Poe
El cuervo
Nueva York
Ann Charlotte Lynch y su delgadísima madre sirven el té en un enorme servicio de porcelana china con imágenes de arrozales. Él recibe una taza en la mano, se inclina y huele el liviano té de hierbas (aquí el alcohol está prohibido: la señorita Lynch es una abstemia convencida, él lo sabe bien). Edgar sonríe y asiente con la cabeza y prueba el té. No siente ningún sabor… ¿Estará a punto de resfriarse? Toma otra cucharadita de azúcar, revuelve en la fina taza y mira en torno de sí, de los candelabros a las pelucas, de los guantes de damasco a los dorados estuches para rapé. Los bigotes se curvan despacio bajo los dedos del redactor, sombreros puntiagudos se levantan de las cabezas hacia el dueño de un periódico, un escritor se atraganta con el té, tose y parece —por un instante— que va a morir. El apartamento de la señorita Lynch se parece a Waverly Place. Ella organiza «veladas» literarias los sábados en ese gran salón. Comienzan a las seis. Éste es el «salón literario» más importante de la ciudad. Aquí están escritores como Ralph Waldo Emerson, Margaret Fuller y William Cullen Bryant. También los redactores. Griswold y Willis y George Graham. También hay muchos otros, Knickerbockers y Jóvenes Americanos, facciones enfrentadas que están en desacuerdo acerca de todo, esclavitud, política, literatura.
Edgar es muy cauto en este ambiente, es prudente con lo que dice, en cómo se deja ver. Con quién está, por cuánto tiempo.
—Magnífico té, señorita Lynch. —Inclinándose levemente hacia ella, murmura—: Qué fantástico salón.
Ann Lynch se vuelve hacia él, y quedan cara a cara:
—¿No querría venir a leer aquí el próximo sábado, señor Poe?
—Cómo no —contesta él sin demostrar lo feliz que se siente.
—Qué bien —dice Ann Lynch; por un momento, parece como si se fuese a inclinar más hacia él.
—He escrito un poema nuevo. El Cuervo.
—¿Qué? Oh, estoy ansiosa por escucharlo.
—Yo estoy ansioso por leérselo.
Ann Lynch le sirve más té.
—Si se parece al resto de sus poemas, será seguramente bien recibido.
—Es el mejor poema que he escrito —dice él, y la mira decidido.
—¿En serio?
—Me tomé mucho tiempo para acabarlo. Cada sílaba está cuidadosamente planeada.
—No será muy complicado, espero —dice ella levemente preocupada.
—No, no. Es el más simple de mis poemas y el más cargado de sentimiento, señorita Lynch.
—Oh —dice ella.
Él asiente con la cabeza.
Mientras lee las primeras líneas del poema, observa que una expresión de letargo les invade las caras, cierran los ojos, inclinan las cabezas. Parece como si las bellas e inteligentes mujeres durmiesen y escuchasen el poema que lee. No levanta nunca la voz, pero lee el poema con voz susurrante. Piensa: «Ahora sueñan. Ahora las he atrapado con mi voz».
El Cuervo es un éxito desde su primera estrofa.
Los aplausos del salón de la señorita Lynch resuenan en sus oídos cuando regresa a Greenwich Village.
Sissy dice:
—Puedo ver que te encantan los aplausos.
Es cierto, sí, por supuesto, por supuesto, pero ¿no entiende ella acaso que él ha estado esperando este momento desde que tenía catorce años? ¿Que nunca tendrá demasiados y que siempre serán demasiado cortos?
—En realidad pienso que el aplauso no fue exagerado —dice como si no hubiese oído el comentario de Sissy—. Pareció como si aplaudiesen durante una eternidad, pero en realidad no fue tan largo. Leí el poema tan condenadamente bien esta noche… No podría haberse leído mejor.
—Seguro que lo merecías —dice ella sin moverse.
—Más que merecido. Debían de haber aplaudido más. Cuando por fin logré leer mi poema, tendrían que haber aplaudido durante toda la noche.
Ahora ella se ríe.
—Hasta que se les cayeran las manos.
—Sí.
Entonces atrae a Sissy hacia sí y siente cómo el corazón de su esposa late con fuerza contra su pecho.
Una vez que el poema se publica por primera vez, en el Mirror, a finales de enero, oye constantemente que es algo de lo que «todos hablan». Está también en los periódicos: «Todos leen El Cuervo y hablan de él»; «Los lectores están electrizados por la notable exclamación “Nevermore”». Poco después lee la mención en el New World, dicen que el poema es «salvaje y oscilante» y que está escrito con «estrofas no conocidas hasta ahora por los dioses, los hombres y los editores». ¡Ja!
