18

La semana siguiente al nacimiento de J. T. Templeton fue vertiginosa y complicada. La agenda de Laura no le permitía pasar más de unas horas en la tienda. Y dado que Margo estaba consagrada de lleno a su hijo recién nacido, Kate tuvo que arreglárselas sola con los resultados de la exitosa recepción. El parto adelantado había echado por tierra sus vagas esperanzas de seleccionar y contratar a una empleada de media jornada.

Kate había quedado expuesta a sus propios recursos. Abría la tienda todos los días y aprendía a controlar el impulso de apurar a las clientas que curioseaban. Aunque jamás comprendería el encanto de perder el tiempo en una tienda, se obligaba a valorar que otras personas pudieran disfrutarlo de ello.

Estudiaba las listas de inventario y trataba de identificar los artículos más esotéricos de Pretensiones. Pero por qué alguien querría tener un pastillero de diseño con incrustaciones de perlas iba más allá de su comprensión.

Su rotunda franqueza a veces era aceptada de buen grado y otras tomada como un insulto. Por cada mujer que valoraba que le dijesen si una prenda no le sentaba bien, había dos que montaban en cólera.

Para poder soportarlo, recordaba que podía encerrarse al menos una hora al día en la oficina y estar sola, con la única y gloriosa compañía de sus libros mayores.

Ellos jamás le replicaban.

—El cliente siempre tiene la razón —murmuraba para sus adentros—. El cliente siempre tiene la razón… aunque sea un imbécil sin remedio.

Salió del probador. Una clienta acababa de informarle que el Donna Karan tenía la etiqueta de la talla equivocada. De ninguna manera podía ser una talla cuarenta porque era demasiado ajustado de caderas.

«Demasiado ajustado de caderas, mi culo». La vieja bruja no podría meter siquiera un muslo en una talla cuarenta, ni aunque lo engrasara con aceite para motores.

—Señorita, oh, señorita. —Otra clienta chasqueó los dedos, al igual que un comensal que le ordenara otra botella de vino a una camarera demasiado lenta.

Kate sonrió con los dientes apretados.

—Sí, señora. ¿En qué puedo servirla?

—Quiero ver este brazalete. El Victoriano. No, no, le he dicho el Victoriano, no la esclava de oro.

—Perdone. —Kate siguió la dirección en que apuntaba el dedo y volvió a intentarlo—. Es encantador, ¿verdad? —Remilgado y cursi—. ¿Desea probárselo?

—¿Cuánto cuesta?

«Tiene una etiqueta, ¿no?». Sin dejar de sonreír, Kate dio la vuelta a la etiqueta y leyó el precio.

—¿Y qué son esas piedras?

«Oh, mierda». ¿Para qué diablos había estudiado sus lecciones?

—Creo que este es un granate… y una cornalina y… —¿Cómo se llamaba la amarilla? ¿Topacio? ¿Ámbar? ¿Cetrina?—. Cetrina. —Se arriesgó. Le sonaba más Victoriano.

Mientras la clienta estudiaba el brazalete, Kate observaba el movimiento de la tienda. Ella sí que era una chica de suerte. Estaba atestada y Laura ya no regresaría. Todavía faltaban tres horas para cerrar, y suponía que en ese margen de tiempo lo que quedaba de su cerebro se ablandaría hasta parecer una bola de arroz frío.

Le entraron ganas de sollozar cuando oyó el sonido de la puerta al abrirse. Pero cuando vio quién había entrado quiso aullar.

Candy Litchfield. Su enemiga de siempre. Candy Litchfield, con su andar altanero y cimbreante y su figura estilizada, con su cabellera roja en cascada y su naricilla perfecta… Y escondido debajo, un corazón de víbora.

Había traído a sus amigas. Kate sintió que el corazón le daba un vuelco. Matronas de la alta sociedad, con sus peinados impecables, sus ojos sagaces y sus zapatos italianos.

—Nunca he podido encontrar aquí nada que me guste —proclamó Candy con voz clara y sonora—. Pero Millicent me ha comentado que vio un atomizador de perfume que podría formar parte de mi colección. Claro que en esta tienda todo cuesta el doble de lo que vale.

Empezó a recorrer el salón envuelta en una densa nube de envidia y mala fe.

—¿Desea que le muestre alguna otra cosa? —preguntó Kate a la clienta, quien observaba a Candy con el mismo interés que había mostrado antes con el brazalete.

—No. —Titubeó un instante, pero la avaricia ganó la partida y sacó su tarjeta de crédito—. ¿Podría envolverlo para regalo, por favor? Es el aniversario de mi hija.

—Por supuesto.

Colocó el brazalete en una caja, lo envolvió, le puso un lazo y lo metió en una bolsa… sin dejar de vigilar los movimientos de Candy. Dos clientas se marcharon sin comprar, pero Kate se negó a responsabilizar por ello a las malintencionadas críticas de Candy.

