EL MURO CAYÓ HACIA LOS DOS LADOS
Joaquín Estefanía
Hace dos décadas que se publicó por primera vez Derecha e izquierda, de Norberto Bobbio. Desde entonces su autor ha muerto y en el mundo han acaecido muchos sucesos que han cambiado la forma de pensar y de vivir de los ciudadanos. La editorial Taurus considera que es un buen momento de volver a poner en circulación la obra, bien porque la mayoría de sus postulados siguen vigentes —lo que da idea de la estatura intelectual del pensador italiano— o bien porque merece la pena hacer una revisión crítica de lo que entonces se dijo, de los énfasis que estaban vigentes en comparación con los de hoy, de los problemas que se arreglaron y los nuevos que han surgido.
Cuando, en 1998, se publicó la obra en castellano, los responsables de Taurus me pidieron dos cosas: que escribiese un prólogo a la luz del momento, caracterizado aún por el shock que había supuesto la caída del Muro de Berlín y del socialismo real; y que organizase un seminario sobre el mismo tema —las alternativas ideológicas en el postcomunismo— que también se publicó en edición no venal, en la misma casa, bajo el título de Las claves del debate. Derecha e izquierda de Norberto Bobbio. Así pues, la confrontación de lo expuesto con estos casi veinte años de vértigo no corresponde solo al italiano, sino a los intelectuales que participaron en aquel seminario y al prologuista. Es fascinante echar la vista atrás y tener la oportunidad de comparar lo pronosticado con lo ocurrido: los asuntos que entonces parecían crepusculares y hoy están en primera fila de las preocupaciones políticas, y viceversa; lo que en un momento determinado parecía decisivo para el devenir de la humanidad y tan solo significará un asterisco en los libros de Historia.
Apenas una década después de la publicación del libro murió Bobbio, uno de esos testigos excepcionales del «corto siglo xx», en definición del historiador británico Eric Hobsbawm: el periodo comprendido entre la Gran Guerra, en 1914, y la caída del Muro de Berlín, a finales de 1989. Un buen debate colateral —si Hobsbawm no hubiera desaparecido también— sería el de analizar si el XX fue corto o muy largo, ya que podría defenderse con datos empíricos que se inició con la Primera Guerra Mundial pero que aún no ha terminado porque la Gran Recesión forma parte de las convulsiones que tuvieron lugar en el interior del mismo, y sus secuelas parecerían indicar que el Muro cayó hacia los dos lados (hacia el del socialismo real, con su destrucción, y hacia el del capitalismo real con una de las crisis mayores del mismo, junto a las dos conflagraciones mundiales y la Gran Depresión de los años treinta). En cualquier caso, Hobsbawm dejó al menos una impresión de este asunto: el colapso del año 2008 es «una suerte de equivalente de derechas de la caída del Muro de Berlín», cuyas consecuencias han llevado al mundo a «volver a descubrir que el capitalismo no es la solución sino el problema».
Cualquier observador definiría a Bobbio como un hombre cercano al centro izquierda, símbolo de la cultura antifascista, apasionado por la libertad y, por tanto, más vinculado al socialismo liberal que al marxista. Y sobre todo, un moderado de izquierdas que creía que la tendencia dominante es dirigirse hacia un centro que unas veces es centro izquierda y otras centro derecha. Decía: «En una sociedad democrática, pluralista, donde existen varios grupos en libre competición, con reglas del juego que deben ser respetadas, mi convicción es que tienen mayor posibilidad de éxito los moderados […]. Guste o no guste, las democracias suelen favorecer a los moderados y castigan a los extremistas. Se podría también sostener que es un mal que así ocurra. Pero si queremos hacer política y estamos obligados a hacerla según las reglas de la democracia, debemos tener en cuenta los resultados que este juego favorece. Quien quiera hacer política día a día debe adaptarse a la regla principal de la democracia, la de moderar los tonos cuando ello es necesario para obtener un fin, el llegar a pactos con el adversario, el aceptar el compromiso cuando este no sea humillante y cuando es el único medio de obtener algún resultado». A la luz de las últimas elecciones celebradas en muchos lugares, y de la emergencia de fuerzas a ambos lados del espectro ideológico que han puesto en cuestión el histórico bipartidismo instalado desde la Segunda Guerra Mundial, no está claro que se pueda mantener hoy en día que el moderantismo y la ocupación del centro sean las tendencias dominantes. Por lo menos, no son las preferidas de tanta gente como antes. El ejemplo más cercano fueron los comicios al Parlamento Europeo de 2014, que abrieron el interrogante de si los ciudadanos consideran o no oportuno que, en ocasiones (en este caso durante la crisis económica que ha asolado a Europa, sobre todo a la Europa del sur), las diferencias entre la derecha y la izquierda instaladas sean de poco más de un centímetro ideológico y práctico.
