10
Era fantástico tener en casa a tía Susan y a tío Tommy. Por un momento temió que su cara dejara traslucir algo… o, peor aún, que en las de ellos se evidenciase algo. El conocimiento de los delitos pasados, dudas sobre su propia inocencia. Pero solo había encontrado preocupación… y aceptación.
La visita de sus tíos la había obligado, de alguna manera, a prolongar su estancia en Templeton House. Era difícil verlos todos los días con las preguntas que pretendía ignorar martilleándole el cerebro. Preguntas que no se atrevía a formular.
Se apegó a la rutina para labrar el sendero que intentaba seguir. Pasaba los días en la tienda; el trabajo era un desafío para la mente y la mejor manera de tenerla ocupada, y las noches con su familia, un consuelo para el corazón. De vez en cuando, una cita con Byron la ayudaba a mantenerse despabilada.
Él era un elemento nuevo. Verlo, pensar en él la ayudaba a no plantearse el giro que había dado su vida. Había decidido pensar en él como quien emprende un experimento. Kate prefería esa palabra a «relación». Y no podía decirse que fuera un experimento desagradable. Un par de cenas, alguna salida al cine de vez en cuando, una caminata por los acantilados.
Y además estaban aquellos besos prolongados, perturbadores, que él aparentemente se complacía en prodigar. Besos que hacían que el corazón se agitara en su pecho como una trucha arrebatada al agua, besos que parecían saltos mortales de los sentidos. Besos que, cuando terminaban, la dejaban dolorida y frustrada. Y con comezón.
Byron controlaba por completo la relación… mejor dicho: «el experimento», se corrigió. Ahora que se sentía un poco más serena —de acuerdo, más saludable— se ocuparía de equilibrar el poder.
—Cuánto me alegra ver lo que estoy viendo. —Susan Templeton se detuvo en el umbral, cogida del brazo de su marido—. Nuestra Kate jamás había soñado despierta, ¿verdad, Tommy?
—No. Nuestra chiquilla siempre fue demasiado sensata.
—Cerró la puerta de la oficina a sus espaldas. Juntos, su esposa y él, habían diseñado la logística de esa maniobra. Y, siguiendo a pie juntillas el plan, flanquearon el pequeño escritorio donde Kate fingía trabajar.
—Estaba tratando de calcular nuestro presupuesto de publicidad para el próximo trimestre. —Puso el protector de pantalla en el monitor de su ordenador—. Si tenéis un gramo de inteligencia, os quedaréis aquí escondidos antes de que Margo os ponga a trabajar.
—Le he prometido un par de horas. —Thomas le guiñó el ojo—. Ella cree que me ha persuadido con sus encantos, pero yo me muero por hacer funcionar esa vieja caja registradora.
—Quizá puedas darme algunas pistas para ser una buena vendedora. Todavía no he podido tomarle el gusto.
—Tienes que amar lo que vendes, mi pequeña Katie, aunque en realidad lo odies. —Echó un vistazo de experto a la oficina y apreció los estantes ordenados, la organización del espacio laboral—. Alguien ha estado poniendo orden en estos lares.
—Nadie sabe poner las cosas, y a las personas, en su lugar mejor que Kate. —Susan apoyó una mano sobre la de Kate y la miró con sus dulces ojos azules—. ¿Por qué no has puesto a Bittle en el suyo?
Kate negó con la cabeza. No le entró el pánico solo porque hacía ya varios días que esperaba que uno de los dos sacara el tema. Tenía preparada una respuesta racional.
—No tiene importancia.
Pero los ojos de Susan estaban fijos en ella, tranquilos, pacientes, a la espera.
—Tenía demasiada importancia —se corrigió—. Pero no dejaré que me afecte.
—Escucha una cosa, niña…
—Tommy —murmuró Susan.
—No. —Cortó en seco a su esposa en un arrebato temperamental. A diferencia de los de Susan, sus ojos gris pizarra llameaban de furia—. Sé que te gustaría manejar este asunto con mano de seda, Susan, pero no pienso seguirte el juego.
Se apoyó sobre el escritorio; resultaba imponente. Era un hombre alto, musculoso y acostumbrado a tener el control, ya fuera de los negocios o de su familia.
