Poe
Acontecimientos alentadores
Nueva York
Cuando se despierta por la mañana, el día en que ella ha de llegar, le duele tanto un diente —un molar tambaleante en el fondo de la boca, en el lado izquierdo— que cree que se desmayará cuando deje la cama. De repente, la tía Muddy está en el vano de la puerta, se balancea de atrás adelante y sonríe. La luz cálida de mayo cae sobre ella a través de la ventana. Ha llegado desde Baltimore para vivir con ellos, y ahora está ahí y mira la cama.
Edgar adora la cara grande de Muddy y sus pequeños ojos amigables. Su cabello está cubierto por un pañuelo negro algo deshilachado, y algunos mechones de color indeciso asoman por debajo. Él corre hasta ella y le da un beso en la frente amplia.
—¿Eres tú, de veras?
—Eddy —dice ella, y lo atrae hacía sí.
—Tía —gime él como un niño—. ¿Dónde has estado? Prometiste que me cuidarías.
La tía Muddy se ríe y le acaricia el cabello.
—Ah, pequeño mío —dice—, no volveré a abandonarte.
—¡Mamá, mamá! ¿Lo prometes?
Ella sonríe.
—¿Qué sucede con tu boca, Eddy? Estás todo hinchado.
—Dolor de muelas —contesta él señalándose la quijada.
—Déjame ver —interviene ella cariñosamente, que lo empuja hacia una silla y le inspecciona la boca con los dedos—. Ahí está —murmura con preocupación como si acabase de entregar una orden con instrucciones para su sentencia de muerte o su liberación definitiva.
—¿Qué vamos a hacer? —murmura él, lloroso.
—No te preocupes —dice Muddy, que le acaricia los labios—. Todo saldrá bien.
Pasados unos días, se mudan de Greenwich Village a una granja cerca del río Hudson, a una corta distancia al oeste de Bloomingdale Road, y dejan atrás los sonoros adoquines y el aroma de los ailantos. Sissy y Muddy se sienten muy a gusto con los dueños de la granja, el matrimonio Brennan.
Por suerte, su dolor de muelas ha desaparecido.
«Ahora puedo escribir nuevamente», piensa Edgar.
En el bosque de detrás de los sembrados descubre una gran piedra que bautiza como «monte Tom». Se sienta sobre ella durante horas y mira el río Hudson, piensa y anota.
¡Es un lugar pacífico y placentero!
Comienza a escribir un poema que titula El cuervo. Aunque no escribe mucho, permanece sentado hora tras hora y evalúa nuevamente las estrofas, escucha cómo suenan. Cada vez que relee los versos que escribe, tiene la sensación de que hay algo que debe penetrar y traspasar, pero no sabe bien qué es…
Escribe una carta a Nathaniel Parker Willis del New Mirror para ofrecerle una nueva novela. Willis contesta que la novela le gusta, pero que no puede pagarle por imprimirla. «Por suerte llegó la tía Muddy», piensa Edgar. Ella ha vivido casi toda su vida con poco dinero y sabe cómo manejar bien una casa con sólo medio dólar, unas zanahorias y una lámpara de aceite. ¡Oh, agradable desilusión! Unas semanas atrás, una carta así lo hubiera enfurecido, pero ahora lo envuelve una nueva calma. Son todas esas pacíficas meditaciones en el monte Tom las que han dado un giro afortunado a su temperamento. Desde ahora parece que su destino es sufrir la pobreza y vivir con las muchas otras afrentas que castigan a los escritores en Estados Unidos, el país del mundo donde los pobres son más despreciados y denigrados que en ningún otro lugar.
Está del todo decidido a no dejarse vencer. Constantemente se le ocurren nuevas ideas que lo convertirán un día en alguien de éxito. No está destinado a la pobreza. Todavía puede tener éxito y demostrar al mundo lo que oculta dentro de sí. No es demasiado tarde. ¡No!
—¡Escuchen!
Se siente excitado nuevamente.
Frente al paisaje que domina desde el monte Tom maldice a toda la Norteamérica literaria.
Sissy tose en el dormitorio. El otoño húmedo no es bueno para sus pulmones. Yace escuálida bajo la frazada. Por suerte le sonríe cuando él entra.
—Mírame —le dice—. Parezco un esqueleto.
—Necesitas tocino asado, querida.
—Oh, no digas eso. Se me hace la boca agua.
Ríen. Él le promete que comprará tocino asado la próxima vez que le paguen un trabajo. Aunque sabe que ella no comerá más que un pedacito del asado, lo describe al detalle: el color de la carne, los acompañamientos y el delicioso vino que servirá con él.
El fin de año trae acontecimientos alentadores. El periódico francés Le Quotidien publica una traducción de la novela William Wilson. Es la primera novela suya que se traduce a otro idioma. Rebosa felicidad: su historia acerca del doble se convierte en su primer éxito internacional. Poco después, James Russell Lowell escribe un ensayo bastante bueno sobre su trabajo literario. Aparece en Graham’s Magazine, que también publica una semblanza biográfica y un grabado con su cara; no se le parece, pero de todos modos es simpático. «Ése no soy yo, pero podría haber sido, una versión más calmada, más llena y más tierna de mí mismo», piensa.