El poema se publica en diferentes lugares antes de que el mes finalice. Cada vez que se publica le supone una enorme alegría. Entonces comienzan las parodias: El Cobarde en el ¡Poh!, La Gacela, El Pavo, El Vigilante, El Escarabajón, pero él no se enoja por eso, piensa que es… divertido y los recorta de los periódicos y los pega juntos en una tira de donde los lee a Sissy y Muddy.
Se ríen mucho juntos.
Es un anticipo de la fama.
En una reunión, en la del doctor Francis, lo presentan como «el Cuervo». Cuando más tarde le cuenta a Sissy cosas sobre esa reunión, admite que es posible que haya dejado un recuerdo algo incómodo para satisfacer a los invitados.
—Así —dice, y hace una mueca.
—¿Así? —dice ella imitándola.
—No, no —dice él—. ¡Así!
Sissy ríe.
Una noche en el teatro uno de los actores pronuncia la frase «¡Nunca más!» mientras mira hacia donde están Edgar y Sissy. Varios asistentes se vuelven a mirarlo, y él siente que se sonroja. Afortunadamente la sala está a oscuras.
La editorial Wiley & Putnam decide publicar sus poemas.
Recibe honorarios, «dinero» en efectivo.
Ahora se convierte en una especie de amigo de los literatos de Nueva York, de los redactores, de los dueños de revistas, escritores, poetas, periodistas, organizadores de salones. Se encuentra con lectores que lo admiran a todas luces. Antes, siempre pensó que este mundo cerrado y consentido estaba envenenado, pero cuando se pone de pie en el salón de Ann Lynch y lee El Cuervo por segunda vez, se siente plenamente feliz: ser escuchado por bellas e inteligentes mujeres de ojos cerrados es lo mejor que conoce.
Una de esas mujeres destaca. Habla con ella, la poetisa Fanny Osgood. Es pequeña, ágil y muy bella, y escribe poemas bastante buenos. Le gusta mirarla y hablarle, y siente que debe tener cuidado para no enamorarse de ella y fallarle a Sissy, que está en casa en Greenwich Village y tose y está enferma. Pero es tentador dejarse admirar por Fanny Osgood, es tan fácil ser «el Cuervo», un magnético hombre pájaro condenado a la caída.
No ha bebido desde hace ocho meses y se siente como un chiquillo. ¡Es fantástico! Por la mañana se despierta temprano y empieza a escribir. Trabaja todo el día, pero tampoco está cansado por las noches. La energía no disminuye. Cada día se siente más joven. Más fuerte, más vital, se sienta por la mañana frente al escritorio, escribe con velocidad furiosa, sale rápido, rumbo a la oficina, cuenta historias graciosas y se le ocurren agudas observaciones hasta que llega el almuerzo; come mientras continúa discutiendo la lamentable prórroga de La borrasca, ríe un poco y da un largo paseo mientras piensa en nuevas novelas. Luego regresa a casa y se prepara para el recital de la noche.
Hay tantas reuniones a las que debería atender. Es un programa enloquecedor. Sissy no está bien y precisa de todo el cuidado que pueda obtener. Pero le dice: «Sal. Ve a la reunión. Esto es lo que hemos estado esperando».
Y él acude a las reuniones y habla con Fanny Osgood, y una noche la besa en un taxi que da vueltas por la ciudad. Cuando se despierta por la mañana —yace en su propia cama como si fuese la de otro—, se levanta y va hacia el escritorio y escribe un poema de amor. Cuando cierra los ojos, siente la cara de ella bien cerca de la suya, algo de su cabello que le cae sobre la garganta… El poema se publica en el Journal y cuando lo ve publicado siente en una exhalación que no serán sólo Fanny y él quienes entenderán lo que contiene. Dios mío. Ambos están casados, Fanny tiene hijos. Ella le dice que no puede tener ninguna relación con él, pese a que lo ama y a que él la ama. Amor desafortunado. Dolor por todos lados. Tormentos infernales en el pecho. «Déjalo ser», murmura y se sirve un minúsculo vaso de vino. Y enseguida está borrachísimo. Entonces se avergüenza y camina despacio de regreso a Sissy y a su tos, que raspa las paredes del dormitorio.
Bien. Ahora eso con Fanny Osgood está terminado.
Sólo unos días después oye que Rufus Griswold ha hablado de la escandalosa relación entre Poe y Fanny Osgood.
—¡Cómo pudo! —exclamó Griswold, al parecer—. ¡Él que tiene en su casa a una esposa moribunda!
Por lo visto, Griswold también estaba loco por Fanny Osgood.
En febrero pronuncia un discurso sobre poesía norteamericana. Trescientas personas llenan el salón de la Biblioteca Social de Nueva York. Las manos le tiemblan cuando sube al podio y recibe el aplauso, pero los nervios desaparecen en cuanto comienza a hablar. Es como si estuviese sentado en la sala escuchando su propia voz y como si él, al igual que el resto del público, se inclinase y escuchase interesado lo que dice Poe, esa ira murmurada.
