7
Con la sirena en silencio, Rowan pasaba casi todo el día en el almacén, revisando, limpiando o remendando paracaídas. Se había puesto al corriente en cuanto al papeleo, había vuelto a llenar su bolsa del equipo, había comprobado una y otra vez su paracaídas y había dejado listo su equipo de saltos.
Seguía siendo el primer saltador del primer turno.
—Me estoy volviendo loco aquí —dijo Cartas cuando se levantó de la máquina.
—Nos pasa a todos. Y la palabra de hoy es…
—Pulcritud. No hemos hecho más que limpiar y organizar. La sala de equipamiento está tan pulcra que podría satisfacer las espeluznantes exigencias de mi madre.
—No puede durar mucho más.
—Ojalá. Ayer tuve que regañarme a mí mismo por hacer trampas jugando al solitario, y empiezo a pensar en las manualidades. Pronto estaremos haciendo punto.
—Me gustaría tener una bonita bufanda que hiciese juego con mis ojos.
—Todo podría ocurrir —dijo él en tono sombrío—. Al menos anoche tuve sexo telefónico con Vicki —añadió, sacándose la baraja del bolsillo de la camisa y barajando mientras caminaba de un lado a otro—. Es divertido mientras dura, pero no es lo mismo.
—¿Ya han quedado atrás los días en que lograbas encontrar una compañera para el sexo auténtico?
—Quedaron atrás hace mucho. Ella lo vale. Te conté que ella y los críos vendrán el mes que viene, ¿verdad?
—Lo comentaste.
Mil o dos mil veces, pensó Rowan.
—Haré unas horas extras para poder cogerme un par de días el mes que viene. Necesito el trabajo, necesito el sueldo, necesito…
—Resistirte a recorrer el pasillo de la tienda de manualidades con el carrito —terminó Rowan.
—No me limitaré a recorrerlo con el carrito si esta calma dura mucho más. ¿Tienes algo para leer? Lo único que tiene Gibbons son libros que me producen dolor de cabeza. Leí una de las novelas de amor de Janis, pero eso no contribuye demasiado a distraerme del sexo.
—Nada profundo, nada excitante. Revisado —dijo ella, firmando y anotando la fecha en la etiqueta del paracaídas reparado—. ¿Qué buscas?
—Quiero algo sangriento, donde la gente muera de forma desagradable a manos de un psicópata.
—Podría tener lo que buscas. Ven. Echaremos una ojeada en mi biblioteca.
—Dobie está en la cocina con Marg —le dijo Cartas, pasando una mano por encima de la cabeza de Rowan y sacando un as de espadas—. Tiene una receta de su madre y está preparando una empanada.
Cocinar, hacer punto… aquella venta de pasteles podía ser lo siguiente. De repente, Rowan preguntó:
—¿Dobie le está echando los tejos a Marg?
Cartas se limitó a negar con la cabeza.
—Ella le lleva veinte años.
—Los hombres acostumbran a echar los tejos a mujeres veinte años más jóvenes.
—Estoy aburrido, Ro, pero no lo bastante como para liarme contigo.
—Cobarde —dijo ella al salir al exterior—. Mira, fíjate en esas nubes.
—Tenemos naves de reconocimiento —comentó el hombre con expresión animada, observando las nubes sobre las montañas—. Un buen grupo.
—Podrían significar humo hoy. Con un poco de suerte, antes de la tarde volveremos a tener esa sala de equipamiento hecha un desastre. ¿Sigues queriendo ese libro?
—Más me vale. Me instalaré en una butaca con un buen libro y un buen refrigerio. Así me aseguraré de que hoy volamos.
—Es el comienzo de temporada más tranquilo que recuerdo. Por otra parte, mi padre me dijo una vez que cuando la cosa empieza fría acaba caliente. Tal vez no deberíamos estar tan ansiosos por comenzar.
—Si no comienza, ¿para qué estamos aquí?
—Eso no vamos a discutirlo. En fin… —Rowan intentó hablar en tono despreocupado mientras se dirigían hacia la zona donde se alojaba ella—: ¿Has visto a Pies Rápidos esta mañana?
—En la sección cartográfica. Estudiando. Al menos estaba allí hace más o menos una hora.
—Estudiando. ¡Ja!
A Rowan no le apetecía coger un libro, pero un poco de distracción con Gull podía ser justo la solución que necesitaba para evitar el aburrimiento.