Moderado y de izquierdas. Escribe Bobbio: «Siempre he dado al término izquierda una connotación positiva, incluso ahora que está siendo atacada, y al término derecha una connotación negativa, a pesar de estar hoy ampliamente revalorizada». De la lectura transversal de los muchos textos de Bobbio se pueden destacar algunas de sus características constantes: la desconfianza ante una política demasiado ideologizada; la prevalencia del gobierno de las leyes frente al gobierno de los hombres; el elogio constante de la democracia; la defensa a ultranza de una política laica, entendido el laicismo como ejercicio del espíritu crítico contra los opuestos dogmatismos de católicos y comunistas; y una incondicional admiración por el sistema político británico.
Con esta forma de ser y de pensar, cuando Bobbio muere (2004) sigue creyendo que, aunque la díada izquierda y derecha tañe a duelo cada vez con más frecuencia por la aparición de otras contradicciones y por la hegemonía de una sociedad de ambidextros (Fernando Savater, en el seminario citado, defendió su creencia de que no hay gente químicamente pura de izquierdas o de derechas, sino que todo el mundo tiene componentes de ambas ideologías y todas las personas cuerdas son contradictorias y solo los locos son monotemáticos), esa dualidad continúa vigente, permanece activa. ¿Es que debe sorprendernos, se pregunta, que en un universo como el político, constituido sobre todo por relaciones de antagonismo entre partes contrapuestas (partidos, grupos de intereses, facciones, pueblos, relaciones internacionales, naciones, ciudadanos…), la manera más común de representarlas sea mediante la díada izquierda-derecha?
¿Se puede repetir esa aseveración una década después, con todo lo que ha ocurrido? Subrayemos cuatro elementos que, hoy, tienen distinta intensidad que entonces. En primer lugar, de la caída del Muro de Berlín se ha cumplido un cuarto de siglo. No es solo que se llevase por delante aquel sistema alternativo al capitalismo denominado socialismo real (del que luego hemos conocido, más allá de lo que se sabía cuando estaba vigente, la total ausencia de libertades, la persecución inmisericorde al disidente, la terrible ineficacia económica y el envenenamiento del medio ambiente, que fueron sus señas de identidad negativas), sino que puso en serios aprietos a la propia socialdemocracia. La demolición del Muro de Berlín contagió al conjunto de la izquierda, por mucho que su rama democrática, el socialismo, intentara desembarazarse angustiosamente de las enfermedades letales del comunismo, que no le eran propias pero que confundían «a los demás», a la gente que lo contempla (al socialismo) desde fuera, en palabras del intelectual italiano Raffaele Simone, que publicó en 2008 un estudio sobre la derecha global titulado El Monstruo Amable. ¿El mundo se vuelve de derechas? (Taurus), que sin duda complementa a este de Bobbio. Desde principios de los noventa, la socialdemocracia cabeceó desesperadamente afirmando su distinción del socialismo real.
