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La economía darwiniana

LA ILUSIÓN DE LA DESREGULACIÓN

¿Cuál es el mayor problema que afronta actualmente la economía mundial? Si escuchamos lo que dicen algunos, cabría pensar que la respuesta correcta es la insuficiente regulación financiera. Según varios influyentes analistas, los orígenes de la crisis financiera que se inició en 2007 —y que todavía no parece haber terminado— se hallan en una serie de decisiones que se remontan a comienzos de la década de 1980 y que condujeron a una desregulación sustancial de los mercados financieros. En los viejos tiempos, nos dicen, la banca era «aburrida». En Estados Unidos, la Ley Glass-Steagall de 1933 separó las actividades de los bancos comerciales y los bancos de inversión hasta su presuntamente fatídica derogación en 1999.

«Los cambios legislativos de la era Reagan básicamente pusieron fin a las restricciones del New Deal sobre los préstamos hipotecarios —ha escrito el economista de Princeton Paul Krugman—. Solo después de la desregulación de Reagan, la frugalidad empezó a desaparecer gradualmente de la forma de vida estadounidense…». Del mismo modo, «también principalmente gracias a la desregulación de la era Reagan» el sistema financiero «incurrió en demasiados riesgos con demasiado poco capital»[1]. En otra de sus columnas de prensa, Krugman volvía la mirada con añoranza «a un largo período de estabilidad tras la Segunda Guerra Mundial». Este se «basaba en una combinación de seguro de depósitos, que eliminaba la amenaza de pánicos bancarios, y una estricta regulación de los balances generales de los bancos, incluyendo tanto límites a los préstamos arriesgados como límites al apalancamiento, el grado en que se permitía a los bancos financiar inversiones con fondos prestados»[2]. Esta fue de hecho una época dorada: la «era de la banca aburrida fue también una era de espectacular progreso económico»[3]. «En Estados Unidos la productividad empresarial total creció más deprisa en la generación de la posguerra —una era en la que los bancos estaban estrechamente regulados y el capital privado apenas existía— de lo que ha crecido desde que nuestro sistema político decidió que la avaricia era buena»[4].

La de Krugman no es en absoluto una voz solitaria. Simon Johnson ha escrito una demoledora descripción de la imprudencia financiera en su libro Thirteen Bankers[5]. Incluso el jurista de Chicago Richard Posner se ha unido al coro que pide la restauración de la Ley Glass-Steagall[6]. Para colmo, el propio Sandy Weill, arquitecto del gigante Citigroup, ahora se ha retractado[7]. El primer esbozo de la historia de la crisis financiera ya está aquí, y esto es lo que dice: la culpa ha sido de la desregulación. Al verse libres de trabas desde 1980, los mercados financieros se desbocaron, los bancos estallaron y luego hubieron de ser rescatados. Ahora hay que ponerles trabas de nuevo.

Como resultará evidente, no es mi intención aquí tapar las faltas de los banqueros. Pero sí creo que este análisis es básicamente erróneo. Por una parte, resulta difícil pensar en alguno de los grandes acontecimientos de la crisis de Estados Unidos —empezando por las quiebras de Bear Stearns y Lehman Brothers— que no pudiera haber ocurrido igualmente con la Ley Glass-Steagall en vigor. Las dos entidades mencionadas eran bancos de inversiones puros que asimismo podrían haberse hundido por mala gestión antes de 1999. Y lo mismo vale para otras entidades como Countrywide, Washington Mutual y Wachovia, prestadores comerciales que estallaron sin haberse involucrado en la banca de inversiones. Por otra parte, la pretensión de que el rendimiento de la economía estadounidense antes de Ronald Reagan fue superior al que vendría después debido a la existencia de controles más estrictos sobre los bancos antes de 1980 es simplemente ridícula. Es cierto que la productividad creció más deprisa entre 1950 y 1979 que entre 1980 y 2009. Pero también lo es que creció más deprisa en las décadas de 1980 y 1990 que en la de 1970. Y asimismo, que a partir de 1979 creció constantemente más deprisa que la de Canadá. A diferencia de Paul Krugman, yo creo que probablemente ha habido unos cuantos factores más en juego en las variaciones del incremento de la productividad en los últimos setenta años: entre los que primero vienen a la mente están los cambios en la tecnología, la educación y la globalización. Pero si pretendiera plantear la misma clase de argumento fácil que él, podría señalar triunfalmente que Canadá ha conservado un sistema bancario mucho más estrictamente regulado que el de Estados Unidos, con el resultado de que se ha quedado atrás en términos de productividad.

