Poe
El reportaje
Filadelfia
Si fuese rico, hubieran dormido en camas con cobertores de plumas. Cada mañana, él prepararía tortitas para su amada y las rociaría con el mejor almíbar de la ciudad. Si fuese rico, tendría un sirviente cojo y un caballo. El sirviente les traería a la cama el periódico del día y no abandonarían el paraíso de los cobertores hasta bien pasadas las nueve. Si fuese rico, tendrían alfombras persas sobre el suelo —con dibujos que ilustrasen las sangrientas conquistas de Gengis Khan—, para que ella no sintiese frío en los pies. Tendría una biblioteca más grande que la que tenía John Allan en Moldovia, sería una biblioteca fantástica. Si fuese rico, habría plantado un magnolio en el jardín, en memoria de su débil y enfermiza madre adoptiva. Si tuviese un buen pasar, habría escrito solamente comedias y vodeviles. En memoria de su hermano Henry, hubiese probado solamente coñac añejo. Si tuviese una fortuna, le hubiese comprado a Sissy una joya para usar como protección sobre el frágil pecho. Sí, si hubiese tenido una octava parte, o quizás una sexta parte, del dinero que John Allan tenía cuando murió, no hubiese vivido jamás en aquella pensión, con su pequeña esposa devastada por la tuberculosis.
Si alguna vez tuviese hijos (sabe que es impensable) no dejaría jamás sin herencia a su hijo. Aunque adoptase un hijo, no lo aplastaría jamás bajo el peso de su fortuna. Lo consentiría con regalos y cariño en lugar de hacer el mundo lo más limitado e invivible que pudiera para el pequeño soñador. Utilizaría todos sus esfuerzos para ofrecer al niño las posibilidades que él no tuvo. Miseria, degradación, envidia. Nada de eso hallaría lugar en la vida del muchacho. ¡Dormiría bajo cobertores de plumas!
Le diría a su hijo: «Tienes talento. Heredarás todo lo que poseo». Entonces le contaría el día que se casó con Sissy. Describiría el vestido que llevaba, su piel pálida y sus manos pequeñas.
—¡Oh! —hubiera exclamado—. Tu madre era la novia más bella que te puedas imaginar. Era tan joven, tan tierna, tan sensible, hijo. Además, a pesar de que sólo era una niña, y de que no sabía mucho ni había asistido a ninguna escuela, era la persona más sabia que yo conocía. Esto era antes de que enfermase —le hubiese dicho a su hijo, y lo hubiera alzado atrayéndolo hacia sí y lo hubiera llevado hasta el lecho para darle a Sissy otra medicina.
Está inmóvil frente a la ventana de la pensión y mira hacia la pálida cinta gris del cielo entre las casas. Una bandada de palomas vuela sobre los tejados y se representa una mesa servida en una sala señorial, deliciosas pechugas de paloma asadas, huevos cocidos, un guisado de setas y una copa de vino blanco.
Llevan varias semanas comiendo sólo pan y una sopa ligera. Espera unos honorarios.
—Seguramente llegarán mañana —le dice a Sissy.
El optimismo está a punto de asfixiarlo. ¿Qué puede decir? «Querida, no hay la más mínima esperanza a la vista». No es tan cruel. El cielo está oscuro, debajo de él brilla el vacío, está al borde de matar de hambre lo que le resta de dignidad y de buen sentido. De todas maneras no tiene coraje para decirle a ella la verdad.
La cara desnuda de la verdad: ya no le quedan salarios sobre los que pedir adelantos ni amigos a quienes pedirles prestados unos dólares. Es imposible ganar lo suficiente en «la ciudad de las revistas». Filadelfia tiene más revistas literarias, periódicos y diarios que ninguna otra ciudad de Estados Unidos, pero aquí odian a los escritores, en el fondo nada les importa más que los pastores y los abogados. Todo el tiempo ha tenido que solicitar adelantos sobre textos que ni siquiera ha empezado. Filadelfia es mucho más grande que Richmond, aquí viven doscientas mil personas, pero todas han sido operadas para sacarles el corazón y reemplazarlo con un mecanismo de relojería. Cualquiera que escuche con atención se dará cuenta de que el ruido del tictac de los relojes de Filadelfia es ensordecedor. Fue un error formidable ir allí, no debió nunca dejarse engañar por las frases de tal o cual redactor. No le querían pagar por su trabajo. No le pagaron por su trabajo diurno ni por el nocturno. ¿Qué cuernos tiene que hacer para que le paguen? ¿Tiene que cortarse la cabeza y llevársela con sus propias manos? Quizás entonces —y con algunas reservas— asentirían en reconocimiento y le pagarían cinco dólares y medio.
