Griswold

En el coche

Filadelfia

En el coche, camino del hotel, su mirada se pierde nuevamente; de pronto, siente que gira, atrapado en un torbellino de luz y penumbra. A pesar de que sufre un casi permanente cansancio y nunca duerme lo suficiente, sólo un par de horas cada noche, su conciencia se resiste a adormecerse. Aunque siempre apreció la zona entre la vigilia y el sueño como una advertencia para evitar rendirse a pensamientos desapacibles, pronto cede, con el ritmo del asiento del coche, a la tentación de dormir.

Rufus Griswold ha pasado toda la noche leyendo los poemas de este Poe con el que pronto se encontrará. «Terrible, terrible», murmuraba mientras leía y leía sin poder apartarlos de sí. Había un tono en los poemas que lo escandalizaba. Los poemas no eran solamente amorales, eran paganos, pensaba, y de todas maneras no lograba tomar distancia de las páginas. Cuanto más lo alteraban, más despertaban su curiosidad. No hay Dios en el mundo de Poe, pensaba. ¿Por qué leería él poemas sobre la muerte y la maldad, y sobre sueños e instintos sensuales…? ¿Por qué no pudo alejarse de los poemas antes de que se hicieran las cinco de la mañana?

Cerró los ojos y dejó caer las manos sobre el regazo. A través de la ventana del coche sintió el aire de la calle contra el rostro; un olor dulce y descompuesto de manzanas (¿o ciruelas?) hizo que se imaginara el jardín de la casa familiar en Hubbardton, Vermont, y a su madre, Deborah, enterrando la basura en un agujero en la tierra que hay al lado del roble grande. Sentado ahí en el coche, ve el paisaje desde la ventana del dormitorio del segundo piso, y siente como si estuviera de vuelta en la casa donde creció.

Se levantó de la cama en la oscuridad y fue hacia la ventana, la abrió y miró hacia Gregory’s Pond. Siguió con la mirada las nubes que formaban figuras sobre las copas de los árboles. Ahogan a un niño en una cuna. Manos y pies, miembros sueltos desparramados por todo el cielo. Rufus vio frente a sí el ojo de Dios. La madre había levantado la Biblia frente a su cara. Él se inclinó hacia delante y la miró por debajo del libro. Ella leía de la Biblia. Rufus pronunció las palabras junto con ella: «Porque su ojo llega hasta el fin del mundo; él ve todas las cosas bajo el cielo». Cerró los ojos y se quedó como ciego. Cerró la ventana y se tambaleó hacia dentro de la habitación, se arrastró bajo la alfombra y se acurrucó. ¿Cuándo lo destruiría Dios?

Había decidido ser obediente y seguir los consejos estrictos de su madre. Pero cuanto más pensaba en las reglas y órdenes maternas, más seguro estaba de que algo le haría transgredirlas. No había nadie que estimulara la preocupación de su madre tanto como él. Transgredía las reglas sin saber por qué ni cuál era su propósito. Todos los demás en la casa eran obedientes, salvo él. «Seré un buen cristiano —murmuraba acariciando a su gato blanco de tres patas—. A partir de mañana dejaré de mentir. No pensaré en la presencia de Dios, y para nada en el Cielo. No seré más una molestia para mi madre. A partir de mañana seré un niño obediente y cumpliré mis promesas. Mañana temprano cuando me despierte, voy a ser otro». Pero entonces pensaba: «Mañana me acuesto aquí y digo exactamente las mismas palabras». Desde pequeño, Rufus supo que haría algo espantoso, pero no sabía qué era lo que haría y tampoco que sería tan terrible.

Un socavón en la calzada hace que el coche se sacuda. Rufus se aferra al asiento y se encoge de hombros: sabe que es un «soñador incorregible». Siempre está pensando en sucesos que debiera haber dejado atrás hace tiempo pero ¿qué puede hacer uno con ello? ¿Debe dejar de pensar? Una vez que decidió hacer eso, quería detener su cerebro. Fue cuando tuvo que separarse de su amigo de juventud George Foster, en Troy. Se había despertado en el lecho con el brazo desnudo de George Foster sobre el pecho y con su cuerpo pegado al de él y salió de la cama. Juntó sus cosas y corrió a través de la ciudad por mucho tiempo antes de que se hiciera de día. Durante muchas jornadas deambuló sin saber bien adónde iba. Una noche oyó a Dios a través de las copas de los árboles: «Serás mi instrumento. Separarás el bien del mal». Con lágrimas en los ojos, cayó de rodillas y le dio las gracias al Señor.

George Foster le escribió y le rogó que retomara contacto, pero él no quería saber nada de George Foster ni el su detestable «amor».

Más bien quería ser el instrumento de Dios, pero nunca logró detener su pensamiento.

Recogió el portafolios del suelo y lo puso sobre sus rodillas. Cuando tocó el cierre con el pulgar, se abrió con un breve «clic». Miró dentro.

