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El paisaje legal

EL ATRACTIVO DE LAS LEYES

La cuestión fundamental que debe afrontar el gobierno chino es la ilegalidad. Lo que falta en China no son leyes, sino el imperio de la ley… Esta cuestión de la ilegalidad puede ser el mayor desafío que afronten los nuevos líderes que serán instaurados este otoño [de 2012]… De hecho, puede que la estabilidad política de China dependa de su capacidad para desarrollar el imperio de la ley en un sistema donde apenas existe[1].

Son palabras de Chen Guangcheng, el abogado ciego al que se permitió abandonar China para estudiar en Estados Unidos después de que lograra escapar de sus perseguidores del Partido Comunista en abril de 2012. Menos conocido en Occidente, pero más influyente en China, es el jurista He Weifang. En un ensayo sobre los primeros pasos de China hacia el constitucionalismo y publicado en 2003, He Weifang observaba con bastante tacto: «El panorama legal occidental representa un interesante e instructivo contraste con la situación legal de China, revelando numerosas discrepancias e incoherencias entre ambos… aunque el moderno sistema chino se tomara prestado del occidental… las cosas a menudo se llevan a cabo de manera distinta en China que en Occidente»[2].

El tema de este capítulo es el panorama de la ley. Pretendo formular la pregunta de qué pueden aprender de Occidente —si es que hay algo— los países en vías de desarrollo como China con respecto al imperio de la ley. Y asimismo deseo plantear algunas dudas sobre el supuesto generalizado de que nuestros sistemas legales occidentales gozan de tan buena salud que lo único que tienen que hacer los chinos es limitarse a reproducir nuestras buenas prácticas, sean estas las que fueren.

LA VÍA LEGAL INGLESA

¿A qué nos referimos exactamente cuando hablamos del «imperio de la ley»? En su libro homónimo (The Rule of Law)[3], el que fuera presidente del Tribunal Supremo de Gran Bretaña, el difunto Tom Bingham, especificaba siete criterios por los que debería evaluarse todo sistema legal:

  1. la ley debe ser accesible y, hasta donde resulte viable, inteligible, clara y predecible;
  2. las cuestiones de derecho y responsabilidad legal normalmente deberían resolverse mediante la aplicación de la ley y no mediante el ejercicio de la discreción;
  3. las leyes vigentes deberían aplicarse a todos por igual, salvo en la medida en que haya diferencias objetivas [como la incapacidad mental] que justifiquen una diferenciación;
  4. los ministros y funcionarios públicos de todos los niveles deben ejercer los poderes que se les han otorgado de buena fe, con justicia, para el propósito para el que dichos poderes les fueron otorgados, sin exceder los límites de dichos poderes;
  5. la ley debe permitir una adecuada protección de los derechos humanos fundamentales;
  6. deben proporcionarse los medios para resolver de buena fe, sin un coste prohibitivo o una demora excesiva, las disputas civiles que las propias partes sean incapaces de resolver;
  7. los procedimientos de adjudicación proporcionados por el Estado deberían ser justos.

En el punto 5, Bingham enumera nada menos que catorce derechos distintos que cabría esperar que protegiera el imperio de la ley: el derecho a la vida; la protección frente a la tortura; la protección frente a la esclavitud y los trabajos forzados; el derecho a la libertad y la seguridad; el derecho a un juicio justo; la protección frente al castigo en ausencia de ley; el derecho al respeto de la vida privada y familiar; la libertad de pensamiento, conciencia y religión; la libertad de expresión; la libertad de reunión y asociación; el derecho a contraer matrimonio; la libertad frente a la discriminación; la protección de la propiedad, y el derecho a la educación (podría haber ido aún más lejos, ya que hoy algunos países reconocen explícitamente los derechos a la vivienda, a la atención sanitaria, a la educación y a un medio ambiente limpio; ¿y por qué no también el derecho a un vino aceptable?).

En Inglaterra, el imperio de la ley en el sentido que Bingham le daba a la expresión es producto de una evolución histórica. En 1215, la Carta Magna estableció el principio de que todos los ingleses eran iguales ante la ley y de que la Corona no podía cobrar impuestos sin el consentimiento del Gran Consejo (el precursor del Parlamento). Fue también en la época medieval cuando entró en vigor el procedimiento de hábeas corpus (frente a la detención ilegal), cuando se dotó a unas quinientas ciudades de estatutos de autogobierno efectivos, y —a partir de 1295— cuando esos mismos municipios pasaron a estar también representados en el Parlamento. Desde la época de Enrique III hasta la de Jacobo II hubo un prolongado tira y afloja entre el monarca y el Parlamento, en el que la tendencia de la Corona a vender las tierras solariegas reales para financiar guerras fue debilitando constantemente la posición de esta. La culminación vino, como hemos visto en el capítulo 1, con la Revolución Gloriosa, que afirmó la soberanía de la monarquía parlamentaria. Asimismo, en el siglo XVII se abolió la tortura en Inglaterra, si bien la esclavitud no sería declarada definitivamente ilegal hasta un siglo después, en 1772, en el conocido como caso Somerset. Durante todo ese período los tribunales de derecho consuetudinario se resistieron con eficacia a las usurpaciones de su jurisdicción por parte de instituciones bajo control real. Aun así, solo con la Ley de Instauración de 1701 se aseguró la independencia de la judicatura con la introducción de nombramientos vitalicios.