—Esperaba más de ti, Kate. Has dejado que te pasaran por encima, has arrojado la toalla sin defenderte siquiera. Le has dado la espalda a aquello por lo que has trabajado toda tu vida. Peor aún, enfermas en vez de hacer frente a la situación. Me avergüenzo de ti.
Nunca antes le había dicho palabras como aquellas. Palabras que había evitado toda su vida que le dijese. Y ahora tenían la fuerza de un fustazo en plena cara.
—Yo… yo no me llevé ningún dinero.
—Por supuesto que no te llevaste ningún dinero.
—Hice lo mejor que pude. Sé que te he defraudado. Lo siento.
—No estamos hablando de mí —replicó él—. Estamos hablando de ti. Es a ti a quien has defraudado.
—No, yo… —Vergüenza de ella. Él se sentía avergonzado de ella. Y estaba furioso—. Siempre he puesto lo mejor de mí en mi trabajo. Traté de… creía que estaba a punto de convertirme en socia, y entonces…
—Entonces ¿la primera vez que tienes un revés te derrumbas? —Se inclinó hacia delante y la apuntó con el dedo—. ¿Esa es tu respuesta?
—No. —Incapaz de enfrentarse a él, se miró las manos—. No. Ellos tenían pruebas. No sé cómo, porque te juro que jamás cogí ningún dinero.
—Danos un poco de crédito, Katherine —dijo Susan con voz serena.
—Pero ellos tenían los formularios, con mi firma. —El aire no le llegaba a los pulmones—. Si me hubiera enfrentado a ellos, quizá me habrían demandado. La cosa podría haber llegado a los tribunales. Hubiera tenido que… Vosotros habríais tenido que… Sé que corren rumores y que es desagradable para vosotros. Pero si no hacemos nada, ya pasará. Simplemente pasará.
Esta vez Susan levantó una mano antes de que su esposo pudiera interrumpirla. Ella también estaba acostumbrada a tener el control.
—Te preocupa que nosotros nos sintamos avergonzados.
—Todo es un mismo reflejo. Todo es parte de lo mismo, ¿no? —Cerró los ojos, bien cerrados—. Sé que lo que hago repercute en vosotros. Si solo pudiera dejarlo atrás, construir algo mejor con la tienda. Sé que estoy en deuda con vosotros.
—¿Qué idiotez es esa? —explotó Thomas.
—Chis, Tommy. —Susan se respaldó en su silla y cruzó las manos—. Quiero que Kate termine de decir lo que tiene que decir. ¿Qué es lo que nos debes, Kate?
—Todo. —Levantó la vista. Tenía los ojos anegados en lágrimas—. Todo. Todo. Odio haberos decepcionado, saber que os he decepcionado. No pude impedirlo, no estaba preparada. Si pudiera cambiar las cosas, si solo pudiera volver atrás y modificar…
Se derrumbó; temblaba porque comprendió que había mezclado pasado y presente.
—Sé que me habéis dado mucho y quería devolveros algo a cambio. Si me asociaba al…
—Habría sido una justa recompensa por nuestra inversión —concluyó Susan. Se puso de pie muy lentamente, porque le temblaban todos los músculos del cuerpo—. Eso es insultante, arrogante y cruel.
—Tía Susie…
—Cierra la boca. ¿De verdad crees que esperamos que nos pagues por haberte amado? ¿Cómo te atreves a pensar una cosa así?
—Pero yo quise decir…
—Sé lo que quisiste decir. —Temblando de furia, se aferró al hombro de su esposo—. ¿Crees que te llevamos a nuestra casa, que te acogimos en nuestras vidas porque sentíamos lástima de la pobrecilla huérfana? ¿Crees que fue un acto de caridad…? Peor aún, ¿la caridad que va acompañada de deudas y expectativas? Oh, sí —prosiguió con furia desatada—. Los Templeton son famosos por sus obras de caridad. Supongo que te alimentamos, te vestimos y te educamos porque anhelábamos que la comunidad fuera testigo de nuestra generosidad. Y te amamos, te consolamos, te admiramos y te inculcamos disciplina porque esperábamos que llegaras a ser una mujer con éxito que luego nos retribuiría el tiempo y el esfuerzo que habíamos invertido en ella alcanzando una importante posición social.
En vez de interrumpir lo que él mismo no podría haber dicho mejor, Thomas tendió un pañuelo a Kate para que se secara las lágrimas.
