II
En una pensión de la plaza Annibaliano entró un hombre que se llamaba Osvaldo Ventura. Era un tipo robusto y cuadrado; llevaba gabardina. Tenía el pelo de un rubio grisáceo, buen color de cara y ojos amarillos. Y en los labios siempre una vaga sonrisa.
Una chica conocida suya había llamado por teléfono para pedirle que la viniera a buscar. Quería marcharse de aquella pensión; y no se sabe quién le había cedido un apartamento en la calle Prefetti.
La chica estaba sentada dentro del portal. Llevaba una camiseta de algodón turquesa, pantalones color berenjena y una chaqueta negra bordada con dragones de plata. A sus pies había bolsas, redes y un niño de pecho metido en un capacho de plástico amarillo.
—Llevo una hora aquí esperándote como un pasmarote —le dijo a Osvaldo.
Osvaldo juntó los bultos y los fue llevando a la puerta.
—¿Ves a aquella de los ricitos que está junto al ascensor? —preguntó ella—. Pues es mi vecina de cuarto. Se ha portado muy bien conmigo, le debo mucho. También dinero. Sonríele.
Osvaldo dedicó a los ricitos una de sus vagas sonrisas.
—Mi hermano me ha venido a buscar —le dijo Mara—. Me vuelvo a casa. Mañana le devuelvo a usted el termo y lo demás.
Mara y los ricitos se besaron en las mejillas efusivamente.
Osvaldo sacó la maleta, las bolsas y las redes, y salieron.
—O sea, que yo vengo a ser tu hermano —dijo.
—Ha sido tan buena conmigo —explicó ella—. Por eso le he dicho que eras mi hermano. A las personas buenas, les hace ilusión conocer a algún familiar de uno.
—¿Le debes mucho dinero?
—Muy poco. ¿Quieres dárselo?
—Yo no —dijo Osvaldo.
—Le he dicho que se lo devuelvo mañana. Pero no es verdad. A mí por aquí no me vuelven a ver el pelo. Ya le mandaré un giro algún día.
—¿Cuándo?
—Cuando encuentre trabajo.
—¿Y el termo?
—El termo creo que no se lo voy a devolver. Al fin y al cabo, tiene otro.
El seiscientos de Osvaldo estaba aparcado al otro lado de la plaza. Estaba nevando y soplaba mucho viento. Mara, según iba andando, se sujetaba contra la cabeza un sombrero grande de fieltro negro. Era una chica morena, pálida, muy pequeñita y delgada pero de caderas anchas. Su chaqueta de dragones se inflaba con el viento y las sandalias se le hundían en la nieve.
—¿No tenías algo de más abrigo para ponerte? —le preguntó él.
—No. Todas mis cosas las tengo metidas en un baúl que dejé en casa de una pareja amiga mía. En la vía Cassia.
—En el coche está Elisabetta —dijo él.
—¿Elisabetta? ¿Y quién es Elisabetta?
—Mi hija.
Elisabetta estaba acurrucada en el asiento de atrás. Tenía nueve años y el pelo color zanahoria. Vestía un jersey grande y una camisa a cuadros y llevaba cogido en brazos un perro de pelaje rubio y orejas largas. Junto a ella dejaron el capacho de plástico amarillo.
—¿Cómo se te ha ocurrido traerte a la niña y encima con ese animalucho? —dijo Mara.
—Elisabetta estaba en casa de su abuela y la he ido a recoger allí —dijo él.
—Siempre andas con engorros. Siempre haciéndole favores a todo el mundo. No sé cuándo vas a tener una vida propia —dijo ella.
—No sé de dónde sacas que no tengo yo una vida propia —dijo él.
—Sujeta bien al perro ése, no me vaya a lamer al niño, ¿oyes Elisabetta? —dijo ella.
—¿Qué tiempo tiene el niño exactamente? —preguntó Osvaldo.
—Veintidós días. ¿Cómo no te acuerdas de que tiene veintidós días? Salí de la clínica hace dos semanas. La enfermera jefe de la clínica fue quien me dio las señas de esa pensión. Pero yo ahí no podía seguir estando. Todo lo tenían tan guarro. Hasta poner los pies sobre la alfombrilla del baño me daba asco. Era una alfombrilla de goma verde. ¿Te imaginas el asco que puede dar en una pensión una de esas alfombrillas de goma verde?