Mis lecturas universitarias en Oxford me persuadieron de que el principal rasgo de la historia inglesa había sido establecer, por primera vez, tres grandes principios. En primer lugar, que «la casa de un hombre es su castillo». En el caso «Entick contra Carrington», lord Camden falló en contra del gobierno por asaltar la vivienda del periodista radical John Entick. «El gran fin por el que los hombres entraron en sociedad fue asegurar su propiedad —declaraba Camden, citando a John Locke—. En virtud de las leyes de Inglaterra, cualquier invasión de una propiedad privada, aunque esta última sea tan minúscula, es un allanamiento». En segundo lugar, «haz lo que quieras mientras no hagas daño». «Los privilegios de pensar, decir y hacer lo que nos plazca, y de hacernos tan ricos como podamos, sin ninguna otra restricción más que con todo esto no hagamos daño al prójimo, ni unos a otros, son los gloriosos privilegios de la libertad»: tal era la formulación de Catón, seudónimo de John Trenchard y Thomas Gordon, que escribían a principios de la década de 1720. En tercer lugar, «¡zapatero a tus zapatos!». «La afición a tratar de someter a otros a un modo de vida que uno cree que es más útil para ellos de lo que ellos mismos creen —le explicaba John Stuart Mill al liberal francés Alexis de Tocqueville— no es una afición común en Inglaterra.»[4] Estos tres pilares del imperio de la ley inglés, como señalara A. V. Dicey en 1885, fueron el producto de un proceso lento y gradual de adopción de decisiones judiciales en los tribunales de derecho consuetudinario, basándose en gran medida en precedentes. No hubo «grandes declaraciones de principios», sino únicamente la interacción de la memoria judicial y las innovaciones legislativas del Parlamento.

Hoy me doy cuenta de que esta era una lectura bastante ingenua de la historia del derecho inglés. Como explica el mayor jurista teórico vivo del mundo de habla inglesa, Ronald Dworkin, en su obra El imperio de la justicia, ciertamente hay principios que sustentan el derecho consuetudinario inglés, por más que dichos principios no estén codificados como lo están en la Constitución estadounidense. «Insistimos —escribe Dworkin— en que el Estado actúa según un conjunto de principios único y coherente incluso cuando sus ciudadanos están divididos con respecto a cuáles son realmente los principios correctos de justicia y equidad… Los jueces… deciden los casos difíciles tratando de encontrar, en algún conjunto coherente de principios sobre derechos y deberes de las personas, la mejor interpretación constructiva de la estructura política y la doctrina legal de su comunidad.»[5] Tras el funcionamiento de la ley subyacen dos cosas: la integridad de los jueces y la «legislación… que emana del compromiso actual de la comunidad con una idea de fondo de moralidad política»[6]. Las cuestiones relativas a la legalidad (o al «principio») corresponde decidirlas a los jueces; las cuestiones de política son asunto de los poderes ejecutivo y legislativo. En este mundo jurídico, el juez emprende una lucha auténticamente titánica para llegar al ajuste óptimo entre la norma que él finalmente define y aplica para resolver el caso que tiene ante sí y el corpus general de normas, políticas legales y expectativas razonables. Así pues, incluso el derecho consuetudinario inglés, pese a carecer de constitución, se basa (de nuevo en palabras de Dworkin) «no solo [en] las normas específicas promulgadas conforme a las prácticas aceptadas de la comunidad, sino también [en] los principios que proporcionan la mejor justificación moral para dichas normas promulgadas… [incluyendo] las normas que se derivan de dichos principios justificativos, aun en el caso de que estas últimas normas nunca se hubieran promulgado»[7].

Como la democracia, en este sentido el imperio de la ley puede ser bueno por sí mismo. Pero también puede ser bueno por sus consecuencias materiales. Pocas verdades son hoy más universalmente reconocidas que la de que el imperio de la ley —en particular en la medida en que sirve de freno a la «codiciosa mano» del Estado voraz— conduce al crecimiento económico. Según Douglass North, «la incapacidad de las sociedades para hacer cumplir de una manera eficaz y poco costosa los contratos es la fuente más importante tanto del estancamiento histórico como del subdesarrollo contemporáneo…»[8]. La imposición del cumplimiento de los contratos por una tercera parte es necesaria para superar la renuencia de los agentes del sector privado a participar en transacciones económicas no simultáneas, en especial cuando en ellas media una distancia tanto en el tiempo como en el espacio. Esta función de hacer cumplir los contratos puede dejarse en manos de organismos del sector privado tales como lonjas, sociedades de crédito y entidades de arbitraje. Pero normalmente, en palabras de North, «la imposición del cumplimiento por terceras partes [implica] el desarrollo del Estado como una fuerza coactiva capaz de supervisar los derechos de propiedad y hacer cumplir los contratos con eficacia»[9].

El problema es lograr que el Estado no abuse de su poder; de ahí la necesidad de ponerle límites. Como ha argumentado Avner Greif, de Stanford, si las instituciones públicas encargadas de hacer cumplir los contratos revelan información sobre la ubicación y la cantidad de riqueza privada, el Estado (o sus funcionarios) pueden sentirse tentados de robar toda o parte de ella[10]. Por lo tanto, allí donde los estados no se ven limitados por la ley, resulta más seguro que la función de hacer cumplir los contratos esté en manos de instituciones privadas, como, por ejemplo, la red que en el siglo XI gestionaban los comerciantes magrebíes en el Mediterráneo, y que se basaba en su religión judía común y en sus lazos de parentesco; o la diáspora escocesa del siglo XVIII, que tenía un alcance casi global, o los comerciantes surasiáticos de África oriental. Hoy vemos funcionar redes de este tipo en muchas partes del mundo: pensemos en los círculos empresariales chinos que operan fuera de China. Su defecto, como en el pasado ocurría con los gremios medievales, es su tendencia a levantar barreras ante las nuevas incorporaciones y a establecer monopolios, desincentivando así la competencia y reduciendo la eficacia económica. De ahí que la función privada de hacer cumplir los contratos tienda a ceder el paso a la pública cuando las economías se hacen más sofisticadas. Pero ese proceso depende de que el Estado se vea limitado a usar su poder de coacción de tal modo que respete los derechos de propiedad privada. En economía, esta es la función esencial del imperio de la ley. Son los derechos de propiedad, más que los derechos humanos, los que resultan fundamentales.

LEY Y ECONOMÍA (E HISTORIA)

Pocas contribuciones a la bibliografía sobre derecho y economía han tenido mayor impacto que el argumento de Andrei Shleifer y sus coautores de que el sistema de derecho consuetudinario que se desarrolló en el mundo de habla inglesa (common law) resultaba superior a todos los demás sistemas a la hora de desempeñar los dos papeles gemelos de hacer cumplir los contratos e imponer límites. Los sistemas enmarcados en el denominado derecho continental (civil law), como el derecho civil francés, derivado de la tradición jurídica romana, o los sistemas alemán y escandinavo, no eran tan buenos, por no hablar de los sistemas de leyes no occidentales. ¿Y qué hacía y hace al derecho consuetudinario anglosajón económicamente mejor? En su fundamental artículo de 1997, La Porta, López de Silanes, Shleifer y Vishny argumentaban que los sistemas regidos por el derecho consuetudinario ofrecen mayor protección a los inversores y acreedores. El resultado es que las personas con dinero están más predispuestas a invertir en, o a prestar a, los negocios de otras personas. Y unos niveles superiores de intermediación financiera tienden a correlacionarse con tasas de crecimiento más elevadas[11].

