3
En cuanto Kate entró en Pretensiones, Margo frunció el ceño.
—Pareces una muerta.
—Gracias. Necesito un café. —«Y un momento a solas».
Fue hacia la escalera curva que conducía al segundo piso y encontró la tetera ya puesta al fuego.
Había dormido menos de tres horas después de haber analizado todos y cada uno de los informes que el detective le había enviado desde la costa este. Y cada detalle le había confirmado que era la hija de un ladrón.
Estaba todo allí: la evidencia, los cargos, las declaraciones. La lectura de esos papeles había matado la débil esperanza, que se había ocultado incluso a sí misma, de que todo hubiera sido un error.
En cambio, se había enterado de que su padre estaba libre bajo fianza en el momento del accidente y que le había ordenado a su abogado que aceptara el trato de reducción de condena que le habían ofrecido. Si no hubiera muerto esa noche en la franja helada de la carretera, una semana más tarde lo habrían encerrado en la cárcel.
Bebió su café caliente y negro mientras se convencía de que debía aceptarlo y continuar con su vida. Tenía que bajar y ponerse a trabajar. Y enfrentarse a una amiga que la conocía demasiado bien como para pasar por alto las señales de estrés.
Bien, pensó, con la taza en la mano, siempre habría otras excusas para no haber dormido esa noche. Y no ganaría nada obsesionándose con hechos que no podía cambiar. Se prometió que dejaría de pensar en el tema a partir de ese momento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Margo cuando Kate bajó las escaleras—. Esta vez quiero una respuesta. Hace ya varias semanas que estás con los nervios de punta y cabizbaja. Y juraría que pierdes peso cada vez que respiras. Esta situación ya se ha prolongado demasiado, Kate.
—Estoy bien. Algo cansada, eso es todo. —Se encogió de hombros—. Un par de cuentas me están dando problemas. Además, he tenido una semana horrible. —Abrió la caja registradora y contó los billetes y monedas para dar cambio a los clientes esa mañana—. El miserable de Tornhill se presentó en mi oficina el lunes pasado.
Margo, que estaba preparando la tetera, se dio la vuelta.
—Supongo que lo habrás mandado al diablo una vez más.
—Le hice creer que estaba dispuesta a hacer las paces. Era lo más fácil —dijo antes de que Margo pudiera abrir la boca—. De este modo es más probable que deje de molestarme.
—No irás a decirme que fue eso lo que te tuvo despierta toda la noche.
—Me trajo malos recuerdos, ¿vale?
—Vale. —Margo sonrió con simpatía—. Los hombres son unos cerdos, y ese es el campeón mundial de los puercos. No pierdas el sueño por él, cariño. Debes cuidar tu belleza.
—Gracias. De todos modos, solo fue la primera cosa desagradable.
—La espantosa vida de una asesora financiera.
—El miércoles me otorgaron una nueva cuenta. Freeland. Un zoológico diseñado para entrar en contacto con los animales, parque de juegos infantiles y museo. Muy raro. Estoy aprendiendo cuánto cuesta alimentar a una llama bebé.
Margo pareció reflexionar.
—Llevas una vida fascinante.
—No soy yo quien lo dice. Ayer los socios estuvieron reunidos durante la mayor parte de la tarde. Hasta excluyeron a las secretarias. Nadie tiene la menor idea de lo que ocurre, pero corren rumores de que alguien será despedido o ascendido —Kate se encogió de hombros y cerró la caja registradora—. Nunca los he visto conspirar de esa manera. Si hasta han tenido que prepararse el café.
—¡Detened ya las rotativas: tenemos una noticia bomba!
—Mira, mi pequeño mundo tiene tanta intriga y dramatismo como el de cualquiera. —Retrocedió al ver que Margo avanzaba hacia ella—. ¿Qué?
—Quédate quieta un momento. —Margo cogió la solapa de Kate y le colocó un prendedor en forma de media luna, del que pendían unas gotas de ámbar—. Publicidad para nuestros productos.
—Tiene insectos muertos dentro.
Margo no se tomó la molestia de suspirar.
—Píntate un poco los labios, por el amor de Dios. Abriremos dentro de diez minutos.
—No he traído pintalabios. Y desde ahora mismo te digo que no pienso trabajar todo el día contigo si no paras de criticarme. Puedo vender, contestar al teléfono y hacer paquetes sin necesidad de usar cosméticos.
—Muy bien. —Antes de que Kate pudiera rehuirla, Margo cogió un atomizador y la roció de perfume—. Publicidad para nuestros productos —repitió—. Si alguien te pregunta qué fragancia usas, le dices que es Savage, de Bella Donna.
Kate empezaba a refunfuñar cuando llegó Laura.
