II. EXTREMISTAS Y MODERADOS

1. Sean o no sean válidos los argumentos examinados hasta aquí para negar la díada, parece que para corroborar la tesis de la negación nos puede ayudar un dato de hecho constatable y en estos años comprobadísimo, ya que, tal y como ocurre con todos los hechos, estos son más testarudos que cualquier razonamiento, incluso el más sutil: la transmigración de un autor, uno de esos que se yerguen como modelos de vida, y que entran a formar parte del restringido círculo de los maîtres à penser, por la propia voluntad de los discípulos, desde la derecha a la izquierda o viceversa. Baste con recordar los casos más clamorosos. A Nietzsche, inspirador del nazismo (que esta inspiración derivase de una mala interpretación, o, como creo yo, de una de las interpretaciones posibles, es un problema que no nos concierne), a menudo se le sitúa junto a Marx como un padre de la nueva izquierda; Carl Schmitt, que durante un cierto tiempo fue no solo el inspirador, sino también el guía teórico del Estado nazi, ha sido, por lo menos en Italia, redescubierto y rehabilitado, sobre todo por estudiosos de izquierda, aun siendo adversario, durante el gran debate constitucionalista de la época de Weimar, del mayor teórico de la democracia de la época, Hans Kelsen; Heidegger, cuyas simpatías por el nazismo han sido más veces y abundantemente documentadas, y sin embargo siempre o desmentidas o atenuadas por sus admiradores (de derecha y de izquierda), ahora es aceptado como un intérprete de nuestro tiempo, no solo en Italia sino también, y sobre todo, en Francia, por filósofos que se consideran de izquierdas. Recíprocamente, ha habido, como es de sobra conocido, por parte de algunos teóricos de la derecha neofascista, un intento de apropiarse del pensamiento de Antonio Gramsci, hasta tal punto que en ambientes donde se intentó dar nuevas formas y una nueva dignidad al pensamiento de derechas ha encontrado cauce una corriente de ideas que fue llamada durante un tiempo «gramscismo de derechas».

Por muy particularmente evidente que sea en estos años de crisis de las ideologías tradicionales, y consecuentemente de confusión doctrinal, la interpretación ambiguamente contrastante de un autor no es en absoluto nueva: el precedente más ilustre, que con categoría excepcional sirve para aclarar la aparente paradoja, es Georges Sorel. El autor de las Reflexiones sobre la violencia tuvo políticamente la función y el papel de inspirador de los movimientos de izquierda: de él nació la corriente del sindicalismo revolucionario italiano que tuvo un cuarto de hora, o poco más, de celebridad en los acontecimientos del socialismo en nuestro país; en los últimos años él mismo se convirtió simultáneamente en admirador de Mussolini y de Lenin, y muchos de sus secuaces italianos confluyeron en el fascismo; sus dos mayores admiradores italianos fueron dos honrados conservadores, Pareto y Croce, respecto a los cuales nunca jamás, aun entre las diversísimas etiquetas que se les han atribuido, encontraría algún lugar la de pensadores de izquierda. Ya mencioné el movimiento de la revolución conservadora. El mismo Hitler se definió en un artículo del Völkische Beobachter del 6 de junio de 1936 como «el conservador más revolucionario del mundo». Menos conocido es que en un discurso en el Parlamento italiano Alfredo Rocco pidiese que «le pasasen la antítesis» de «revolucionario conservador» (aunque Rocco con aquel inciso demostraba ser perfectamente consciente de la paradoja).

Estos dos últimos ejemplos sobre todo, pero también el de Sorel, los unos como conservadores revolucionarios, el otro como revolucionario conservador, nos permiten levantar alguna sospecha acerca del uso que de la simultaneidad de una posición de derechas y de izquierdas (en una declaración o en una interpretación póstuma) se ha hecho para dar un nuevo golpe de piqueta sobre la díada. Llegados a este punto se abre un problema completamente nuevo sobre el cual vale la pena detenerse con alguna observación, también por la importancia que pueda tener en el capítulo sexto lo que diga en este capítulo. Mirándolo detenidamente, lo que la revolución y la contrarrevolución tienen en común no depende de la pertenencia a una de las dos afiliaciones opuestas que tradicionalmente se han dado en llamar derecha e izquierda. Si así fuese, tendrían razón aquellos que propugnan la renuncia de la díada, porque ya no serviría para distinguir posiciones cultural y políticamente antitéticas. En mi opinión la verdad es otra: lo que los autores revolucionarios y contrarrevolucionarios, y sus movimientos respectivos, tienen en común es la pertenencia, en el ámbito de sus respectivas afiliaciones, con el sector extremista opuesto al de los moderados. La díada extremismo-moderación no coincide con la díada derecha-izquierda en cuanto que obedece, también ella, como veremos, a un criterio de contraposición en el universo político diferente del que implica la distinción entre derecha e izquierda.

