14: El antiguo régimen
14
El antiguo régimen
Hermana.
Por esa sola palabra Ulrika supo que sus sospechas eran acertadas. Las sombras que la habían seguido durante toda la noche se habían materializado al fin, para revelarse como lahmianas. Recorrió el entorno con la mirada, en busca del vampiro varón que la había estado vigilando antes, pero no se lo veía por ninguna parte. ¿Sería el explorador de aquellas mujeres? ¿Su perro? ¿Su asesino?
—Dejadme marchar —dijo—. Tengo que detener a ese hombre.
—Tú no tienes que hacer nada hasta que yo te lo permita —dijo la mujer vampiro más alta, señalando a Ulrika con un abanico de marfil—. ¿Quién eres? ¿De qué linaje? ¿Por qué has venido a Praag?
A Ulrika no le gustó su tono.
—¿Y por qué eso iba a ser asunto tuyo?
La mujer se irguió. De cerca, su cara era un mapa de diminutas arrugas cubiertas por una gruesa capa de maquillaje blanco que no lograba ocultarlas. Las cejas estaban pintadas en la piel.
—Todo lo que sucede en Praag es asunto mío —replicó—. Soy la boyarina Evgena Boradin. Gobierno aquí por orden de la reina de la Montaña de Plata, y todas las de nuestra sangre que moran aquí lo hacen por indulgencia mía. Me darás la respuesta que quiero, o Raiza me dará tu cabeza.
Ulrika desvió por un breve segundo la mirada hacia la mujer que empuñaba el sable. Se trataba de una guerrera dura, de nariz aguileña, a quien el lacio cabello rubio le colgaba por debajo del gorro como una cortina. Parecía más que capaz de cortarle la cabeza a Ulrika.
—Pero él se escapa —protestó Ulrika con voz ronca.
—Hay otros ratones —dijo la muñequita con una risilla tonta—. Uno no tiene ninguna importancia. —También ella tenía la piel arrugada y pintada, y Ulrika se dio cuenta de que su cascada de cabello pelirrojo era una peluca que parecía demasiado grande para su cabeza.
—No lo entendéis —insistió Ulrika—. Va a advertir a su jefe de mi llegada. Desaparecerán. ¡Los perderé!
La anciana boyarina pareció por completo indiferente.
—Tienes razón. No lo entiendo. Pareces estar llevando a cabo una especie de venganza en mis territorios, y haciendo una matanza a cada paso sin pensar en las consecuencias. No podemos permitir que corran por Praag rumores de hombres desangrados. No podemos permitir que se cuenten historias de murciélagos grandes como hombres. Estás amenazando nuestra seguridad con estas necias travesuras. La policía secreta ya está haciendo preguntas. Ahora, habla. ¿Quién eres?
Ulrika rechinó los dientes con frustración.
—Me llamo Ulrika Magdova Straghov, y he venido a Praag para defenderla contra las hordas del Caos.
La pelirroja arrugada soltó una chillona carcajada.
—Llegas tarde para eso.
—Silencio, Galiana —la interrumpió la boyarina Evgena sin apartar la mirada de Ulrika—. ¿Y tu linaje?
Ulrika vaciló. No parecía prudente mencionar allí a su verdadero padre. Ya había suficientes sospechas. Decirles que su padre tenía sangre von Carstein no las tranquilizaría.
—Mi señora es Gabriella von Nachthafen —dijo—. Una lahmiana, como vosotras, pero ahora no sirvo a nadie y no rindo tributo a linaje alguno.
Galiana soltó una nueva risilla al oír eso.
—Todavía no hace un año que estás muerta, ¿verdad?
—Tengo noticia de tu señora —dijo Evgena, con el ceño fruncido—. Está en Nuln ahora, ¿verdad? Allí ha habido problemas. ¿Has sido tú la causa de ellos?
Ulrika alzó el mentón.
—Yo maté al que los causó. Un strigoi demente.
—Entonces, ¿por qué huiste? —preguntó Evgena.
—¡Yo no huí! —bramó Ulrika—. Yo… yo me marché por mi cuenta —miró a Evgena con ferocidad—. Ahora ya tienes tus respuestas. ¿Me dejaréis pasar?
Evgena alzó una de sus cejas pintadas.
—¿Estás loca? Por supuesto que no. No puedo permitir que un vampiro que no me ha jurado vasallaje ande suelto por mis dominios. Tienes tres alternativas, muchacha: aceptarme como tu señora, abandonar Praag de inmediato, o ser destruida aquí y ahora. ¿Qué escoges?