Para el observador británico, si no para el estadounidense, hay algo inverosímil en el argumento de que los mercados financieros regulados fueron responsables de un rápido crecimiento, mientras que la desregulación causó la crisis. La banca británica también estuvo fuertemente regulada antes de la década de 1980. La vieja City londinense se veía constreñida por una complicada red de restricciones inspiradas en los gremios tradicionales. Los bancos mercantiles —los miembros del augusto Accepting Houses Committee (o «Comité de Casas de Aceptación»)— se dedicaban, al menos en teoría, a aceptar letras de cambio y emitir acciones y obligaciones. La banca comercial o minorista estaba controlada por un cártel de grandes bancos (tradicionalmente denominados en inglés high street banks, literalmente «bancos de la calle mayor») que establecían los tipos de interés de los depósitos y créditos. En la Bolsa, la terminología diferenciaba entre los agentes autónomos que vendían (brokers) y los que compraban (jobbers). Supervisando a todos esos caballerosos capitalistas, el gobernador del Banco de Inglaterra observaba con la benigna pero a veces severa mirada de un director de escuela, poniendo freno a las conductas poco caballerosas con un leve fruncimiento de su famoso entrecejo[8]. Por encima de todas esas convenciones, se impuso un desconcertante abanico de regulaciones estatutarias antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. La Ley de Control de Cambios de 1947 limitaba estrictamente las transacciones en monedas que no fueran la libra esterlina, unas medidas que permanecerían en vigor hasta 1979. Aun después de la ruptura del sistema de tipos de cambio fijos establecido en Bretton Woods, el Banco de Inglaterra seguiría interviniendo de manera rutinaria para influir en el tipo de cambio de la libra esterlina. Los bancos estaban regulados por la Ley de Sociedades Mercantiles de 1948, la Ley de Prevención del Fraude (en Inversiones) de 1958 y la Ley de Sociedades Mercantiles de 1967. La Ley de Protección de los Impositores de 1963 vino a crear un estrato de regulaciones adicional para las instituciones receptoras de depósitos que no estuvieran clasificadas como bancos en virtud de la arcana normativa contenida en el «Anexo 8» y la «Sección 127»[9]. A raíz del informe de 1959 del Comité Radcliffe, que argumentaba que los instrumentos tradicionales de la política monetaria resultaban insuficientes, se añadió una nueva capa de controles en forma de techos a los préstamos bancarios[10]. También el crédito al consumo (que básicamente adoptaba la forma de la venta a plazos o planes de financiación) fue objeto de una fuerte regulación. A los bancos reconocidos como tales por la Vieja Dama de Threadneedle Street[*] se les exigía que mantuvieran una ratio de liquidez del 28 por ciento, lo que en la práctica equivalía a tener que poseer grandes cantidades de bonos del Estado británico.

Y, sin embargo, en esta era de regulación financiera hubo de todo menos un «espectacular progreso económico». Por el contrario, tal vez la década de 1970 fue la más desastrosa económicamente para Gran Bretaña desde la década de 1820, en la que presenció no solo una importante crisis bancaria, sino también un crac bursátil, una burbuja inmobiliaria con su consiguiente pinchazo, y una inflación de dos dígitos, todo ello rematado por la llegada del Fondo Monetario Internacional en 1976. También esa época tuvo su Bernie Madoff, su Bear Stearns y su Lehman Brothers; aunque ¿quién se acuerda hoy de Gerald Caplan —de London and County Securities—, de Cedar Holdings o de Triumph Investment Trust? Hay que reconocer que la crisis bancaria secundaria se debió en parte a un cambio chapucero de la regulación bancaria por parte del gobierno de Edward Heath. Pero sería del todo erróneo calificarlo como una desregulación; como mucho podría decirse que el nuevo sistema —denominado, de manera significativa, «control de la competencia y del crédito»— era más complicado que aquel al que venía a reemplazar. Además, los notorios errores cometidos en política fiscal y monetaria fueron asimismo importantes en la crisis que siguió. En mi opinión, la lección de la década de 1970 no es que la desregulación sea mala, sino que lo es la mala regulación, sobre todo en el contexto de una política monetaria y fiscal igualmente mala[11]. Y creo que lo mismo puede decirse también de nuestra crisis.

UNA CRISIS REGULADA

La crisis financiera que se inició en 2007 tuvo su origen precisamente en una regulación compleja en exceso. Una historia de la crisis mínimamente rigurosa tendría que dedicar al menos cinco capítulos a sus perversas consecuencias.

En primer lugar, los directivos de los grandes bancos cotizados tenían fuertes incentivos para «maximizar el valor del accionariado», dado que su propia riqueza y renta consistía en gran medida en acciones y opciones sobre acciones de sus propias entidades. La forma más fácil de hacerlo era maximizar el tamaño de las actividades bancarias en relación con su capital. En todo el mundo occidental, los balances generales crecieron hasta alcanzar tamaños vertiginosos en relación con los fondos propios bancarios. ¿Cómo era eso posible? La respuesta es que la regulación lo permitía expresamente. Para ser más exactos, en 1988 el Acuerdo de Supervisión Bancaria del Comité de Basilea permitía a los bancos tener cantidades muy grandes de activo en relación con su capital, a condición de que dicho activo estuviera clasificado como de bajo riesgo (por ejemplo, bonos del Estado).

En segundo lugar, desde 1996 las normas de Basilea se modificaron para permitir a las empresas establecer de hecho sus propios requisitos de capital sobre la base de sus estimaciones internas de riesgo. En la práctica, las ponderaciones de riesgo pasarían a basarse en las calificaciones otorgadas a los valores bursátiles —y, más tarde, a los productos financieros estructurados— por parte de agencias de calificación privadas.

En tercer lugar, los bancos centrales —encabezados por la Reserva Federal estadounidense— desarrollaron una doctrina de política monetaria peculiarmente sesgada, que propugnaba que debían intervenir bajando los tipos de interés si los precios de los activos caían con brusquedad, pero que, en cambio, no debían intervenir si estos últimos subían rápidamente, con tal de que la subida no afectara a las expectativas públicas de algo denominado inflación «básica» (que excluye las variaciones en los precios de los alimentos y de la energía, y que fracasó estrepitosamente a la hora de detectar la burbuja de los precios de la vivienda). El término coloquial con el que se conoce este planteamiento es el de «opción de venta [put] de Greenspan (luego de Bernanke)», que implicaba que la Reserva Federal intervendría para apuntalar el mercado bursátil estadounidense, pero no para desinflar la burbuja de un activo. Se suponía que a la Reserva Federal le preocupaba solo la inflación de los precios al consumo, pero, por alguna oscura razón, no la de los precios de la vivienda.

En cuarto lugar, el Congreso estadounidense aprobó leyes destinadas a aumentar el porcentaje de familias de renta baja —sobre todo de minorías étnicas— con acceso a la propiedad de su vivienda. El mercado hipotecario se vio fuertemente distorsionado por las «entidades patrocinadas por el gobierno» Fannie Mae y Freddie Mac. A los dos grandes partidos estas medidas les parecieron deseables por razones sociales y políticas. Ninguno de ellos consideró que, desde un punto de vista financiero, estaban alentando a las familias de renta baja a realizar apuestas cuantiosas, apalancadas, sin garantías de protección y unidireccionales en el mercado inmobiliario estadounidense.