En una primera aproximación se ve que la díada extremismo-moderación tiene muy poco que ver con la naturaleza de las ideas profesadas, pero se refiere a su radicalización y consecuentemente a las diversas estrategias para hacerlas valer en la práctica. Así se explica por qué revolucionarios (de izquierda) y contrarrevolucionarios (de derecha) pueden compartir ciertos autores: los comparten no por ser de derecha o de izquierda, sino en cuanto extremistas respectivamente de derecha y de izquierda que, precisamente por ser así, se distinguen de los moderados de derecha e izquierda. Si es cierto que el criterio que rige la distinción entre derecha e izquierda es diferente del que rige la distinción entre extremistas y moderados, eso conlleva que ideologías opuestas pueden encontrar puntos de convergencia y acuerdo en sus franjas extremas, aun manteniéndose muy diferentes con respecto a los programas y a los fines últimos de los cuales solo depende su ubicación en una u otra parte de la díada. Ludovico Geymonat, que siempre se ha autoproclamado un extremista (de izquierda), incluso con ocasión de la llamada refundación del PCI, recopilando algunos escritos políticos suyos los tituló Contro il moderatismo[13]: el bloqueo moderado sería, a su juicio, el que se constituyó, y aún hoy se mantiene, después de la Liberación, y comprende el llamado arco constitucional que va de los comunistas a los democristianos, que han renunciado a la transformación revolucionaria de la sociedad heredada del fascismo y se han contentado con la democracia. En una revista de extrema derecha, Elementi, el neofascista Solinas escribió: «Nuestro drama actual se llama moderación. Nuestro principal enemigo son los moderados. El moderado es por naturaleza democrático».

A partir de estas dos citas parece muy claro que un extremista de izquierda y uno de derecha tienen en común la antidemocracia (un odio, si no un amor). Ahora la antidemocracia les une no por el lado que representan en su afiliación política sino únicamente en cuanto que en esa afiliación representan las alas extremas. Los extremos se tocan.

2. Sin embargo, la antidemocracia no es más que uno de los puntos de acuerdo entre los «extremismos opuestos». Filosóficamente, o sea, desde un punto de vista mucho más general, desde el punto de vista de la visión general del mundo y de la historia, en toda forma de extremismo político existe una fuerte vena de antiiluminismo. No me refiero solo al antiiluminismo de origen historicista del que hay una corriente políticamente conservadora que va de Hegel a Croce, y una políticamente revolucionaria, como la marxista (el marxismo italiano siempre ha sido historicista), sino también, y sobre todo, particularmente en estos tiempos, al antiiluminismo irracionalista, en cuyo seno se puede distinguir también una corriente de inspiración religiosa, que va de De Maistre a Donoso Cortés, autores que hoy son reconsiderados a menudo de forma benévola, y una de origen vitalista, que va de Nietzsche a Sorel. Esta última corriente se puede combinar mejor con la izquierda, mientras que la otra, la fideísta, es irreductible y conscientemente tradicionalista y reaccionaria, surgiendo justo de una «reacción» a la ruptura de un orden histórico considerado como sacro, creado y conservado por una providencia inescrutable, por una revalorización del «noli altum sapere sed time» contra el «sapere aude» de Kant[14].

