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Sociedades civiles e inciviles

LIMPIANDO LA PLAYA

Hace casi diez años me compré una casa en la costa de Gales del Sur. Con su litoral atlántico escarpado y azotado por el viento, sus campos de golf siempre empapados por la lluvia, los restos de su antigua grandeza industrial y sus verdes colinas apenas visibles a través de la llovizna, aquello me recordaba mucho al lugar donde crecí, en Ayrshire; solo que algo más cálido, más cerca del aeropuerto de Heathrow, y con un equipo de rugby con más probabilidades de derrotar a Inglaterra.

Compré la casa sobre todo para estar al lado del mar. Pero había una pega. La hermosa franja de costa situada delante de ella estaba espantosamente cubierta de basura. Miles de botellas de plástico ensuciaban la arena y las rocas. Había bolsas de plástico ondeando al viento, atrapadas en las espinas de las rosas silvestres; latas de cerveza y de refresco oxidándose entre las dunas; bolsas de patatas fritas flotando sobre las olas como repulsivas medusas opacas.

¿De dónde venía toda aquella basura? Era evidente que parte de ella la arrojaban los jóvenes locales, que parecían indiferentes al ruinoso efecto de su comportamiento en la belleza natural de la tierra de sus padres. Pero una parte mucho mayor parecía venir del mar. Empecé a leer, con creciente horror, sobre el alcance de los vertidos realizados cerca de la costa, una práctica que queda fuera del control de cualquier gobierno, regulador o ley. A diferencia de los vertederos de tierra, el océano es un basurero gratuito. Y a diferencia de los residuos que arrojaron en él las generaciones anteriores, la basura plástica no es ni biodegradable ni lo bastante pesada para hundirse. Son las corrientes, mareas y vientos los que deciden dónde va a parar. Por desgracia para mí, los del canal de Bristol parecían decididos a depositar una parte desproporcionada de toda la basura del Atlántico Norte en mi jardín trasero.

Consternado, pregunté a los vecinos quién era el responsable de mantener limpia la costa. «Por aquí abajo se supone que lo hace el ayuntamiento —me explicó uno de ellos—. Pero en realidad no hacen nada al respecto, ¿verdad?». En lugar de Bajo el bosque lácteo —la obra de Dylan Thomas ambientada en una imaginaria localidad galesa—, aquello parecía más bien Bajo el cartón de leche. Enfurecido, y quizá dando muestras de los primeros síntomas de un trastorno obsesivo-compulsivo, empecé a acarrear y llenar bolsas de basura negras cada vez que salía a dar un paseo. Pero aquella era una tarea que superaba la capacidad de un solo hombre.

Y entonces fue cuando ocurrió. Empecé a pedir voluntarios. La propuesta era simple: venga a ayudarme a hacer que este lugar tenga el aspecto que debería; almuerzo incluido. La primera limpieza de la playa resultó bastante modesta: no vinieron más de ocho o nueve personas, y no todas ellas completaron el trabajo, que implicaba dolor de espalda y las manos sucias. La segunda tuvo más éxito. Esta vez brilló el sol como solo a veces —muy de vez en cuando— lo hace.

Sin embargo, cuando intervino la rama local de los Clubes de Leones se produjo el gran avance. Yo nunca había oído hablar de los Clubes de Leones. Me enteré de que originalmente se trataba de una asociación estadounidense, el Lions Club, no muy distinta del Rotary Club: ambas fueron fundadas por hombres de negocios de Chicago hace aproximadamente un siglo, y ambas son redes laicas cuyos miembros dedican tiempo a diversas buenas causas. Los Leones aportaron un nivel de organización y motivación que superaba con mucho mis anteriores esfuerzos improvisados. Como resultado de su participación, la costa se transformó. Las botellas de plástico fueron embolsadas y adecuadamente eliminadas. Se liberó a las rosas de sus deshilachadas envolturas de polietileno. Una medida de nuestro éxito fue el marcado incremento del número de vecinos y visitantes que empezaron a pasear por el camino costero.

Mi experiencia galesa me enseñó el poder de la asociación de voluntarios como institución. Juntos, de manera espontánea, sin ninguna participación del sector público, sin ningún afán de lucro, sin ninguna obligación o poder legal, habíamos convertido un deprimente basurero de nuevo en un bello paraje. Y cada vez que me dejo caer por allí para nadar un rato, me pregunto: ¿cuántos otros problemas podrían resolverse de esta manera tan sencilla y, sin embargo, tan satisfactoria?