—Sí, me lo imagino.
—Y luego que era muy cara. Y que me trataban con malos modos. Yo necesito cariño; siempre lo he necesitado, pero desde que tengo el niño, más.
—Lo comprendo.
—¿También tú necesitas cariño?
—Sí, muchísimo.
—Decían que llamaba al timbre demasiadas veces. Pero es que siempre me estaban haciendo falta cosas, por eso llamaba. Agua hervida. Yo qué sé. Le doy mitad el pecho, y mitad leche en polvo. Es muy complicado. Hay que pesar al niño, luego darle de mamar, luego volverlo a pesar y entonces darle el biberón. Llamaba al timbre diez veces y nunca venían. Hasta que por fin me traían el agua hervida. Pero me quedaba siempre la duda de si realmente la habían hervido o no.
—Podías haberla hervido tú en tu cuarto.
—Qué va. No te dejaban. Y siempre se les olvidaba algo. El tenedor.
—¿Qué tenedor?
—Uno para batir la leche en polvo. Yo les había dicho lo que tenían que traer cada vez: un plato sopero, una taza, un tenedor y una cuchara. Me lo traían envuelto en una servilleta. Pues nada, el tenedor no venía nunca. Les pedía un tenedor, pero además hervido, y me contestaban de malos modos. A veces pensaba que también tendría que pedirles que me hirviesen la servilleta, pero no lo hacía por miedo a que se enfureciesen.
—Pues sí, yo también creo que se habrían enfurecido.
—Para pesar al niño iba al cuarto de esa ricitos que has visto. También ella ha tenido un niño y tiene un pesa-bebés. Pero me dijo, aunque muy amablemente, que no me presentase en su cuarto a las dos de la mañana. Así que de noche me las tenía que arreglar a ojo de buen cubero. No sé, a lo mejor tu mujer tiene en casa uno de esos pesa-bebés.
—¿Hay en casa algún pesa-bebés, Elisabetta? —preguntó Osvaldo.
—No sé. Me parece que no —dijo Elisabetta.
—Casi todo el mundo guarda en el desván uno de esos pesos —dijo Mara.
—Nosotros creo que no —dijo Elisabetta.
—Pues a mí me hace falta uno.
—Puedes alquilarlo en una farmacia —dijo Osvaldo.
—¿Cómo lo voy a alquilar si no tengo una perra?
—¿Qué tipo de trabajo piensas buscar? —preguntó él.
—No lo sé. Podría vender libros de segunda mano en tu tienducha.
—No. Eso no.
—¿Por qué no?
—Es un tugurio aquello. No hay sitio ni para revolverse. Y además yo ya tengo una persona allí que me ayuda.
—Sí, ya la he visto. Parece una vaca.
—Es la señora Peroni. Antes estaba de ama de llaves en casa de Ada. Ada es mi mujer.
—Llámeme Peroni. Como la cerveza. Seré tu cerveza. Mejor dicho, no, seré tu vaca lechera.
Habían llegado al Trastévere, a una plazoleta con una fuente. Elisabetta se bajó con el perro.
—Adiós, Elisabetta —dijo Osvaldo.
Elisabetta se metió en el portalón de un palacete rojo. Desapareció.
—Casi no ha dicho esta boca es mía —dijo Mara.
—Es tímida.
—Tímida y mal educada. Al niño ni lo ha mirado. Como si no hubiera nadie ahí. No me gusta el color de tu casa.
—No es mi casa. Ahí vive mi mujer, con Elisabetta. Yo vivo solo.
—Ya lo sabía, pero se me había olvidado. Siempre estás hablando de tu mujer, cómo me voy a acordar de que vives solo. Por cierto dame el teléfono de tu casa. No tengo más que el de la tienda. Me puede hacer falta algo de noche.
—No. Por la noche te ruego que no me llames. Tengo el sueño muy difícil.
—Nunca me has invitado a subir a tu casa. Este verano, cuando nos encontramos por la calle, yo con el tripón aquél, te dije que me gustaría ducharme y tú me dijiste que en el barrio tuyo estabais sin agua.