En el interior, Rowan se dirigió a su habitación seguida de Cartas.
—Asesinatos horripilantes —empezó—. ¿Quieres solo violencia, o sexo y violencia en lugar de sexo romántico?
—Siempre quiero sexo.
—Por otra parte, es difícil…
Se interrumpió en cuanto abrió la puerta. El hedor de matadero la golpeó como un puñetazo en la garganta.
Un charco de sangre se extendía sobre la cama. Sus oscuros ríos bajaban por las montañas de ropa apilada en el suelo. En la pared, en letras mojadas y relucientes, goteaban las palabras:
¡ARDERÁS EN EL INFIERNO!
En el centro de aquella escena, Dolly volvió la cabeza hacia la puerta. Parte de la sangre que llevaba en la lata le salpicó la blusa.
—¡Hija de puta!
Rowan cargó con los puños levantados y con la mente cegada y tan roja como la sangre. Un trazo de pintura de guerra hecha con sangre de cerdo salpicó su rostro mientras Dolly gritaba y caía al suelo, segundos antes de que Cartas agarrase los brazos de Rowan.
—Espera un momento, espera un momento.
—¡Suéltame, joder!
Rowan se impulsó con los pies, y con la parte posterior de su cabeza impactó bruscamente contra la nariz de Cartas y la hizo chorrear.
El hombre aulló de dolor, pero gracias a su coraje consiguió sujetarla durante un par de segundos más.
—¡Te mataré! —le gritó Rowan a Dolly, y, cegada por sus ansias de desquitarse, se liberó de golpe clavándole a Cartas el codo en las costillas.
Chillando y retrocediendo desesperada, Dolly lanzó la lata. Cuando Rowan la apartó de un golpe, unos pegotes de sangre volaron y alcanzaron la pared, el techo y los muebles.
—¿Te gusta la sangre? ¡A ver si te gusta pintar con la tuya, maldita loca!
Rowan sujetó a Dolly por los tobillos cuando esta trató de meterse debajo de la cama. Justo cuando arrastraba a Dolly por el suelo manchado de sangre, los hombres que habían acudido corriendo al oír el alboroto se lanzaron a forcejear con Rowan para obligarla a retroceder.
Rowan no gastó saliva. Dio puñetazos, patadas, codazos y rodillazos, haciendo caso omiso del lugar donde caían sus golpes, hasta que quedó inmovilizada boca abajo, contra el suelo.
—No te levantes —le dijo Gull al oído.
—¡Quítame las manos de encima! ¡Maldito seas! ¡Quítame las manos de encima! ¿No ves lo que ha hecho?
—Todo el mundo lo ve. ¡Santo Dios, que alguien se lleve de aquí a esa histérica antes de que le dé un puñetazo yo mismo!
—Voy a patearle su asqueroso culo hasta que me harte. ¡Deja que me levante! ¿Me oyes, psicópata? En cuanto tenga la ocasión no será sangre de cerdo lo que llevarás en la blusa, será tu propia sangre. ¡Deja que me levante, joder!
—No te levantarás hasta que te calmes.
—Muy bien. Estoy calmada.
—Ni por asomo.
—Tiene las manos manchadas con la sangre de Jim —dijo Dolly llorando, mientras Yangtree y Matt la sacaban de la habitación—. Todos tenéis las manos manchadas con su sangre. Todos merecéis morir. Espero que todos os queméis vivos. Todos vosotros.
—Me parece que ha perdido la fe —ironizó Gull—. Escúchame. Rowan, escucha. Se ha ido, pero si ahora tratas de seguirla y atacarla, te echaremos al suelo otra vez. Ya has hecho sangrar la nariz de Cartas, y estoy convencido de que a Janis se le va a poner el ojo morado.
—No tendrían que haberse metido.
—Si no lo hubiésemos hecho todos, le habrías dado un puñetazo a esa lunática patética, y estarías excluida de la lista de saltos hasta que se resolviese el asunto.
Aquellas palabras, percibió Gull, hicieron que por primera vez inspirara para calmarse. Gull hizo una señal a Libby y a Trigger para que le soltasen las piernas y, al ver que no trataba de darles patadas, señaló hacia la puerta.
Libby la cerró a sus espaldas sin hacer ruido.
—Voy a dejar que te levantes.
Gull le soltó los brazos y se preparó para volver a agarrárselos si era necesario. Luego, con precaución, se apartó de ella y se sentó en el suelo.