Ulrika gruñó. No quería besar la mano de aquella vetusta corneja polvorienta, ni tampoco quería marcharse de Praag. Tenía ganas de atacarlas y correr tras el adorador del Caos, pero armada con sólo un barrote de hierro no lograría vencerlas. No se enfrentaba con lentos humanos asustados. Lo más probable era que no lograra esquivar ni la primera estocada de la mujer rubia que empuñaba el sable cuya punta aún le presionaba la garganta. Apretó los puños con furia. Era precisamente para escapar a aquel tipo de arrogante autoridad que había abandonado Nuln.
—No escogeré —dijo.
—Entonces, yo escogeré por ti —replicó Evgena. Agitó su abanico hacia la que empuñaba la espada—. Raiza, mátala.
Con la fría rapidez de un autómata, Raiza lanzó una estocada con el sable, pero esto no tomó a Ulrika completamente por sorpresa. El tono y el gesto de Evgena la habían advertido con un segundo de antelación, y se había echado atrás y tirado al suelo en el momento en que la punta del sable avanzaba. El filo de la hoja le hizo un corte en un costado del cuello, pero la punta no había alcanzado la garganta y las venas.
Cayó de espaldas, luego rodó hasta ponerse de pie y alzó el barrote de hierro mientras la sangre le corría cuello abajo y se le colaba debajo de la ropa.
—¡¿Por qué no podéis dejarme en paz?! —gritó, cuando Raiza avanzó con precaución, con el sable levantado—. ¿Por qué no lucháis contra un enemigo real?
Las mujeres no le respondieron, sino que avanzaron para rodearla. Ulrika gruñó y retrocedió hacia la destilería derrumbada mientras su furia iba en aumento.
—Dices que todo lo que sucede en Praag es asunto tuyo —le espetó—. Dices que es tu dominio. Mira esa bodega. Un culto del Caos está trabajando debajo de tus narices para destruir la ciudad, y tú no sabes nada al respecto. Estás más interesada en obligarme a acatar tus normas que en defender tu territorio.
—Siempre hay cultos del Caos —respondió Evgena mientras le cerraba el paso a Ulrika por la derecha—. Y siempre trabajan para destruir Praag. Pero en los doscientos años que he gobernado aquí, nunca han logrado lo que pretenden. Se destruyen entre sí, o luchan contra otros cultos, o los erradican los sacerdotes o la policía secreta. No son asunto nuestro.
—Tú no gobiernas aquí —se burló Ulrika. Percibía los ruinosos muros de la destilería que se alzaban detrás de ella—. Una gobernante cuida de sus súbditos. Incluso una pastora protege su rebaño de los lobos antes de llevarse su añojo. Vosotras no sois nada más que parásitos.
Evgena y Galiana se le acercaron por ambos lados entre susurros de sus vestidos de satén mientras dejaban salir las garras y Raiza avanzaba por el frente. Ulrika se tensó. Podía atacar, pero perdería. Las dos ancianas la sujetarían mientras Raiza le cortaba la cabeza. Con un chillido de furia, Ulrika hizo molinetes con el barrote de hierro, para luego dar media vuelta y saltar por encima del muro derrumbado que tenía detrás.
Aterrizó en una sala que en otros tiempos había sido una oficina. El escritorio y las sillas se encontraban enterrados bajo los maderos del tejado. Trepó por encima de ellos y salió a toda velocidad por la puerta de la pared opuesta. Oyó el ruido sordo de unos pies que caían detrás de ella. Se volvió a mirar y vio que Raiza también saltaba por encima del escritorio. Evgena y Galiana no la habían seguido.
Ulrika salió disparada por el corredor, con la mujer del sable siguiéndola de cerca. Era veloz, tal vez más que Ulrika, y se concentraba como un halcón sobre la presa. Ulrika derribaba maderos y escombros tras de sí, pero Raiza lo esquivaba todo, sin apartar en ningún momento los ojos de la espalda de su presa.
Ulrika salió como una tromba a través de la puerta quemada y cruzó una zona abierta que aún tenía techo. A lo largo de la pared se veían grandes hornos de ladrillo, con depósitos de arena y estantes de madera llenos de polvorientas botellas e instrumentos de soplador de vidrio junto a ellas.
Raiza ganó terreno en aquel espacio despejado, y Ulrika oyó silbar a su espalda la hoja del sable. Barrió el aire con el barrote de hierro a la altura de las piernas de Raiza. La otra lo partió en dos y le hizo un corte a Ulrika en el hombro. Ulrika maldijo y derribó una estantería de botellas mientras continuaba con paso tambaleante, con los dientes apretados a causa del dolor. Raiza esquivó la estantería, pero pisó una botella que rodaba y cayó con fuerza contra el suelo.
Ulrika no se detuvo para luchar. Saltó encima de uno de los viejos hornos, luego trepó con las garras para alcanzar el agujero del techo, y se izó hasta salir a las placas de pizarra que cubrían el tejado. El hombro le palpitaba y sangraba en abundancia. Raiza ya volvía a estar de pie y escalaba el horno tras ella.
