11
Todas las manos en condiciones de trabajar se emplearon a fondo en el taller de fabricación, en la sala del supervisor de carga, en el almacén. Se repartieron por los edificios, confeccionando macutos y ponchos, acabando paracaídas que ya estaban preparados para reparar, encordando y embalando. Por debajo del zumbido y el estrépito de las máquinas, de las protestas, Rowan sabía que los pensamientos de todos ellos expresaban un mismo deseo.
Que la sirena permaneciese en silencio.
Hasta que reparasen y reabasteciesen, encordasen e inspeccionasen, no había lista de saltos.
La sala de equipamiento no podía tocarse hasta que se fuese la policía, así que trabajaban con lo que tenían en el taller de fabricación; iban contra el reloj y contra los accesos de mal humor de la naturaleza.
—Tal vez podríamos enviar a ocho paracaidistas. —Cartas trabajaba frente a Rowan, encordando meticulosamente un paracaídas—. Podríamos montar ocho ahora mismo.
—No puedo pensar en ello. Y no debemos correr demasiado. Es una suerte que esa tía no entrara aquí. La cosa ya es bastante grave.
—¿Crees de verdad que lo ha hecho Dolly?
—¿Quién si no?
—Es una mierda. Dolly era una más. Yo incluso…
—Muchos de los chicos incluso.
—Antes de Vicki —añadió Cartas—. Antes de Jim. En fin, quiero decir que trabajaba aquí mismo, en la base, bromeando y coqueteando en el comedor. Como Marg y Lynn.
—Dolly nunca ha sido como Marg y Lynn.
Concentrándose, Rowan dispuso las líneas de suspensión del paracaídas en dos haces perfectos. Una cuerda enredada podía ser la diferencia entre un buen salto y una pesadilla.
—¿Qué otra persona está cabreada y loca aparte de Dolly?
—Y escribir esa amenaza en la pared… —convino Cartas—. Como hizo en tu habitación. He estado levantado casi hasta la una y no he oído nada de nada. Para destrozar la sala de esa manera tiene que haber hecho mucho ruido.
—Debió de colarse en la base tarde, cuando todo el mundo estaba acostado. —Rowan se encogió de hombros—. No es tan difícil, sobre todo si sabes por dónde vas. Ha sucedido, eso está claro.
—No tiene ningún sentido. —Gull se detuvo de camino hacia otra mesa con un paracaídas reparado—. Si hay un incendio y no estamos preparados, enviarán a paracaidistas de otras bases. Nadie saltará hasta que nuestro equipo esté en condiciones. ¿A quién trata de perjudicar?
—Los locos no tienen por qué actuar con lógica.
—Tienes razón, pero lo único que se consigue con todo ese desastre es hacernos perder tiempo y dinero… y cabrear a todo el mundo. Por no mencionar que la policía llame a tu puerta, cuando te libraste la última vez.
—Los vengativos tampoco tienen por qué actuar con lógica.
Gull iba a hablar de nuevo, pero Gibbons llamó a Rowan.
—La policía quiere hablar contigo, Ro. Con todos nosotros —añadió justo cuando las máquinas dejaban de zumbar—. Pero ahora te toca a ti.
—Estoy acabando de guardar este paracaídas. Cinco minutos —calculó.
—En el despacho de L. B. Oficial Quinniock.
—Cinco minutos.
—Cartas, cuando acabes puedes acercarte a la cantina. El otro, el detective Rubio, hablará contigo allí.
Cartas sacudió la cabeza en respuesta.
—Me da la impresión de que te has llevado la peor parte, Ro. Yo al menos desayunaré.
—Gull, Matt, Janis, cuando la policía nos dé el visto bueno, trabajaréis conmigo en la limpieza y el inventario. Si queréis comer, Marg ha montado un bufet. Llenaos la tripa porque nos pasaremos aquí un buen rato. ¡Vaya desastre de mierda! —dijo indignado al salir.
Cartas escribió en el paracaídas su nombre, la hora y la fecha.
—Iré contigo —le dijo Gull a Cartas, y al pasar junto a Rowan le acarició la espalda.
Ella acabó el trabajo, dispuesta a dejar a un lado todo lo que no fuese la tarea que tenía entre manos. Cuando terminó, etiquetó el paquete. Paracaídas de Sueca.
Lo puso en un estante y a continuación abandonó aliviada el tremendo jaleo del taller de fabricación. Pero dio un rodeo para pasar por la sala de equipamiento.
Quería verlo otra vez. Tal vez lo necesitaba.