En una serie de estudios empíricos, estos y otros estudiosos trataron de demostrar que los países regidos por el derecho consuetudinario:

  1. tienen mayores protecciones al inversor y proporcionan a las empresas un mejor acceso a la financiación bursátil que los países regidos por el derecho continental, como se manifiesta en el hecho de tener mayores mercados de valores, empresas más numerosas y más ofertas públicas iniciales[12];
  2. tienen una mejor protección de los inversores externos frente a los «internos» que disponen de información privilegiada, mientras que en los países regidos por el derecho continental esa protección es más débil[13];
  3. hacen más fácil la entrada de nuevas empresas en el mercado, tal como ponen de manifiesto el número de trámites, el número de días y los gastos necesarios para establecer un nuevo negocio[14];[*]
  4. tienen tribunales más eficientes (porque son menos formalistas), como demuestra el tiempo necesario para desahuciar a un arrendatario moroso y para cobrar una deuda después de que se haya devuelto un cheque[15];
  5. regulan menos sus mercados de trabajo y, por lo tanto, cuentan con una mayor participación de la población activa y menores tasas de paro que los países regidos por el derecho continental[16];
  6. tienen unos requisitos más amplios de divulgación de datos obligatoria, lo que, de nuevo, incentiva a los inversores[17];
  7. tienen procedimientos más eficientes en casos de insolvencia, como una hipotética quiebra de un hotel[18].

Resumiendo su teoría del papel determinante de los orígenes legales, escriben los autores:

La protección legal del inversor es un fuerte indicador de desarrollo financiero… [así como] la propiedad pública de los bancos, la carga de las regulaciones de acceso [al mercado], la regulación de los mercados de trabajo, la incidencia del servicio militar obligatorio y la propiedad pública de los medios de comunicación… En todas estas esferas el derecho continental está asociado a un mayor peso de la propiedad pública y la regulación que el derecho consuetudinario… [Estas se hallan a su vez] asociadas a impactos adversos en los mercados tales como una mayor corrupción, una mayor economía extraoficial y un paro más elevado… El derecho consuetudinario está asociado a un menor formalismo de los procedimientos judiciales… y a una mayor independencia judicial… El derecho consuetudinario representa la estrategia de control social que aspira a apoyar los resultados del mercado privado, mientras que el derecho continental aspira a reemplazar tales resultados por las asignaciones deseadas por el Estado… El derecho continental se basa en la implementación de políticas, mientras que el derecho consuetudinario se basa en la resolución de disputas[19].

Esto nos lleva de nuevo al punto en el que hemos empezado, con la idea de que hay una mayor «flexibilidad en la adopción de decisiones judiciales en el marco del derecho consuetudinario», puesto que los «tribunales de derecho consuetudinario utilizan pautas generales en lugar de normas específicas»[20].

Como muchos de los argumentos empleados en ciencias sociales, esta teoría de los orígenes legales implica una determinada versión de la historia. ¿Por qué el derecho francés acabó siendo peor que el inglés? Porque la monarquía medieval francesa defendió sus prerrogativas con más ahínco que la inglesa. Porque Francia era menos pacífica internamente y más vulnerable externamente que Inglaterra. Porque la Revolución francesa, que desconfiaba de los jueces, trató de convertirlos en meros autómatas que se limitaran a aplicar la ley tal como esta venía definida y codificada por la Asamblea Legislativa. El resultado fue una judicatura aún menos independiente y unos tribunales imposibilitados de revisar leyes administrativas. El concepto galo de libertad era más absoluto en teoría y menos efectivo en la práctica. En cualquier caso, y tal como observaba con sagacidad Alexis de Tocqueville al comparar Estados Unidos y Francia en las décadas de 1830 y 1840, los franceses prefirieron la igualdad a la libertad. Esa preferencia se tradujo en un Estado central fuerte y una sociedad civil débil. Cuando los franceses exportaron su modelo a sus colonias en Asia y África, los resultados fueron aún peores.

La teoría de los orígenes legales también tiene importantes implicaciones históricas para los sistemas de leyes no occidentales. Ya hemos visto el argumento de Timur Kuran sobre el efecto de retardo que tuvo la ley islámica para el desarrollo económico otomano. Puede afirmarse algo parecido en el caso de China. Como ha argumentado He Weifang, en la era imperial el gobierno chino no tomó «ninguna disposición en absoluto para la separación de poderes», de modo que «los magistrados del país ejercían responsabilidades globales [que incluían las] tres funciones básicas, a saber, la promulgación de normas… la ejecución de normas… y la resolución de disputas». El confucianismo y el taoísmo menospreciaban a los abogados y condenaban el sistema acusatorio. Yan Fu, el traductor chino de Montesquieu, era plenamente consciente de la diferencia entre el espíritu de las leyes chinas y el de las occidentales. «Durante mi visita a Europa [a finales de la década de 1870] —escribía— asistí una vez a unas vistas judiciales, y a mi regreso me sentía perplejo. En cierta ocasión le dije al señor Guo Songtao [el embajador Qing en Gran Bretaña] que, entre las numerosas razones que hacen a Inglaterra y a otras naciones europeas ricas y fuertes, la más importante es la garantía que existe allí de conseguir que se haga justicia. Y el señor Guo compartía mi opinión.»[21]

Sin embargo, las tentativas de importar elementos del sistema legal británico a China fueron un fracaso. Aunque el Estado imperial chino aspiraba a proporcionar toda clase de bienes públicos, tales como la defensa, la lucha contra el hambre, diversas infraestructuras comerciales como canales, o la difusión del conocimiento agrario, su burocracia centralizada en exceso resultaba bastante raquítica en relación con la población. Los derechos de propiedad eran relativamente seguros en la medida en que había unos tipos impositivos bajos (para los estándares occidentales) que además variaban muy poco con el tiempo, pero no había ningún ordenamiento legal comercial, y los magistrados estaban imbuidos de conocimientos literarios y filosóficos, no jurídicos. Estos trataban de llegar a «compromisos antes que a decisiones legales», dejando el cumplimiento de los contratos en manos de redes privadas. Cuando, en sus últimos años, el Estado Qing entró tardíamente en la esfera comercial, lo hizo de una forma contraproducente, gravando en exceso a los comerciantes y delegando el poder en unos gremios monopolistas, sin limitar de manera efectiva ni sus propias atribuciones ni las de sus agentes. Los resultados fueron la corrupción desenfrenada y la contracción económica[22].

