VIII. LA ESTRELLA POLAR
1. Una política igualitaria se caracteriza por la tendencia a remover los obstáculos (retomando la expresión del ya citado artículo 3 de nuestra Constitución) que convierten a los hombres y a las mujeres en menos iguales. Una de las más convincentes pruebas históricas de la tesis mantenida hasta ahora, según la cual el carácter distintivo de la izquierda es el igualitarismo, se puede deducir del hecho de que uno de los temas principales, si no el principal, de la izquierda histórica, compartido tanto por los comunistas como por los socialistas, ha sido la remoción de lo que ha sido considerado, no solo en el siglo pasado sino desde la Antigüedad, uno de los mayores, si no el mayor, obstáculo a la igualdad entre hombres: la propiedad individual, el «terrible derecho»[44]. Por muy justa o equivocada que sea esta tesis, es bien sabido que en general las descripciones utópicas de sociedades ideales, que se mueven sobre una aspiración igualitaria, describen y a la vez prescriben, una sociedad colectivista; que Jean-Jacques Rousseau, al preguntarse sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, lanza la famosa invectiva en contra del primer hombre que, remarcando su poder, declaró «¡Esto es mío!»; que desde Rousseau se inspira en el movimiento que da vida a la Conspiración de los Iguales, despiadadamente contrario a cualquier forma de propiedad individual; que todas las sociedades de los iguales que se fueron formando en el siglo pasado, en las que la izquierda se reconoció frecuentemente, consideran la propiedad individual como la inicua institución que debe ser derribada; que son igualitarios y colectivistas todos los partidos que surgen de la matriz marxista; que una de las primeras medidas tomadas por la revolución triunfante en la tierra de los zares fue la abolición de la propiedad individual de la tierra y las empresas; que las obras principales de la historia y de la crítica del socialismo, Les systèmes socialistes de Vilfredo Pareto y Socialism de Ludwig von Mises son, la primera, una antología crítica, y la otra, un análisis y una crítica económica de las diferentes formas de colectivismo. La lucha por la abolición de la propiedad individual, por la colectivización, aunque no de manera integral, de los medios de producción, siempre ha sido, para la izquierda, una lucha por la igualdad, por la remoción del obstáculo principal para la realización de una sociedad de iguales. Hasta la política de las nacionalizaciones, que ha caracterizado durante un largo tiempo a la política económica de los partidos socialistas, fue llevada en nombre de un ideal igualitario, aunque no en el sentido positivo de aumentar la igualdad, sino en el sentido negativo de disminuir una fuente de desigualdad.
Que la discriminación entre ricos y pobres, introducida y perpetuada por la persistencia del derecho, considerado inalienable, de la propiedad individual, sea considerada la causa principal de la desigualdad, no excluye el reconocimiento de otras razones discriminatorias, como la que existe entre hombres y mujeres, entre trabajo manual e intelectual, entre pueblos superiores y pueblos inferiores.
2. No me es difícil admitir cuáles y cuántos han sido los efectos perversos de los modos con los que se ha intentado realizar el ideal. No hace mucho tiempo tuve que hablar a propósito de la «utopía invertida»[45], después de la constatación de que una grandiosa utopía igualitaria, la comunista, anhelada desde hace siglos, se convirtiera en su contrario en el primer intento histórico de realizarla. Ninguna de las ciudades ideales descritas por los filósofos había sido propuesta jamás como un modelo que se pudiera llevar a la práctica. Platón sabía que la república ideal, de la cual había hablado con sus amigos y discípulos, no estaba destinada a existir en ningún lugar, sino que solo era verdadera, como dice Glaucón a Sócrates, «en nuestros discursos». Y, sin embargo, sucedió que la primera vez que una utopía igualitaria entró en la historia, pasando del reino de los «discursos» al de las cosas, dio un vuelco para convertirse en su contrario.