Ambos estaban cubiertos de sangre, pero Gull estaba convencido de que ella se había llevado la peor parte. La sangre le manchaba toda la cara, le goteaba del pelo y le cubría los brazos y la camisa. Parecía que la hubiesen atacado con un hacha. Y a Gull, eso le ponía enfermo.
—¿Sabes? Esto es una pocilga.
—No tiene gracia.
—Es verdad, no la tiene, pero no se me ocurre nada mejor.
La contempló con frialdad mientras se incorporaba y observó que cerraba el puño derecho.
—Puedes darme un puñetazo si lo necesitas.
—Vete de aquí.
—No. Nos quedaremos un rato aquí sentados.
Rowan quiso limpiarse la cara con el hombro y se la manchó aún más.
—Me ha echado esta porquería por todo el cuerpo. Por toda la cama, por el suelo, por las paredes.
—Está enferma y es una estúpida. Y merecía que le pateases su asqueroso trasero hasta hartarte. La echarán a la calle, y toda la gente de la base y en ochenta kilómetros a la redonda sabrá por qué. Eso será peor.
—No es tan satisfactorio como crees.
Rowan desvió la mirada un momento como si las lágrimas quisieran brotar de sus ojos ahora que se disipaba el furioso acaloramiento. La joven juntó las manos con fuerza; empezaban a temblar.
—Aquí huele como un matadero.
—Esta noche puedes dormir en mi habitación —dijo él mientras se sacaba del bolsillo un pañuelo de colores y le limpiaba la sangre de la cara—. Pero todo aquel que duerme en mi habitación tiene que ir desnudo.
Ella resopló, cansada.
—Compartiré la habitación de Janis hasta que limpie esto. Ella tiene la misma norma que tú.
—Eso ha sido un golpe bajo.
Rowan le miró, sentado ahí mientras estropeaba su pañuelo en una tarea inútil. Le ayudó ver que no estaba tan tranquilo como parecía, le ayudó ver el mal humor y la indignación que se reflejaban en su cara.
Curiosamente, esto la calmó un poco.
—¿Te he hecho sangre en el labio?
—Sí. Me has dado un puñetazo. No ha estado mal.
—Seguramente lo lamentaré en algún momento, pero ahora mismo no puedo.
—Hemos tenido que echarte al suelo entre cinco.
—Eso ya es algo. Tengo que ir a lavarme.
Empezaba a levantarse cuando L. B. llamó enérgicamente a la puerta y la abrió.
—¿Te importa dejarnos un momento, Gull?
—Claro que no.
Antes de ponerse en pie, Gull se acercó a Rowan y le puso una mano en la rodilla.
—Los que son como ella nunca entienden a los que son como tú. Ellos se lo pierden.
Se levantó, salió y cerró la puerta.
—¡Dios mío, Ro! ¡Dios mío! Lo siento. No sé cómo decirte cuánto lo siento.
—Tú no has hecho nada.
—No debería haberla contratado. No debería haber dejado que volviese. Es culpa mía.
—Es culpa de ella.
—Ha tenido la oportunidad de atacarte de esta forma porque yo se la he dado. —L. B. se acuclilló para ponerse a la altura de Rowan—. Está en mi despacho, con dos de los chicos vigilándola. Será despedida, expulsada de la base. Voy a llamar a la policía. ¿Quieres presentar cargos?
—Quiero porque se lo ha ganado. —Por suerte, las lágrimas se habían echado atrás. Ahora solo sentía cansancio y ganas de vomitar—. Pero la niña no. Solo quiero que se vaya ella.
—Se irá —prometió él—. Vamos, tienes que salir de aquí. El personal de limpieza se ocupará de esto.
—Tengo que tomar el aire y disculparme ante algunas personas. Necesito darme una ducha, quitarme esto. —Resopló otra vez mientras se miraba el cuerpo—. Seguramente necesitaré una ducha como las que salían en Silkwood.
—Tómate todo el tiempo que quieras. Y nadie necesita que te disculpes.
—Lo necesito yo. Pero todas mis cosas están cubiertas de esta mierda. Tendré que limpiar algo yo misma.
Se levantó y abrió la puerta. Miró hacia atrás.
—¿Tanto le quería? ¿Esto es amor?
L. B. se quedó mirando las palabras escritas con sangre en la pared.
—Esto no tiene nada que ver con el amor.
Sonó la sirena cuando salía de la ducha.