Dos agentes de policía trabajaban con un par de civiles; forenses, dedujo Rowan. Conocía a la mujer que estaba fotografiando el mensaje pintado. Jamie Potts, pensó Rowan. Juntas, habían soportado la aburridísima clase de historia del señor Brody en el tercer curso de secundaria. También reconoció a uno de los policías, ya que había salido con él durante un tiempo más o menos por la misma época.
Iba a hablar pero se echó atrás; se dio cuenta de que no quería conversación a no ser que no tuviese más remedio.
Además, mirar el material desgarrado y pisoteado, disperso y estropeado, solo caldeaba aún más su ánimo, ya a punto de explotar.
Se metió las manos en los bolsillos de la sudadera con capucha que llevaba encima del pijama.
A medio camino de Operaciones se encontró con Gull, que le dio una Coca-Cola.
—He pensado que te vendría bien.
—Sí, gracias. Pensaba que te habías ido a desayunar.
—Ahora voy. Es un golpe, Ro.
—¿Qué?
—Esto —dijo él, haciendo un gesto hacia atrás, en dirección a la sala de equipamiento—. Es un golpe, de esos que te dan un buen susto pero no te impiden llegar al lugar al que vas. Quienquiera que lo haya hecho no ha conseguido nada, salvo hacer que todos los que trabajamos en esta base nos sintamos más decididos a llegar al lugar al que vamos.
—¿La botella medio llena?
Rowan no podía decir sinceramente por qué aquello le atacaba tanto los nervios.
—Ahora mismo mi botella no solo está casi vacía, sino también desportillada. No estoy preparada para ver esto con optimismo. Puede que lo esté una vez que esa chalada vengativa dé con sus huesos en una celda.
—Tendrán que avisar a los agentes forestales o a los federales. Han atacado una propiedad del Servicio Forestal de Estados Unidos, por lo que seguramente es un delito grave. No sé cómo funciona.
Eso detuvo a Rowan. No lo había meditado bien.
—L. B. ha llamado a la policía local. Los federales no van a perder tiempo con esto.
—No lo sé, pero yo diría que si alguien quisiera presionar es ahí donde iría a parar el asunto. La destrucción de una propiedad federal podría llevarla a pasar bastante tiempo en una celda. Lo que esa chica necesita es una dosis masiva de terapia obligatoria.
Aquel hombre, dedujo Rowan, era una obra de arte. Hasta el fondo, pero en ese momento ese fondo artístico le daba ganas de asestarle un puñetazo a algo.
Posiblemente a él.
—Me dices eso porque no estás seguro de que yo quiera que cumpla condena en la prisión de Leavenworth o donde sea.
—¿Quieres?
—¡Maldita sea! Ahora mismo no derramaría ni una lágrima por eso, pero en el fondo solo quiero que nos la quitemos de encima de una vez por todas.
—Eso no puede discutírtelo nadie. Quien ha organizado ese desastre en la sala de equipamiento, sea quien sea, tiene graves problemas.
—Solo hace unas semanas que conoces a Dolly, pero yo la conozco de toda la vida, y estoy harta de que sus problemas se conviertan en los míos.
—Eso tampoco puede discutírtelo nadie. —Gull le puso una mano en la nuca y la besó a traición—. A ver si luego podemos echar una carrera. A mí me vendría bien.
—¿Quieres dejar de intentar tranquilizarme?
—No, porque seguramente no podrás hablar con un policía si estás lo bastante furiosa para abalanzarte sobre él si pulsa el botón equivocado.
La agarró de los hombros. Rowan observó que ahora sus ojos no parecían tan serenos, no parecían tan pacientes.
—Eres inteligente. Sé inteligente. Lo de la sala de equipamiento no ha sido un ataque personal contra ti; ha sido una mala pasada para todos nosotros. Recuerda eso.
—Esa chica es…
—No es nada. Haz que no sea nada y céntrate en lo importante. Dale al policía lo que necesita y vuelve al trabajo para arreglar los daños. Y después, ven a correr conmigo.
La besó otra vez, deprisa y con fuerza, y luego se alejó.
—Ven a correr. Ya te daré yo una carrera —refunfuñó ella.
Se dirigió hacia el despacho de L. B. y se dio cuenta de que Gull la turbaba casi tanto como la súbita vocación violenta de Dolly.
El oficial Quinniock estaba sentado ante el sobrecargado escritorio de L. B. con una taza de café y un bloc de notas. Unas gafas de montura negra se sostenían en la punta de su nariz, larga y fina, y unos ojos de un azul descolorido atisbaban por encima de ellas. Tenía una pequeña cicatriz en la mejilla derecha; parecía un anzuelo pálido sobre la piel rubicunda. Y, como una cicatriz, un mechón blanco, como un rayo borroso en los bordes, salpicaba su pelo canoso entre la sien izquierda y la coronilla.