Pero, añadía yo, el gran problema de la desigualdad entre los hombres y los pueblos de este mundo ha permanecido en toda su gravedad e insoportabilidad. Y ¿por qué no decir, también, en su amenazadora peligrosidad para los que se consideran satisfechos? Más bien, en la cada vez mayor conciencia que día tras día vamos adquiriendo sobre las condiciones del Tercero y Cuarto Mundo, de lo que Latouche ha llamado «el planeta de los náufragos», las dimensiones del problema se han ampliado de una manera desmesurada y dramática. El comunismo histórico ha fracasado. Pero el desafío que lanzó permanece. Si, para consolarnos, vamos diciendo que en esta parte del mundo hemos alumbrado la sociedad de los dos tercios, no podemos cerrar los ojos frente a la mayoría de los países donde la sociedad de los dos tercios, o hasta de los cuatro quintos o de los nueve décimos, es la otra.
Frente a esta realidad, la distinción entre derecha e izquierda, para la que el ideal de la igualdad siempre ha sido la estrella polar a la que ha mirado y sigue mirando, es muy clara. Basta con desplazar la mirada de la cuestión social al interior de cada Estado, de la que nació la izquierda en el siglo pasado, hacia la cuestión social internacional, para darse cuenta de que la izquierda no solo no ha concluido su propio camino sino que apenas lo ha comenzado[46].
3. Para terminar, permítaseme añadir a la tesis aquí sostenida un testimonio personal. Siempre me he considerado un hombre de izquierdas y por lo tanto siempre he dado al término «izquierda» una connotación positiva, incluso ahora que está siendo cada vez más atacada, y al término «derecha» una connotación negativa, a pesar de estar hoy ampliamente revalorizada. La razón fundamental por la cual en algunas épocas de mi vida he tenido algún interés por la política, o, en otras palabras, he sentido, si no el deber, palabra demasiado ambiciosa, la exigencia de ocuparme de la política, y alguna vez, aunque más raramente, de desarrollar actividad política, siempre ha sido mi malestar frente al espectáculo de las enormes desigualdades, tan desproporcionadas como injustificadas, entre ricos y pobres, entre quien está arriba y quien está abajo en la escala social, entre quien tiene el poder, es decir, la capacidad para determinar el comportamiento de los demás, tanto en la esfera económica como en la política e ideológica, y quien no lo tiene. Desigualdades especialmente visibles y —a medida en que poco a poco se vaya fortaleciendo la conciencia moral con el paso de los años y la trágica evolución de los acontecimientos— cada vez más concienzudamente vividas, por parte de quien, como yo, nació y fue educado en una familia burguesa, en la que las diferencias de clase todavía estaban muy marcadas. Estas diferencias eran especialmente evidentes durante las largas vacaciones en el campo, donde nosotros, llegados de la ciudad, jugábamos con los hijos de los campesinos. Entre nosotros, la verdad sea dicha, afectivamente había una perfecta armonía, y las diferencias de clase eran totalmente irrelevantes, pero no podíamos evitar el contraste entre nuestras casas y las de ellos, nuestras comidas y las suyas, nuestros trajes y los suyos (en verano iban descalzos). Cada año, al volver de vacaciones, sabíamos que uno de nuestros compañeros de juegos había muerto durante el invierno de tuberculosis. No recuerdo, en cambio, una sola muerte por enfermedad entre mis compañeros de escuela en la ciudad.
Eran también los años del fascismo, cuya revista política oficial, fundada por el mismo Mussolini, se titulaba Gerarchia. Populista, no popular, el fascismo tenía alistado al país bajo su régimen, reprimiendo toda forma libre de lucha política; un pueblo de ciudadanos, que ya habían conquistado el derecho a participar en elecciones libres, fue reducido a una masa vitoreante, un conjunto de súbditos todos iguales, sí, por el idéntico uniforme, pero iguales (¿y contentos?) en la servidumbre común. Con la aprobación imprevista e improvisada de las leyes racistas, nuestra generación se encontró en los años de la madurez frente al escándalo de una infame discriminación que en mí, como en otros, dejó una señal indeleble. Fue entonces cuando el espejismo de una sociedad igualitaria favoreció la conversión al comunismo de muchos jóvenes moralmente serios e intelectualmente capaces. Sé muy bien que hoy, después de tantos años, el juicio sobre el fascismo debe ser dado con el distanciamiento propio del historiador. Sin embargo, hablo aquí no como historiador, sino únicamente para aportar un testimonio personal de mi educación política en la que, por reacción al régimen, tuvieron tanto que ver los ideales, además de los de libertad, e incluso de los de igualdad y fraternidad, como la «redundante charlatanería», como desdeñosamente se decía entonces, de la Revolución Francesa[47].
