33: Pertrechada contra el día

33

Pertrechada contra el día

Ulrika despertó de un salto cuando algo mojado se estrelló contra su cara. Al principio pensó que era agua, pero le causó escozor en los ojos y le provocó arcadas. Tosió y reprimió un grito de dolor, porque se sintió como si le hubieran atravesado las entrañas. El dolor era indescriptible. Se obligó a abrir los ojos, parpadeando para librarse de aquel líquido que le provocaba escozor, y entonces gruñó al bajar los ojos hacia su propio cuerpo. Sí que le habían atravesado las entrañas. Tenía una espada de madera clavada en el abdomen, y el líquido olía a aceite de lámpara. ¿Por qué razón le habían echado aceite de lámpara encima?

Volvió los ojos a izquierda y derecha, y entonces quedó petrificada de horror. Yacía entre cuerpos ataviados con ropón y capucha y mutados —algunos de los cuales aún gemían—, que estaban apilados sobre un montón de leña, y en torno a ellos había unos soldados que daban vueltas y más vueltas para empapar el conjunto con aceite, mientras contemplaba el espectáculo una multitud de mirones ricamente ataviados.

Al parecer, las autoridades se disponían a quemar a los adoradores de Slaanesh y a las víctimas del demonio, y ella formaba parte de la pira.

En un paroxismo de pánico intentó bajar a gatas del montón de leña, pero las extremidades no le respondieron. No hacían más que agitarse de modo espasmódico. Bajó la mirada hacia la absurda espada de madera que la atravesaba. Puede que no le hubiera atravesado el corazón, pero, de algún modo, la había paralizado. No podía moverse. Ni un centímetro.

Volvió a mirar a su alrededor. Se encontraba en el centro de la plaza del Torno, con el palacio del duque brillantemente iluminado al sur, mientras los soldados continuaban sacando cuerpos del interior del Teatro de la Ópera para echarlos sobre el montón. Tenía poco tiempo, pero ¿qué importaba el tiempo si no podía moverse? Sólo le daría la oportunidad de pensar en que iban a quemarla. Se estremeció de miedo. No se le ocurría una muerte peor.

Un par de soldados iban hacia ella, arrastrando por las piernas a un miembro del culto. Ella se pasó la lengua por los labios. ¡Una oportunidad! Emplearía con ellos sus artimañas lahmianas. Los engañaría para que le arrancaran la espada.

Los hombres echaron al adorador del Caos junto a ella, y luego dieron media vuelta mientras el hombre gemía y murmuraba incoherencias.

—Señores —susurró ella, y luego volvió a intentarlo en voz más alta—. ¡Señores! ¡Os lo suplico! ¡Una pequeña merced!

Los soldados se volvieron con el ceño fruncido. No parecían del tipo compasivo. Ella les sonrió, intentando parecer sensual.

—Señores, por favor —murmuró, cuando ellos se inclinaron—. No quiero que me quemen viva. Arrancadme la espada para que muera desangrada antes de que me encuentren las llamas.

Los soldados se miraron el uno al otro y soltaron una carcajada. El primero le dio una patada en la cara. El segundo le escupió.

—¿Quieres compasión, amante de demonios? —preguntó—. ¡Yo te daré compasión!

Sujetó la espada de madera y se la retorció en las entrañas. Ulrika gritó de dolor, pero él no había acabado. Se la arrancó y la golpeó con ella, aporreándole la cabeza, los hombros y los brazos hasta que la madera se rompió.

—¡Ahí tienes tu compasión, perra traidora! —gritó, antes de arrojarle la espada rota y volverle la espalda para dejarse con su compañero.

Ulrika se desplomó hacia adelante, gimiendo, con la cabeza palpitándole de dolor mientras se le metía sangre en los ojos. Levantó una mano para limpiársela, y entonces se detuvo. ¡Podía levantar la mano! Sonrió para sí, mostrando los dientes ensangrentados. Puede que no hubiera utilizado bien las artimañas lahmianas y hubiese recibido una paliza por ello, pero de todos modos los hombres le habían arrancado la espada.