—Creí que llegaría tarde. Ali tuvo un problema con su cabello. Llegué a pensar que acabaríamos matándonos la una a la otra antes de que solucionara su problema.
—Cada día se parece más a Margo. —Deseando que fuera café, Kate fue a servirse un poco de té para tragar un puñado de píldoras que no quería que vieran sus amigas—. Quiero decir, en las peores cosas —añadió.
—Es natural que una preadolescente se interese por su aspecto y quiera acicalarse —replicó Margo—. Tú eras la rara de la familia. Y todavía lo eres, solo hay que verte, andando por allí como un espantapájaros vestido con una sarga azul marino.
Sin darse por aludida, Kate bebió un sorbo de té.
—La sarga azul marino es clásica porque es práctica. Solo un muy pequeño porcentaje de la población basa su honor en tirarse pedos a través de la seda.
—Diablos, sí que eres grosera. —Margo lanzó una carcajada—. Ni siquiera quiero discutir contigo.
—Es un alivio. —Esperando que las cosas no pasaran a mayores, Laura corrió a colocar el cartel de «Abierto» en la puerta de la tienda—. Todavía estoy contrariada por la discusión con Allison. Si Annie no hubiese intervenido, habría mechones de cabello desparramados a diez metros a la redonda.
—Mamá siempre ha sabido cómo echar a perder una buena pelea —comentó Margo—. Muy bien, señoras, recordad que pronto será el día de la Madre. Y, en caso de que lo hayáis olvidado, las futuras madres también merecen recibir un obsequio.
Kate luchó por ignorar la presión que parecía atornillarle las sienes, y que casi siempre era señal de una migraña en ciernes.
Una hora más tarde había tanta gente en Pretensiones que las tres estaban ocupadas. Kate envolvió en finísimo papel una cartera Hermés de cuero verde oscuro, preguntándose para qué querría alguien un bolso de cuero verde. Pero el terso deslizarse de las tarjetas de crédito en la máquina la animaban. Según sus cálculos, iba en cabeza, a la par con Margo, en las ventas realizadas.
Resultaba agradable constatar que el negocio progresaba, pensó mientras envolvía la caja color oro y plata con un elegante papel floreado. Y el combinado de medicamentos y de éxito mercantil había alejado la amenaza de la jaqueca.
Debía concederle todo el mérito a Margo por eso. Pretensiones era un sueño que había ascendido, como espirales de humo, de las cenizas de la vida de Margo.
Apenas un año atrás, la carrera de Margo como modelo en Europa, su presencia en los medios y la remuneración económica que obtenía como Mujer Bella Donna habían desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Margo tenía su parte de culpa, pensó Kate. Y sonrió al entregarle la compra a un cliente. Había sido impaciente, tonta y tozuda. Pero no merecía perderlo todo de golpe.
Había regresado de Milán destrozada y casi en bancarrota, pero en pocos meses, gracias a su entereza, había dado un giro de ciento ochenta grados a su vida.
Abrir una tienda para vender allí sus posesiones personales había sido, en principio, idea de Josh Templeton. Kate sospechaba que Josh había tenido esa idea para impedir que Margo se hundiera, ya que estaba loco por ella. Pero Margo había expandido la idea original, la había nutrido y perfeccionado.
Entonces Laura, quien aún sufría por el engaño, la traición y la codicia de su esposo, había ayudado a Margo a comprar el edificio de Pretensiones con la mayor parte del dinero que el muy ruin no le había quitado.
Kate había insistido en adquirir un tercio de la empresa y así convertirse en socia, porque creía en la inversión y tenía fe en Margo. También porque no quería quedarse fuera de la diversión.
De las tres, ella era la que comprendía mejor los riesgos. Casi el 40 por ciento de los nuevos negocios fracasaba antes de cumplir el primer año, y el 80 por ciento sucumbía durante los primeros cinco.
Y Kate se preocupaba por eso, y la preocupación la carcomía por las noches cuando no podía dormir. Pero Pretensiones —concebida por Margo como una elegante, exclusiva y única tienda de segunda mano que ofrecía de todo, desde vestidos de prestigiosos diseñadores a cucharas de té— se mantenía en pie.
La participación de Kate en el negocio podía haber sido menor, y sus razones para involucrarse ciertamente oscilaban entre lo práctico y lo emocional, pero se estaba divirtiendo. Cuando no se obsesionaba, claro.
Después de todo, aquella tienda era la prueba de que la vida podía ser lo que uno quisiera que fuese. Y ella necesitaba muchísimo aferrarse a esa idea.
—¿Desea ver alguna cosa?
Sonrió a un hombre treintañero, desaliñado, que tenía el atractivo de quien ha vivido mucho. Le gustaban sus tejanos gastados, la camisa descolorida y el aparatoso bigote rojizo.
