18: la cabra y el lobo
18
la cabra y el lobo
—Hermana —dijo Ulrika, vacilante—, quiero… quiero disculparme por lo que sucedió cuando nos conocimos. Espero que no sigas enfadada conmigo.
Raiza no se volvió a mirarla.
—Hay que reconocer que tu inventiva es digna de admiración —respondió—. No siento ningún rencor. Ahora, guarda silencio.
Ulrika gruñó y se volvió otra vez hacia la ventana. ¡Vaya una cálida bienvenida a la familia!
Ella y Raiza estaban instaladas como gárgolas a ambos lados de una ventana redonda que había por encima de la puerta delantera de la mansión del hombre que Evgena las había enviado a espiar. Se llamaba Romo Yeshenko, un peletero que se había hecho más rico que los nobles a quienes vendía sus mercancías. Según Evgena, tenía grandes granjas de visones y armiños fuera de la ciudad, y empleaba a un ejército de cazadores y tramperos independientes que le llevaban pieles de zorro, oso, alce y conejo, que él luego convertía en abrigos, alfombras y estolas para los más ricos y exigentes.
Era conocido como anfitrión cortés y generoso filántropo que daba dinero a viudas y huérfanos y organizaba banquetes benéficos anuales en su enorme mansión. Pero también corrían otros extraños rumores acerca de él. Se susurraba que le gustaba vestirse con un disfraz hecho de piel de cabra —completo, con cuernos, cascos, largas orejas y perilla—, y hacer que su esposa lo persiguiera por la casa vestida de lobo, incluso provista de unos afilados dientes blancos. Se decía que una de sus criadas había muerto al romperse la espalda en un «accidente de cocina», y que una vez un mayordomo había sido internado en el manicomio mientras farfullaba cosas sobre «manchas en la alfombra» después de haberse arrancado él mismo los ojos.
Éstas y otras historias similares eran lo que había hecho que Evgena pensara que podría saber algo del culto del dios del placer. Fue, por tanto, bastante decepcionante cuando Ulrika y Raiza llegaron a su mansión y descubrieron que se trataba de una típica casa solariega de Praag, y que el hombre en cuestión era un burgués medio calvo, de mediana edad con una barriga prominente, y ropa costosa, aunque de corte conservador.
Sólo el destello de los ojos de su mujer, y la ponzoña de su lengua. mientras la pareja se preparaba para salir a pasar la velada fuera, prometían algún tipo de pasión cruel. Ella era lo contrario de Romo en todos los aspectos: una década más joven, voluptuosa y tétricamente hermosa con su vestido de terciopelo verde y su estola de piel de zorro; la arpía más despreciable que Ulrika hubiese visto jamás.
—Estoy segura de que nos hemos perdido el principio —protestó con voz chillona mientras una doncella y un lacayo los ayudaban a ponerse los abrigos de pieles—. Y todo porque tienes que repetir plato. ¿No te parece que has repetido demasiadas veces, cariño? Tienes tantos mentones como yo dedos.
—Lo siento, Dolshiniva, mi amor —murmuró Romo con voz suave, mientras se esforzaba por encontrar una manga del abrigo—. Ha sido un día largo. Tenía hambre.
Dolshiniva resopló.
—Siempre tienes hambre. Y haz el favor de no entretenerte. El carruaje aguarda.
Con un largo suspiro de paciencia, Romo logró meter por fin el brazo en la manga y salió por la puerta arrastrando los pies detrás de Dolshiniva, que salió contoneándose de tal manera que habría hecho sonrojar a una cortesana.
—Puedo imaginármelo como cabra —le susurró Ulrika a Raiza cuando la pareja entró en el carruaje—, aunque una cabra gorda, y a ella como un lobo, aunque él no parece del tipo que ingresaría en un culto.
Raiza no respondió, sólo observó como el coche partía, ya continuación se levantó y corrió por la barandilla de un balcón hasta el lateral de la casa, saltó sobre el muro que rodeaba la propiedad, y de allí a la calle. Ulrika le lanzó una mirada fulminante y luego la siguió. Hasta el momento, Raiza había continuado mostrándose tan fría y silenciosa como cuando eran enemigas, y sólo le hablaba si era absolutamente necesario. Por lo tanto, Ulrika obtenía un malicioso placer obligándola a entablar conversación cada vez que se le presentaba la oportunidad.
