Introducción

MÁS ALLÁ DEL «DESAPALANCAMIENTO»

Hace casi un cuarto de un siglo, en el verano de 1989, Francis Fukuyama pudo atreverse a predecir «una descarada victoria del liberalismo económico y político… el Triunfo de Occidente», y proclamar que «el punto final de la evolución ideológica de la humanidad» era «la universalización de la democracia liberal occidental como forma última de gobierno humano»[1]. ¡Qué distinto parece hoy el mundo! La del «liberalismo económico» es una marca deslustrada, mientras que los defensores del «capitalismo de Estado» en China y otros lugares se burlan abiertamente de la democracia occidental. Occidente se estanca, y no solo en términos económicos. El Banco Mundial esperaba que en 2012 la economía europea se contrajera y Estados Unidos creciera solo un 2 por ciento. En cambio, China crecería el cuádruple, y la India el triple. Según el Fondo Monetario Internacional, en 2016 el producto interior bruto de China podría superar al de Estados Unidos[*]. Quienes en 1989 invirtieron dinero en Occidente se han visto castigados (no han ganado nada desde 2000), mientras que quienes lo hicieron en el resto del mundo se han visto recompensados con generosidad. Esta «gran reconvergencia» es un acontecimiento histórico mucho más asombroso que el derrumbamiento del comunismo que tan sagazmente anticipó Fukuyama. En la época en que él escribía, el centro de gravedad económico del mundo se hallaba todavía firmemente asentado en el Atlántico Norte. Hoy está más allá de los Urales, y en 2025 se encontrará justo al norte de Kazajistán, aproximadamente en la misma línea de latitud en la que se hallaba en 1500, en vísperas de la supremacía de Occidente[2].

La explicación de moda de la desaceleración occidental es el «desapalancamiento»: el doloroso proceso de reducción de la deuda (o de reparación del balance general). Desde luego, hay pocos precedentes del nivel de deuda que hoy tiene Occidente. Por ejemplo, esta es solo la segunda vez en la historia de Estados Unidos que la suma de la deuda pública y privada excede el 250 por ciento del PIB. En un estudio realizado sobre 50 países, el Instituto Global McKinsey identifica 45 episodios de desapalancamiento desde 1930. En solo ocho de ellos la ratio inicial deuda/PIB superaba el 250 por ciento, como ocurre hoy no solo en Estados Unidos, sino también en los principales países de habla inglesa (incluidos Australia y Canadá) y en los principales países continentales europeos (incluida Alemania), además de Japón y Corea del Sur[3]. El argumento del desapalancamiento es que las familias y los bancos están luchando para reducir sus deudas después de haber apostado insensatamente por unos precios de la propiedad en constante aumento. Pero en la medida en que la gente ha intentado gastar menos y ahorrar más, la demanda agregada ha caído. A fin de impedir que este proceso genere una deflación letal de la deuda, los gobiernos y los bancos centrales han intervenido con estímulos fiscales y monetarios sin precedentes en tiempos de paz. Los déficits del sector público han ayudado a mitigar la contracción, pero corren el riesgo de transformar una crisis de exceso de deuda privada en una crisis de exceso de deuda pública. Del mismo modo, la ampliación de los balances generales de los bancos centrales (la base monetaria) impidió un aluvión de quiebras bancarias, pero hoy parece tener rendimientos decrecientes en términos de reflación y crecimiento.

Sin embargo, aquí hay algo más que el mero desapalancamiento. Consideremos este hecho: a partir de junio de 2009, la economía estadounidense creó 2,4 millones de empleos en los tres años siguientes. En ese mismo período, 3,1 millones de trabajadores solicitaron subsidios por incapacidad. El porcentaje de estadounidenses en edad laboral que cobraban un seguro de incapacidad aumentó de menos del 3 por ciento en 1990 al 6 por ciento en 2009[4]. El paro se oculta —y se convierte en permanente— de formas con las que los europeos están demasiado familiarizados. Se clasifica como discapacitadas a personas sanas, que ya no vuelven a trabajar más. De ese modo, no protestan. Lo normal era que alrededor del 3 por ciento de la población estadounidense se trasladara a otro estado cada año, por lo general en busca de trabajo; esa cifra se ha reducido a la mitad desde que empezó la crisis financiera en 2007. También la movilidad social se ha reducido. Y asimismo, a diferencia de la Gran Depresión de la década de 1930, nuestra «ligera depresión» está haciendo poco por reducir la enorme desigualdad en la distribución de la renta que se ha producido durante las tres últimas décadas. La proporción de la renta en manos del 1 por ciento de las familias más ricas aumentó del 9 por ciento en 1970 al 24 por ciento en 2007; y en los tres años de crisis posteriores descendió menos de 4 puntos porcentuales.

