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La colmena humana

EXPLICANDO LA GRAN DIVERGENCIA

«La Naturaleza… es una cosa de gran poder y eficacia —escribía el humanista inglés Richard Taverner en su Jardín de sabiduría—, pero seguramente la institución o educación es mucho más poderosa, porque es capaz de enmendar, reformar y fortalecer una naturaleza torcida y mala, y convertirla en una buena naturaleza»[1]. Las palabras de Taverner resumen una idea que se está convirtiendo en una convincente opinión generalizada: que son las instituciones —en el sentido más amplio del término— las que determinan los modernos resultados históricos, más que las fuerzas naturales como el tiempo, la geografía o incluso la incidencia de la enfermedad.

¿Por qué, aproximadamente desde 1500, a la civilización occidental —como se comprueba en el caso de los pequeños y belicosos estados de Eurasia occidental y sus colonias en el Nuevo Mundo— le fue mucho mejor que a otras civilizaciones? Desde la década de 1500 hasta finales de la de 1970 se produjo una asombrosa divergencia en los niveles de vida globales, en la medida en que los occidentales se hicieron mucho más ricos que el resto del mundo. Hace tan solo trescientos años al chino medio probablemente todavía le iba un poco mejor que al norteamericano medio. Pero en 1978 el estadounidense medio era como mínimo veintidós veces más rico que el chino medio (véase la figura 1.1)[2]. Esta gran divergencia de la historia no fue solo económica: fue también una divergencia en términos de longevidad y salud. Todavía en una fecha tan reciente como 1960, la esperanza de vida en China se situaba en los cuarenta y pocos años, mientras que en Estados Unidos había alcanzado ya los setenta[3]. Los occidentales dominaban el ámbito de la ciencia, así como el de la cultura popular. En asombrosa medida, siguieron también gobernando el mundo aun después de la desaparición de la decena y pico de imperios formalmente reconocidos que, en su apogeo, habían llegado a abarcar cerca de las tres quintas partes de la superficie terrestre y de la población del planeta, además de representar al menos las tres cuartas partes de producción económica global. Un concepto propio de la guerra fría fue el de referirse al imperio soviético como «el Este»; en realidad, fue el último imperio europeo que gobernó sobre grandes extensiones de Asia.

¿Cómo debemos explicar este hecho, el extremo desequilibrio global que situó a una minoría de la humanidad —como mucho una quinta parte— en tal posición de superioridad material y política sobre el resto? Parece inverosímil que ello se debiera a alguna superioridad innata de los europeos, tal como solían argumentar los teóricos raciales de los siglos XIX y XX. Seguramente, el acervo génico no era muy distinto en el año 500, cuando el extremo occidental de Eurasia entraba en un período de casi mil años de relativo estancamiento. Asimismo, el clima, la topografía y los recursos naturales de Europa eran en 1500 prácticamente iguales a los de 500. Durante toda la Alta y Baja Edad Media la civilización europea no mostró ningún signo evidente de que pudiera superar a los grandes imperios orientales. Con el debido respeto a Jared Diamond, la geografía y sus consecuencias agrarias pueden explicar por qué a Eurasia le fue mejor que a otras partes del mundo; pero no pueden explicar por qué a partir del año 1500 al extremo occidental de Eurasia le fue mucho mejor que al oriental[4].

Tampoco podemos explicar la gran divergencia en términos de imperialismo: las otras civilizaciones tuvieron mucho de eso antes de que los europeos empezaran a cruzar océanos y hacer conquistas. Para el historiador Kenneth Pomeranz, que fue quien acuñó la expresión de «la gran divergencia», en realidad fue solo una cuestión de suerte. Los europeos fueron lo bastante afortunados como para tropezarse con las denominadas «hectáreas fantasma» del Caribe, que no tardaron en proporcionar a los pueblos del Atlántico metrópolis con abundante azúcar, una compacta fuente de calorías de la que carecían la mayoría de los asiáticos. Los europeos también tuvieron la buena fortuna de disponer de depósitos de carbón más fácilmente accesibles[5]. No obstante, este argumento deja sin responder las preguntas de por qué los chinos no fueron tan diligentes como los europeos en la búsqueda de hectáreas fantasma coloniales en ultramar, y por qué fueron incapaces de resolver los desafíos técnicos que planteaba la extracción de carbón tal como hicieron los británicos.

Creo que las mejores respuestas a la pregunta de qué fue lo que causó la gran divergencia son las que se centran en el papel de las instituciones. Así, por ejemplo, Douglass North, John Wallis y Barry Weingast distinguen entre dos fases o pautas de organización humana[6]. La primera es la que ellos denominan el Estado natural o «pauta de acceso limitado», caracterizado por:

  • una economía de crecimiento lento;
  • relativamente pocas organizaciones no estatales;
  • un gobierno pequeño y bastante centralizado que actúa sin el consentimiento de los gobernados; y
  • relaciones sociales organizadas en términos personales y dinásticas.

La segunda es la «pauta de acceso abierto», caracterizada por:

  • una economía de crecimiento más rápido;
  • una sociedad civil rica y vibrante con numerosas organizaciones;
  • un gobierno mayor y más descentralizado; y
  • relaciones sociales gobernadas por fuerzas impersonales como el imperio de la ley, que implican derechos de propiedad seguros, justicia y (al menos en teoría) igualdad.