LA LEY Y LOS VICTORIANOS

La hipótesis de los orígenes legales no carece de críticos. Al fin y al cabo, es difícil pasar por alto el hecho de que durante la mayor parte de la era moderna Francia ha tenido una fructífera economía, incluido un importante sector financiero, a pesar de no haber gozado de las ventajas del derecho consuetudinario[23]. Se han dicho cosas parecidas sobre Alemania y Brasil[24]. Otra línea argumental es la de que los sistemas regidos por el derecho consuetudinario anglosajón salen perdiendo en comparación con los regidos por el derecho continental cuando las variables dependientes son indicadores de bienestar social, como, por ejemplo, la mortalidad infantil o la desigualdad[25]. Para mí, no obstante, el punto más débil de la teoría se hace evidente cuando examinamos el estado del derecho consuetudinario inglés en el período en que implícitamente debería haber hecho el mayor bien: el período de la revolución industrial, cuando los ingleses y sus vecinos celtas alteraron radicalmente el curso de la historia económica mundial. He aquí una descripción contemporánea de un tribunal inglés de la época:

… una veintena de miembros del… Tribunal… ocupados neblinosamente en una de las 10.000 fases de una causa interminable, echándose zancadillas los unos a los otros con precedentes escurridizos, hundidos hasta las rodillas en tecnicismos, dándose de cabezazos empelucados de pelo de cabra y crin de caballo contra muros de palabras, y presumiendo de equidad con gestos muy serios, como si fueran actores… los diversos procuradores de la causa, dos o tres de los cuales la han heredado de sus padres, que hicieron una fortuna con ella, deberían estar en fila… en un foso alargado y afelpado… entre la mesa roja del escribano y las togas de seda, con peticiones, demandas, réplicas, dúplicas, citaciones, declaraciones juradas, preguntas, consultas a procuradores, informes de procuradores, montañas de necedades carísimas, todo amontonado ante ellos… Es el Alto Tribunal de Cancillería… que agota hasta tal punto la hacienda, la paciencia, el valor, la esperanza; que hasta tal punto agota las cabezas y destroza los corazones que entre todos sus profesionales no existe un hombre honorable que no esté dispuesto a dar —que no dé con frecuencia— la advertencia: «¡Más vale soportar todas las injusticias antes que venir aquí!»[26].

Podría objetarse que Charles Dickens no estaba siendo del todo justo con la abogacía de su época en su Casa desolada. Sin embargo, Dickens había iniciado su carrera como taquígrafo judicial; había visto a su propio padre encarcelado por deudas; sus biógrafos confirman que sabía de lo que hablaba[27], y los historiadores del sistema legal de la Inglaterra decimonónica confirman en gran medida su descripción.

En primer lugar, debemos señalar el diminuto tamaño del sistema. Todavía en 1854 el número de magistrados de toda Inglaterra y Gales que se sentaban en tribunales de jurisdicción general ascendía a un total de solo quince. Esos jueces, repartidos a partes iguales entre tres magistraturas, veían los casos individualmente, ya fuera en Londres o en audiencias provinciales (en sesiones celebradas en las principales ciudades de cada provincia), durante solo dos períodos anuales de cuatro semanas cada uno. Esos mismos hombres se reunían en grupos de tres o cuatro para ver las apelaciones, y luego en grupos mayores (normalmente de siete miembros) para ver las apelaciones interpuestas contra las decisiones de los grupos de tres o cuatro. Solo las apelaciones interpuestas contra las decisiones de los grupos de siete se veían en el seno de otra institución: la Cámara de los Lores. Sin duda, la actividad de los juzgados menores de ámbito local se incrementó al hacerlo el ritmo de la vida económica. Pero no puede decirse lo mismo de los tribunales superiores[28].

En segundo lugar, hasta 1855 hubo severas restricciones legales a la capacidad de los empresarios para crear sociedades de responsabilidad limitada, una herencia de la época en la que los promotores de firmas monopolistas como la Compañía de los Mares del Sur habían logrado deshacerse de la competencia para aumentar el valor de sus propias acciones. Todavía en la década de 1880 había solo sesenta empresas nacionales inscritas en la Bolsa de Londres. Tales fueron las ventajas del derecho consuetudinario para el desarrollo financiero. En tercer lugar, en el sector más importante de toda la revolución industrial victoriana, el de los ferrocarriles, las investigaciones modernas han revelado que «el derecho consuetudinario inglés y sus abogados tuvieron un impacto profundo y en gran parte negativo». Era notorio que los abogados especulaban con acciones de los ferrocarriles, se acusaba públicamente a los jueces de favoritismo, y la abogacía parlamentaria tenía montado un chanchullo vendiendo en la práctica la aprobación reglamentaria de las nuevas líneas de ferrocarril[29].