Nat Willis le ofrece trabajo en el Mirror. No tiene dinero como para rechazarlo, pese a que las jornadas son largas, lo que hace que no le quede mucho tiempo para trabajar en sus propios textos ni para cuidar de Sissy.
Escribe una crítica inspirada de la Antología con «poesías traducidas» del «gran capitán de los poetas», Henry Wadsworth Longfellow, Los desahuciados. Puede ser que los poemas de Longfellow sean los mejores de los de la selección, pero no es fácil decirlo porque ¿no es cierto que él envió «todos» estos poemas «anónimos» a la editorial para salvarlos de la papelera? Cuando Edgar estudia los poemas con atención, entiende por qué Longfellow se resistía a sacarlos a la luz. ¡Los poemas, incluidos aquellos escritos por él mismo, son indudablemente imitaciones de otros de poetas norteamericanos originales!
La antología está infectada por una enfermedad moral, porque de hecho «parece» que esta pequeña selección precisamente concebida hubiese sido hecha con un propósito cabal: el de omitir cualquier colaboración que pueda debilitar la posición del señor Longfellow.
Ésta era otra evidencia de la continua práctica del plagio por parte de Longfellow, pero él no iba a denunciar eso, no directamente; lo que escribirá por el momento, y así lo hace, es la palabra «imitar», y eso en sí mismo llama la atención. Que alguien tenga el coraje de criticar al grande de Nueva Inglaterra diciendo que es un imitador es, sin duda, un acontecimiento en sí mismo. Edgar se regocija. Por fin ha puesto al fofo y consentido bostoniano en su lugar.
Pero no hay nadie que le conteste, nadie que ataque la crítica. ¿Están ciegos o sordos? ¿Por qué no escribe algo Longfellow? Es como para volverse loco. Es como dar estocadas en la oscuridad, luchar con fantasmas que nadie puede ver. Se le ocurre la genial idea de contestarse a sí mismo: atacarse y responder a la agresión. Y eso puede continuar y continuar hasta que él esté satisfecho y todo esté en su lugar.
Escribe un artículo en el que toma como blanco la crítica que el señor Poe hace de Longfellow. Lo firma como Outis; es griego y significa «nadie», pero seguramente ninguno de los semiliteratos lo descubrirá. Y entonces responde a este artículo de Outis, no sólo una vez, sino en cinco ocasiones, en Burton’s, y del «contraataque» que produce entonces resultan en total cincuenta hojas.
Entonces empieza la guerra de Longfellow. Ahora llegan artículos de todos lados. ¡Gracias a Outis!
Es un espectáculo infernal en los periódicos, pero no se arrepiente ni por un segundo de la maniobra. En el fondo hubiese querido ir más lejos y derribar de una vez por todas a Longfellow del insufriblemente glorioso pedestal sobre el que se ha ubicado. Derribarlo y prenderle fuego. Hay una voz dentro de él que anhela eso y que disfruta cada vez que acierta con un ataque feroz.
Además, y como si esta pequeña victoria no fuese suficiente, Rufus Griswold se pone de repente en contacto con él. Le escribe lamentando la enemistad que ha surgido entre ellos:
Pese a que he tenido diferencias contigo, que seguramente recuerdas, no quisiera bajo ninguna circunstancia dejar, como repetidas veces me has acusado de hacer, que discrepancias personales se interpongan en mi juicio profesional.
Tal como sucedía en nuestro primer encuentro en Filadelfia, tengo en elevado aprecio tus trabajos y espero ser justo contigo. Precisamente te escribo por eso. Carey & Halt están a punto de publicar mi nueva antología, titulada Prosistas norteamericanos. Deseo por supuesto incluir tus trabajos en la colección. Si hay alguna de tus novelas que yo aún no haya leído, confío en que esa inexactitud se corregirá rápidamente.
Si tienes a bien mencionarme tus nuevas publicaciones e indicarme dónde puedo conseguirlas, te lo agradeceré mucho. Si existiese algo que no te agrade en el esbozo que se publicó en Poetas americanos, apreciaré que me des una pista acerca de eso.
Sinceramente tuyo,
Rufus Wilmot Griswold
Edgar lee la carta varias veces. Griswold se ha convertido en un hombre importante en los círculos literarios elegantes. Por eso no esperaba una carta en la que le solicitara una reconciliación. Descarta de inmediato la idea de reconciliarse con el pastor. Sin embargo, al cabo un rato, es más positivo. ¿No hay una nueva sinceridad en la carta? Después de unos días la relee, y se emociona un poco: hay claramente algo de sinceridad en el tono de Griswold. Quizás hasta un afecto sincero. Griswold puede ser su billete de entrada a los salones literarios de Nueva York, a las veladas de la señora Lynch, y la clave para entrar en contacto con los redactores de los periódicos. Por otro lado, él no tiene dinero para negarse, independientemente de lo que haya detrás. Griswold ha de haber pensado que los rumores sobre los asesinatos son menos fiables que el éxito que pronto obtendrán sus poemas. ¡No se anima a quedarse fuera cuando Edgar Allan Poe obtenga su gran triunfo!