Ulrika se dio la vuelta y le arrojó el trozo de barrote que le quedaba. Impactó contra la cabeza de Raiza y la hizo caer otra vez al suelo. Ulrika corrió pesadamente por el tejado hasta el final del edificio sin dejar de presionarse el hombro herido, y luego saltó por encima de un callejón hacia el tejado de un bloque de viviendas, donde aterrizó entre dos chimeneas. Trepó hasta la cima del tejado, pero se encontró con que se deslizaba inexorablemente hacia un agujero abierto en la otra vertiente.
Con una contorsión violenta se lanzó hacia un lado, y se detuvo justo a la izquierda del agujero. Levantó la cabeza y escuchó. No le llegó ningún sonido de persecución, y dedicó un segundo a examinar la herida que Raiza le había hecho en el hombro. Era profunda, pero ya se estaba cerrando gracias a la sangre del adorador del Caos que había bebido. La presionó y continuó hacia el siguiente tejado. No podía detenerse. Raiza se recuperaría, y tenía que lograr llegar antes que el fugitivo a la dirección que le había dado el jefe.
Un golpe sordo detrás de ella hizo estremecer el tejado. Se volvió. Raiza estaba en mitad de un salto, silueteada contra Mannslieb, con la espada en alto. Ulrika se lanzó hacia un lado y se apartó a toda prisa mientras la vampiro de la espada aterrizaba y lanzaba una estocada. Entonces deseó no haberle arrojado el barrote de hierro. Para defenderse, incluso aquel trozo habría sido mejor que nada. Se situó al otro lado de una chimenea y luego miró por encima de un hombro. El tejado contiguo había desaparecido en su totalidad, devorado por las llamas, para dejar a la vista las viviendas quemadas de debajo. Se encontraba de espaldas al vacío.
Se dio la vuelta en el momento en que Raiza rodeaba la chimenea, y permaneció inmóvil cuando algo, a su izquierda, llamó la atención. Había una figura observándolas desde otro tejado: el vampiro de la taberna Jarra Azul. Así que estaba aliado con las lahmianas… Pero, no, porque se limitaba a quedarse allí, observando.
El sable de Raiza le pinchó las costillas, donde dio en hueso. Ulrika soltó una exclamación ahogada y cayó de espaldas, agitando brazos y piernas, a través del tejado consumido por las llamas. Una viga ennegrecida pasó como un borrón por su lado, y Ulrika manoteó en el aire y logró atraparla, aunque se rompió como una ramita y ella se estrelló contra las quemadas tablas del suelo de la ruinosa vivienda, aún con el trozo de madera chamuscada en las manos. La tablazón crujió peligrosamente, y la pared interior, que se apoyaba contra un armario rajado como un borracho se apoya en un amigo, se desplazó de manera amenazante y dejó caer una lluvia de trocitos de escayola.
Raiza entró con más elegancia que Ulrika en la habitación, saltando del tejado a una viga, de ésta a una cama y de allí al suelo, pero el primer paso que dio estuvo a punto de ser el último. Una tabla ennegrecida cedió bajo su bota, y tuvo que sujetarse para evitar caer al piso inferior.
¡Una oportunidad! Ulrika se levantó con precipitación y la acometió con el trozo de viga para intentar desarmarla. Raiza la bloqueó con facilidad y dirigió una respuesta directa hacia el corazón de Ulrika.
Ésta paró el golpe con su tosca arma; la hoja del sable pasó a un par de centímetros de sus costillas y dejó un surco blanco en la madera quemada.
Se separaron de un salto y se pusieron en guardia, para luego moverse en círculos, pisando con cuidado para evitar los agujeros y puntos débiles del suelo. Ulrika deseó tener su estoque. La mujer del sable era uno de los mejores esgrimistas con los que jamás se hubiera medido, y sin duda la más veloz. Enfrentada con ella espada contra espada, la lucha habría podido ser una delicia, con independencia de las consecuencias. Pero tal y como estaban las cosas, era sólo una frustración.
—Tienes un buen brazo —dijo Ulrika, mientras se apartaba de los ojos un mechón de pelo—. Lamento no tener una espada adecuada que me permita ser un reto para ti.
—Acepta la oferta de la boyarina —respondió Raiza con un susurro acerado—, y libraremos un duelo cada noche.
—No he dejado a una señora para arrastrarme hasta otra —declaró Ulrika—. Soy dueña de mis…
Raiza saltó antes de que Ulrika acabara la frase, y se lanzó a fondo para asestarle una estocada. Ulrika reculó con desesperación, al tiempo que golpeaba la hoja del sable con el trozo de madera, pero la otra se agachó y volvió a atacar. Ulrika se lanzó de espaldas para evitar la punta del sable, y cayó pesadamente al suelo.
