XXXII
9 de abril de 1971
Querido Miguel:
Angélica me ha dicho que no piensas venir para las vacaciones de Semana Santa. ¡Qué le vamos a hacer! Paciencia. Las veces que ya he dicho: «¡Qué le vamos a hacer! Paciencia», pensando en ti, son incontables. También es verdad que cuanto más van pasando los años, más aumentan las reservas de nuestra paciencia. Son las únicas reservas que se nos aumentan. Todas las demás tienden a agotarse.
Os tenía preparadas las dos habitaciones del último piso. Había hecho las camas y tenía las toallas colgadas en el cuarto de baño. El baño del último piso es el más bonito de la casa, con azulejos de arabescos verdes, y al mirarlo estaba contenta pensando en que lo iba a ver tu mujer. Las habitaciones siguen ahí preparadas y con las camas hechas. Yo no he vuelto a entrar en ellas. Le diré a Cloti que suba a deshacer las camas.
Mientras preparaba esas dos habitaciones, pensaba que tu mujer se sentiría a gusto y también que pensaría de mí que sé llevar una casa. Eran pensamientos, lo reconozco, totalmente insustanciales, porque no conozco a tu mujer, no sé cuándo y dónde se encuentra a gusto, ni sé si es de las que aprecian las casas bien ordenadas y a las personas capaces de poner orden en una casa.
Angélica me ha dicho que has cambiado de idea y que te vas a Brujas. No me pregunto lo que vas a hacer a Brujas, porque ya he dejado de preguntarme lo que vas a hacer en un sitio o en otro. Procuro imaginarme tu vida acá o allá, pero al mismo tiempo con la sensación de que tu vida es distinta a como yo me la estoy imaginando. Con lo cual la fantasía se me encoge, cada vez más recelosa y débil, a la hora de ponerse a entrelazar sus arabescos en torno tuyo.
Cuando esté mejor de salud, me gustaría ir a verte con Angélica, si a ti te apetece. No nos quedaríamos en vuestra casa, porque no quiero servirle de molestia a tu mujer, que debe estar siempre muy ocupada, me parece. Iríamos a un hotel. A mí no me gustan los viajes, y los hoteles me gustan todavía menos. Pero, a pesar de ello, prefiero los hoteles a la sensación de estar molestando y ocupando sitio en una casa pequeña, porque una de las poquísimas cosas que sé de vosotros es que vivís en una casa pequeña.
El viaje no lo puedo hacer por ahora, porque todavía no estoy totalmente repuesta de mi pleuresía; mejor dicho, pleuresía ya no tengo, pero el médico me ha dicho que tengo que seguir teniendo precaución. También me ha encontrado algunas alteraciones de corazón. Tú explícale a tu mujer que yo soy una persona con la casa en orden y el corazón en desorden. Cuéntale un poco cómo soy, porque de esa manera, cuando me vea, podrá confrontar mi verdadera imagen con tus descripciones. Es uno de los escasos placeres que nos ofrece la vida: el de confrontar las descripciones de los demás primero con nuestras fantasías y luego con la realidad.
Yo en tu mujer pienso muchas veces, y trato de imaginármela, a pesar de que tú no te has tomado el trabajo de describírmela y de que aquella foto suya que me mandaste cuando me dijiste que te ibas a casar es pequeña y borrosa. La miro muchas veces, pero lo único que consigo ver es una larga gabardina negra y una cabeza envuelta en un foulard.
A mí no me escribes nunca, pero me alegra que escribas a Angélica. Comprendo que te salga más natural escribirle a ella que a mí, porque con ella tienes más confianza. Puede que sea optimista, pero pienso que al dirigirte a ella, también secretamente te estás dirigiendo a mí. Angélica es muy inteligente, yo creo que la más inteligente de todos vosotros, aunque juzgar la inteligencia de los propios hijos sea una tarea difícil.
Algunas veces tengo la sensación de que no es feliz. Pero Angélica siempre ha sido muy reservada conmigo. Creo que es reservada no por falta de cariño, sino por su deseo de evitarme disgustos. Te sonará raro, pero Angélica me profesa un cariño de tipo maternal. Cuando le pregunto algo sobre su vida, sus respuestas se caracterizan por una serenidad distante. En resumen, que yo de Angélica sé bien poco. Cuando estamos juntas, en vez de hablar de ella, hablamos de mí. Yo hablar de mí es algo que hago con mucho gusto, porque estoy muy sola, pero por lo mismo que estoy tan sola, tampoco tengo gran cosa que contar acerca de mí. Quiero decir que no tengo mucho que contar sobre mi presente. Y menos todavía desde que no me encuentro bien, porque los días ahora transcurren más monótonos que nunca. Salgo poco, el coche no lo saco casi nunca y me paso las horas muertas sentada en una butaca mirando cómo hace yoga Matilde, cómo hace un solitario Matilde, cómo pasa a máquina Matilde su próximo libro o cómo se teje un gorro Matilde con las sobras de un ovillo de lana.