La última capa de distorsión del mercado la proporcionó el gobierno chino, que gastó literalmente un valor equivalente a billones de dólares en su propia moneda para evitar que esta se apreciara en relación con el dólar. El objetivo primordial de esta política era mantener las exportaciones fabriles chinas en condiciones ultracompetitivas en los mercados occidentales. Pero tampoco fueron los chinos los únicos que decidieron invertir en dólares sus superávits en cuenta corriente. La consecuencia secundaria e imprevista de ello fue proporcionar a Estados Unidos una enorme línea de crédito. Dado que una gran parte de lo que compraron los países con superávit fue deuda del gobierno o de agencias gubernamentales estadounidenses, los rendimientos de estos valores se mantuvieron artificialmente bajos. Dado que los tipos hipotecarios se hallan estrechamente ligados a los rendimientos de la deuda pública, «Chimérica» —como he bautizado a esta extraña asociación económica entre China y Norteamérica— ayudó así a inflar todavía más un mercado inmobiliario que se hallaba ya en plena burbuja.

El único capítulo de esta historia que realmente encaja con la tesis de que «la culpa es de la desregulación» es el que corresponde a la falta de regulación del mercado en cuanto a derivados tales como las permutas de impago crediticio. El gigante de los seguros AIG cayó en desgracia porque su sede londinense vendió, a precios erróneamente fijados, enormes cantidades de seguros contra unos resultados que en puridad pertenecían al reino de la incertidumbre imposible de asegurar. Sin embargo, no creo que esto pueda verse como la causa principal de la crisis. La clave de la crisis fueron los bancos, y los bancos estaban regulados[*].

La cuestión de los derivados es importante, puesto que figuras tan respetadas como Paul Volcker y Adair Turner han puesto en duda la utilidad económica y social de la mayoría, si no de todos, los recientes avances teóricos y técnicos producidos en el mundo de las finanzas, incluyendo el advenimiento del mercado de derivados[12]. Personalmente, soy bastante menos hostil que ellos a la innovación financiera. Acepto que las modernas técnicas de gestión de riesgos resultaban en muchos aspectos defectuosas, en especial cuando eran mal utilizadas por personas que olvidaban (o no llegaban a saber) los presupuestos simplificadores subyacentes a indicadores tales como el de valor en riesgo. Pero las finanzas modernas no van a desaparecer porque lo deseemos, del mismo modo que no se puede suprimir Amazon y Google para proteger a libreros y bibliotecarios.

La cuestión es si realmente una regulación adicional como la que en la actualidad se está diseñando e implementando puede mejorar las cosas, reduciendo la frecuencia o la magnitud de las futuras crisis financieras. Creo que eso resulta sumamente improbable. De hecho, yo aún iría más lejos. Creo que las nuevas regulaciones pueden tener justo el efecto contrario.

El problema que aquí se aborda no es inherente a la innovación financiera: es inherente a la regulación financiera. Los modelos de gestión de riesgos del sector privado eran sin duda imperfectos, tal como la crisis financiera ha dejado claro. Pero los modelos del sector público eran prácticamente inexistentes. Dado que los legisladores y reguladores actuaban prescindiendo casi por completo de la ley o de las posibles consecuencias imprevistas, ayudaron involuntariamente a inflar una burbuja inmobiliaria en países de todo el mundo desarrollado[13].

Para mí, la pregunta no es: «¿Habría que regular los mercados financieros?». En realidad no existe nada parecido a un mercado financiero desregulado, como sabe cualquiera que estudie la antigua Mesopotamia. La Escocia de Adam Smith experimentó un vivo debate en torno a la clase de regulación apropiada para un sistema de papel moneda. De hecho, el propio fundador de la economía de libre mercado propuso una serie de regulaciones bancarias bastante estrictas a raíz de la crisis crediticia de 1772[14]. Sin normas para hacer cumplir el pago de las deudas y castigar el fraude no puede haber finanzas. Sin limitaciones en la gestión de los bancos, es muy probable que algunos de ellos cayeran en un bache económico debido a la disparidad entre la duración del activo y el pasivo que ha sido inherente a casi toda la banca desde el advenimiento del sistema de reserva fraccionaria. De modo que la pregunta correcta que hay que formular es: «¿Qué clase de regulación financiera funciona mejor?».

Me parece que actualmente el balance de opinión favorece la complejidad sobre la simplicidad; las normas sobre la discrecionalidad, y los códigos de obligado cumplimiento sobre la responsabilidad individual y corporativa. Creo que este enfoque se basa en una interpretación errónea del funcionamiento de los mercados financieros, lo que me trae a la mente el famoso chiste del gran escritor satírico vienés Karl Kraus sobre el psicoanálisis: que este era la propia enfermedad de la que pretendía ser la cura. Creo que, del mismo modo, una regulación excesivamente compleja es la propia enfermedad de la que pretende ser la cura.

¿QUIÉN REGULA A LOS REGULADORES?

«Nosotros no podemos controlarnos. Tienen que intervenir y controlar [Wall] Street»[15]. Tales eran las palabras que John Mack, antiguo presidente del banco de inversiones Morgan Stanley, pronunció en Nueva York en noviembre de 2009. Los legisladores del Congreso estadounidense decidieron complacer al señor Mack elaborando la Ley de Reforma de Wall Street y de Protección al Consumidor de julio de 2010 (en adelante conocida como Ley Dodd-Frank por los nombres de sus dos principales patrocinadores en el Senado y la Cámara de Representantes, respectivamente).