—Perfecto —masculló.
Se puso la ropa interior sin molestarse en secarse, se enfundó una chaqueta y unos pantalones y se subió la cremallera mientras echaba a correr.
Los otros nueve saltadores de la lista llegaron antes que ella a la sala de equipamiento. Rowan escuchó el parte mientras se ponía el traje. Habían caído algunos rayos en la montaña Morrell. Cartas y ella habían evaluado correctamente aquellas nubes matutinas. El puesto de vigilancia había divisado la columna de humo sobre las once, más o menos a la hora en que ella había sorprendido a Dolly y su maldita sangre de cerdo.
Durante la hora siguiente, el jefe de detección de incendios tuvo que decidir si dejaba que ardiese y así limpiase el bosque de parte de la maleza y de los árboles caídos, o si llamaba a los bomberos paracaidistas.
Algunos rayos más y unas condiciones anormalmente secas para esa época del año convirtieron la quema natural en un riesgo demasiado grande.
—¿Listo para lo auténtico, Pies Rápidos?
Rowan se metió la cuerda de descenso en el bolsillo mientras Gull agarraba el equipo del estante.
—¿Te refieres a saltar sobre el fuego, o a que tú y yo encendamos uno?
—Más te vale dejar de pensar en sueños imposibles. Este no es un salto de práctica.
—Tienes buen aspecto —le dijo Dobie a Gull, dándole una palmada en la espalda—. Ojalá pudiera ir con vosotros.
—No tardarán en quitarte de la lista de lesionados. ¡Guárdame un trozo de empanada! —exclamó Rowan antes de dirigirse arrastrando los pies hacia el avión que les esperaba.
La muchacha se colocó el casco entre el brazo y el cuerpo y se dirigió a los saltadores.
—Bien, chicos y chicas, hoy seré la jefa de incendio. Para un par de vosotros, este es vuestro primer salto sobre el fuego. Hacedlo mecánicamente, no la jorobéis y todo saldrá bien. Recordadlo, si no podéis evitar los árboles…
—Apuntad hacia los pequeños —respondió la brigada.
Una vez que estuvieron en el aire, Rowan se sentó junto a Cartas.
—Al menos no has tenido que quedarte en tierra por culpa de la nariz.
El hombre se la pellizcó suavemente para moverla de un lado a otro.
—Así no tengo que enfadarme contigo. Como te he dicho, Sueca, esa chica es una capulla.
—Sí. Y ya se acabó —dijo ella mientras cogía la nota que le pasaron desde la cabina del piloto—. Vamos a esperar mientras dejan caer una carga de fango. En esa zona el invierno ha sido duro, y hay muchos árboles caídos que están alimentando el incendio. Avanza más deprisa de lo que creían.
—Sucede casi siempre.
Rowan sacó su mapa y observó la zona, pero a los pocos momentos solo tuvo que mirar por la ventanilla para ver con qué se enfrentaban.
Una torre de humo se alzaba hacia el cielo, deslizándose por la cresta de la montaña. Los árboles, los que quedaban en pie y los caídos, alimentaban el muro de fuego. Buscó y encontró el arroyo que había visto en el mapa, calculó la cantidad de manguera que llevaban a bordo y juzgó que podrían utilizar el curso de agua.
El avión se sacudió y tembló en la turbulencia mientras los saltadores se situaban junto a las ventanillas para observar el terreno en llamas. Entre sacudidas, volaron en círculos en espera de que el fango cayese sobre la cabeza del incendio; Rowan calculó que las lenguas de fuego medían al menos nueve metros.
Con paso torpe y pesado se acercó a L. B., que los acompañaba en calidad de jefe de saltos.
—¿Ves ese claro? —gritó el hombre—. Es nuestro lugar de aterrizaje. Un poco más cerca del flanco derecho de lo que me gustaría, pero es lo mejor en este terreno.
—Nos ahorra una caminata.
—El viento aviva el fuego. Tienes que mantenerte alejada de esa zona talada que se halla al este del lugar de aterrizaje.
—Puedes estar seguro de que lo haré.
Juntos contemplaron cómo el avión hidrante soltaba su carga con gran estruendo sobre la cabeza del incendio. Las nubes rosadas le recordaron a Rowan la sangre que ensuciaba su habitación.
No hay tiempo para darle vueltas, se recordó a sí misma.
—Eso lo rebajará un poco —comentó L. B.
