4: Las murallas de Nuln

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Las murallas de Nuln

Ulrika retrocedió y, haciendo un esfuerzo, mantuvo la mano apartada de la empuñadura del estoque. Famke también retrocedió, atemorizada.

—Me… me temo que habéis oído mal, señora —protestó Ulrika.

—¿De verdad? —preguntó Hermione—. Entonces, ¿qué has dicho, con exactitud?

Ulrika abrió la boca, pero no salió nada por ella. Se maldijo. Si ella hubiera sido la condesa, las mentiras habrían corrido como el vino. Gabriella nunca se quedaba sin nada que decir, pero Ulrika no había recibido formación en esgrima de salón. Le lanzó una mirada a Famke, pero la muchacha parecía paralizada de miedo.

—No… no lo recuerdo —dijo al fin.

Hermione la fulminó con la mirada.

—Si vas a venir a ganarte a mi pupila para Gabriella, la verdad es que deberías estar mejor preparada —extendió una mano en el momento en que salían más hombres por la puerta de la casa, a sus espaldas—. Entrega tu espada. Serás retenida aquí hasta que pueda enviar a buscar a la condesa.

Ulrika retrocedió otro paso y sintió el contacto de los arbustos en la espalda. La tapia del jardín estaba cerca.

—Por supuesto —dijo—. Yo…

Con un movimiento repentino empujó a Famke contra Hermione, y luego dio media vuelta y atravesó los arbustos de un salto.

Hermione soltó un chillido de cólera, y a continuación comenzó a salmodiar un encantamiento que dañaba los oídos, mientras sus caballeros bramaban y se lanzaban al interior de la vegetación. Ulrika no miró atrás. Eso sólo serviría para retrasarla. Un árbol que tenía ante sí le ofrecía una rama baja. Dio un brinco y se impulsó apoyando los pies en el tronco y la rama para aterrizar sobre la tapia como un gato, pero el aire de encima del muro rieló y se hizo más denso cuando el hechizo de Hermione se acercó a su conclusión. Tiró de Ulrika cuando entró en contacto con él y la atrapó, volviéndola tan lenta como una mosca atrapada en miel. Los caballeros salieron de los matorrales y se pusieron a manotear debajo de ella para intentar atraparla por los tobillos.

Ulrika luchó contra el aire cada vez más denso, abriéndose paso a través de él con los brazos y apartándolo de sí con la mente. «¡Déjame marchar! —gritó mentalmente—. ¡Déjame en libertad!»

De repente quedó libre, y cayó desmañadamente en el callejón adoquinado donde se golpeó con fuerza rodillas y codos. Se levantó con precipitación y echó a correr mientras las voces de los caballeros de Hermione bramaban detrás de la tapia.

—¡Desactivad las protecciones, señora!

—¡Ha escapado!

—¡Que alguien traiga lámparas!

—¡Adiós, Famke! —gritó Ulrika por encima de un hombro, para luego girar a la izquierda, al final del callejón, y alejarse a la carrera, girando una y otra vez por las calles desiertas sin pensar ni por un momento adónde iría. No le llegaron sonidos de persecución, pero eso no era garantía de nada. No tenía ni idea de hasta dónde llegaban los poderes de Hermione. Por lo que ella sabía, la dama podía volar, aunque no parecía probable que quisiera llamar la atención revoloteando por encima de Nuln con un elegante vestido. Eso no era propio del estilo de las lahmianas.

No, pensó Ulrika con un estremecimiento. El estilo de las lahmianas era usar su influencia y posición para conseguir lo que querían. Hermione no saldría a darle caza, pediría a las autoridades que lo hicieran en su lugar. De repente, Ulrika sintió que las murallas de Nuln se cerraban sobre ella. Tenía que salir de allí antes de que Hermione le cerrara las rutas de escape, y ya había desperdiciado demasiado tiempo corriendo por ahí como un goblin sin cabeza.

Se detuvo y miró a su alrededor para orientarse. Estaba en el barrio de los Templos, y la rodeaban por todas partes los altísimos campanarios y las almenas de los templos de Sigmar, Shallya y Myrmidia. ¡Estúpida! Había llegado corriendo casi hasta el Jardín de Morr, en una dirección por completo errónea. Dio la vuelta y se encaminó hacia el sur, esta vez avanzando a paso veloz pero controlado, mientras rezaba a los dioses que ya no querían escucharla para pedirles que no fuera demasiado tarde.