En su análisis, los estados europeos occidentales —encabezados por Inglaterra— fueron los primeros que realizaron la transición del «acceso limitado» al «acceso abierto». Para hacerlo, un país tiene que «desarrollar mecanismos institucionales que permitan a las élites crear la posibilidad de unas relaciones internas impersonales», y luego «crear y sostener nuevos incentivos para las élites, de modo que se cree un acceso abierto en su seno». De ese modo, «las élites transforman sus privilegios personales en derechos impersonales. Se da a todas ellas el derecho a formar organizaciones… en ese punto, la lógica… ha pasado de la lógica de creación de renta a través de los privilegios propia del Estado natural a la lógica de erosión de renta a través de la incorporación [al sistema] propia del acceso abierto».

Entre la conquista normanda y la Revolución Gloriosa, Inglaterra pasó de ser un «frágil» Estado natural a convertirse en uno «básico» y luego en uno «maduro», caracterizado por «un amplio conjunto de instituciones que gobiernan, regulan y hacen cumplir los derechos de propiedad en el territorio, y capaces de sustentar el intercambio impersonal entre las élites». La aplicación del imperio de la ley a las élites era una de las tres «condiciones umbral» previas a la transición a un sistema de acceso abierto; las otras dos eran el surgimiento de «organizaciones perpetuamente vivas en la[s] esfera[s] pública [y] privada» y el «control consolidado del ejército». Para North, Wallis y Weingast, el avance decisivo hacia al acceso abierto vino con las revoluciones estadounidense y francesa, que presenciaron la expansión de la incorporación en varias formas y la legitimación de la competencia abierta tanto en la esfera económica como en la política. Así pues, en todas y cada una de las fases de este argumento, los autores hacen especial hincapié en las instituciones, empezando por los cambios en la ley de la tierra inglesa a partir del siglo XI, y culminando con los cambios en el tratamiento legal de las entidades corporativas en el XIX.

De manera similar, Origins of Political Order, de Francis Fukuyama, define «los tres componentes de un orden político moderno» como «un Estado fuerte y capaz, la subordinación del Estado al imperio de la ley, y la responsabilidad del gobierno ante todos los ciudadanos»[7]. Estos tres componentes surgieron juntos por primera vez en Europa occidental, con Inglaterra una vez más como pionera (aunque Fukuyama reconoce el mérito de los Países Bajos, Dinamarca y Suecia por no haberse quedado atrás). Pero ¿por qué Europa y no Asia? Fukuyama sostiene que porque el peculiar desarrollo de la cristiandad occidental tendió a socavar la importancia de las familias extensas o los clanes.

En su libro Por qué fracasan los países, también Daron Acemoglu y Jim Robinson establecen una llamativa comparación entre el actual Egipto y la Inglaterra de finales del siglo XVII:

La razón de que Gran Bretaña sea más rica que Egipto es porque en 1688… Inglaterra… tuvo una revolución que transformó la política y, por ende, la economía de la nación. La gente luchó y obtuvo más derechos políticos, y los usó para ampliar sus oportunidades económicas. El resultado fue una trayectoria política y económica fundamentalmente distinta, que culminaría en la revolución industrial[8].

Para estos autores, Inglaterra fue el primer país que pasó a tener instituciones políticas «inclusivas» o «pluralistas» en lugar de «extractivas». Hay que señalar que otras sociedades europeas occidentales —como, por ejemplo, España— no lograron hacerlo. Como consecuencia de ello, los resultados de la colonización europea de Norteamérica y Sudamérica fueron radicalmente distintos: los ingleses exportaron instituciones inclusivas; los españoles se contentaron con superponer sus instituciones extractivas a las que arrebataron a los aztecas y los incas.

El contexto imperial también revela la diferencia entre el argumento institucional y la —más antigua— interpretación cultural (formulada inicialmente por Max Weber, y más tarde recuperada por David Landes) de que existía un vínculo entre el protestantismo y el «espíritu del capitalismo». A diferencia del nazi que aparece en la obra teatral de Hanns Johst Schlageter, yo no echo mano a mi pistola cuando oigo la palabra «cultura», pero sí formulo una educada advertencia terapéutica. Resulta muy tentador atribuir acción histórica a una amalgama de ideas y normas —la filosofía griega, los mandamientos hebreos, el derecho romano, la ética de Cristo, la doctrina de Lutero y Calvino— que suele denominarse algo así como «cultura judeocristiana». Pero existe el riesgo real de ser parcial en exceso. De algún modo, nunca se mencionan otras ideas occidentales realmente terribles como, por ejemplo, la quema de brujas o el comunismo, por más que estas parezcan ser producto de la cultura judeocristiana de manera no menos plausible que el espíritu del capitalismo. En cualquier caso, aunque la cultura pueda inculcar normas, las instituciones crean incentivos. Los británicos versados más o menos en la misma cultura se comportaron de forma muy distinta en función de si emigraron a Nueva Inglaterra o trabajaron para la Compañía de las Indias Orientales en Bengala. En el primer caso tenemos instituciones inclusivas; en el segundo, extractivas.