Rowan se dio cuenta de que le había visto antes en algún sitio, en un bar o una tienda. No era fácil pasar por alto la cara de aquel hombre.
Llevaba un traje oscuro de milrayas como el de un ejecutivo, hecho a medida y bien planchado, con una corbata de color rojo chillón perfectamente anudada.
El traje no pegaba con la cara, pensó, y se preguntó si el contraste sería deliberado.
El oficial Quinniock se puso en pie cuando Rowan entró en la habitación.
—¿Señorita Tripp?
—Sí, soy Rowan Tripp.
—Le agradezco que me dedique unos minutos. Sé que tienen un día muy ajetreado. ¿Le importaría cerrar la puerta?
La voz, decidió Rowan, afable, cortés y encantadora, encajaba con el traje.
—Tome asiento —le dijo el policía—. Tengo unas cuantas preguntas que hacerle.
—Muy bien.
—Conozco a su padre. Supongo que como todos en esta zona. Es un gran profesional, y me han dicho que usted no se queda atrás.
—Gracias.
—Veamos… La señorita Dolly Brakeman y usted tuvieron un altercado hace unos días.
—Podría llamarlo así.
—¿Cómo lo llamaría usted?
Rowan tenía ganas de dejar ir su ira, de hundir un dedo en aquella corbata chillona. Sé inteligente, había dicho Gull, y, demonios, no le faltaba razón.
Por lo tanto, intentó relajarse en la silla y hablar con frialdad.
—Veamos, yo lo llamo entrada no autorizada, vandalismo, pintarrajear una propiedad privada y en general comportarse como una loca. Pero puede que sea cosa mía.
—Al parecer no es solo suya, ya que otras personas con las que he hablado comparten ese punto de vista. Sorprendió a la señorita Brakeman en la habitación que ocupa usted en esta base cuando derramaba sangre de animal sobre su cama. ¿Es correcto?
—Lo es. Y eso fue después de que la derramase, la sacudiese y la salpicase por las paredes, el suelo, mi ropa y diversos otros artículos. Después de que escribiese en mi pared con ella «Arderás en el infierno», para ser exactos.
—Sí, tengo las fotografías de los daños que el señor Little Bear tomó antes de que limpiasen y pintasen la zona.
—¡Oh!
Aquello la desconcertó un instante. No se había dado cuenta de que L. B. hubiese hecho fotos. Debería haberse imaginado que las haría, pensó en ese momento. Por eso estaba al mando.
—¿Y qué pasó cuando usted la encontró en su habitación?
—¿Qué? Oh, traté de darle una paliza, pero varios de mis colegas me sujetaron. Lo cual, dada la situación actual, es una verdadera lástima.
—No lo notificó a la policía.
—Pues no.
—¿Por qué no?
—En parte porque estaba demasiado cabreada, y en parte porque la echaron a patadas de la base. Eso me pareció suficiente, en vista de la situación.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que en ese momento pensé que solo era una estúpida, que su estupidez se dirigía exclusivamente contra mí… y tiene un bebé. Además, al cabo de una hora nos llamaron para un incendio, por lo que después de eso ya no era una prioridad para mí.
—Usted y su unidad tuvieron dos días largos y duros.
—Es nuestro trabajo.
—Todos apreciamos su trabajo. —El hombre dio un sorbo de café mientras revisaba sus notas—. El bebé que ha mencionado es supuestamente hijo de James Brayner, un bombero paracaidista de Missoula que murió en un accidente el pasado mes de agosto.
—Así es.
—La señorita Brakeman le echa la culpa a usted.
Aún dolía; Rowan supuso que siempre dolería.
—Yo era su compañera de salto. Ella le echa la culpa a toda la unidad, y a mí en particular.
—Solo por curiosidad, ¿qué significa «compañero de salto»?
—Saltamos por parejas, uno tras otro, cuando el jefe de saltos nos da la señal. El primero en tirarse, que en ese caso era yo, comprueba la ubicación y el estado del segundo. Puede que quieras hacer ajustes en la dirección o en la trayectoria, darle al segundo un camino claro. Si uno de los dos tiene problemas, el otro debería poder verlo. Uno cuida del otro, dentro de lo posible, en el aire y al aterrizar.
—Y tras la investigación se determinó que el accidente de Brayner se debió a su propio error.
La garganta de Rowan ardía, impidiéndole evitar la emoción en su voz.
—No se apartó. Encontramos una corriente traicionera, pero él se metió dentro. Tiró del mando equivocado y se desvió hacia ella en lugar de apartarse. No pude hacer nada. Su paracaídas se abrió; le dejé espacio, pero no dio la vuelta. Dejó atrás la zona de aterrizaje, siguió adelante y cayó dentro del fuego.