¿Con éxito? Depende. Una generación después del Muro hay distancia suficiente para ser conscientes de ese descrédito contagiado. Simone entiende que se perdió mucho tiempo debido a la tiranía del corto plazo en la que han estado instaladas las fuerzas socialdemócratas, los dirigentes socialdemócratas y muchos de los pensadores socialdemócratas. A ello habría que añadir que la práctica política de determinada socialdemocracia ha tenido mucho que ver en las últimas décadas con recortes de la seguridad social, privatización de los servicios públicos, socialización de pérdidas en el sector financiero, ajustes macroeconómicos permanentes…, y que las propuestas para dar alegría a la demanda y generar empleo, redistribuir a través del gasto público o hacer reformas fiscales progresivas aumentando las cargas sobre los beneficios empresariales y sobre las grandes fortunas han sido descalificadas por algunos de los propios dirigentes de la tribu como propias de un socialismo anticuado e irresponsable. Entiende Simone —y con él muchos otros analistas— que la desarticulación moral de las ideas de la familia comunista bajo el principio insoslayable de que el fin no justifica los medios, más la transformación muy acelerada del capitalismo (ha pasado de multinacional a global, de lo físico a lo financiero, de lo material a lo digital, y se centra más en el consumo que en la producción), han sorprendido en el ring a los restos del naufragio de la socialdemocracia, con los brazos bajados mientras las ideas y las prácticas políticas del oponente le golpeaban sistemáticamente en la cabeza, el hígado y el resto del cuerpo.
A ello hay que añadir la revolución tecnológica: muchas de las fuerzas que han emergido, que se disputan el terreno de la calle (Occupy Wall Street, los indignados, Podemos…), son de naturaleza digital, mientras que la socialdemocracia todavía es analógica.
También la emergencia del terrorismo global, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, que ha cambiado la dialéctica entre seguridad y libertad (y ha generado guerras como la invasión de Irak, cuyas lamentables consecuencias aún estamos viendo), ha afectado a la izquierda contemporánea. A veces, la izquierda no ha comparecido en este debate a contracorriente, sino que se ha dejado llevar por el otro lado del espectro ideológico, porque a corto plazo le podía costar los votos de la gente asustada. Cuando se instala el miedo es muy difícil reivindicar la noción de libertad como no dominación. La libertad para la izquierda democrática ha sido siempre una libertad que no se puede conseguir con unas dosis grandes de desigualdad (y esta ha crecido en el interior de los países de modo implacable), en una ecuación en la que la libertad sigue siendo el fin y la igualdad un medio, no un fin en sí misma. La izquierda ha pretendido la libertad para las personas, con el sometimiento, si es necesario, de las cosas. Dice Bobbio: «Tener una libertad igual que la de todos los demás quiere decir no solo tener todas las libertades que los demás tienen, sino también tener igual posibilidad de gozar de cada una de esas libertades».
La revolución tecnológica y una concepción de la libertad más vinculada a la seguridad que a la igualdad han puesto a la defensiva a una izquierda que ha llegado tarde a muchas de las citas que se han dado en la última década. Una izquierda que huele a naftalina a muchos de los nuevos protagonistas sociales que han emergido, aunque no estén organizados. Para muchos jóvenes, la política tal como se la conoce (y la izquierda que la practica) ha dejado de ser una actividad articulada, una búsqueda de soluciones que se obtienen del esfuerzo, del estudio de los problemas y del discurso elaborado, sino que se basa en un deseo genérico de «hacer cosas», de actuar e incluso de pelearse, de que «se enteren», de «darles una lección». Así, la política (frente a la que esos jóvenes sufren tal desafección que cuando les preguntan qué opinan del sistema que les acoge contestan que es corrupto, fallido, indiferente e irresponsable hacia ellos) tiende a identificarse no con la elaboración cultural e ideológica sino con el «comportamiento», con el culto a la acción directa. En parte, la juventud se siente una especie de clase social aparte, una clase social «en sí», no «para sí», transversal respecto a los demás, sobre todo respecto a lo viejo y los viejos, e incluso opuesta a ellos. A esta clase social, la política tradicional, y la izquierda que la practica, no le dice nada o le dice muy poco: es cosa de otra época.