INSTITUCIONES GLORIOSAS

El debate sobre las causas de la gran divergencia tiene un interés mayor que el meramente histórico. Entender el éxito occidental nos ayuda a enmarcar algunas cuestiones bastante más urgentes sobre el pasado reciente, el presente y los posibles futuros. Una razón de que el argumento institucional resulte tan convincente es que también parece ofrecer una buena explicación del fracaso de la mayoría de los países no occidentales, hasta finales del siglo XX, a la hora de lograr un crecimiento económico sostenido. Acemoglu y Robinson ilustran el poder de las instituciones en relación con la geografía y la cultura describiendo la ciudad de Nogales, que está dividida en dos por la frontera entre México y Estados Unidos. La diferencia de nivel de vida entre las dos mitades resulta chocante[9]. Lo mismo puede decirse con respecto a los dos grandes experimentos realizados durante la guerra fría. Básicamente, cogimos dos pueblos —los coreanos y los alemanes—, y los dividimos en dos. Los surcoreanos y los germanooccidentales obtuvieron instituciones esencialmente capitalistas; los norcoreanos y los germanoorientales las obtuvieron comunistas. La divergencia que se produjo en solo unas décadas fue enorme. Su análisis hace que Acemoglu y Robinson se muestren escépticos con respecto a que China haya dado ya el paso decisivo hacia el crecimiento sostenible. En su opinión, las reformas mercantiles chinas aún están sujetas a las decisiones de una élite exclusiva y extractiva, que sigue determinando la asignación de recursos clave.

Los economistas del desarrollo —en particular Paul Collier— reflexionan en estos términos desde hace un tiempo[10]. El caso de Botsuana parece ilustrar la cuestión de que incluso una economía del África subsahariana puede lograr un crecimiento sostenido si su población no se ve acosada por la corrupción crónica y/o la guerra civil como, pongamos por caso, la República Democrática del Congo. A diferencia de la mayoría de los estados poscoloniales africanos, Botsuana logró establecer unas instituciones inclusivas, y no extractivas, cuando obtuvo su independencia. El economista peruano Hernando de Soto es otro de los estudiosos que llevan años argumentando que lo importante son las instituciones[11]. Tras un arduo trabajo en los barrios de chabolas de Lima, Puerto Príncipe, El Cairo y Manila, él y sus investigadores establecieron que, aunque sus ingresos son bajos, los pobres del mundo tienen una cantidad sorprendentemente grande de propiedades. El problema es que dichas propiedades no están legalmente reconocidas como suyas. Casi todas se poseen de una forma «extralegal». Ello no se debe a que los pobres sean evasores fiscales; como aclara De Soto, la economía sumergida tiene su propia clase de impuestos —extorsión y similares— que hacen que la legalidad resulte positivamente atractiva. Lo que ocurre es que conseguir el título de propiedad legal de una casa o un taller resulta casi imposible.

Como experimento, De Soto y su equipo trataron de abrir legalmente un pequeño taller de confección en las afueras de Lima. Necesitaron la asombrosa cifra de doscientos ochenta y nueve días para lograrlo. Y cuando trataron de conseguir autorización legal para construir una casa en terreno de propiedad pública, necesitaron aún más tiempo: seis años y once meses, durante los cuales tuvieron que tratar con cincuenta y dos organismos estatales distintos. Son las instituciones disfuncionales como estas, argumenta De Soto, las que fuerzan a los pobres a vivir fuera de la ley. No hay que creer que la economía extralegal es un fenómeno marginal. Una de las conclusiones más memorables del libro de De Soto El misterio del capital es que el valor total de los bienes inmuebles en posesión de los pobres (aunque no legalmente poseídos por ellos) en los países en vías de desarrollo asciende a 9,3 billones de dólares. Sin embargo, en ausencia de títulos legales y de un sistema de ley de la propiedad que funcione, todo esto equivale a «capital muerto»: «como el agua en un lago en lo alto de los Andes; una reserva de energía potencial sin explotar». No se puede utilizar de manera eficiente para generar riqueza. Solo con un sistema de derechos de propiedad que funcione se puede convertir una casa en garantía crediticia, su valor puede ser adecuadamente establecido por el mercado, y es posible comprar y vender con facilidad.

Desde que De Soto publicó El misterio del capital, las revoluciones acaecidas en países como Túnez y Egipto han proporcionado pruebas convincentes que apoyan su planteamiento. Él ve la Primavera Árabe primordialmente como una rebelión de aspirantes a emprendedores, frustrados ante unos regímenes corruptos y orientados a la búsqueda de rentas que se alimentaban de sus esfuerzos para acumular capital. El principal ejemplo es la historia de Tariq Mohamed Bouazizi, un tunecino de veintiséis años que murió tras quemarse a lo bonzo frente a las oficinas del gobernador en la ciudad de Sidi Bouzid, en diciembre de 2010[12]. Bouazizi se suicidó exactamente una hora después de que una policía, apoyada por dos guardias municipales, le confiscara dos cajas de peras, una caja de plátanos, tres cajas de manzanas y una balanza electrónica de segunda mano con un valor de 179 dólares. Aquella balanza era su único capital. No tenía ningún título de propiedad legal de su hogar familiar que pudiera servir como aval para su negocio. Su existencia económica dependía de los «honorarios» que pagaba a los funcionarios para que le dejaran gestionar su puesto de fruta sobre poco más de 1,5 metros cuadrados de suelo público. El arbitrario acto de expropiación de estos le costó a Mohamed Bouazizi su sustento y su vida. Pero su autoinmolación desencadenó una revolución, si bien todavía está por ver cuán «gloriosa» resultará: dependerá de hasta qué punto el nuevo orden constitucional en países como Túnez y Egipto logre dar el paso de un Estado extractivo a uno inclusivo, del poder arbitrario de unas élites orientadas a la búsqueda de rentas al imperio de la ley para todos.