—Y era verdad.
—Vivía con las monjas y sólo me podía duchar los domingos.
—¿Cómo fuiste a parar donde aquellas monjas?
—Porque me cobraban poco. Antes vivía en la calle Cassia. Pero acabé a mal con esos amigos míos. Se enfadaron porque les rompí una cámara de cine. Me dijeron que por qué no me volvía a Novi Ligure con mis primos. Me dieron el dinero para el viaje. No eran mala gente. Pero qué pintaba yo en Novi Ligure. Esos primos hace mucho que no saben nada de mí. Cómo me iba a presentar en su casa sin más y con aquella tripa, les hubiera dado un ataque. Y luego que son muchos y no andan bien de dinero. Pero él es mejor persona que ella.
—¿Él, quién?
—Él. Mi amigo el de la calle Cassia. La mujer es una tacaña, pero él es más cariñoso. Trabaja en televisión. Me dijo que en cuanto naciera el niño, me daría un trabajo. No sé si llamarle.
—¿Por qué no?
—Porque me preguntó que si dominaba el inglés y le dije que sí, pero es mentira, yo de inglés no sé ni una palabra.
El apartamento de la calle Prefetti se componía de tres habitaciones, metidas una en otra. En la última había una puerta-ventana con visillos andrajosos. La puerta-ventana daba a un balcón y éste a un patio. En el balcón había un tendedero con un camisón colgado de franela color lila.
—El tendedero me va a venir muy bien —dijo Mara.
—¿De quién es el camisón? —preguntó Osvaldo.
—Mío no. Yo es la primera vez que entro aquí. El apartamento es de una chica que conozco. Ella no lo usa. El camisón no sé de quién será. Suyo no, porque a ella la franela no le va para dormir. Bueno, ni el camisón tampoco. Duerme desnuda. Ha leído no sé dónde que los finlandeses duermen desnudos y que eso los fortalece muchísimo.
—¿Has cogido el apartamento sin venir a verlo antes?
—Anda, claro. ¿No ves que no lo tengo que pagar? Es prestado. Me lo presta esa buena amiga.
En la habitación del fondo había una mesa redonda con un hule a cuadros blancos y rojos, y una cama de matrimonio con una colcha de felpilla color lila. En la habitación de en medio había un hornillo, una pila, una escoba, un calendario colgado de la pared y unos cuantos platos y cazuelas por el suelo.
En la primera habitación no había nada.
—Tú vete poniendo agua a hervir —dijo ella—. Hay de todo. Me han dicho que había de todo. Un plato sopero. Una taza. Un tenedor. Una cuchara.
—Tenedor no veo ninguno —dijo Osvaldo.
—Vaya por Dios. No tengo suerte con los tenedores. Bueno, lo batiré con la cuchara.
—Cucharas tampoco veo. Sólo cuchillos.
—Vaya por Dios. Bueno, tengo una cuchara de plástico. Me la regaló la ricitos. Pero no se puede hervir porque se derrite. Eso es lo malo que tiene el plástico.
Sacó al niño del capacho y lo puso encima de la cama. Era un niño con mucho pelo, largo y negro. Estaba completamente envuelto en una toalla de flores. Empezó a rebullir. De la toalla surgieron dos piececitos metidos en unos enormes patucos azules.
—Tampoco tienes suerte con las sillas —dijo Osvaldo.
Salió al balcón y agarró una butaca de cretona con los muelles rotos. La metió dentro y se sentó en ella.
—No tengo suerte con nada —dijo Mara.
Se había sentado en la cama, se había quitado el jersey y estaba dando de mamar al niño.
—¿Pero y pesarlo? —dijo él—. No has pesado al niño.
—¿Y cómo lo voy a pesar, si no tengo dónde? Lo calcularé a la buena de Dios.
—¿Quieres que vaya a la farmacia y alquile un peso?
—¿Estás dispuesto a pagarme tú el alquiler?
—Sí, estoy dispuesto.
—Te creía más tacaño. Siempre me has dicho que eras pobre y tacaño. Me dijiste que no tienes nada, que hasta la cama donde te acuestas por las noches es propiedad de tu mujer.