—Es duro perder a un compañero.
—Sí, es duro.
—En esa época la señorita Brakeman trabajaba de cocinera en la base.
—Así es.
—¿Tuvieron usted y ella algún problema antes del accidente?
—Ella cocinaba y yo comía. Eso es todo.
—Tengo la impresión de que ustedes dos se conocían desde hacía tiempo, de que fueron juntas al colegio.
—No nos movíamos en los mismos círculos. Nos conocíamos. Por algún motivo siempre me tuvo envidia. Conozco a mucha gente. Conozco a Jamie y a Barry, los policías que están en la sala de equipamiento; también fui al colegio con ellos. Pero ninguno de ellos ha representado en mi habitación la escena final de Carrie.
El hombre la observó por encima de aquella nariz larga y estrecha.
—¿Estaba usted enterada de que ella estaba embarazada cuando murió Brayner?
—No. Que yo sepa, nadie estaba enterado, excepto, por lo que ella dijo cuando volvió, Jim. Ella se marchó justo después del accidente; ignoro adónde, y tampoco me importa. Lo único que sé es que regresó con el bebé, se volvió creyente y vino aquí buscando trabajo, acompañada de su madre, un sacerdote y unas fotos de su bebé mofletudo. L. B. la contrató.
Para darse un respiro, Rowan dio un trago largo de su CocaCola.
—Quise suavizar el ambiente manteniendo con ella una conversación, durante la cual dejó muy claro que odiaba cada centímetro de mí y que me deseaba lo peor. Me llenó la habitación de sangre. L. B. la despidió. Y eso es todo, hasta hoy.
Rowan se removió en la silla, cansada de estar sentada, cansada de responder preguntas para las que sospechaba que aquel hombre ya tenía respuesta. Céntrate en lo importante, recordó.
—Escuche, ya sé que tiene que averiguar muchos detalles, pero no veo qué tienen que ver con todo esto lo ocurrido entre Dolly y yo. Ha irrumpido en la sala de equipamiento y ha dañado el material. Un material esencial. Es mucho más que incomodidad y desorden. Si no estamos preparados cuando nos llamen, pueden morir personas. Los animales y los bosques en los que viven quedarán destruidos.
—Entendido. Hablaremos con la señorita Brakeman. En este momento, la única relación posible entre ella y el acto de vandalismo que se ha perpetrado en la sala de equipamiento de esta base es el acto de vandalismo que cometió en la habitación de usted.
—Dijo que quería que muriésemos todos. Que ardiésemos todos. Tal como escribió en la pared. Supongo que no ha podido conseguir más sangre de cerdo, así que esta vez ha utilizado pintura en aerosol.
—Sin equipo no pueden saltar. Si no pueden saltar, no corren peligro.
—Lógico. Pero la lógica no es el punto fuerte de Dolly.
—Si resultase que es la responsable de esta situación, tendría que estar de acuerdo con usted. Gracias por su tiempo y por su franqueza.
—No hay problema.
Rowan se puso en pie, pero se detuvo de camino hacia la puerta.
—No entiendo cómo puede tener dudas. La gente de esta zona entiende lo que hacemos. Formamos parte de un grupo. Los que vivimos en la base somos los miembros de ese grupo, y nos dedicamos a esto porque queremos. Dependemos los unos de los otros. Dolly es la única que desentona.
—Hay tres hombres que recibieron una buena paliza el mes pasado en la puerta de Get a Rope y a los que podría apetecerles fastidiar a ese grupo.
Rowan volvió a acercarse al policía.
—¿De verdad cree que esos malnacidos han vuelto a Missoula, se han colado en la base, han encontrado la sala de equipamiento y la han dejado hecha una mierda?
Quinniock se quitó las gafas y las dejó bien plegadas sobre el escritorio.
—Es otra posibilidad. Debo tener en cuenta todas las posibilidades.
La entrevista dejó a Rowan más molesta que satisfecha. Aunque apenas tenía apetito, se dirigió al bufet y se preparó un bocadillo para desayunar. Se lo comió mientras regresaba al taller de fabricación.
Nadie se quejaba. Ni del trabajo adicional ni del tedio de hacerlo. Mientras ella hablaba con Quinniock, Janis había instalado su MP3 con altavoces para que el rhythm and blues, el country, el rock y el hip-hop suavizasen el estruendo de las máquinas. Contempló cómo Dobie bailoteaba un poco al ritmo de Shania Twain con un montón de macutos en los brazos.