Si el planteamiento de De Soto es correcto, entonces tiene mucho sentido explicar el éxito de Occidente a partir de la década de 1500 en términos de instituciones, y, más en concreto, en términos del imperio de la ley. Y ello porque lo que constituyó el núcleo de las batallas por el poder parlamentario en la Inglaterra del siglo XVII fue seguramente la protección de las personas frente a la expropiación arbitraria por parte de la Corona. Para los historiadores especializados, obviamente, todo esto tiene un sospechoso tufillo a la vieja interpretación whig de la historia que Herbert Butterfield pusiera una vez en ridículo. Sin embargo, no hay ni uno solo de los autores a los que he citado que adopte una visión ingenuamente determinista del proceso histórico. Lejos de ser una historia de inevitabilidad teleológica, las suyas son narrativas auténticamente evolutivas, en las que la contingencia desempeña un importante papel. Inglaterra no estaba predestinada por la Providencia —como en la parodia cómica de la historia inglesa 1066 and All That— a convertirse en «nación puntera», y solo una serie de golpes de suerte evitaron un resultado absolutista en el siglo XVII. Al fin y al cabo, hubo rebeliones en 1692, 1694, 1696, 1704, 1708 y 1722; y una guerra civil en 1715, sin olvidar el levantamiento jacobita de 1745[13].

La verdadera cuestión es cuán decisiva fue la ruptura institucional que se produjo en 1688 en ese país. La mayoría de los historiadores dirían: no mucho. La Revolución Gloriosa, sostienen, miraba al pasado, era «conservacionista», y apenas tendría consecuencias fuera de la estrecha esfera del poder aristocrático y el clientelismo[14]. Creo que esta es una visión demasiado corta de miras. La Declaración de Derechos de 1689 —o «Ley que declara los derechos y libertades del súbdito»— establecía (entre otras cosas):

  • Que toda cobranza de impuesto en beneficio de la Corona, o para su uso, so pretexto de la prerrogativa real, sin consentimiento del Parlamento, por un período de tiempo más largo o en forma distinta de la que ha sido autorizada, es ilegal.
  • Que las elecciones de los miembros del Parlamento deben ser libres.
  • Que las libertades de expresión, discusión y actuación en el Parlamento no pueden ser juzgadas ni investigadas por otro Tribunal que el Parlamento.
  • Y que para remediar todas estas quejas, y para conseguir la modificación, aprobación y mantenimiento de las leyes, el Parlamento debe reunirse con frecuencia.

Con el debido respeto a los historiadores especializados, creo que esto realmente merece considerarse un punto de inflexión histórico, por más que en aquel momento el prejuicio religioso (el anticatolicismo) pasara a asumir un papel tan preponderante como el principio constitucional.

Es cierto que los «derechos y libertades del súbdito» establecidos en la Declaración de Derechos de 1689 se concebían en ese momento como antiguos antes que novedosos. Pero las consecuencias de la Revolución Gloriosa realmente fueron nuevas, sobre todo en el modo en que, a partir de 1689, los parlamentos empezaron a legislar de manera enérgica en favor del desarrollo económico, protegiendo la naciente industria textil, alentando el cercado de las tierras comunales y promoviendo las carreteras y canales de portazgo. Incluso la guerra se convirtió en una actividad cada vez más lucrativa cuando los whigs apostaron por la supremacía comercial global[15]. La secuencia está clara: primero la Revolución Gloriosa, luego la mejora de la agricultura, a continuación la expansión imperial y, por último, la revolución industrial.

El argumento institucional resulta aún más convincente cuando adoptamos un enfoque comparativo. Ninguno de los cambios institucionales de los que estoy hablando ocurrió en la China Ming o Qing, donde el poder del emperador y sus funcionarios siguió sin verse restringido por organismos corporativos semiautónomos ni asambleas representativas. Asia ciertamente tenía comerciantes; pero no tenía empresas, y mucho menos parlamentos[16]. También las instituciones que se desarrollaron en el Imperio otomano fueron considerablemente distintas, en estructuras que obstaculizaron la formación de capital y el desarrollo económico, tal como ha argumentado Timur Kuran. Ello se debió a que la ley islámica adoptó un enfoque de la asociación, la herencia, las cuestiones de deuda y la personalidad corporativa fundamentalmente distinto de los sistemas legales que se desarrollaron en Europa occidental. El islam tenía los denominados waqf, fondos privados establecidos por individuos, pero no bancos[17].