—Ni un centavo más —dirían con sus sonrisas estáticas—. Su cabeza, señor Poe, está gastada. No está en su mejor forma. Si nos hubiese visitado hace unos meses, le hubiésemos pagado un precio mejor.
—¡Hipócritas! —les grita la cabeza cortada desde el escritorio—. Son ustedes quienes me han desahuciado. Me hicieron trabajar como un loco noche y día, y ahora…, ahora…, me vienen con esto…
En las calles hay una quietud extraña. En Filadelfia la gente vive una vida retirada y cristiana, no la vida bulliciosa, elegante y algo amoral de los estados sureños, como en Richmond. La gente de Filadelfia espera, se sienta con tranquilidad, reza y vive tan espléndidamente que es imposible que un forastero sea respetado, a menos que se quite la vida. Los domingos, las iglesias cierran sus puertas para restringir el tráfico y el ruido. Pronto se prohibirá cualquier ruido que pueda indicar que hay gente viviendo aquí. Cada día, la ciudad es restregada por hombres con cepillos largos. «¡Cepillen, mis hombres fieles y temerosos de Dios! Pecado, alegría y bullicio: ¡a esos échenlos fuera!»
Sissy también ha estado más tranquila en los últimos meses. Está tan delgada que los vestidos le cuelgan como cortinas tristes. Cada vez que consigue jarabe, le da la caja en cuanto entra en el cuarto (él puede quitarse la idea de probar semejante gloria). Cuando ella se inclina sobre la caja, sus nudillos están blancos de furia, pero come de todos modos la pasta azucarada con los modales más finos y delicados que él ha visto nunca. Sí, en todo caso, a ella Filadelfia le enseñó eso: cueste lo que cueste, nunca dejes ver el alcance de tu desesperación.
Lo primero que notó en ella fue su palidez. La primera vez que saludó a su pequeña prima, blanca como un cadáver, fue cuando vivía en Baltimore, en casa de su tía Maria Clemm, a quien llamaban simplemente Muddy. Aún tiene los mismos ojos violeta y una piel que es más azulada que pálida, y él todavía piensa que es deliciosamente encantadora.
Le había prometido a Muddy que enseñaría a la niña a leer y a calcular, y comenzó por leerle un poema de Tennyson:
El río azul suena con claridad en su corriente
bajo mi mirada.
Cálido y amplio, el viento del sur sopla
arrasando el cielo;
una tras otra, pasan las blancas nubes.
Cada corazón late con alegría en esta mañana de mayo,
llena de alegría,
pero todo ha de morir.
Ella lo había mirado sorprendida.
Esa misma noche se despertó y descubrió a Sissy quieta frente a su cama. Lo miraba en la oscuridad.
—¿Qué miras?
—Te miro a ti.
Perplejo, se enderezó en la cama. La miró. El delgado camisón y los pies desnudos sobre el suelo.
—¿No tienes frío?
—Sí.
—Puedes acostarte bajo la frazada —dijo haciéndole sitio.
Cuando ella apoyó la cabeza ligera sobre su vientre, él cerró los ojos y sintió que le brotaban lágrimas. Mientras la chiquilla dormía en su regazo, lloró en silencio, acostado en la cama. ¿Por qué lloraba? Por todo, pensaba, pero quizá más que nada por el desarraigo. Aunque tenía apenas veintiséis años y ella sólo nueve, eran parte de la misma desafortunada familia Poe y estaban, precisamente por eso, enredados entre sí de una manera tan completa. Esa noche su pequeña prima le mostró que ella y su madre cuidarían de él y no le fallarían.
El 16 de mayo de 1836 se casó con Virginia Eliza Clemm, su prima de trece años.