Sintiéndose como Gary Cooper al final de A la hora señalada, abandonó su puesto de vigía detrás del mostrador y salió a enfrentarse con ellas.

—¿Qué buscas, Candy?

—Curioseo en una tienda minorista abierta al público. —Esbozó una sonrisa de labios finos. Exudaba un halo no demasiado sutil de Opium—. Creo que tendrías que ofrecerme una copa de champán de mala calidad. ¿No es esa la política de la tienda?

—Sírvetelo tú sólita.

—Una amiga me ha dicho que había un vaporizador qué podría gustarme. —Candy miró las vitrinas.

Su mirada se detuvo en un diseño precioso con forma de mujer, hecho de cristal rosa esfumado.

Habría confesado su edad antes que mostrar la más leve señal de interés.

—No imagino a qué se habrá referido —murmuró con desgana.

—Probablemente ha malinterpretado tu gusto. —Kate sonrió—. Mejor dicho, ha cometido el error de creer que tienes gusto. ¿Y cómo está el muchacho de la piscina?

Candy, quien tenía fama de revolcarse con hombres muy jóvenes entre marido y marido, se erizó como un puercoespín.

—¿Y qué se siente atendiendo un negocio? Supe que te habían despedido. Por robar fondos de los clientes, Kate. Qué… vulgar.

—Alguien debe de haber podado tus viñas antes de tiempo, Candy Can. Tienes información atrasada.

—¿De veras? —Llenó una copa de champán hasta el borde—. ¿No me digas? Todo el mundo sabe que, con la influencia de los Templeton, todos tus delitos menores serán borrados de un plumazo. Como los de tu padre. —Sonrió complacida al comprobar que había dado en el blanco—. Pero solo un imbécil te permitiría manejar sus cuentas a partir de ahora. —Bebió un sorbo con delicadeza—. Después de todo, donde hubo fuego… Tienes mucha suerte de tener amigos ricos que te arrojen migajas. Pero siempre la has tenido.

—Siempre has querido ser una Templeton, ¿verdad? —dijo Kate con dulzura—. Pero Josh jamás te ha mirado dos veces. Solíamos reírnos tanto de eso Margo, Laura y yo. ¿Por qué no acabas tu champán y vas a meneársela a tu muchacho en la piscina, Candy? Estás perdiendo el tiempo aquí.

La piel de Candy se puso negra como la noche, pero mantuvo la voz serena. Siempre había querido dividir para reinar. Pero jamás había podido marcar un tanto cuando Margo o Laura se encontraban cerca. Aunque ahora Kate estaba sola… Esta vez tenía municiones de sobra.

—He oído decir que te estás viendo mucho con Byron de Witt. Y que él también te está viendo mucho.

—Me halaga muchísimo que te hayas interesado por mi vida sexual, Candy. Te avisaré cuando lancemos el vídeo.

—Un hombre astuto y ambicioso como Byron tendrá muy presentes las ventajas de mantener una relación con la hija adoptiva de los Templeton. Imagínate lo alto que podrá llegar teniéndote a ti como trampolín.

Kate se puso pálida y Candy sintió una oleada de placer. Bebió un poco más de champán. Con ojos ardientes de malicia, estudió a Kate por encima del borde de la copa. La malicia se transformó en sorpresa cuando Kate echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.

—Diablos, tú sí que eres idiota. —Sin poder parar de reírse, Kate tuvo que apoyarse sobre el mostrador—. Y pensar que creíamos que eras una viborilla malvada. No has sido más que una consumada estúpida todo este tiempo. ¿De verdad crees que un hombre como Byron necesita utilizar a alguien? —Empezaban a dolerle las costillas y tuvo que respirar hondo varias veces. Algo que vio en los ojos de Candy le dio la clave—. Ah, ya entiendo. Ya entiendo. Byron tampoco se ha dignado a mirarte, ¿verdad?

—Víbora —siseó Candy. Estampó la copa sobre el mostrador y se abalanzó sobre Kate—. No podrías conseguir un hombre ni aunque bailaras desnuda frente a un pelotón de marines. Todo el mundo sabe por qué se acuesta contigo.

—Todo el mundo puede pensar lo que le venga en gana. Mientras tanto, yo disfruto.

—Peter dice que es un ambicioso y un arribista.

Eso sí que despertó el interés de Kate.

—¿Así que Peter anda diciendo eso?

—Los Templeton lo despidieron porque Laura lloriqueó cuando se divorciaron. Estaban tan preocupados por proteger a su mimada hija que ignoraron el hecho de que Peter es un gran hotelero. Durante todos estos años ha contribuido a convertir la cadena Templeton en lo que hoy es.

—Oh, por favor. Peter jamás ha construido nada salvo su ego.

—Usará todo su talento para abrir su propio hotel muy pronto.

—Con dinero de los Templeton —comentó Kate. Pensó en Laura y las niñas—. Qué… ironía.