—Ah, sí, tal vez. Ese collar que está allí.
Kate miró el escaparate y localizó la pieza que el cliente había elegido.
—Es bonito, ¿verdad? Las perlas son un clásico.
Aunque no eran perlas estrictamente clásicas, pensó mientras retiraba el collar. ¿Cómo diablos se llamaban? Mientras buscaba en su mente la denominación correcta, desplegó el collar sobre un paño de terciopelo.
—Son perlas cultivadas japonesas —recordó. Y sonrió a su cliente. Realmente era muy guapo—. El diseño se llama lazo —añadió. Acababa de leerlo en la etiqueta—. Tiene tres vueltas y el broche tiene una… Un momento, por favor. Una perla natural engastada en oro. Tradición pura, con un toque de audacia —dijo, disfrutando del detalle improvisado.
—Me preguntaba cuánto… —Vacilante, el cliente dio la vuelta a la pequeña y discreta etiqueta del precio. Tuvo un gran mérito: apenas parpadeó—. Pues —dijo con una sonrisa tímida— supera con creces lo que pensaba gastarme.
—Se trata de algo que usará toda la vida. ¿Es para el día de la Madre?
—Sí. —Trasladó el peso del cuerpo de un pie a otro y deslizó un dedo calloso por las vueltas del collar—. Le encantaría.
Ella sintió que se derretía. Cualquier hombre que dedicara tanto tiempo y cuidado a escoger un regalo para su madre obtenía la máxima puntuación en la escala de Kate Powell. En especial si se parecía un poco a Kevin Costner.
—Tenemos otras piezas, también hermosas, que no son tan caras como esta.
—No, creo que… Quizá… ¿Podría usted ponérselo para que yo pueda apreciarlo mejor?
—Pues claro. —Feliz de complacerlo, Kate se ajustó el collar—. ¿Qué le parece? ¿No es estupendo? —Inclinó el espejo del mostrador para poder juzgar por sí misma y añadió, riendo—: Si usted no lo compra, tendré que hacerme un regalo.
—Le queda muy bien —dijo él con una sonrisa tímida y serena que hizo que ella desease echársele encima y llevarlo al cuarto de atrás—. Ella tiene el cabello oscuro, como usted. Lo lleva más largo, pero las perlas combinan de maravilla con el cabello oscuro. Supongo que tendré que comprarlo. Junto con esa caja que está allí, la plateada con todas esas volutas tan bonitas.
Sin quitarse el collar, Kate salió de detrás del mostrador y cogió la caja que él había elegido.
—Dos regalos. —Levantó los brazos para abrir el broche del collar—. Su madre debe de ser una mujer muy especial.
—Oh, es increíble. Le gustará mucho esta caja. Digamos que las colecciona. Pero el collar es para mi esposa —añadió—. Por lo visto, he comprado todos mis regalos del día de la Madre en un mismo día.
—Su esposa. —Kate se obligó a esbozar una sonrisa alegre—. Le aseguro que le encantará. Pero si ella o su madre prefiriesen alguna otra cosa, tiene treinta días para poder cambiarlo. —Con lo que consideraba una discreción admirable, Kate apoyó el collar sobre el mostrador—. ¿Efectivo o tarjeta de crédito?
Diez minutos después lo observaba salir con paso lento y perezoso.
—Los guapos —susurró al oído de Laura—, los amables, los que aman a sus madres… están todos casados.
—Tranquila, tranquila. —Laura le palmeó el brazo antes de agacharse a buscar una caja bajo el mostrador—. Has hecho una muy buena venta.
—Ahora estoy por lo menos doscientos dólares por encima de Margo. Y el día acaba de empezar.
—Eso es tener espíritu. Pero debo advertirte de que Margo tiene una clienta ahora mismo en el sector de ropa… y la mujer se inclina definitivamente por Versace.
—Mierda. —Kate volvió la cabeza y escrutó el salón principal en busca de posibles presas—. Iré tras esa señora de cabello azul con la cartera Gucci. Es mía.
—Atrápala, tigresa.
Kate no paró para almorzar y se dijo que era porque deseaba conservar el impulso, y no porque su estómago volviese a molestarle. Tuvo un éxito tremendo en el departamento de señoras del segundo piso y logró vender dos peinadores, un quinqué con vidrios de colores y un escabel adornado con borlas.
Quizá se deslizó, subrepticia, en el cuarto de atrás un par de veces para encender el ordenador y comprobar cómo llevaba Margo los libros contables. Pero solo cuando estaba segura y cómoda en el primer puesto de ventas. Corrigió los esperables errores, puso los ojos en blanco ante unos pocos inesperados y ordenó metódicamente los archivos.