Adora su cabeza, la frente alta y los pómulos. Su boca lo conmueve. Sus orejas grandes son lo más dulce que conoce. De noche, acostado, juguetea a menudo con ellas. El cuello de Sissy es excepcionalmente largo; le gusta acariciarlo con los dedos. Los desliza con cuidado de arriba hacia abajo sobre la garganta, no se cansa de estar así, recostado mientras admira la columna que une el cuerpo a la cabeza. Sissy se ríe con los ojos cerrados: ¿está despierta o todavía duerme?
El cuarto de la calle Mulberry es frío. Filadelfia es una ciudad limpia y fea. Extraña Richmond. El bullicio en las calles. La música. El viento cálido que sopla sobre las plantaciones. Echa de menos el aroma del tabaco y de las flores. Quiere nadar en el río James con Sissy. Hacer carreras con ella en los jardines. En Filadelfia se congela. No hay nada aquí que le pueda dar calor. El cuerpo de Sissy es frío como las rocas de un lago de montaña. A duras penas reconoce el suyo propio. Está repulsivamente delgado. Sus dedos son sólo huesos, sus uñas están blancas por la falta de calcio. Podría hacer buen uso de un vaso de leche. ¡Oh! Podría hacer buen uso del champán (contiene todos los minerales que precisa para ser totalmente humano) y de la leche caliente con miel. Y sí, también podría hacer buen uso de ostras y asado y salsa y patatas cocidas.
Debe de haberse dormido, porque cuando se despierta nuevamente en esta mañana de enero, ella no está a su lado como de costumbre (ella siempre duerme mejor por las mañanas). Mira el bajo cielo raso de la habitación. La noche ha sido fría, ha nevado, y la parte superior de la ventana está cubierta de escarcha. Desde la alcoba percibe que Sissy trata de respirar. Entonces llega la tos, resuena a través de su cuerpo como latas en un pozo. Ahora debe levantarse y entrar en la alcoba, envolverla en una manta y cargarla de nuevo hasta el lecho. Apoya otra vez la cabeza en la almohada. La funda está fría contra el cuello; solamente se quedará tranquilo unos segundos y luego se levantará. Sólo un momento de letargo, un poco de paz. De pronto cesa la tos. El silencio se extiende sobre el cuarto. Entonces oye el silbido largo de sus pulmones y luego comienza otra vez la música de la muerte.
Desde que la vena se le rompió hace un año, los ataques van y vienen. Antes de la Navidad estuvo sana durante varias semanas, pero enseguida después de Año Nuevo, explotó otro maldito vaso. Después de eso, la enfermedad la ha maltratado de nuevo con toda su fuerza.
Va hacia ella. Está inclinada sobre una escudilla con agua, la mano sobre el pecho. Cuando él corre las cortinas, ella toma aire y dice:
—Estoy sólo un poco congestionada.
Él ríe un poco y la envuelve en la frazada.
Entonces levanta el cuerpo frágil y la carga de regreso al lecho, la cubre y se va a preparar agua caliente, almíbar, unas hojas de menta trituradas. Después de beber, ella se dormirá. Al cabo de pocos minutos, verá su cara fina y tranquila y se sentará al escritorio, donde comenzará a trabajar en el artículo sobre criptografía, la escritura secreta.
Encontró el empleo en la revista de George Graham porque quiere irse de la ciudad, pero todavía no ha logrado reunir dinero suficiente como para mudarse. Para la primavera se arreglará todo. En cuanto el clima mejore, Sissy se sentirá mejor y podrán trasladarse.
En las últimas semanas ha escrito bien, trabaja en una serie de artículos y se siente productivo. Pronto —espera— ganará algún dinero. Tan sólo con que ella logre dejar de toser, tendrán una fantástica primavera.
En la novela Roberto, conde de París, de Walter Scott, lee acerca de la voz de un orangután: «un cacareo áspero que hablaba un idioma para él incomprensible». Para su gran decepción, el idioma del orangután no se utiliza para nada en la novela, es como si el autor hubiese tropezado con una idea fantástica, pero no la recogiese de pura pereza. ¡Qué derroche, margaritas a los cerdos! Edgar sabe que él puede utilizar esta idea infinitamente mejor.