No se puede culpar de todo esto al desapalancamiento. En Estados Unidos, el debate más generalizado se da en torno a la globalización, el cambio tecnológico, la educación y la política fiscal. Los conservadores tienden a señalar la primera y el segundo como inexorables motores de cambio, destruyendo los empleos de baja cualificación al «deslocalizarlos» o automatizarlos. Los progresistas prefieren ver el aumento de la desigualdad como el resultado de una inversión insuficiente en educación pública, junto con unas reducciones fiscales republicanas que han favorecido a los ricos[5]. Pero existen buenas razones para pensar que hay otras fuerzas en juego; fuerzas que tienden a pasarse por alto en la cansina bronca sectaria que hoy suplanta al debate político en Estados Unidos.

La crisis de las finanzas públicas no es un fenómeno exclusivamente estadounidense. Japón, Grecia, Italia, Irlanda y Portugal son también miembros del club de países con deudas públicas superiores al 100 por ciento del PIB. En 2010, la India tenía un déficit cíclicamente ajustado superior incluso al de Estados Unidos, mientras que Japón afrontaba el reto, aún mayor, de estabilizar su ratio deuda/ PIB en un nivel sostenible[6]. Tampoco los problemas paralelos del crecimiento lento y el aumento de la desigualdad se limitan a Estados Unidos. En todo el mundo de habla inglesa, la proporción de la renta en manos del 1 por ciento de las familias más ricas ha ido en aumento más o menos desde 1980. Lo mismo ha ocurrido, aunque en menor grado, en algunos estados europeos, en particular Finlandia, Noruega y Portugal, así como en numerosos mercados emergentes, incluida China[7]. Ya en 2010 había en China al menos 800.000 millonarios y 65 multimillonarios (en ambos casos en dólares). En 2010, del 1 por ciento global de las familias más ricas, 1,6 millones eran chinas, lo que representa cerca del 4 por ciento del total[8]. Aun así, otros países —incluida la economía más exitosa de Europa, Alemania— no se han hecho más desiguales, mientras que algunos países menos desarrollados, en especial Argentina, se han hecho menos iguales sin hacerse más globales.

Por definición, la globalización ha afectado a todos los países en mayor o menor medida. Y lo mismo ha ocurrido con la revolución en la tecnología de la información. Pero los resultados en términos de crecimiento y distribución varían enormemente. Para explicar esas diferencias no basta un enfoque estrictamente económico. Tomemos el caso de la deuda excesiva o apalancamiento. Cualquier economía fuertemente endeudada se enfrenta a una limitada gama de opciones. En esencia hay tres:

  1. aumentar la tasa de crecimiento por encima del tipo de interés gracias a la innovación tecnológica y (quizá) a un uso juicioso del estímulo monetario;
  2. incumplir el pago de una gran proporción de la deuda pública y declararse en quiebra para eludir la deuda privada; y
  3. saldar las deudas por medio de la depreciación monetaria y la inflación.