—Laura pidió el divorcio. Peter tenía derecho a una compensación financiera.

—Tú sí que sabes cómo sacar provecho de las disoluciones matrimoniales. —Kate decidió que la visita de Candy no era tan molesta después de todo… teniendo en cuenta que traía noticias tan interesantes—. ¿Piensas invertir parte de lo que te pagan tus exmaridos en el hotel de Ridgeway?

—Mi asesor financiero, que no es un ladrón, lo considera una buena inversión. —Volvió a sonreír con sorna—. Creo que me gustará estar en el negocio hotelero.

—Por supuesto, pasas mucho tiempo en hoteles… por horas, claro.

—Qué chistosa eres. Nunca pierdas ese sentido del humor, Kate. Te hará falta. —La sonrisa permanecía impertérrita, pero tenía los dientes apretados—. Byron de Witt te utilizará hasta haber alcanzado la posición que desea. Después… ya no te necesitará.

—Entonces tengo que aprovecharlo ahora. —Ladeó la cabeza—. Así que le has echado el ojo a Peter Ridgeway. Eso sí que es fascinante.

—Nos hemos encontrado varias veces en Palm Springs y hemos descubierto que tenemos muchos intereses en común. —Se alisó el cabello—. No olvides decirle a Laura que Peter está muy bien. Pero que muy bien.

—No lo olvidaré —dijo Kate. Candy se dirigió hacia la puerta—. Y daré saludos de tu parte a Byron. No, pensándolo bien… le daré solo los míos.

Rio con desprecio. Dio media vuelta cuando una clienta, que estaba cerca del mostrador, carraspeó para llamar su atención. Los ojos de la mujer iban de la puerta a Kate, brillantes y cautelosos como los de un pájaro.

—Ah, quisiera que me muestre esos bolsos de noche. Si no es molestia.

—Enseguida. —Kate le sonrió radiante. Por alguna razón, la visita de Candy la había puesto de excelente humor—. Será un placer. ¿Ya ha comprado en esta tienda?

—Sí, un par de veces.

Kate cogió del estante tres bolsos pequeños y ridículamente adornados con pedrería.

—Valoramos a nuestras clientas. ¿No le parecen estupendos?

—Y luego ha dicho que tenía la suerte de tener amigos ricos que me arrojan migajas. —Kate se metió una galleta casera de chocolate en la boca—. Así que gracias, pues supongo que eres una de mis amigas ricas.

—Qué imbécil. —Margo, quien estaba sentada en la tumbona del patio, se desperezó.

—Pero dio en el blanco cuando me echó en cara lo que hizo mi padre.

Margo bajó los brazos lentamente.

—Lo lamento. Maldita sea, Kate.

—Sabía que tarde o temprano alguien me lo echaría en cara. Detesto que, habiendo tanta gente en el mundo, haya tenido que ser justamente ella. Y lo que más rabia me da es que esa miserable haya podido comprobar el efecto del golpe. Ojalá no me importara, Margo.

—Cuando amamos a alguien, todo nos importa. Lamento no haber estado allí. —Entornó los ojos, pensativa—. Necesito una manicura. Creo que Candy se hace las manos los miércoles. ¿Qué te parece si le doy su merecido?

Kate sonrió alborozada de solo imaginar el encuentro… y el resultado.

—Tómate un par de semanas para ponerte en forma, campeona. Y luego ve y hazla morder el polvo. Sabía que me sentiría mejor si venía a desahogarme contigo.

—Recuérdalo la próxima vez que sientas que algo te carcome las entrañas.

—Jamás permitirás que lo olvide, ¿verdad? —musitó Kate—. Ya te he dicho que fue un error no decíroslo a ti y a Laura. He sido una estúpida.

—Cuando lo hayas dicho a intervalos regulares durante uno o dos años, olvidaremos todo el asunto.

—Tengo amigos tan comprensivos… Demonios, estas galletas son mortales —murmuró Kate con la boca llena—. Debe de ser grandioso tener aquí a Annie, cocinando y metiendo bulla.

—Vaya si lo es. Jamás hubiera creído que podríamos volver a vivir bajo el mismo techo, ni siquiera a corto plazo. Ha sido muy considerado y generoso por parte de Laura insistir en que mamá se quedara con nosotros un par de semanas.

—Hablando de Laura. —Kate había decidido ir a ver a Margo al salir de trabajar, pues sabía que Laura estaba demasiado ocupada para visitarla a esa hora—. Candy mencionó a Peter.

—¿Y?

—Ha sido la manera en que lo mencionó. Primero nos atacó a mí y a Byron.

—Perdón. —Margo se dio el gusto de comer una galleta—. ¿Cómo?

—Pues… ha dicho que él es un arribista y que me está utilizando para ganar puntos con los Templeton. Ya sabes, cada vez que me provoca un orgasmo, ellos lo ascienden un grado.