Una agradable calma sobreviene en su trabajo, se da tiempo para pensar en la idea del orangután —ilumina todo lo que la rodea— con una intensidad astuta y primitiva. Se queda sentado frente al escritorio durante muchas horas sin utilizar la pluma, casi sin moverse.
Trata de representarse un sonido áspero que suene de forma que pudiera confundirse con el habla humana, pero que sea incomprensible, tal y como pueden sonar un berrido el francés o el portugués para quien no los ha escuchado antes, tanto como todos los idiomas desconocidos pueden sonar como cacareos.
Con los criptogramas sucede lo mismo. Al principio, los signos y los números en la hoja parecen impenetrables. Pero en cuanto uno empieza a enzarzarse en ellos, como, por ejemplo, al identificar el número de signos diferentes en el papel, ya está en camino de resolver el acertijo. Piensa: «Los criptogramas están hechos por personas. Un sistema pensado por una persona puede ser resuelto por otra persona». ¡Es tan fácil…, y tan complicado! Escribió sobre esto en Burton’s y, de hecho, hubo alguien que creyó que se jactaba de poseer una capacidad de análisis sobrehumana. La forma de leer un criptograma es el primer paso para resolverlo.
Por ejemplo: si una noche él diseña un sistema para un criptograma y al día siguiente no recuerda el principio que utilizó, la mayoría comprenderá que la solución no está fuera de todo alcance. Pasa lo mismo con todos los criptogramas. No son más complicados de resolver que un cálculo simple.
No es posible hacer un criptograma insoluble.
Sólo puede pensar en una excepción: cuando ni los números ni los signos responden a ningún sistema ni señalan ningún alfabeto. Entonces, naturalmente el criptograma será imposible de descifrar. En todo caso, los números y los signos serán una forma organizada de caos. Para empezar, un criptograma así se asemejará a todos los otros acertijos, pero nos parecerá que está hecho por una inteligencia prodigiosamente avanzada. Se imagina un sistema de signos que ocupe varias hojas. Podría trabajar muchos días para solucionarlo, más y más abandonado de sí mismo hasta entender que no existe ningún sistema, ninguna incógnita que solucionar.
Si un paseante circunstancial oyese la voz de un orangután a través de una ventana abierta, el berrido, tal como sucede con un «criptograma caótico», sonaría como el idioma de una cultura que el peatón no conoce.
Mientras escribe su nueva novela, piensa en el dibujo que vio del orangután que exhibieron en el salón masónico en el otoño de 1839: era una criatura aterradora. Se imagina que la fuerza del simio es enorme y que los delitos que podría cometer un animal salvaje sobrepasan los crímenes que se abordan con frecuencia en los periódicos.
Así descubre, una preciosa mañana de primavera, que el final de la novela debe ser el comienzo del argumento. La novela debe empezar allí donde el crimen finaliza. Todo el argumento de la novela se concentrará de esa manera en solucionar la incógnita del crimen. Descubre, muy animado, que esto eleva el suspense del texto, párrafo a párrafo. Es la paradoja de la curiosidad, piensa (con calor en la cara): cuanto más nos damos cuenta de nuestra ignorancia, tanto más importante es descubrir lo que no sabemos si lo queremos saber.
Durante varios días está más que feliz y no le preocupa seguir escribiendo. Cuando por fin se sienta de nuevo, escribe el argumento de un tirón, sin parar.
No piensa mucho acerca del «delito» en sí mismo. Un simio se desliza por una ventana abierta. Aterrorizado al encontrarse en la vivienda de dos mujeres que no conoce, pierde todo control, mata a las mujeres y destruye todos los muebles del apartamento. Luego sale nuevamente por la ventana con un movimiento que hace que ésta se cierre y se trabe desde dentro.
Cuando los vecinos y la Policía entran en el apartamento, no entienden nada. Los investigadores se encuentran con una habitación cerrada; las puertas y las ventanas están trabadas desde dentro; la chimenea también está cerrada. Incomprensible. Sospechoso. Un misterio… Alguien oyó desde fuera una «voz que hablaba en portugués»; otros dicen que era «en francés». Pronto empiezan a «unir cabos sueltos», a sacar conclusiones y analizarlas. Frente a este aparente sinsentido, la Policía comienza enseguida a buscar un esquema lógico.