Cuando el avión hidrante se alejó con un viraje, L. B. le hizo una señal con la cabeza.
—¿Estás preparada?
—Lo estoy.
Él le apretó el brazo.
—¡Comprobad el paracaídas de emergencia! —exclamó, y se dirigió hacia la portezuela.
Desde su asiento, Gull observó a Rowan mientras el viento y el ruido invadían el interior del aparato. Una hora antes estaba desquiciada, con sangre en la cara y sed de venganza en los puños. Ahora comentaba el vuelo de las primeras cintas con el jefe de saltos y la serenidad había vuelto a aquellos ojos preciosos y gélidos. Sería la primera en saltar, llevando ese hielo hasta el fuego.
Gull no veía que el fuego tuviese ninguna posibilidad.
Miró por la ventana para estudiar al enemigo. En sus tiempos de especialista, veinte compañeros llegaban al incendio a bordo de La Caja, el camión de la brigada que cada temporada se convertía en su hogar lejos del hogar.
Ahora llegaría allí saltando desde un avión.
Métodos distintos para un mismo objetivo. Sofocar y controlar.
Una vez que estuviera en tierra, sabía hacer su trabajo y sabía obedecer órdenes. Volvió a mirar a Rowan. No cabía duda de que ella sabía darlas.
Sin embargo, en ese momento lo único que importaba era llegar allí. Observó el siguiente juego de cintas y trató de juzgar por sí mismo la deriva. Con el avión sacudiéndose y oscilando bajo sus pies, comprendió que el viento no iba a ser un buen aliado.
A una orden de L. B., el avión ascendió traqueteando hasta la altitud de salto, y mientras Rowan se colocaba el casco y la máscara, y Cartas —el compañero de salto de esta— ocupaba su posición detrás de ella, Gull notó que su respiración se aceleraba. Lo hacía a medida que subía el avión.
Sin embargo, mantuvo el rostro impasible mientras se esforzaba por controlarla, mientras se imaginaba saltando al vacío y volando hacia el suelo para hacer su trabajo.
Rowan le echó una breve ojeada y Gull captó aquel destello azul detrás de su máscara. Luego ella se puso en posición. Al cabo de unos segundos, había desaparecido. Gull se volvió de nuevo hacia la ventanilla y observó el vuelo de Rowan, seguida de Cartas. Mientras el avión volaba en círculos, fue cambiando de ángulo y vio cómo se abría su paracaídas.
Rowan se sumergió en el humo.
Cuando los siguientes saltadores ocuparon sus puestos, Gull se ajustó el casco y la máscara al tiempo que intentaba calmar y despejar su mente. Tenía todo lo que necesitaba, equipo, formación y capacidad. Y unos cuantos miles de pies más abajo se hallaba lo que quería. La mujer y el incendio.
Avanzó y notó la bofetada del viento.
—¿Ves el lugar de aterrizaje?
—Sí, lo veo.
—El viento soplará con fuerza hasta abajo y querrá empujarte hacia el este. Trata de mantenerte lejos de esa zona talada. ¿Ves ese rayo?
Gull contempló cómo desgarraba el cielo y caía como un proyectil eléctrico.
—Es difícil no verlo.
—No te pongas en su camino.
—Vale.
—¿Estáis listos?
—Estamos listos —respondió Gull.
—¡A la puerta!
Gull se dejó caer sentado con la mirada clavada en el horizonte y sacó las piernas extendidas hacia el potente rebufo. El calor del fuego abrasaba su rostro; el olor de humo impregnaba el aire que se introducía en sus pulmones.
Una vez más, L. B. sacó la cabeza por la puerta, escrutó y estudió las colinas, la altura de los árboles, los agitados muros de llamas.
—¿Preparados?
Cuando la palmada cayó sobre su hombro, Gull se propulsó hacia fuera. Al caer a ciento cuarenta kilómetros por hora, el mundo se inclinó y giró, tierra, cielo, fuego, humo. Verdes, azules, rojo y negro daban vueltas a su alrededor en una imagen borrosa mientras contaba en silencio. Los sonidos —un gruñido vivo— lo dejaron atónito. El viento lo golpeó de lado, lo atrapó en una barrena mientras utilizaba la fuerza, la voluntad y el entrenamiento para girar hasta que estuvo con la cabeza arriba y los pies abajo, estabilizado por la manga de viento.