Pero nada en la teoría económica establecida puede predecir cuál de las tres —o qué combinación de ellas— elegirá un país en concreto. ¿Por qué a partir de 1918 Alemania se precipitó por la senda de la hiperinflación? ¿Por qué a partir de 1919 Estados Unidos se precipitó por la senda del impago de la deuda privada y la bancarrota? ¿Por qué no fue al revés? En el momento de redactar estas líneas cada vez parece menos probable que ninguna de las principales economías desarrolladas sea capaz de desinflar su pasivo como ocurrió en muchos casos en las décadas de 1920 y 1950[9]. Pero ¿por qué no? La famosa sentencia de Milton Friedman de que la inflación es «siempre y en todas partes un fenómeno monetario» deja sin respuesta las preguntas de quién crea el exceso de dinero y por qué lo hace. En la práctica, la inflación es primordialmente un fenómeno político. Su probabilidad está en función de factores tales como los contenidos educativos de la élite; la competencia (o la falta de ella) presente en una economía; el carácter del sistema judicial; los niveles de violencia, y el propio proceso de toma de decisiones políticas. Solo con métodos históricos podemos explicar por qué en los últimos treinta años tantos países crearon formas de deuda que deliberadamente no se podían desinflar; y por qué, como resultado, la próxima generación tendrá que portar de por vida la carga de unos pasivos contraídos por sus padres y abuelos.

Del mismo modo, es fácil explicar por qué la crisis financiera estuvo causada por unas instituciones financieras demasiado grandes y demasiado apalancadas, pero resulta mucho más difícil explicar por qué, después de más de cuatro años de debate, el problema de los bancos «demasiado grandes para quebrar» no se ha resuelto. De hecho, y pese a la aprobación de leyes que abarcan literalmente miles de páginas, ha empeorado de manera notable[10]. Hoy, apenas diez instituciones financieras extremadamente diversificadas son responsables de las tres cuartas partes del total de activos financieros gestionados en Estados Unidos. Y, sin embargo, a los mayores bancos del país les faltan al menos 50.000 millones de dólares para cumplir los nuevos requisitos de capital establecidos en los acuerdos Basilea III para regular la suficiencia de capital bancario. Una vez más, solo un enfoque político e histórico puede explicar por qué hoy los políticos occidentales piden simultáneamente a los bancos que presten más dinero y que reduzcan sus balances generales.

¿Por qué hoy resulta cien veces más caro sacar un nuevo medicamento al mercado que hace sesenta años, un fenómeno que Juan Enríquez ha calificado como «ley de Moore[*] al revés»? ¿Por qué probablemente la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) prohibiría la venta de sal de mesa si esta se presentara como un nuevo producto farmacológico (ya que, al fin y al cabo, en grandes dosis resulta tóxica)?[11] ¿Por qué, por poner otro ejemplo ilustrativo, un periodista estadounidense necesitó sesenta y cinco días para conseguir el permiso oficial (incluido, tras una espera de hasta cinco semanas, el certificado de manipulador de alimentos) para abrir un puesto de limonada en la ciudad de Nueva York?[12] Esta es la clase de papeleo burocrático debilitador al que los economistas del desarrollo culpan a menudo de la pobreza en África o en Latinoamérica. La justificación que se da por las rígidas normas de la FDA es evitar la venta de un fármaco como la talidomida. Pero la consecuencia no deseada es, casi con certeza, permitir que mucha más gente muera prematuramente en comparación con el momento en que habría muerto a causa de los efectos secundarios de haber existido un régimen menos restrictivo. Contamos y recontamos los costes de tales efectos secundarios. Pero no contamos los costes de no permitir que pudiera disponerse de nuevos fármacos.

¿Por qué exactamente en Estados Unidos la movilidad social ha disminuido en los últimos treinta años, reduciendo a menos de la mitad la probabilidad de que un hombre nacido en el cuartil inferior de la distribución de la renta termine su vida en el cuartil superior?[13] Antaño Estados Unidos tenía fama de ser una tierra de oportunidades, donde una familia podía pasar de pobre a rica en una generación. Pero hoy, si has nacido de padres situados en el quintil inferior de la renta, tienes solo una posibilidad del 5 por ciento de llegar al quintil superior sin un título universitario. Los miembros de lo que el politólogo Charles Murray ha denominado la «élite cognitiva», bien educados en universidades privadas, casados entre sí y concentrados en unos cuantos barrios exclusivos, parecen cada vez más una nueva casta, equipada con riqueza y poder suficientes para anular los efectos de la regresión a la media en la reproducción humana, de modo que hasta su progenie más corta de luces herede su estilo de vida[14].