En los capítulos anteriores he tratado de abrir por la fuerza unas cuantas cajas negras firmemente cerradas: la rotulada como «democracia», la que lleva el rótulo de «capitalismo» y la etiquetada como «imperio de la ley». En este último capítulo quiero abrir la caja negra rotulada como «sociedad civil». Deseo plantear hasta qué punto es posible que una nación auténticamente libre prospere en ausencia del tipo de vibrante sociedad civil que antes solíamos dar por sentada. Quiero sugerir que lo contrario de la sociedad civil es la sociedad incivil, donde hasta el problema del comportamiento antisocial se convierte en un problema para el Estado. Y pretendo poner en duda la idea de que las nuevas redes sociales de internet son en cierta manera un sustituto de las verdaderas redes como la que me ayudó a limpiar mi playa local.

AUGE Y CAÍDA DEL CAPITAL SOCIAL

Declaraba Alexis de Tocqueville en el libro primero de su Democracia en América:

Norteamérica es el país del mundo donde se ha sacado mayor partido de la asociación, y donde se ha aplicado ese poderoso medio de acción a una mayor diversidad de objetos.

Independientemente de las asociaciones permanentes creadas por la ley bajo el nombre de comunas, ciudades y condados, hay una gran cantidad de otras más que no deben su existencia y su desarrollo sino a las voluntades individuales.

El habitante de los Estados Unidos aprende desde su nacimiento que hay que apoyarse sobre sí mismo para luchar contra los males y las molestias de la vida; no arroja sobre la autoridad social sino una mirada desconfiada e inquieta, y no hace un llamamiento a su poder más que cuando no puede evitarlo… En los Estados Unidos, asócianse con fines de seguridad pública, de comercio y de industria, de moral y religión. Nada hay que la voluntad humana desespere de alcanzar por la acción libre de la potencia colectiva de los individuos[1].

Tocqueville veía las asociaciones políticas de Estados Unidos como un contrapeso indispensable contra la tiranía de la mayoría en la democracia moderna. Pero eran las asociaciones no políticas las que realmente le fascinaban:

Los norteamericanos de todas las edades, de todas condiciones y del más variado ingenio, se unen constantemente y no solo tienen asociaciones comerciales e industriales en que todos toman parte, sino otras mil diferentes: religiosas, morales, graves, fútiles, muy generales y muy particulares. Los norteamericanos se asocian para dar fiestas, fundar seminarios, establecer albergues, levantar iglesias, distribuir libros, enviar misioneros a los antípodas, y también crean hospitales, prisiones y escuelas. Si se trata, en fin, de sacar a la luz pública una verdad o de desenvolver un sentimiento con el apoyo de un gran ejemplo, se asocian[2].

Es este un pasaje justamente famoso, como lo es el divertido contraste que establece Tocqueville entre el modo en que los ciudadanos estadounidenses se habían unido para hacer campaña contra el abuso del alcohol y el enfoque de los problemas sociales en su tierra natal: «Si estos cien mil hombres [los miembros de la Sociedad para el Fomento de la Abstinencia] hubieran vivido en Francia, cada uno se habría dirigido al gobierno suplicándole que vigilase las tabernas» en todo el país[3].

Tocqueville no exageraba el amor por las asociaciones de voluntarios en la Norteamérica del siglo XIX. Por poner solo un ejemplo, procedente del historiador Marvin Olasky: las asociaciones afiliadas a las 112 iglesias protestantes de Manhattan y el Bronx a finales del siglo XX eran responsables de 48 escuelas industriales, 45 bibliotecas o salas de lectura, 44 escuelas de costura, 40 jardines de infancia, 29 cajas de ahorros y asociaciones de préstamo, 21 oficinas de empleo, 20 gimnasios y piscinas, 8 dispensarios médicos, 7 guarderías infantiles de jornada completa y 4 casas de huéspedes. Y esta lista excluye las actividades de las asociaciones de voluntarios católicas, judías y laicas, de las que había también en abundancia[4]. En el continente europeo, como señalaba acertadamente Tocqueville, no hubo nunca nada parecido. En su libro The Moral Basis of a Backward Society, Edward Banfield comparaba lo que él denominaba «familismo (o familiarismo) amoral» de una ciudad del sur de Italia a la que apodaba «Montegrano» con la rica vida asociativa de la población estadounidense de Saint George, en Utah. Un mismo terreno, un mismo clima; pero instituciones distintas. En Montegrano solo había una asociación: un club de juegos de naipes al que pertenecían veinticinco hombres de clase alta. También había un orfanato regentado por una orden de monjas en un antiguo monasterio; pero los lugareños no hacían nada para colaborar en sus esfuerzos o para ayudar a mantener el claustro, que estaba medio en ruinas[5].

