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Gulliver Curry salió de su saco de dormir e hizo balance de la situación. Decidió que le dolía todo. Pero eso le daba equilibrio.
Olía a nieve, y una mirada al exterior de la tienda le confirmó que, efectivamente, durante la noche habían caído cinco centímetros más. Su aliento formaba nubes de vaho mientras se ponía los pantalones. Las nuevas ampollas sobre las que ya tenía convertían la rutina de vestirse para la jornada en una… experiencia.
Pero, por otra parte, valoraba esa experiencia.
El día anterior, él, junto con otros veinticinco aspirantes, se había pasado catorce horas cavando un cortafuegos, y luego había puesto la guinda a aquella tarea insignificante con una marcha de casi cinco kilómetros, cargado con una mochila de cuarenta kilos.
Habían talado árboles con sierras tronzaderas, habían marchado, cavado, afilado herramientas, cavado de nuevo, marchado, trepado a los imponentes pinos y cavado un poco más.
Un campamento de verano para masoquistas, pensó. También conocido como adiestramiento de bomberos paracaidistas. Cuatro aspirantes ya habían suspendido; dos de ellos no habían superado la prueba inicial de preparación física. Sus siete años de experiencia como bombero, los cuatro últimos en un cuerpo de especialistas, proporcionaban a Gull cierta ventaja.
Sin embargo, eso no significaba que se sintiera fresco como una rosa.
Se pasó una mano por la cara, arañándose la palma con la barba que había dejado casi una semana alejada de la cuchilla. Dios, necesitaba una ducha caliente, un afeitado y una cerveza helada. Esa noche, después de una divertida marcha a través de las montañas Bitterroot, esta vez transportando una mochila de cincuenta kilos, conseguiría las tres cosas.
Y al día siguiente, comenzaría la fase sucesiva. Al día siguiente comenzaría a aprender a volar.
Los especialistas se entrenaban como locos y trabajaban muy duro, sobre todo en incendios forestales de alta prioridad. Pero no saltaban desde aviones. Eso, pensó, suponía una nueva experiencia. Se pasó una mano por la densa mata de cabello oscuro y después salió a rastras de la tienda para adentrarse en el transparente paisaje nevado de antes del alba.
Sus ojos, verdes como los de un felino, se alzaron poco a poco para observar el cielo; Gull permaneció unos instantes en el silencio, alto y fuerte con sus ásperos pantalones marrones y su chaqueta de un amarillo chillón. Allí tenía cuanto quería —al menos una parte—, y sabía que podía hacer lo que había ido a hacer.
Calibró la altura del pino ponderosa que tenía a su izquierda. Veintisiete metros más o menos. Había subido por aquel maldito tronco el día anterior, clavando sus garfios en la corteza. Y desde aquella altura, sujeto con botas de clavos y arnés, había contemplado el bosque.
Una experiencia.
A través del aroma de nieve y pinos, se dirigió hacia la tienda cocina mientras el campamento empezaba a despertar. A pesar de las agujetas y las ampollas —o tal vez debido a ellas—, estaba deseando saber qué le deparaba el día.
Poco después del mediodía, Gull observó cómo se venía abajo el pino contorta. Se echó el casco hacia atrás lo suficiente para enjugarse el sudor de la frente e hizo un gesto con la cabeza a su compañero en la sierra tronzadera.
—Otro que muerde el polvo.
Con su metro sesenta y siete, Dobie Karstain alcanzaba por poco el límite de estatura. Su barba y su melena castaña le daban el aspecto de un montañero menudo, mientras que las gafas de seguridad parecían destacar sus ojos grandes y desorbitados.
Dobie levantó una motosierra.
—Cortémoslo en pedazos del tamaño de un bocado.
Trabajaban rítmicamente. Gull había creído que Dobie sería un desastre, pero el nativo de Kentucky era más fuerte y resistente de lo que parecía. Dobie le caía bastante bien, pese a que era muy reaccionario, y se notaba que estaba intentando ganarse su confianza.
Si Dobie lo conseguía, lo más probable era que volviesen a serrar y a cavar juntos. Aunque no sería en una luminosa y clara tarde de primavera, sino en el centro de un fuego, donde la confianza y el espíritu de equipo eran tan esenciales como una afilada Pulaski, la herramienta compuesta por un hacha y una azada.