¿Qué conclusión debemos sacar de todo esto? ¿Acaso la historia refuta básicamente la tesis, basada en los orígenes legales, de que el derecho consuetudinario es superior a todos los demás sistemas? No precisamente, dado que, pese a los evidentes defectos del sistema legal inglés en la era industrial, sigue habiendo evidencias de peso de que este podía adaptarse, y de hecho se adaptó, a los cambios producidos con el tiempo, quizá incluso de formas que facilitaron el proceso además de acomodarse a él. Este último punto se ilustra mejor haciendo referencia a un caso de 1854 relacionado con la Hacienda británica (y bien conocido por los estudiantes de derecho de ambos lados del Atlántico), el caso «Hadley contra Baxendale». La disputa surgió, por una parte, entre dos molineros de harina de Gloucester, Joseph y Jonah Hadley y, por otra, Joseph Baxendale, director gerente de la empresa de transportes londinense Pickford & Co. Los Hadley habían demandado a los Pickford por la cantidad total de pérdidas —incluidas las ganancias que habían dejado de obtener— derivadas del retraso en la entrega de un eje de molino de repuesto fabricado a mano. No es casualidad que hoy día los Pickford todavía sigan existiendo y, en cambio, la empresa de los Hadley, City Flour Mills, desapareciera, puesto que, aunque el jurado local falló a favor de los Hadley, los jueces de apelación de Londres revocaron su decisión. Según el magistrado y jurista estadounidense Richard Posner, el caso «Hadley contra Baxendale» consagró el principio de que «allí donde un riesgo de pérdida es conocido por solo una parte del contrato, la otra parte no es responsable de dicha pérdida si esta se produce»[30].

Posteriormente se diría del juez de la audiencia provincial original, sir Roger Crompton, que «no supo reconocer la idea de que el derecho consuetudinario se adapta por medio de un perpetuo proceso de crecimiento al perpetuo vaivén de la marea de circunstancias que se dan conforme avanza la sociedad»[31]. Ese no fue, ciertamente, el planteamiento de los jueces de apelación, los barones Alderson, Parke y Martin, quienes —en palabras de un analista moderno— «reformularon el derecho sustantivo de los daños contractuales». Como razonaba Alderson, «las únicas circunstancias… comunicadas por los demandantes a los demandados» en el momento en que se hizo el contrato fueron que ellos eran molineros y que el eje de su molino se había roto. No hubo notificación alguna de las «circunstancias especiales» de que el molino estaba parado y de que se perderían ganancias a consecuencia del retraso en la entrega del eje. Además, era «obvio [según Alderson] que en la gran multitud de casos de molineros que envían ejes rotos a terceras personas por un transportista en circunstancias ordinarias», los molinos no se paraban ni se perdían ganancias durante el período de envío, dado que la mayoría de los molineros tenían ejes de recambio[32]. Así, la pérdida de ganancias no podía tenerse en cuenta en la estimación de los daños.

Por decirlo llanamente, esa era una sentencia que favorecía a la gran empresa por encima de la pequeña; pero en realidad ese no es el aspecto importante. Lo importante es que el razonamiento del barón Alderson ilustra muy bien cómo evoluciona el derecho consuetudinario, un proceso elegantemente descrito por lord Goff en un caso de 1999, el de «Kleinwort Benson contra el Ayuntamiento de Lincoln»:

Cuando un juez decide sobre un caso que le precede, lo hace sobre la base de lo que él entiende que es la ley. Esto lo averigua a partir de la legislación aplicable, si la hay, y de precedentes extraídos de informes de decisiones judiciales previas… En el curso de la decisión sobre el caso que tiene ante sí, puede, en ocasiones, desarrollar el derecho consuetudinario en lo que percibe que son los intereses de la justicia, aunque por regla general lo hace «solo de manera intersticial»… Eso significa no solo que debe actuar dentro de los límites de la doctrina del precedente, sino que el cambio así realizado debe verse como un desarrollo, normalmente un desarrollo muy modesto, del principio existente, y, por lo tanto, puede ocupar su lugar como una parte congruente del derecho consuetudinario en su conjunto. En este proceso, lo que [F. W.] Maitland ha denominado la «red inconsútil», y yo mismo… he denominado el «mosaico» del derecho consuetudinario, se mantiene en un estado de constante adaptación y reparación, siendo la doctrina del precedente, el «cemento del principio legal», lo que proporciona la necesaria estabilidad[33].

Creo que esto da una inestimable idea del carácter auténticamente evolutivo del sistema del derecho consuetudinario[*]. Fue este último, más que cualquier diferencia funcional específica en el trato dado a los inversores o a los acreedores, el que proporcionó al sistema inglés y a sus parientes cercanos en todo el mundo una ventaja en términos de desarrollo económico.

LOS ENEMIGOS DEL IMPERIO DE LA LEY

Eso fue entonces. ¿Y qué ocurre hoy? ¿Cuán virtuoso resulta en la práctica el imperio de la ley en Occidente en general, y en el mundo de habla inglesa en particular? Personalmente, yo identificaría cuatro amenazas a las que se enfrenta.

En primer lugar, debemos plantear la conocida cuestión de hasta qué punto nuestras libertades civiles se han visto erosionadas por el estado de seguridad nacional; un proceso que de hecho se remonta a casi cien años atrás, al estallido de la Primera Guerra Mundial y la aprobación en Inglaterra de la Ley de Defensa del Reino de 1914. Los debates producidos tras el 11 de septiembre de 2001 en torno a la detención prolongada de presuntos terroristas no eran nuevos en absoluto. De un modo u otro, siempre ha existido la opción de elegir entre el hábeas corpus o centenares de cuerpos.

Una segunda amenaza, bastante obvia, es la que plantea la intrusión del derecho europeo —con su carácter marcadamente continental— en el sistema legal inglés, en particular los trascendentales efectos de la incorporación al derecho inglés de la Convención Europea sobre Derechos y Libertades Fundamentales de 1953. Esto podría considerarse una especie de venganza póstuma de Napoleón: el subrepticio «afrancesamiento» del derecho consuetudinario.

Una tercera amenaza es la creciente complejidad (y descuido) del derecho escrito, un grave problema a ambos lados de Atlántico en la medida en que la obsesión por la regulación minuciosa se extiende entre la clase política. Coincido con el crítico del derecho estadounidense Philip K. Howard en que necesitamos hacer una «limpieza general de leyes» que elimine la legislación obsoleta y la inclusión rutinaria de cláusulas de extinción automática en cada nueva ley[34]. Asimismo, debemos tratar de persuadir a los legisladores de que su papel no es escribir un «manual de instrucciones» para la economía que abarque cualquier eventualidad, llegando hasta el riesgo casi incalculablemente pequeño para nuestra salud y seguridad[35].