El imperio de la ley tiene muchos enemigos. Uno de ellos son las malas leyes. La Ley Dodd-Frank, que oficialmente aspiraba a «promover la estabilidad financiera de Estados Unidos mejorando la responsabilidad y la transparencia del sistema financiero, terminar con las [instituciones] “demasiado grandes para quebrar”, proteger al contribuyente estadounidense poniendo fin a los rescates, proteger a los consumidores de las prácticas abusivas en los servicios financieros, entre otros objetivos», es un ejemplo casi perfecto de excesiva complejidad en la regulación. Esta ley requiere que los reguladores creen 243 normativas, realicen 67 estudios y publiquen 22 informes periódicos. Elimina a un regulador y crea otros dos nuevos. Establece disposiciones detalladas para la «liquidación ordenada» de las «instituciones financieras consideradas de importancia sistémica» (SIFI, por sus siglas en inglés). Implementa una versión blanda de la conocida como norma Volcker, que prohíbe a las SIFI realizar las denominadas «transacciones propietarias», o patrocinar o poseer intereses en fondos privados de renta variable y fondos de cobertura. Pero eso no es todo.

La sección 232 estipula que cada agencia reguladora debe establecer «una Oficina de Inclusión de Minorías y Mujeres» para asegurar, entre otras cosas, la «creciente participación de negocios propiedad de minorías y propiedad de mujeres en los programas y contratos de la agencia». A menos que uno crea, como la directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, que no habría habido crisis si el banco más conocido de los que quebraron se hubiera llamado «Lehman Sisters» en lugar de Lehman Brothers, no puede por menos de preguntarse qué hará exactamente esta sección concreta de la Ley Dodd-Frank para «promover la estabilidad financiera de Estados Unidos». Lo mismo puede decirse de la sección 750, que crea un nuevo Grupo de Trabajo Interagencias a fin de «realizar un estudio sobre la supervisión de los mercados de carbón existentes y potenciales para asegurar un mercado del carbón eficiente, seguro y transparente»; y la sección 1502, que estipula que determinados productos podrán etiquetarse como «libres de conflicto en RDC» cuando no contengan «minerales relacionados con conflictos que directa o indirectamente financien o beneficien a grupos armados de la República Democrática del Congo o un país adyacente». Los diamantes de la guerra son malos, sin duda, como lo son la discriminación racial y la discriminación sexual, sin olvidar tampoco el cambio climático. Pero ¿era ese realmente el lugar apropiado para tratar tales cosas?

El título II de la Ley Dodd-Frank dedica casi ochenta páginas a exponer hasta el más mínimo detalle cómo liquidar una SIFI con menos impacto del que causó la bancarrota de Lehman Brothers. Pero lo que hace en última instancia esta ley es transferir la responsabilidad última al secretario del Tesoro, a la Corporación Federal de Seguros de Depósitos, y al tribunal de distrito y el tribunal de apelación de Washington. Si el secretario del Tesoro y la Corporación Federal de Seguros de Depósitos convienen en que la quiebra de una entidad financiera podría causar inestabilidad general, pueden tomar el control de ella. Si la entidad se opone, los tribunales de Washington tienen un día para juzgar si la decisión es correcta. Constituirá un delito penal revelar que se está viendo el caso. Se me escapa de qué modo este procedimiento extraordinario constituye una mejora con respecto a una quiebra normal y corriente[16]. Quizá, bien pensado, en lugar de SIFI habría que hablar más bien de sci-fi, de «ciencia ficción».

Como ya he sugerido, fueron las instituciones más reguladas del sistema financiero las que resultaron ser de hecho más propensas al desastre: los grandes bancos de ambos lados del Atlántico, no los fondos de cobertura. Resulta más que conveniente para la clase política estadounidense que se eche la culpa de la crisis a la desregulación y los excesos de los banqueros. Esto no solo sirve para pasar la pelota: también crea una justificación para una mayor regulación. Pero aquí resulta apropiada la antigua cuestión latina: «quis custodiet ipsos custodes?». En este caso, ¿quién regula a los reguladores?

Consideremos ahora otro conjunto de regulaciones. En el marco de las normas relativas al capital bancario de Basilea III, que está previsto que entre en vigor entre 2013 y finales de 2018, los 29 bancos globales mayores del mundo tendrán que recaudar 566.000 millones de dólares adicionales en nuevo capital o deshacerse de unos 5,5 billones de dólares en activos. Según la agencia de calificación Fitch, esto implica un aumento del 23 por ciento en relación con el capital que tenían los bancos a finales de 2011[17]. Es completamente cierto que a partir de 1980 los grandes bancos llegaron a estar descapitalizados, o apalancados en exceso, si se prefiere este término. Pero no está claro en absoluto cómo obligar a los bancos a tener más capital o a hacer menos préstamos puede ser compatible con el objetivo de una recuperación económica sostenida, sin la cual es muy poco probable que la estabilidad financiera vuelva a Estados Unidos, y mucho menos a Europa.

Acechando en cada una de estas regulaciones está la ley universal de las consecuencias imprevistas. ¿Y si el efecto neto de toda esta regulación fuera aumentar el riesgo sistémico de las SIFI, en lugar de reducirlo? Una de las muchas características nuevas de Basilea III es la exigencia de que los bancos acumulen capital en los buenos tiempos a fin de tener un colchón en los malos. Esta innovación fue ampliamente celebrada hace unos años, cuando fue adoptada por los reguladores bancarios españoles. Con eso está todo dicho.