—Y es verdad que soy pobre y que soy tacaño. Pero estoy dispuesto a pagarte el alquiler de un pesa-bebés.
—Luego. Luego vas. Ahora no te muevas de esa butaca. Me gusta tener a alguien conmigo cuando bato la leche en polvo. Tengo miedo a equivocarme en algo, a que se me hagan grumos. En la pensión tenía a la ricitos. La llamaba y enseguida venía. Pero por la noche, no, por la noche, no venía.
—Oye, yo no puedo quedarme aquí toda la vida —dijo él—. Dentro de un rato tengo que ir a casa de mi mujer.
—Estáis separados, ¿no? ¿Qué pintas en casa de tu mujer?
—Voy a estar un rato con la niña. Y también a verla a ella. Voy a verla casi todos los días.
—¿Por qué os separasteis?
—Porque éramos demasiado distintos para vivir juntos.
—¿Distintos en qué sentido?
—Distintos. Ella rica. Yo pobre. Ella de una enorme actividad. Yo perezoso. Ella con la manía de la decoración.
—Y tú sin la manía de la decoración.
—Eso mismo.
—Cuando te casaste con ella, ¿esperabas volverte más rico y menos perezoso?
—Sí. O que ella se volviera más perezosa y más pobre.
—Y no.
—Pues no. Ella algo de su parte sí lo ha puesto para volverse más perezosa. Pero lo pasaba fatal. Hasta cuando estaba echada, seguía dándole vueltas en la cabeza a algún proyecto; no puede por menos. A mí me daba la impresión de estar junto a una olla hirviendo.
—¿Qué clase de proyectos eran?
—No sé, ella siempre está haciendo proyectos. Casas que reformar. Viejas tías a las que encontrar un albergue. Muebles que barnizar. Garajes que transformar en galerías de arte. Perros que cruzar con otros perros. Fundas que teñir.
—¿Y tú qué esfuerzos hacías para volverte más rico y menos perezoso?
—Al principio hice algún esfuercillo por enriquecerme un poco. Cosa de nada, esfuerzos inconsistentes y torpes. Pero a ella lo de que ganase o no dinero le traía sin cuidado. Lo que ella quería es que escribiese libros. Lo deseaba, me lo decía. Lo estaba esperando siempre. Y eso para mí era algo terrible.
—¡Con haberle dicho que no tenías ningún libro que escribir!
—No estaba tan seguro de no tener ningún libro que escribir. A veces pensaba que podía haber llegado a escribir alguno si ella no lo estuviera esperando tanto. Pero tenía siempre encima aquella expectativa suya obstinada, bienintencionada, colosal, agobiante. La sentía como un peso hasta en sueños. Era algo que podía conmigo.
—Y por eso te fuiste.
—Todo ocurrió de una manera increíblemente pacífica. Simplemente un buen día le dije que quería volver a vivir solo. No pareció extrañarse. Ya hacía algún tiempo que aquella expectativa suya había remitido; en cambio le habían aparecido dos arruguitas en la comisura de los labios.
—¿Y la tiendecita? ¿También la tiendecita es de tu mujer?
—No, ésa es de un tío mío que vive en Varese. Pero llevo tantos años con ella que ya me parece mía.
—Pero cuando te fuiste a vivir solo dio igual: has seguido sin escribir ningún libro. Se conoce que lo único que sabes hacer es vender libros de otros.
—He seguido sin escribir ningún libro. Es verdad. ¿Cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho Miguel. Dice que eres muy perezoso y que nunca escribes nada.
—Es verdad.
—Me gustaría que tu mujer se pasara por aquí y me decorase este apartamento.
—¿Mi mujer?
—Sí, tu mujer. ¿No dices que transforma garajes? Pues igual puede transformar esto.
—¿Mi mujer? ¡Buena es, vendría corriendo! Y se traería con ella a albañiles, a electricistas… Pero eso sí, la vida te la volvería del revés. Te metería al niño en una guardería, a ti te mandaría a una academia para que aprendieras inglés, no te dejaría respiro ni volverías a tener paz. Todas esas ropas que llevas, fuera con ellas. La chaqueta de los dragones, ésa te la tiraba directamente a la basura.