Con el corazón desbocado por la adrenalina, la impresión, el placer y el miedo, encontró en el cielo a Trigger, su compañero de salto.
«Espera —se ordenó a sí mismo—. Espera».
Estalló el rayo, una lanza de bordes azules, y añadió una punta de ozono al aire.
Luego, la inclinación y el tirón. Dejó caer la cabeza hacia atrás y observó cómo su paracaídas volaba hacia arriba y se abría como una flor en el aire que se desgarraba. Soltó un grito de triunfo, no pudo evitarlo, y al agarrar los mandos oyó que Trigger le respondía con una carcajada.
Volverse de cara al viento exigió todo su esfuerzo, pero disfrutó. Aunque se ahogaba con el humo que el viento le arrojaba a la cara con suficiencia, aunque oyó la detonación del trueno que siguió a otro rayo, sonrió de oreja a oreja. Y con su paracaídas oscilando, sus ojos siguiendo la pista de la fea área talada, el límite forestal y los iracundos muros de llamas —lo bastante próximos para abofetearle con su calor—, apuntó hacia la zona de aterrizaje.
Por un momento creyó que el viento lo vencería después de todo, e imaginó lo incómodo, vergonzoso y poco conveniente que sería chocar contra aquellos árboles medio destrozados. Y en su primer salto.
—¡Y una mierda! —gritó, mientras tiraba con fuerza del mando.
Oyó la risa descontrolada de Trigger; segundos antes de aterrizar Gull se desvió hacia el oeste. Sus pies tocaron tierra justo en el extremo este del lugar de aterrizaje. El impulso estuvo a punto de empujarle contra el área talada, pero Gull se lanzó hacia atrás dando una voltereta chapucera y cayó dentro del claro.
Se tomó un momento, quizá ni eso, para recuperar el aliento y felicitarse por haber llegado abajo de una pieza. A continuación se levantó para recoger su paracaídas.
—No está mal, novato —aprobó Cartas—. El viaje se acabó, así que ahora empieza la diversión. La Sueca está organizando un equipo para abrir un cortafuegos a lo largo de aquel flanco —dijo, señalando el amenazador muro rugiente—. Y tú eres uno de los elegidos. Otro equipo se dirigirá hacia la cabeza y la combatirá con las mangueras. El fango la ha rebajado un poco, pero el viento está avivándola, y además tenemos rayos que caen por todas partes. Estás con Trigger, Elfo, Gibbons, Sureño y conmigo en el cortafuegos. ¡Mierda! Por allí baja uno que caerá en el área talada y otro que irá a parar a los árboles. Vamos a buscarlos y pongámonos a trabajar.
Gull se apresuró para ayudar a Sureño, pero se detuvo al ver que su colega novato se ponía en pie entre los árboles tambaleándose.
—¿Estás herido? —gritó Gull.
—¡No! ¡Maldita sea! Un poco magullado, y mi paracaídas se ha desgarrado.
—Podría haber sido peor. Podría haber sido yo. Estamos en el cortafuegos.
Se movió con cuidado por el área talada para ayudar a Sureño a recoger su paracaídas hecho pedazos. Después de guardar su traje térmico, Gull se dirigió hacia Cartas, que le estaba tomando el pelo a Gibbons.
—Ahora que este Tarzán ha acabado de columpiarse en los árboles, vamos a ganarnos el sueldo.
Junto con los demás miembros de su equipo, Gull caminó casi un kilómetro con la mochila llena hasta el sitio en el que Rowan le había encargado a Cartas que abriese el cortafuegos.
Se desplegaron, y, con el fuego cada vez más cerca, el aire cargado de humo se llenó con los sonidos de los picos golpeando la tierra y de las sierras y las cuchillas cortando los árboles. Gull imaginaba el cortafuegos como un muro invisible o, si tenían suerte, una especie de campo de fuerza que contendría las llamas del otro lado.
Un trabajo duro y heroico, pensó mientras hilos de sudor surcaban el hollín de su rostro. Esa expresión y el trabajo le satisfacían.
En dos ocasiones las llamas trataron de saltar el cortafuegos, arrojando focos secundarios como si fueran piedras planas sobre un río. El aire se llenó de pavesas que volaban como luciérnagas asesinas. Pero Gull y sus compañeros defendieron el flanco. De vez en cuando, a través de la ceniza y el humo que les envolvía, Gull descubría un breve rayo de sol.
Leves atisbos de esperanza que resplandecían con un color morado y luego se desvanecían.
