FUKUYAMA, EL MOTOR Y EL FINAL DE LA HISTORIA[81]

Antes de preguntarse si la izquierda italiana tiene un proyecto político o debe tratar de construirlo, hay que estar convencidos de que la izquierda existe o, más aún, de que la palabra «izquierda» sigue teniendo sentido. Ya no se entiende nada. Hemos pasado del «ni de derechas ni de izquierdas» al «más allá de la derecha y la izquierda»[82]. Como si la distinción nunca hubiera existido o como si, en caso de que alguna vez lo hubiera hecho, ahora ya no fuera así. De hecho, tras la caída de los regímenes fascistas, reputados regímenes de derecha, el espacio de la izquierda se infló de tal forma que nos complacíamos (o deplorábamos, según los casos) de que ya solo existiera la izquierda. En la actualidad se diría con una frase efectista que la izquierda era el «fin de la historia». Después del derrumbamiento del sistema comunista, considerado la actuación histórica más ajustada al objetivo de los ideales de izquierda, hay quienes logran que se hable de ellos sosteniendo que lo que ha desaparecido de manera definitiva es la izquierda y que «el fin de la historia» se puede representar perfectamente como el triunfo definitivo de los ideales que hasta ahora se consideraban generalmente característicos de la derecha.

Si queremos salir de estos contrastes absolutizados, susceptibles de ser tomados en consideración en una discusión sobre filosofía de la historia, pero no en un debate político como debería ser el nuestro, es necesario partir de la convicción de que la distinción clásica entre derecha e izquierda aún tiene razón de ser y de que tiene sentido volver a proponerla. Pero parece difícil sostener lo contrario, dado que, pese a las viejas y nuevas confutaciones, en el lenguaje político corriente seguimos usando las palabras «derecha» e «izquierda» como si aún significaran algo. Por lo demás, es evidente que, si seguimos entendiéndonos cuando las usamos, es porque deben tener algún significado. Aduciré solo una prueba: la afirmación, de pesar o complacencia dependiendo de quién la pronuncie, de que la izquierda está haciendo la política de la derecha se ha convertido en un lugar común. Dicha afirmación carecería por completo de sentido si «derecha» o «izquierda» se hubieran convertido en unas palabras vacías y vanas.

Como escribí en mi libro Derecha e izquierda y como he tenido ocasión de repetir desde entonces no sé cuántas veces en intervenciones públicas, cartas o conversaciones privadas, lo que ha caracterizado a la izquierda respecto a la derecha es ese ideal o aflato o pasión al que suelen denominar «ethos de la igualdad». No soy el inventor de esta caracterización. En mi ensayo me limité a registrar una larga tradición de pensamiento analizando y anotando varios textos previos al mío. No he tenido ningún motivo para cambiar de idea desde entonces, y he seguido anotando y analizando otros escritos que defienden y promueven ideas de izquierda. Me limito a citar, porque es uno de nuestros autores, lo que dijo al final de una entrevista publicada en el último número de Reset Michael Walzer cuando, después de haber observado que existe «una tendencia constante en las sociedades a producir jerarquías y desigualdad», afirma que «este es el desafío de la izquierda». Y precisa: «La izquierda está hecha para esto, su tarea consiste en oponerse y corregir de forma periódica las nuevas formas de desigualdad y autoritarismo que produce continuamente la sociedad».

Para seguir entre nosotros, la confirmación más reciente y eficaz del principio igualitario como signo distintivo de la izquierda respecto a la derecha es la entrevista que tú, en calidad de director de la revista que propone las preguntas a las que estoy respondiendo, grabaste recientemente con Francis Fukuyama, el afortunado reinventor, después de su maestro Kojève, del mito (¿cabe llamarlo así?) del «final de la historia» (l’Unità, 4 de diciembre de 1997), que ya había sido comentada en el mismo periódico por Nadia Urbinati con unos argumentos que yo retomo y desarrollo.