Pero el acontecimiento que más ha transformado el mundo en los últimos años ha sido la Gran Recesión, una de las pocas crisis mayores del capitalismo que podían haber acabado con él (en este caso, tras el pánico financiero que se generó con la quiebra de Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión del mundo, en el otoño de 2008). Por su profundidad, extensión y globalidad, aunque en diversos grados según la zona geográfica del planeta. La Gran Recesión comenzó en el verano de 2007 y aún estamos contando sus estragos en forma de empobrecimiento, desigualdad, mortandad de empresas, reducción de la protección social, congelación de la lucha contra el cambio climático y, sobre todo, en pérdida de la calidad de la democracia. En nuestra opinión, la crisis económica tendrá secuelas de largo plazo en esa forma de pensar y de vivir de los ciudadanos que antes se citaba, pese a que sigue vigente la gran maldición expresada por Galbraith: la memoria en términos económicos dura una generación, transcurrida la cual los humanos volvemos a cometer las mismas tonterías que antes, solo que con productos, abusos y especulaciones más sofisticados.
En lo que ha supuesto el final de un largo periodo de prosperidad de casi tres lustros, durante el cual los ciudadanos habían sido convencidos de que «era seguro» que las depresiones del pasado no volverían a repetirse, la crisis tendrá un profundo impacto ideológico, ya veremos de qué signo. En la medida en que los defensores del libre mercado a ultranza parecían capaces de suministrar bienes y servicios a la población, por muy desigual, precario y exclusivo que fuese el reparto, su predominio político parecía comprometido. Pero el genio se ha escapado de la botella y las soluciones a los problemas económicos han pasado por un intenso intervencionismo y la utilización de multimillonarias cantidades de dinero público. Como explica el analista británico Seumas Milne (La venganza de la historia. La batalla para el siglo XXI, Editorial Capitán Swing), el sistema se ha salvado del colapso gracias a la mayor intervención estatal de la historia, y «los siniestros siameses», el neoconservadurismo y el neoliberalismo, que a principios del siglo actual parecían tener el mundo en sus garras, han sido puestos a prueba una y otra vez hasta quedar desautorizados en la totalidad de sus bases ideológicas.
Aunque cualquier balance que se haga en estos momentos de la crisis económica no puede ser más que provisional, sí se pueden subrayar dos tendencias: la enorme transferencia del poder, la renta y la riqueza en el interior de los países (con una multiplicación exponencial de la desigualdad a niveles semejantes a los de los años veinte del siglo anterior), y un problema de gobernanza del sistema, ya que las principales decisiones en esta materia se toman en lugares cada vez más alejados de los centros de soberanía nacional (los Parlamentos) y por tecnócratas no elegidos en primera instancia por nadie; se produce una transferencia de soberanía desde los Estados-nación hacia no se sabe bien dónde ni a quién. Esto resta legitimidad a las políticas abordadas que, por lo demás, casi siempre tienen el mismo sentido: austeridad, ajustes estructurales, rigor mortis, etcétera. Se están sentando las bases para una crisis de legitimidad política. Lo que comenzó siendo un asunto de déficit democrático ha devenido en una crisis de la propia democracia. El binomio democracia-capitalismo, que pese a su inestabilidad ha funcionado durante décadas, se ha desequilibrado tanto a favor del segundo que redunda en la legitimidad del primero.