Al final se vio obligada a admitir que ese lapsus en el que hizo de contable le había costado la victoria. Cuando regresó, muy pagada de sí misma, preparando de antemano la monserga sobre los costes de la contaduría desaprensiva que pensaba endilgarle a Margo, su rival estaba cerrando una venta.
Algo colosal.
Kate sabía de antigüedades. Era imposible haberse criado en la Templeton House y no haber aprendido a reconocerlas y a apreciarlas. Sintió desfallecer su corazón, aunque los signos del dólar giraban en su cabeza, cuando reconoció la pieza cuyas cualidades señalaba Margo.
Luis XVI, recitó Kate en su cabeza. Un secrétaire-à-abattant, probablemente de 1775. Los paneles de marquetería, típicos de aquella época, tenían jarrones, guirnaldas de flores, instrumentos musicales y cortinajes tallados.
Oh, era algo que lo dejaba a uno sin aliento, pensó Kate. Y una de las piezas remanentes del lote original de Margo.
—Me da pena perderlo —decía Margo al apuesto caballero de pelo blanco quien, apoyado sobre un bastón con empuñadura de oro, contemplaba con igual admiración el secrétaire… y a la mujer que lo vendía—. Lo compré en París hace ya varios años.
—Tiene usted un ojo estupendo para estas cosas. De hecho, tiene dos ojos maravillosos.
—Oh, señor Steiner, es usted muy amable. —Con su estilo desvergonzado, Margo le deslizó un dedo por el brazo—. Espero que piense en mí alguna vez, cuando disfrute de esta magnífica pieza.
—Tiene mi palabra de honor. Ahora bien, ¿cómo resolveremos el envío?
—Por favor, acompáñeme al mostrador. Tomaré toda la información necesaria. —Margo cruzó el salón ondulando sus caderas y lanzó una mirada triunfante a Kate.
—Creo que por hoy estás acabada, campeona —dijo apenas se hubo ido el cliente.
—El día aún no ha terminado —insistió Kate—. Todavía faltan dos horas para cerrar. Por eso, hasta que la señora gorda —que dentro de unos meses serás tú— no cante, no cuentes tus polluelos.
—Eres una pésima perdedora. —Margo chasqueó la lengua, lista para abalanzarse al oír que la puerta se abría de par en par. No se trataba de un cliente, pero se abalanzó igual—. ¡Josh!
Él la levantó en brazos, la besó y la sentó en una silla.
—Descansa un poco los pies. —Apoyó una mano sobre el hombro de su esposa y lanzó una mirada fulminante a Kate—. Se supone que debéis vigilarla y aseguraros de que no haga esfuerzos innecesarios.
—No me regañes a mí por lo que ella no hace. Además, Margo nunca está de pie cuando puede estar sentada, y jamás se sienta si puede acostarse. Y, para que lo sepas, le hice beber un vaso de leche hace una hora.
Josh entrecerró los ojos.
—¿Un vaso lleno?
—Descontando lo que me escupió encima. —Kate decidió perdonarlo, pues le divertía y le conmovía ver a su hermano mayor tan preocupado. Se acercó a darle un beso—. Bienvenido a casa.
—Gracias. —Él le revolvió el cabello—. ¿Dónde está Laura?
—Arriba, con un par de clientes.
—Y hay otro en el sector de ropa —acotó Margo—, así que…
—Tú te quedas donde estás —le ordenó Josh—. Kate puede ocuparse. Estás un poco pálida.
Margo hizo un pucherito.
—No estoy pálida.
—Irás a casa y dormirás una siesta —decidió él—. No permitiré que trabajes todo el día y luego pretendas dar una fiesta. Kate y Laura pueden ocuparse de todo aquí.
—Pues claro que podemos. —Kate lanzó una mirada desafiante a Margo—. Solo quedan un par de horas.
—Sigue soñando despierta, Powell. Ya he ganado.
—¿Ganado? —Debido a su interés de siempre por las apuestas, Josh dejó vagar su mirada de la una a la otra—. ¿Ganado qué?
—Una apuesta amistosa, nada más: que yo podía vender más que ella.
—Apuesta que ya ha perdido —señaló Margo—. Y os diré que me siento generosa. Te daré esas dos horas de ventaja, Kate. —Cogió la mano de Josh y se la pasó por la mejilla—. Y cuando hayas perdido oficialmente, tendrás que llevar el vestido ajustado de Ungaro, el rojo, en la fiesta de esta noche.
—¿El que parece un camisón? Es lo mismo que estar desnuda.
—¿En serio? —Josh enarcó las cejas—. No te enfades, Kate, pero espero que pierdas. Vámonos a casa, cariño. A la cama.
—No pienso ponerme un vestido pegado al cuerpo para ir a ninguna fiesta —insistió Kate.