Desde un punto de vista más particular de la filosofía de la historia, o sea, de las formas y modos con que se interpreta el movimiento histórico (¿progreso o regreso?, ¿movimiento cíclico o estacionario?), mientras la moderación es gradualista y evolucionista, y considera como guía para la acción la idea del desarrollo o, metafóricamente, de un crecimiento del organismo desde su embrión según un orden preestablecido, el extremismo, cualquiera que sea el fin prefigurado, es catastrófico: interpreta el proceder de la historia mediante saltos cualitativos, por rupturas, a las que la inteligencia y la fuerza de la acción humana no son ajenas (en este sentido es menos determinista que la moderación). A la «catástrofe» de la Revolución de Octubre (acontecimiento producido por una voluntad colectiva consciente) no se puede poner remedio si no es con la «catástrofe» contrarrevolucionaria (no es casual que los precursores del fascismo en Italia fueran las «escuadras de acción»): comunismo y fascismo se invierten el uno con el otro. La tesis de los opuestos extremismos que, según el punto de vista de los moderados, no son opuestos sino bajo muchos aspectos análogos, ha tenido su verificación, aunque en una historia menor, en los llamados «años de plomo» durante los cuales la sociedad italiana estuvo en estado de alarma continuo por los actos terroristas que procedían de las dos partes extremas de la alineación política. Esta misma tesis en un plano mucho más elevado, de historia mayor, de historia universal, está en la base del actual debate historiográfico sobre la llamada «guerra civil europea» —protagonista Nolte— según el cual bolchevismo y fascismo (o nazismo) están ligados por un doble hilo, el segundo por ser el reverso del primero, la reacción que sigue a la acción, la revolución-contra pero siempre revolución, la catástrofe después de la catástrofe.

3. Naturalmente, no tiene sentido alguno preguntarse cuál de las dos concepciones de la historia es más verdadera que la otra: la una y la otra son el producto de una historia «profética» que procede no por medio de datos y conjeturas sino por signos premonitorios y extrapolaciones a largo plazo: una historia cuyo criterio de valoración no es la mayor o menor certeza, sino la mayor o menor fuerza populista de la acción, y que como tal no tiene nada que ver con la historiografía de los historiadores que no enseña nada o, mejor aún, es tanto menos didáctica cuanto más explicativa es sobre la base de datos e hipótesis. Como mucho, se puede observar que las diferentes visiones de la historia están, ellas mismas, históricamente condicionadas. El movimiento histórico preferentemente pacífico del siglo pasado, durante el cual Europa llevó a cabo la primera revolución industrial, que no fue una revolución en el sentido estricto de la palabra y por lo tanto nunca asumió el aspecto de una catástrofe, acompañada, en una relación de recíproca acción, por un desarrollo sin precedentes de las ciencias útiles (tecnológicamente utilizables), favoreció la idea del progreso gradual y sin saltos, en etapas obligadas e irreversibles, propugnado tanto por Kant como por Hegel, tanto por Comte como por Marx, cualquiera que fuese la forma asumida por la historia profética en un siglo que, de este género de historias, alumbró una infinidad de ejemplos conocidos.

Por el contrario, el movimiento, bajo muchos aspectos, opuesto del siglo XX —que alberga las dos primeras guerras mundiales y absolutas en la historia de la humanidad, una tercera guerra sin ejércitos contendientes (y sin embargo amenazadoramente alineados en el campo de batalla), la revolución comunista en Rusia y en China, el nacimiento violento y la muerte igualmente violenta de los regímenes fascistas, el rápido proceso de descolonización que siguió a la II Guerra Mundial, no menos rápido e imprevisible desde el punto de vista de una historia anticatastrófica, la disolución del universo comunista, el «sapere aude» llevado hasta el extremo de hacer aparecer el «rostro demoniaco» ya no solo del poder sino también del saber— solicitó y sigue solicitando una visión antitética del desarrollo histórico, una visión justamente catastrófica, donde halló su sitio incluso el miedo ante el fin de la historia y, si no del fin, de la irreparable corrupción (irreparable para el destino humano) de la benéfica naturaleza. Esta visión de la historia, compartida también por observadores menos apocalípticos que aspiran a ser imparciales, facilitó la manifestación del fin de la edad moderna, a la que se quiere caracterizada por la idea de progreso, y el nacimiento de una nueva época histórica que, a la espera de ser señalada con un nombre más apropiado o menos insignificante, llamamos de momento «posmoderna».

