

—Sí, la tuve. Ella no.

Rowan hizo una pausa y miró hacia la laguna.

—Poco más de dos años después, entró en una tienda de ultramarinos en mitad de un atraco; murió por encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado. Horrible. Nadie merece morir desangrándose en el suelo de un supermercado de Houston. Dios, ¿cómo puedo seguir hablando de todo esto cuando hay tarta de chocolate y champán?

—Acaba.

—No queda mucho que contar. Mi padre me preguntó si le acompañaría al entierro. Dijo que si no quería hacerlo no pasaba nada. Dije que lo pensaría, y más tarde mi abuela entró en mi habitación y se sentó en la cama. Me dijo que tenía que ir. Que por muy duro que pudiese ser en ese momento, después lo sería más si no lo hacía. En cambio, si hacía aquello, nunca me arrepentiría. Así que fui, y ella tuvo razón. Hice lo que tenía que hacer, lo que mi padre necesitaba que hiciera, y no me arrepiento.

—¿Y la familia de ella?

—Sus padres nos trataron con frialdad. Son así. Nunca he llegado a hablar con ellos. Conozco a la hermana de mi madre, mi tía. Se preocupó de llamar y escribió durante años, incluso vino con su familia un par de veces. Son buena gente.

—Y así concluye nuestro intercambio de historias.

—Imagino que quedan un par de capítulos más, para otro momento.

Ella observó a Gull mientras él le volvía a llenar la copa.

—Has dejado de beber pero a mí no dejas de llenarme la copa. ¿Estás tratando de emborracharme para desnudarme?

—Desnudarte siempre es el objetivo —dijo sin darle importancia, pues intuía que ella necesitaba pensar en otra cosa—. ¿Emborracharte? No cuando he visto cuántos chupitos de tequila puedes beber. Tengo que conducir —le recordó.

—Eres muy responsable —declaró Rowan, brindando—. Así podré beber más. ¿Sabes que Dobie y Stovic limpiaron y pintaron mi habitación?

—He oído que Dobie ha llegado a la primera base contigo.

Ella soltó otra de sus carcajadas picantes.

—Si considera eso la primera base, es que nunca ha hecho una buena carrera.

Cogió el tenedor y sacó un gran trozo de pastel directamente del recipiente. Sus ojos rieron mientras se lo metía en la boca, y luego se cerraron con un gemido largo y grave.

—Esto sí que es un pastel, y el equivalente de un gran slam. Si tengo suficiente fuego y chocolate, puedo pasar toda la temporada sin sexo.

—No te sorprendas si desaparecen las reservas de chocolate en ochenta kilómetros a la redonda.

—Me gusta tu estilo, Gull —dijo Rowan antes de sacar otro buen pedazo con el tenedor—. Eres guapo, tienes cerebro, sabes pelear y eres muy bueno trabajando. Además, no cabe duda de que puedes hacer una gran carrera. Pero hay un par de problemas.

Pinchó de nuevo con el tenedor y esta vez le ofreció el trozo a él.

—Primero, sé que tienes mucha pasta, y si me fuese a la cama contigo, podrías pensar que lo he hecho porque eres rico.

—No tan rico. De todos modos… podría soportar eso —dijo con una sonrisa.

—Segundo. —Cogió más pastel, le dio la vuelta rápidamente y lo deslizó en su propia boca—. Eres un bombero paracaidista de mi unidad.

—Eres la clase de mujer que incumple las normas. Los códigos, no. Las normas, sí.

—Esa es una distinción interesante.

Con el estómago lleno, Rowan se tendió sobre la manta y contempló el cielo.

—Ni una nube —murmuró—. La previsión a largo plazo dice que el tiempo será caluroso y seco. Esta temporada no habrá muchos picnics con champán.

—Entonces deberíamos disfrutar de este.

Gull se inclinó hacia abajo y apoyó los labios en los de ella con un beso largo, lento y del revés. La joven sabía a champán y chocolate y desprendía el olor de los melocotones en un caluroso día de verano.

Llevaba cicatrices, en el cuerpo y en el corazón, pero seguía enfrentándose a la vida con coraje.

Cuando las manos de Rowan se posaron en su rostro, Gull se demoró en los sabores y aromas, en los fascinantes contrastes de aquella mujer, ahondando un poco más en el deseo.

Entonces ella le levantó la cara despacio.

—Estás tratando de llegar a la segunda base.

—A Spiderman le funcionó.

—Estaba colgado boca abajo, bajo la lluvia… y eso fue después de que le diese una patada en el culo al malo. Por no mencionar que no llegó a la segunda.