Sin embargo, tal como temiera Tocqueville, la vitalidad asociativa de aquel período de la historia de Estados Unidos ha disminuido de manera considerable desde entonces. En su libro y éxito de ventas Solo en la bolera, Robert Putnam detallaba el drástico descenso, entre aproximadamente 1960 o 1970 y finales de la década de 1990, de una larga lista de indicadores del «capital social»:

  • asistencia a una reunión pública sobre temas municipales o escolares: baja un 35 por ciento;
  • colaboración en la dirección de un club u organización: baja un 42 por ciento;
  • colaboración en un comité de una organización local: baja un 39 por ciento;
  • pertenencia a asociaciones de padres y profesores: baja un 61 por ciento;
  • índice medio de pertenencia a 32 asociaciones nacionales estructuradas en secciones locales: baja casi un 50 por ciento;
  • índices de pertenencia a clubes de bolos masculinos: bajan un 73 por ciento[6].

Como argumentaba Theda Skocpol en su estudio de 2003 Diminished Democracy, las organizaciones tipo fraternidad como los Uapitíes[*], los Alces[**], los Rotarios y, de hecho, mis amigos los Leones —que antaño hicieron tanto para unir a estadounidenses de diferentes grupos de ingresos y clases— están disminuyendo en Estados Unidos[7]. En una línea similar (aunque desde un punto de partida ideológico muy distinto), el magnífico libro de Charles Murray Coming Apart, publicado en 2012, defiende el argumento de que la quiebra de la vida asociativa tanto religiosa como laica en las comunidades de clase obrera es uno de los factores clave de la actual inmovilidad social y la creciente desigualdad en Estados Unidos[8].

Si el declive de la sociedad civil estadounidense está tan avanzado, ¿qué esperanza hay para los europeos? En ocasiones se ha representado a Gran Bretaña como la excepción a la «ley» de Putnam del deterioro del capital social. Como Estados Unidos, también el Reino Unido experimentó una edad de oro de la vida asociativa en el siglo XIX, «la época —en palabras del historiador G. M. Trevelyan— de los sindicatos, cooperativas y sociedades benéficas, ligas, juntas, comisiones y comités para cada propósito concebible de la filantropía y la cultura». Como bromeaba Trevelyan, «ni siquiera a los animales indefensos se les dejó sin su organización»[9]. En 1911, la recaudación bruta anual de las organizaciones benéficas registradas superaba el gasto público nacional asignado en la Ley de Pobres[10]. El número absoluto de casos de necesidad examinados por las organizaciones benéficas se mantuvo notablemente constante entre 1871 y 1945[11]. La puesta en práctica de las recomendaciones de William Beveridge para un sistema centralizado de Seguridad Social y atención sanitaria vino a alterar radicalmente el papel de muchas «mutualidades» británicas, que o bien se reconvirtieron en entidades asistenciales públicas, o bien quedaron obsoletas[12]. Pero en otros aspectos la vida asociativa británica mantuvo su vitalidad. Todavía en la década de 1950 los sociólogos seguían mostrándose impresionados por la durabilidad de esta red de sociedades de voluntarios. De hecho, según Peter Hall, esta sobrevivió en gran parte incluso a la década de 1980, con las únicas excepciones de las organizaciones femeninas tradicionales, algunas organizaciones juveniles, y organizaciones de servicios como la Cruz Roja, que sí experimentaron una disminución del número de afiliados[13].

Sin embargo, cuando se examina con más detalle, esta aparente durabilidad parece cuestionable. Los informes del Registro de Mutualidades británicas, que se empezaron a redactar en 1875 y prosiguieron hasta 2001, nos permiten examinar durante un largo período tanto la cantidad como el número de afiliados de las sociedades de socorro mutuo (como las asociaciones obreras), las sociedades industriales y de previsión (como las cooperativas) y las sociedades de construcción (asociaciones de ahorro y préstamo, y de crédito hipotecario). En términos absolutos, el punto máximo en la cifra de tales sociedades se alcanzó en 1914 (36.010), mientras que el máximo en cuanto a número de afiliados se dio en 1908 (33,8 millones), todo ello en un momento en el que la población del Reino Unido era de poco más de 44 millones de habitantes. En cambio, en 2001 había poco más de 12.000 sociedades. Ese año únicamente se dispone de la cifra de afiliados de las 9000 sociedades industriales y de previsión, que es de 10,5 millones, para una población total de 59,7 millones[14]. La denominada Unidad de Manchester de los Oddfellows (literalmente, «tipos raros»), una organización aglutinante de diversas mutualidades, contaba en 1899 con 713.000 afiliados, frente a los 230.000 actuales[15]. Asimismo, un estudio comparativo basado en la Encuesta Mundial de Valores mostraba que Gran Bretaña había bajado del noveno al duodécimo lugar en la clasificación internacional del voluntariado, dado que la parte de la población que afirmaba pertenecer a una o más asociaciones de voluntarios bajó del 52 por ciento en 1981 al 43 por ciento en 1991[16]. Los datos de sondeos más recientes señalan una nueva disminución (véase la figura 4.1) y de hecho sugieren que actualmente hay incluso más británicos que estadounidenses «solos en la bolera».