—No me importaría tirarme a esa antes de que abandone.
Gull echó un vistazo a una de las aspirantes femeninas.
—¿Qué te hace pensar que abandonará?
—Las mujeres no están hechas para este trabajo, chaval.
Gull atacó el pino con la hoja de la sierra.
—Según tú, solo sirven para tener bebés, ¿verdad?
Dobie sonrió de oreja a oreja a través de su barba.
—Yo no hice el diseño. Solo me gusta follármelas.
—Eres un hijo de puta, Dobie.
—Eso dicen algunos —convino Dobie en el mismo tono amigable.
Gull volvió a observar a la mujer. Una rubia decidida, tal vez un poco más baja que Dobie. Y, desde su punto de vista, había resistido tanto como cualquiera de ellos. Una profesora de esquí de Colorado, recordó. Libby. Esa mañana había visto cómo se cambiaba el esparadrapo de las ampollas.
—Te apuesto veinte dólares a que llega hasta el final.
Dobie soltó una risita mientras hacía rodar otro tronco.
—Te ganaré esos veinte, chaval.
Cuando terminaron su tarea, Gull se puso esparadrapo nuevo en algunas de sus ampollas. Luego, como los instructores estaban ocupados, cubrió de esparadrapo las que Dobie acababa de hacerse.
Cruzaron el campamento para recoger las mochilas. Casi cinco kilómetros de caminata, pensó Gull, y luego acabaría aquel día estupendo con un afeitado, una ducha y una cerveza fría.
Se sentó, se ajustó la mochila y luego sacó un paquete de chicles. Le ofreció uno a Dobie.
—Me vendrá bien.
Juntos se pusieron a cuatro patas para levantarse.
—Imagínate que llevas a una mujercita guapa —le dijo Dobie, levantando las cejas en dirección a Libby.
—Está demasiado esquelética para mi gusto.
—Y más lo estará cuando acabemos.
De eso no había ninguna duda, reflexionó Gull; además, el instructor no había marcado precisamente un ritmo de paseo, y el camino rocoso les molía los cuádriceps.
Se empujaban los unos a los otros. Se tomaban el pelo, se animaban, se insultaban, para empujar al grupo un paso más, un metro más. Al cabo de unas cuantas semanas todo sería real, y eso los espoleaba. Porque en el cortafuegos la vida de cada uno dependía del otro.
—¿Qué haces en Kentucky? —le preguntó Gull a Dobie mientras un halcón gritaba sobre sus cabezas y el olor del sudor del grupo competía con el aroma de los pinos.
—Un poco de todo. En las tres últimas temporadas he apagado incendios en el parque nacional. Una noche, después de que sofocásemos uno, me emborraché y me aposté con un tipo que conseguiría hacerme bombero paracaidista, así que hice una solicitud y aquí estoy.
—¿Haces esto por una apuesta?
La idea le parecía completamente ridícula.
—Hay cien dólares en juego, chaval. Y mi orgullo, que vale más. ¿Alguna vez has saltado de un avión?
—Sí.
—Hay que estar loco.
—Eso dirían algunos —replicó Gull, devolviéndole a Dobie sus palabras anteriores.
—¿Cómo es la sensación cuando caes?
—Como el sexo ardiente y ruidoso con una mujer guapa.
—Confiaba en que así fuese —dijo Dobie, antes de cambiarse la mochila de posición con una mueca de dolor—. Porque más vale que este maldito adiestramiento merezca la pena.
—Libby aguanta.
—¿Quién?
Gull levantó la barbilla.
—Tu última apuesta reciente.
Dobie rechinó los dientes mientras empezaban a subir otra cuesta.
—El día no ha terminado.
Cuando por fin acabó, Gull tuvo su ducha y su afeitado, y se las arregló para conseguir una cerveza antes de caer rendido en el catre.
Michael Little Bear abordó a Rowan cuando la joven se dirigía al gimnasio.
—Necesito que esta mañana te ocupes del adiestramiento de los novatos. Lo hacía Cartas, pero está echando el hígado en el váter.
—¿Resaca?
—No. Gripe estomacal o algo así. Necesito que los dirijas en el entrenamiento, ¿vale?