Longfellow y Longfellow y Longfellow y toda la caterva que se mueve en torno de él. Acomete contra todos: Sprague, Dana, Halleck y Bryant.
Y la emprende una vez más contra Longfellow.
—Es pura imitación.
Levanta la cabeza hacia el público.
—Ahora digo esto: es plagio. Es simplemente un robo.
Habla sobre los derechos de autor y se da cuenta de que ha elevado la voz, de que está gritando.
Grita sobre el sistema de ponderación excesiva.
Y defiende, susurrante, la literatura norteamericana original.
Mientras habla de las antologías, descubre a Griswold en la sala.
Decide sorprenderlo y dice:
—La antología de Griswold es sin duda la mejor.
Y se siente casi victorioso cuando lo dice.
Terminada la presentación, Griswold se le acerca.
—Excelente —le dice, y sonríe; se le ve realmente emocionado.
—Gracias, amigo mío.
—Estás realmente en forma —dice Griswold con humildad.
—Por fortuna.
—Es la voluntad de Dios —afirma Griswold.
Se vuelve y se escurre entre las filas de bancos. Mientras camina, se lo ve completamente confundido.
Por tercera vez lee El Cuervo en el salón de la señorita Lynch. Y otra vez le impresionan los rostros de las mujeres y lo mucho que disfruta de que lo miren.
Edgar baja la cabeza. A su izquierda titilan las velas de estearina. Una mujer juega con el anillo en su dedo. Él lee en voz baja, sin mucha emoción, porque quiere que el sentimiento brote de las palabras, no de su boca. En la mitad del segundo verso cierra los ojos.
Por la única, radiante joven que los ángeles llamaron Lenore
Debe forzarse a abrir los ojos, porque quisiera leer todo el poema con los ojos cerrados. El salón está en silencio, lo único que oye es el martilleo amortiguado proveniente de un edificio vecino. A su izquierda, en la segunda fila de asistentes sentados, ve a Fanny Osgood. Está con su marido, Sam Osgood, cuyo brazo rodea los hombros estrechos de su esposa. Mientras Edgar lee el resto del verso, deja que su mirada descanse en la figura del señor Osgood. Luego le quita la vista de encima y la desliza sobre los bellos rostros que escuchan, algunos con los ojos cerrados.
Y su impavidez de cuervo contagia, ahí donde está, todavía posado,
sobre el pálido busto de Palas que corona mi portal;
y su mirada recorre, nada, ¿es un demonio que sueña?;
y la luz clara de la lámpara se derrama y su sombra crece más;
y mi alma nunca se alzará de su sombra, enorme y negra
«¡Nunca más!», maldijo el cuervo.
Murmura las últimas líneas. Las palabras «¡nunca más!» pueden apenas oírse todavía en el salón, pero él sabe que resuenan como una explosión en sus cabezas. En los segundos anteriores a que el aplauso rompa, levanta la mirada y mira hacia el público.
Es ahí cuando lo ve en la entrada.
La criatura es una cabeza más baja que las mujeres; está apoyada en el marco de la puerta, en la penumbra. Pese a que Edgar no ha visto la cara blanca como la tiza desde que se separaron en Baltimore hace catorce años, lo reconoce de inmediato. El flequillo cuelga sobre la cara como una rama suelta, tiene los ojos fijos sobre él, todo el rostro está hundido y arrugado; sin embargo, de todos modos, hay algo reconocible en el rostro y se da cuenta de que no se han separado nunca. Samuel ha caminado todo el tiempo unos pasos detrás de él.
Sus miradas se cruzan sólo durante unos segundos. Entonces estalla el aplauso. El público se arroja sobre él. Edgar prueba a estirarse para buscar a Samuel, pero éste ha desaparecido.
Después de la lectura camina directamente hasta un bar y pide una botella de oporto.
De todas las caras que escuchaban, sólo logra pensar en una.
La cara de Samuel se interpone ante todas las otras.
Es como si no hubiese otro rostro humano que el de Samuel. Le parece oír la voz de Samuel en algún lugar del local:
—Sucederá.
De un salto abandona la silla, mira alrededor, pero no lo ve.
Cuanto más bebe, más se convence de que su éxito es una conspiración. Hay algo detrás de él. Un deseo de humillarlo, de pulverizarlo. No tiene amigos, sino una armada entera de enemigos invisibles. Ya responderá —sólo hay que esperar— y no los dejará destruir lo que logró edificar. ¿No puede simplemente borrar lo que vio en el salón, la cara de Samuel, no puede continuar como antes? No. No es posible. Cronos devora a sus hijos. Nunca más acudirá a ese salón a leer poemas. Se acabó.