El declive del «capital social» británico se ha acelerado de forma manifiesta. No solo la afiliación a partidos políticos y a sindicatos se ha desplomado. También diversas organizaciones benéficas bien arraigadas han presenciado «un marcado descenso en sus números». Asimismo, en 2007 la pertenencia a cualquier clase de organización fue inferior a la de 1997. De manera notable, según el Consejo Nacional de Organizaciones de Voluntarios británico, solo «el 8 por ciento de la población [representa] casi la mitad de todas las horas de voluntariado»[17]. Las donaciones benéficas muestran una tendencia similar. Aunque la donación media ha subido, el porcentaje de familias que dan dinero para obras benéficas ha caído desde 1978, y actualmente más de una tercera parte de las donaciones provienen de personas de más de sesenta y cinco años, una proporción que hace unos treinta años era de menos de la cuarta parte (en el mismo período, el número de personas mayores ha pasado del 14 al 17 por ciento de la población)[18]. Los últimos datos de la Encuesta de Ciudadanía de Inglaterra resultan auténticamente deprimentes[19]. En 2009-2010:

  • Solo una de cada diez personas participó en algún proceso de decisión relacionado con servicios locales o en la provisión de dichos servicios (por ejemplo, como miembro del consejo escolar o como juez de paz).
  • Solo una cuarta parte de la población participó en alguna actividad de voluntariado formal al menos una vez al mes (en la mayoría de ocasiones para organizar o ayudar a gestionar un evento —por lo general un evento deportivo— o para participar en la recaudación de fondos para celebrar uno).
  • La proporción de la población que participó en actividades de voluntariado informal al menos una vez al mes (por ejemplo, para ayudar a vecinos ancianos) bajó al 29 por ciento, frente al 35 por ciento del año anterior. La parte que proporcionó ayuda informal al menos una vez al año bajó del 62 al 54 por ciento.
  • Las donaciones para obras benéficas continuaron el descenso iniciado en 2005.

¿Qué está pasando? Para Putnam, ha sido ante todo la tecnología —primero la televisión, luego internet— la que ha supuesto la muerte de la vida asociativa tradicional en Estados Unidos. Pero yo tengo una opinión distinta. Facebook y otras semejantes crean redes sociales que son enormes, pero débiles. Con sus 900 millones de usuarios activos —nueve veces la cifra de 2008—, la red de Facebook es un vasto instrumento que permite a la gente de ideas afines intercambiar opiniones afines sobre, ¡bueno!, las cosas que les gustan. Quizá, como argumentan Jared Cohen y Eric Schmidt, las consecuencias de tales intercambios sean de hecho revolucionarias, por más que resulte discutible hasta qué punto Google o Facebook desempeñaron realmente un papel decisivo en la Primavera Árabe[20] (al fin y al cabo, los libios hicieron algo más que limitarse a dejar de ser «amigos» del coronel Gadafi). Pero dudo mucho que las comunidades online sean un sustituto de las formas de asociación tradicionales.

¿Acaso podría haber limpiado la playa «dando un toque» a mis amigos o creando un nuevo grupo en Facebook? Lo dudo. Un estudio de 2007 revelaba que en realidad la mayoría de los usuarios tratan Facebook como una forma de mantener el contacto con amigos reales, a menudo con aquellos a quienes no ven con regularidad porque ya no viven cerca. Los estudiantes encuestados mostraban una probabilidad dos veces y media mayor de utilizar Facebook para ese fin que para iniciar contactos con extraños, que es lo que yo tuve que hacer para limpiar la playa[21].

No es la tecnología la que ha vaciado de contenido a la sociedad civil. Es algo que el propio Tocqueville ya anticipaba en el que quizá sea el pasaje más potente de su Democracia en América. Aquí imagina vívidamente una sociedad futura en la que la vida asociativa ha muerto:

… veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los que llenan su alma.

Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás, y sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana: se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él solo…

Sobre estos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga solo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia…

Después de haber tomado así alternativamente entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más raros y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre; no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante[22].

Seguramente Tocqueville estaba en lo cierto. No era la tecnología, sino el Estado —con su seductora promesa de «seguridad de la cuna a la tumba»— el verdadero enemigo de la sociedad civil. Ya en la época en la que escribía, atestiguaba y condenaba los primeros intentos de tener un gobierno que ocupara «el lugar de algunas de las más grandes asociaciones norteamericanas».

Pero ¿qué poder político es suficiente a la gran cantidad de empresas pequeñas que los ciudadanos norteamericanos realizan todos los días con ayuda de la asociación?… cuanto más ocupe el lugar de las asociaciones, mayor necesidad tendrán los particulares de que aquellos vengan en su ayuda, al perder la idea de asociarse…

La moral y la inteligencia de un pueblo no correrían menos riesgo que sus negocios y su industria, si el gobierno viniese a formar parte de todas las asociaciones.

Las ideas y los sentimientos no se renuevan, el corazón no se engrandece ni el espíritu humano se desarrolla sino por la acción recíproca de unos hombres sobre otros[23].

Amén a eso.

LA PRIVATIZACIÓN DE LAS ESCUELAS

Para ver hasta qué punto estaba en lo cierto el viejo sabio francés, basta con que cada uno de nosotros nos preguntemos: ¿a cuántos clubes pertenezco? Por mi parte, cuento tres clubes en Londres, uno en Oxford, uno en Nueva York y uno en Cambridge, Massachusetts. Soy un miembro deplorablemente inactivo, pero pago mis cuotas y utilizo las instalaciones deportivas, los comedores y las salas de invitados varias veces al año. Doy dinero con regularidad, aunque no lo bastante, a dos organizaciones benéficas. Estoy apuntado a un gimnasio. Y soy hincha de un club de fútbol.

Probablemente soy más activo como antiguo alumno de las principales instituciones educativas a las que asistí en mi juventud: la Academia de Glasgow y el Magdalen College de la Universidad de Oxford. También dedico tiempo regularmente a las escuelas a las que asisten mis hijos, así como a la universidad donde doy clase. Permítanme explicar por qué siento tal debilidad por estas instituciones educativas independientes[*].

La opinión que estoy a punto de dar no está en absoluto de moda. En un almuerzo organizado por el periódico Guardian provoqué exclamaciones de horror cuando pronuncié las siguientes palabras: en mi opinión, hoy las mejores instituciones de las islas Británicas son las escuelas independientes (ni que decir tiene que los que protestaron más ruidosamente habían asistido todos ellos a tales escuelas). Si hay una política educativa que me gustaría ver adoptada en todo el Reino Unido, sería una política que aspirara a incrementar de manera significativa el número de instituciones educativas privadas y, paralelamente, a establecer programas de becas que permitieran asistir a ellas a un sustancial número de niños de familias de renta baja.

Obviamente, esa es la clase de cosas que la izquierda denuncia de manera refleja como «elitistas». Incluso algunos conservadores, como George Walden, consideran que las escuelas privadas son causa de desigualdad, unas instituciones tan perniciosas que deberían ser abolidas. Permítanme exponer por qué tales opiniones resultan completamente erróneas.

No cabe duda de que durante aproximadamente cien años la expansión de la enseñanza pública fue una buena cosa. Como ha señalado Peter Lindert, las escuelas eran la excepción que confirmaba la regla de Tocqueville, ya que fueron los estados norteamericanos los primeros que establecieron impuestos locales para financiar la escolarización universal y, de hecho, obligatoria a partir de 1852. Con escasas excepciones, la ampliación del derecho de voto en otras partes del mundo condujo rápidamente a la adopción de sistemas similares. Esto resultó de gran importancia económica, dado que los rendimientos de la educación universal fueron elevados: las personas que saben leer y escribir y conocen las cuatro reglas son trabajadores mucho más productivos[24]. Pero es necesario reconocer los límites de los monopolios públicos en educación, especialmente para aquellas sociedades que ya hace tiempo que alcanzaron la alfabetización masiva. El problema es que los proveedores monopolistas de la enseñanza pública sufren los mismos problemas que afligen a los proveedores monopolistas de lo que sea: la calidad disminuye debido a la falta de competencia y al subrepticio poder de los intereses creados de los «productores». Hemos de reconocer asimismo, independientemente de nuestros prejuicios ideológicos, que hay una buena razón por la que las instituciones educativas privadas desempeñan un papel crucial a la hora de establecer y elevar los estándares educativos en todo el mundo.