UN DISEÑO NADA INTELIGENTE

En el capítulo anterior he tratado de mostrar el valor de La fábula de las abejas de Mandeville como alegoría del modo en que funcionan las buenas instituciones políticas. Permítanme ahora introducir una metáfora biológica distinta. En su autobiografía, el propio Charles Darwin reconocía explícitamente su deuda con los economistas de su época, en particular con Thomas Malthus, cuyo Ensayo sobre el principio de la población había leído «como distracción» en 1838. «Estando bien dispuesto —recordaba Darwin— a apreciar la lucha por la existencia que en todas partes se produce[,] a partir de la prolongada y constante observación de los hábitos de los animales y las plantas, de inmediato caí en la cuenta de que en tales circunstancias las variaciones favorables tenderían a preservarse, y las desfavorables a ser destruidas. Ahí, pues, tenía por fin una teoría con la que trabajar»[18]. Walter Bagehot, director del Economist, fue solo uno de los numerosos contemporáneos victorianos que establecieron un paralelismo entre la teoría darwiniana de la evolución y la economía. Como observaba en cierta ocasión: «La estructura ruda y vulgar del comercio inglés es el secreto de su vida; y ello porque contiene la “tendencia a la variación” que, en el reino social como en el animal, es el principio del progreso»[19]. Volveré sobre Bagehot más adelante.

Existen, de hecho, algo más que semejanzas meramente superficiales entre un mercado financiero y el mundo natural tal como llegaría a entenderlo Darwin. Como los animales salvajes del Serengeti, los individuos y las empresas se hallan en una constante lucha por la existencia, pugnando por unos recursos finitos. La selección natural actúa en el sentido de que cualquier innovación (o mutación, en términos de la naturaleza) prosperará o morirá en función de lo bien que se adapte a su entorno. ¿Cuáles son los rasgos comunes que comparten el mundo financiero y un sistema evolutivo propiamente dicho? Como ya he comentado en otra parte[20], hay al menos seis:

  • «genes», en el sentido de que ciertos rasgos de la cultura corporativa realizan el mismo papel que los genes en biología, permitiendo que la información se almacene en la «memoria organizativa» y se transmita de un individuo a otro o de una empresa a otra cuando se crea una nueva empresa;
  • el potencial de «mutación» espontánea, que en el mundo económico se traduce en general por innovación, principalmente, aunque en absoluto siempre, tecnológica;
  • la competencia por los recursos entre individuos de una misma especie, cuyos resultados en términos de longevidad y proliferación determinan qué prácticas de negocio persisten;
  • un mecanismo de selección natural a través de la asignación de capital y recursos humanos por parte del mercado, y la posibilidad de muerte en los casos de bajo rendimiento; es decir, «supervivencia diferencial»;
  • posibilidad de especiación, sosteniendo la biodiversidad a través de la creación de «especies» totalmente nuevas de instituciones financieras;
  • posibilidad de extinción, por la que ciertas especies desaparecen por completo.

A veces, como en el mundo natural, el proceso evolutivo financiero se ha visto sometido a grandes perturbaciones en forma de choques geopolíticos y crisis financieras. La diferencia, obviamente, estriba en que, mientras que los asteroides gigantes llegan del espacio exterior, las crisis financieras se originan dentro del propio sistema. La Gran Depresión de la década de 1930 y la Gran Inflación de la de 1970 destacan como épocas de gran discontinuidad, con «extinciones masivas» tales como los pánicos bancarios de la década de 1930 y las quiebras de entidades de ahorro y préstamo de la de 1980. Es evidente que en nuestra época se ha producido una perturbación de similar importancia. Pero ¿dónde están las extinciones masivas, si esta vez los dinosaurios siguen deambulando por el mundo financiero?

La respuesta es que, mientras que la evolución biológica tiene lugar en un ambiente natural despiadado, en las finanzas la evolución se produce en un marco regulador donde —por adaptar una expresión de los creacionistas antidarwinianos— el «diseño inteligente» desempeña un papel. Pero ¿cuán inteligente es ese diseño? La respuesta es la siguiente: no lo suficiente para anticiparse al proceso evolutivo. De hecho, es lo bastante estúpido para hacer un sistema frágil aún más frágil.

Pensemos en ello del siguiente modo. Los marcos reguladores del período posterior a 1980 alentaron a muchos bancos a incrementar sus balances generales en relación con su capital. Esto no ocurrió solo en Estados Unidos, sino en toda suerte de países distintos, como Alemania o España (y sin duda no se puede culpar a Ronald Reagan de lo que pasara en Berlín y en Madrid). Cuando cayó el precio de los activos —que estaban respaldados por bienes inmuebles—, los bancos se vieron amenazados por la insolvencia. Cuando se agotó la financiación a corto plazo, se vieron amenazados por la falta de liquidez. Las autoridades se encontraron entonces con que tenían que elegir entre abocarse a un escenario de Gran Depresión, con quiebras bancarias masivas, o rescatar a la banca. Y la rescataron. Hoy, los legisladores, castigados por los votantes ingratos (que todavía no aprecian cuánto peor podrían haber ido las cosas si los «demasiado grandes» hubieran quebrado de hecho), redactan leyes destinadas a evitar futuros rescates.

La Ley Dodd-Frank declara explícitamente que los contribuyentes no pagarán ni un céntimo la próxima vez que quiebre una SIFI. Pero se muestra bastante menos clara con respecto a quién pagará. La sección 214 es (por fortuna) inequívoca: «Todos los fondos gastados en la liquidación de una empresa financiera bajo este título se recuperarán por la enajenación del activo de dicha empresa financiera, o serán responsabilidad del sector financiero, mediante tasaciones». Entonces, ¿qué hay de los acreedores asegurados, los obligacionistas bancarios a quienes en 2008-2009 se trató de proteger de las pérdidas con tanto ahínco? Prudentemente, la Ley Dodd-Frank encarga que se realice un estudio al respecto. Al fin y al cabo, si el efecto neto de la ley es realmente excluir cualquier financiación pública de una SIFI en grave situación de quiebra, resulta difícil ver cómo los mencionados obligacionistas pueden evitar una pérdida considerable. Pero si ese es el caso, entonces el coste del capital para los grandes bancos debe aumentar, aunque la rentabilidad de sus recursos propios disminuya. Se quería reducir la inestabilidad, pero lo único que han hecho ha sido aumentar la fragilidad.