—Patético. —Miró a Kate con los ojos entornados—. ¿No habrás comprado pescado podrido?

—No. —Sacudió la cabeza con fuerza—. No. Podría haberlo comprado si se tratara de cualquier otro, pero no de Byron. Ha sido una maniobra muy hábil de su parte. Pero él no está hecho de esa pasta. Me he reído en su cara cuando lo dijo.

—Te felicito. ¿Y eso qué tiene que ver con Peter?

—Según parece, la idea la ha sacado de él. Al menos en parte. Me parece que se han vuelto… íntimos.

—Diablos. ¡Qué imagen tan espeluznante! —Margo fingió un escalofrío—. Dos babosas en capullo.

—Ha insistido en que se lo dijera a Laura. No sé si debo.

—Olvídalo —dijo Margo de inmediato—. Laura no necesita saber esas cosas. Si se entera, pues bueno. Además, con los antecedentes amatorios de Candy, lo más probable es que ya hayan terminado.

—Eso pensaba yo. —Kate jugaba con el resto de su capuchino y contemplaba el paisaje—. Es tan hermoso este lugar… Nunca te he dicho que has hecho milagros en esta casa. La has convertido en un hogar.

—Es un hogar. Lo fue desde un principio. —Margo sonrió—. Y te lo debo a ti. Fuiste tú quien me habló de él.

—Parecía hecho para ti… para ti y para Josh. ¿Crees que a veces se puede saber si un lugar es ideal para una?

—Estoy segura. En mi caso fue Templeton House. Era demasiado pequeña para recordar dónde había vivido antes, pero desde el primer día fue mi hogar, siempre. Mi apartamento en Milán.

Margo se interrumpió y Kate se revolvió en la silla, incómoda.

—Lo lamento. No he querido evocar viejos recuerdos.

—No hay problema. Yo amaba ese apartamento. Tal como era. Allí también me sentía en casa. En aquella época era ideal para mí. —Se encogió de hombros—. Si las cosas hubieran seguido como estaban, aún lo sería. Pero nada es igual que antes. Yo tampoco. Y después vino la tienda. —Sonrió y se enderezó en la tumbona—. ¿Recuerdas que yo estaba fascinada con ese edificio enorme y vacío, mientras Laura y tú poníais los ojos en blanco y os preguntabais si tendríais que sacarme de allí a rastras?

—Olía a marihuana rancia y a telarañas.

—Y yo lo amé en cuanto lo vi. Sabía que podía sacarle algo bueno. Y lo hice. —Miró los acantilados con ojos brillantes—. Tal vez la maternidad me haya vuelto filosófica, pero no me resulta difícil decir que necesitaba hacer algo allí. Y jamás lo habría hecho sin ti y sin Laura. Déjame ser sensiblera por un momento —dijo al ver que Kate hacía una mueca—. Tengo derecho. He comenzado a pensar que las cosas se mueven en círculo, si una las deja. Estamos juntas en esto, tras haber pasado por distintas circunstancias. Pero estamos juntas. Siempre lo hemos estado. Eso tiene valor.

—Sí. Tiene valor. —Kate se levantó y fue hasta el borde del patio.

La hierba estaba muy verde, moteada de pequeñas flores coloridas. El cielo otoñal todavía tenía aquel azul brillante, que se reflejaba en las ondas del mar y más allá, a lo lejos.

«Ese era un hogar», pensó Kate. No el suyo, aunque allí se sentía en casa, al igual que en Templeton House. Tenía miedo de haberse enamorado del ciprés inclinado, de los viñedos en flor y de la madera y los cristales de una casa en Seventeen Mile que no era suya.

—Para mí, siempre ha sido Templeton House —dijo. Y reemplazó la imagen de las terrazas a varios niveles y las anchas ventanas por las torres y la piedra de su infancia—. La vista desde mi dormitorio, cómo olía después de que arreglaran las flores. Jamás he sentido lo mismo por mi apartamento en la ciudad. Era solo un lugar cómodo para estar.

—¿Vas a conservarlo?

Confundida, Kate se dio la vuelta.

—Por supuesto. ¿Por qué no habría de hacerlo?

—Pensé que… dado que estás viviendo en casa de Byron…

—No estoy viviendo allí —dijo Kate, en un tono abrupto—. No vivo con él. Solo… me quedo a dormir algunas noches. Eso es otra cosa.

—Si quieres que lo sea. —Margo ladeó la cabeza—. ¿Qué te preocupa tanto de él, Kate?

—Nada. Precisamente. —Dejó escapar un suspiro y volvió a sentarse—. Iba a preguntarte… teniendo en cuenta que eres una experta en estas cuestiones.

Margo esperó.

—¿Y bien? —Impaciente, comenzó a marcar un ritmo con los dedos sobre el brazo de la tumbona.

—Espera, estoy tratando de encontrar las palabras. —Se llenó de coraje y miró a Margo directamente a los ojos para poder detectar el menor pestañeo—. ¿Puedes volverte adicta al sexo?