Raiza continuó avanzando, con el sable en alto para descargar un tajo. Ulrika se dio impulso contra el suelo para levantarse, o más bien lo intentó. Su mano y su brazo izquierdos atravesaron las debilitadas tablas y se estrelló de cara contra el suelo. El sable silbó al pasar por encima de su cabeza, y ella rodó, sacando el brazo del interior del agujero y sujetando el trozo de viga ennegrecida ante sí. Raiza se lo hizo soltar de un golpe y volvió a descargar un tajo.
Ulrika retrocedió boca arriba y sus hombros chocaron contra algo pesado que tenía detrás. El armario.
¡El armario!
Cuando Raiza dirigió una estocada contra su pecho, Ulrika se apartó a un lado y propinó una patada a la base del armario para intentar hacerlo caer. Se movió, y Raiza alzó la mirada porque la pared que se apoyaba en él también se movió y dejó caer una lluvia de pequeños cascotes.
Ulrika propinó una segunda patada al armario, que comenzó a inclinarse hacia adelante, y la pared lo siguió. Ulrika gateó a toda velocidad hasta el borde de la habitación mientras Raiza retrocedía de un salto. El armario y la pared se estrellaron contra el suelo a poco más de dos centímetros de la punta de sus botas, sin tocarla. Ulrika soltó una maldición. La mujer era demasiado rápida.
Pero el muro no se detuvo al llegar al suelo, sino que atravesó las desvencijadas tablas y lo arrastró todo consigo. Las tablas de debajo de los pies de Raiza se inclinaron como la cubierta de un barco que se escorara, y resbaló hacia el piso de abajo en medio de una lluvia de madera, escayola y escombros.
Ulrika se asomó al agujero pero no vio nada en la densa nube de polvo que ascendía por él. Vaciló, y estuvo a punto de gritar para preguntarle a Raiza si estaba bien, pero luego soltó un bufido ante semejante idea. La mujer había intentado matarla.
Dio media vuelta, saltó a lo alto de las vigas, y luego trepó hasta el agujero del tejado ¿Aún estaría allí el vampiro varón? Asomó la cabeza y echó una mirada por los alrededores. No lo vio. Tampoco vio a la boyarina Evgena ni a Galiana. Por supuesto, podían estar todos al acecho, esperando, pero tendría que correr el riesgo. No podía darle a Raiza tiempo para recuperarse, y aún tenía que llegar antes que el fugitivo hasta el jefe de los adoradores del Caos.
Corrió por los tejados en dirección al barrio de los Comerciantes mientras maldecía a todos los vampiros. ¿Por qué no podían dejarla tranquila? Ella no tenía intención de causarles ningún daño. No quería tener nada que ver con ninguno de ellos. ¿Tenían que ser como perros salvajes, luchando contra todos los que se atrevieran a entrar en su territorio? No fue hasta que olió humo en el viento y vio un brillante resplandor anaranjado por encima de los tejados que despertó de su enfadada ensoñación para pasar a una sensación de pavor.
Ulrika saltó a la calle y recorrió a toda velocidad las últimas manzanas. En la calle de los Joyeros, el humo era más denso que la niebla, y la gente llegaba corriendo desde todas partes pidiendo a gritos escaleras, cubos y agua. Ella sabía con certeza lo que iba a encontrar, pero la sangre aún le hervía cuando giró en la última esquina y lo vio ante sí. La vivienda de encima de la tienda del platero Gurdjieff ardía como una tea. De hecho, la totalidad del edificio y los que tenía a ambos lados estaban envueltos en llamas, y en la calle yacían cuerpos ennegrecidos que los rescatadores habían sacado al exterior demasiado tarde. En algún lugar lejano, un violín tocaba una música lastimera, un réquiem por los muertos, casi ahogado por el crepitar de las llamas.
¡Malditas lahmianas! Si no la hubieran detenido, habría dado alcance al adorador del Caos al cabo de una manzana, y luego habría ido allí y sorprendido desprevenido al intermediario. En cambio, lo habían puesto sobre aviso, y había hecho desaparecer su rastro del modo más tosco y efectivo posible. Ya no podría hallarse pista alguna en el interior de la vivienda. La indeseable intervención de sus malditas hermanas le había costado la mejor pista que tenía.
¿Cómo iba a encontrar otra vez al culto? ¿Debía regresar a la destilería? ¿Debía vigilar la bodega en la que había encontrado por primera vez a una de sus víctimas? Podrían no regresar jamás a esos sitios. Tenía que haber una manera más rápida de lograrlo.
Entonces se le ocurrió. Sabía de un hombre que aceptaba el dinero del culto y tenía tratos regulares con sus miembros: Gaznayev, el matón que les procuraba las muchachas y las retenía en su almacén. Con una sonrisa salvaje, le volvió la espalda al fuego y echó a andar hacia el río.
Había llegado el momento de recuperar la espada.