El tema dominante de la entrevista aparece claramente expresado en la convicción de que la caída del comunismo debe interpretarse como un signo definitivo del catastrófico error que cometieron los movimientos de izquierda, sobre todo el comunismo internacional, al considerar que la igualación de los hombres mediante la eliminación de la propiedad privada, condenada como la causa principal de desigualdad entre los hombres, era la meta de la historia humana y la señal infalible del progreso histórico. Para el profeta de la nueva historia la principal causa del progreso es, al contrario, la desigualdad, no solo porque es funcional para el mercado capitalista, sino porque es en sí misma «justa». No es mi intención discutir ahora sobre esta tesis, que requiere otro espacio diferente. Volveré sobre ella, espero, próximamente. Solo la he citado aquí como una inesperada confirmación del criterio que he adoptado para distinguir las dos partes del universo político: «izquierda» significa lucha por la igualdad. Permítanme que me complazca también por haber indicado a Rousseau y a Nietzsche como los dos modelos ideales del principio igualitario y no igualitario, respectivamente. El autor al que Fukuyama hace referencia y al que no puede por menos que referirse, además de a un Hegel interpretado, en mi opinión, de forma unilateral, es justo el cantor de Zaratustra, que siempre rechazó como antagonista al autor del Contrato social y que afirmaba que el problema político fundamental era la eliminación de la desigualdad entre los hombres que la propiedad privada produce de manera inevitable.

Era forzoso que la tesis de Fukuyama, expuesta con riqueza de argumentos y obstinada insistencia en un libro ampliamente discutido[83], suscitase en algunos escritores de izquierda que ya estaban en crisis perplejidades y reflexiones. La novedad de la crítica está en el hecho de que esta tesis no solo pone en tela de juicio los medios que la izquierda tradicional ha aplicado hasta ahora para alcanzar su fin, sobre todo la reducción gradual de la propiedad privada hasta su total eliminación, sino también dicho fin. Y lo cuestiona valiéndose de dos argumentos a los que los defensores de la parte contraria les resulta difícil responder de forma convincente; uno es de filosofía de la historia y el otro antropológico, diría que incluso ontológico: 1) la historia no progresa a través de un proceso de igualación de los desiguales, al contrario, lo hace a través de la lucha individual o colectiva por la supremacía; 2) la aspiración de los hombres, interpretada de forma realista y no utópica, no es la igualdad sino la superioridad que se obtiene mediante la competencia y la victoria sobre el enemigo.

Si fuera cierto que no solo hay que poner en discusión los medios, sino también el fin, la catástrofe de la izquierda sería mucho más grave de lo que parecía hasta ahora: habrían fracasado los medios para obtener un fin que ya no era deseable por sí mismo. Hasta la fecha los críticos del comunismo habían sostenido que la propiedad colectiva no era el medio adecuado para alcanzar la meta de una sociedad más justa, por ser más igualitaria; ahora incluso la meta perseguida por el igualitarismo sería indeseable y, por tanto, errónea.

Si se quiere dar un ulterior paso en la defensa de la izquierda y en la formulación de un nuevo proyecto para su restauración, será necesario ir más allá de la consabida discusión sobre si la colectivización, integral o incluso solo parcial, es idónea para aumentar la justicia en el mundo. Se trata de hacerse una ulterior pregunta, mucho más esencial: «Pero ¿de verdad es la justicia el “fin” de la historia? ¿Cómo puede ser el fin —objeta Fukuyama— si no es también el final?». El fin y, por tanto, también el final de la historia, sería entonces una sociedad opuesta a la predicada y deseada por la izquierda.

Los dos argumentos que aduce Fukuyama son unilaterales y, en cuanto tales, simplificadores, como lo suelen ser las tesis que no se extraen de la historia sino de la filosofía de la historia, que, en el caso de nuestro autor, tiene como puntos de referencia, como ya hemos dicho, a Hegel interpretado por Kojève, o a Nietzsche interpretado como el demonio de una sociedad guiada por hombres superiores.