Una cuarta amenaza —especialmente evidente en Estados Unidos— es el creciente coste de la ley. Con ello no me refiero a los 94.500 millones de dólares anuales que gasta el gobierno federal estadounidense en elaborar, interpretar y hacer cumplir las leyes[36]. Tampoco me refiero al coste, desmesuradamente creciente, que tiene para las empresas hacer presión para protegerse o perjudicar a sus competidores sesgando la legislación en su favor. La cifra de 3300 millones de dólares con los que se paga a casi 13.000 miembros de grupos de presión resulta de hecho bastante reducida en sí misma[37]. Es el coste de las consecuencias de su trabajo el que resulta verdaderamente alarmante: según un informe encargado por la Administración de la Pequeña Empresa estadounidense, este se estima en 1,75 billones al año en costes empresariales adicionales derivados del cumplimiento de las regulaciones[38]. A ello hay que sumar los 865.000 millones de dólares en costes derivados del sistema estadounidense de responsabilidad civil, que da a los litigantes muchas más oportunidades que en Inglaterra de reclamar daños por cualquier «acto injusto, perjuicio o agravio causado de manera intencionada, por negligencia, o en circunstancias que impliquen una responsabilidad estricta, pero que no impliquen incumplimiento de contrato por el que pueda emprenderse una acción civil». Según el estudio Jackpot Justice, publicado por el Instituto de Investigaciones del Pacífico, con sede en California, el sistema estadounidense de responsabilidad civil cuesta una suma «equivalente a un impuesto del 8 por ciento sobre el consumo [o] a un impuesto del 13 por ciento sobre los salarios»[39]. Los gastos directos derivados de la asombrosa cifra de 7800 nuevos casos diarios equivalían a más del 2,2 por ciento del PIB estadounidense en 2003, una cantidad que duplica la cifra equivalente para cualquier otra economía desarrollada a excepción de Italia[40]. Tales cifras se pueden discutir, y, desde luego, los portavoces de los intereses legales las rechazan[41]. Pero mi propia experiencia personal cuenta una historia similar: el mero hecho de montar un negocio en Nueva Inglaterra implicó considerablemente más abogados y muchos más costes legales que hacer lo mismo en Inglaterra.

En un próximo libro sobre las lecciones que puede extraer China de la experiencia legal estadounidense, David Kennedy y Joseph Stiglitz citan tres notorios defectos de los que actualmente adolece el imperio de la ley en Estados Unidos:

  1. Las actuales «leyes que permiten a las empresas financieras practicar un tipo de préstamo abusivo, combinadas con las nuevas leyes de quiebra, han creado una nueva clase de vínculos laborales de semiesclavitud: personas que pueden llegar a tener que dar hasta el 25 por ciento de lo que ganan a los bancos durante el resto de su vida».
  2. Las leyes de propiedad intelectual son excesivamente restrictivas. Así, por ejemplo, «el “dueño” de la patente de un gen que indique una alta probabilidad de padecer cáncer de mama [podría] exigir un pago importante por cada prueba realizada. Los honorarios… resultantes situarían la prueba fuera del alcance de las personas sin seguro médico».
  3. «En el marco de las actuales leyes relativas a residuos tóxicos… el coste de litigar representa más de una cuarta parte de la cantidad gastada en limpieza»[42].

Para Stiglitz, estos casos ilustran la insuficiencia de un planteamiento limitado de la ley que meramente asigna derechos de propiedad y deja a los mercados hacer el resto. Mi opinión es que hay que ver estos ejemplos en el contexto, más amplio, de una legislación excesivamente compleja o manipulada y el desenfrenado abuso de la responsabilidad civil.

Algunos expertos en competitividad económica, como Michael Porter, de la Escuela de Negocios de Harvard, definen este término de modo que incluye la capacidad del gobierno para aprobar leyes eficaces; la protección de los derechos de propiedad física e intelectual y la ausencia de corrupción; la eficacia del marco legal, incluidos unos costes moderados y una sentencia rápida; la facilidad para montar nuevos negocios, y unas regulaciones fiables y efectivas[43]. Resulta alarmante descubrir lo mal parado que sale Estados Unidos cuando se juzga en función de estos criterios. En una encuesta realizada en 2011, Porter y sus colegas preguntaron a antiguos alumnos de la Escuela de Negocios de Harvard sobre 607 ejemplos de decisiones acerca de la conveniencia de deslocalizar o no determinadas operaciones. Estados Unidos conservó el negocio en solo 96 casos (el 16 por ciento) y lo perdió en todos los demás. Al preguntarles por qué optaban por emplazamientos en el extranjero, los encuestados enumeraron las áreas en las que consideraban que Estados Unidos se estaba quedando atrás con respecto al resto del mundo. Las diez primeras razones incluían:

  1. la eficacia del sistema político;
  2. la complejidad del código tributario;
  3. la regulación;
  4. la eficacia del marco legal;
  5. la flexibilidad en la contratación y el despido[44].

Las evidencias de que Estados Unidos está sufriendo una especie de pérdida de competitividad institucional pueden encontrarse no solo en el trabajo de Porter, sino también en el Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial, y, en particular, en la Encuesta de Opinión Ejecutiva en la que este se basa en parte. La encuesta incluye quince indicadores relacionados con el estado del imperio de la ley, que van desde la protección de los derechos de propiedad privada hasta la vigilancia de la corrupción y el control del crimen organizado. Resulta un hecho asombroso, aunque apenas reconocido, que nada menos que en quince de los quince indicadores Estados Unidos salga actualmente bastante peor parado que Hong Kong. Taiwan supera a Estados Unidos en nueve de los quince. Incluso China sale mejor parada en dos aspectos. De hecho, Estados Unidos figura entre los veinte mejores de la lista global en un solo ámbito; en todos los demás su reputación es tremendamente mala[45]. Asimismo, en el Índice de Libertad de la Fundación Heritage, Estados Unidos ocupa el vigésimo primer lugar del mundo en lo que a ausencia de corrupción se refiere, a una considerable distancia por detrás de Hong Kong y Singapur[46].