—Corro el riesgo de volverme loco por ti, aunque solo sea por tu profundo conocimiento de las películas de acción con superhéroes.

—Trato de salvarte de ese destino. ¿Por qué no te tumbas, cumpliendo con la siguiente etapa del picnic tradicional, mientras te lo explico? —propuso ella, dando unas palmaditas en la manta a su lado.

Gull apartó la cesta y se tendió junto a ella, cadera contra cadera.

—Si nos acostásemos —empezó Rowan—, no hay duda de que tocaríamos todos los tambores y todas las campanas.

—Haríamos sonar todas las trompetas.

—Eso también. Pero después, llegaría la tragedia inevitable. Te enamorarías de mí. Les pasa a todos.

Gull percibió el humor en su voz y entrelazó ociosamente los dedos con los de ella.

—¿Tienes ese poder?

—Lo tengo y, aunque lo he intentado por todos los medios, no puedo controlarlo. Te cuento esto porque, como te he dicho, me gusta tu estilo. Te quedarías desvalido, sin esperanza, debilitado por el amor, y apenas serías capaz de comer o dormir. Te gastarías todos los beneficios que obtienes del salón recreativo en regalos caros, en un vano intento de ganar mi corazón.

—Podrían ser muy caros —le dijo él—. El Skee-Ball produce grandes beneficios.

—Aun así, mi corazón no está en venta. Me vería obligada a romper el tuyo, fría y cruelmente, para evitarte más humillaciones. Y también porque tus súplicas patéticas me irritarían demasiado.

—¿Todo eso por un solo asalto en la cama? —preguntó él al cabo de un momento.

—Eso me temo. He perdido la cuenta de los zapatos que he tenido que tirar a la basura porque las suelas estaban manchadas con los corazones sangrantes que he aplastado por el camino.

—Es una buena advertencia. Me arriesgaré.

Se dio la vuelta y tomó su boca.

Por un momento, Rowan pensó que la coronilla le iba a reventar. Explosiones, calor y erupciones estallaron en su cuerpo como una bola de fuego. Perdió el aliento, y lo que consideraba simple sentido común, se convirtió en el zumbido perverso del deseo.

Se arqueó hacia él mientras metía las manos bajo su camisa. Rowan anhelaba sentir su propia necesidad apretada contra Gull, su piel y sus músculos bajo las manos.

Allí había furia. Sabía que vivía en su interior, y en ese instante sintió que el animal que él tenía enjaulado, fuera el que fuese, salía de un salto para correr con el de ella.

Rowan le volvía loco. Aquella boca exuberante y ávida, aquellas manos rápidas que le buscaban, el cuerpo que se movía bajo el suyo con tanta fuerza, tanta decisión, justo cuando, solo por un momento, parecía rendirse.

Sus pechos, redondos y firmes, llenaron las manos de Gull mientras el gemido de placer de Rowan vibraba contra los labios de él. Rowan era todo sensaciones y lo bombardeaba con emociones que Gull no podía detener ni identificar.

Imaginó que le quitaba la ropa, que se quitaba la suya, que tomaba lo que ambos querían allí, sobre una manta prestada, junto a una laguna en la que se reflejaba la luz del sol.

Entonces las manos de Rowan se situaron entre ellos y empujaron. Gull se concedió otro momento para atiborrarse de aquel festín de emociones, antes de echarse despacio hacia atrás para mirarla.

—Esta es la siguiente fase de un picnic tradicional —dijo él.

—Supongo que sí. Y es una de mis favoritas. Me alegro de que ya me hubiera corrido con esa tarta de chocolate, porque no hay ninguna duda de que sabes provocar a una mujer. De hecho… —Salió retorciéndose de debajo del cuerpo de Gull, cogió lo que quedaba de la tarta y le dio un bocado—. Mmm, sí, esto lo arregla todo.

—Maldita sea esa Marg.

Los labios de Rowan dibujaron una sonrisa mientras se lamía el chocolate de los dedos.

—Ha sido fantástico… en todas sus fases.

—A mí me quedan unas cuantas fases más.

—Me lo imagino, y no me cabe duda de que me encantarían. Por eso es mejor que nos marchemos.

Sus labios habían dibujado una sonrisa, pensó Gull cuando empezaron a recoger, pero el gesto no había alcanzado sus ojos. Esperó a que hubiesen metido la manta doblada en la cesta casi vacía.

—He llegado a la segunda.

Rowan se echó a reír tal como él esperaba, y mantuvo una risilla burlona y divertida mientras emprendían el regreso.