16

Kate siempre supo para qué eran las mañanas de domingo. Eran para dormir. Durante su carrera universitaria las había utilizado para estudiar más o terminar monografías y proyectos. Pero una vez incorporada al mundo del trabajo, había decidido destinar aquellas horas del día a su propia satisfacción.

Byron tenía otra idea de las cosas.

—Tienes que ofrecer resistencia de ambos lados —le decía—. Aislar mentalmente el músculo que estás trabajando. Este. —Hizo presión sobre el tríceps mientras ella levantaba y bajaba la pesa de tres kilos sobre su cabeza y hacia atrás—. No aflojes el brazo —le ordenó—. Como si tuvieras que levantarla y bajarla no en el aire sino en el lodo.

—Lodo. Bien. —Intentó imaginar un estanque de lodo espeso y cenagoso en lugar de una enorme y mullida cama con sábanas frescas—. ¿Y por qué estoy haciendo esto?

—Porque es bueno para ti.

—Bueno para mí —murmuró ella.

Se miró en el espejo. Había pensado que se sentiría ridícula con el escueto sostén deportivo y las ajustadas mallas de ciclismo. Pero en realidad no estaba tan mal. Además tenía a Byron. Después de todo, un hombre musculoso en camiseta y pantalones cortos era un regalo para la vista.

—Ahora extiende los brazos. No olvides los estiramientos. Vuelve a las pautas de concentración. ¿Recuerdas?

—Si, si, si.

Se sentó en el banco, miró con el ceño fruncido la pesa que levantaba y bajaba, y trató de imaginar que sus bíceps aumentaban de volumen. «Adiós, debilucha de cuarenta y seis kilos —pensó—. Hola, fisicoculturista».

—Y cuando terminemos con esto, tú irás a preparar tostadas, ¿vale?

—Ese fue el trato.

—He conseguido un entrenador personal y un cocinero —dijo sonriente—. Estupendo.

—Eres una mujer con suerte, Katherine. Ahora con el otro brazo. Concéntrate.

La hizo trabajar con resortes y pesos muertos, la obligó a hacer contracciones y estiramientos. Aunque había completado su rutina dominical antes de arrancarla de las sábanas, ambos se ejercitaron y transpiraron juntos hasta que Byron anunció que por ese día habían terminado.

—Entonces seré una fisicoculturista, ¿eh?

Él sonrió. Le frotó los hombros y continuó el masaje a lo largo de los brazos.

—Por supuesto que sí, muchachita. Te pondremos un bikini diminuto, te frotaremos aceite por todo el cuerpo y te mandaremos a competir.

—En tus mejores sueños.

—Esos no son mis sueños —dijo con franqueza—. Créeme. He descubierto en mí un deseo latente por las mujeres delgadas. De hecho, se está manifestando en este mismo momento.

—¿En serio? —No puso objeciones cuando Byron deslizó las manos por su espalda hasta encontrar sus glúteos.

—Me temo que sí. Mmm. —Sus dedos recorrían y estrujaban—. Esto me recuerda que mañana debemos trabajar la parte inferior del cuerpo.

—Detesto las flexiones.

—Eso es porque no tienes mi ventajoso punto de vista.

Miró el espejo detrás de ella. Vio cómo sus manos se colocaban en el lugar preciso, la observó moverse contra él, la vio temblar cuando él apoyó los labios sobre la maravillosa curva entre el cuello y el hombro.

Era casi ridícula aquella manera de desearla, una y otra vez, sin descanso. «Como la respiración», pensó. Y subió a besos hasta su oreja. «Como la vida».

—Creo que deberíamos terminar la rutina matinal con algún ejercicio aeróbico.

Kate lanzó una curiosa mezcla de gruñido y suspiro.

—El NordicTrack no, Byron. Te lo suplico.

—Tenía otra cosa en mente. —Sus labios ya habían bajado a la mejilla—. Creo que te gustará.