—Desde luego. Ya estoy con Yangtree, en el simulador. Puedo pasarme un día tratando con novatos. ¿Cuántos tenemos?
—Quedan veinticinco, y parecen muy buenos. Uno de ellos batió el récord de la base en el circuito de dos mil quinientos metros. Lo dejó en seis treinta y nueve.
—Sus pies son rápidos. Hoy veremos cómo lo hace con el resto del cuerpo.
Redujo en treinta minutos los noventa que tenía previsto pasar en el gimnasio. Acompañar a los aspirantes por la pista americana compensaría esa reducción, y de paso se libraría de coser mochilas en el taller.
Un trato magnífico, pensó Rowan mientras se calzaba las botas.
Cogió la documentación, un portapapeles y una botella de agua, y salió después de colocarse una gorra azul en la cabeza.
Unas nubes que habían surgido durante la noche arropaban el tibio y agradable ambiente. La base rebosaba de actividad: corredores en la pista o en la calle, camiones que descargaban suministros, hombres y mujeres que cruzaban de un edificio a otro. Un avión despegó llevando a un grupo para practicar el salto antes del inicio de la temporada.
Mucho antes de que sonase la sirena de incendios, el trabajo rutinario exigía la mayor atención. Coser, rellenar, desmontar el equipo, entrenar, embalar paracaídas…
Se dirigió hacia el área de entrenamiento y se detuvo un momento al cruzarse con Matt.
—¿Qué haces? —le preguntó él.
—Me ocupo de los novatos. Cartas está de baja con molestias en el estómago. ¿Y tú?
—Esta tarde subiré —respondió, mirando hacia el cielo mientras el avión se elevaba en el aire—. Esta mañana estoy con el supervisor de carga. —Sonrió—. ¿Quieres hacer un cambio?
—Humm, si tengo que elegir entre estar encerrada cargando suministros o torturar a novatos aquí fuera no hay trato.
—Me lo imaginaba.
Rowan siguió su camino y observó que los aprendices empezaban a reunirse en el campo. Habían vuelto de pasar una semana de acampada y trabajo de tala, y si tenían algo de cerebro se habrían concentrado en dormir bien.
Quienes lo hubieran hecho seguramente se sentirían muy frescos esa mañana.
No tardaría en encargarse de cambiar eso.
Algunos de ellos vagaban por la pista americana, tratando de evaluar la dificultad. Una actitud inteligente, juzgó. Conoce a tu enemigo. Voces y risas surcaron el aire. Se estaban animando… y eso también era inteligente.
La pista americana era una trampa de primera categoría, y solo era el principio de un día largo y agotador. Consultó su reloj mientras cruzaba las plataformas de madera y ocupó su lugar en el campo.
Bebió un trago de la botella de agua y luego la dejó a un lado. Dio un pitido largo y agudo.
—¡Alineaos! —gritó—. Soy Rowan Tripp, vuestra instructora en este paseo matutino. Cada uno de vosotros tendrá que completar el circuito antes de pasar al ejercicio siguiente. Se han acabado las canciones junto a la hoguera y las nubes asadas de la semana pasada. Es hora de ponerse serios.
Provocó unos cuantos gemidos, unas risitas y algunas ojeadas nerviosas mientras calibraba el grupo. Veintiún hombres, cuatro mujeres, distintos tamaños, formas, colores, edades. Su tarea consistía en darles un solo propósito.
Trabajar a pesar del dolor.
Consultó su portapapeles, pasó lista y marcó los nombres de los que habían llegado hasta allí.
—Me han dicho que uno de vosotros batió el récord de la base en los dos mil quinientos metros. ¿Quién es el rayo?
—¡Vamos, Gull! —gritó alguien, y Rowan vio que el tipo bajito le daba con el codo al hombre que estaba junto a él.
Un metro ochenta y nueve aproximadamente, calculó, cabello oscuro, limpio y abundante, sonrisa chulesca, postura desenvuelta.
—Gull Curry —dijo—. Me gusta correr.
—Eso está bien, pero la velocidad no te servirá para cruzar la pista. Haced estiramientos, aspirantes. No quiero que nadie se lamente por tirones en los músculos.
Ya habían formado una unidad, comprendió Rowan, y habían establecido las relaciones entre ellos. Amistades, rivalidades… ambas podían ser útiles.