Les llegó el rumor de que la cuadrilla de manguera había tenido que replegarse y, con el flanco bajo control, acudiría en su ayuda.
Tras más de seis horas de abrir cortafuegos, subieron montaña arriba y atravesaron la negrura, donde el fuego ya se había salido con la suya.
Si el cortafuegos era el muro invisible, Gull imaginaba aquella negrura como el reino diezmado en el que la batalla se había librado y perdido. La guerra continuaba, pero, a su paso, el enemigo convertía lo que había sido verde y dorado en ruinas y rescoldos humeantes.
Los delgados rayos de sol que conseguían abrirse paso a través de la neblina solo servían para amplificar la destrucción.
Cojeando un poco, Sureño se puso a caminar junto a Gull.
—¿Qué tal aguantas? —le preguntó Gull.
—Estaría mejor si no hubiese aterrizado en esa maldita área talada —dijo con el fluido acento de Georgia que le había valido su apodo—. Creía saber cómo era. He trabajado dos temporadas en incendios forestales, y eso antes del jodido adiestramiento para aspirantes. Pero te cagas de lo difícil que es. He estado a punto de hacerlo al ver que iba a salirme del lugar de aterrizaje.
Gull sacó de su mochila una chocolatina ablandada por el calor y la partió por la mitad.
—No eres tú cuando tienes hambre —dijo Gull imitando el tono optimista de un anuncio de televisión.
Sureño sonrió y le dio un mordisco.
—¡Cuánta razón tienes!
Llegaron al arroyo y se desviaron hacia el nordeste, en dirección a los sonidos de los motores y las sierras.
Rowan salió de una nube de humo, como una diosa vikinga que cruzase el hedor de la guerra.
—La tormenta eléctrica seca nos está jorobando —dijo antes de echar un trago de agua—. Habíamos rebajado la cabeza, casi habíamos acabado con ella, y entonces ha caído un rayo triple. Tenemos fuego en la cresta en dirección al norte, y la cabeza está volviendo a crecer al oeste de ese punto. Tenemos que atajar por el centro e impedir que se unan los dos focos. Esperaremos aquí hasta que podamos seguir. De momento envían otra carga de fango. Viene de camino otra más desde la base para contener los flancos y la retaguardia. El buldózer ha conseguido llegar hasta aquí y está desbrozando y retirando los árboles caídos. Pero necesitamos el cortafuegos.
Escrutó los rostros que la rodeaban.
—Tenéis cinco minutos antes de la descarga. Aprovechadlos bien. Comed y bebed, porque hoy no tendréis otros cinco minutos libres.
Se puso a deliberar con Cartas. Gull esperó a que se separasen y entonces se acercó a ella. Antes de que pudiese hablar, Rowan sacudió la cabeza.
—El viento ha cambiado de dirección en un instante, y el fuego se ha calmado un poco. Pero ha fundido quince metros de manguera antes de que nos alejásemos. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Fuegos artificiales. Los árboles han ardido como antorchas, y el viento ha empujado el fuego hasta las cimas.
—¿Algún herido?
—No. Esta noche no busques sábanas limpias y una almohada. Acamparemos, y mañana volveremos a combatir el fuego. No va a extinguirse fácilmente. —Rowan miró hacia el cielo—. Ya llega el avión hidrante.
—No lo veo.
—Aún no, pero se oye.
Gull cerró los ojos e inclinó la cabeza.
—Yo no lo oigo. Debes de tener superpoderes de oído. Ahora, ya lo oigo.
Rowan sacó la radio. Habló con el avión hidrante y luego con los efectivos que trabajaban en la cresta.
—¡Que comience la fiesta! —dijo entre dientes.
La lluvia rosa cayó en picado, iluminada por pequeños arcoíris aislados de luz solar.
—¡Ya estamos! —gritó Rowan—. En marcha. Vigilad dónde ponéis los pies, pero no os entretengáis.
Y con eso, desapareció entre el humo.
Dieron hachazos, cortaron y azotaron hasta bien entrada la noche. Los cuerpos, entrenados para soportar toda clase de penalidades, empezaron a debilitarse. Pero la determinación no lo hizo. Gull vio a Rowan unas cuantas veces, trabajando en el cortafuegos, entrando y saliendo mientras se coordinaba con los demás equipos y con la base.
Hacia la una, más de doce horas después de aterrizar en el claro, el fuego empezó a disminuir.