EL ESTADO ESTACIONARIO

En dos pasajes raramente citados de La riqueza de las naciones, Adam Smith describía lo que él denominaba «el estado estacionario»: la situación de un país anteriormente rico que había dejado de crecer. ¿Cuáles eran las características de dicho estado? De manera significativa, Smith destacaba su carácter socialmente regresivo. En primer lugar, los salarios de la mayoría de la gente eran miserablemente bajos:

Por grande que sea la riqueza de un país, como esté mucho tiempo estacionaria, o sin aumentarse incesantemente, no hay que creer que se aumente el precio de los salarios del trabajo… el estado en que parece ser más feliz y soportable la condición del pobre trabajador, y de la mayor parte del común pueblo, es aquel que se llama progresivo, o en que la sociedad no cesa de adelantar; siendo este más ventajoso que aquel en que ya ha adquirido toda la plenitud de sus riquezas. La condición del pobre es dura en el estado estacionario, o en que ni adelanta ni atrasa la nación; y es miserable en el decadente de la sociedad. El progresivo es en realidad el próspero, el alegre, el deseado de todas las clases del pueblo; el estacionario es triste; el decadente, mustio y melancólico[15].

El segundo rasgo característico del estado estacionario era la capacidad de una élite corrupta y monopolista de explotar el orden jurídico y la administración en su propio beneficio.

En un país además de esto donde, aunque el rico y el que posee gruesos capitales goce de la mayor seguridad, apenas vive seguro el pobre y el que solo ha podido granjear un caudal escaso, estando expuestos siempre a ser insultados, con el pretexto de justicia, por el pillaje, el robo y la estafa de los mandarines subalternos, la cantidad de los fondos empleados dentro de él en los diferentes ramos de tráfico y comercio interior no puede ser tan grande, ni proporcionada a lo que es capaz de admitir la naturaleza y extensión de aquellas negociaciones. En todos aquellos ramos la opresión del pobre no puede menos de ocasionar el monopolio del rico, el cual, engrosándose con una especie de tráfico exclusivo, podrá hacer cada vez mayores sus ganancias[16].

Desafío al lector occidental a no sentir una incómoda sensación de familiaridad en la lectura de estos dos pasajes.

En la época de Smith, obviamente, era China la que estaba «mucho tiempo estacionaria»: un país antaño «opulento» que simplemente había dejado de crecer. Smith culpaba del estancamiento a las deficientes «leyes e instituciones» de China, incluida su burocracia. Más libre comercio, más estímulo para la pequeña empresa, menos burocracia y menos capitalismo clientelista: esta era la receta de Smith para curar el estancamiento chino. Él era testigo de lo que tales reformas estaban haciendo a finales del siglo XVIII para galvanizar la economía de las islas Británicas y sus colonias americanas. Hoy, en cambio, si Smith volviera a visitar aquellos mismos lugares observaría una extraordinaria inversión de papeles: somos nosotros, los occidentales, quienes nos hallamos en estado estacionario, mientras China crece más deprisa que ninguna otra gran economía del mundo. Las tornas de la historia económica se han cambiado.

Este libro trata de las causas de nuestro estado estacionario. Se inspira en la idea de Smith de que tanto el estancamiento como el crecimiento son en gran medida el resultado de «leyes e instituciones». Su tesis central es que lo que valía para China en la época de Smith vale para una gran parte del mundo occidental en la nuestra. Son nuestras leyes e instituciones las que constituyen el problema. La gran recesión es meramente un síntoma de una gran degeneración, más profunda.

LAS CUATRO CAJAS NEGRAS

Para demostrar que las instituciones occidentales ciertamente han degenerado, voy a abrir algunas cajas negras que han permanecido selladas durante largo tiempo: la primera es la etiquetada como «democracia»; la segunda lleva el rótulo de «capitalismo»; la tercera es «el imperio de la ley», y la cuarta, la «sociedad civil». En conjunto, constituyen los componentes clave de nuestra civilización. Quiero mostrar que dentro de esas cajas negras políticas, económicas, jurídicas y sociales hay conjuntos extremadamente complejos de instituciones interrelacionadas. Como los circuitos impresos que hay en el interior de nuestro ordenador o de nuestro smartphone, esas instituciones son las que hacen funcionar el artefacto. Y si este deja de funcionar, probablemente se deba a un defecto en el cableado institucional. No podemos saber qué va mal contemplando solo su brillante carcasa: tenemos que mirar dentro.