UNA REVOLUCIÓN NADA GLORIOSA

Así pues, si la evolución institucional es la clave para entender la supremacía occidental, así como la persistente pobreza en África y en otras partes del planeta, ¿es también la vía para entender la que seguramente es la tendencia más asombrosa de los tiempos que vivimos: el fin de la gran divergencia y el advenimiento de una gran reconvergencia entre Occidente y Oriente? Yo creo que sí. Lo que tenemos que hacer es aplicar las ideas de la escuela institucional de historia económica a nuestra propia época; de hecho, a nuestras propias sociedades occidentales.

Allá por la década de 1770, a Adam Smith le parecía evidente que las razones del desconcertante «estado estacionario» de estancamiento económico de China residían en sus «leyes e instituciones». ¿Podría ser que, por la misma regla de tres, las dificultades económicas, sociales y políticas del mundo occidental reflejen hoy una degeneración de esas instituciones nuestras que antaño fueron las mejores del mundo? Ciertamente parece haber pocas dudas de que Occidente está experimentando un relativo declive que no se parece a nada que hayamos visto en medio milenio. Después de haber sido más de veinte veces más rico que el chino medio en 1978, hoy el estadounidense medio lo es solo cinco veces más. La brecha entre Occidente y el resto del mundo se ha estrechado drásticamente en toda una serie de aspectos. En términos de esperanza de vida y rendimiento educativo, por ejemplo, algunos países asiáticos están hoy por delante de casi todo Occidente. De acuerdo con los datos de 2009 del Informe PISA (que realiza cada año la OCDE), actualmente la diferencia de rendimiento en matemáticas entre los adolescentes de la provincia china de Shanghai y los de Estados Unidos es tan grande como la que separa a los adolescentes estadounidenses de los tunecinos[18].

En algunos aspectos, es fácil explicar el éxito del mundo no occidental. China ha seguido, aunque con retraso, a una serie de países de Asia oriental —el primero de los cuales fue Japón— que «se descargaron» la mayoría (no todas) de las que he denominado las «aplicaciones demoledoras» (killer apps) de la civilización occidental: la competencia económica, la revolución científica, la medicina moderna, la sociedad de consumo y la ética del trabajo[19]. Copiar el modelo occidental de industrialización y urbanización tiende a funcionar si tus empresarios tienen los incentivos correctos, tu mano de obra está en general sana, sabe leer y escribir y conoce las cuatro reglas, y tu burocracia es razonablemente eficiente. Por lo tanto, en lo que sigue voy a hablar relativamente poco de lo que ha ido bien en el resto del mundo: lo que aquí me interesa es lo que ha ido mal en Occidente.

La mayoría de los analistas que abordan esta cuestión tienden a centrarse en fenómenos tales como una deuda excesiva, unos bancos mal gestionados y una creciente desigualdad. En mi opinión, sin embargo, estos no son más que los síntomas de un malestar institucional subyacente: una «revolución nada gloriosa», si se quiere, que está deshaciendo los logros de medio milenio de evolución institucional occidental.

LA DEUDA Y LOS INGLESES

El título de este capítulo —«La colmena humana»— es una alusión al poema de Mandeville La fábula de las abejas. El argumento central de Mandeville era que las sociedades con las instituciones adecuadas pueden florecer incluso cuando los individuos que viven en ellas actúan mal. No fue la virtud bíblica la que hizo a la Inglaterra del siglo XVIII más rica que casi cualquier otro país del mundo, sino más bien los vicios seculares. Solo que esos vicios tenían lo que a los economistas les gusta llamar «externalidades de red positivas» precisamente porque las instituciones de la sociedad británica de la época favorecieron el ahorro, la inversión y la innovación.

Como hemos visto, a raíz de la Revolución Gloriosa de 1688, el monarca quedó subordinado al Parlamento. No solo los whigs que dominaban el nuevo régimen inauguraron una era de mejora agraria, crecimiento comercial y expansión imperial: también se desarrollaron rápidamente instituciones financieras. Guillermo de Orange se trajo consigo de Holanda algo más que el protestantismo: los modelos para construir un banco central y un mercado de valores. Paralelamente, numerosas asociaciones, sociedades y clubes alentaron la innovación científica y tecnológica. Como ha mostrado Robert Allen, la combinación específicamente británica de carbón barato y mano de obra cara alentó la innovación en tecnologías que aumentaron la productividad, especialmente en la producción textil[20]. Pero las instituciones proporcionaron el marco indispensable para todo eso. He aquí la versión de Mandeville:

Una espaciosa colmena bien provista de abejas,

que vivían con lujo y bienestar;

y además eran tan famosas por sus leyes y armas

como por producir grandes y nuevos enjambres;

era considerada el gran vivero

de las ciencias y la industria.

No había abejas mejor gobernadas,

más volubles o menos satisfechas.

No eran esclavas de la tiranía,

ni se regían por una democracia brutal;

sino por reyes que no podían obrar mal,

porque había leyes que limitaban su poder.