—Pues es bien bonita —dijo Mara.
—Pero no es su estilo una chaqueta con dragones. No. No es el estilo de Ada.
—La ricitos me dijo que a lo mejor me podía ir a vivir con ellos a Trapani. Su marido vive en Trapani y está montando una casa de comidas. Si les va bien, me dan trabajo allí. Necesitan a alguien que les lleve las cuentas.
—¿Sabes tú llevar cuentas?
—Hombre, llevar cuentas las sabe llevar cualquiera.
—Pero tú a lo mejor no.
—Pues la ricitos, ya ves, cree que sí. Me darían una habitación en su casa, que está encima del restaurante. Además de llevar las cuentas, tendría que arreglar un poco la casa y cuidar de su niño y del mío. Es una casa de comidas cerca de la estación. A veces con este tipo de negocios se ganan millones.
—¿Has estado en Trapani alguna vez?
—Nunca. La ricitos está un poco asustada. No sabe si se adaptará a vivir en Trapani. Ni cómo les irá el negocio. A su marido ya le han quebrado dos restaurantes. La que pone el dinero es ella. Ha llegado a ir con su marido a un adivino, y el adivino ése les ha dicho que se mantuvieran alejados de las ciudades del sur.
—¿Y entonces?
—Entonces, nada. A ella le han empezado a dar palpitaciones. Dice que sería un gran consuelo si pudiera tenerme cerca. Así que, si no me sale otra cosa, me iré para allá.
—No te lo aconsejo.
—¿Y qué otra cosa me aconsejas?
—Ninguna. Nunca doy consejos a nadie.
—¿Vas a ver a Miguel esta tarde?
—No lo sé. ¿Por qué? De Miguel no esperarás consejos.
—No. Pero me gustaría que viniese por aquí. Hace tanto que no lo veo. Fui a verlo a su cuchitril cuando estaba para dar a luz. Le dije que si me podía dar una ducha, pero no tenía agua caliente. Y el agua fría, según dijo, me podía hacer daño.
—No tienes suerte con las duchas.
—No sé si habrá algo con lo que tenga suerte. Cuando nació el niño, le llamé por teléfono. Quedó en ir a verme, pero luego no fue. Le he escrito a su madre hace unos días.
—¿Que le has escrito a su madre? ¿Y cómo te ha dado por ahí?
—Ya ves. La conozco. La vi una vez. Le he mandado las señas de la pensión, porque pensaba quedarme, aunque luego cambié de idea. Le he dicho a la ricitos que si se recibe alguna carta para mí, que la remita a tu librería. Estas señas de aquí no he querido dejárselas a la ricitos. Porque si no, ¿sabes?, igual caía por aquí. Yo a la ricitos le he dicho algunas mentiras. Le dije que me venía a vivir a un apartamento delicioso con moqueta en unas habitaciones y piso de baldosín en otras. Le dije que ese apartamento era de un hermano que tengo que es anticuario. O sea que te he convertido en anticuario, ya ves. Y eres un simple librero de viejo.
—Y sobre todo me has convertido en tu hermano.
—Sí. Bueno, la verdad es que un hermano sí lo tengo. Pero es pequeño. Tiene once años. Se llama Pablo. Vive con esos primos que te digo. Al niño le he puesto de nombre Pablo Miguel. Yo a Miguel le podía meter en un pleito ¿sabes?, porque soy menor de edad. Y si le pusiera un pleito, se tendría que casar conmigo.
—¿Tú te quieres casar con Miguel?
—Yo no. Sería como casarme con ese hermano mío pequeño.
—¿Y entonces por qué le piensas poner un pleito?
—No digo que le piense poner un pleito. Vamos, es que ni loca. Lo único que digo es que, si quisiera, se lo podría poner. Mira a ver si hierve ya el agua de esa cazuela.
—Está hirviendo hace un buen rato.
—Pues apaga.
—Tú no eres menor de edad —dijo él—. Tienes veintidós años. Lo pone en tu carnet de identidad.
—Sí, es verdad. Tengo veintidós años cumplidos en marzo. ¿Pero y tú cómo has visto mi carnet de identidad?