Quizá, pensándolo mejor, la metáfora electrónica no sea la correcta. Al fin y al cabo, la mayoría de las instituciones evolucionan orgánicamente: no son diseñadas en California por el equivalente histórico de Steve Jobs. Una analogía mejor sería compararlas con las estructuras colectivas que vemos en el mundo natural. Las colmenas son el ejemplo clásico. Ya desde que en 1714 se publicara La fábula de las abejas, o los vicios privados hacen la prosperidad pública, del escritor satírico Bernard de Mandeville, la gente ha encontrado paralelismos entre los humanos en una economía de mercado y las abejas en una colmena. Ese paralelismo tiene sus ventajas, como veremos, aunque en realidad es en nuestra organización política antes que en nuestra organización económica donde más nos parecemos a las abejas (algo que Mandeville entendió muy bien). La cuestión es que las instituciones son a los humanos lo que las colmenas a las abejas. Son las estructuras dentro de las que nos organizamos como grupos. Sabemos cuándo estamos en una del mismo modo que una abeja sabe cuándo está en la colmena. Las instituciones tienen límites, a menudo muros. Pero, sobre todo, tienen reglas.

Me atrevería a afirmar que para algunos lectores, al menos los de habla inglesa, es probable que el término «institución» evoque todavía la antigua imagen del manicomio: «¡Pobre Niall, ahora está en una institución[*]. Pero no es de esa clase de institución de la que estoy hablando. Me refiero, por ejemplo, a instituciones políticas como el Parlamento británico o el Congreso estadounidense. Cuando hablamos de «democracia», en realidad estamos aludiendo a una serie de distintas instituciones interrelacionadas. ¿Gente introduciendo trozos de papel en urnas?: sí. ¿Sus representantes electos pronunciando discursos y votando en un gran salón de sesiones?: también. Pero eso solo no nos proporciona automáticamente una democracia. En apariencia, los legisladores de países como Rusia y Venezuela son elegidos en las urnas, pero ninguno de ellos puede calificarse como una verdadera democracia a los ojos de los observadores imparciales, y no digamos ya a los de los líderes de la oposición local.

Tan importantes como el acto de introducir papeles marcados o timbrados en urnas son las instituciones —normalmente partidos— que nominan a los candidatos a las elecciones. Tan importantes como los partidos son los funcionarios —ya sean de la administración, jueces o defensores del pueblo—, cuya responsabilidad es asegurarse de que las elecciones son justas. Y luego resulta de enorme importancia cómo actúa de hecho el poder legislativo en sí mismo. Un cuerpo de representantes electos puede ser muchas cosas, desde una entidad totalmente soberana, como lo fue el Parlamento británico antes de que empezara a inmiscuirse el derecho europeo, hasta un impotente mecanismo de ratificación automática, como el antiguo Sóviet Supremo de la Unión Soviética. Sus miembros pueden defender tenazmente los intereses de su electorado (incluidos quienes votaron contra ellos), o pueden ser rehenes de los intereses creados que financiaron sus campañas electorales.

En agosto de 2011, cuando en Libia se desmoronaba el régimen del coronel Gadafi, un corresponsal de la BBC en Bengasi descubrió algunas pintadas notables en una pared. En la parte izquierda del muro había el típico mensaje revolucionario directo: «El tirano debe caer. Es un monstruo». Directo y al grano. Pero en la parte derecha el mensaje no tenía nada de simple. Rezaba: «Queremos un gobierno constitucional y que el presidente tenga menos autoridad y que no se amplíe el mandato presidencial de cuatro años»[17]. Como esto sugiere (con bastante acierto), en cualquier transición política la trampa está en los detalles de la Constitución, por no mencionar las normas que gobiernan la asamblea constituyente que la diseña.