Pocos minutos más tarde, se detuvo en las proximidades de la Alta Puerta, la entrada principal de la muralla que separaba el acaudalado barrio del Altestadt del plebeyo barrio comercial del Neuestadt. Ya había trepado por la muralla en una ocasión anterior para entrar en la ciudad, y había estado a punto de que la atraparan. No le apetecía nada volver a intentarlo.

Y tal vez no tendría que hacerlo. La otra vez había trepado por la muralla porque tenía el aspecto de un forastero zaparrastroso y de dudosa reputación a quien no era probable que los guardias permitieran entrar en el barrio noble en plena noche. Al bajar los ojos hacia su cuerpo ataviado con el hermoso jubón negro y las costosas botas, se preguntó si no podría intentar abordar el asunto de un modo más directo. En ese momento mostraba un aspecto noble, y sólo iba a entrar en el Neuestadt, cosa que a los guardias no les importaba demasiado.

Dirigió la mirada hacia adelante. En la puerta reinaba la calma. Los guardias vestidos con uniforme negro y coraza arrastraban los pies de un lado a otro como si estuvieran medio dormidos. Era entonces o nunca. Avanzó erguida y con el mentón en alto. Al aproximarse, los guardias alzaron la mirada, la observaron y luego se pusieron firmes y apoyaron las lanzas en el suelo al ver el corte de su ropa.

Ella les dedicó un frío asentimiento de cabeza y los guardias le franquearon la entrada peatonal que había junto a las grandes puertas.

—Buenas noches, mein Herr —dijo el barbudo capitán de la puerta al tiempo que le dedicaba un saludo militar.

—Buenas noches —respondió Ulrika al saludo mientras entraba en el estrecho túnel que atravesaba la muralla.

Con el rabillo del ojo vio que el capitán reaccionaba de manera extraña. O bien su cara o bien su voz le habían desvelado que era una mujer. Continuó caminando y se obligó a no acelerar el paso. Sentía los ojos de él clavados en la espalda, pero el hombre no dijo nada cuando salió por el otro extremo del pequeño pasadizo para adentrarse en el Neuestadt. Una puerta menos. Sólo quedaba una por atravesar.

Pero justo cuando dejaba escapar un suspiro de alivio y comenzaba a alejarse a grandes zancadas, oyó un golpeteo de cascos de caballo a su espalda. Se volvió a mirar atrás y vio que cuatro jinetes se aproximaban a la puerta por el lado del Altestadt, gritando que les abrieran. Ulrika se detuvo en seco. Había reconocido a los hombres. Eran todos gente de Hermione. Se metió en la boca de un callejón y escuchó lo que decían.

—Estamos buscando a un ladrón —estaba diciendo uno de ellos—. Una mujer disfrazada de caballero. Le ha robado las joyas a mi señora.

El capitán se quedó boquiabierto.

—¡Acabamos de dejarla pasar hace apenas unos segundos! —Se volvió para gritarles a sus hombres—: ¡Abrid! ¡Abrid! —Y a continuación se asomó a mirar entre los barrotes de la puerta que se abría—. ¡Está justo…! Vaya, ha desaparecido. ¿Adónde puede haber ido?

—La encontraremos, capitán —dijo el primer jinete, y se lanzó a través de la abertura con los otros siguiéndolo—. ¡Bergen! ¡Standt! —gritó—. ¡Alertad a las otras puertas! Folstadt y yo la buscaremos por aquí.

—Sí, mi señor —replicaron los hombres, y se adentraron en el Altestadt acompañados por un atronador golpeteo de cascos, mientras su jefe y el otro ralentizaban el paso para mirar dentro de todos los portales y callejones.

* * *

Ulrika se encogió en las sombras y los observó cuando pasaron mientras gemía mentalmente. Era rápida, pero no tanto como un caballo. Llegarían a las puertas mucho antes que ella, y entonces se encontraría atrapada. ¿Había algún otro camino de salida? ¿Podría salir trepando por la muralla? Había salvado la muralla del Altestadt, pero las murallas exteriores eran algo por completo diferente, muy patrulladas y mucho más altas. Era probable que la caída hasta el suelo le rompiera los tobillos o las piernas, tanto si tenía una fuerza sobrehumana como si no.