—Ya lo creo que puedes —replicó Margo sin pestañear ni una vez—. Si lo haces bien. —Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba—. Apostaría a que Byron lo hace muy bien.

—Hace que me estremezca de pies a cabeza —dijo Kate secamente.

—Y encima tú te quejas.

—No, no me quejo. Solo estoy preguntando. Yo jamás había… Mira, no es que no haya tenido relaciones sexuales antes. Pero jamás había sentido el hambre de sexo que siento ahora. Con él. —Puso los ojos en blanco y sonrió para sí misma—. Diablos, Margo, estoy cinco minutos con él y ya quiero morderlo.

—Y, dado que su sabor te gusta, ¿cuál es el problema?

—Pues me preguntaba si podría volverme demasiado dependiente en ciertos aspectos.

—¿Dependiente de una vida sexual extraordinaria?

—Sí, precisamente. De una vida sexual absolutamente extraordinaria. Después la gente cambia y pasa a otra cosa.

—A veces sí. —Margo pensó en sí misma y en Josh. Sonrió—. Y a veces no.

—A veces sí —repitió Kate—. Candy me ha dejado pensando…

—Oh, por favor. Maldita sea, Kate, has dicho que no habías creído una palabra de toda esa mierda.

—¿De que Byron me estaba utilizando? Por supuesto que no. Pero me ha hecho pensar en nuestra relación. Si lo que tenemos es una relación. En realidad no tenemos nada en común… bueno, excepto el sexo.

Con un largo suspiro, Margo se recostó en la tumbona y cogió otra galleta.

—¿Y qué hacéis cuando no estáis inmersos en esos benditos torbellinos de pasión?

—Muy gracioso. Hacemos cosas.

—¿Por ejemplo?

—No lo sé. Escuchar música.

—¿Os gusta la misma música?

—Pues claro. ¿A quién no le gusta el rock and roll? A veces miramos películas. Byron tiene una fabulosa colección de películas antiguas en blanco y negro.

—Ah, esas películas viejas que tú adoras.

—Mmm. —Se encogió de hombros—. Damos paseos por la playa, o él me obliga a hacer ejercicio. Es inflexible con eso. —Más que complacida, mostró sus bíceps—. Ya tengo definición muscular.

—Mmm. Imagino que no habláis mucho, ¿verdad?

—Por supuesto que hablamos. Del trabajo, de la familia, de la comida. Le interesa mucho el tema de la alimentación.

—Pero siempre habláis de cosas serias, ¿no?

—No, quiero decir que nos lo pasamos bien. Nos reímos muchísimo. Y jugamos con los perros o él arregla uno de sus coches y yo miro. Ya sabes… esa clase de cosas.

—Déjame ver si he comprendido bien. Os gusta la misma música, el mismo tipo de películas, lo que se traduce en que podéis divertiros juntos. Disfrutáis de los paseos por la playa, haciendo ejercicio y compartís el afecto por dos chuchos sin pedigrí. —Margo meneó la cabeza—. Ya veo cuál es el problema. Si no fuera por el sexo, seríais una pareja de extraños. Déjalo ahora mismo, Kate, antes de que la cosa se ponga todavía más fea.

—Tendría que haber sabido que convertirías todo esto en una broma.

—La bromista eres tú. Escúchate un poco. Tienes un hombre magnífico, una relación estupenda y satisfactoria que incluye un sexo increíble e intereses compartidos… y estás aquí sentada buscándole la quinta pata al gato.

—Pero… si descubres las posibles carencias antes de que se presenten, puedes trabajar sobre eso.

—Esto no es una auditoria, Kate, es una relación amorosa. Relájate y disfrútala.

—La disfruto. Casi siempre. Casi. —Volvió a encogerse de hombros—. Tengo demasiadas cosas en la cabeza. —Quizá había llegado el momento de comentar que le habían ofrecido ser socia en Bittle—. Se aproximan, eh… algunos cambios. —Se interrumpió al ver que Ann salía de la casa con el bebé.

—El hombrecillo ha despertado hambriento. Ya le he cambiado los pañales —dijo Ann. Sin dejar de arrullarlo, se lo entregó a Margo, quien lo esperaba con los brazos abiertos—. Sí, claro que sí. Le he cambiado los pañales y le he puesto uno de sus elegantes conjuntos. Tú sí que eres un caballerito. El orgullo de la abuela.

—Oh, ¿no es precioso? —Margo lo acunó en sus brazos. Al oler a su madre, J. T. pidió a gritos su alimento—. Cada vez que lo miro me parece más bello. Y como buen hombre que es, lo único que quiere es que la mujer se abra la blusa. Aquí tienes, amorcito.

J. T. se acurrucó feliz en su pecho. La amasaba con sus pequeños puños y tenía sus ojos azules de recién nacido fijos en los de su madre.