—Ah. —Captó la idea cuando Byron comenzó a estrujarle un pecho—. Has dicho que el ejercicio aeróbico es esencial en este tipo de entrenamiento.

—Tú ponte en mis manos.

—Esperaba que dijeras eso.

Se entregaba con tanta facilidad, pensó Byron. Con tanta vehemencia. Su manera de mover los labios, la danza de las lenguas, la presión de los cuerpos. Todas sus viejas fantasías sobre la mujer de sus sueños se habían esfumado. Y habían cambiado y resurgido en ella. Solo en ella.

No podía quitarse una imagen de la cabeza. La noche anterior, con aquel vestido ajustado que dejaba los hombros al descubierto. Aquella piel tersa, aquellas sorprendentes curvas. La boca ancha, húmeda.

Y, bajo el vestido, la fantasía lasciva del encaje negro. Verla así hizo que se tambalease. Había sido tan inesperado, tan poco práctico para su práctica Kate. Era una parte de ella que le había encantado explorar. Y saber que ella misma la había explorado también había sido brutalmente erótico.

Ahora también lo excitaba fatalmente, con el atuendo de gimnasia empapado de sudor que anhelaba arrancarle con los dientes.

Ambos estaban desnudos hasta la cintura cuando cayeron sobre la esterilla.

Kate reía. Y rodaban juntos, y tironeaban de las últimas barreras. Era maravilloso, en verdad, sentirse tan… desatada. Por completo liberada. Ya no se preguntaba cómo era posible que Byron supiera dónde y cómo tocarla. Como si lo hubiera sabido desde siempre. Y su cuerpo era tan fuerte, tan duro. Como hacer el amor en un sueño. Rodó encima de él y derramó toda su dicha en un beso.

«Sí, tócame —pensaba—. Y saboréame. Aquí. Y aquí. Dame. Otra vez. Siempre otra vez». El corazón le latía desbocado y sentía correr la sangre por las venas. Una y otra vez, segundo a segundo, Byron provocaba en ella un fragor de sensaciones contradictorias. Olas de calor, escalofríos expectantes, temblores de anhelo, premura de dar.

Quería tenerlo para siempre, impregnarse en él. Perderse. Lo hizo entrar en ella, y tembló hasta sofocarse en el instante supremo de la unión. Se arqueó hacia atrás, atormentándose con el poder, gimiendo bajo la textura de las manos de Byron, que subían implacables y torturaban sus pechos ávidos.

Las retuvo allí, aferrándolas con sus dedos tensos, y comenzó a moverse.

Byron se sintió desmayar al verla así. El cabello oscuro, corto, enmarcaba su rostro radiante. La respiración densa, palpitante; los labios entreabiertos. El esbelto cuello de cisne inclinado hacia atrás, los ojos de cervatillo cerrados. La luz del sol se derramaba sobre su cuerpo, tan brillante y tan plena que era como si estuviesen al aire libre, en una pradera verde y fresca. Podía imaginarla así, una Titana de sangre ardiente, lujuriosa y entregada.

Quería conducirla lentamente al clímax, que quedara saciada. Pero Kate aceleró el ritmo, y lo arrastró con ella. Sus gemidos y sus gritos le hicieron hervir la sangre, y embistió con un furor desesperado.

Estalló debajo de ella, dentro de ella. Con un largo y glorioso suspiro, Kate se dejó caer sobre su cuerpo y lo besó en los labios.

Se puso a cantar en la ducha. Era algo que jamás hacía, ni siquiera cuando estaba sola. Kate era consciente de que no tenía una voz de soprano. Mientras se enjabonaban y hacían espuma, Byron se le unió en una espantosamente desafinada, aunque sentida, versión de Orgullosa Mary.

—No tenemos nada que envidiarles a Ike y a Tina —proclamó Kate, secándose el cabello.

—En absoluto. Excepto, quizá, el talento. —Byron se puso una toalla a la cintura, se frotó la cara y se preparó para afeitarse—. Eres la primera mujer con quien me he duchado que canta tan mal como yo.