—Entonces no pierdas —dijo Margo. Y se encogió de hombros, en un ademán desaprensivo, mientras avanzaba con Josh hacia la puerta—. Pero, cuando por fin hayas perdido, pídele a Laura que elija los complementos.
Llevaba un collar de oro labrado y pendientes triangulares que parecían danzar bajo los lóbulos de sus orejas. Se había quejado de que parecía una joven esclava capturada por alguna tribu imperial, pero nadie le había hecho caso. Hasta le habían impuesto los zapatos. Rascacielos de satén rojo que la hacían balancearse diez centímetros por encima de su estatura normal.
Bebía champán y se sentía como una imbécil.
No ayudaba para nada que algunos de sus clientes estuvieran allí. Los conocidos de Josh y Margo pertenecían al círculo de los ricos, famosos y privilegiados. Y ella se preguntaba cómo podría seguir manteniendo su imagen de asesora financiera competente, precisa y dedicada cuando la habían visto así vestida, como una modelo de portada de revista.
Pero una apuesta era una apuesta.
—Deja de sufrir —le ordenó Laura cuando fue a reunirse con ella en la terraza—. Estás preciosa.
—Y lo dice una mujer que ha tenido el buen gusto de elegir un vestido elegante que cubre sus extremidades. Lo que estoy —dijo después de beber otro trago de champán— es desesperada. Es como si llevara puesto un cartel: soltera, VIH negativo, acudir personalmente.
Laura lanzó una carcajada.
—Si piensas pasar toda la noche aquí escondida… no tienes por qué preocuparte. —Con un suspiro, se apoyó sobre la ornamentada baranda—. ¡Dios mío, hace una noche tan hermosa! La luna en cuarto menguante, las estrellas, el rumor del mar. Mira ese cielo… Resulta difícil pensar que pueda ocurrir algo malo en esta tierra. Esta casa es buena, muy buena. ¿Puedes sentirlo, Kate? La casa de Margo y Josh. Es buena.
—Excelente inversión, ubicación de primera, vista deslumbrante… —Sonrió al ver la dulce mirada de Laura—. De acuerdo, sí… puedo sentirlo. Es una casa buena. Tiene corazón y carácter. Me gusta pensar en ellos dos aquí, juntos. Pensar que van a criar a unos niños en esta casa…
Ya más relajada, se apoyó en la baranda junto a Laura. La música, el amistoso rumor de las conversaciones y el tintineo de las risas se colaban por las puertas y las ventanas abiertas. Kate podía oler las flores, el mar y una mezcla de perfumes femeninos y bocadillos exóticos servidos a los presentes en bandejas de plata. Y podía, estando allí parada, sentir la solidez y la promesa.
Como Templeton House, meditó, donde había pasado gran parte de su vida. Quizá fuera por eso que jamás había tenido el impulso de fundar un hogar propio, quizá fuera por eso que lo único que quería era un apartamento apto para trabajar. Porque, pensó con una tenue sonrisa, siempre podía volver a su hogar en Templeton House. Y ahora también podía volver a esa casa.
—Ah, hola, Byron. No sabía que estabas aquí.
Al escuchar el amable saludo de Laura, el ánimo soñador de Kate se esfumó. Abrió los ojos, se apartó de la baranda e irguió los hombros. Había algo en Byron de Witt que siempre la obligaba a ponerse en guardia.
—Acabo de llegar. Tuve que ocuparme de algunos negocios que se alargaron, como siempre. Y tú estás estupenda, como siempre. —Estrechó suavemente la mano de Laura y luego miró a Kate. La pronunciada penumbra no le permitió advertir que las pupilas de Byron, de un exquisito color verde oscuro, se agrandaban ligeramente al verla. Pero sí captó la sonrisa inmediata, divertida—. Me alegra verte. ¿Puedo traeros algo fresco para beber?
—No, tengo que volver a entrar. —Laura se dirigió hacia las puertas de la terraza—. He prometido a Josh que intentaría camelarme al matrimonio Ito. Estamos compitiendo duramente por su negocio de banquetes en Tokio.
Laura se fue tan rápido que Kate ni siquiera tuvo tiempo de fruncir el ceño.
—¿Te apetecería otra copa de champán?
A falta de algo mejor… Kate frunció el ceño a su copa. Todavía estaba medio llena.
—No, estoy bien así.
Byron se contentó encendiendo un fino cigarro. Sabía que el orgullo de Kate le impediría reaccionar. Normalmente no se habría quedado con ella más tiempo del permitido por los buenos modales, pero ahora estaba un poco cansado de la gente y sabía que pasar diez minutos con ella sería más interesante que una hora completa con los invitados a la fiesta. Especialmente si conseguía irritarla, algo en lo que era un experto.