—Ha aumentado ciento veinte gramos —dijo Margo a Kate.

—Al paso que va, dentro de una semana estará listo para medirse con los pesos pesados. —Hechizada, Kate se sentó en el borde de la tumbona y le acarició el suave vello de la cabecita—. Tiene tus ojos y las orejas de Josh. Huele tan bien… —Aspiró el perfume a talco y leche del bebé y decidió que esperaría otra oportunidad para hablar de negocios—. Quiero tenerlo en brazos cuando acabéis.

—Te quedarás a cenar, señorita Kate. —Ann se llevó las manos a la espalda para reprimir las ansias de modificar la posición en la que Margo amamantaba al precioso niño—. El señor Josh tiene una reunión a última hora en el hotel y tú nos harás compañía. Y podrás tener en brazos al bebé todo lo que quieras.

—Bien… —Kate pasó la yema del índice por la curva de la mejilla de J. T.—. Dado que me has conquistado.

La Bay Suite del Templeton Monterey era funcional y elegante. Tenía varias mesas negras laqueadas con enormes urnas de porcelana colmadas de capullos exóticos, y un gran sofá curvo en brocado azul hielo, cubierto de almohadones cuyas tonalidades evocaban las de una alfombra oriental. Las cortinas de los dos ventanales estaban abiertas a los gloriosos colores del crepúsculo. Muy despacio, el sol se iba hundiendo en el mar.

La mesa del área del comedor tenía el tamaño de una mesa para conferencias; las sillas eran de respaldo alto y tallado, con asientos tapizados. Habían servido la cena en vajilla de porcelana color blanco hueso, y la habían acompañado con un fumé blanc de las bodegas Templeton.

Podrían haber celebrado la reunión en Templeton House, pero Thomas y Susan consideraban que era la casa de Laura. Y lo que tenían entre manos, por muy agradable que fuera, era una cuestión de negocios.

—Si el establecimiento de Beverly Hills tiene un punto débil, es el servicio de habitaciones. —Byron miró de reojo las anotaciones junto a su plato—. Las quejas son las de siempre: demasiado tiempo de espera, confusión en los pedidos. La cocina funciona bien. El cocinero es un tanto…

—Temperamental —sugirió Susan con una sonrisa.

—En realidad iba a decir aterrador. Me asustó. Quizá todo se reduzca al hecho de que un hombre grande como un ropero, con acento de Brooklyn y una cuchilla de carnicero en la mano me haya echado de su cocina, pero no ha sido fácil.

—¿Y usted se fue? —Quiso saber Thomas.

—Razoné con él. A distancia prudencial. Y le dije, con toda sinceridad, que hacía las mejores coquilles Saint Jacques que he tenido el privilegio de saborear.

—Siempre ha sido así con Max —apuntó Josh—. Si mal no recuerdo, los cocineros de planta trabajan como máquinas.

—Así parece. Le tienen miedo. —Con una sonrisa, Byron probó su pollo al estragón—. El problema no está en la preparación, sino en el servicio. Naturalmente hay ciertas horas en que la cocina y el servicio están sobrecargados, pero el servicio de habitaciones se ha relajado demasiado.

—¿Alguna sugerencia?

—Recomiendo trasladar a Helen Pringle al establecimiento de Beverly Hills. Si ella está de acuerdo, por supuesto, y con un puesto de gerente. Tiene mucha experiencia y es eficiente. La echaremos de menos aquí, claro está, pero creo que podría resolver el problema de Los Ángeles. Y por cierto, es la primera persona que recomendaría para un ascenso.

—¿Josh? —Thomas quiso conocer la opinión de su hijo.

—Totalmente de acuerdo. Tiene una trayectoria impecable como subgerente.

—Ofrecedle el puesto. —Susan cogió su copa de vino—. Con el correspondiente aumento de salario y beneficios.

—Muy bien. Creo que con esto damos por cerrado el caso Beverly Hills. —Byron revisó sus notas. Ya habían hablado de San Francisco. San Diego requería una visita personal de comprobación, pero no había por qué preocuparse en lo inmediato—. Ah, tenemos una pequeña cuestión aquí, en la nave mayor. —Byron se rascó la mejilla—. Los de mantenimiento han pedido nuevas máquinas expendedoras.

Thomas enarcó una ceja y comió el último bocado de su salmón.

—¿El personal de mantenimiento recurre a usted por lo de las máquinas expendedoras?

—Hubo un problema con la fontanería en el sexto piso. Fuimos saboteados por un niñito que decidió ahogar a sus Power Rangers en el retrete. Ha sido un desastre. Tuve que bajar a calmar a los padres.

Y había terminado por mandarlos a la piscina y ayudado al fontanero a detener la inundación. Pero eso era harina de otro costal.