—¿Por qué seguirlos? —preguntó, mientras se situaba junto a Raiza en el momento en que ésta partía calle abajo tras el carruaje—. ¿Por qué no registramos la casa, en lugar de eso? Da la impresión de que sólo van de visita.
—Registrar la casa podría confirmar que pertenecen al culto —dijo Razia, que relajó la mandíbula de mala gana—. Pero jamás serían lo bastante estúpidos como para escribir los nombres de sus señores. Si los seguimos, podría ser que los pronunciaran.
Ulrika deseaba encontrar un fallo en la lógica de la esgrimista, sólo para hacerla hablar más, pero no lo halló. Renunció al intento y continuó avanzando junto a ella en seguimiento del carruaje.
Romo y su mujer iban de visita, en efecto, y no muy lejos de su propia casa. Tras recorrer unas pocas manzanas, el carruaje giró para atravesar la verja de otra mansión, aún más grande que la de ellos, y con todas las ventanas iluminadas con lámparas. Una multitud de carruajes colapsaba el camino de entrada, y los lacayos corrían de aquí para allá con el fin de ayudar a bajar de los vehículos a damas y caballeros ataviados con ropa elaborada, a los que luego hacían una reverencia para señalarles la arqueada puerta principal.
Cuando sus presas salieron del carruaje y se unieron a la muchedumbre, Ulrika alzó la mirada hacia la mansión en busca de una vía de entrada. Las ventanas de las habitaciones posteriores del último piso no estaban iluminadas, y todas las columnas y disparatadas filigranas que decoraban los muros permitirían escalar con facilidad.
—¿La rodeamos por un lado y subimos? —le preguntó a Raiza. La esgrimista negó con la cabeza sin apartar los ojos de Romo y su mujer.
—No es necesario. Vamos lo bastante bien vestidas. Sólo… —Frunció el ceño y se volvió a mirar a Ulrika—. ¿Tienes una máscara?
—¿Una máscara? No. ¿Debería?
Raiza asintió con la cabeza por encima del hombro.
—No hay manera más segura de mezclarse con ellos.
Ulrika se volvió a mirar hacia el camino. Era cierto, ya que la mitad de los hombres y mujeres que iban hacia la puerta de la mansión llevaban puesta una máscara, desde simples antifaces hasta demenciales creaciones en papel maché que parecían representar cosas salidas de una pesadilla.
—Ya veo —dijo—. ¿Y dónde puedo conseguir una? —Raiza miró más allá de ella, hacia la calle que corría por el lateral de la mansión. Estaba flanqueada por coches y carruajes que permanecían a la espera de que sus dueños los reclamaran. Los caballos, con las anteojeras puestas, pateaban y se removían, mientras que los cocheros, reunidos en la parte delantera de la fila, charlaban, fumaban en pipa y se frotaban las manos para aliviar el frío.
Raiza pasó junto a Ulrika y echó a andar a lo largo de la línea de carruajes. Ésta la siguió, preguntándose qué se traería entre manos.
Una vez fuera de la vista de los cocheros, Raiza se fue subiendo a los estribos de los coches y carruajes para mirar al interior. Al llegar al quinto, un vehículo descubierto, extendió un brazo por encima de la portezuela y recogió algo del asiento.
—Póntela —dijo, al tiempo que le entregaba una máscara a Ulrika.
Ésta miró el objeto mientras Raiza sacaba otra del interior de su largo abrigo y comenzaba a sujetársela. La máscara robada era de color rosa, orlada con puntilla y cinta azul celeste.
—Encantadora —comentó con frialdad.
—Los mendigos no pueden ser selectivos —replicó la esgrimista—. Ya podemos entrar.
Ulrika soltó un gruñido y la siguió, mientras se probaba la máscara. Reparó en, que la de Raiza era negra y sencilla, y que le confería un aire misterioso. Sólo podía imaginar qué aire le confería a ella la suya.