No. Las murallas no eran una opción. Tenía que hallar otra manera de salir de Nuln, y pronto, ya que era una ciudad de tamaño demasiado reducido como para poder esconderse en ella de manera indefinida. Sería sólo cuestión de tiempo que Hermione y Gabriella, o los cazadores de brujas, hallaran su rastro.

Echó a andar por el callejón, evitando los charcos malolientes y con el oído alerta por si llegaba hasta ella ruido de cascos de caballos, mientras se devanaba los sesos en busca de una vía de escape. Si hubiera sido humana, habría podido disfrazarse y escabullirse a través de las puertas principales de la ciudad cuando abrieran por la mañana y las multitudes comenzaran a entrar y salir, pero eso era de todo punto imposible para ella, ya que ardería hasta convertirse en cenizas bajo los abrasadores rayos del sol. Y lo peor era que eso nunca cambiaría: las puertas se cerrarían cada noche y la dejarían atrapada dentro de Nuln en el único momento del día durante el cual podía salir al exterior, para volver a abrirse justo después de que ella se viera obligada a buscar refugio en las sombras. ¿Aristócrata de la noche? ¡Vaya chiste! Más bien prisionera de la noche.

Pero entonces, en medio del Handelbezirk, justo cuando estaba a punto de darse por vencida y comenzar a buscar un refugio donde pasar el día que se aproximaba, se metió en una densa niebla que iba expandiéndose, y a su nariz llegó el repugnante hedor a humedad del río. Al inhalarlo, levantó la cabeza. ¡El río! Ésa sí que era una puerta difícil de vigilar.

Maldijo mientras echaba a andar por las silenciosas calles en dirección a los muelles. ¿Por qué no había pensado en eso antes? Ella y Gabriella habían viajado desde Eicheshatten hasta Nuln en el camarote de lujo de un barco fluvial, y en ningún momento habían tenido que preocuparse por el sol. Reservar plaza en un barco de pasajeros, aunque friera con nombre falso, no era prudente, por supuesto. Ulrika no tenía ni una cara ni unos modales que un sobrecargo pudiera olvidar con facilidad, en el caso de que las lahmianas acudiesen a preguntar por ella. Tendría que viajar como polizón, pero eso era todavía mejor. El sol no llegaba nunca a las bodegas de un barco de carga. Podría salir de la ciudad sin correr el más mínimo riesgo, y no tendría que esperar hasta la noche siguiente para hacerlo.

Ya antes de que comenzara a amanecer, la orilla del río bullía de industriosa actividad, tanto legal como ilegal. Los capitanes y oficiales del puerto comprobaban los manifiestos a la luz de las linternas, y desprendían la tapa de algunos cajones para inspeccionar las mercancías que contenían, mientras que otras figuras merodeaban por los alrededores y llevaban a cabo intercambios más furtivos a la sombra de los almacenes de madera gris. Los estibadores llenaban redes de carga y hacían rodar barriles por las pasarelas de los barcos mientras, en las zonas oscuras que mediaban entre los muelles más grandes, pequeños esquifes ocultos por la niebla descargaban el contrabando que llevaban directamente a los conductos de las cloacas que tenían la reja rota, a través de los cuales sería distribuido a un centenar de destinos de toda la ciudad. Había mujeres que iban de un lado a otro con parrillas provistas de ruedas y vendían tortuga de río y sopa de pescado caliente a las tripulaciones, mientras que otras, ataviadas con ropa más colorida, se paseaban con mayor lentitud, dispuestas a saciar los más bajos apetitos de los hombres. Cuando echó a andar con cautela entre la multitud, hubo mendigos que le tironearon de la capa para gimotearle una limosna, mientras tipos de aspecto duro observaban su elegante ropa y hermoso estoque desde la puerta de las tabernas del puerto donde haraganeaban.

La frenética actividad de todo aquello la sorprendió. Había esperado encontrar los muelles en calma a aquella hora del día, y abrigaba la esperanza de poder subir a bordo de un barco todavía sin tripulantes para escabullirse dentro de la bodega sin mayores dificultades. No había ningún barco carente de tripulación. Había hombres pululando en todos ellos.

Miró hacia el este. En esa dirección, la niebla presentaba ya un inconfundible resplandor anaranjado. Si no se daba prisa en subir a bordo de alguno de ellos, tendría que renunciar al intento y volver a probar a la noche siguiente. Entonces vio la manera de hacerlo.

las mujeres de las parrillas. Cuando pasaban con su carrito ante un barco y voceaban sus mercancías, los hombres de a bordo dejaban lo que estaban haciendo y corrían a tomar un tazón de sopa caliente y un bocado rápido. Lo único que tenía que hacer era sincronizarse bien con ellas.