—Estaba supervisando la expulsión de los guerreros, por así decirlo, cuando salió el tema de las máquinas expendedoras. Quieren de nuevo su comida basura. Según parece, hace un par de años desterraron las patatas fritas y los dulces y las reemplazaron por manzanas y bizcochos sin grasas. Creedme, me arden las orejas de escuchar tantas quejas por las interferencias de la corporación en los gustos personales.

—Habrá sido cosa de Ridgeway —decidió Josh.

Susan hizo un gesto despectivo, pero se llevó la servilleta a los labios para disimular una sonrisa. Imaginaba a Byron, tan elegante con su traje y sus brillantes zapatos, chapoteando sobre las alfombras empapadas y escuchando las quejas del fontanero sobre los tentempiés.

—¿Alguna recomendación?

—Contentarlos. —Byron se encogió de hombros—. Dejarles comer sus Milky Ways.

—De acuerdo —dijo Thomas—. ¿Y ese es el problema más grave que tiene el personal en Templeton Monterey?

—Siempre hay conflictos menores, cosas de todos los días. Por ejemplo, la mujer muerta en la ochocientos tres.

Josh hizo una mueca.

—Detesto que ocurran esas cosas.

—Tuvo un ataque cardíaco y murió mientras dormía. Tenía ochenta y cinco años y había llevado una buena vida. La sirvienta se pegó un gran susto.

—¿Cuánto tiempo tardasteis en calmarla? —preguntó Susan.

—¿Después de que pudimos darle alcance? Salió corriendo a gritos por los pasillos. Una hora, aproximadamente.

Thomas sirvió más vino y levantó su copa.

—Es un alivio para Susie y para mí saber que California está en buenas manos. Muchos creen que dirigir un hotel equivale a sentarse en una elegante oficina a revolver papeles y molestar a la gente.

—Calma, Tommy. —Susan le palmeó el brazo—. Peter ya no es un problema para nosotros. Ahora podemos odiarlo por razones estrictamente personales. —Sonrió a Byron—. Pero estoy de acuerdo con mi esposo. Regresaremos a Francia el fin de semana con la tranquilidad de saber que las cosas aquí marchan sobre ruedas. —Ladeó la cabeza—. En el aspecto profesional… y personal.

—Os lo agradezco mucho.

—Nuestra Kate está muy feliz —empezó Thomas—. Muy fuerte y saludable. ¿Ya tenéis planes?

—Oh, oh, aquí viene. —Con una sonrisa, Josh se recostó en la silla y meneó la cabeza—. Lo siento, By, pero voy a sentarme a mirar cómo capeas la tormenta.

—Es una pregunta razonable —insistió Thomas—. Sé cuáles son las perspectivas del hombre, eso es obvio. Quiero saber cuáles son sus intenciones.

—Tommy —dijo Susan, paciente—, Kate es una mujer adulta.

—Es mi niña. —Se le nubló el rostro y apartó el plato de la comida—. Permití que Laura hiciera las cosas a su modo y mira lo que le ha pasado.

—No voy a hacerle daño —dijo Byron. La pregunta no lo había ofendido tanto como podría esperarse. Después de todo, había sido criado en la vieja escuela, donde la preocupación y la intromisión familiar marchaban codo a codo—. Ella es muy importante para mí.

—¿Importante? —replicó Thomas—. Una buena noche de sueño es importante.

Susan suspiró.

—Come tu postre, Thomas. Ya sabes cuánto te gusta el tiramisú. Trabajar para Templeton no le obliga a responder a preguntas personales, Byron. Ignórelo.

—No lo pregunto como su jefe. Lo hago como padre de Kate.

—Entonces le responderé con el mismo espíritu —dijo Byron—. Kate se ha convertido en parte esencial de mi vida y tengo la intención de casarme con ella. —Dado que ni siquiera se lo había confesado a sí mismo hasta ese momento, se quedó callado y contempló su copa con el ceño fruncido.

—Muy bien, entonces. —Complacido, Thomas dio una palmada sobre la mesa.

—Ella aún no lo sabe —murmuró Byron. Y suspiró—. Les agradecería que me permitiese hacer las cosas con su Kate a mi manera. Todavía no ha llegado el momento de comunicárselo.

—Dentro de unos días ya no podrá entorpecerle el camino —aseguró Susan a Byron—. Estaremos a diez mil kilómetros de distancia.

Thomas clavó el tenedor en la cremosa torta.

—Pero volveré —advirtió. Y sonrió a Byron de oreja a oreja.

Después de todo, él era un hombre detallista. Byron tuvo que recordárselo a sí mismo apenas regresó a su casa. Sabía manejar problemas sensibles. Sin duda podría manejar algo tan básico como proponerle matrimonio a la mujer que amaba.

Ella no querría nada espectacular, pensó. Kate no soportaría la tradicional petición de mano, rodilla en tierra. Gracias a Dios. Preferiría algo más directo, más simple. Llegó a la conclusión de que la clave estaba en la forma. Y se aflojó la corbata.