Ello ha dado lugar a nuevas contradicciones, algunas de ellas tan potentes como la clásica entre la derecha y la izquierda. Por ejemplo, la de los incluidos y los excluidos del sistema; y, sobre todo, la que enfrenta con una intensidad creciente a las élites (se denominen estas de derecha o de izquierdas) y a los ciudadanos (sean estos de derechas o de izquierdas). El pacto social está siendo cuestionado o simplemente ha desaparecido. El acuerdo no escrito entre los ciudadanos, sus élites y los Estados exigía la provisión de protecciones sociales y económicas básicas, incluyendo oportunidades razonables de empleo y un cierto grado de seguridad por el mero hecho de ser ciudadano. Una parte de ese acuerdo contemplaba una cierta equidad: que los pobres compartiesen las ganancias de la sociedad cuando la economía crecía y que los ricos contribuyesen a paliar las penurias sociales en momentos de recesión o estancamiento. Esto es lo que se ha roto con la Gran Recesión. En un extremo tenemos a élites indiferentes a la suerte de la mayoría, y en el otro, multiplicándose, a lo que Robert Castel llama «los desafiliados». Por motivos opuestos, ambos grupos ponen en cuestión el sistema y la teoría de unas clases medias que se ampliaban constantemente por la evolución de aquel. El Estado del Bienestar, la mejor utopía factible de la humanidad, es prescindible para los primeros (que se resisten a financiarlo, abonando menos impuestos o sustituyendo impuestos —que se tienen que pagar en términos proporcionales a la renta y la riqueza, y que no se devuelven— por deuda pública, que pagan todos los ciudadanos y que ha de restituirse a quien nos la presta: el sistema financiero) porque no lo necesitan y tienen acceso a la asistencia y a la protección privada. Por otra parte, expulsa a los «desafiliados» que, tras haberlo utilizado durante un tiempo, quedan aislados del Welfare al permanecer demasiado tiempo sin poder cotizar para el mismo (por ejemplo, los parados estructurales que dejan de percibir el seguro de desempleo, las rentas mínimas y las pagas escoba, o aquellos que después de haber cotizado muchos años a la Seguridad Social para su jubilación se quedan sin dinero para continuar haciéndolo, etcétera).
Esta crisis ha pillado a la izquierda sin una épica propia, desteñida y, sobre todo, sin que el espíritu de la época, el clima intelectual y cultural de la era (el Zeitgeist, «el tiempo vital, lo que cada generación llama “nuestro tiempo”», según Ortega y Gasset) le sea propicio. Veamos. Primero, el socialismo democrático contemporáneo se ha construido sobre la base de la aceptación de tres elementos que no le eran propios: la llamada democracia burguesa, la del capitalismo (a cuya sustitución renuncia) y el Welfare state, que es producto de un pacto con parte de la derecha. No le basta con el discurso reformista, porque este ha perdido credibilidad, se ha abusado del mismo y ha sido aplicado casi siempre en sentido regresivo. ¿Cómo ganar unas elecciones bajo un eslogan tan obtuso, por ejemplo, como el de la flexiseguridad? Segundo, muchas veces a la izquierda solo se la suele echar de menos cuando no gobierna, y cuando gobierna se la deplora porque en el mejor de los casos es eficaz, y en el peor solo aplica las recetas tradicionales de la derecha (al Gobierno de Blair se le calificó de «thatcherismo de rostro humano»), pero se ha olvidado de las transformaciones. Por último, como mencionábamos antes, la izquierda se ha «desglamourizado», ha perdido el encanto de lo que una vez fue la idea dominante y ahora es una idea en cierto declive. La izquierda instalada se ha descolorido (del rojo al rosa) y es como la cerveza sin alcohol. Bobbio mantiene que después de la Segunda Guerra Mundial era una heroicidad ser de derechas y, al contrario, hoy lo es ser de izquierdas. En este aspecto, la revolución conservadora de Thatcher y Reagan, proseguida luego por los neocons (algunos de ellos antiguos pensadores de la izquierda, incluso de la radical, reconvertidos a un extremismo de signo contrario), fue tóxica mientras no se desacreditó. El resultado práctico es que, con algunas excepciones, la gauche realmente existente está dejando de administrar (o es minoritaria en) la solución a los problemas comunes y públicos de los ciudadanos.