Hubo una institución en concreto que alteró decisivamente la trayectoria de la historia inglesa. En un importante artículo publicado en 1989, North y Weingast argumentaban que la verdadera trascendencia de la Revolución Gloriosa reside en la credibilidad que otorgó al Estado inglés como prestatario soberano. A partir de 1689, el Parlamento controló y mejoró la tributación, supervisó los gastos de la realeza, protegió el derecho a la propiedad privada y prohibió en la práctica el impago de deudas. Estas medidas, sostenían, se aplicaban de manera «automática», sobre todo porque los terratenientes eran en una abrumadora mayoría la clase representada en el Parlamento. Como resultado, el Estado inglés pudo pedir dinero prestado a una escala que antes habría sido imposible debido al hábito de los soberanos de incumplir sus pagos o de gravar o expropiar arbitrariamente a sus súbditos[21]. Así, el final del siglo XVII y el comienzo del XVIII inauguraron un período de rápida acumulación de deuda pública sin que se incrementaran los costes crediticios, sino más bien lo contrario.

Este fue, de hecho, un desarrollo benigno. No solo permitió a Inglaterra convertirse en Gran Bretaña y, de hecho, en el Imperio británico, proporcionando al Estado inglés recursos financieros sin parangón para hacer —y ganar— la guerra. Asimismo, al acostumbrar a los ricos a invertir en valores de papel, también sentó las bases de una revolución financiera que canalizaría los ahorros ingleses hacia todo un abanico de cosas, desde canales hasta ferrocarriles, desde el comercio hasta la colonización, desde fundiciones hasta fábricas textiles. Aunque la deuda nacional creció enormemente en el curso de las numerosas guerras que Inglaterra libró contra Francia, alcanzando un máximo de más del 260 por ciento del PIB en el decenio posterior a 1815, ese apalancamiento tuvo un rendimiento sustancial, puesto que en la otra columna del balance general, adquirido en gran medida con una armada financiada por la deuda, había un imperio global. Además, en el siglo posterior a Waterloo se logró reducir la deuda gracias a una combinación de crecimiento sostenido y superávits presupuestarios primarios. No hubo ningún impago. No hubo inflación. Y Gran Bretaña pasó a dominar el mundo.

LA ASOCIACIÓN ENTRE GENERACIONES

En lo que queda de este capítulo deseo argumentar en torno a nuestro moderno gobierno representativo y sus problemas. Mi presupuesto de partida es el convencional: que en general es mejor para un gobierno ser en mayor o menor medida representativo de los gobernados que no serlo. Esto es así no solo porque la democracia sea una cosa buena per se, como ha afirmado Amartya Sen, sino también porque un gobierno representativo tiene más probabilidades que uno autoritario de mostrarse sensible a las variaciones de las preferencias populares y, por lo tanto, tiene menos probabilidades de cometer la clase de espantosos errores que a menudo cometen los gobernantes autoritarios. Quienes hoy descartan la democracia occidental tildándola de «deteriorada» —y sus lamentos se escuchan con creciente frecuencia— se equivocan al anhelar una especie de modelo pequinés de un Estado unipartidista en el que las decisiones las tomen unos tecnócratas en base a planes quinquenales. Fue el mismo sistema el que dio a China tanto las zonas económicas especiales como la política del hijo único: la primera fue un éxito; la segunda, un desastre, y con unos costes totales hasta ahora incalculables.

Sin embargo, los críticos de la democracia occidental tienen razón al discernir que algo falla en nuestras instituciones políticas. El síntoma más evidente del malestar son las enormes deudas que hemos acumulado en las décadas recientes, y de las que (a diferencia del pasado) no podemos culpar en gran parte a las guerras. Según el Fondo Monetario Internacional, en 2012 la deuda pública bruta de Grecia llegará a alcanzar el 153 por ciento del PIB. En el caso de Italia, la cifra es el 123 por ciento; en Irlanda, el 113; en Portugal, el 112, y en Estados Unidos, el 107. En Gran Bretaña, la deuda se acerca al 88 por ciento. Japón —un caso especial, por ser el primer país no occidental que adoptó instituciones occidentales— es el líder mundial, con un montante de deuda pública que se acerca al 236 por ciento del PIB, más del triple de la que tenía hace veinte años[*]. Aún más llamativas resultan las ratios entre deuda pública e ingresos públicos, que al fin y al cabo es de donde debe provenir el dinero para pagar los intereses y amortizaciones (véase la figura 1.2).

A menudo se habla de estas deudas como si por sí mismas fueran el problema, lo que se traduce en un debate bastante estéril entre los partidarios de la «austeridad» y los del «estímulo». Personalmente, deseo sugerir que en realidad son una consecuencia de una disfunción institucional más profunda.

Lo esencial del asunto es el modo en que la deuda pública permite a la generación actual de votantes vivir a expensas de los que todavía son demasiado jóvenes para votar o aún no han nacido. En ese sentido, las propias estadísticas normalmente citadas como deuda pública resultan muy engañosas, puesto que abarcan solo las sumas que deben los estados en forma de bonos. La cantidad rápidamente creciente de dichos bonos sin duda implica una carga asimismo creciente sobre la población activa, ahora y en el futuro, puesto que —aun en el caso de que persistan los bajos tipos de interés de los que en la actualidad disfrutan los mayores prestatarios soberanos—, la cantidad de dinero necesaria para pagar los intereses de la deuda debe aumentar de manera inexorable. Pero las deudas oficiales en forma de bonos no incluyen el pasivo no financiado —a menudo mucho mayor— de las prestaciones asistenciales, tales como la asistencia médica gratuita y la Seguridad Social.