Viola me ha dicho que está enfadada contigo, porque no le has escrito ni tan siquiera una postal. Como regalo de bodas te compró una bandeja de plata muy bonita y pensaba dártela cuando hubierais venido. Hazme el favor de escribir a Viola para darle las gracias, porque la bandeja es preciosa, de verdad. Escribe también a las gemelas, que te estaban esperando y les tenían preparados unos regalos a los niños de Eileen, una navaja y una tienda para jugar a los indios. Y también te ruego, claro, que me escribas a mí.
Ayer Osvaldo se fue a Umbría con Elisabetta y Ada. Así que me quedaré sin sus visitas durante una semana. Me había acostumbrado a verlo aparecer por aquí todas las tardes. Me había acostumbrado a tener delante, por unas horas, su cara sonrosada y su cabeza ancha y cuadrada con el poco pelo tan bien peinado. También él se ha debido acostumbrar a pasar aquí sus veladas a la caída de la tarde, a jugar al ping-pong con las gemelas y a leernos a Proust en voz alta a Matilde y a mí. Las tardes que no viene aquí, va a casa de Angélica y Orestes, donde hace poco más o menos lo mismo, aunque con ligeras variaciones. Por ejemplo le lee Paperino a la niña de Angélica o juega a la lotería con Orestes y los Bettoia. Orestes lo encuentra agradable, pero insustancial. Los Bettoia lo encuentran insustancial, pero simpático. Antipático desde luego no se puede decir que sea. Y definirlo como insustancial no lo encuentro apropiado, porque de la insustancialidad no se puede esperar nada, y en cambio de él puede esperarse que de pronto descubra la razón de existir sobre la tierra y se la revele a los demás. Yo lo tengo por inteligente, pero es como si su inteligencia la tuviera escondida dentro del tórax, o del pullóver o de su sonrisa, aplazando el momento de usarla por motivos que se me ocultan. A pesar de su sonrisa, yo encuentro que es un hombre tristísimo. Debe ser por esto por lo que me he acostumbrado a su compañía. Porque a mí me atrae la tristeza. Me atrae la tristeza todavía más que la inteligencia.
Osvaldo y tú erais amigos y yo pocas veces he tenido el privilegio de conocer a un amigo tuyo. Por eso algunas veces le pregunto cosas de ti. Pero sus respuestas a mis preguntas tienen un tono de serenidad distante, parecido al que usa Angélica cuando le pregunto que qué tal le van las cosas y que si es feliz. Tengo la impresión de que también Osvaldo quiere evitarme los disgustos. Cuando no lo tengo delante, me acuerdo de su voz sosegada y de sus respuestas tan serenas y escurridizas, y algunas veces lo odio. Pero cuando está aquí, no digo nada y acepto sus silencios y sus respuestas escurridizas. Me ha entrado, con los años, una mezcla especial de mansedumbre y resignación.
El otro día me dio por acordarme de una vez que estuviste aquí y que nada más llegar te pusiste a revolver en todos los armarios en busca de un tapiz de Cerdeña que querías colgar en una de las paredes de tu sótano. Creo que es la última vez que te he visto. Yo me había mudado a esta casa hacía pocos días. Era noviembre. Dabas vueltas por las habitaciones y hurgabas en todos los armarios, que estaban todavía sin acabar de arreglar. Y yo iba detrás de ti protestando de que siempre te lleves mis cosas. Aquel tapiz de Cerdeña debiste encontrarlo por fin y llevártelo, porque yo por aquí no lo veo. Tampoco lo vi nunca en tu sótano. A mí, si quieres que te diga la verdad, no me importa nada de ese tapiz, ni tampoco me importaba aquel día. Si me acuerdo, seguramente es porque lo siento vinculado a la última vez que te vi. Recuerdo que el hecho de estar protestando y riñéndote me producía una gran alegría. Sabía que mi enfado provocaría dentro de ti una mezcla de alegría y de fastidio. Ahora pienso que aquél fue un día feliz. Pero por desgracia es muy raro darnos cuenta de los momentos felices cuando los estamos viviendo. Sólo nos damos cuenta, generalmente, cuando ya media el tiempo. La felicidad para mí consistía en regañarte y para ti en revolverme los armarios.
Pero también hay que decir que aquel día perdimos un tiempo precioso. Habríamos podido sentarnos tranquilamente y empezar a hacernos mutuas preguntas sobre temas esenciales. Seguramente habríamos sido menos felices, es más, puede que hubiéramos sido desgraciadísimos. Pero yo ahora, en cambio, me podría acordar del día aquél no como de un día vagamente feliz, sino como de un día auténtico y esencial para ti y para mí, destinado a arrojar claridad sobre mi persona y la tuya, que siempre han estado intercambiando palabras de naturaleza precaria, nunca palabras claras y necesarias, sino palabras grises, apacibles, fluctuantes e inútiles.
Un abrazo.
Tu madre