Susan se apoyó sobre el escritorio. No levantó la voz, ni siquiera el enfado le había hecho levantar la voz.
—Sí, nos compadecimos de la niña pequeña que había perdido a sus padres de una manera tan trágica, tan brutal y tan injusta. Nuestros corazones penaban por aquella chiquilla, que parecía perdida pero que era valiente. Pero te diré una cosa, Katherine Louise Powell, desde el instante mismo en que traspasaste el umbral de Templeton House has sido nuestra. Nuestra. Fuiste mi hija entonces, y lo sigues siendo ahora. Y lo único que nos deben nuestros hijos, a mí y a su padre, es amor y respeto. Jamás, nunca jamás te atrevas a echarme de nuevo en cara mi amor.
Giró sobre sus talones, salió de la oficina y dejó que la puerta se cerrara con un suave clic a sus espaldas.
Thomas dejó escapar un hondo suspiro. Las reprimendas de su esposa eran escasas y espaciadas, pero siempre brillantes.
—Esta vez sí que has metido la pata, ¿verdad, mi pequeña Katie?
—Oh, tío Tommy. —Veía el mundo que había intentado construir hecho pedazos en sus manos—. No sé qué hacer.
—Para empezar, ven aquí. —Kate se acurrucó en su regazo y enterró la cara en su pecho, y él comenzó a mecerla—. Jamás pensé que una muchacha tan brillante pudiera ser tan tonta.
—Lo estoy echando todo a perder. No sé qué hacer. No sé cómo arreglar las cosas. ¿Qué es lo que hago tan mal?
—Muchas cosas, diría yo. Pero nada que no pueda arreglarse.
—Estaba tan furiosa conmigo…
—Bueno… eso también puede arreglarse. ¿Sabes cuál es uno de tus grandes problemas, Kate? Has pasado tanto tiempo con la cabeza metida en los números que crees que todas las cuentas deben cuadrar. Pero nunca es así cuando se trata de personas y sentimientos.
—No quería meteros en este lío. Lastimaros, recordaros que… —Se derrumbó otra vez y sacudió la cabeza con ferocidad—. Siempre quise ser la mejor para vosotros. La mejor en la escuela, en los deportes. En todo.
—Y nosotros admiramos tu espíritu competitivo, pero no si te abre un agujero en el estómago.
Exhausta de lágrimas, apoyó la cabeza contra su hombro.
La cobardía le había abierto ese agujero en el estómago. Ahora tendría que enfrentarse a todo: lo que había sido, lo que era y lo que vendría.
—Voy a resolver las cosas, tío Tommy.
—Acepta mi consejo y dale a Susie un poco de tiempo para enfriarse. Se vuelve sorda cuando está furiosa.
—De acuerdo. —Kate respiró hondo y se enderezó—. Entonces supongo que empezaré por Bittle.
Una ancha sonrisa iluminó la cara de Thomas.
—Esa es mi Kate.
En el aparcamiento de Bittle y Asociados, Kate movió el espejo retrovisor para darle un último vistazo crítico a su cara. Margo había hecho un pequeño milagro. La había llevado a rastras al primer piso y había borrado todas las huellas del cataclismo con compresas frías, colirio, lociones y maquillaje. Kate decidió que ya no parecía haber pasado veinte minutos sufriendo como una niña por la reprimenda de su tía. Parecía una persona eficiente, preparada y decidida.
Perfecto.
Se convenció de que no tenía importancia que todas las conversaciones se hubieran interrumpido apenas ella había puesto un pie en el vestíbulo del primer piso. No le importaron las miradas ni los murmullos, las sonrisas forzadas ni los saludos repletos de matices de curiosidad. De hecho, aquellos gestos la ayudaron a abrir los ojos.
Las pocas personas que la saludaron con afecto, que se desviaron de su camino para interceptarla en su marcha hacia el segundo piso y ofrecerle apoyo, le demostraron que había hecho más amigos de los que creía en Bittle.
Le bastó dar la vuelta al pasillo para toparse cara a cara con el dragón. Newman enarcó una ceja y devolvió a Kate una mirada breve, helada.
—Señorita Powell. ¿En qué puedo servirla?
—He venido a ver a Marty.
—¿Tiene cita?
Kate levantó el mentón. Sus dedos se cerraron todavía con más fuerza sobre el asa de su maletín.