Aun así, estaba demasiado débil como para huir. Dudaba de que pudiese gatear siquiera, y había centenares de personas entre ella y la libertad. Necesitaba fuerza.

Miró al adorador de Slaanesh que los soldados habían arrojado junto a ella. Lo había oído gemir. Aún estaba vivo. Tras mirar a su alrededor con cautela, lo aferró por el cuello de la camisa y se lo echó encima. Él murmuró, sin articular palabra, y su cabeza se desplomó contra el pecho de Ulrika. Ella le quitó la capucha y el velo negro que llevaba sobre el rostro, para luego levantarle el mentón y clavarle los colmillos en el cuello. Él se removió y gruñó, pero estaba demasiado maltrecho para apartarse.

Bebió en abundancia, gimiendo de alivio, obligando a la sangre a reparar los tejidos dañados de su abdomen. Sabía que haría falta más de una comida para sanar una herida como aquélla, pero siempre y cuando obtuviera la fuerza suficiente como para correr, ya se ocuparía más tarde del resto.

Oyó que un sargento bramaba en las proximidades, y otros soldados avanzaron, éstos armados con antorchas y alabardas. Ulrika permaneció inmóvil, oculta bajo el cuerpo de su víctima, cuando dos de ellos lanzaron sus reas sobre la pila, a ambos lados de ella y a pocos pasos de distancia. Las llamas se alzaron de inmediato, y oyó los alaridos de los que aún no estaban muertos.

Los soldados volvieron a retroceder, contemplando las llamas, y ella reanudó su alimentación. Tenía que recuperarse todo lo posible antes de intentarlo. La sangre del miembro del culto volvió a fluir por sus venas, calentándolas y transportando fuerza hasta los músculos de sus brazos y piernas, pero las llamas ya le rozaban las mejillas. Ya no quedaba más tiempo.

Apartó al hombre de un empujón y miró a su alrededor. La multitud se encontraba a quince pasos de distancia de la pira, y los soldados formaban un círculo justo por delante de los mirones. Tenía el Teatro de la Ópera justo enfrente, y la zona más oscura de la plaza a la derecha. Iría hacia allí.

Rodó para apartarse de la pira, con la esperanza de que los ojos de la muchedumbre estuvieran fijos en las llamas. No oyó ningún grito, así que volvió a rodar y luego se incorporó sobre manos y rodillas. La herida del abdomen se hizo sentir de repente y le temblaron los brazos, pero se esforzó para superarlo y comenzó a gatear.

—¡Eh! —gritó la voz de una mujer—. ¡Uno de ellos está escapando!

Ulrika alzó la mirada. Tres soldados iban hacia ella, apuntándola con las alabardas. Reprimió el impulso de echar a correr, y continuó gateando como si apenas pudiese moverse.

Se desplegaron al acercársele, echando hacia atrás las armas para lancearla por tres lados distintos. Con un chillido, se puso en pie de un salto y pasó corriendo entre ellos, aunque sentía como si estuvieran desgarrándole el abdomen. Los soldados gritaron e intentaron alancearla, pero ella ya había pasado de largo y corría hacia la brecha que habían dejado en la formación al dirigirse hacia ella.

Los otros soldados convergieron en su dirección, y la multitud, inflamada de espíritu patriótico, cerró filas para detenerla. Ulrika saltó hacia ellos, gruñendo y sacando fuera garras y colmillos, y la gente retrocedió entre gritos. Pasó entre ellos con los soldados detrás, y corrió hacia el espacio que mediaba entre dos edificios del lateral de la plaza. Una alabarda pasó resbalando por debajo de sus pies y estuvo a punto de hacerla tropezar, pero continuó corriendo, aferrándose el estómago.

Entró a la carrera en el estrecho espacio y se desplomó contra uno de los edificios, vomitando una buena cantidad de sangre mezclada con bilis que le salpicó las piernas. Había sido demasiado y demasiado pronto. Todo el cuerpo le temblaba de dolor y fatiga.

Detrás de ella sonaron pasos. Se acercaban. Alzó la mirada para observar el muro del edificio. Era de piedra tallada, ligeramente unida con mortero. Se sujetó al primer asidero y se izó, con un gemido, para luego continuar trepando con los ojos cerrados a causa del dolor.