La historia es más complicada, más compleja, más ambigua y contradictoria de lo que las filosofías de la historia pretenden hacernos creer. Para el historiador que baja la mirada hacia las asperezas de la tierra en lugar de alzarla hacia un cielo sin nubes, la historia no tiene un fin, un solo fin, ni, en consecuencia, un final. El filósofo de la historia puede permitirse hacer de profeta, el historiador debe limitarse a hacer previsiones cautas y basadas en proposiciones hipotéticas «si - entonces».

Respecto al último punto, ¿de verdad la historia solo progresa a través de la lucha por la supremacía? Una afirmación de este tipo solo se puede hacer negando, como hemos visto, la profunda e irreversible transformación que se ha producido en el mundo más avanzado con la revolución femenina. ¿Y qué decir del problema, más actual que nunca, de la superación de toda forma retrógrada y mortal de nacionalismo oscurantista y de racismo insensato? ¿Qué mueve la aspiración, cada vez más fuerte en el mundo, a un derecho cosmopolita, a la ciudadanía universal de todos los hombres en una sociedad en la que no haya ni judíos ni gentiles, ni blancos ni negros, una aspiración que las emigraciones siempre más formidables desde los países pobres hacia los países ricos han hecho en estos últimos decenios cada vez más irresistible e irreversible, sino el creciente, y siempre más visible, sufrimiento por las condiciones desiguales de vida que separan al «club de los ricos» (Chomsky) del «planeta de los naúfragos» (Latouche)?

En cuanto al segundo punto, ¿de verdad es cierto que todos los hombres, sea cual sea la situación, no aspiran a la igualdad sino a la supremacía? ¿En qué consiste el misterioso «sentido de la justicia», imposible de suprimir, que, en caso de que también pretendiese hacer las veces de filósofo de la historia, debería decir que domina el mundo? ¿Ese sentido de la justicia que en un sinfín de ocasiones en la vida nos hace proferir a todos: «¿Por qué él y yo no?»? No reconocer esta realidad elemental y cotidiana significa además que carecemos del menor concepto sobre lo que, partiendo de esta constatación, se ha escrito desde los griegos hasta la actualidad en relación con el tema de la justicia y sus diferentes formas. De acuerdo con el principio de la justicia conmutativa, ¿no es justo que lo que se da sea igual que lo que se recibe? De acuerdo con el principio de la justicia correctiva, ¿no es justo que el castigo sea proporcional al delito (ojo por ojo, diente por diente)? De acuerdo con el principio de la justicia distributiva, ¿no es justo que el que debe dividir un bien entre muchos adopte un criterio, de forma que dicha división sea equitativa, pudiendo ser los criterios muy variados —el mérito, la necesidad, la capacidad o el rango—, pero, una vez aceptado un criterio, este debe ser respetado para que se pueda decir que la distribución ha sido justa? La justicia no exige que un profesor se vea obligado a dar la misma nota a todos sus alumnos. Exige que, una vez adoptado el criterio del mérito, este se aplique a todos y no se aplique a algunos el criterio de la necesidad y a otros el del rango.

En la misma entrevista Fukuyama observa acertadamente que «la sociedad que trata a gente diferente de la misma manera es tan justa como una sociedad que trata de forma desigual a la gente igual». Con esta afirmación no hace sino retomar la denominada regla áurea de la justicia, según la cual la justicia consiste en tratar a los iguales de igual manera y, en consecuencia, a los desiguales de manera desigual. Con todo, se trata de un principio puramente formal y, como tal, evidente por sí mismo, sí, pero vacío. Lo que no es de ninguna forma evidente y, justo porque no lo es recibe distintas respuestas según las ideologías o las concepciones del mundo, o, en un plano inferior, según los distintos puntos de vista personales, es la respuesta a la pregunta: «¿Quiénes son los iguales? ¿Quiénes son los desiguales?». ¿No será el momento de preguntarse en este punto si la distinción, misteriosa y siempre contestada, entre derecha e izquierda deriva de la diferente respuesta a esta pregunta? Como escribí en mi libro Derecha e izquierda, que tuvo un gran éxito de público, pero que no fue muy discutido por la crítica, el fundamento de la diferencia entre los hombres de derecha y los de izquierda está en el hecho de que los primeros tienden a considerar a los hombres más iguales que desiguales, en tanto que los otros los consideran más desiguales que iguales. ¿Diferencia natural o cultural, ontológica o histórica? No lo sé y no me interesa saberlo. La mía es una constatación empírica, eso es todo.