Los guardias que estaban ante la verja dejaron pasar a Ulrika y a Raiza sin dedicarles una segunda mirada, y ellas se reunieron con los otros asistentes para subir por la escalera y atravesar la puerta principal.
En el interior reinaban el ruido y una rutilante confusión. En el vestíbulo de entrada había hombres y mujeres que hablaban a gritos mientras los lacayos deambulaban entre el gentío y llenaban copas de vino. A Romo Yeshenko y a su mujer no se los veía por ninguna parte.
—Ve por ese lado —dijo Raiza, señalando una sala que había a la izquierda—. Si los encuentras, quédate cerca de ellos. Yo te buscaré. Si los encuentro yo, búscame tú.
—De acuerdo —asintió Ulrika, y se encaminó poco a poco hacia la puerta mientras Raiza se alejaba en la dirección contraria. La habitación de la izquierda también estaba abarrotada de invitados que pululaban en torno a una enorme mesa central cargada de pasteles, carnes y frutas y se atracaban como cerdos en un comedero. Por la mente de Ulrika pasó la imagen de los refugiados hambrientos que llenaban las calles, y sintió un nudo en el pecho a causa de la ira. ¿Quiénes eran los verdaderos vampiros de Praag?
En una habitación situada más allás de ésa, hombres y mujeres jugaban a las cartas en torno a pequeñas mesas redondas, y las monedas de oro cambiaban de manos acompañadas inevitablemente por un coro de maldiciones y carcajadas. Un poco más lejos había un salón de baile donde parejas jóvenes giraban por la pista mientras un cuarteto de cuerda tocaba vigorosamente una gavota bretoniana. Las parejas de más edad, de pie alrededor del salón, los contemplaban.
Ulrika avistó al fin el bien moldeado trasero de Dolshiniva Yeshenko, cubierto de terciopelo verde, en la sala contigua, un escenario a oscuras en el que estaban representando algún tipo de obra teatral. Se encontraba de pie con Romo, detrás de un grupo de espectadores que estaban sentados en torno a un improvisado proscenio donde actores pintarrajeados vociferaban su texto. Ulrika se acercó más cuando Dolshiniva le susurró algo al oído a su marido. ¿Estaría hablándole del culto?
—¿Lo ves, pedazo de sapo? —le siseó—. Si hubiéramos llegado antes, estaríamos sentados.
—Lo lamento, mi amor —se disculpó Romo con voz apagada—. La próxima vez comeré más deprisa —bebió un gran sorbo de vino de la copa que tenía en una mano y suspiró con fuerza.
—Y no bebas de esa manera —le espetó Dolshiniva—. Estás dando un espectáculo.
Ulrika puso los ojos en blanco. No podía decirse que aquello fuera el oscuro complot de los miembros de un culto secreto. No obstante, se situó obedientemente detrás de ellos y fingió mirar hacia el escenario, con el oído alerta en todo momento a las dulces naderías de la pareja.
La obra era una antigua saga del pueblo gospodar, y hablaba de cómo Miska, la reina Khan, expulsó a los bárbaros ungol del asentamiento que se convertiría en Praag, e hizo de él la ciudad más grande del norte. Había muchísima sangre, se blandían muchísimas espadas y se pronunciaban impresionantes discursos, y una mujer escultural vestida con muy poca ropa hacía el papel de Miska. Ulrika pensó que no era muy buena actriz, pero sus otros encantos tenían fascinados a los hombres del público.
—¿La estás mirando a ella? —susurró Dolshiniva al oído de Romo—. ¿Piensas que es más atractiva que yo?
—Claro que no, adorada mía —replicó Romo con tono de aflicción—. Tú eres todo lo que yo podría desear jamás.
Escasos momentos más tarde, Raiza apareció junto a Ulrika.
—Nada de interés, aún —dijo Ulrika—. A menos que te interese el arte dramático.