Para descansar, pensó Gull, no para rendirse. Solo descabezaba un sueñecito. Y, demonios, a él le vendría muy bien hacer lo mismo. Trabajaron una hora más antes de que llegase el rumor de que acamparían un kilómetro al este del flanco derecho del fuego.
—¿Qué te ha parecido el primer día de trabajo, novato?
Echó un vistazo al rostro agotado de Cartas mientras caminaban fatigosamente.
—Estoy pensando en pedir un aumento.
—Pues yo me conformaría con un bocadillo de jamón.
—Yo preferiría una pizza.
—Irlandés exigente… ¿Has estado allí, en Irlanda?
—Un par de veces, sí.
—¿De verdad es tan verde como dicen, como sale en las fotos?
—Más verde aún.
Cartas miró hacia la oscuridad llena de humo.
—Y hace fresco, ¿verdad? Fresco y humedad. Mucha lluvia.
—Por eso es verde.
—Puede que vaya allí un día de estos con Vicki y los críos. Después de un día como hoy, el fresco, la humedad y lo verde suenan bien. Ya llegamos —dijo, levantando la barbilla hacia las luces que se hallaban más adelante—. Hora de tocar la campana de la cena.
Los que ya habían llegado habían montado las tiendas o lo estaban haciendo. Algunos estaban simplemente sentados en el suelo y se atiborraban de comida instantánea.
Rowan, utilizando una roca próxima a la hoguera como mesa, trabajaba sobre un mapa con Gibbons mientras comía una manzana. Se había quitado el casco. Su pelo brillaba y parecía casi blanco contra su rostro mugriento.
Gull pensó que estaba guapa, gloriosa y sobrecogedoramente guapa… y se vio obligado a reconocer que ella debía de tener razón. En el fondo era un romántico.
Dejó caer el equipo y sintió que su espalda y sus hombros se relajaban de alivio antes de crisparse como puños llenos de ira.
Esta vez no había ninguna Caja en la que meterse, reflexionó mientras abría su tienda. Luego, como los demás, se dejó caer junto a la hoguera y comió con ansiedad. La carga que habían lanzado desde el aire incluía más comidas instantáneas, agua, más herramientas, más manguera y, gracias a algún alma caritativa, una caja de manzanas y otra de tabletas de chocolate.
Devoró su comida instantánea, dos manzanas y una chocolatina, y metió otra en su bolsa del equipo. Las vagas náuseas que lo habían atormentado en la marcha hacia el campamento fueron remitiendo a medida que su cuerpo se recuperaba.
Se levantó y se acercó para darle a Rowan un golpecito en el hombro.
—¿Puedo hablar contigo un momento?
Ella se puso en pie, visiblemente aturdida y ausente, y lo siguió lejos de la hoguera, hacia las sombras.
—¿Cuál es el problema? Tengo que acostarme. Vamos a…
Gull tiró de Rowan, le cubrió la boca con la suya y se dio un festín con ella tal como había hecho con la comida. El agotamiento se fue convirtiendo en una fatiga más suave. Las punzadas en la espalda, los brazos y las piernas dieron paso a espasmos de deseo en la parte baja del vientre.
Ella le correspondió del mismo modo, agarrándolo por las caderas y el pelo, apretando aquel cuerpo increíble contra él, sumergiéndose de lleno en aquellos besos profundos y ávidos.
Y eso, pensó Gull, era lo que lo hacía tan estupendo.
Cuando se retiró, dejó las manos sobre los hombros de ella y observó su cara.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —quiso saber Rowan.
—Diría más, pero el resto de la conversación requiere más intimidad. De todas formas, eso debería bastarte para esta noche.
El humor danzó en los ojos de Rowan.
—¿Bastarme a mí?
—Desde mi punto de vista, la jefa del operativo debe trabajar más que nadie. Por eso quería darte algo más que llevarte a la cama.
—Es muy considerado por tu parte.
—No hay problema.
Gull contempló cómo los ojos de Rowan pasaban de la diversión a la perplejidad cuando se inclinó y le dio un leve beso en la frente sucia de hollín.
—Buenas noches, jefa.
—Eres un enigma, Gulliver.
—Puede, aunque no demasiado difícil de resolver. Hasta mañana.
Se fue a su tienda y se metió en ella a rastras. Apenas consiguió quitarse las botas antes de caer rendido. Pero cayó rendido con una sonrisa en los labios.