Comenzó a seguir a una mujer que empujaba un carrito de color rojo brillante.

—¡Sopa de pescado caliente! —voceaba—. ¡No podría estar más orgullosa! ¡Sopa de pescado caliente! ¡Mejor que cualquier otra cosa!

Los hombres de un barco fluvial de fondo plano vieron que el patrón les hacía un gesto de asentimiento con la cabeza, y bajaron por la pasarela frotándose las manos y gritándole alegres ordinarieces a la mujer de la parrilla, que les respondió del mismo modo.

Ulrika subió con disimulo y aparente despreocupación hasta el barco y echó un vistazo por encima de la borda. En el centro de la ancha cubierta había una gran escotilla abierta, con un palé de barriles de pólvora colgando por encima, sujeto al extremo de la cuerda de una polea. Se volvió a mirar a los hombres. Estaban todos apiñados en torno a la mujer de la parrilla, empujándose y bromeando. Por desgracia, el patrón se había quedado a bordo, paseándose y revisando un montón de papeles en la cubierta de popa.

Ulrika apretó los dientes. Tendría que arriesgarse en cuanto el hombre le diera la espalda. ¡Ya! Con un veloz salto pasó por encima de la borda, atravesó a paso ligero la cubierta, y se dejó caer por la escotilla.

Aterrizó con un suave golpe sordo en medio de la oscura bodega, y se quedó allí, con los hombros tensos, en espera de oír gritos de sorpresa. No le llegó ninguno, de modo que se relajó. La bodega era tan larga como el barco, y en ella había pilas de barriles de pólvora y de cajones de madera que contenían fusiles y presentaban la marca de la forja local grabada a fuego en los laterales. Las pilas estaban cubiertas con lonas y llegaban hasta el mamparo de popa. Ulrika trepó y gateó por encima de ellas hasta hallarse tan lejos de la escotilla como le fue posible, y luego se arrastró por debajo de una lona y se acurrucó entre los barriles.

La recorrió un estremecimiento de emoción cuando se descolgó del hombro la mochila improvisada para usarla de almohada. Lo había logrado. Había escapado de Gabriella y de Hermione, y había encontrado una manera de salir de Nuln. Era libre. ¡Podía ir a dondequiera que le acomodara, hacer lo que le apeteciera hacer, ser quien deseara ser!

Este pensamiento la sobresaltó. ¿Adónde quería ir, con exactitud? ¿Qué le apetecía hacer? ¿Quién deseaba ser? Había estado tan concentrada en obtener su libertad que hasta ese momento no había dedicado un solo pensamiento a qué iba a hacer con su libertad una vez que la lograra.

Cuando pensaba que Famke la acompañaría, tuvo la idea de marcharse y comenzar una nueva vida con ella fuera de los confines de la hermandad, pero no había previsto nada en concreto, sólo imaginado algunas situaciones —galopar por caminos serpenteantes sobre un par de caballos de guerra, dormir en el henil de algún granjero, encontrar una vivienda apartada de todo donde poder vivir en paz—, todo tonterías de libro de cuentos, bien pensado. Jamás habría sido nada parecido.

Las botas de los hombres golpeteaban la cubierta por encima de ella, que oyó sus voces ásperas gritándose instrucciones y el chirrido del torno que bajaba el palé de barriles a la bodega, donde los hombres los llevarían rodando hasta el sitio que les estaba asignado. Bien. Pronto soltarían amarras.

Volvió a concentrarse en su problema. Ahora que estaba sola, no tenía ni idea de que quena hacer ni sabía adónde ir. Ni siquiera sabía cuál era el destino del barco. ¿Debería ir a Altdorf? Nunca antes había estado en la capital imperial, y siempre había querido verla. ¿Debería regresar a Middenheim, donde conocía al graf? Tal vez no. Ciertamente no sería posible renovar esa amistad, y los moradores de Middenheim eran todavía más suspicaces y fanáticos que los otros habitantes del Imperio. Sería peligroso acudir allí siendo un vampiro. ¿Acaso debía marcharse lejos del Imperio? Ésa era una idea atractiva. Podía ir a Marienburgo, Bretonia o Tilea, donde el clima era más cálido y, como en esos sitios no conocía a nadie, podría empezar de cero.