Podría ser peor, pensó. Siempre podía ser peor, así que lo más inteligente era buscarle el lado bueno a la situación. Cuando Gull llegó con unos paracaídas para reparar, Rowan supuso que la policía había salido de la sala de equipamiento.
Dejó su máquina para dirigirse a la superficie de trabajo y ayudarle a extender las sedas.
—¿Hasta qué punto es grave? —le preguntó Rowan.
—Seguramente no es tan grave como parecía. Todo está desperdigado, pero en realidad no hay tantos daños como pensábamos. O como pensaba yo, por lo menos. Gran parte del material necesita simplemente que se ordene o se embale.
—Tú lo ves todo de color de rosa —comentó Rowan mientras marcaba desgarrones y cortes.
—La vida es hermosa. Los de mantenimiento están montando unas mesas fuera. Corren rumores de que Marg está organizando una barbacoa y de que cuenta con cantidades industriales de costillas de cerdo.
Rowan marcó otro desgarrón. Hombres que no se habían molestado en afeitarse ni ducharse esa mañana cantaban con Taylor Swift. Resultaba un poco surrealista.
—Al mal tiempo buenas costillas —decidió Rowan—. Casi hemos terminado con todos los paracaídas que estaban pendientes de cordaje y reparación, y la mayoría están guardados. Ahora hacemos macutos, ponchos y mochilas.
Rowan hizo una pausa y lo miró a los ojos.
—Si la cosa sigue así, tal vez podamos encontrar tiempo para esa carrera.
—Cuando quieras.
—No me gusta equivocarme.
—Cualquier persona a quien le guste debe de tener una baja autoestima. Una baja autoestima puede causar un montón de problemas, muchos de ellos sexuales.
Rowan sabía cuándo le estaban tomando el pelo, por lo que asintió con gesto solemne.
—Tengo una autoestima excepcionalmente alta. De todos modos, no me gusta haberme equivocado al pensar que esto era un ataque contra mí. Habría preferido que esa chica me atacase a mí. Habría preferido estar cabreada por una venganza personal que encontrarme con esto.
—Es un asco, pero tiene su gracia escuchar cómo Sureño y Trigger cantan a dúo Wanted dead or alive.
—No lo hacen mal. No son Bon Jovi, pero tampoco son malos.
—Si tu botella está medio vacía y desportillada, más te valdría acercarte a la barra y pedir una nueva. Tengo que volver.
Mirar el lado positivo de las cosas, pensó Rowan. Verlo todo de color de rosa. Tal vez le costase un tiempo lograrlo, o querer hacerlo, pero qué demonios. Más le valía tirar su porquería de botella.
Examinó cada centímetro del paracaídas antes de entregarlo a los que los reparaban y a continuación empezó con el siguiente. Estaba tan concentrada en lo que consideraba una cadena de montaje de vida y muerte que no oyó a L. B. cuando se situó junto a ella.
La mano del hombre cayó sobre su hombro como la de un jefe de saltos en la puerta.
—Tómate un descanso.
—Algunos de estos necesitan cordaje nuevo, pero casi todos los que llegan necesitan solo remiendos.
—Tengo novedades. Salgamos a tomar el aire.
—Muy bien.
Trabajar inclinada y encorvada, concentrando la vista, la había dejado rígida y agarrotada. Le apetecía esa carrera, decidió, quería contrarrestar la tensión y las horas que había pasado de pie.
Entonces le llegó el aroma de las costillas que humeaban sobre las parrillas y decidió que aún le apetecían más.
—¡Madre mía, qué bien huele! Marg sabe exactamente cómo apartar la mente de los problemas y concentrarla en la barriga.
—Espera a ver el pan de maíz. Acabo de hablar por teléfono con la policía.
—¿La han detenido? No —dijo antes de que él pudiese hablar—. Lo sé por tu cara. ¡Maldita sea, L. B.!
—Afirma que estuvo toda la noche en su casa. Su madre lo corrobora.
—¡Menuda sorpresa!
—La cuestión es que no pueden demostrar que no es cierto. Tal vez cuando lo examinen todo encuentren alguna prueba. Ya sabes, huellas o algo así.
Sacó un caramelo del paquete para acompañar el que ya llevaba en la boca. Rowan comprendió que el estrés le hacía desear un Marlboro.
—Pero ahora mismo —continuó con aliento de cereza—, la chica lo niega. También han hablado con los vecinos. Nadie puede decir con seguridad si estaba o no en casa. Y como ninguno de nosotros la vio, no pueden acusarla de nada.
L. B. infló los carrillos.
—Quinniock quería que supiésemos que anda diciendo que va a demandarnos por difamación.
—¡Y qué más!
—Estoy contigo, Ro. No lo hará, pero él ha pensado que debíamos saber que cuando la ha interrogado echaba humo.