¿Qué es lo que tememos?
Edgar escribe:
Cuando el marinero miró dentro del apartamento, el animal había agarrado de los cabellos a madame L’Espanayes (que los llevaba sueltos, quizá porque acababa de cepillarlos) y había comenzado a acariciar su cara con la navaja, tal como hacen los barberos en las peluquerías. La hija yacía extendida en el suelo, quieta. Probablemente estaba desmayada. El grito de la señora y su pelea con el animal (que le arrancó los cabellos desde las raíces) convirtió el rostro pacífico del orangután en una mueca de ira. Con un golpe violento separó la cabeza del cuerpo de la mujer. La vista de la sangre hizo que su ira se convirtiese en locura. Los agudos colmillos y los ojos del simio brillaron. Cayó sobre el cuerpo de la hija y le hundió los dedos en la garganta hasta que expiró. La mirada errante y salvaje del animal se posó en ese instante en los pilares de la cama, donde todo el terror del simio se dejó ver.
«Ocasionalmente la muerte es lo que más nos asusta», piensa, y enseguida se siente incómodo. Es fácil tomar distancia del asesinato planeado y pensar: «Yo no podría haberlo hecho». Pero la casualidad es el profundo enemigo de la coherencia. Se vuelve y nos señala, casi riendo, el violento e impredecible universo que tenemos delante. Por tal razón nos inquietan los actos del orangután. Lo que no conocemos nos hace sospechar que no sabemos mucho de nosotros mismos.
¿Qué es el resto?
¿Pasiones? ¿Terror? ¿Miedo a la tumba?
Sólo a través del análisis podemos aceptar lo salvaje, se dice a sí mismo. La idea de que las mujeres son asesinadas sin ningún tipo de plan es tan inquietante que la rechazamos. Haremos todo lo posible por hallar la técnica del criminal, su método. La presencia de los investigadores nos calma. Pero ¿qué sucede si el análisis en sí mismo es una pista falsa?
Toma prestado el nombre de su héroe investigador de una tira sobre un inspector policial francés, C. Auguste Dupin. En la novela de Edgar, Dupin no sólo soluciona el misterio del delito, sino que además supera su propia capacidad de análisis. Mientras que el jefe de Policía de la novela busca vínculos complicados, Dupin rechaza la forma de pensar de los vigilantes. Los asesinatos de la calle Morgue no se pueden aclarar partiendo del motivo del criminal y no hay ningún «sistema» con el que se pueda penetrar en el apartamento, ¡y «así »soluciona el caso!
Titula la novela Los asesinatos de la calle Morgue. Sabe que nadie ha escrito algo parecido antes que él. A partir de ahora llamará a este tipo de novelas «Historias de pensamiento lógico».
La novela se imprime en el número de abril de Graham’s Magazine. Recibe once dólares de honorarios.
Una vez que termina su colaboración con George Graham, se encuentra otra vez sin ingresos y no puede pagar el alquiler de la pensión.
Deben irse.
En su momento, George Graham adquirió el Burton’s Magazine por tres mil quinientos dólares, un dólar por cada abonado. Cuando Edgar aceptó un cargo como redactor en la revista, las ventas alcanzaban los cinco mil ejemplares; cuando dejó el puesto, en el invierno de 1842, superaban los cuarenta mil. Durante el tiempo en que él estuvo allí, Graham’s fue uno de los periódicos de más éxito de Estados Unidos. Ha hecho muy rico a Graham, pero él está tan arruinado cuando se va como cuando llegó.
—Así —se dice mientras hace las maletas para dejar Filadelfia— tratan a los escritores en este país. Nos vacían de talento, nos chupan la sangre y arrojan nuestros cerebros a la calle.
Ha terminado con la bella y adornada Filadelfia.
Ahora seguirá hacia Gotham.
Desde los quince años, sueña con ser un autor famoso en Nueva York. Ahora va a cumplir su sueño, aunque eso sea lo último que haga.