En el caso de Estados Unidos, por ejemplo, la mejor estimación disponible de la diferencia entre el valor actual neto del pasivo del gobierno federal y el valor actual neto de los futuros ingresos federales es de 200 billones de dólares, casi trece veces la deuda declarada por el Tesoro estadounidense. Hay que señalar que también estas cifras son incompletas, puesto que omiten el pasivo no financiado de las administraciones estatales y locales, que se estima que ronda los 38 billones de dólares[22]. Esas increíbles cifras no representan otra cosa que una vasta demanda planteada por la generación actualmente jubilada o a punto de jubilarse a sus hijos y nietos, a quienes la ley actual obliga a encontrar el dinero necesario en el futuro, sometiéndose o bien a sustanciales subidas de impuestos, o bien a drásticos recortes en otras partidas del gasto público.

Para ilustrar la magnitud del problema estadounidense, el economista Laurence Kotlikoff calcula que eliminar la brecha fiscal del gobierno federal requeriría un aumento inmediato del 64 por ciento de todos los impuestos federales, o una reducción inmediata del 40 por ciento de todos los gastos federales[23]. Cuando Kotlikoff elaboró sus «cuentas generacionales» para el Reino Unido hace más de una década, estimó (basándose en lo que resultaría ser el supuesto correcto de que el gobierno de entonces aumentaría el gasto asistencial y sanitario) que tendría que producirse un incremento del 31 por ciento en los ingresos derivados del impuesto sobre la renta y un incremento del 46 por ciento en los ingresos derivados de la Seguridad Social para cerrar la brecha fiscal[24].

En sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia (1790), Edmund Burke escribía que el verdadero contrato social no es el contrato de Jean-Jacques Rousseau entre el soberano y el pueblo o la «voluntad general», sino la «asociación» entre generaciones. En sus propias palabras:

Uno de los primeros y más importantes principios en los que se consagran la república y las leyes, a fin de que los poseedores temporales y rentistas vitalicios en ella, inconscientes de lo que han recibido de sus antepasados o de lo que es debido a su posteridad, actúen como si fueran los amos absolutos, es que no deben pensar que entre sus derechos figura el de cortar el vínculo o derrochar la herencia destruyendo a su placer todo el tejido original de su sociedad, aventurándose a dejar a los que vienen después de ellos una ruina en lugar de una morada, y enseñando a tales sucesores a respetar sus invenciones tan poco como ellos mismos han respetado las instituciones de sus antepasados… La SOCIEDAD es de hecho un contrato… el Estado… es… una asociación no solo entre quienes viven, sino entre quienes viven, quienes han muerto y quienes han de nacer.

En las enormes transferencias intergeneracionales implícitas en las actuales políticas fiscales podemos ver una chocante ruptura, quizá sin precedentes, precisamente de esta asociación.

Quiero sugerir aquí que el mayor desafío que afrontan las democracias maduras es el de cómo restaurar el contrato social entre generaciones. Pero reconozco que los obstáculos en ese sentido resultan desalentadores. Y no es el menor de ellos el hecho de que a los jóvenes les resulte bastante difícil calcular sus propios intereses económicos a largo plazo. Es sorprendentemente fácil ganar el apoyo de los votantes jóvenes para políticas que en última instancia harán que las cosas empeoren todavía más para ellos, como, por ejemplo, mantener planes de pensiones de beneficios definidos para los funcionarios. Si los jóvenes estadounidenses supieran lo que es bueno para ellos, todos serían fans de Paul Ryan[*]. Un segundo problema es que hoy las democracias occidentales desempeñan un papel tan importante en la redistribución de la renta que los políticos que abogan por recortar el gasto casi siempre tropiezan con la bien organizada oposición de uno de estos dos grupos, o de ambos: los receptores de salarios del sector público y los receptores de prestaciones públicas.

¿Hay una solución constitucional a este problema? La respuesta simplista —que ya ha sido adoptada en varios estados de Estados Unidos, así como en Alemania— es una especie de enmienda de presupuesto equilibrado, que limita la capacidad de los legisladores de incurrir en gastos deficitarios, de forma parecida a como la práctica de dar independencia a los bancos centrales redujo la capacidad de los legisladores con respecto a la política monetaria. El problema es que la experiencia de la crisis financiera ha reforzado de manera considerable el argumento en favor de usar el déficit público como instrumento para estimular la economía en tiempos de recesión, por no hablar del argumento, de mayor calado, en favor de financiar con el déficit la inversión pública en infraestructuras. En 2011, y siguiendo el ejemplo alemán, los líderes europeos continentales trataron de resolver ese problema decidiendo limitar solo sus déficits estructurales, reservándose así un margen de maniobra para incurrir en déficits cíclicos como y cuando lo necesitaran. Pero el problema de este «pacto fiscal» es que solo dos gobiernos de la Eurozona están actualmente por debajo del decretado techo del 0,5 por ciento del PIB, la mayoría tienen déficits estructurales al menos cuatro veces mayores, y la experiencia parece indicar que cualquier gobierno que trata con seriedad de reducir su déficit estructural termina expulsado del poder.