No estoy abogando por las escuelas privadas en contra de las escuelas públicas. Estoy abogando por ambas, puesto que la «biodiversidad» es preferible al monopolio. Una mezcla de instituciones públicas y privadas con una competencia significativa favorece la excelencia. De ahí que las universidades estadounidenses (que actúan en el marco de un sistema competitivo cada vez más global) sean las mejores del mundo —22 de las 30 mejores según la clasificación de la Universidad Jiao Tong de Shanghai—, mientras que los institutos de secundaria de Estados Unidos (enmarcados en un sistema de monopolio localizado) son generalmente bastante malos, tal como atestiguan los resultados de 2009 del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés) en cuanto al rendimiento en matemáticas entre alumnos de quince años. ¿Acaso Harvard sería Harvard si en algún momento el estado de Massachusetts o el gobierno federal la hubiera nacionalizado? El lector sabe la respuesta.

En el Reino Unido tenemos el sistema opuesto: son las universidades las que en esencia se han visto reducidas al papel de organismos de un Servicio Nacional de Enseñanza Superior financiado por el Estado —pese a la introducción en Inglaterra y Gales de préstamos para estudiantes que todavía están por debajo de lo que deberían cobrar las mejores instituciones—, mientras que en la enseñanza secundaria existe un animado sector independiente libre de restricciones financieras. ¿Los resultados? Aparte de la élite, que conserva sus propios recursos y/o reputaciones, la mayoría de las universidades británicas están en crisis. Solo siete lograron figurar en la última lista de las cincuenta mejores del mundo publicada en el suplemento sobre enseñanza superior del Times. En cambio, podemos jactarnos de tener algunas de las mejores escuelas de secundaria del planeta.

Los apologistas de la educación pública tradicional tienen que entender algo muy simple: al proporcionar una escolarización pública «gratuita» que generalmente es de una calidad mediocre, se está incentivando el surgimiento de un sistema privado realmente bueno (ya que nadie va a pagar entre 10.000 y 30.000 libras al año por una educación que sea solo un poquito mejor que la opción gratuita)[25].

Resulta bastante irónico que en el momento de redactar estas líneas las políticas que se están introduciendo para abordar el problema de la enseñanza pública de baja calidad en Inglaterra sean responsabilidad de un escocés. El actual ministro de Educación, Michael Gove, ha recogido la idea de un antiguo alumno del Fettes College de Edimburgo llamado Tony Blair: convertir las escuelas que no funcionan en academias autónomas. Entre 2010 y 2012, el número de academias pasó de solo doscientas a ser casi la mitad de todos los institutos de secundaria. Escuelas como la Academia Mossbourne, de Hackney, o la Academia Durand, una escuela de primaria de Stockwell, son un ejemplo de lo que puede lograrse incluso en los barrios empobrecidos cuando se elimina el peso muerto del control de la autoridad local[26]. Aún más prometedoras resultan las nuevas «escuelas libres» creadas por padres, profesores y otros, como Toby Young, que finalmente ha encontrado la manera real de ganar amigos e influir en la gente[27]. Hay que señalar que estas escuelas no son selectivas, y siguen teniendo financiación pública. Pero su mayor autonomía ha llevado rápidamente a unos estándares muy superiores tanto de disciplina como de aprendizaje.

Hay muchos en la izquierda que deploran estos acontecimientos (numerosos diputados laboristas renegarían alegremente del propio concepto de las academias). Sin embargo, estas forman parte de una tendencia global. En todo el mundo, los países inteligentes están alejándose del modelo obsoleto de los monopolios educativos del Estado y permitiendo a la sociedad civil regresar a la enseñanza, que es lo que le corresponde.

Muchas personas creen erróneamente que Escandinavia es un lugar donde el tradicional Estado del bienestar sigue vivito y coleando. En realidad, solo Finlandia ha mantenido un estricto monopolio estatal sobre la enseñanza, cuyo éxito convierte a este país en la excepción que confirma mi regla. En cambio, Suecia y Dinamarca han sido pioneras en la reforma educativa. Gracias a un plan audaz de descentralización y becas, en Suecia ha aumentado el número de escuelas independientes. Las escuelas «libres» de Dinamarca se gestionan de manera independiente y reciben una subvención del Estado por cada alumno, pero pueden cobrar matrícula y recaudar fondos de otras formas si pueden justificar la necesidad de hacerlo en términos de resultados. (Reformas similares se han traducido en el hecho de que hoy alrededor de las dos terceras partes de los estudiantes holandeses estén en escuelas independientes)[28].