Kate se enderezó. Lo miró esparcir la crema de afeitar.

—Ah, ¿de veras? ¿Y con cuántas mujeres has tenido el placer de ducharte?

—La memoria es traicionera. —Le sonrió con picardía. Disfrutaba de aquel brillo fulminante en sus ojos—. Y un auténtico caballero jamás lleva la cuenta.

Kate lo observó deslizar la navaja a través de la espuma, y abrir un sendero limpio, suave. Se dio cuenta de que nunca antes había visto afeitarse a un hombre. Excepto a Josh, claro, pero los hermanos no contaban. Se negó a dejarse distraer por el interesante ritual masculino. En cambio, sonrió con dulzura y miró, por encima del hombro de Byron, el espejo empañado.

—¿Qué te parece si me dejas afeitarte, querido?

Él enarcó una ceja.

—¿Parezco tan estúpido como para poner en tus manos un instrumento cortante? —Limpió el filo de la navaja—. No creo.

—Cobarde.

—¿Qué crees?

Kate resopló, le clavó los dientes en el hombro y fue a vestirse al dormitorio.

—Kate. —Esperó a que se diera la vuelta y le lanzara esa mirada altanera, tan propia de ella—. Solo hay una mujer ahora. —Una sonrisa breve, casi tímida, se dibujó en sus labios. Y desapareció por el vano de la puerta.

Con cuidado, Byron retiraba la espuma y los restos de barba. El cuarto de baño estaba lleno de niebla y calor, y del olor de ambos. Ella había puesto a secar su toalla, pulcra y eficiente como siempre. El pequeño vaporizador que utilizaba para humectarse la cara estaba sobre el mármol del lavabo. Se había olvidado de usarlo. Pero no se había olvidado de poner sus prendas de gimnasia en el cesto de la ropa sucia ni de tapar el tubo de pasta dental. No, jamás pasaría por alto ningún detalle práctico.

Pero siempre olvidaba los extras, en especial cuando tenían que ver con ella. No se permitía entrar a curiosear en una tienda, soñadora, y comprarse alguna tontería. Pero jamás se olvidaría de apagar las luces ni de darle otra vuelta al grifo para evitar que goteara.

Siempre pagaba sus cuentas a tiempo, pero olvidaba hacer una pausa para almorzar cuando tenía otras preocupaciones en la cabeza.

No tenía la menor idea de cuánto lo necesitaba. Byron sonrió y bajó la cabeza para quitarse el sobrante de espuma. Ni tampoco sabía lo que él mismo acababa de descubrir. Ya no creía que podía estar enamorándose de ella. Ahora sabía que ella, con todos sus contrastes y complejidades, su fuerza y su debilidad, era la única mujer que siempre amaría.

Se secó la cara, se puso loción para después del afeitado y decidió que ese podía ser el momento perfecto para decírselo. Entró en el dormitorio. Kate estaba de pie junto a la cama, vestida con unas mallas negras y una vieja sudadera de los Yankees.

—¿Ves esto? —preguntó ella.

Y blandió un mordisqueado hueso de cuero frente a sus ojos.

—Sí, lo veo.

—Estaba en mi zapato. No entiendo cómo mi zapato ha podido salir ileso. —Le arrojó el hueso a Byron y se pasó las manos por el cabello para comprobar si ya estaba seco—. Fue Cabo, de eso estoy segura. Rabo tiene mejores modales. La semana pasada fue la cabeza de pescado que encontró en la playa. Tienes que ponerle un poco de disciplina, Byron. Es muy rebelde.

—Pero Kate… ¿esa es manera de hablar de nuestro hijo?

Ella suspiró, puso los brazos en jarras y esperó.

—Hablaré con él. Pero si consideraras el aspecto psicológico del asunto, estarías de acuerdo en que te deja cosas en el zapato como muestra del gran afecto que siente por ti.

—Y eso incluye la vez que se meó en él.

—Bueno, estoy seguro de que aquello fue un error. —Se pasó la mano por la boca para disimular la risa—. Y ocurrió fuera de la casa. Los habías llevado a pasear por la playa y… Veo que no me crees.