—Debo felicitarte por tu vestido, Katherine.
Tal como esperaba, ella resopló cuando él la llamó por su nombre completo. Sonriente y concentrado en su cigarro, se apoyó en la baranda y se preparó para divertirse a sus anchas.
—Perdí una apuesta —dijo ella, entre dientes.
—¿En serio? —Se puso a jugar con el fino e inestable tirante que se deslizaba por el hombro de Kate—. Una apuesta.
—Quítame las manos de encima —le espetó ella.
—De acuerdo. —Deliberadamente, volvió a bajarle el tirante para obligarla a ponerlo en su lugar—. Tienes muy buen ojo para los inmuebles —comentó luego. Y al ver que ella lo miraba perpleja, señaló los alrededores—. Has sido tú quien trajo a Josh y a Margo a este lugar, ¿verdad?
—Sí. —Ella lo miró y esperó.
Pero él parecía satisfecho dando caladas a su cigarro y estudiando el paisaje.
Tenía exactamente el físico que Kate había decidido que no le gustaría jamás. Lo definía, desdeñosa, como un chico apuesto de anuncio publicitario. El cabello espeso, castaño con intermitentes reflejos dorados, enmarcaba despreocupadamente un rostro capaz de parar el corazón de cualquiera. Los encantadores hoyuelos de su primera juventud se habían transformado en profundos surcos en las mejillas, destinados a provocar las fantasías sexuales femeninas más osadas. El mentón firme, heroico, la recta nariz aristocrática, y esos ojos verdes tan oscuros que podían, a su antojo, pasar de ti como si fueras invisible o bien clavarte, temblorosa, a la pared.
Debía de medir uno noventa, pensó Kate, con esas piernas larguísimas y esa fuerte espalda de corredor de larga distancia. Y por supuesto esa voz, con ese deje lánguido y brumoso que evocaba ardientes noches de verano y placeres meridionales.
Kate había decidido que no se podía confiar en hombres como él.
—Es nuevo —murmuró Byron.
Atrapada en pleno acto de contemplación y apreciación, Kate miró hacia otro lado cuando los sagaces ojos verdes de Byron escrutaron los suyos.
—¿El qué?
—El perfume que llevas puesto. Te sienta mucho mejor que el talco y el jabón que tanto parecen gustarte. Es mucho más sexy —prosiguió. Sonrió al verla abrir la boca—. Nada de juegos, nada de ilusiones.
Hacía ya varios meses que lo conocía, desde que lo habían trasladado de Atlanta a Monterey para ocupar el puesto de Peter Ridgeway en Templeton. Byron de Witt era, desde todo punto de vista, un hotelero entendido, experimentado y creativo, un hombre que por sus propios medios había llegado a la cima de la organización Templeton en catorce años.
Kate sabía que provenía de una familia adinerada; una riqueza sureña cortés, arraigada en la tradición y la caballerosidad.
Había sentido por él una especie de rechazo en cuanto lo vio. Y a pesar de sus imperturbables modales de caballero, confiaba en que ese sentimiento fuera recíproco.
—¿Acaso intentas seducirme?
Sus ojos, todavía fijos en los de ella, sonrieron divertidos.
—Solo he hecho un comentario sobre tu perfume, Katherine. Si quisiera seducirte, no necesitarías preguntármelo.
Ella apuró el trago que quedaba en su copa. Sabía que era un error, con la migraña acechando.
—No me llames Katherine.
—Tu nombre parece estar grabado en mi mente.
—Como una plaga.
—Precisamente. Y si te dijese que esta noche estás más atractiva que nunca, estaría haciendo una observación, no una propuesta amorosa. De todos modos… Kate, estábamos hablando de bienes raíces.
Ella seguía con el ceño fruncido. Ni siquiera el exclusivo champán Cristal, el favorito de Margo, le sentaba bien a un estómago que se retorcía debido a los nervios.
—¿De veras?
—O estábamos a punto de empezar. Pienso comprarme una casa en la zona. Dado que mi período semestral de prueba casi ha concluido…
—¿Has tenido que pasar un período de prueba? —Le divertía horrores imaginar que lo habían puesto a prueba en el Templeton California.
—He tenido seis meses para decidir si quería instalarme aquí, de manera permanente, o regresar a Atlanta. —Esbozó una sonrisa burlona, pues podía leer sin dificultad la mente de Kate—. Aquí me gusta… el mar, los acantilados, los bosques. Me gusta la gente con la que trabajo. Pero no quiero seguir viviendo en un hotel, por muy bien dirigido que esté y por muy encantador que sea.
Kate se encogió de hombros, irritada por la manera en que el champán parecía transformarse en una pesada arcilla debajo de su esternón.