Las botas atronaron debajo de ella.

—¡Allí está!

—¡Derribadla!

—¡Que traigan un arma de fuego!

Otra alabarda rebotó en la piedra junto a ella. Dio un respingo pero continuó trepando mientras rocas y guijarros impactaban a su alrededor. Unos pocos metros más arriba palpó el borde del tejado. Se izó hasta él quedó allí tendida, jadeando.

—¡Entrad en el edificio!

—¡Subiremos hasta el tejado!

Ulrika gimió y se levantó, para luego atravesar el tejado dando traspiés y doblada por la mitad. Había una brecha en el lado opuesto. Reunió sus fuerzas, saltó por encima, y cayó sobre la pendiente cubierta de pizarra del edificio del otro lado. El mundo se volvió borroso cuando el dolor estalló en su interior. Iba a desmayarse. La encontrarían.

La cabeza le daba vueltas. Miró hacia arriba y vio una cúpula ornamental en la parte alta del tejado, poco más que un palomar con una cúpula en forma de cebolla encima. Gateó hacia allí. La base estaba rodeada de pequeñas ventanas arqueadas. ¿Serían lo bastante grandes?

Se aferró al alféizar de una de ellas y metió dentro la cabeza y los hombros. Un par de decenas de palomas arrullaron y le azotaron el rostro con las alas al huir. Ella se protegió los ojos y siguió adelante. Era un espacio estrecho, y sus costillas y entrañas parecieron gritar al ser presionadas contra el marco, pero al final logró entrar a base de contoneos y caer al suelo de madera del interior. Estaba cubierto por una capa de excrementos de paloma de varios centímetros de grosor, y se tapó la nariz y la boca para no vomitar.

Del exterior le llegaron los ecos de las voces de los hombres que la perseguían. En aquel momento se encontraban sobre el otro tejado. ¿La habrían visto? ¿Habrían visto las palomas? Intentó desenvainar la espada para poder defenderse de ellos cuando llegaran, pero estaba demasiado débil. No podía moverse. Su dolorida cabeza cayó hacia atrás sobre las mugrientas tablas del suelo, y la oscuridad descendió sobre ella una vez más.

Ulrika despertó con un grito cuando algo le tocó un hombro. Se apartó con brusquedad, manoteando en busca de la espada, y una paloma aleteó para alejarse de ella asustando al resto de la bandada. Rodó, gimiendo, mientras los pájaros volvían a salir de la cúpula entre aleteos y arrullos, y se aferró el estómago dolorido. ¿Durante cuánto tiempo había estado desmayada?

Miró al exterior a través de las pequeñas ventanas. Aún era de noche, pero ya faltaba poco para el amanecer. El cielo estaba aclarándose por el este. Pronto llegaría la mañana.

¿La mañana?

El pánico se apoderó de ella al recordar. Stefan había amenazado con matar a Galiana antes del anochecer de aquel mismo día. Ulrika tenía que impedírselo, tenía que matarlo. Pero cuando se levantó la herida, pareció desgarrársele por dentro y ella volvió a caer, sorbiendo entre los dientes apretados y gruñendo de dolor.

¿Cómo iba a hacerlo? Parecía imposible. Herida como estaba, y con sólo una hora de noche por delante, no lograría encontrarlo a tiempo, y si lo encontraba, no estaría lo bastante fuerte como para luchar contra él. Pero tal vez la velocidad no era tan importante. Quizá sería mejor dejar que matara a Galiana y buscarlo después. No sentía ningún afecto especial por aquella mujer, no sentía hacia la hermandad la lealtad suficiente como para querer defenderla a costa de su vida. Con él podría enfrentarse más tarde, cuando más le conviniera.

Pero no podía. Puede que no le importaran las lahmianas, pero había hecho el juramento de protegerlas, y había faltado a ese juramento cuando llevó a Stefan hasta ellas. Gracias a ella había matado a Evgena. Por su culpa había aprisionado el alma de Raiza, la única de las hermanas de Praag que Ulrika se habría sentido honrada de llamar amiga. Por su culpa, su plan estaba a un paso de lograr el éxito absoluto. No iba a permitirle dar ese paso, aunque le costara la vida. Vengarse después no sería ni remotamente tan dulce como estropearle el juego.