Hay que admitir que estos estudios se basan en gran medida en datos de sondeos. Son, pues, subjetivos. Sin embargo, puede llegarse a conclusiones similares a partir de otra investigación basada en criterios más objetivos, como los datos de la Corporación Financiera Internacional sobre la facilidad para hacer negocios. Con respecto a la facilidad para pagar impuestos, por ejemplo, Estados Unidos ocupa el septuagésimo segundo lugar del mundo; para obtener permisos de construcción, el decimoséptimo; para registrar una propiedad, el decimosexto; para resolver una insolvencia, el decimoquinto, y para poner en marcha un negocio, el decimotercero[47]. En 2011, el denominado Índice del Imperio de la Ley publicado anualmente por la organización Proyecto de Justicia Mundial clasificaba a Estados Unidos en el vigésimo primer lugar entre un total de 66 países en términos de acceso a la justicia civil; el vigésimo en cuanto a eficacia de la justicia penal; el decimonoveno con respecto a los derechos fundamentales; el decimoséptimo en relación con la ausencia de corrupción; el decimosexto en la limitación de los poderes del gobierno; el decimoquinto en la aplicación de las regulaciones; el decimotercero en cuanto a orden y seguridad, y el duodécimo con respecto a la transparencia del gobierno[48].

Quizá la evidencia más convincente de todas es la que proviene de los indicadores del Banco Mundial sobre Gobernanza en el Mundo, que sugieren que desde 1996 Estados Unidos ha sufrido un declive en la calidad de su gobernanza en cuatro áreas distintas: responsabilidad y eficacia del gobierno, calidad reguladora y control de la corrupción (véase la figura 3.1)[49]. En comparación con Alemania y Hong Kong, Estados Unidos queda manifiestamente rezagado. Esto constituye un fenómeno notable en sí mismo; pero aún resulta más notable el hecho de que esté pasando casi inadvertido para los estadounidenses. Un pequeño consuelo para el mundo anglosajón es que el Reino Unido no parece haber sufrido un declive comparable de calidad institucional.

LA REFORMA LEGAL EN EL MUNDO

Si el imperio de la ley, en sentido amplio, se está deteriorando en Estados Unidos, ¿dónde está mejorando? Ya he mencionado la marcada mejora de la calidad institucional en Hong Kong. Pero este no es en absoluto un caso solitario. En todo el mundo en desarrollo, numerosos países están aprovechando la oportunidad para mejorar sus posibilidades de atraer inversión extranjera y nacional, y para elevar la tasa de crecimiento reformando sus sistemas legales y administrativos. Actualmente el Banco Mundial está realizando un buen trabajo a la hora de seguir de cerca los progresos de tales reformas. Hace poco estuve escarbando en el preciado tesoro del Banco, la base de datos de los Indicadores de Desarrollo Mundial, para ver qué países de África resultan mejor clasificados en términos de:

  1. la calidad de la administración pública;
  2. el entorno regulador empresarial;
  3. derechos de propiedad y gobernanza basada en normas;
  4. gestión del sector público e instituciones; y
  5. transparencia, responsabilidad y corrupción en el sector público.

Los países que figuran entre las veinte primeras economías en desarrollo en cuatro o más de estas categorías son Burkina Faso, Ghana, Malaui y Ruanda.

Otro enfoque que he adoptado es el de examinar los informes Doing Business («Hacer negocios») publicados por la Corporación Financiera Internacional desde 2006 para ver qué países en vías de desarrollo han presentado la mayor reducción del número de días requeridos para completar seis procedimientos: poner en marcha un negocio, obtener un permiso de construcción, registrar una propiedad, pagar impuestos, importar bienes y hacer cumplir contratos[50]. Los ganadores africanos son, por orden de clasificación, Nigeria, Gambia, Mauricio, Botsuana y Burundi. Otros mercados emergentes que en apariencia avanzan en la buena dirección son Croacia, Malaisia, Irán, Azerbaiyán y Perú (véase la figura 3.2)[*].

Diversos especialistas en economía del desarrollo como Paul Collier consideran que el establecimiento del imperio de la ley en un país pobre se produce en cuatro etapas distintas: el paso primero e indispensable es reducir la violencia; el segundo, proteger los derechos de propiedad; el tercero, imponer limitaciones institucionales al gobierno, y el cuarto, prevenir la corrupción en el sector público[51]. Curiosamente, esto suena muy parecido a una versión resumida de la historia de Inglaterra desde el final de la guerra civil, pasando por la Revolución Gloriosa, hasta las reformas de Northcote y Trevelyan de la administración pública en el siglo XIX.

En contraste, la República Popular China ha logrado un asombroso crecimiento sin tener buenas instituciones legales y sin haber realizado demasiadas mejoras en ellas. Los seguidores de la nueva economía institucional se han esforzado por explicar esta aparente excepción a su regla. ¿Se debe a que de algún modo el Partido Comunista asume «compromisos creíbles» ahora que el crecimiento es la base exclusiva de su legitimidad? ¿Es porque en realidad hay «derechos de propiedad de facto»? ¿Es porque la competencia entre las diversas provincias se ha traducido en una especie de «federalismo preservador del mercado»? ¿O es porque en China los contratos son relacionales, no legales: en otras palabras, que la obligación de cumplir un contrato se da de manera informal, a través del guanxi (contacto o influencia), en lugar de formal, a través de la ley?[52] Sea cual fuere la explicación, muchos estudiosos —en particular Daron Acemoglu y James Robinson— argumentan que, si China no realiza ahora la transición al imperio de la ley, se encontrará con un techo institucional excesivamente bajo que limitará su crecimiento futuro[53]. Tal es también la opinión de muchos activistas pro derechos chinos, incluido (como ya hemos visto) a Chen Guangcheng. Y tienen razón.