—La mejor defensa es un buen ataque.
—Podría ser, desde luego.
El hombre miró hacia las parrillas, y Rowan imaginó las docenas de cosas que tenía en la cabeza, el peso que llevaba sobre los hombros.
—Demonios, sea como fuere todo eso es asunto de policías y abogados.
—Sí. Lo principal es que si nos avisan estemos listos. Ya estamos en condiciones de enviar a veinte.
—¿A veinte?
—Varios mecánicos han ido a echar una mano en la sala de equipamiento. Se han matado a trabajar. Tenemos equipo y suministros para veinte. Ya he pedido recambios para lo que está deteriorado o destruido. Esto no va a frenarnos. Vuelves a estar en la lista de saltos.
—Supongo que no era tan grave como parecía —dijo Rowan, dedicándole una mirada que pretendía quitarle de sus hombros parte de aquel peso.
—Bueno, parecía muy grave. Somos bomberos paracaidistas, Sueca. Somos capaces de abrir un cortafuegos de aquí a Canadá. Te juro que podemos con esto.
—Quiero que esa loca pague por lo que ha hecho.
—Lo sé, y te aseguro que yo también. Si encuentran algo que la relacione con esa sala de equipamiento, quiero que la metan de cabeza en una celda. Me daba pena —dijo, indignado—. Le di una segunda oportunidad, y luego una tercera cuando la despedí en lugar de llamar a la policía. Así que, créeme, nadie quiere más que yo que pague por lo que ha hecho.
El teléfono que Rowan llevaba en el bolsillo sonó.
—Vamos, cógelo. Voy a avisar a todo el mundo que el almuerzo está listo. —L. B. inició el regreso y se volvió brevemente para caminar hacia atrás—. Apártate de la estampida —advirtió.
Riendo, Rowan sacó su teléfono. Al ver el nombre de su padre en la pantalla se acordó de los mensajes que le había dejado.
—¡Vaya, ya era hora!
—Cariño, siento no haberte devuelto la llamada. Volví tarde y no quise arriesgarme a despertarte. He estado ocupado toda la mañana.
—Aquí también ha habido jaleo.
Rowan le habló de la sala de equipamiento, de la policía, de Dolly.
—Por Dios, Ro, ¿qué le pasa a esa chica? ¿Quieres más ayuda? Puedo volver a programar algunas cosas, o al menos enviaros a un par de hombres.
—Creo que lo tenemos solucionado, pero se lo preguntaré a L. B.
—Has hablado de Quinniock. Sé quién es. Le conocí el año pasado, cuando organicé uno de esos actos benéficos. Vino con sus hijos. Les enseñamos las instalaciones.
—Por eso me sonaba su cara. También ha pasado por aquí. Bueno, y… ¿cómo te fue la reunión de anoche?
—Me fue bien. Voy a trabajar en un proyecto con algunos chicos del instituto. Y Ella, la clienta, se ha apuntado para aprender la caída libre.
—¿Todo eso? ¡Pues vaya copa más larga os tomasteis!
—Ja. En fin. Seguramente la conocerás pronto. También quiere contactar con la base. Para este proyecto. Dentro de un rato tengo un grupo, pero dile a L. B. que me haga saber si quiere que le echemos una mano. Puedo dedicarle algún tiempo.
—Se lo diré, pero creo que está todo controlado. Podrías pasar por aquí cuando cierres. Siempre puedes dedicarme algún tiempo a mí.
—Esta noche tengo que salir a cenar con el contable. ¿Y si quedamos mañana? Pasaré después de trabajar.
—A mí me va bien. Nos vemos mañana.
Rowan colgó y se unió a los que salían del taller de fabricación e iban directamente hacia las mesas.
Su humor mejoraba. Progresos, el estómago lleno, una cita con el hombre de su vida… Después de todo eso, se prometió a sí misma, se acostaría temprano y haría acopio de sueño.
Se animó un poco más al oír que Matt se reía por algo que Libby había dicho, al observar cómo Cartas encandilaba a uno de los novatos con un truco, al escuchar a Trigger y a Janis discutir de béisbol.
Por irritante que fuese, Gull tenía razón. ¿El jaleo organizado por Dolly? Solo un golpe.
Le dio un ligero empujón mientras volvían a sus respectivas zonas de trabajo.
—A las cuatro en la pista.
—Allí estaré.
Se estaba buscando problemas, pensó, pero reconoció que le gustaba. Así que tal vez en aquel caso se mostrase solo un poco flexible, o mucho, en la interpretación de su norma. Tal vez se lo pensase durante un tiempo y prolongase el calor, aquella tensión crepitante. O simplemente se lanzase de cabeza, lo pasase de fábula y dejase arder la pasión hasta que se consumiese.