¿Qué papel tiene el poder legislativo en relación con el ejecutivo y el judicial? La mayoría de las constituciones lo especifican con detalle. Pero ¿cómo se relacionan los órganos de gobierno civil con los militares, una cuestión de candente importancia, por ejemplo, en Egipto? En cualquier caso, tampoco podemos quedarnos con eso solo. Los modernos estados-nación han desarrollado toda una serie de instituciones con las que ni siquiera se soñaba hace tan solo cien años, dedicadas a regular la vida económica y social y a redistribuir la renta. El Estado del bienestar no forma parte de la democracia tal como la concibieron los antiguos atenienses. Si retomamos el paralelismo con las abejas, el Estado del bienestar parece crear un número cada vez mayor de zánganos dependientes a los que las abejas obreras tienen que mantener. Asimismo, emplea a un gran número de abejas solo para transferir recursos de las obreras a los zánganos. Y trata de financiarse acumulando promesas de futuro en forma de deuda pública. En el capítulo 1 consideraré estos y otros aspectos distributivos de la democracia. En particular, examinaré si estamos presenciando una ruptura fundamental de lo que Edmund Burke denominaba la asociación entre generaciones.

Hoy en día casi todo el mundo afirma ser demócrata. Hasta he oído decir que el Partido Comunista chino lo es. El término «capitalista», en cambio, es utilizado con demasiada frecuencia como insulto para que se escuche apenas entre gente fina. ¿Cómo se relacionan entre sí las instituciones del Estado democrático y las de la economía de mercado? ¿Desempeñan las empresas un papel activo en la política a través de grupos de presión y contribuciones electorales? ¿Desempeñan los gobiernos un papel activo en la vida económica por medio de subvenciones, aranceles y otros mecanismos distorsionadores del mercado, o por medio de la regulación? ¿Dónde hay que establecer el justo equilibrio entre libertad económica y regulación pública? En el capítulo 2 abordaré estos temas. La cuestión concreta que planteo es hasta qué punto una regulación excesivamente compleja se ha convertido en la propia enfermedad de la que pretende ser la cura, distorsionando y corrompiendo tanto el proceso político como el económico.

Un mecanismo crucial de control institucional tanto de los actores políticos como de los económicos es el imperio de la ley. Resulta inconcebible que ni la democracia ni el capitalismo pudieran funcionar sin un sistema de justicia eficaz por el que se hagan cumplir las normas diseñadas por el poder legislativo, se hagan valer los derechos del ciudadano individual y se resuelvan las disputas entre ciudadanos o entidades de manera pacífica y racional. Pero ¿qué sistema de leyes es mejor: el derecho anglosajón, por ejemplo, o alguna otra forma? Es evidente que el imperio de la sharía es muy distinto del imperio de la ley tal como lo entendía el filósofo político inglés John Locke.

En algunos aspectos, la clave a la hora de comparar diferentes ordenamientos legales es lo que se podría denominar la «ley de leyes»: esto es, el modo en que se hace la propia ley. En algunos sistemas, como el islam, las normas han sido prescritas con considerable detalle, para siempre, por un profeta inspirado por la divinidad. Según las escuelas más estrictas del pensamiento musulmán, no pueden modificarse. En otros casos, como en el derecho anglosajón, las normas evolucionan orgánicamente, en la medida en que los jueces sopesan los diversos precedentes contradictorios y las necesidades cambiantes de la sociedad. En el capítulo 3 plantearé la cuestión de si un sistema de leyes —en particular, el derecho anglosajón— es superior a otros. También me preguntaré hasta qué punto el mundo de habla inglesa disfruta todavía de alguna ventaja en ese sentido. En particular, pretendo advertir de que el imperio de la ley corre el peligro —al menos en algunas partes de la «angloesfera»— de degenerar en algo más parecido al «imperio de los legistas». ¿Realmente a los estadounidenses les va mejor su sistema legal de lo que les iba a los ingleses el suyo en la época de la Casa desolada de Dickens?