—Cincuenta flexiones —ordenó, anotando sus nombres a medida que las completaban—. Voy a llevaros por este circuito; empezaremos aquí.
Hizo un gesto hacia la plataforma baja de cuadros horizontales y pasó a las empinadas paredes de acero que tendrían que saltar, a las cuerdas por las que treparían mano sobre mano, a los trampolines, a las rampas…
—Cada uno de estos obstáculos simula algo con lo que os enfrentaréis durante un incendio. Cuando acabéis con uno, pasad al siguiente. Si abandonáis, se acabó. Si termináis el circuito, tal vez seáis lo bastante buenos para convertiros en bomberos paracaidistas.
—No es que sea el discurso del día de San Crispín.
—¿Quién? —preguntó Dobie al oír el murmullo de Gull.
Este se limitó a encogerse de hombros, pero por la mirada de reojo que le dedicó la rubia despampanante supuso que había oído el comentario.
—Tú, Pies Rápidos, sal el primero. Los demás, seguidle. En fila india. Si os caéis, apartaos del camino y poneos detrás para intentarlo de nuevo.
Se sacó del bolsillo un cronómetro.
—¿Estáis preparados?
El grupo gritó afirmativamente, y Rowan puso en marcha el crono.
—¡Ya!
Bien, pensó Rowan, pies rápidos y buen juego de piernas.
—¡Levantad esas rodillas! —gritó—. ¡Quiero ver energía! ¡Dios mío, parecéis un puñado de chicas paseando por el parque!
—¡Yo soy una chica! —le respondió una rubia de ojos acerados, y Rowan sonrió al oírla.
—Pues levanta esas rodillas. Haz como si le dieses a uno de estos capullos un rodillazo en los huevos.
Siguió el ritmo de Gull y retrocedió mientras él tomaba impulso y saltaba la primera rampa.
Luego el tipo bajito la sorprendió al lanzarse sobre el obstáculo casi como una bala.
Treparon, saltaron, se arrastraron y se abrieron paso por el circuito. L. B. tenía razón. Era un grupo muy bueno.
Contempló cómo Gull ejecutaba las volteretas requeridas en el trampolín y oyó al tipo bajito —tenía que comprobar cómo se llamaba— soltar un grito de euforia al hacer lo mismo.
Pies Rápidos continuaba en cabeza, y lo cierto era que subía por la cuerda como un mono por una vid.
La rubia había recuperado terreno, pero cuando llegó a la cuerda no solo se atascó, sino que empezó a deslizarse hacia abajo.
—¡No resbales! —gritó Rowan, airada—. ¡Barbie, no resbales y no me abochornes! ¿Quieres volver a empezar?
—No, por Dios, no.
—¿Quieres ser bombera paracaidista o volver a casa y salir a comprar zapatos?
—¡Las dos cosas!
—Entonces trepa. —Rowan vio sangre en la cuerda. Un resbalón te dejaba las palmas en carne viva, y el dolor era terrible—. ¡Trepa!
La chica trepó, ciento veinte centímetros lacerantes.
—Baja y sigue. ¡Vamos! ¡Vamos!
Libby descendió, y al saltar la siguiente pared dejó una mancha de sangre en la rampa.
Pero lo hizo. Todos lo hicieron. Rowan les dio unos momentos para resoplar, para gemir, para frotarse los músculos doloridos.
—Bastante bien. Pero la próxima vez que tengáis que trepar por una cuerda o escalar una pared podría ser porque el viento hubiera cambiado de dirección y el fuego acabara de entrar en vuestra zona de seguridad. Querréis hacerlo mejor que bastante bien. ¿Cómo te llamas… Soy una chica Barbie?
—Libby —contestó la rubia, con las manos ensangrentadas apoyadas en las rodillas y con las palmas hacia arriba—. Libby Rydor.
—Cualquier persona capaz de trepar por una cuerda con sangre en las manos lo hace mejor que bien. —Rowan abrió el botiquín—. Vamos a curarlas. Si alguien más se ha hecho algún rasguño, que se cure. Cuando acabéis id a buscar el equipo. Todo el equipo —puntualizó—, para practicar los aterrizajes. Tenéis media hora.