Ambos eran mayores. Ambos sabían de qué iba todo aquello. Cuando el fuego que había entre ellos se apagase, podían separarse. Ni cicatrices, ni preocupaciones.
Si optaba por lanzarse de cabeza, lo enfocaría de esa manera. Dos adultos sanos y solteros que se gustaban disfrutando de una sesión de buen sexo para aliviar la tensión.
—Llevas puesta una sonrisa cargada de petulancia —dijo Janis al sentarse junto a Rowan ante la mesa.
—Estoy decidiendo si me acostaré con Gull tarde o temprano.
—Eso pondría en mi cara una sonrisa cargada de petulancia. ¡Está como un quesito! —exclamó, meneando los hombros. Su cola de caballo, rodeada de pajaritos azules, se puso a bailar—. En un estilo varonil. Pero ¿qué ha pasado con la norma?
—Estoy pensando en rescindirla temporalmente. Pero ¿debería seguir disfrutando de la tensión sexual, la insinuación, las palabras a medias y la persecución? ¿O me tiro de cabeza en las delicias calientes, apasionadas y sexys?
—Ambas cosas son maneras excelentes de aprovechar el tiempo. Sin embargo, he comprobado, alguna vez, que crear mucha expectación también puede aumentar demasiado las expectativas. Entonces nadie puede estar a la altura.
—Eso es un problema y otro factor a tener en cuenta. La cuestión es que no creo que lo estuviese considerando, por lo menos todavía no, si todo este jaleo de Dolly no se hubiese producido.
—Si dejas que esa idiota insensible y autocompasiva con cerebro de mosquito te altere, estás dejando que gane. Si la dejas ganar, vas a cabrearme. Y si me cabreas, voy a darte un sopapo.
Rowan resopló.
—Ya sabes que no puedes conmigo.
—Eso aún no se ha comprobado. Este invierno conseguí el cinturón negro. Cuando hago ruidos de artes marciales, todos huyen aterrorizados. No me pongas a prueba.
—¿Lo oyes? Son mis rodillas chocando entre sí.
—Hacen bien en tenerme miedo. Vamos, practica el sexo por diversión y por los orgasmos, y olvídate de todo este jaleo de Dolly.
—Además de bajita eres sabia.
—También puedo romper ladrillos con las manos desnudas —dijo, examinando su manicura.
—Es una habilidad muy práctica si alguna vez te empareda un psicópata en el sótano de una casa abandonada.
—La guardo en el bolsillo precisamente para esa eventualidad —respondió, echándole un vistazo a Trigger, que se movía entre las mesas haciendo el pino—. Una señal clara de que nos estamos volviendo majaras. Hay mucho que hacer, pero lo hacemos encerrados.
—A este paso, especialmente con Dobie el Supercosturero, estaremos en mejores condiciones en cuanto a equipo y material que antes de Pesadilla en Dolly Street.
—Espero que la policía le haya metido el miedo en el cuerpo. —Janis bajó la voz—. Matt le ha dado cinco mil.
—¿Qué?
—Para el bebé. La oí llorándole a Matt después de que L. B. le diese la patada. Decía que ¿cómo iba a pagar ahora las facturas del hospital y del pediatra? Él dijo que podía darle cinco mil para ayudarla a liquidar las facturas y sacarla del apuro hasta que tuviese trabajo. Supongo que lo entiendo. La cría es hija de su hermano. Pero ella va a seguir sacándole dinero, ya lo sabes.
—¿Por qué trabajar cuando puedes convencer con lágrimas al hermano de tu amante muerto para que te dé dinero? Si quiere ayudar con el bebé, Matt debería darle dinero a la madre de Dolly o pagar directamente algunas de las facturas.
—¿Vas a decirle eso?
—Pues quizá lo haga. —Rowan recogió el paracaídas para llevarlo a reparar—. La verdad es que quizá lo haga.
Consideró si debía ofrecer un consejo y una opinión que nadie le había pedido, cosa que todo el mundo detestaba, o mantenerse al margen. Cuando se tomó un descanso para ir a correr, casi había agotado las ideas para una tercera posibilidad. Tal vez el entrenamiento la ayudase a pensar.
Se puso la ropa de correr y cogió un botellín de agua. Cuando salía de los barracones, Gull se reunió con ella.
—Justo a tiempo —comentó él.
—Si hubiese tenido que pasar una hora más ahí dentro, alguien habría salido malparado. ¿Cómo estás hoy?