—Me lo enseñaste tú. Para que viera lo mal que habías salido en la fotografía.
—Anda, es verdad. Ahora me acuerdo. Yo es que muchas veces digo mentiras.
—Ya, y son mentiras inútiles las que dices, creo yo.
—Bueno, no siempre son inútiles. A veces llevan escondido su porqué. Cuando le dije a la ricitos que aquí teníamos moqueta es porque quería que me tuviera envidia. Estaba hasta las narices de darle pena. Se harta una de darle siempre pena a la gente. Y algunas veces andamos tan por los suelos, que la única manera de sentirse uno algo mejor es ponerse a inventar mentiras.
—Tú me has dicho que no sabes si este niño es de Miguel o no.
—Y realmente no lo sé. No estoy segura al cien por cien. Tengo la sensación de que puede ser suyo. Pero yo en ese tiempo me acostaba con la tira de hombres. No sé lo que me había entrado. Cuando me enteré de que estaba embarazada, decidí que quería tener el niño. Estaba segurísima de que lo quería tener. Nunca en mi vida había estado tan segura de algo como de eso. Escribí a mi hermana a Génova y ella me mandó el dinero para que abortara. Le contesté que me quedaba con el dinero, pero que no pensaba abortar. Me escribió diciéndome que estaba loca.
—¿No puedes traerte aquí a esa hermana? ¿No tienes a nadie a quien traerte a vivir contigo?
—A nadie. Esta hermana se acaba de casar con un perito agrícola. Le escribí cuando nació el niño. Me contestó él, el perito agrícola, al que yo no conozco ni siquiera de vista. Me escribió diciéndome que se iban a vivir a Alemania. Y mandándome a la mierda. No exactamente con estas palabras, vamos, pero poco más o menos.
—Ya.
—A una mujer, cuando ha tenido un niño, lo que le apetece es enseñárselo a todo el mundo. Por eso me gustaría que lo conociera Miguel. Somos tan amigos y hemos pasado tan buenos ratos juntos. A veces Miguel es muy divertido. Yo salía con otros hombres, pero con él lo que me pasaba es que me divertía. ¿Cómo voy a querer casarme con Miguel? Ni se me pasa por la cabeza. No estoy enamorada de él. Lo que se dice nada. Sólo he estado enamorada una vez, en Novi Ligure, del marido de una prima mía. Nunca me acosté con él. Estaba siempre mi prima.
—Miguel dice que te dará algún dinero. Se lo va a pedir a su familia. Y ya vendrá a verte. El día menos pensado viene. Lo que pasa es que los niños recién nacidos dice que le dan como aprensión.
—El dinero lo necesito. Seguro que te ha dicho que estés amable conmigo. Aunque tú estarías igual de amable te lo hubiera dicho Miguel o no. Eres amable por naturaleza. Por cierto, qué cosa más rara, yo no me he acostado nunca contigo. Ni se me ha pasado por la cabeza. Y juraría que a ti tampoco. Algunas veces me pregunto si no serás marica. Pero tengo la sensación de que no.
—No —dijo él.
—Y sin embargo no se te pasa por la cabeza la idea de acostarte conmigo.
—No. No se me pasa por la cabeza.
—¿Me encuentras fea?
—No.
—¿Mona?
—Mona, sí.
—¿Y no te atraigo? ¿Te dejo indiferente?
—Pues sí, la verdad.
—¡Vete a tomar por culo! —dijo ella—. No es ningún plato de gusto que le digan a una eso.
—El niño se ha dormido —dijo Osvaldo—. Hace un rato que no mama.
—Ya. Es una cosa espantosa este niño.
—Yo no lo encuentro nada espantoso. No hace más que dormir.
—Hasta cuando duerme es una cosa espantosa. Me doy cuenta de que me he metido en un buen lío. No te creas que no me doy cuenta.
—¿Pero qué te pasa? ¿Ahora te vas a echar a llorar?
—Anda, ponte a batir la leche en polvo.
—Yo no he batido leche en polvo en mi vida —dijo Osvaldo.
—¡Qué más da! Lee las instrucciones, que vienen en el bote. ¡Ay, Dios mío, qué cruz!