Gull observó cómo aplicaba ungüento en las palmas de Libby y se las vendaba con movimientos expertos. Rowan dijo algo que hizo reír a la aspirante, aunque aquellas manos tenían que dolerle.
La instructora había empujado al grupo a través del circuito, combinando adecuadamente insultos crueles y regañinas. Además, se había ocupado de algunos de ellos cuando habían tenido problemas, encontrando las palabras adecuadas en el momento preciso.
Aquella era una habilidad impresionante, una habilidad que él admiraba.
Gull podía añadir aquello a su admiración por el resto de su persona.
Aquella rubia estaba buenísima, con su estatura de más de metro setenta y cinco. Su tío la habría calificado de escultural, reflexionó Gull. En cuanto a él, solo podía decir que aquel cuerpo era impresionante. Si le añadías unos grandes ojos azules de párpados pesados y una cara que hacía que cualquier hombre quisiera mirarla dos veces, y luego quizá insistir una tercera vez, tenías un paquete de primera.
Un paquete con carácter. Y Dios sabía cuánto le costaba resistirse al carácter. Así que se entretuvo hasta que ella cruzó el campo y luego se puso a caminar a su lado.
—¿Cómo están las manos de Libby?
—Se pondrá bien. Todo el mundo se despelleja un poco en la pista americana.
—¿Te pasó a ti?
—Si no sangras, ¿cómo saben que has estado? —Inclinó la cabeza y le miró con unos ojos que a Gull le hicieron pensar en un imponente hielo ártico—. ¿De dónde sales, Shakespeare? He leído Enrique V.
—De Monterrey, más o menos.
—Tienen una buena unidad de bomberos paracaidistas en el norte de California.
—Así es. Los conozco a casi todos. Trabajé durante cinco años en el IHC de Redding.
—Ya me imaginaba que venías de un cuerpo de especialistas. ¿Te buscaba la policía en California y por eso has venido a Missoula?
—Han retirado los cargos —dijo él, haciéndola sonreír—. Estoy en Missoula por Iron Man Tripp. —Se detuvo cuando lo hizo ella—. ¿Debo suponer que es tu padre?
—Lo es. ¿Le conoces?
—Desde luego. Lucas «Iron Man» Tripp es una leyenda. En el año 2000 tuvisteis aquí un incendio muy malo.
—Sí.
—Yo estaba en la universidad. Salió en todos los informativos, y vi una entrevista con Iron Man, aquí mismo, en la base, después de que su unidad y él volviesen de pasar cuatro días entre las llamas.
Gull intentó recordar, y aquel episodio volvió a su memoria.
—Tenía la cara cubierta de hollín, el pelo lleno de ceniza, los ojos rojos. Parecía que hubiese estado en la guerra, lo cual se acercaba mucho a la realidad. El periodista le hacía las habituales preguntas idiotas. «¿Qué sintió cuando estaba allí? ¿Pasó miedo?» Y él se mostró muy paciente. Se notaba que estaba agotado, así y todo contestó. Pero al final le dijo al tío: «Chico, la forma más sencilla de expresarlo es que el muy cabrón ha intentado comérsenos y le hemos dado una patada en el culo». Y se marchó.
Rowan lo recordaba tan claramente como él… y recordaba mucho más.
—¿Y por eso estás en Missoula queriendo saltar sobre el fuego?
—Considéralo un trampolín. Podría explicarte el resto delante de una cerveza.
—Vas a estar demasiado ocupado para tomar cervezas y contar tu vida. Más vale que vayas a buscar tu equipo. Aún te queda mucho camino por recorrer.
—La oferta de una cerveza sigue en pie. Que te cuente mi vida es opcional.
Ella volvió a dedicarle aquella mirada, la ligera inclinación de la cabeza, esa sonrisita de su grueso labio inferior que a él le resultaba tan provocador.
—No te conviene tirarme los tejos, especialista. Yo no salgo con compañeros. Cuando tengo tiempo y ganas de… entretenimiento, busco a un civil. Uno con el que pueda jugar cuando me apetece en las largas noches de invierno y al que pueda olvidar durante la temporada.
Oh, sí, a Gull le gustaba su carácter.
—Puede que tengas que cambiar de ritmo.
—Pierdes el tiempo, novato.