Según cierto estudio, la tasa media de cumplimiento de sentencias en juicios civiles y económicos en China a mediados de la década de 1990 era del 60 por ciento en los tribunales de nivel básico, del 50 por ciento en los de nivel medio y del 40 por ciento en los tribunales superiores provinciales, lo que significa que en esa época aproximadamente la mitad de las sentencias de los tribunales chinos existían solo sobre el papel. El tipo de litigio contractual que es más probable que implique cantidades significativas de deudas impagadas —los conflictos relacionados con bancos y empresas públicas— presentaba una tasa media de cumplimiento de sentencias de solo el 12 por ciento, incluso según las estimaciones oficiales[54]. El caso de la campaña contra la corrupción de Bo Xilai en Chongqing ilustra lo lejos que está China todavía del imperio de la ley. Como ha señalado He Weifang, los jueces de Chongqing actuaban básicamente como un brazo del régimen de Bo, aceptando confesiones arrancadas a la fuerza y omitiendo el interrogatorio debido. Durante años, He Weifang ha hecho campaña en favor de la independencia del poder judicial, la responsabilidad del Congreso Nacional del Pueblo —en especial en materia tributaria—, la libertad de prensa y la conversión del Partido Comunista en una «entidad legal apropiadamente registrada» y sometida a la ley, incluyendo asimismo los derechos individuales actualmente vacíos de contenido que recoge el artículo 35 de la Constitución de la República Popular, como la libertad de asociación, marcha y manifestación, y la libertad de creencia religiosa. He Weifang también está a favor de la privatización de las empresas públicas, puesto que, en sus propias palabras, la «propiedad privada es el fundamento del derecho civil». Como Chen Guangcheng, él también cree que el imperio de la ley es el único camino para que China escape de su oscilación histórica entre orden y dong luan (confusión)[55].

Para aquellos de nosotros que vivimos en Occidente, donde los abogados a menudo parecen consagrarse a sus intereses personales, resulta extraño encontrar abogados que aspiren a esa clase de cambio radical. Hoy, sin embargo, los abogados chinos —que en 2007 sumaban solo un total de 150.000— constituyen una fuerza crucial en la rápida evolución de la esfera pública de China. Las encuestas sugieren que estos se muestran fuertemente «inclinados a favor de la reforma política… y se sienten profundamente descontentos con el statu quo político», por más que esto sea un reflejo no solo de la interferencia del gobierno que tienen que soportar regularmente, sino también de la inseguridad económica que sufren. Aun así, leer declaraciones como la siguiente, de un abogado de la provincia de Henan, lleva forzosamente a recordar un tiempo en que los abogados estaban en la vanguardia del cambio en el mundo de habla inglesa (incluidos los movimientos anticolonialistas en el sur de Asia): «El imperio de la ley requiere como premisa la democracia; los derechos requieren como premisa el imperio de la ley; la defensa de los derechos requiere como premisa esos mismos derechos, y los abogados requieren como premisa la defensa de los derechos»[56].

La caída de Bo Xilai en 2012 es una entre varias señales de que hay elementos en el Partido Comunista que escuchan esos argumentos. En un discurso pronunciado en Shenzhen en junio de ese mismo año, Zhang Yansheng, secretario general del Comité Académico para el Desarrollo y la Reforma Nacionales, sostenía que «deberíamos virar hacia una reforma basada en normas y en la ley», añadiendo: «Si dicha reforma no tiene éxito, China se tropezará con un gran problema, con grandes problemas»[57]. Lo que no sabemos es si el próximo experimento de China importando el concepto esencialmente occidental del imperio de la ley tendrá más éxito que otras tentativas pasadas. No sin buenas razones, He Weifang advierte contra la imitación ingenua del sistema legal inglés (o estadounidense). «En El sueño de una noche de verano, de Shakespeare —escribe en una simpática digresión—, un personaje [Canilla] es convertido en burro, y el otro exclama: “¡Pobre de ti! ¡Te han cambiado!”. La introducción de un sistema occidental en China es exactamente lo mismo». Así, el derecho consuetudinario importado a China bien podría terminar como Canilla: con una cabeza de burro[58].

EL IMPERIO DE LOS LEGISTAS

Como la colmena humana de la política o las tierras de caza de la economía de mercado, el paisaje legal es una parte integrante del entorno institucional en el que vivimos nuestra vida. Y como un verdadero paisaje, es de naturaleza orgánica, el producto de procesos históricos que avanzan lentamente; una especie de geología judicial. Pero es también un paisaje en el sentido que tenía para el paisajista británico Lancelot Brown: en el de que se puede mejorar. Y también se puede convertir en algo horroroso —incluso en un desierto— por la precipitada imposición de diseños utópicos. Es cierto que en Inglaterra florecen los jardines orientales y en Oriente los jardines ingleses. Pero hay límites a lo que el trasplante puede lograr.

También es posible que paisajes que antaño fueron verdes se sequen por procesos naturales. El economista Mancur Olson solía argumentar que con el tiempo es probable que todos los sistemas políticos sucumban a la esclerosis, principalmente debido a las actividades orientadas a la búsqueda de rentas por parte de grupos de intereses organizados[59]. Quizá sea eso lo que actualmente estamos presenciando en Estados Unidos. Antaño los estadounidenses podían jactarse con orgullo de que su sistema marcaba la pauta para todo el mundo: Estados Unidos era el imperio de la ley. Pero lo que hoy vemos es el imperio de los legistas, que es distinto. Sin duda no es casual que en la actualidad los abogados estén tan excesivamente representados en el Congreso estadounidense. Desde luego, hay que admitir que la proporción de senadores que son abogados de profesión está por debajo del máximo del 51 por ciento que alcanzó a principios de la década de 1970, pero aun así sigue siendo del 37 por ciento. Del mismo modo, los abogados ya no constituyen el 43 por ciento de los miembros de la Cámara de Representantes, como ocurría a principios de la década de 1960, pero, con un 24 por ciento, su proporción es todavía mucho mayor que la cifra equivalente para la Cámara de los Comunes británica (el 14 por ciento)[60].

Olson también argumentaba que podría hacer falta una catástrofe externa —como perder una guerra— para barrer los asfixiantes residuos del amiguismo y la corrupción, y permitir el restablecimiento del imperio de la ley en el sentido que daban al término Bingham y Dworkin. Cabe esperar fervientemente que Estados Unidos sea capaz de evitar tan dolorosa forma de terapia. Pero ¿cómo reformar el sistema si, como ya he planteado, hay tanta podredumbre dentro de él: en el poder legislativo, en las agencias reguladoras y en el propio sistema legal?

La respuesta, como argumentaré en el próximo y último capítulo, es que la reforma —ya sea en el mundo de habla inglesa o en el de habla china— debe venir de fuera del ámbito de las instituciones públicas. Debe provenir de las asociaciones de la sociedad civil. En suma, debe provenir de nosotros: los ciudadanos.