Otra forma de pensar en el sistema financiero, relacionada con la anterior, es concebirlo como un sistema sumamente complejo, formado por un número muy grande de componentes que interactúan y que se hallan asimétricamente organizados en una red[21]. Dicha red opera en un punto situado entre el orden y el desorden, «al borde del caos». Puede parecer que tales sistemas complejos funcionan bastante bien durante algún tiempo, en apariencia en equilibrio, aunque en realidad adaptándose constantemente mediante bucles de retroalimentación positiva. Pero llega un momento en el que alcanzan una «masa crítica». Una leve perturbación puede desencadenar un «cambio de estado» de un equilibrio benigno a una crisis. Esto resulta especialmente común allí donde los nodos de la red se hallan «fuertemente asociados». Cuando el nivel de interrelación de una red aumenta, las restricciones que entren en conflicto pueden producir rápidamente una «catástrofe compleja».

Todos los sistemas complejos del mundo natural —desde las colonias de termitas hasta los grandes bosques, pasando por el sistema nervioso humano— comparten ciertas características. Una pequeña intervención en un sistema tal puede producir cambios enormes e inesperados. Las relaciones causales suelen ser no lineales. De hecho, algunos teóricos llegan al extremo de afirmar que ciertos sistemas complejos son absolutamente no deterministas, lo que significa que resulta casi imposible hacer predicciones sobre su comportamiento futuro basándose en datos del pasado. ¿Será el siguiente incendio forestal de pequeñas o grandes dimensiones, una fogata o una catástrofe devastadora? No podemos saberlo con certeza. Esa misma relación de «ley de potencias» parece aplicarse a los terremotos y las epidemias[22].

Resulta que también las crisis financieras son muy parecidas. Y eso no debería sorprendernos. Como llevan años proclamando algunos economistas heterodoxos, entre ellos W. Brian Arthur, una economía compleja se caracteriza por la interacción de agentes dispersos, falta de control centralizado, múltiples niveles de organización, adaptación continua, creación incesante de nuevos nichos de mercado y ausencia de equilibrio general. Desde esta perspectiva, y como ha argumentado Andrew Haldane, del Banco de Inglaterra, Wall Street y la City londinense forman parte de uno de los sistemas más complejos que los seres humanos han construido jamás (véase la figura 2.1)[23]. Y la combinación de concentración, préstamo interbancario, innovación financiera y aceleración tecnológica lo convierten en un sistema especialmente propenso a las crisis. Una vez más, sin embargo, la diferencia entre el mundo natural y el mundo financiero estriba en el papel de la regulación. Se supone que la regulación reduce el número y el tamaño de los incendios forestales financieros. Y, sin embargo, tal como hemos visto, resulta bastante fácil que produzca el efecto contrario. Ello se debe a que el proceso político es en sí mismo algo complejo. Los organismos reguladores pueden ser presa de aquellos a quienes se supone que regulan, entre otras cosas por la perspectiva de que el guardabosques obtenga un empleo bien pagado si se convierte en cazador furtivo. Pero también pueden verse atrapados de otras formas, como, por ejemplo, en el hecho de depender de las mismas entidades a las que regulan para obtener los datos que necesitan para hacer su trabajo.

En su libro Antifragile, el matemático estadístico y operador bursátil reconvertido en filósofo Nassim Taleb plantea una maravillosa pregunta: ¿qué es lo contrario de frágil? La respuesta no es «robusto» o «fuerte», porque esos términos simplemente significan «menos frágil». Lo realmente contrario de frágil es «antifrágil». Un sistema que se hace más fuerte cuando se ve sometido a perturbaciones es antifrágil[24]. La clave aquí es que la regulación debería diseñarse para potenciar la «antifragilidad». Pero la regulación que hoy estamos viendo hace justamente lo contrario: debido a su misma complejidad —y a sus objetivos a menudo contradictorios—, es en realidad «profrágil».

LECCIONES DE LOMBARD STREET

Una regulación excesivamente compleja puede ser de hecho la propia enfermedad de la que pretende ser la cura. Así como no cabría esperar que los planificadores del antiguo sistema soviético pudieran dirigir una economía moderna en toda su complejidad, por razones hace ya tiempo explicadas por Friedrich Hayek y Janos Kornai[25], del mismo modo los reguladores del mundo posterior a la crisis están condenados al fracaso en sus esfuerzos por hacer inmune a las crisis al sistema financiero global. Nunca podrán llegar a saber lo bastante para manejar un sistema tan complejo: solo aprenderán de la última crisis cómo afrontar la próxima.

¿Hay una alternativa? Creo que sí. Pero tenemos que remontarnos a la época de Darwin para encontrarla. En la obra Lombard Street, publicada en 1873, Walter Bagehot describía con gran talento el modo en que había evolucionado la City londinense en su época. Bagehot entendía que, pese a todo su vigor darwiniano, el sistema financiero británico era complejo y frágil. «En exacta proporción al poder de este sistema —observaba— se halla su delicadeza, apenas resultaría exagerado si dijera su peligro… incluso en el último instante de prosperidad, la estructura entera es delicada. La peculiar esencia de nuestro sistema financiero es una confianza sin precedentes entre un hombre y otro hombre; y cuando esa confianza se ve muy debilitada por causas ocultas, un pequeño accidente puede dañarla enormemente, y un gran accidente puede casi destruirla en un momento»[26].