Volvió a levantarse con determinación, y salió de la cúpula con los dientes apretados a causa del dolor, pero cuando gateaba pendiente abajo por una vertiente del tejado, volvió a detenerse. Estaba muy bien decidir que iba a detener a Stefan, pero necesitaba un plan.

Tenía que acudir a la casa segura de Evgena, eso para empezar.

Con independencia de dónde se ocultara Stefan, sería allí adonde iría al final. Pero antes de eso, Ulrika tenía que volver a alimentarse, y necesitaría tiempo para encontrar una víctima. El sol estaría en lo alto del cielo antes de que llegara a la casa. ¿Y si Galiana no la dejaba entrar? No podía esperar en la calle a que llegara Stefan. Moriría quemada.

Ulrika gruñó y bajó la cabeza. Era imposible. Tenía el tiempo y el sol en contra. Todo estaba a favor de Stefan.

La máscara de tragedia aún le colgaba del cuello, burlándose de ella con su boca curvada hacia abajo. Levantó una mano para arrancársela, pero entonces se detuvo, inspirada de repente. ¡La máscara! ¡La máscara era la respuesta!

Se volvió en dirección al Novygrad, y bajó cojeando del tejado con renovada decisión. Requeriría un poco de tiempo, pero si lo hacía bien, esperaba poder enfrentarse con Stefan sin importar a qué hora atacara, ya fuera de noche o de día.

* * *

Cuando atravesaba la ciudad, Ulrika encontró una víctima digna de serlo, un proxeneta que hacía sus negocios en una carnicería abandonada; luego, sintiéndose más fortalecida, aunque en absoluto recuperada, corrió de vuelta a la panadería. Llegó a ella sólo unos pasos por delante de la aurora, y los primeros rayos de luz solar hendían ya la oscuridad del sótano antes de que ella acabara de quitarse el jubón y la camisa para examinar la herida que le había hecho Stefan.

Tras una noche de descanso y dos comidas, el punto de entrada no era más que una cicatriz en forma de estrella, pero por la hinchazón y dureza de su abdomen sabía que aún no había sanado todo en su interior. Se sentía como si le hubieran inflado un globo debajo de las costillas. No tenía ni idea de cómo arreglar eso, ni de si se curaría sólo, así que se limitó a usar la camisa estropeada para envolverse la cintura con un vendaje tan apretado como le fuera posible, y luego comenzó a prepararse para la batalla.

Primero se puso la última camisa que le quedaba, que luego se ató apretadamente en torno a las muñecas y el cuello con tiras arrancadas de la otra. A continuación se puso el jubón y los calzones grises, anudando las cintas tan apretadamente como pudo, y por último el justillo de cuero que había llevado durante el viaje. A continuación se calzó las botas altas de montar de caña ajustada y se remetió dentro la boca de las perneras de los calzones.

Luego vino la parte más difícil. La máscara de tragedia le ocultaría la cara, y la gruesa capa de viaje tenía una capucha que le cubriría la cabeza, pero ninguna de estas cosas la protegía completamente del sol. Quedaban el cuello y la frente, además de los orificios para los ojos y la boca que tenía la máscara. Lo que necesitaba era algo parecido al velo que llevaban los miembros del culto, y se maldijo por no haber tenido la previsión de apoderarse de uno cuando tuvo la oportunidad de hacerlo.

Vació la mochila y registró sus escasas pertenencias. Podía envolverse la cabeza con el resto de la camisa desgarrada, pero era blanca. Cuando estuviera al sol, le resultaría casi imposible ver a través de ella. Necesitaba algo negro y fino. Entonces recordó que el esclavista que Stefan le había llevado para que se alimentara ¡llevaba un pañuelo negro debajo del sombrero!

Fue a toda prisa hasta la habitación en el interior de la cual lo habían tirado. El cuerpo aún estaba allí. Le arrancó el pañuelo de la cabeza y lo olió con desagrado. Olía a cadáver de tres días y a gomina, pero no había nada que hacer. Se lo puso sobre el rostro, y luego se lo ató con fuerza a la altura de la frente y en torno a la garganta, y se metió las puntas por dentro del cuello de la camisa.