Actualmente hay en Estados Unidos más de 2000 «escuelas chárter» —escuelas que, como las academias inglesas, tienen financiación pública, pero se gestionan de manera independiente—, que suponen una opción educativa para unos dos millones de familias en algunas de las zonas urbanas más pobres del país. Las organizaciones de escuelas chárter tales como Success Academy tienen que sufrir la difamación y la intimidación de los sindicatos de profesores estadounidenses precisamente por la amenaza que plantean los estándares superiores de sus escuelas al actual statu quo de bajo rendimiento y escasos logros. El año pasado, en las escuelas públicas de Nueva York, aprobaron los exámenes de matemáticas el 62 por ciento de los alumnos de tercer, cuarto y quinto curso; la última cifra en la Success Academy de Harlem fue del 99 por ciento, y en el caso de las ciencias del 100 por ciento[29]. Ello no se debe precisamente a que las escuelas chárter seleccionen a los mejores estudiantes o atraigan a los padres más motivados: en la Success Academy de Harlem los alumnos son admitidos por sorteo. Si rinden más es porque la escuela es a la vez responsable y autónoma.

Sin embargo, nos falta todavía por dar un paso más (incluido Michael Gove). Ese paso consiste en incrementar el número de escuelas que sean realmente independientes, en el sentido de tener financiación privada; y realmente libres, en el sentido de tener libertad para seleccionar a sus alumnos. De manera significativa, seis de cada diez directores de academia decían en una encuesta realizada en marzo de 2012 que el acuerdo nacional sobre salarios y condiciones laborales les impide pagar más dinero a los profesores más eficaces, o ampliar la jornada escolar a fin de proporcionar instrucción suplementaria a los alumnos más retrasados[30]. En otras partes no hay restricciones parecidas en la enseñanza privada. En Suecia, empresas como Kunskapsskolan («La escuela del conocimiento») educan a decenas de miles de alumnos. En Brasil hay cadenas de escuelas privadas, como Objetivo, COC y Pitágoras, que escolarizan literalmente a cientos de miles de estudiantes. Pero quizá el caso más llamativo sea el de la India. Allí, como ha señalado James Tooley, la mejor esperanza de recibir una educación decente en los suburbios de ciudades como Hyderabad proviene de escuelas privadas como, por ejemplo, Royal Grammar School, Little Nightingale’s High School o Firdaus Flowers Convent School[31]. Tooley y sus colegas han encontrado también escuelas privadas similares en algunas partes de África. Estas, invariablemente, son una respuesta a unas escuelas públicas malas en extremo, donde el número de alumnos por clase es absurdamente grande y con frecuencia los profesores están dormidos o ausentes.

El problema en Gran Bretaña no es que haya demasiadas escuelas privadas, sino que hay muy pocas; y si en última instancia acaba por revocarse su estatus benéfico, aún habrá menos. Solo alrededor del 7 por ciento de los adolescentes británicos están en escuelas privadas, más o menos la misma proporción que en Estados Unidos. Si el lector desea conocer una de las razones por las que los adolescentes asiáticos rinden mucho más que sus equivalentes británicos y estadounidenses en las pruebas estandarizadas, es esta: las escuelas privadas educan a más de la cuarta parte del total de alumnos de Macao, Hong Kong, Corea del Sur, Taiwan y Japón. La puntuación media de matemáticas en las pruebas PISA para dichos países es un 10 por ciento más alta que la del Reino Unido y Estados Unidos. La brecha entre ellos y el mundo anglosajón es tan grande como la que existe entre este último y Turquía. No es casualidad que la proporción de estudiantes turcos escolarizados en escuelas privadas esté por debajo del 4 por ciento.

La enseñanza privada beneficia a más personas aparte de la élite. En un artículo publicado en 2010, Martin West y Ludger Woessmann mostraban que «un aumento del 10 por ciento de la matriculación en escuelas privadas mejora las puntuaciones en las pruebas de matemáticas de un país… el equivalente a casi medio año de aprendizaje. Un aumento del 10 por ciento de la matriculación en escuelas privadas también reduce el gasto educativo total por alumno en más del 5 por ciento de la media de la OCDE»[32]. En otras palabras, una enseñanza más privada se traduce en una educación de mayor calidad y más eficiente para todo el mundo. Una ilustración perfecta de ello es el modo en que el Wellington College de Berkshire está patrocinando en la actualidad una academia financiada públicamente. Otra es la forma en que escuelas tales como las Academias de Rugby y de Glasgow están ampliando sus sistemas de becas, con la idea de aumentar la proporción de alumnos cuyas matrículas sean cubiertas por los propios recursos de la escuela.