Nadie ha ofrecido nunca una descripción mejor que Bagehot de cómo se produce un pánico bancario; quienes no estaban familiarizados con Lombard Street pudieron comprobarlo por sí mismos en 2007, cuando se produjeron los pánicos de Northern Rock y Countrywide, y de nuevo en 2012, cuando fue a la española Bankia a la que le tocó el turno de perder la confianza de sus impositores. Una de las grandes bellezas de Lombard Street es el modo en que analiza todas las instituciones clave del mercado de dinero londinense —el auge de los bancos comerciales, la desaparición de los bancos privados, los agentes de letras, las nuevas cajas de ahorros…— y expone los puntos débiles de la posición de cada una de ellas. En teoría, Bagehot habría preferido un sistema en el que cada institución tuviera que cuidar de sí misma manteniendo una reserva para posibles contingencias. Pero en la práctica el mercado de Londres se había desarrollado de tal manera que había solo una reserva última para toda la City, y era el Banco de Inglaterra, «la única masa considerable de dinero no utilizado del país»[27]. En otras palabras, tal como ocurre en nuestra época, el banco central (y, tras él, el Estado que lo sustentaba) constituía la última línea de resistencia en tiempos de pánico.

Repasando medio siglo de crisis financieras, Bagehot mostraba con brillantez de qué modo el papel del Banco de Inglaterra como guardián de la reserva monetaria de la nación era completamente distinto de su papel tal como lo definía la ley, o, de hecho, tal como lo entendían los hombres que lo gobernaban. En el pánico de 1825, el Banco de Inglaterra había hecho lo correcto, pero demasiado tarde, y sin saber del todo por qué era lo correcto. En cada uno de los tres pánicos que siguieron a la aprobación de la Ley de Estatutos Bancarios de 1844 —una ley que abordaba en gran medida la función de los bancos como emisores de billetes—, dicha ley había sido suspendida. Había, como en nuestra época, cierta incertidumbre con respecto a qué valores aceptaría el Banco de Inglaterra como garantía en una crisis. Su estructura de gobierno era opaca. Su gobernador y sus directores no eran banqueros. (Por entonces se escogía a comerciantes; hoy en día preferimos a académicos, algo que no todo el mundo consideraría una mejora). Apenas estuvieron a la altura de las circunstancias cuando una SIFI llamada Overend Gurney estalló en 1866.

Los remedios de Bagehot eran muy claros, aunque yo creo que se han malinterpretado con excesiva frecuencia. Su famosa recomendación era que en una crisis el banco central debía prestar libremente a un tipo disuasorio: «Préstamos muy grandes a tipos muy altos son el mejor remedio…»[28]. Hoy en día seguimos solo la primera mitad de su consejo, en la creencia de que nuestro sistema está tan apalancado que los tipos altos lo matarían. La justificación de Bagehot era «prevenir el mayor número posible de solicitudes de personas que no lo necesitan»[29]. Viendo cómo hoy todos los bancos, tanto fuertes como débiles, engullen con voracidad la actual provisión aparentemente ilimitada de préstamos a tipos cercanos al cero, entiendo a qué se refería.

También solemos pasar por alto el resto de lo que dijo Bagehot, y en particular el énfasis que puso en la discrecionalidad frente al establecimiento de normas. En primer lugar, subrayaba la importancia de tener directores de bancos con una considerable experiencia mercantil. «Los comerciantes estables —escribía— conocen siempre la cuestionable reputación de las personas peligrosas; advierten con rapidez los más mínimos signos de transacciones corruptas». El poder ejecutivo debería conferirse a un nuevo vicegobernador a tiempo completo que actuara como una especie de subsecretario permanente. Y el tribunal consultivo debería seleccionarse de modo que «introdujera… un sabio discernimiento»[30].

En segundo lugar, Bagehot subrayaba repetidamente, en sus propias palabras, «la importancia cardinal de que [el Banco de Inglaterra] retenga siempre una gran reserva bancaria». Pero hacía especial hincapié en que el tamaño de dicha reserva no viniera especificado por una norma automática, tal como ocurría con la circulación de billetes de banco en virtud de la Ley de Estatutos Bancarios de 1844: «En el momento presente no puede establecerse ninguna proporción cierta o fija de su pasivo como la que el Banco debería mantener en reserva». El banco central ideal no apuntaría a nada más preciso que una «mínima aprehensión», que «ningún argumento abstracto y ningún cómputo matemático nos enseñarán»:

Y no podemos esperar que lo hagan. El crédito es una opinión generada por las circunstancias y que varía con dichas circunstancias. El estado del crédito… solo puede conocerse mediante el ensayo y la indagación. Y del mismo modo, nada puede decirnos qué cantidad de «reserva» creará una confianza extendida; sobre este tema no hay forma alguna de llegar a una conclusión justa excepto observando constantemente la mente pública, y viendo en cada coyuntura cómo se ve afectada[31].

Tampoco debería haber una previsión fija del tipo de descuento del banco, el tipo al que este presta a cambio de papel comercial de buena calidad. La norma de que «el Banco de Inglaterra debería mirar el tipo del mercado y establecer su propio tipo de acuerdo con este… fue… siempre errónea», según Bagehot. El «primer deber» del Banco era usar el tipo de descuento para «proteger el dinero último del país»[32]. También esto, obviamente, implicaba un poder discrecional, dado que el tamaño deseable de la reserva no venía especificado por ninguna norma.

Actualmente hay algunos que, como Larry Kotlikoff y John Kay, ven como única salvación una radical reforma estructural de nuestro sistema financiero: una especie de «banca restringida», cuando no la sustitución completa de los bancos[33]. Entiendo el atractivo intelectual de tales argumentos. En teoría, quizá sería mucho mejor que los grandes bancos se trocearan, que las ratios de apalancamiento se redujeran drásticamente, y que disminuyeran las interconexiones entre la captación de depósitos y la asunción de riesgos[34]. Pero, como Bagehot, parto de la realidad que tenemos, y en lo que me quede de vida no espero ver un abandono completo del modelo actual basado en instituciones «demasiado grandes para quebrar» respaldadas por el banco central y, si es necesario, por el Tesoro público. Nuestra tarea, como la de Bagehot, es «sacar el mayor partido de nuestro sistema bancario, y trabajar con él del mejor modo posible. Solo podemos usar paliativos, y la clave está en obtener el mejor paliativo que podamos»[35].