—No creo que te resultara tan gracioso si usara tus zapatos como retrete. —Como si les hubieran dado pie a ello, se oyeron unos ladridos frenéticos y los embates de dos cuerpos caninos en pleno crecimiento—. Yo me ocuparé de ellos —anunció Kate—. Tú eres demasiado blando.

—Sí, ¿y quién les ha comprado collares con sus nombres? —murmuró él.

—¿Qué?

—Nada. —En franca retirada, Byron abrió el cajón de la ropa interior—. Bajaré en un minuto.

—A preparar tostadas —le recordó ella. Y bajó como una saeta a calmar a los perros—. Bueno, chicos, a callar. Si seguís ladrando, no habrá paseo por la playa. Y nadie jugará al calcetín con ninguno de vosotros.

Los cachorros entraron corriendo y se le tiraron encima, dos masas de pelo y patas que crecían de manera alarmante. Justo cuando comenzaba a regañarlos, se lanzaron hacia la puerta de enfrente y volvieron a armar un tremendo alboroto.

—Sabéis muy bien que vuestra puerta es la de atrás —empezó, y entonces sonaron las estúpidas campanillas. Era evidente que Byron se había encaprichado con ellas—. Oh. —Ridículamente complacida, sonrió a los perros—. Os felicito, chicos. Estabais dando la voz de alarma. Prestad atención, si es un vendedor ambulante, quiero que hagáis esto. Mirad, mirad… tenéis que mostrar los dientes.

Les mostró cómo hacerlo, pero ellos solo se chocaban uno contra el otro meneando los rabos con sus sonrisas caninas.

—Ya aprenderéis —decidió. Y abrió la puerta.

Se le borró la sonrisa de la cara.

—Señor Bittle. —Automáticamente cogió a los perros de los collares para impedirles brincar de alegría sobre los humanos recién llegados—. Detective.

—Lamento molestarte un domingo, Kate. —Bittle miró a los perros con desconfianza—. El detective Kusack me dijo que vendría a hablar hoy contigo, y le he pedido que me dejara acompañarlo.

—Su abogado me dijo que podría encontrarla aquí —dijo Kusack—. Tiene toda la libertad de llamarlo, por supuesto, si prefiere que nos acompañe.

—Pensaba… me han dicho que ya no era sospechosa.

—He venido a disculparme. —Bittle la miró con ojos solemnes—. ¿Podemos entrar?

—Sí, por supuesto. Cabo, Rabo, nada de brincos.

—Bonitos perros. —Kusack adelantó una mano carnosa, que fue debidamente olfateada y lamida—. Yo tengo una vieja sabueso heinz. Ya está muy vieja, la pobrecilla.

—Pónganse cómodos, por favor. Llevaré a los cachorros afuera. —Eso le dio tiempo de recomponerse. Volvió a entrar cuando los perros se lanzaron a correr como locos por el jardín trasero—. ¿Les apetecería un café?

—Por nosotros no te molestes —empezó Bittle, pero Kusack se recostó en la antigua mecedora y murmuró:

—Si de todos modos iba a prepararlo…

—Yo lo prepararé —se ofreció Byron, quien bajaba las escaleras.

—Oh, Byron. —Una sensación de alivio recorrió el cuerpo de Kate—. Ya conoces al detective Kusack.

—Detective.

—Señor De Witt.

—Y te presento a Lawrence Bittle.

—De Bittle y Asociados —dijo Byron con frialdad—. ¿Cómo le va?

—He conocido tiempos mejores. —Bittle aceptó el formal apretón de manos—. Tommy me ha hablado de usted. Esta mañana temprano hemos ido a jugar al golf.

—Iré a preparar el café. —Byron lanzó a Kusack una mirada de advertencia, que indicaba claramente que cualquier asunto importante que se trajeran entre manos tendría que esperar.

—Es bonito este lugar —dijo Kusack.