La revolución educativa del siglo XX fue que en las democracias la educación básica estuviera al alcance de la mayoría de la gente. La revolución educativa del siglo XXI será que la educación de calidad esté al alcance de una creciente proporción de niños. Si alguien está en contra de eso, entonces él es el verdadero elitista: él es el que quiere mantener a los niños pobres en escuelas pésimas.

UNA SOCIEDAD MÁS GRANDE

La historia general que estoy contando, empleando la enseñanza como ejemplo, es que a lo largo de los últimos cincuenta años los gobiernos han invadido en exceso el ámbito de la sociedad civil. Eso tuvo sus ventajas allí donde (como en el caso de la educación primaria) había una insuficiente provisión privada. Pero también tuvo sus costes.

Como Tocqueville, creo que el activismo local espontáneo de los ciudadanos es mejor que la acción estatal centralizada no solo en cuanto a sus resultados, sino también —lo que es más importante— en cuanto a su efecto en nosotros como ciudadanos. Y ello porque la verdadera ciudadanía no consiste solo en votar, trabajar y mantenerse en el lado correcto de la ley. También consiste en participar en el «grupo» —esto es, el conjunto más amplio de personas que viene después de nuestra familia—, que es precisamente donde aprendemos a desarrollar y aplicar las normas de conducta: en suma, a gobernarnos. A educar a nuestros hijos. A cuidar de los desfavorecidos. A luchar contra la delincuencia. A mantener limpias las calles.

Desde que el concepto de «gran sociedad»[*] entró en el léxico político británico, se ha usado y abusado de él. El mismo mes que pronuncié las conferencias en las que se basa este libro (junio de 2012), el arzobispo de Canterbury lo calificó de «palabrería vacua diseñada para ocultar una dejación profundamente perjudicial del Estado de sus responsabilidades frente a los más vulnerables»[33]. Incluso Martin Sime, director del Consejo Escocés de Organizaciones de Voluntarios —que afirma creer en la «autoayuda»— ha calificado el concepto de gran sociedad como «una marca tóxica… un timo tory y una tapadera para los recortes»[34]. Sin duda, a estas alturas estará ya claro que siento mucha mayor simpatía que estos caballeros por la idea de que nuestra sociedad —y, de hecho, la mayoría de las sociedades— se beneficiaría de más iniciativa privada y menos dependencia del Estado. Si esta es hoy una postura conservadora, que lo sea. Antaño se consideró la esencia de verdadero liberalismo.

En las páginas anteriores he tratado de argumentar que estamos viviendo una profunda crisis de las instituciones que fueron la clave de nuestro anterior éxito —no solo económico, sino también político y cultural— como civilización. He representado la crisis de la deuda pública, el mayor problema que afronta la política occidental, como un signo de la traición a las generaciones futuras: una ruptura del contrato social de Edmund Burke entre el presente y el futuro.

He sugerido que la tentativa de utilizar una regulación compleja para evitar futuras crisis financieras se basa en una interpretación profundamente errónea del modo en que funciona la economía de mercado: una interpretación en la que Walter Bagehot no cayó nunca.

He advertido de que el imperio de la ley, tan crucial en el funcionamiento tanto de la democracia como del capitalismo, está en peligro de degenerar en el «imperio de los legistas»: un peligro que conocía bien Charles Dickens.

Y, por último, he sugerido que nuestra antaño vibrante sociedad civil se halla en decadencia, no tanto debido a la tecnología como a las excesivas pretensiones del Estado: una amenaza de la que Tocqueville advirtió proféticamente a europeos y estadounidenses.

Nosotros los humanos vivimos en una compleja matriz de instituciones. Está el gobierno. Está el mercado. Está la ley. Y luego está la sociedad civil. Antaño —me siento tentado de datarlo a partir de la época de la Ilustración escocesa—, esa matriz funcionó asombrosamente bien, y en ella cada conjunto de instituciones complementaba y reforzaba al resto. Esa, creo, fue la clave del éxito de Occidente en los siglos XVIII, XIX y XX. Pero en nuestra época las instituciones están descompuestas.

En los años que tenemos por delante, nuestro reto consiste en restaurarlas —a fin de invertir la gran degeneración— y volver a los principios básicos de una sociedad realmente libre que aquí he tratado de reafirmar, con un poco de ayuda de algunos de los grandes pensadores del pasado.

Ha llegado el momento, en suma, de limpiar la playa.