Últimamente había recibido varias recomendaciones sobre los poemas de Edgar Allan Poe. Cuando lo leyó por primera vez, en una novela en Burton’s Magazine, le gustó. La novela se llamaba William Wilson y terminaba con las palabras: «… de qué modo tan cruel te has suicidado». Trataba sobre la conciencia, pensó entonces Rufus; un hombre perseguido por una sombra que es mucho mejor que él. A Rufus le pareció que el autor describía muy bien la angustia que puede perseguir a un alma desmoralizada. Poe sabía algo acerca de esto, sobre las consecuencias de traicionarse a sí mismo y a Dios. Poe escribía acerca de algo de lo que Rufus también sabía un poco; así pues, decidió que leería más cosas del escritor. Pero cuando leyó la novela que se titula Berenice, se enfureció. ¡Qué trabajo más deplorable! Tan sin sentido y tan sangrienta, tan artera era esta novela que le costaba creer que una persona civilizada pudiese escribir algo así. Un charco de bajeza. ¿Por qué tenía el autor que arrancar los dientes de la boca de la pobre mujer y arrojarlos despreocupadamente al suelo? ¿Cuál era la gracia de regodearse en la maldad y en la angustia? ¿No era el deber del escritor escribir sobre algo que pudiese educar al lector y fortalecer la moral de las personas frente a las tentaciones del mundo? ¡Ah! Arrojó la novela al suelo y la pisoteó. La recogió nuevamente, arrancó las hojas y las tiró a una papelera. Durante varios días su interior se desgarró, sentía que el escritor le había fallado. Por sí solo, el nombre Berenice le provocaba malestar. De rodillas, pidió al Señor que lo protegiese de la sinrazón, el pecado y la barbarie. «Solamente a través de la devoción al Señor podemos ahuyentar el caos», le susurró, bastante alterado, a su mujer.

Muchos años después, mientras trabajaba en su antología y hubo de ocuparse de los poemas de Edgar Allan Poe, su atención volvió a esa novela retorcida. Lo sorprendió, porque la recordaba como si la hubiese leído sólo unos días atrás. Cuando leyó un reportaje en un periódico acerca de algo macabro que sucedió en un cementerio en Nueva York, pensó de inmediato en la novela de Poe, y la misma furia desesperada volvió a hervir en él. ¡No podía creer que fuera cierto! Alejó la crónica de sí. «No voy a pensar más en ello», se dice. Rufus deja el periódico a un lado y regresa a los poemas.

Naturalmente, se ha dado cuenta de que eso forma parte de la labor de editar una antología significativa; es obligado leer poemas que lo tornan «desvergonzado en el alma»; no obstante, le desagrada, y mucho más ahora, después de recordar esa detestable novela. Aún permanece en él la sensación de que Poe lo ha tratado… «injustamente».

Saca del portafolios el último poema que leyó la noche anterior: La ciudad en el mar.

¡Mira! La muerte se ha izado un trono…

—El trono de la muerte, sí —murmura devolviendo el poema a su lugar y cerrando el portafolios.

Por la noche cada poema «sonoro» que leía lo perturbaba más y más, al tiempo que lo confundían su curiosidad y la irritación que sentía ante su propia parálisis para manejar la cuestión.

—¿Qué voy a hacer con este barro embriagador? —murmuraba frente a las hojas—. ¡Este veneno, este brebaje anticristiano!

Lo que escribía Poe no era humanamente respetable. Escribía con placer acerca del miedo, de los círculos del dolor y de la corrupción. Sin Dios, sin moral. Alguien que escribía así no era cristiano, era un devoto de la oscuridad, uno que no tenía otro dios que él mismo y su sombra. Ni por un instante parecía Poe capaz de elevarse moralmente sobre lo que quería describir de forma tan «melódica». ¡No! Ésa era justamente la poesía que Rufus quería combatir y que iba a combatir, la que expulsaría y ridiculizaría. De hecho, ésa era su tarea: ¡Procurar que aquello no se leyera! De todos modos continuó leyendo los poemas, verso por verso. Era como si una voluntad maligna llevase su vista hacia las hojas del libro y no pudiera sustraerla de allí. A medida que leía, se le ocurrió que quizá no era un defecto en la poesía de Poe, sino que simplemente ésta estaba empapada de una amoralidad deliberada, de un «pecado ardiente».

¿Qué haría con aquello?

¡Mira! La muerte se ha izado un trono

en una extraña y solitaria ciudad,

allá lejos, en el sombrío Oeste,

donde el bueno y el malo, y el mejor y el peor,

son huéspedes de la eternidad.

La descripción de la muerte del espíritu era vulgar y salvaje.

El ritmo era demoníaco.

Rufus mira hacia la calle. Acaba de darse cuenta de que el coche está detenido. Han llegado al hotel Jones.

Algo confuso, camina hasta la puerta del hotel.

Una mujer con el rostro cubierto por un velo negro sube las escaleras detrás de él y le murmura algo. Él se aparta hacia un costado y susurra:

—¿Perdón?

La viuda no le presta atención, pero supera la puerta de vidrio manteniendo la mirada baja. Rufus se apresura tras ella en la recepción. Mientras persigue con la vista el velo de la viuda, hace chocar las botas entre sí y el polvo de la calle cae en silencio sobre la alfombra junto con pequeños terrones de arcilla. Cuando levanta la mirada, sus ojos se detienen en la figura de un hombre delgado y vestido de negro. Está de espaldas a él, quieto ante el mostrador de la recepción. Entonces decide volver sobre sus pasos. Los literatos pueden discutir cuanto quieran sobre Poe y acusarlo de haberlo descartado, pero para él ésta es una cuestión de principios. Poe no es un buen cristiano. No es en absoluto un cristiano. El devoto de falsos ídolos terminará en la perdición eterna. La antología no precisa de Edgar Allan Poe.

Rufus camina hacia la puerta con gesto resuelto.