Kate, quien no se había movido de su sitio, se retorcía los dedos.

—Lo está montando poco a poco. Byron se toma su tiempo. Hace solo un par de meses que vive aquí. Eh… ha pedido que le mandaran algunas cosas de Atlanta. Él es de allí. De Atlanta. —«Deja ya de balbucear, Kate», se ordenó. Pero no pudo—. Y también está buscando algunas cosas aquí. Muebles y esas cosas.

—Un paisaje increíble. —Kusack se acomodó en la mecedora, pensando que esa silla sí que sabía dar la bienvenida a un hombre—. En el jardín de enfrente de la casa que está al comienzo del camino han construido un pequeño campo de golf. —Meneó la cabeza—. El tío puede salir de su casa y lanzar unas cuantas bolas. Solía traer a mis hijos allí abajo. Las focas los fascinan.

—Sí, son estupendas. —Mordiéndose el labio, Kate miró hacia la cocina—. A veces se las escucha aullar. ¿Ha venido a interrogarme, detective Kusack?

—Tengo algunas preguntas. —Olfateó el aire—. Nada como el aroma del café preparándose, ¿verdad? Hasta el veneno de la comisaría huele como el paraíso antes de que uno lo pruebe. ¿Por qué no se sienta, señorita Powell? Quiero recordarle que puede llamar a su abogado si lo desea, pero no necesitará al señor Templeton para lo que tenemos que hablar.

—Está bien. —Pero se reservaría la posibilidad de llamar a Josh. No estaba dispuesta a dejarse embaucar por la charla informal y las sonrisas paternales—. ¿Qué desea?

—¿El señor De Witt le ha mostrado el informe de su perito calígrafo?

—Sí. Anoche. —Kate se sentó en el brazo del sillón. Era lo mejor que podía hacer—. Decía que las firmas eran copias. Alguien duplicó mi firma en los formularios alterados. Utilizó mi firma, mis clientes, mi reputación. —Volvió a levantarse cuando Byron entró con una bandeja—. Perdóname —dijo rápidamente— por los problemas que te causo.

—No seas ridícula. —Retomó con facilidad su papel de anfitrión bien educado—. ¿Cómo prefiere el café, señor Bittle?

—Con un poco de leche, gracias.

—Detective.

—Como sale de la cafetera. —Probó el contenido de la taza que Byron le ofrecía—. Esto sí que es un café. Estaba a punto de comentarle los progresos de la investigación a la señorita Powell. Iba a explicarle que nuestras conclusiones concuerdan con las de su perito. Hasta este momento, todo indica que le tendieron una trampa para comprometerla en el caso de que las discrepancias llegaran a descubrirse. Estamos investigando otras áreas.

—Quiere decir a otra gente —murmuró Kate. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no estampar la taza en el plato.

—Digo que mi investigación sigue avanzando. Me gustaría preguntarle si tiene alguna idea de quién querría presentarla como chivo expiatorio. Hay muchísimas cuentas en la firma. Solo han tocado las que estaban a su cargo.

—Si alguien ha hecho esto para perjudicarme, no tengo la menor idea de quién podría ser.

—Tal vez usted le ha venido como anillo al dedo. Los cargos contra su padre hacían de su persona la candidata perfecta, y quizá le han dado una idea a alguien.

—Nadie lo sabía. Yo misma me he enterado poco antes de la suspensión.

—Qué interesante. ¿Y cómo se enteró?

Con gesto ausente, se pasó la yema de los dedos por la sien y comenzó a explicar.

—¿Ha tenido algún problema con alguien? ¿Una desavenencia? ¿Quizá un choque de personalidades?

—No me he peleado con nadie. No todos los que trabajan en la firma son íntimos amigos y confidentes, pero nos llevamos bien.

—¿Nada de rencores? ¿Ofensas menores?