Está quieto en la entrada del circo tras un gastado telón de terciopelo y vende entradas para la función nocturna. Un cuarto de dólar por cabeza. Dentro, en la arena iluminada, el director del circo comienza a llorar. La preocupación por la función de esa noche se ha vuelto demasiado grande para él, esconde la cara en un pañuelo, su cuerpo se sacude y el alto sombrero le tiembla sobre la cabeza. A la sombra del telón de terciopelo, Edgar se sirve un pequeño vaso de oporto. Es sólo para sentirse bien, pues el aire que llega del exterior esa noche es frío. «Has de tener algo, por Satanás, para calentarte», murmura para sí. Bebe el oporto con la cabeza bien dentro de la sombra, lo paladea y espera que nadie repare en él. Se endereza de golpe: ¿ningún espectador? ¿Se oyó algo ahí afuera? Es sólo la vieja dama. Paga un cuarto de dólar sin mirarlo a los ojos, entra y encuentra su lugar fijo en la tercera fila. Es (como de costumbre) el único espectador del circo. Ahora el director sopla una trompetita, un entusiasmo agónico. Exclama afónicamente:
—¡Señoras y señores!
¡Los caballos árabes salen a la arena!
¡Música de organillo! ¡Un trombón, un violín, toda una orquesta!
Los caballos trotan más y más rápido, dan vueltas y vueltas a la arena. Edgar mira, medio escondido por el telón de terciopelo. «Algo no está bien con los caballos», murmura para sí. Corren demasiado rápido, quieren escapar. El director del circo sale a la arena con la trompeta en la mano, trata de retener a los caballos, de devolverlos al establo.
—¡Chis! ¡Y ahora! ¡Señoras y señores!
Leo, el lanzador de cuchillos. Su esposa: Miriam. Ella está atada a una rueda que gira despacio, los bellos ojos vendados con un pañuelo. Edgar mira a Leo, que tiembla. Hoy el desconcertado lanzador de cuchillos no tiene ganas de arrojarlos.
—¡Señoras y señores! Silencio.
Leo se seca el sudor de la frente con manos inseguras. En cada mano sostiene un cuchillo de unos ocho centímetros. Miriam sonríe, está vestida con una malla amarilla. Gira lentamente sobre la rueda.
El primer cuchillo le arranca un brazo.
Miriam sonríe estática. La rueda gira y gira. La sangre se derrama sobre la malla. Leo levanta nervioso el segundo cuchillo, pero es igualmente desafortunado esta vez y el cuchillo se clava en el estómago de Miriam. Ya no queda nada del color amarillo. Miriam cuelga inerte de la rueda.
El director del circo sopla más fuerte en su trompeta.
Los payasos, ahora llegan los alegres enanos. Edgar cierra los ojos y desea que nada falle con esos dos tipos divertidos. Saltan de un lado a otro y gastan bromas. La anciana en la tercera fila se ríe con ganas. Los payasos se sostienen sobre las manos, se patean las piernas, hacen girar los ojos, gruñen, se muestran los puños. Pero gastan demasiadas bromas, saltan con demasiado brío, se golpean con los puños cerrados. Bajo el maquillaje, él ve las narices rotas, los labios partidos. Ahora el más grande se sienta sobre el pecho del otro, el pequeño de piernas torcidas, le aprisiona los brazos con las rodillas y le golpea el rostro con un martillo pequeño.
A Edgar le tiemblan las manos cuando se sirve otro vaso de oporto.
—¡Los trapecistas Julian y Julianna!
El apogeo del espectáculo, las estrellas de la noche. La anciana aplaude y aplaude. Se hace el silencio en el circo. Realizan su actuación bien alto, bajo el techo, sin red de seguridad.
Él sabe que caerán, todo sale mal esta noche.
Julianna caerá, y el ruido de su cuerpo roto contra el suelo será insoportable. También Julian caerá, al final, y las dos grandes estrellas de circo quedarán en el suelo una al lado de la otra, como sillas rotas en un patio trasero. El director del circo andará en círculos en torno a ellos y gimoteará y se lamentará y gritará que no puede entender qué es lo que ha fallado.
Todo ha salido mal.
Si Edgar se va ahora, será para no volver, lo sabe. El director del circo no lo admitirá de nuevo si los deja. De todos modos guarda la botella de oporto en el bolsillo de la chaqueta, se aparta del telón de terciopelo y sale al exterior.
Cuando abre la puerta, siente un gran alivio.
Ha estado tanto tiempo fuera de la arena que apenas recuerda el ruido del mundo exterior. El tumulto de la gente, los carros y los niños. El olor de las pescaderías y el rojo de los tomates. Aparte de eso no recuerda nada.
Fuera del circo nada es como lo esperaba.
La luna y las estrellas están sobre él. Cuando baja la mirada, ve el mismo espacio oscuro debajo de sí.
El circo gira entre las lunas.