Cuando Rowan se fue con su portapapeles, Gull se permitió sonreír de oreja a oreja. Tenía derecho a perder el tiempo si quería. Y aquella chica se le antojaba una experiencia realmente única.
Gull sobrevivió a que lo izaran en el aire mediante un cable y lo dejaran caer de nuevo al suelo. El arnés simulador, nada amable, simulaba a la perfección el contundente impacto de un aterrizaje en paracaídas que sacudía los tobillos y las rodillas.
Dio contra el suelo, se encogió, se dejó caer y rodó, encajando los correspondientes chichones, contusiones y cardenales. Aprendió cómo protegerse la cabeza, cómo utilizar su cuerpo para protegerse. Y a conseguir pensar cuando la tierra se acercaba a él a toda velocidad.
Se situó de cara a la torre y subió los quince metros de un rojo endiablado con su compañera de salto para el ejercicio.
—¿Qué tal estás? —le preguntó a Libby.
—Me siento como si me hubiese caído de una montaña, así que no demasiado mal. ¿Y tú, cómo estás?
—No sé muy bien si me he caído de la montaña o encima de ella.
Cuando alcanzó la plataforma, le sonrió a Rowan.
—¿Es tan divertido como parece?
—Más aún —respondió ella en tono sarcástico mientras lo enganchaba a la polea—. Ahí está tu lugar de aterrizaje —añadió, indicando con un gesto un montículo de serrín situado al otro lado del área de entrenamiento—. Irás a bastante velocidad cuando te balancees hasta allí, así que cuando toques tierra lo notarás. Encógete, protégete la cabeza y rueda.
Él observó el montículo. Parecía muy pequeño desde el lugar en el que se hallaba, a través de las barras de la máscara.
—De acuerdo.
—¿Estáis listos? —les preguntó Rowan.
Libby inspiró hondo.
—Estamos listos.
—¡A la puerta!
Sí, iba a bastante velocidad, pensó Gull mientras cruzaba volando el área de entrenamiento. Apenas tuvo tiempo de repasar su lista de aterrizaje cuando el montículo de serrín ocupó toda su visión. Impactó contra él, pensó «¡joder!», se encogió y rodó con las manos a ambos lados del casco.
Mientras intentaba recuperar el aliento le echó una ojeada a Libby.
—¿Todo bien?
—Esta vez no cabe duda de que he caído encima de la montaña. Pero ¿sabes qué? Ha sido muy divertido. Quiero repetirlo.
—El día acaba de empezar.
Gull se puso en pie y le tendió una mano a Libby para ayudarla a levantarse.
Después de la torre les tocó una clase teórica. Debido a los años que había pasado en un cuerpo de especialistas, la inmensa mayoría de los libros, gráficos y clases le recordaban lo que ya sabía. Pero siempre había algo que aprender.
Después de la clase teórica hubo tiempo, por fin, para curarse los chichones y los cardenales, disfrutar de una comida caliente y andar por ahí con los demás reclutas. Veintidós, observó Gull. Habían perdido a tres entre el simulador y la torre.
Más de la mitad de los que seguían en el curso de adiestramiento se fueron a dormir, y Gull pensó en hacer lo mismo. Sin embargo, le tentaba la partida de póquer que se estaba jugando, así que hizo un trato consigo mismo. Tomaría un poco el aire y luego, si aún sentía el cosquilleo de jugar, echaría unas manos.
—Coge una silla, chaval —le invitó Dobie cuando pasaba junto a la mesa—. Quiero aumentar mi cuenta de ahorro para la jubilación.
—Si aterrizas de cabeza unas cuantas veces más, te jubilarás antes de lo que esperas.
Gull siguió caminando. Fuera, la lluvia que llevaba amenazando todo el día caía fresca e ininterrumpidamente. Salió con las manos en los bolsillos y se dirigió hacia el hangar, que estaba algo lejos. Tal vez se acercase hasta allí y echase un vistazo al avión desde el que pronto saltaría.
Había saltado en paracaídas tres veces antes de presentar la solicitud para el programa, simplemente para asegurarse de que tenía el valor necesario. Ahora estaba ansioso, deseoso de revivir esa sensación, de desafiar a sus instintos y lanzarse desde las alturas.