—Nada fuera de lo común. —Dejó el café a un lado; apenas lo había probado—. Hemos tenido un problema con Nancy, de facturación, por una factura mal archivada durante el vencimiento impositivo de abril. Los ánimos están muy caldeados en esa época. Creo que discutí con Bill Feinstein por haber cogido la mitad de mi resma de papel en vez de autoabastecerse. —Sonrió apenas—. Luego me dejó tres cajas en la oficina para reparar el daño. No le gusto a la señora Newman, pero a ella nadie le gusta… excepto el señor Bittle padre.

Bittle clavó la vista en su café.

—La señora Newman es muy eficiente y un poco territorial. —Dio un respingo al ver que Kusack tomaba nota de todo—. Hace más de veinte años que trabaja para mí.

—No he querido decir que fuera capaz de hacer algo así —exclamó Kate, horrorizada—. ¡No he querido decir eso bajo ningún concepto! No podría acusar a nadie. Con el mismo criterio podría decirse que Amanda Devin lo hizo. Protege su estatus de única socia femenina como un halcón escruta el cielo en busca de buitres. O… o Mike Lloyd, del departamento de correspondencia, porque no puede asistir a todas las clases de la universidad. O Stu Cominsky, porque no he querido salir con él. O Roger Tornhill, porque sí salí con él.

—Lloyd, Cominsky y Tornhill —murmuró Kusack, tomando nota de todo.

Kate dejó de andar de una punta a otra.

—Usted puede escribir lo que le venga en gana en esa pequeña libreta suya, pero yo no pienso repartir culpas. —Levantó el mentón—. Sé lo que se siente.

—Señorita Powell. —Kusack la miró y empezó a golpetear su corto y grueso lápiz sobre su rodilla—. Esto es una investigación policial. Usted está involucrada. Tendremos que tomar en cuenta a todos los miembros de la firma para la que trabajaba. Es un proceso largo y tedioso. Si usted coopera, podremos abreviarlo.

—No sé nada —dijo con obstinación—. No sé de nadie que necesitara tanto el dinero, o que pudiera desear involucrarme en un delito. Lo que sí sé es que ya he pagado todo lo que estoy dispuesta a pagar por algo que no hice. Si quiere arruinarle la vida a otro, detective, no cuente conmigo.

—Valoro su posición, señorita Powell. Se siente insultada y no puedo culparla. Usted hace su trabajo, hace lo que se espera de usted y recibe un cubo de agua fría. Justo cuando ve que el arco está a su alcance, alguien le pega un puntapié en los dientes.

—Es una manera elegante y muy precisa de decirlo. Si supiera quién me ha dado el puntapié, sería la primera en decírselo. Pero no voy a poner a alguien, cuyo único delito ha sido irritarme, en el banquillo de los acusados.

—Piénselo —sugirió Kusack—. Cerebro no le falta. Si se decide a pensarlo, creo que encontrará algún cabo suelto.

El detective se levantó. Bittle siguió su ejemplo y dijo:

—Antes de que nos vayamos… Kate, necesito unos minutos de tu tiempo. En privado, si no hay objeción.

—De acuerdo, yo… —Miró a Byron.

—Quizá le interese apreciar el paisaje, detective. —Con un gesto, Byron lo condujo hacia las puertas corredizas—. ¿Ha dicho que tenía un perro?

—La vieja Sadie. Fea como el pecado, pero más buena que el pan. —Su voz se dejó de escuchar en cuanto Byron cerró las puertas.

—Una disculpa no basta. —Bittle fue directo al grano—. Dista mucho de ser suficiente.

—Trato de ser justa y comprender su posición, señor Bittle. Es difícil. Usted me ha visto crecer. Conoce a mi familia. Tendría que haber sabido quién soy yo.

—Tienes toda la razón del mundo. —Parecía muy viejo. Muy viejo y muy cansado—. De alguna manera, he traicionado mi amistad con tu tío, una amistad muy importante para mí.

—Tío Tommy no es rencoroso.