La crisis, que fue en su inicio financiera, luego económica, más tarde política y social, ha sorprendido a la izquierda tradicional sin soluciones, abrazándose como un boxeador sonado a ideas prestadas de otras corrientes ideológicas (el keynesianismo, la defensa de los derechos civiles de las minorías, el liberalismo político…) para no besar definitivamente la lona del ring en el que pelea con una derecha que no sufre lo mismo. ¿Por qué? En primer lugar, por la cultura del esfuerzo: ser de izquierdas en pleno siglo XXI, actuar desde este punto de vista, requiere una gran cantidad de sacrificios (entre otros, vivir como se piensa) y renuncias que no tiene por qué compartir el otro lado del espectro: hay una dimensión penitencial (Simone) en el hecho de estar en la izquierda que implica, además, la necesidad inagotable de que a uno le perdonen la estela de sufrimientos que arrastra consigo la historia de los comunismos y los socialismos reales; al adoptar la idea de que el mundo es naturalmente de derechas (el espíritu de nuestro tiempo), los postulados de izquierdas deben considerarse técnicamente ingeniería social, elaboraciones. Y segundo, porque la derecha es el Monstruo Amable de Simone que potencia lo anterior y que «es el semblante metamórfico que asume el Leviatán en la era global». Hay un atractivo en la derecha dentro de este Zeitgeist que se presenta como una mentalidad difusa e impalpable, una ideología intangible, inaprensible, un conjunto de actitudes y modos de comportarse que se respira en el aire, en las televisiones, en el resto de los medios de comunicación. Influida por este ambiente social la derecha se ha presentado moderna, afable y trendy, mientras que a la izquierda tradicional, reformista, flexisegurizadora, se la ve polvorienta, aburrida y out.
Y sin embargo, la mayor parte de los problemas seminales por los cuales nació la izquierda hace dos siglos y pico sigue ahí, algunos de ellos exacerbados: la explotación, el engaño, la corrupción, la falta de bienestar de una mayoría en tiempos de abundancia, la inseguridad, el abuso, el analfabetismo, la noción de libertad como ausencia de dominación, la consideración del ciudadano como mero juguete de las fuerzas sociales… Puede que la izquierda clásica se encuentre decadente y necesita inyecciones de aceite de hígado de bacalao contra la anemia pero las ideas que la definen, que combinan un grado limitado de desigualdad con la búsqueda del bienestar general, la solidaridad, la instrucción y, naturalmente la libertad, persisten.
Cuando se estaba escribiendo este prólogo, que actualiza el de hace veinte años, apareció un reportaje en el semanario francés Le Nouvel Observateur, titulado «¿Puede morir la izquierda? Crisis intelectual», que muestra el estado crepuscular de la izquierda europea. En él se multiplican los mensajes de que la izquierda es ya un cadáver, un zombi que pedalea pero ya no existe. Pocos días después, el primer ministro francés, el socialista Manuel Valls, declaraba al diario El País: «La izquierda puede morir si no se reinventa, si niega el progreso» (sic: ¿qué progreso se niega?).
De la derecha no se afirma nada similar, aunque también se la podría poner frente al espejo si este prólogo no estuviese motivado por un libro de Bobbio sino de algún intelectual representativo del centro derecha (por ejemplo, podría hacerse con los textos del gran Raymond Aron). Está inmersa en el ambiente social de moda.