—Eso es cosa tuya, De Witt. Yo no tengo nada que ver.
No permitiría, se dijo él con toda paciencia, que la naturaleza arisca de Kate lo apartara de su objetivo.
—Tú conoces el área, tienes contactos y muy buen ojo para la calidad y el valor. Pensé que podrías avisarme si te enteras de alguna propiedad interesante, en especial en los alrededores de Seventeen Mile Drive.
—No soy corredora de bienes raíces —musitó ella.
—Estupendo. Eso quiere decir que no tendré que preocuparme por tu comisión.
Cedió, agradecida.
—Hay un lugar… aunque quizá sea un poco grande para ti.
—Me gustan los espacios grandes.
—Ya me parecía. Está cerca de Pebble Beach. Tiene cuatro o cinco dormitorios, ya no me acuerdo. Pero está lejos de la carretera; hay cantidad de cipreses y un jardín bien cuidado. También tiene terrazas —prosiguió. Entrecerró los ojos tratando de recordar—. Delante y detrás de la casa. De madera… de cedro, si no me equivoco. Hay gran cantidad de ventanales. Hace ya seis meses que la han puesto a la venta y todavía no ha ocurrido nada. Debe de haber una razón para ello.
—Tal vez está esperando al comprador adecuado. ¿Conoces al vendedor de la inmobiliaria?
—Pues claro, si es cliente nuestro. Monterey Bay Real Estate. Pregunta por Arlene. Donde pone el ojo, pone la bala.
—Te lo agradezco mucho. Si la operación se concreta, tendré que invitarte a cenar.
—No, gracias. Considéralo un…
Se interrumpió en seco cuando el dolor le perforó el estómago y luego, como un eco enfermizo, hizo eclosión en su cabeza. La copa se le cayó de la mano y se estrelló sobre las baldosas. Byron la cogió del brazo.
—Aguanta. —La levantó en brazos. Tuvo oportunidad de apreciar que era poco más que piel y huesos, y la deslizó sobre los almohadones de una silla—. Diablos, Kate, estás más pálida que una muerta. Iré a buscar a un médico.
—No. —Haciendo caso omiso del dolor que sentía, lo aferró del brazo—. No ha sido nada. Solo un malestar, debido al alcohol… champán en un estómago vacío. —Murmuró. E intentó regular la respiración—. Sé muy bien lo que me ocurre.
Byron tenía el entrecejo fruncido y la voz tensa de impaciencia.
—¿Cuándo has comido por última vez?
—Hoy me he saltado todas las comidas.
—Eres una inconsciente. —Byron se enderezó—. Aquí hay alimento suficiente para trescientos marineros muertos de hambre. Iré a buscarte un maldito plato.
—No. Yo… —En otra situación, la mirada insistente y maliciosa de Byron no la hubiera perturbado, pero ahora temblaba de pies a cabeza—. De acuerdo, gracias, pero no digas nada. Solo serviría para preocuparlos, y tienen a toda esa gente aquí. Por favor, no digas nada —repitió.
Después lo miró y, tras una última y conmovedora mirada, se alejó rauda.
Le tembló un poco la mano al abrir la cartera, de la que sacó un pequeño frasco medicinal. Está bien, prometió para sus adentros, se cuidaría más y mejor. Comenzaría por hacer esos ejercicios de yoga que Margo le había enseñado. Dejaría de beber tanto maldito café.
Dejaría de beber.
Cuando Byron regresó, ella se sentía más calmada. Lanzó una carcajada gozosa apenas vio el plato que traía.
—¿A cuántos marineros muertos de hambre has decidido alimentar?
—Tú come —le ordenó.
Y le metió en la boca un langostino pequeño y a todas luces suculento.
Tras un momento de indecisión, se dejó caer sobre los almohadones. Lo único que necesitaba era distraerse. Y distracciones —tomaran la forma que tomasen, incluso la de Byron de Witt— era todo lo que necesitaba.
—Supongo que tendré que pedirte que te sientes y compartas el plato conmigo.
—Siempre tan bromista.
Eligió un pastelillo de espinacas.
—No me gustas, De Witt. Eso es todo.
—Me parece muy bien. —Hundió la cuchara en un soufflé de cangrejo—. Tú tampoco me gustas, pero me enseñaron a ser cortés con las damas.
No obstante, pensaba en ella. Y, lo que era más raro aún, había soñado con ella. Un sueño brumoso, erótico, que no había podido recordar del todo a la mañana siguiente. Algo relacionado con los acantilados y el romper de las olas, la sensación de una piel suave y un cuerpo delgadísimo bajo sus manos, y esos ojos italianos, oscuros e inmensos, clavados en los suyos. El sueño lo había dejado incómodo y satisfecho consigo mismo.