—No, pero he hecho daño a uno de sus hijos, y no es algo fácil de olvidar para ninguno de los dos. Puedo decirte, y te lo digo sinceramente, que en un principio ninguno de nosotros te creía capaz de cometer un delito. Necesitábamos una explicación, y tu reacción ante nuestras preguntas fue, pues… como si tú misma te hubieses cavado la fosa. Es comprensible ahora, dadas las circunstancias, pero en aquel momento…

—Ustedes no sabían lo de mi padre, ¿verdad?

—No. Nos enteramos después. Había una fotocopia de un artículo de un periódico en tu oficina.

—Ah. —«Tan simple como eso», pensó, «y tan estúpido». Se le habría caído al guardarlos en su maletín—. Ya veo. Y eso ayudó a empeorar las cosas.

—Complicó el asunto. Quiero decirte que cuando el detective Kusack me llamó, me sentí inmensamente aliviado. Y no fue una gran sorpresa para mí. Jamás pude conciliar a la mujer que yo conocía con alguien capaz de cometer una estafa.

—Pero sí la concilio lo suficiente para suspenderme —repuso.

Y sintió que se le quebraba la voz.

—Sí. Por mucho que lo lamentara en su momento, y por mucho que lo lamente ahora, no tenía otra opción. He llamado a cada uno de los socios y les he dado a conocer esta nueva información. Dentro de una hora nos reuniremos para analizarla. Y a debatir el hecho de que tenemos un estafador trabajando para nosotros. —Hizo una pausa para poner en orden sus pensamientos—. Tú eres muy joven. Sería difícil para ti comprender los sueños de toda una vida, y la manera como cambian. A mi edad hay que ser muy cauteloso, muy selectivo con los sueños. Uno empieza a tomar conciencia de que cada sueño podría ser el último. La asesoría financiera ha sido mi sueño durante la mayor parte de mi vida. Lo he alimentado, he derramado el sudor de mi frente y he impulsado a mis hijos a compartirlo. —Sonrió apenas—. Y parece imposible que alguien pueda soñar con una asesoría financiera.

—Comprendo. —Quería tocarle el brazo, pero no podía.

—Pensé que comprenderías. La reputación del estudio es la mía. Verlo perjudicado de esta manera me hace comprender lo frágil que puede ser incluso un sueño tan prosaico como ese.

No pudo evitar decir lo que pensaba.

—Es una buena asesoría financiera, señor Bittle. Usted ha logrado algo sólido allí. Las personas que trabajan para usted lo hacen porque usted los trata bien, porque consigue que formen parte del todo. Eso no es nada prosaico.

—Quisiera que consideres la posibilidad de volver. Comprendo que pueda resultarte incómodo regresar hasta que no se haya resuelto este asunto. Sin embargo, Bittle y Asociados se sentiría orgulloso de tenerte otra vez a bordo. Como socia.

Al ver que no decía nada, Bittle dio un paso hacia ella.

—Kate, no sé si esto hará que las cosas funcionen peor o mejor entre nosotros, pero quiero que sepas que este ofrecimiento ya había sido debatido y votado antes de esta… esta pesadilla. Habías sido aprobada por unanimidad.

Tuvo que sujetarse del brazo del sillón.

—Ibais a hacerme socia.

—Marty te propuso. Espero que seas consciente de que siempre has tenido todo su respaldo y su confianza. Amanda lo secundó. Ah, creo que por eso le dolió tanto cuando creyó que habías cogido dinero de las cuentas de depósito. Te has ganado el ofrecimiento, Kate. Espero que, tras haberte tomado un tiempo para pensarlo, lo aceptarás.

Era difícil hacer frente a la desesperación y el júbilo al mismo tiempo. Poco tiempo atrás hubiera saltado de alegría ante semejante ofrecimiento. Abrió la boca, segura de que aceptaría.

—Necesito tiempo. —Oyó sus propias palabras con una especie de vaga sorpresa—. Tengo que pensarlo.

—Por supuesto. Por favor, antes de considerar una oferta de otro estudio, danos la oportunidad de negociar.

—Lo tendré en cuenta. —Le tendió la mano. Byron y el detective regresaron justo en ese momento—. Gracias por haber venido a verme.