—Me ocuparé de eso con Marty y su secretaria. ¿Por qué no va a avisar al señor Bittle padre que la empleada en desgracia ha invadido los recintos sagrados?
Como un guardia suizo que protegiera la realeza, Newman cambió de posición.
—No veo razón alguna para…
—Kate. —Roger asomó la cabeza fuera de su oficina, clavó los ojos en el cielorraso a espaldas de Newman y le dedicó su mejor sonrisa—. Qué alegría verte. Esperaba que vinieras uno de estos días. Ah, señora Newman, tengo el informe que necesitaba el señor Bittle padre. —Al igual que un mago saca un conejo de la chistera, Roger mostró un fajo de papeles—. Tenía prisa por leerlo.
—Muy bien. —Lanzó una última mirada de advertencia a Kate y se marchó a toda prisa por el pasillo.
—Gracias —murmuró Kate—. Creo que podríamos haber llegado a las manos.
—Apuesto hasta el último centavo a que ganabas tú. —En señal de apoyo, le puso una mano sobre el hombro—. Esta situación es una mierda. Hubiera querido llamarte, pero no sabía qué decir. —Dejó caer la mano y la metió en el bolsillo—. Cómo actuar.
—No tiene importancia. Yo tampoco sabía qué decir. —Hasta ahora. Ahora tenía mucho que decir.
—Escucha. —La condujo hacia la puerta de su oficina pero no la invitó a entrar, algo que a Kate no le gustó—. No sé hasta qué punto los ha presionado tu abogado.
—¿Mi abogado?
—Templeton. Los socios se encerraron a deliberar después de su visita. Parece que ha revuelto el avispero. Quizá eso sea positivo, no lo sé. Tienes que manejar el asunto como mejor te parezca. Lo único que puedo decirte es que hay opiniones divididas entre los socios sobre si deben o no demandarte.
Frunció aún más el ceño. El tono de su voz, como el de un conspirador, era bajo y dramático.
—Amanda lleva las armas y Bittle hijo le protege las espaldas. Creo que Calvin y Bittle padre están indecisos, y Marty absolutamente en contra.
—Siempre es bueno saber quién está de tu parte y quién quiere tu cabeza —murmuró Kate.
—Y toda esta locura por unos miserables setenta y cinco mil —dijo Roger con disgusto—. Después de todo, no has matado a nadie.
Kate retrocedió y estudió su cara.
—Robar es robar, ya sea setenta y cinco centavos o setenta y cinco mil dólares. Y yo no he robado un céntimo.
—No he insinuado que hayas robado. No era eso lo que quería decir. —Pero había cierta duda en su voz, incluso cuando le cogió la mano para reconfortarla—. Quise decir que todos han tenido una reacción exagerada. Tengo la impresión de que si devolvieras el dinero, harían borrón y cuenta nueva.
Con lentitud y firmeza, Kate retiró la mano.
—¿Eso crees?
—Sé que cualquiera de las dos probabilidades es horrible, pero diablos, Kate, los Templeton ganan esa suma de dinero todos los días. De ese modo eliminarías la posibilidad de que te demandaran y te arruinaran la vida. A veces hay que elegir el mal menor.
—Y a veces hay que ser fiel a los propios principios. Gracias por el consejo.
—Kate. —Dio un paso hacia ella, pero Kate no se detuvo ni miró atrás.
Roger se encogió de hombros y entró de nuevo en su oficina.
Ya se había corrido la voz. Marty salió a recibirla personalmente. Le tendió la mano y estrechó la suya con un apretón amistoso, profesional.
—Me alegra que hayas venido, Kate. Entra, por favor.
—Tendría que haber venido antes —empezó a decir mientras pasaban junto a la secretaria de Marty, quien ponía todo su empeño en parecer desinteresada y atareada.
—Pensaba que lo harías. ¿Te apetece algo? ¿Café?
—No. —Era el mismo Marty de siempre, pensó Kate, mientras se sentaba. Desde la camisa arremangada hasta la sonrisa afable—. Quiero aclarar las cosas. Ante todo, permíteme decirte cuánto agradezco que me hayas recibido.
—Sé que no has cometido ningún desfalco, Kate.
Las palabras de Marty interrumpieron en seco el discurso que había preparado.
—Si lo sabes, ¿por qué…? Bueno, ¿por qué?