Había estudiado los aviones más utilizados para tirarse en paracaídas: el Twin Otter y el DC-9. Le daba vueltas a la idea de tomar lecciones de vuelo fuera de temporada y quizá intentar conseguir la licencia de piloto. Nunca estaba de más saber que podías tomar el control si era necesario.
Entonces la vio acercarse bajo la lluvia. Ni la oscuridad ni las tinieblas desdibujaban aquel cuerpo. Aminoró el paso. Tal vez no necesitase jugar a póquer para que aquella fuese su noche afortunada.
—Una noche agradable —dijo.
—Para las nutrias —replicó Rowan; la lluvia goteaba del pico de su gorra mientras lo observaba—. ¿Sales a correr?
—Solo estoy dando un paseo. Pero tengo coche, por si quieres ir a algún sitio.
—Tengo mi propio vehículo, gracias, pero no voy a ninguna parte. Hoy lo has hecho muy bien.
—Gracias.
—Es una pena lo de Doggett. Una mala caída y una fisura le han eliminado del programa. Supongo que volverá el año que viene.
—Quiere hacerlo —convino Gull.
—Hace falta algo más que querer, pero tienes que quererlo para conseguirlo.
—Estaba pensando lo mismo.
Riéndose a medias, Rowan sacudió la cabeza.
—¿Alguna vez te dicen que no las mujeres?
—Por desgracia, sí. Pero, por otra parte, un hombre que se rinde enseguida nunca se lleva el premio.
—No soy un premio, puedes creerme.
—Tienes el pelo como un centurión romano, el cuerpo de una diosa y el rostro de una reina nórdica. Eso es un paquete de primera.
—El paquete no es el premio.
—No, no lo es. Pero desde luego me da ganas de abrirlo y ver qué hay dentro.
—Muy mal genio, poco aguante para las gilipolleces y pasión por el fuego. Hazte un favor a ti mismo, especialista, y tira del lazo brillante de otra.
—Es que tengo una manía: una vez que me centro en algo, no puedo dejarlo hasta que encuentro la solución.
Ella se encogió de hombros con indiferencia, pero Gull notó que lo observaba con atención.
—No hay nada que encontrar.
—¡Oh, no sé! —dijo él cuando Rowan entró en el dormitorio—. He conseguido que pasearas bajo la lluvia conmigo.
Con una mano en la puerta, ella se volvió y le dedicó una mirada de compasión.
—No me digas que en el fondo eres un romántico.
—Podría ser.
—Pues más te vale andarte con cuidado. Podría utilizarte únicamente porque estás disponible, y luego romper ese corazón romántico.
—¿En mi casa o en la tuya?
Ella se echó a reír. Su risa erótica le llegó directamente al bajo vientre. A continuación le cerró la puerta, al menos metafóricamente, en las narices.
Lo cierto era que aquel tipo había despertado en ella un ligero hormigueo, reconoció. Le gustaban los hombres seguros de sí mismos, los hombres que tenían pelotas, cerebro y habilidad para respaldar aquella seguridad. Eso, y su forma de mirarla, como un gato miraría una ratonera, con deseo y una paciencia inagotable, le provocaban un suave zumbido sexual.
Sintonizar con esa melodía sería un error, se recordó; luego, dio unos golpecitos en la puerta de Cartas. Interpretó su gruñido como un permiso para asomar la cabeza.
Le pareció un poco pálido, muy aburrido y bastante sucio. Estaba sentado en la cama con unas cartas extendidas ante él.
—¿Cómo te encuentras?
—Ya ves, bien. Esta mañana tenía el estómago revuelto. He vomitado hasta la primera papilla y varios órganos internos. He pasado un rato en el taller de fabricación y la cena me ha sentado bien. Simplemente me lo tomo con calma hasta mañana. Gracias por sustituirme.
—Ningún problema. Nos quedan veintidós. Uno ha sido eliminado por una lesión. Creo que volveremos a verle. Bien, entonces hasta mañana.
—Eh, ¿quieres ver un truco de cartas? Es bueno —dijo él antes de que Rowan pudiera retirarse.
Está cansado de su propia compañía, pensó ella. Cedió a la amistad y se sentó frente a él en la cama.
Además, ver algunos trucos de cartas aburridos le ayudaría más a dormir que pensar en su paseo bajo la lluvia con Gulliver Curry.