Por último, se colocó la máscara sobre el velo, se puso la gruesa capa y se echó la voluminosa capucha tan adelante como pudo, para luego ponerse los guantes de montar y desdoblar los largos puños de modo que quedaran por encima de las mangas. Su atuendo estaba completo. Era sofocantemente caluroso y claustrofóbico, y no le cabía duda de que la iban a mirar bastante, incluso en una ciudad tan loca como Praag, pero había logrado protegerse contra el sol, o así lo esperaba. La prueba la obtendría en la práctica.

Se volvió hacia la escalera y cuadró los hombros, para luego ascender a paso de marcha y salir a la luz del día.

Ulrika supuso que era afortunada porque el día era oscuro y el cielo estaba nublado, pero a pesar de todo, cuando había pasado menos de un minuto a cielo abierto, estuvo a punto de dar media vuelta y considerarlo todo un error. De por sí, las prendas eran abrigadas; bajo el sol, aun filtrado por las nubes como estaba, se sentía como si llevara una armadura completa en medio del desierto de Nehekhara. Se estaba asando, a pesar de que se mantenía en la sombra, y la fuerza parecía escapar de su cuerpo a cada paso, haciendo que sintiera mareo y confusión, pero no tenía alternativa. Encontrar el camino a través de las cloacas y evitar las cosas que vivían en ellas le llevaría demasiado tiempo, y no podía arriesgarse a dejar que Stefan llegara a la casa segura antes que ella.

Praag parecía tan fatigada y desorientada como ella. Había desaparecido la euforia maníaca que había llamado la atención de Ulrika desde su llegada. Nadie cantaba. Nadie reía. Los soldados, comerciantes y mendigos que veía por la calle arrastraban los pies con desgana, callados y desanimados, como juerguistas con resaca que se encaminaran a su casa después de la fiesta. Todos los cotilleos del mercado giraban en torno a la locura y las muertes que se habían producido en el Teatro de la Ópera y a los miembros del culto que habían sido quemados ante él… así como del miedo de que pudiese haber más acechando en las sombras.

Ulrika se preguntó si la destrucción de la Viola de Fieromonte había tenido algo que ver con el estado de ánimo general. Tal vez el violín, al despertar, había provocado en la ciudad, de algún modo, una locura por la música, y ahora que había desaparecido y el demonio de su interior había regresado al vacío, cabía la posibilidad de que aquella manía melódica hubiese muerto con él.

O quizá sólo se debía a que era por la mañana. Ulrika ya no solía ver cómo eran las mañanas.

Al fin llegó a la tranquila calle sin salida en la que estaba la casa segura, y continuó con más cautela, rodeando la fuente con la estatua de Salyak en el centro, buscando a Stefan o algún signo que indicara que ya había estado allí. No vio nada, y la casa parecía tan tranquila y sencilla como antes. Se acercó a la puerta delantera y llamó con el puño, para luego recostarse contra la puerta, cansada.

No hubo respuesta.

Volvió a llamar, y pasado un largo rato oyó pasos acercándose.

—Marchaos —dijo una voz que Ulrika reconoció como perteneciente a uno de los hombres de Evgena—. La señora no recibe.

—Sólo quiero saber que está bien —dijo Ulrika—. Asegurarme de que no ha tenido ninguna… visita.

—No tengo libertad para decirlo. Marchaos.

Ulrika gruñó por lo bajo, pues el dolor que le causaba el sol la volvía impaciente.

—¡Estúpido! ¡Ya sabes quién soy! ¡Quiero saber si está a salvo! ¡Quiero saber si todavía está viva!

Los pasos se alejaron.

Se puso a aporrear la puerta.

—¡Dímelo, maldito!

—Está viva —dijo una voz detrás de ella—, pero no lo estará por mucho tiempo.

Ulrika se volvió con rapidez. Stefan von Kohln se encontraba de pie junto a la fuente que había en medio de la calle sin salida,, tocado con un sombrero de ala ancha que le sombreaba la cara, y el estoque desnudo en la mano.