4. Como he venido diciendo desde el principio, suspendo todo juicio de valor. Mi propósito no era el de tomar partido, sino el de dar testimonio de un debate que continúa estando muy vivo, a pesar de las recurrentes campanadas de duelo. Además, si la igualdad puede ser interpretada negativamente como nivelación, la desigualdad se puede interpretar positivamente como reconocimiento de la irreductible singularidad de cada individuo[48]. No existe ideal que no esté encendido por una gran pasión. La razón, o mejor dicho, el razonamiento que aduce argumentos en pro y en contra para justificar la elección de cada uno de ellos frente a los demás, y sobre todo frente a sí mismo, llega después. Por eso los grandes ideales resisten el paso del tiempo y la variación de las circunstancias y son el uno para el otro, a pesar de los buenos oficios de la razón conciliadora, irreductibles.
Irreductibles, pero no absolutos, por lo menos así debería de considerarlos el buen demócrata (y una vez más permítaseme volver sobre la diferencia entre el extremista y el moderado). Nunca he pretendido erigir mis preferencias personales, a las que considero que no puedo renunciar, en criterio general del derecho y de la sinrazón. Nunca he olvidado una de las últimas lecciones de uno de los maestros de mi generación, Luigi Einaudi, que en un ensayo valiosísimo, que siempre me ha servido de guía, Discorso elementare sulle somiglianze e dissomiglianze fra liberalismo e socialismo, después de haber definido con admirable maestría los rasgos esenciales del hombre liberal y del hombre socialista (y no tenía necesidad de señalar de qué parte estaba), escribía que «las dos corrientes son respetables», y «los dos hombres, aunque adversarios, no son enemigos; porque los dos respetan la opinión de los demás; y saben que existe un límite para la realización del propio principio». Concluía: «El optimum no se alcanza en la paz forzada de la tiranía totalitaria; se toca en la lucha continua entre los dos ideales, ninguno de los cuales puede ser vencido sin daño común»[49].
El empuje hacia una igualdad cada vez mayor entre los hombres es, como ya observó en el siglo pasado Tocqueville, irresistible. Cada superación de esta o aquella discriminación, en función de la cual los hombres han estado divididos en superiores e inferiores, en dominadores y dominados, en ricos y pobres, en amos y esclavos, representa una etapa, desde luego no necesaria, pero por lo menos posible, del proceso de incivilización. Nunca como en nuestra época se han puesto en tela de juicio las tres fuentes principales de desigualdad: la clase, la raza y el sexo. La gradual equiparación de las mujeres a los hombres, primero en la pequeña sociedad familiar, luego en la más grande sociedad civil y política, es uno de los signos más certeros del imparable camino del género humano hacia la igualdad[50].
¿Y qué decir de la nueva actitud hacia los animales? Debates cada vez más frecuentes y extensos, concernientes a la legitimidad de la caza, los límites de la vivisección, la protección de especies animales que se han convertido en cada vez más raras, el vegetarianismo, ¿qué representan sino escaramuzas de una posible ampliación del principio de igualdad incluso más allá de los confines del género humano, una ampliación basada en la conciencia de que los animales son iguales a nosotros los hombres por lo menos en la capacidad de sufrimiento?
Se entiende que para que cobre sentido este grandioso movimiento histórico, es preciso levantar la cabeza de las rencillas cotidianas y mirar más arriba y más lejos[51].