—Tendremos que averiguarlo. Te diré una cosa: la sala de equipamiento ha quedado como si la mejor de las amas de casa la hubiese abastecido y organizado. Estoy más que harto de todo lo relacionado con las labores domésticas, pero quiero mejorar mi formación sobre encordaje.
—Entonces, ¿también has estudiado allí?
—Saber cómo funciona una cosa no es lo mismo que hacerla funcionar. Eres maestra encordadora diplomada. Podrías darme clases particulares.
—Tal vez lo haga —respondió Rowan, recordando que Gull aprendía rápido—. ¿Quieres conseguir tu diploma de encordador o pasar más tiempo conmigo?
—Yo lo llamaría multitarea.
Se detuvieron al lado de la pista. Rowan se quitó la chaqueta de chándal y dejó la botella encima.
—¿Distancia o tiempo?
—¿Y si echamos una carrera?
—Para ti es fácil decirlo, Pies Rápidos.
—Te daré ventaja. Cuatro mil quinientos metros y te doy quinientos de ventaja.
—¿Quinientos metros? —repitió ella mientras hacía oscilar el pie para relajar los tobillos—. ¿Crees que puedes ganarme con tanta diferencia?
—Si no te gano, tendré mucho tiempo para disfrutar de la vista.
—De acuerdo, eres buen perdedor, si quieres verme el culo lo vas a ver.
Rowan ocupó la calle interior, puso en marcha su cronómetro y luego salió disparada.
Una vista preciosa, pensó Gull mientras se situaba tranquilamente en la pista y se ponía los auriculares. Dedicó unos momentos a soltar los músculos, sacudiendo los brazos, levantando las rodillas. Cuando Rowan alcanzó los quinientos metros, echó a correr.
Y Dios, resultaba agradable moverse, respirar, escuchar música resonando en su cabeza. El aire cálido y seco lo envolvía, el sol brillaba sobre la pista, y tenía el cuerpo sinuoso de Rowan corriendo delante de él.
No se podía pedir mucho más.
Fue aumentando el ritmo gradualmente de forma que en los primeros mil quinientos redujese a la mitad la ventaja que ella le llevaba. Rowan se había puesto unos pantalones cortos que se ceñían a los muslos y una camiseta de tirantes que le moldeaba el torso. A medida que acortaba distancias, Gull se permitió disfrutar de la atractiva forma de los músculos de sus pantorrillas, de cómo el sol jugaba sobre aquellos hombros fuertes.
Quería poner las manos sobre ambos.
Totalmente seducido por ese cuerpo, reconoció. Completamente fascinado con su mente. Esa combinación le quitaba la capacidad y el interés de pensar en nadie más.
A los tres mil avanzó hasta situarse unos pocos pasos detrás de ella. Rowan echó un vistazo por encima del hombro, sacudió la cabeza y aceleró el ritmo.
Aun así, a los cuatro mil, Gull corría con ella, hombro con hombro. Gull consideró la posibilidad de aflojar —una pequeña concesión a la respiración fatigosa de Rowan—, pero su espíritu competitivo se puso en marcha. Alcanzó los cuatro mil quinientos una docena de pasos por delante.
—¡Maldita sea! —Rowan se inclinó hacia delante para recuperar el aliento—. Debería estar furiosa. Esto ha sido humillante.
—He pensado en dejarte ganar, pero te respeto demasiado para tratarte con condescendencia.
Ella se rió con la respiración entrecortada.
—Vaya, gracias.
—De nada.
—Aun así —dijo Rowan, examinando el cronómetro, que había pulsado en la meta—, ha sido mi mejor marca personal. Al parecer me empujas a superarme.
Su rostro resplandecía de esfuerzo y sudor; sus ojos se clavaban en los de él, frescos y transparentes.
No había corrido lo suficiente, se dio cuenta Gull. No había quemado la necesidad, ni mucho menos. Metió los dedos en la camiseta de tirantes y atrajo a Rowan hacia sí.
—¡Espera! No he recuperado el aliento.
—Exacto.
La quería sin aliento, pensó mientras tomaba su boca. Caliente, sin aliento y tan necesitada como él. Rowan sabía como un caramelo de limón derretido, ácida y cálida. El calor de la carrera y el de aquel deseo dominante se desprendía de ambos, vibrando, mientras el corazón de Rowan galopaba contra el de Gull.
Por primera vez la joven tembló, solo un poco. Gull no supo si se debía a la carrera o al beso. No le importaba.
Desde algún lugar cercano, alguien soltó un silbido de aprobación. Y por primera vez, como un caramelo de limón al sol, Rowan empezó a derretirse.
Sonó la sirena.
Rowan y Gull se separaron con la respiración acelerada y entrecortada mientras miraban hacia los barracones.
—Continuará —dijo Gull.