Byron de Witt estaba seguro de muchas cosas. La deuda nacional jamás sería pagada, las mujeres con vestidos ligeros de algodón eran la principal razón de ser del verano, el rock and roll estaba allí para quedarse y Katherine Powell no era su tipo.
Las mujeres delgadas y ariscas, con más pose que encanto, no le resultaban atractivas. Las prefería suaves, inteligentes y sensuales. Las admiraba por el solo hecho de ser mujeres y se deleitaba con las conversaciones tranquilas, las discusiones interminables, las risas desaforadas y el sexo ardiente y despreocupado.
Se consideraba tan experto en la mística femenina como podía serlo un hombre. Después de todo, había crecido rodeado de mujeres, siendo el único hijo varón de la familia con tres hijas. Byron conocía a las mujeres, y las conocía bien. Y sabía lo que le gustaba.
No, no se sentía ni remotamente atraído por Kate.
No obstante, aquel sueño lo siguió acosando mientras se preparaba para afrontar el día. Lo acompañó hasta la sala de entrenamiento y se instaló en su mente mientras se afanaba entre sogas, almohadillas y mancuernas. Y persistió mientras concluía su rutina con veinte minutos de lectura del Wall Street Journal sobre la cinta.
Se obligó a pensar en otra cosa. La casa que pretendía comprar. Una casa próxima a la playa, para poder correr por la arena y bajo el sol en vez de hacerlo sobre una cinta mecánica. Varios cuartos propios, meditó, hechos a su manera. Un lugar donde pudiera cortar el césped, poner la música a todo volumen, capaz de reventar los tímpanos, y recibir amigos o disfrutar de una noche tranquila e íntima.
Había conocido pocas noches tranquilas e íntimas en su infancia. Pero no se quejaba de haber crecido en medio del ruido y de una multitud de gente. Adoraba a sus hermanas y había tolerado sus siempre crecientes hordas de amigos. Amaba a sus padres y siempre había creído que su ajetreada vida social y familiar era perfectamente normal.
Para ser francos, la incertidumbre de saber si podría soportar estar tan lejos de su familia y de su casa de la infancia lo había impulsado a incluir la cláusula del semestre de prueba en el acuerdo firmado con Josh.
Y aunque los echaba de menos, se había dado cuenta de que podía ser feliz en California. Tenía casi treinta y cinco años, y necesitaba un lugar para él. Era el primer De Witt que había abandonado su Georgia natal en las dos últimas generaciones. Estaba decidido a salir airoso.
En cualquier caso, su mudanza aplacaría la nada sutil presión familiar para que se estableciera, contrajera matrimonio y formara una familia. La distancia impediría, por cierto, que sus hermanas hicieran desfilar constantemente ante sus ojos un montón de mujeres que consideraban perfectas para él.
Todavía tenía que encontrar a la mujer perfecta para él.
Cuando se metió en la ducha de su suite, volvió a pensar en Kate. Definitivamente, no era mujer para él.
Si había soñado con ella era solo porque la tenía presente. Molesto porque no podía quitársela de la cabeza, Byron encendió la radio empotrada en los azulejos hasta que Bonnie Raitt vociferó el desafío de darles algo de qué hablar.
Llegó a la conclusión de que solo estaba preocupado por ella. Se había puesto tan pálida, se había mostrado tan rápida e inesperadamente vulnerable. Siempre había sido un pelele con las damiselas en dificultades.
Por supuesto que era una idiota incapaz de cuidar de sí misma. En opinión de Byron, la salud y el estado físico no eran una opción, sino un deber. Esa mujer debía aprender a comer equilibradamente, abandonar la cafeína, hacer ejercicio, aumentar unos kilos —un poco de carne en el cuerpo— y arrojar por la borda esos discordantes nervios.
A decir verdad… no era tan terrible cuando cambiaba de actitud, pensó al salir de la ducha todavía acompañado por los bramidos de Bonnie. Le había dado una excelente pista sobre la clase de propiedad que le interesaba comprar y hasta se las habían ingeniado para mantener una conversación razonable mientras compartían la cena.
Y ella tenía un aspecto… interesante, con ese vaporoso vestido que llevaba puesto. No era que se sintiera atraído por ella, se aseguró Byron mientras se disponía a afeitarse. Pero tenía cierto encanto de chiquilla cuando no estaba enfurruñada. Muy a lo Audrey Hepburn. O casi.
Masculló un insulto cuando se cortó el mentón con la navaja, y cargó toda la culpa de su distracción directamente sobre los hombros de Kate. No tenía tiempo para analizar a una traganúmeros esquelética y hostil, con un chip en el hombro. Tenía varios hoteles que dirigir.