Entonces, con una repentina claridad meridiana, supo con precisión adónde quería ir… adónde tenía que ir. Su renacimiento y reeducación como vampiro, sumados a la pesadilla de Murnau y los asesinatos de las hermanas lahmianas, habían apartado su mente de las cosas que eran más importantes para ella antes de morir, pero ahora volvía a ser dueña de su propio destino. Podía hacer cosas que eran importantes para ella, y nada le importaba más que la defensa de su tierra natal.

Cuando Krieger la había secuestrado en Praag, los ejércitos del Caos que habían asediado la ciudad acababan de retirarse en desbandada para pasar el invierno en otra parte. Pero todos tenían la más absoluta certeza de que volverían en primavera, y que entonces la batalla comenzaría de verdad. En ese momento corría el mes de Jahrdrung. Faltaban menos de dos meses para la primavera. Si se ponía en camino de inmediato hacia el norte, llegaría justo a tiempo para ayudar en la defensa.

Sonrió para sí ante este pensamiento. Era más fuerte y más rápida…, mis mortífera de lo que habría podido imaginar jamás. Puede que no tuviera la posibilidad de luchar codo con codo con los defensores, pero podía hacer cosas mejores. Podría escabullirse al interior del campamento enemigo durante la noche y degollar a los jefes. Podría convertir a sus soldados en esclavos estúpidos que la obedecieran a ella en lugar de a sus mandos. Podría sabotear, espiar y asesinar, y ahogar así su dolor en la sangre de la batalla. Era un plan perfecto.

Por supuesto, ir a Praag también entrañaba peligros, tanto físicos como de otra índole. Félix, Gotrek, Snorri y Max Schreiber habían regresado allí con total seguridad tras dejarla a ella al cuidado de la condesa, en Sylvania. Gotrek había estado a punto de matarla. Podría no volver a comportarse con tanta indulgencia como entonces si volvían a encontrarse. Y en cuanto a Félix y Max… los había amado a ambos, y pensar en ellos aún hacía que la inundaran el deseo y la ternura. Pero el deseo que sintió entonces se había contaminado de violencia y sed de sangre. Más de una vez había soñado que estaba haciéndole el amor a uno de ellos, para acabar desgarrándole la garganta y bebiendo hasta la última gota de su sangre. ¿Qué sucedería si llegaban a encontrarse de verdad?

A pesar de estos peligros, descubrió que ansiaba un encuentro semejante. El adusto enano, el mundano magíster y el taciturno poeta habían sido la roca donde apoyarse durante algún tiempo. Le habían proporcionado consejos y abrigo, y habían predicado con el ejemplo. Eran hombres prácticos e imperturbables, que tenían poco del miedo y la estrechez de miras que eran moneda corriente entre las gentes del Imperio y de Kislev. ¿Acaso Gotrek no le había permitido vivir a pesar de que, a sus ojos, se había convertido en un monstruo? ¿Acaso Félix no se había aliado con la condesa contra Krieger, a pesar de que conocía su verdadera naturaleza?

De repente deseó más que nada en el mundo contarles a ellos sus problemas, hablarles del templario Holmann, y el dolor que la había acometido cuando supo que no tenía la valentía necesaria para salvarlo de Gabriella. Anhelaba preguntarles qué debía hacer, cómo debía vivir, cómo podía resolver el negro nudo del conflicto que le estrujaba su frío corazón muerto. Ahora estaba sola, y eso la asustaba. No quería tener que encararse con el mundo en solitario. Necesitaba compañía.

Ante este pensamiento destelló una descabellada chispa de esperanza. Tal vez ella, Félix, Gotrek y Max podrían volver a viajar juntos, vivir aventuras de nuevo. Había oído decir que era algo que había sucedido antes. ¿No se había unido una vampira con un gran señor, hacía años, y luchado a su lado contra un hechicero malvado? ¿Acaso no se había ganado incluso el favor del Emperador? ¿O sólo se trataba de un cuento?

—¡Soltad amarras! —El grito, acompañado por un brusco deslizamiento lateral, la arrancó de sus pensamientos e hizo que mirara hacia lo alto, aunque por encima de ella no había nada que ver salvo lonas. Acababan de desatracar. Había logrado escapar. ¡Era libre!

No fue hasta que cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en la improvisada almohada que descubrió, para su horror, que empezaba a tener hambre.