—Lo sé —dijo él— porque te conozco. Las firmas y los formularios indicaban otra cosa, pero estoy seguro de que hay una explicación. Tan seguro como de estar aquí sentado. —Movió apenas la mano para hacerle saber que no había terminado, que estaba ordenando sus pensamientos. El gesto casi la hizo sonreír; era familiar… Como el propio Marty—. Algunas personas, eh, creen que tengo una convicción tan honda respecto a este asunto porque me… siento atraído por ti.
—Pero eso es una tontería.
—A decir verdad, tú me gustas… me gustabas. Me gustas. —Se interrumpió y pasó las manos sobre su cara, cada vez más roja—. Kate, amo a mi esposa. Jamás hubiera…, es decir, más allá de haberlo pensado alguna vez, jamás habría hecho el menor intento de… Nunca —dijo.
La había dejado literalmente muda.
—Hum… —fue todo lo que pudo articular a modo de respuesta.
—No he dicho esto para avergonzarnos a ninguno de los dos. Aunque parece que ese ha sido el resultado. —Carraspeó para aclararse la garganta, se puso de pie y sirvió dos tazas de café con manos temblorosas. Al ofrecerle la suya a Kate, recordó—: Perdona, has dicho que no te apetecía.
—He cambiado de parecer. —¿Qué era un poco de acidez comparado con una sorpresa de ese calibre?—. Gracias.
—Solo lo he mencionado porque la gente que me conoce bien ha notado, en cierto modo, que yo… No es que tú hayas hecho nada para alentarme, ni yo tampoco habría hecho nada en caso de que tú lo hubieras hecho.
—Comprendo, Marty. —Con un leve suspiro, observó su rostro ancho, inofensivo y familiar—. Me siento halagada.
—Esto quizá enturbie un poco la situación, por así decirlo. Lo lamento. Pero siento que tu trabajo en esta empresa habla por sí solo. Y yo seguiré haciendo todo lo posible para impedir que te demanden y para llegar al fondo de esta situación.
—No creo haberte valorado como debía mientras trabajaba aquí. —Dejó la taza a un lado y se levantó—. Quiero hablar con los socios, Marty. Con todos ellos. Creo que ya es hora de que tome una posición.
Marty asintió, como si solo hubiera estado esperando que lo dijera.
—Veré qué puedo hacer.
No tardó demasiado. Muchos lo consideraban un perro faldero de Bittle, pero sabía qué botones apretar. Treinta minutos después, Kate estaba nuevamente sentada ante la larga y lustrosa mesa de la sala de conferencias.
Fiel a la estrategia que había pergeñado en el camino, miró a los ojos a cada uno de los socios y luego clavó la vista, con firmeza, en Bittle padre.
—Hoy he venido aquí, sin mi abogado, con la intención de mantener un encuentro informal. Incluso personal. Sé que vuestro tiempo es valioso, y agradezco que hayáis destinado estos minutos a escuchar lo que tengo que deciros.
Hizo una pausa y volvió a mirar, una por una, las caras reunidas en torno a la mesa. Luego volvió a concentrarse en el socio fundador.
—He trabajado para esta firma durante casi seis años. Le he consagrado mi vida profesional, y también parte de mi vida personal. Mis metas no eran altruistas. Trabajé duro para conseguir nuevas cuentas, para mantener las que me habíais signado ordenadas y viables, con el objetivo de aumentar los ingresos y la reputación de Bittle, y con la clara ambición le poder sentarme a esta mesa como socia. Jamás, mientras he trabajado para vosotros, he cogido un centavo de una cuenta. Como usted bien sabe, señor Bittle, he sido criada en una familia que valora la integridad.
—Son sus cuentas las que se están cuestionando, señorita Powell —dijo Amanda con brusquedad—. Su firma. Si ha venido a darnos una explicación, estamos dispuestos a escucharla.
—No he venido a dar explicaciones. No he venido a responder preguntas ni tampoco a formularlas. He venido a dejar en claro algo. Jamás he hecho nada ilegal o contrario a la ética. Si hay una discrepancia en las cuentas, yo no soy responsable de ello. Estoy dispuesta a decirle esto mismo, si es necesario, a todos y cada uno de los clientes involucrados. Así como estoy dispuesta a presentarme ante un juez y defenderme de estos cargos.