Al cabo de unos días, Edgar escribe su respuesta a Griswold. Le dice que su carta le ha dolido y que, a la vez, le ha hecho muy feliz:
Comprendo que te sientas afrentado después de mis expresiones contra La poesía y los poetas de América. Por ese motivo, no te dije nada cuando nos encontramos en las oficinas del Tribune. Ahora te ruego que aceptes mis excusas.
Si puedes aceptar mis disculpas y «puedes» dejar atrás el pasado, hazme saber dónde puedo encontrarte, o visítame en las oficinas de The Mirror cualquier mañana, a las diez. Entonces podremos hablar de estos asuntos, que, de todos modos, son mucho menos importantes para mí que tu buen ánimo.
Tu amigo,
Edgar Allan Poe
Apenas unos días después, Griswold lo visita en el Mirror. El pastor está de un humor excelente.
—Poe, Poe, querido amigo —dice, y le aprieta ambas manos con sentimiento.
Edgar observa sus guantes, de piel fina.
—Me hizo muy feliz recibir tu carta —dice Griswold en voz baja, que parece sincera.
Quizá Griswold tiene un deseo real de dejar las cosas atrás y concentrarse en las posibilidades del momento. Ahora él quiere reconciliarse de veras. Y, sí, ¿por qué no? Quizás ésa sea la explicación de la rara intensidad en sus ojos y de la voz baja, veraz.
Cuando Edgar vuelve junto a Sissy esa noche, ella se niega a creer al principio que Griswold lo haya visitado en su oficina.
—Creí que sabía lo que dijiste de su libro.
—Lo sabía.
—Suena tan raro…
—Es raro, sí. Es un hombre muy especial.
Entonces le cuenta los contactos que Griswold tiene en Nueva York y lo importante que es para él mantener una buena relación con Rufus Griswold. Sissy asiente con la cabeza y lo comprende.
En el monte Tom tiene una charla consigo mismo. El asunto es Nueva York. ¿Vivirá ahí adentro, o no? ¿Soporta a las personas allí adentro, o no? ¿Se arregla sin ellas? ¿Está dispuesto a tragarse su lógica, su manera de pensar?
No lo sabe.
Discute consigo mismo.
—La gente en Nueva York se ha cegado con detalles. Palabra de honor, amigo mío —se dice en voz alta a sí mismo—. Viven en la ilusión de que ven mejor algo cuanto más cerca de los ojos se lo colocan. Se ahogan en una niebla de detalles. «¡Veamos los argumentos!», gritan.
»Se niegan a aceptar una verdad si no se explica de modo que responda a su forma de pensar. Por otro lado, aplauden si «yo» postulo una completa absurdidad de forma que los satisfaga en cuanto al análisis argumentativo. Hace unos meses escribí un artículo en el Sun acerca de un viaje en globo que, por supuesto, era pura ficción. ¡Pero precisamente porque la presentación que hice se correspondía con su visión de una argumentación correcta aceptaron la historia, a pesar de que cualquier niño sabe que es imposible cruzar el Atlántico en globo en sólo tres días!
»Ahí tienes a los neoyorquinos. No creen ni en Dios ni en la razón. Creen en el esfuerzo. ¿No es fantástico?
»Recuerda esto: Gotham no durará. Los adoquines de esa ciudad están hechos para sacar de sus cabales a la población, de eso estoy convencido. Sospecho que el ruido de las ruedas de los carros contra las piedras desiguales puede ser incómodo, pero fue una sorpresa que perturbase de forma tan diabólica la paz del trabajo. Ninguna persona normal puede vivir en una ciudad así. Para una persona pensante que escriba es sinónimo de suicidio. ¿Entiendes por qué me alejé de la idea? Lejos del escritorio. A los salones. ¿Qué podía hacer? El ruido de la ciudad se me asentó en la cabeza. Lo único que hacía que el ruido de los adoquines desapareciera era un pequeño vaso de oporto. Tenía que beber, eso seguro que lo comprendes, ¡y sabes que no tolero el alcohol! Bueno, de todos modos, ya abandoné la bebida. Aquí fuera no oigo otra cosa que los pájaros. Es tan relajante. Me gustan sus trinos. Pero para ser sincero no son lo mejor para escribir. La paz de aquí fuera me anestesia. No encuentro ideas y no tengo «ganas» de escribir. ¿Acerca de qué se puede escribir en un lugar como éste? ¿Acerca de los pájaros?
»Alguna vez, cuando sea realmente viejo, me sentaré en un globo bien alto encima de la ciudad y veré a los neoyorquinos que hormiguean allí abajo entre los negocios, y me reiré y aplaudiré, porque nadie ha de poder decir que le falta imaginación a la gente de esa ciudad.
»¿Pensé que amabas Nueva York, amigo mío?
»Está claro que sí. La quiero como a mi mismo rostro.
En enero, la familia regresa a Greenwich Village.
La mañana del 14 de febrero, Edgar recibe una nueva carta. En el sobre pone solamente «POE». El título reza: «Segunda carta para el maestro». Edgar la lee en el umbral.