Raiza asintió con la cabeza, y permaneció junto a ella hasta el final de la obra teatral, tras una escena de batalla que consistió en seis hombres con espadas de madera que ejecutaban una especie de danza mientras Miska se quitaba el resto de la ropa, atravesaba al jefe de los ungols y declaraba que a partir de aquel momento y para siempre Praag sería el bastión del norte.
El público aplaudió respetuosamente, con gritos de «¡eso, eso!» y «¡Praag nunca caerá!».
Ulrika pensaba que Romo y Doishiniva tal vez pasarían a otra sala, como estaban haciendo algunos de los asistentes, pero antes de que nadie lograra llegar muy lejos, un animador vestido con un jubón sobre el que destellaban cuentas de cristal apareció y se situó en la parte delantera del escenario.
—¡Damas y caballeros! —exclamó—. ¡Gracias por vuestra amable atención! Nuestra siguiente obra comenzará dentro de unos minutos. Una historia de fantasmas y asesinato ambientada en la fabulosa Albión, pero mientras cambiamos el decorado. ¡Un aperitivo musical! —Se volvió e hizo un gesto espectacular hacia el telón—. ¡Os presento al orgullo de la Academia, Valtarin el Magnífico!
El público volvió a aplaudir al oír esto, y se oyó un murmullo de expectación. Las escasas personas que habían comenzado a salir volvieron atrás, Romo y Dolshiniva entre ellos. Ulrika miró con interés hacia el telón, pues recordaba haber oído pronunciar ese nombre durante la conversación de los estudiantes de música la noche en que escuchó por primera vez a la cantante ciega.
Una figura de mediana estatura atravesó el telón andando hacia atrás mientras tocaba ya un glissando gimiente y sinuoso con su violín; luego giró y avanzó hasta el centro del escenario. Sostuvo una temblorosa nota aguda y clavó en el público una mirada torva, para luego, con el codo en alto, lanzarse a ejecutar la melodía de la canción, una tonada de ritmo vivo que hizo que el público comenzara a acompañarlo con palmas.
Se trataba de un joven apuesto a la manera apasionada de un poeta muerto de hambre, con pómulos altos y una masa de pelo color arena que tenía que apartarse de los ojos cada dos por tres. Tenía unos dedos largos y tan delgados como el resto de su persona que danzaban por el diapasón del violín como patas de araña cuando tocaba melodías rápidas, fluidas e imposiblemente complicadas. Ulrika sentía que el pulso de quienes la rodeaban se aceleraba de emoción con aquel espectáculo, y ella también se emocionó. En su interior crecieron pensamientos de pasión y derramamiento de sangre cuando las notas ascendieron, cargaron y atacaron.
Pero cuando acabó con la primera canción y pasó a una balada más triste, Ulrika se encontró con que comenzaba a estar de acuerdo con el estudiante que había afirmado que Valtarin no tenía alma. Aunque ejecutó de manera precisa aquella melancólica canción, a ella no la conmovió. Su música no parecía tener ninguna dificultad para inflamar la cólera y la lujuria, pero no parecía capaz de llegar al corazón ni de inspirar melancolía como lo habían hecho la voz y la manera de tocar de la muchacha ciega. El espectáculo que daba él era fantástico, eso no podía negarse, y comprendía con total claridad por qué las muchachas se sentían atraídas hacia él, pero no conseguía despertar nada en ella.
—Se marchan —la advirtió Raiza.
Ulrika volvió la cabeza, abochornada por haberse distraído. Era cierto que Valtarin captaba la atención, pero al parecer no la de Romo y Dolshiniva, que se desplazaban con lentitud a través de la muchedumbre que había afluido a la sala para escuchar al violinista.
Ulrika y Raiza se pusieron en marcha tras ellos, murmurando disculpas a cada paso, y luego los siguieron a una cierta distancia hasta una puerta que daba paso a un fastuoso jardín iluminado por sartas de farolillos encendidos. Daba la impresión de que la alegre élite de Praag estaba dispuesta a salir de juerga incluso en aquella gélida noche de primavera, porque allí también había baile, con un vivaz conjunto musical que tocaba gigas y otras animadas danzas sobre un escenario de bloques de hielo tallados a imagen de las puertas de Praag, y una estatua de hielo del duque Enrik presidiéndolo todo con la espada en alto.