Comenzaron a temblarle las manos, y las cruzó con fuerza debajo de la mesa.
—Si no se presentan cargos y este asunto no se resuelve de manera satisfactoria en un plazo de treinta días, pediré a mi abogado que demande a Bittle y Asociados por despido improcedente y difamación.
—Se ha atrevido a amenazar a esta empresa. —Aunque su voz era baja y contenida, Lawrence estrelló el puño contra la mesa.
—No es una amenaza —replicó Kate, sin perder la calma… aunque su estómago ardía—. Mi carrera ha sido destruida, mi reputación dañada. Si esperabais que me quedara sentada sin hacer nada al respecto, entonces no me sorprende que me hayáis creído capaz de robar fondos de mis propias cuentas. Porque no me conocéis en lo más mínimo.
Bittle se recostó en su silla. Juntó las yemas de los dedos y reflexionó un momento.
—Te ha llevado algún tiempo llegar a esta conclusión, Kate.
—Sí, así es. Este trabajo lo era todo para mí. Estoy empezando a creer que todo es demasiado. No podría haberle robado, señor Bittle. Usted me conoce bastante bien para estar seguro de eso.
Hizo una pausa breve. Quería que él la recordara, que recordara quién era ella.
—Si necesitáis responder alguna pregunta —prosiguió—, formularos esta: ¿por qué habría yo de robar unos míseros setenta y cinco mil dólares cuando, en caso de necesitar o querer dinero, lo único que tenía que hacer era recurrir a mi familia? ¿Por qué me habría roto el culo por esta empresa durante todos estos años cuando podría haber tenido un buen puesto en la organización Templeton si así lo hubiera querido?
—Ya nos hemos hecho esas preguntas, Kate —le informó Bittle—. Y esas preguntas son la única razón por la que aún no hemos resuelto este asunto.
Kate se puso de pie, muy despacio.
—Entonces yo os daré la respuesta. No estoy segura de que sea agradable, pero sé que la respuesta es: por orgullo. Soy demasiado orgullosa para haber tomado de esta empresa un solo dólar que no sea mío. Soy demasiado orgullosa para quedarme de brazos cruzados cuando me acusan de desfalco. Señora Devin, caballeros, gracias por vuestro tiempo. —Desvió la vista y sonrió—. Gracias, Marty.
Ni siquiera un murmullo la acompañó hasta la puerta.
Paró de temblar cuando entró en la autopista 1 y comprendió hacia dónde la guiaba su instinto. Antes de aparcar el coche y echar a andar rumbo a los acantilados, ya había recuperado la calma.
Había muchas cercas que reparar, trabajo por hacer, responsabilidades que atender. Pero, por un instante, solo existieron Kate y el tranquilizador rumor del mar. Hoy tenía color zafiro, ese azul perfecto que fascinaba a los amantes, los poetas y los piratas. La espuma que lamía las rocas allá abajo recordaba una puntilla de encaje en el ruedo de una falda de terciopelo.
Descendió entre los riscos, disfrutando de los remolinos de viento que le traían ese sabor a mar y a sal. Pastos y flores silvestres desafiaban a los elementos y crecían, abriéndose paso en el suelo árido y las grietas de las piedras. Las gaviotas sobrevolaban el paisaje, sus pechos eran tan blancos como la luna, mientras el sol dorado hacía relumbrar sus alas desplegadas.
Diamantes brillaban sobre el agua, y, a lo lejos, las crestas espumosas de las olas parecían cruzar el mar como ligeros corceles. Aquella era una música que jamás se detenía. El agua que se retiraba y volvía, el estruendo de las olas rompiéndose, los gritos pavorosamente femeninos de las gaviotas. ¿Cuántas veces había ido allí a sentarse, a contemplar, a pensar? No podía contar las horas.
A veces iba solo para estar allí, otras para sentarse en soledad y resolver alguna cuestión espinosa. Durante sus primeros años en Templeton House había ido allí, a esos acantilados, frente a ese mar, bajo ese cielo, a llorar en silencio lo que había perdido. Y a lidiar con la culpa de ser feliz con su nueva vida.
Nunca había soñado en ese lugar, siempre se había dicho que los sueños podían esperar hasta el año próximo o el siguiente. El presente siempre había tenido prioridad. Lo que había que hacer de inmediato.