Quizá no resulta sorprendente que la mayoría de los actuales votantes respalden políticas de desigualdad intergeneracional, especialmente cuando es mucho más probable que voten las personas de mayor edad que las más jóvenes. Pero ¿y si el resultado neto de pasar la pelota de la prodigalidad de la generación del baby boom no es solo injusto para los jóvenes, sino también económicamente perjudicial para todo el mundo? ¿Y si la incertidumbre sobre el futuro ya está empezando a pesar sobre el presente? Como han sugerido Carmen Reinhart y Ken Rogoff, es difícil creer que las tasas de crecimiento de los países desarrollados no se verán afectadas por unas montañas de deuda superiores al 90 por ciento del PIB[25]. La inquietud con respecto a la posibilidad de estar acercándose rápidamente a un «abismo fiscal» podría haber sido una de las razones por las que la economía de Estados Unidos no alcanzó la «velocidad de escape» en 2012.

CUENTAS INQUIETANTES

Parece que hay solo dos salidas posibles a este dilema. En el mejor escenario, pero también el menos probable, los partidarios de la reforma logran, mediante un heroico esfuerzo de liderazgo, persuadir no solo a los jóvenes, sino también a una importante proporción de sus padres y abuelos de que voten a favor de una política fiscal más responsable. Como ya he explicado, es muy difícil que suceda tal cosa. Pero creo que hay una forma de hacer más probable el éxito de ese liderazgo, y es cambiar el modo en que los gobiernos responden de sus finanzas.

El actual sistema es, para decirlo sin rodeos, fraudulento. No hay balances generales oficiales publicados con regularidad y minuciosos. Enormes pasivos simplemente se ocultan de la vista. Ni siquiera se puede confiar en los actuales estados de ingresos y gastos. Sería imposible llevar ningún negocio legítimo de esa forma. La última empresa que hizo públicos sus estados financieros de esa engañosa forma fue Enron.

Hay, de hecho, un camino mejor. Pueden y deben elaborarse balances generales del sector público a fin de que el pasivo de los estados pueda compararse con su activo. Eso ayudaría a clarificar la diferencia entre los déficits para financiar la inversión y los déficits para financiar el consumo actual. Los gobiernos también deberían seguir el ejemplo de la empresa y adoptar los principios de contabilidad generalmente aceptados. Y, sobre todo, habría que elaborar con regularidad cuentas generacionales para dejar absolutamente claras las implicaciones intergeneracionales de las políticas vigentes.

Si no hacemos todas estas cosas —si no emprendemos una reforma a gran escala de las finanzas públicas—, me temo que acabaremos con el segundo escenario, peor, pero más probable. Las democracias occidentales continuarán con su actual forma de actuar irresponsable hasta que, una tras otra, sigan a Grecia y a otras economías mediterráneas en la espiral de muerte fiscal que comienza con una pérdida de credibilidad, prosigue con un aumento de los costes crediticios, y termina cuando los gobiernos se ven forzados a imponer recortes de gastos y a subir los impuestos justo en el peor momento posible. En este guión, el desenlace implica una u otra combinación de impago de la deuda e inflación. Terminamos todos como Argentina.

Hay, es cierto, una tercera posibilidad, y es la que vemos actualmente en Japón y Estados Unidos, y quizá también en el Reino Unido. La deuda sigue aumentando. Pero los temores deflacionistas, las compras de bonos por parte del banco central y la apuesta por «valores seguros» del resto del mundo mantienen los costes crediticios del gobierno en mínimos sin precedentes. El problema de este guión es que también implica reducir el crecimiento a cero durante décadas: una nueva versión del estado estacionario de Adam Smith. Solo que ahora es Occidente el que está estacionario.

Cuando nuestras dificultades económicas han empeorado, los votantes nos hemos esforzado por encontrar el chivo expiatorio apropiado. Culpamos a los políticos, cuya difícil tarea consiste en mantener las finanzas públicas bajo control. Pero también nos gusta culpar a los banqueros y a los mercados financieros, como si su imprudencia como prestadores tuviera la culpa de nuestra imprudencia como prestatarios. Clamamos por una regulación más estricta, aunque no de nosotros mismos; lo cual me lleva al tema del capítulo 2. En él pasaré del reino de la política al de la economía —de la colmena humana de la democracia a la selva darwiniana del mercado—, para preguntarme si también aquí estamos presenciando una tendencia a la degeneración institucional en el mundo occidental.

En este capítulo he intentado mostrar que las excesivas deudas públicas son un síntoma de la ruptura del contrato social entre generaciones. En el capítulo siguiente me preguntaré si una regulación excesivamente compleja de los mercados por parte del gobierno es en realidad la propia enfermedad de la que pretende ser la cura. Como veremos, el imperio de la ley tiene muchos enemigos. Pero entre sus más peligrosos oponentes se cuentan los autores de algunas leyes muy largas e intrincadas.