Además, al tiempo que se analiza y se especula sobre la ausencia de hegemonía intelectual y social de la izquierda tradicional, se incrementa en la vida pública el ascenso de fuerzas a su izquierda. Según el sociólogo Ignacio Sánchez Cuenca («Izquierda e izquierdismo», Infolibre.es) el izquierdismo de este tiempo no ha sido, como en los años de Lenin, fruto de la impaciencia revolucionaria y la inexperiencia política, sino una consecuencia de la crisis: se ha creado una situación tan injusta en el periodo de la Gran Recesión que la legitimidad del capitalismo y de las instituciones de la democracia liberal ha sufrido muy notablemente. Mucha gente se ha hartado, pone en cuestión el mismo sistema y desconfía de los partidos tradicionales.
¿Hay que contar ya para siempre con un capitalismo que cambia de faz (generalmente a peor) como una opción política en la que la derecha y la izquierda no desbordan sus límites acotados, o hay sistemas alternativos? En este punto se debe recordar al sociólogo británico Thomas H. Marshall, que a mitad del siglo pasado definió un concepto de ciudadanía (Ciudadanía y clase social, Alianza Editorial) que aún no ha sido superado. Ciudadano, según Marshall, es aquel que es triplemente ciudadano: civil, político y social. No se puede ser ciudadano a medias. El elemento civil se compone de los derechos para la libertad individual: libertad de la persona, de expresión, de asociación, de pensamiento y de religión, también derecho a la propiedad y a establecer contratos válidos, y derecho a la justicia. La ciudadanía política es el derecho a participar en el ejercicio del poder político, siendo elector o presentándose para ser elegido. La ciudadanía social o económica abarca todo el espectro, desde el derecho a la seguridad hasta el derecho a un mínimo de bienestar económico, a compartir plenamente la herencia social y a vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares predominantes en cada sociedad. Pues bien, mientras la ciudadanía civil y la política han alcanzado cotas no superadas en ningún otro momento de la historia, la ciudadanía social y económica —que es una de las señas de identidad centrales de la izquierda— ha quedado rezagada y en algunas etapas, como la actual, ha experimentado en muchos lugares un retroceso muy sensible. La decadencia de la gauche está inspirada en su falta de respuesta a la cuestión de cómo es posible que un conjunto de objetivos plenamente vigentes (la mayor parte de ellos relacionados con las fuentes de la desigualdad: de clase, raza, sexo…), que la mayoría sigue considerando fértiles para mejorar la condición humana, esté retrocediendo a lo largo de un frente tan extenso y, en ocasiones, con tanta rapidez.
El Muro cayó hacia los dos lados. Hacia el del socialismo real, a partir de 1989. Hacia el del capitalismo real, desde que en el verano de 2007 comenzó una crisis económica de la que todavía no sabemos qué dará de sí pero que ha desvelado las incertidumbres de una democracia arrollada por el capitalismo. Ambas circunstancias han hecho de la díada derecha-izquierda un blanco móvil. Una circunstancia histórica desacreditó el socialismo real y, de paso, contagió a su pesar a la socialdemocracia; la otra ha puesto en cuestión los cimientos sobre los que se estaba construyendo el progreso bajo el capitalismo: el neoliberalismo y el neoconservadurismo. La verdadera lección de todo esto es que no hay nada decidido. Defiende Milne que ningún modelo de izquierdas o de derechas, social o económico, ha venido nunca listo para armar. «Todos ellos, desde el poder soviético hasta el Estado del Bienestar keynesiano, pasando por el neoliberalismo de Thatcher y Reagan, han surgido como resultado de una improvisación ideológicamente dirigida en circunstancias históricas concretas». Ni siquiera Marx ofreció un plan de acción. Serán la voluntad política y la eficacia para dar respuesta a las necesidades de la mayoría (como le sucedió a Roosevelt con el New Deal o en la Europa de la posguerra) las que determinarán la dirección y la hegemonía en las que habrá de desarrollarse el nuevo orden, y quiénes serán sus protagonistas. Otros 20 años es un horizonte oportuno para saber quién tuvo la razón y el acierto. Lo deberán analizar otros.
JOAQUÍN ESTEFANÍA
Septiembre de 2014