Por último, está la sociedad civil. Propiamente hablando, este es el ámbito de las asociaciones voluntarias: instituciones establecidas por ciudadanos con un objetivo distinto del beneficio privado. Estas pueden abarcar desde las escuelas —aunque en la época moderna la mayoría de las instituciones educativas hayan sido absorbidas por el sector público— hasta los clubes dedicados a todo el abanico de las actividades humanas, de la aeronáutica a la zoología. Volvemos a comprobar aquí la importancia de las normas, por más que en este caso puedan parecer triviales, como la obligación de los miembros de la mayoría de los clubes londinenses de llevar corbata y dejarse la chaqueta puesta en las cenas, incluso en las noches de calor sofocante.

Hubo un tiempo en que el británico o el estadounidense medio pertenecían a un número asombrosamente grande de clubes y otras sociedades voluntarias. Este fue uno de los rasgos del mundo de habla inglesa que más impresionaron al gran teórico político francés Alexis de Tocqueville. Pero en el capítulo 4 abordaré la cuestión de por qué eso ya no ocurre, y hasta qué punto es posible que florezca una sociedad realmente libre en ausencia de la clase de vibrante sociedad civil que solíamos dar por sentada. ¿Son en algún sentido las nuevas redes sociales de internet un sustituto de la vida asociativa tradicional? Argumentaré que no lo son.

POR QUÉ FRACASAN LAS INSTITUCIONES

Si somos como abejas en el ámbito de la política, desempeñando el papel que se nos ha asignado en una colmena esencialmente jerárquica, en la esfera económica tenemos más libertad de acción. Aquí nuestras instituciones recuerdan más bien a la fauna del Serengeti, a las «infinitas llanuras» del norte de Tanzania y el sur de Kenia. Algunos de nosotros son ñúes, pastando mientras se desplazan en manada. Otros (bastantes menos) son depredadores. Me temo que haya también algunos carroñeros y parásitos. Todo el conjunto es un ecosistema en el que actúan constantemente fuerzas darwinianas, separando mediante selección natural a los más aptos de los no aptos. De modo similar, en la sociedad civil formamos nuestros grupos y pandillas más bien del modo en que lo hacen los chimpancés y babuinos. Como los clubes a los que los humanos solía gustarnos tanto apuntarnos, una manada de babuinos tiene sus normas y sus jerarquías.

Desde luego, no hay ninguna ley que gobierne a los animales salvajes de África aparte de la proverbial ley de la selva. Nosotros los humanos somos diferentes. Aunque puede que pasemos parte de nuestras vidas en una lucha darwiniana, sin duda esperamos que haya normas: normas que limiten a nuestros gobernantes; normas que limiten a los depredadores y parásitos que se alimentan de los herbívoros. El imperio de la ley propiamente dicho no tiene ningún equivalente real en el mundo no humano. Lo más cercano en lo que puedo pensar es la infraestructura artificial que nos rodea, configurando el paisaje, protegiéndonos y limitándonos. La ley establece parámetros del mismo modo en que lo hacen las paredes y las vallas: por aquí hay demasiada pendiente; por ahí corres el riesgo de ahogarte… Algunos sistemas de leyes parecen ciudades diseñadas al estilo de la planificación centralizada: como Moscú, con sus avenidas excesivamente anchas y sus bloques de pisos homogeneizados. Otras son más bien como Londres: un complejo no planificado de calles irregulares y edificios peculiares, el producto orgánico de siglos de construcción y reconstrucción a manos de propietarios privados y públicos.

Lo que hace a los humanos tan interesantes de estudiar —y la razón por la que soy historiador y no zoólogo— es que nuestras vidas combinan todos esos elementos. Nuestra existencia discurre al mismo tiempo entre un desconcertante número de instituciones. Somos a la vez ciudadanos, residentes y contribuyentes de los estados; accionistas, gerentes o empleados; demandantes, demandados, jueces y jurados; miembros de clubes, funcionarios y administradores societarios. El Homo economicus es solo uno de los numerosos papeles que representamos.