Que el motor de la historia no es la lucha por la igualdad sino la lucha por la superioridad es una proposición unilateral, como ya he dicho. En la historia humana concreta, no en una abstracta filosofía de la historia, las luchas por la superioridad se alternan con las luchas por la igualdad. Y es natural que se produzca esta alternancia, porque la lucha por la superioridad presupone dos individuos o grupos que han alcanzado entre ellos cierta igualdad. La lucha por la igualdad precede por lo general a aquella por la superioridad. En una competición atlética los distintos participantes que luchan por la superioridad están alineados en el mismo punto de partida, pero a dicho punto de partida han llegado a través de una lucha por la igualdad, esto es, para pasar de una categoría inferior a una superior. Pasar de grado en cualquier carrera militar o administrativa ¿es una lucha por la supremacía o por la igualdad? Es una lucha por la supremacía en el momento en que se abandona el grado inferior y una lucha por la igualdad cuando se alcanza el superior. Antes de llegar al punto de luchar por el dominio, cada grupo social debe conquistar cierto nivel de paridad con los grupos rivales. Para luchar con el amo por la superioridad, el esclavo debe luchar primero para adquirir la ciudadanía. En pocas palabras: la lucha por la superioridad crea, cuando sale victoriosa, una relación de desigualdad que no puede por menos que suscitar, a su vez, una nueva lucha por la igualdad.

Insisto en esta visión más articulada y al mismo tiempo más dramática de la historia porque, si fuera cierto que el resorte del progreso es únicamente la lucha por la superioridad excluyendo aquella por la igualdad, la estrella polar de la izquierda estaría ya completamente oscurecida. Podría hacérnoslo creer la tendencia de muchos movimientos y partidos de izquierda del mundo, y también de Italia, como podemos constatar a diario, a dejarse fascinar, por razones históricas fácilmente comprensibles, por las ideas que la misma izquierda siempre ha considerado de derecha. Retomando el dicho común de que la diferencia entre la derecha y la izquierda está desapareciendo porque hoy en día la izquierda hace lo que siempre ha hecho la derecha, citando, erróneamente (este sería un largo discurso) los ejemplos del PDS en Italia y del actual Gobierno laborista inglés, preguntémonos: «¿Es cierto que la izquierda hace lo mismo que la derecha porque, tras haber alcanzado el “final de la historia”, la meta que se han propuesto siempre los movimientos de izquierda no solo ha demostrado ser inalcanzable sino también ruinosa para el progreso humano?».

Estoy cada vez más convencido, y creo que lo he dado a entender, que no solo esto no es cierto, sino que en la carrera desenfrenada e incontrolada hacia una sociedad globalizada de mercado, destinada a crear siempre más desigualdades, estos ideales están más vivos que nunca.

¡El que tú llamas reformismo de izquierda, opuesto al de derecha, tiene un problema de fondo, vaya si lo tiene! Un problema en torno al cual nuestra izquierda debería convocar a economistas, sociólogos, historiadores, expertos en asuntos financieros y, ¿por qué no?, filósofos: el problema del mercado y de sus límites, de sus vicios y virtudes, de sus beneficios y maleficios, de su pasado, de su presente y, por encima de todo, de su porvenir.

No obstante, es necesario que la izquierda, al recuperar la confianza en sí misma y el orgullo de su pasado, que parece haber perdido, no se repliegue en sí misma para dedicarse, como ha escrito recientemente Michele Serra, citando a Gad Lerner, al «culto al ombligo».