CÓMO INCENTIVAR A LOS BANQUEROS

«El problema es delicado —concluía con franqueza Bagehot en su gran obra—, y la solución diversa y difícil»[36]. Y lo sigue siendo hoy en día. Pero creo que un retorno a los principios básicos de Bagehot no sería un mal punto de partida. En primer lugar, reforzar el papel del banco central como autoridad última tanto en el sistema monetario como en el de supervisión. En segundo lugar, asegurarse de que los responsables del banco central tienen «discernimiento», además de experiencia, a fin de que actúen cuando vean un crecimiento excesivo del crédito y una inflación del precio de los activos. En tercer lugar, darles un considerable margen de maniobra en su uso de los principales instrumentos propios de los bancos centrales, como son los coeficientes de reserva obligatorios, las variaciones de los tipos de interés, y la compraventa de valores en el mercado abierto. Y en cuarto lugar, enseñarles un poco de historia financiera, como la enseñaba Bagehot a sus lectores.

Finalmente —un punto que Bagehot no tuvo que añadir porque en su época se daba por sentado—, debemos asegurarnos de que quienes desafían a la autoridad reguladora pagan caras sus transgresiones. Los que creen que la causa de esta crisis estuvo en la desregulación han malinterpretado el problema en más de un aspecto. No solo fue la regulación mal planteada una gran parte de la causa: estuvo también la sensación de impunidad derivada no de la falta de regulación, sino de la falta de castigo.

Siempre habrá personas codiciosas en los bancos y su entorno. Al fin y al cabo, están donde está el dinero, o donde se supone que está. Pero las personas codiciosas solo cometerán fraude o negligencia si creen que es improbable que sus fechorías sean detectadas o castigadas con severidad. El fracaso a la hora de aplicar la regulación —de aplicar la ley— constituye uno de los aspectos más problemáticos de los años transcurridos desde 2007. En Estados Unidos, la lista de los que han ido a la cárcel por su papel en la burbuja inmobiliaria, y en todo lo que se ha derivado de ella, es ridículamente corta. En el Reino Unido, el castigo más duro impuesto a un banquero ha sido la «cancelación y anulación» del título de caballero previamente concedido a Fred Goodwin, expresidente del Banco Real de Escocia.

Bagehot nunca tuvo al poderoso vicegobernador que proponía; en cambio, sería el propio gobernador el que se convertiría en aquella especie de funcionario permanente y poderoso que él había imaginado. Sin embargo, tras verse despojado de su papel regulador, que Gordon Brown traspasó a la Autoridad de Servicios Financieros, el gobernador se ha encontrado en la nada envidiable posición de dirigir un departamento de investigación sobre política monetaria (combinado recientemente con un taller de impresión de dinero de emergencia). Tampoco el Sistema de la Reserva Federal de Estados Unidos tiene verdaderos medios para imponer su autoridad. Las agencias que se supone que persiguen el fraude han representado un triste papel. El resultado es que hay muy pocos malhechores a los que se haya llevado ante los tribunales de una manera significativa.

Citaré solamente uno de los muchos ejemplos posibles. En octubre de 2010, Angelo Mozilo llegó a un acuerdo con la Comisión del Mercado de Valores estadounidense por el que aceptó pagar 67,5 millones de dólares en sanciones y «derramas» para hacer frente a los cargos de fraude y uso de información privilegiada relativos a su época de presidente de Countrywide, una entidad de préstamos hipotecarios que había quebrado. Al menos parte de esa multa no la pagó el propio Mozilo, sino el Bank of America —que adquirió Countrywide en el punto álgido de la crisis financiera— y las aseguradoras. Entre 2000 y 2008, Mozilo recibió un total de casi 522 millones de dólares en concepto de indemnización, incluyendo ventas de acciones de Countrywide: casi diez veces el importe de la multa[37]. Si no ha habido nada delictivo en su conducta, sin duda es solo porque el derecho penal resulta deficiente en ese ámbito.

Voltaire dijo, en una célebre frase, que de vez en cuando los británicos ejecutaban a un almirante pour encourager les autres. Ni la más detallada regulación del mundo servirá para evitar una futura crisis financiera tanto como una conciencia clara y presente en la mente de los banqueros actuales del peligro de que, si infringen la ley a los ojos de la autoridad de la que en última instancia depende su negocio, pueden ir a la cárcel. En lugar de agotarnos elaborando códigos desesperadamente complejos de regulación «macroprudencial» o «contracíclica», volvamos al mundo de Bagehot, donde el camino recomendable era la prudencia individual —antes que la mera sumisión—, precisamente porque las autoridades eran poderosas y las reglas cruciales no estaban escritas.

He empezado este capítulo contradiciendo a los defensores de una regulación más estricta, solo para terminar abogando por el encarcelamiento ejemplar de los malos banqueros. Espero que a estas alturas esté claro por qué esas dos posturas no son contradictorias, sino complementarias. Un mundo financiero que ya de por sí es complejo solo se hará menos frágil mediante la simplicidad de la regulación y la fuerza de su ejecución.

Repito: uno de los enemigos más mortíferos del imperio de la ley son las malas leyes. En el capítulo siguiente examinaré a un nivel más general las formas en las que el propio imperio de la ley, en sentido amplio, ha degenerado en las sociedades occidentales —y especialmente en Estados Unidos— en nuestra época. Como ya he dicho, en el ámbito de la regulación deberíamos regresar a Bagehot. Pero ¿acaso el sistema legal del mundo de habla inglesa ha regresado inadvertidamente a Dickens? ¿Acaso el imperio de la ley ha degenerado hasta convertirse en el «imperio de los legistas»?