La clave aquí es que, cuando contamos la suma de sus partes, no todos los conjuntos de instituciones son iguales. Hay buenas y malas combinaciones. En algunos conjuntos de instituciones las personas pueden florecer libremente como individuos, como familias, como comunidades. Ello se debe a que dichas instituciones nos incentivan de hecho a hacer cosas buenas, como, por ejemplo, inventar nuevas y más eficientes formas de trabajar, o cooperar con nuestros vecinos en lugar de intentar matarlos. A la inversa, hay marcos institucionales que tienen el efecto contrario: incentivar la mala conducta, como matar a la gente que nos molesta, o robar las propiedades que codiciamos, o dedicarnos a perder el tiempo. Allí donde hay instituciones, la gente se queda atrapada en círculos viciosos de ignorancia, mala salud, pobreza y, a menudo, violencia. Por desgracia, la historia sugiere que hay más de esos marcos poco óptimos que marcos buenos. Un conjunto realmente bueno de instituciones resulta difícil de lograr. En cambio, es fácil quedar atascado en malas instituciones. Ello se debe a que la mayoría de los países han sido pobres durante la mayor parte de su historia, además de analfabetos, insalubres y sangrientos.

Admiro el trabajo de la sociología contemporánea que distingue entre conjuntos de instituciones «abiertos» y «cerrados»[18], pero como historiador considero esa distinción demasiado simplista. Y ello porque uno de los rompecabezas de la historia moderna es que las sociedades fructíferas —como la Inglaterra del siglo XVIII— a menudo han tenido instituciones que hoy la mayoría de las personas se inclinarían a condenar. Ya en la época victoriana, la Inglaterra hannoveriana parecía tremendamente corrupta en retrospectiva. E incluso en la década de 1850, para Charles Dickens el imperio de la ley que reinaba en Inglaterra era todavía un objeto de burla, no de admiración. Además, el enfoque histórico revela un aspecto que a menudo se pasa por alto. Sin duda resulta deseable que las sociedades con malas instituciones consigan tenerlas mejores. Hoy vemos desarrollarse ese proceso por todo el mundo, en casi toda Asia, en algunas partes de Sudamérica y hasta en África. Pero hay un proceso más insidioso que se está desarrollando al mismo tiempo, por el que las buenas instituciones de algunas sociedades poco a poco se deterioran. ¿Por qué ocurre esto? ¿Quiénes son exactamente los enemigos del imperio de la ley, las personas responsables del acusado deterioro que detecto en nuestras instituciones a ambos lados de Atlántico?

Mis respuestas a estas cuestiones tienen una deuda considerable con el que hoy es un extenso corpus de literatura académica. Entre quienes más han influido en mi pensamiento se incluyen: Douglass North, que ganó el premio Nobel de Economía por su trabajo sobre las instituciones; el preeminente economista del África moderna Paul Collier, autor de El club de la miseria y Plundered Planet; Hernando de Soto, economista peruano y autor de El misterio del capital; Andrei Shleifer y sus numerosos coautores, que han sido pioneros en abordar el estudio comparado de los sistemas legales desde una perspectiva económica; y Jim Robinson y Daron Acemoglu, cuyo libro Por qué fracasan los países plantea cuestiones similares a las que a mí me interesan. Con ellos y con los otros estudiosos mencionados en las notas he contraído una profunda deuda intelectual.

Sin embargo, ellos serían los primeros en convenir en que se ha prestado mucha más atención a la cuestión de por qué hay países pobres que no dejan de ser pobres en comparación con la cuestión de por qué hay países ricos que vuelven a la pobreza, un fenómeno algo menos común. Lo que aquí me interesa no es el desarrollo económico, sino más bien el proceso inverso de la degeneración institucional. Mi pregunta básica es: ¿qué es exactamente lo que ha ido mal en el mundo occidental de nuestros días? Respondo a esta pregunta en la creencia de que, mientras no entendamos la verdadera naturaleza de nuestra degeneración, estaremos perdiendo el tiempo, aplicando remedios de curandero a meros síntomas. Y también me motiva el temor a que, paradójicamente, el estado económico estacionario pueda tener consecuencias políticas peligrosamente dinámicas.