En un estado de absoluta perplejidad, Kate acompañó hasta la puerta a Bittle y al detective Kusack y se despidió de ambos. Volvió a entrar en silencio y se quedó allí parada, inmóvil, mirando el vacío.

—¿Y bien? —preguntó él.

—Me ha ofrecido hacerme socia. —Pronunció muy despacio cada palabra, sin saber si debía saborearlas o sopesarlas—. No solo para reparar lo que ha ocurrido. Ya lo habían votado antes de que sobreviniera el desastre. Está dispuesto a negociar mis condiciones.

Byron ladeó la cabeza.

—¿Por qué no sonríes?

—¿Eh? —Parpadeó, lo miró y lanzó una carcajada—. ¡Socia! —Se colgó del cuello de Byron y él la hizo girar en el aire—. Byron, no sé cómo decirte lo que esto significa para mí. Estoy demasiado deslumbrada para poder decírmelo a mí misma. Es como… es como haber sido eliminada de las ligas menores y luego ser contratada para batear para los Yankees.

—Los Braves —la corrigió Byron, leal hasta el final a su equipo local—. Felicitaciones. Creo que deberíamos acompañar las tostadas con un cóctel.

—Vale. —Lo besó con fuerza—. Y no te excedas con el champán.

—Solo una gota, te lo prometo —le aseguró. Cogidos del brazo, entraron en la cocina. Byron la soltó para sacar el champán de la nevera—. Y bien, ¿no vas a llamar por teléfono?

Ella abrió el armario de cristal donde guardaba las copas.

—¿Llamar por teléfono?

—¿A tu familia?

—Ajá. Es demasiado importante para decirlo por teléfono. En cuanto terminemos de comer. —Sonrió como una tonta cuando el corcho hizo plop—. Entonces iré a Templeton House. Esto requiere un toque personal. Es la manera perfecta de enviar a tío Tommy y a tía Susie de vuelta a Francia. —Levantó su copa en cuanto Byron terminó de servir—. A la salud de Hacienda.

Byron silbó entre dientes.

—¿Estamos obligados?

—De acuerdo, que se vayan todos al infierno. A mi salud. —Bebió, hizo girar el champán en la copa y volvió a beber—. Vendrás conmigo, ¿verdad? Pediremos a la señora Williamson que prepare una de sus increíbles comidas. También llevaremos a los perros. Podemos… ¿qué diablos estás mirando?

—Te miro a ti. Me gusta verte feliz.

—Pon a punto esa tostada francesa y me verás en pleno éxtasis. Estoy muerta de hambre.

—Deja sitio al maestro, por favor. —Sacó los huevos y la leche—. ¿Por qué no pasamos por tu apartamento a recoger un par de cosas tuyas? Podríamos prolongar la celebración si tú te quedaras una noche más.

—De acuerdo. —Estaba demasiado excitada para poner objeciones, aunque aquello quebrantaba su regla tácita de no quedarse allí más de dos noches seguidas—. Yo contesto —dijo cuando sonó el teléfono—. Tú sigue cocinando. Y ponle canela a rabiar. ¿Diga? Hola, Laura. Estaba pensando en ti. —Sonriendo, se acercó a mordisquear la oreja de Byron—. Pensábamos pasar por allí más tarde y autoinvitarnos a comer. Tengo algunas noticias que… ¿Cómo?

Enmudeció de golpe y la mano que había levantado para juguetear con el cabello de Byron cayó pesadamente a un costado de su cuerpo.

—¿Cuándo? A las… sí. Oh, Dios mío. Dios mío. Bueno, ahora mismo iremos para allí. Vamos en camino. Margo —dijo, y apagó su teléfono móvil—. Josh la ha llevado al hospital.

—¿El bebé?

—No lo sé. No lo sé. Es demasiado pronto para el bebé. Tenía dolor y algo de pérdidas. Dios mío, Byron.

—Ven. —Aferró la mano que buscaba la suya—. Vamos.