No lo formularía como una pregunta. Empezar diciendo «Querrías…» ofrecía demasiadas posibilidades a que la respuesta fuese «No». Lo mejor sería usar una frase afirmativa, parecida a una orden, a una verdad en la medida de lo posible. Porque, después de todo, se trataba de Kate. Y lo más sabio, porque se trataba de Kate, sería tener a mano una lista de motivos racionales y sensatos para contraer matrimonio.

Si al menos se le ocurriera uno, uno solo.

Ya se había quitado los zapatos cuando se percató de que algo andaba mal. Tardó otro minuto en darse cuenta. Era el silencio. Los perros siempre salían a saludarlo cuando subía por el camino. Pero esa noche no había ladridos. Corrió a la puerta de la terraza, la abrió presa del pánico… y vio que tampoco había perros.

Llamó, silbó, bajó corriendo los escalones para revisar la cerca que los mantenía a salvo en el jardín de atrás. Su mente frenética se aterró ante la posible existencia de raptores de perros, y ya se estaba imaginando los titulares de los periódicos: «Roban mascotas y las venden para experimentos».

El primer ladrido feliz le aflojó las rodillas. Habían sorteado la valla de seguridad, pensó. Fue hacia la playa. De algún modo se las habían ingeniado para salir y dar un paseo por su cuenta. Eso era todo. Tendría que darles una buena reprimenda.

Subieron corriendo la escalera. Movían los rabos sin parar, en una explosión de alegría y devoción. Le saltaron encima, lo lamieron y olfatearon con aquel deleite trémulo que desplegaban siempre, no importaba que él hubiera estado ausente muchas horas o ido simplemente a buscar leche al colmado.

—Estáis castigados —les informó—. Los dos. ¿Acaso no os he dicho que debéis quedaros en el jardín? Pues bien, ya podéis olvidaros de mordisquear los huesos de jamón que os he traído de la cocina del hotel. No, no tratéis de enmendaros —dijo. Y se rio al ver que le ofrecían sus patas levantadas para que las estrechara—. Considerad que estáis en la perrera… hablo en serio.

—Bueno, así sí que aprenderán a comportarse. —Kate subió el último escalón y se detuvo, sonriente bajo la luz de la luna—. Pero esta vez yo tengo toda la culpa. Les he pedido que me acompañaran a la playa. Y, como auténticos caballeros que son, no han podido negarse.

—Estaba preocupado por ellos —balbuceó.

No podía parar de mirarla. Estaba allí de pie, el cabello agitado por la brisa, todavía sin aliento por la subida. Estaba allí, simplemente, como si él hubiera pedido ese deseo y se hubiera cumplido.

—Lo siento. Tendríamos que haberte dejado una nota.

—No esperaba verte esta noche.

—Lo sé. —Incómoda, como le ocurría siempre que se dejaba llevar por los impulsos, enterró las manos en los bolsillos—. Fui a visitar a Margo después de cerrar la tienda, comí con ella y jugué con el bebé. Ha aumentado ciento veinte gramos.

—Lo sé. Josh me lo ha dicho. Y me ha mostrado las fotos. Más de seis docenas.

—Yo he visto los vídeos. Me encantaron. De todos modos, iba de regreso a mi apartamento. —Su apartamento, pensó. Aburrido, vacío, sin sentido—. Y en cambio he terminado aquí. Espero que no te moleste.

—¿Parezco molesto?

La estrechó entre sus brazos, muy despacio. La atrajo poco a poco hacia él. Durante tres palpitantes segundos, clavó sus ojos en los de Kate. Rozó apenas sus labios y se apartó. Volvió a besarlos y cambió de ángulo. Después… sus labios devoraron, abrieron, doblegaron su boca. Suave, profundo, intenso, el beso la hizo temblar de pies a cabeza. Aún tenía las manos en los bolsillos, demasiado flojas para poder moverse. Los músculos de los muslos se le pusieron laxos, se le aflojaron las rodillas. Cuando él dejó de besarla, Kate hubiera jurado que titilaban estrellas en sus ojos.

—Bien —musitó ella.

Pero él volvía a besarla de aquella manera hechizante, devastadora y deliciosa. Como si pudieran quedarse para siempre allí, acariciados por la suave brisa marina y atrapados por la muda pasión.

Respiró hondo cuando él apartó los labios. Los ojos de Byron estaban tan cerca y eran tan transparentes que podía verse reflejada en ellos. La emoción la hizo tambalear y esbozó una sonrisa casual a manera de excusa.

—Si tengo que adivinar, me atrevería a decir que no estás molesto.

—Te quiero aquí. —Le cogió las manos y se llevó las palmas, una por una, a los labios. Volvió a mirarla—. Te necesito.

Vio que Kate luchaba por recobrarse, por volver a poner los pies sobre la tierra. No pensaba permitírselo.

—Vamos adentro —murmuró, abrazándola—. Te lo demostraré.