Romo y Dolshiniva rodearon la pista de baile con paso perezoso, haciendo reverencias a los nobles y charlando con los conocidos por el camino, mientras Ulrika y Raiza los seguían andando con lentitud, aunque Ulrika empezaba a preguntarse por qué lo hacían.
—Esto es inútil —dijo—. No son más que ricos arribistas. Aquí no va a suceder nada. La boyarina debe de haberse confundido.
Raiza no respondió, sino que continuó siguiéndolos como una sombra implacable. Ulrika suspiró, pensando que si Evgena le hubiera ordenado a la esgrimista que observara cómo se secaba una superficie pintada, ella lo habría hecho exactamente con la misma inquebrantable obediencia.
Y entonces sucedió algo.
Romo y Dolshiniva se habían detenido ante un muro bajo que se encontraba cerca de una escalera que descendía hacia las zonas más asilvestradas del jardín, y desde allí observaron a los bailarines que daban vueltas por la pista. Pero entonces, como por mera curiosidad ociosa, se volvieron para recorrer la zona con la mirada, y unos momentos más tarde, y al parecer movidos por nada más que un capricho, bajaron por los escalones y comenzaron a pasear entre los árboles.
—Se marchan —dijo Raiza.
Ulrika se quedó mirándolos, y luego soltó una breve carcajada.
—¡Ja! Vaya un truco. Llegan aquí, hacen evidente su presencia, y luego se van a celebrar algún otro encuentro sin que nadie repare en ello, para regresar más tarde a la fiesta por el mismo camino que se marcharon. ¿Quién podría asegurar que se hubieron machado en algún momento? Una coartada perfecta.
Raiza asintió, y a continuación las dos bajaron con cautela hasta el nivel inferior del jardín y corrieron de puntillas por el terreno abierto, mientras Romo y Doishiniva desaparecían detrás de una pantalla de arbustos. Ulrika y Raiza hicieron entonces una pausa, escucharon, y luego se metieron en silencio entre la maleza.
Al llegar al otro lado de los arbustos vieron que sus presas estaban de pie ante una pequeña puerta que había en la tapia del jardín. Romo tenía un llavero en las manos, y buscaba entre las llaves mientras Dolshiniva aguardaba con impaciencia a su lado.
—Deberías haberla escogido antes de llegar aquí, estúpido —susurró—. ¿A qué estás jugando?
—Te pido que me disculpes, amada mía —se disculpó Romo—. No quería parecer sospechoso. Ah, ya la tengo —metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.
Dolshiniva lo apartó de un codazo y pasó delante.
—Por fin —dijo—. Y ahora, date prisa. Llegamos tarde.
Romo suspiró y la siguió, para luego cerrar la puerta tras él. Ulrika oyó que la llave giraba en la cerradura mientras corría con Raiza hasta la tapia. Saltaron sobre ella tan silenciosamente como gatos y bajaron la mirada hacia el estrecho callejón de servicio que había al otro lado. Romo y Dolshiniva avanzaban deprisa por él, con tanta rapidez como lo permitía la corpulencia de Romo, cosa que, si debía darse crédito a las imprecaciones de Dolshiniva, no era suficiente ni por asomo.
Ulrika y Raiza avanzaron con sigilo a lo largo de la parte superior de la tapia, y vieron que un carruaje cerrado se detenía al final del callejón.
—Ése no es su carruaje —dijo Ulrika.
—No podría serlo —replicó Raiza.
Cuando la pareja llegó al vehículo, la portezuela se abrió y ellos subieron. El cochero puso los caballos en marcha casi antes de que hubieran acabado de entrar, y el carruaje se alejó calle abajo.
Sin una palabra ni una mirada atrás, Raiza saltó de la tapia a la calle y lo siguió.
Ulrika gruñó para sí y luego saltó tras ella.
—Tienes razón, hermana —dijo con sarcasmo—. Debemos seguirlos. Gracias por consultármelo.