Parada sobre el amplio borde del acantilado, se preguntó qué debía hacer ahora.
¿Convendría llamar a Josh y decirle que siguiese adelante con los preparativos de la demanda contra Bittle? Pensaba que sí, que debía hacerlo. Por difícil y potencialmente peligrosa que fuera semejante acción, ya no podía ignorar —ni fingir ignorar— lo que habían hecho con su vida. No había nacido siendo una cobarde ni la habían criado como tal. Era hora de enfrentarse a esa parte de ella que albergaba un férreo miedo al fracaso.
En cierto sentido había actuado como Serafina; había arrojado metafóricamente su vida desde un acantilado en vez de jugar las cartas que le había dado el destino.
Pero eso había quedado atrás. Un poco tarde, tenía que admitirlo, pero había hecho lo correcto. Había actuado como una Templeton, pensó con una sonrisa mientras bajaba con cuidado por una pendiente abrupta y oblicua. Tío Tommy siempre decía que no te podían apuñalar por la espalda si mirabas de frente a tus agresores.
El primer paso era hablar con su tía. De algún modo tendría que solucionar las cosas. Miró hacia atrás y, como estaba demasiado abajo para poder ver la casa, la evocó en su mente.
Siempre allí, alta y fuerte y a la espera. Un refugio. ¿Acaso no había estado allí para Margo cuando su vida parecía hecha trizas? ¿Para Laura y sus hijas durante el período más difícil de sus vidas?
Había estado allí para ella, pensó Kate, cuando estaba perdida y muerta de miedo y embotada de dolor. Y allí seguía estando en ese momento.
Sí, había hecho lo correcto. Volvió a mirar el mar. No se había rendido. Por fin había recordado que una buena y ruidosa batalla era mejor que una rendición muda y digna.
Se rio un poco y respiró hondo. Al diablo con la rendición, decidió. Era tan despreciable como arrojarse cobardemente desde un acantilado. La pérdida de un trabajo, de una meta o de un hombre no era el fin de nada. Era solo un nuevo comienzo.
Byron de Witt era otro de los pasos a dar, decidió. Ya era hora de un nuevo comienzo. La estaba volviendo loca con esa paciencia suya, y había llegado el momento de recuperar el control de la situación. Tal vez lo mejor sería pasar por su casa más tarde y abalanzarse sobre él.
La sola idea la hizo reír a carcajadas. «Imagínate la cara que pondría», pensaba agarrándose el estómago. ¿Qué hacía un atildado caballero sureño cuando una mujer lo tiraba al suelo y le arrancaba la ropa? ¿Acaso no sería fascinante averiguarlo?
Quería ser abrazada, acariciada y poseída. Se dio cuenta cuando la risa se transformó en un deseo ardiente y húmedo. Pero no por cualquiera. Por alguien que pudiera mirarla como él lo hacía, con esa manera profunda de mirar, como si pudiera ver en su interior lugares que ella misma aún no se había atrevido a explorar.
Quería ese misterio, quería medirse con un hombre lo bastante fuerte como para ser capaz de esperar lo que deseaba.
Diablos, lo deseaba.
Si había tenido la fuerza necesaria para juntar coraje y encararse a los socios de Bittle, si tenía suficiente amor para reparar el daño que le había hecho a su tía a la que tanto adoraba, entonces tendría entereza de sobra para controlar a Byron de Witt.
Ya era hora de dejar de hacer planes y ponerse manos a la obra.
Dio media vuelta y comenzó a escalar el angosto sendero.
Estaba justo allí, como si la hubiera estado esperando. Al principio se quedo mirándola, segura de que era fruto de su imaginación. ¿Acaso no había bajado por ese mismo camino? ¿Acaso Laura, Margo y ella no habían rastreado hasta el último milímetro de ese sector de los acantilados en los últimos meses?
Se acuclilló muy despacio, como si sus huesos fueran viejos y frágiles. La moneda estaba caliente por el sol, relumbraba como el oro en el que seguramente había sido forjada. Sintió la textura, el rostro suave del monarca español muerto hacía tiempo. Le dio la vuelta sobre la palma de la mano en dos ocasiones, y las dos veces leyó la fecha como si esperase que fuera a cambiar. O a desvanecerse como un sueño de vigilia: 1845.
El tesoro de Serafina, o una pequeña parte, había sido arrojado a sus pies.