4. También con respecto a la moral y a la doctrina de la virtud, los extremistas de orillas opuestas se encuentran, y en el encuentro hallan sus buenos motivos para oponerse a los moderados: las virtudes guerreras, heroicas, del coraje y de la temeridad contra las virtudes consideradas despectivamente mercantiles de la prudencia, la tolerancia, la calculadora razón, la paciente búsqueda de la mediación, virtudes necesarias en las relaciones de mercado y en el más amplio mercado de las opiniones, de las ideas, de los intereses en conflicto que constituyen la esencia de la democracia, en la que es imprescindible la práctica del compromiso. No es casual que tanto los extremistas de izquierda como los de derecha sospechen de la democracia incluso desde el punto de vista de las virtudes que ella alimenta y que son imprescindibles para su supervivencia. En el lenguaje de unos y de otros, democracia es sinónimo de mediocracia, entendida esta como dominio no solo de la clase media sino también de los mediocres. El tema de la mediocridad democrática es típicamente fascista. Pero es un tema que encuentra su ambiente natural en el radicalismo revolucionario de cada color. En este sentido es paradigmático este párrafo de Piero Gobetti: «fuera del gobierno una mediocracia más o menos instruida que ejerciendo a priori una función de asistencia y de ayuda al pueblo intenta corromper con las reformas y la tarea de conciliación toda acción directa, para ilusionar a los rebeldes con propuestas pacíficas que le preserven una ilustrada función educativa»[15]. El criterio de mediocridad está asociado al de reformismo, a la resolución pacífica de las disputas y, de forma aún más general, a la visión pragmática de la política y de los conflictos que se desarrollan en su seno. Leyendo un artículo no menos ejemplar de un escritor de izquierdas (que me sobrecogió) encontré: «las idioteces del contractualismo».

La contraposición entre el guerrero y el mercader conlleva inevitablemente la justificación, si no la exaltación, de la violencia: la violencia resolutiva, purificadora, «comadrona de la historia», para la izquierda revolucionaria (Marx); «única higiene del mundo» para la derecha reaccionaria (Marinetti), y así podríamos seguir enumerando monótonamente.

5. Sin embargo, aunque la antidemocracia, la negación radical de la democracia como conjunto de valores y como método, no es el único punto en común entre extremistas de derecha y de izquierda, desde luego es, en mi opinión, históricamente, el más persistente y significativo. El fascismo, antes de llegar a ser por primera vez régimen en Italia en respuesta a la amenazadora revolución bolchevique, nace en Francia a finales del siglo XIX como ideología conservadora radical, en parte también como reacción a la revolución no solo amenazada sino también intentada, aunque como prueba general de una revolución que nunca tendrá lugar, la de las Comunas. En el conocido estudio dedicado a la historia del fascismo francés, que no de forma casual se titula Ni droite ni gauche[16], el nacimiento de esta ideología, a la que con razón se llama prefascista, está caracterizado principalmente por una airada reacción contra la democracia burguesa, reacción igual y simétrica a la del socialismo maximalista, cuyo chivo expiatorio es la socialdemocracia, o sea, la izquierda en su versión moderada, que ha aceptado las reglas de juego de la democracia burguesa y ha sido corrompida por esta. A pesar de todas las características comunes, que justifican, como se ha dicho, el uso instrumental de los mismos autores, por lo cual, según Barrès, se puede afirmar que «el padre intelectual del fascismo es Sorel», fascismo y comunismo representan en la historia de este siglo la gran antítesis entre derecha e izquierda. ¿Por qué? No solo no han debilitado esa antítesis sino que la han exasperado. Repito, ¿por qué? En mi opinión, la única explicación es que el criterio con el que se distingue una derecha y una izquierda no coincide con aquel según el cual se diferencia, en el ámbito de las afiliaciones de derecha e izquierda, el ala extremista de la moderada. Tanto es así que en la práctica política fascismo y comunismo se excluyen a pesar del enemigo común, que es la democracia formal, o solo formal con sus reglas que permiten la alternancia de la derecha y de la izquierda. Y se excluyen precisamente porque reproducen, en sus peculiares rasgos, los caracteres sobresalientes (sobre los cuales tendremos que volver) de lo que ha sido hasta ahora típico de la derecha y de la izquierda.

6. Entre las diferentes terceras vías de las que se ha hablado, mientras que ha sido propuesta incluso una entre socialismo y liberalismo, nunca ha sido concebida, porque es inconcebible, otra entre comunismo y fascismo. Lo que tienen en común, es decir, el llevar hasta sus extremas consecuencias los rasgos sobresalientes de las ideologías, respectivamente de izquierda y de derecha, es justo lo que los convierte doctrinalmente en inconciliables, prácticamente incompatibles. Una alianza, aunque forzada, y por lo tanto destinada a no durar, entre fascistas y conservadores en el mismo frente de la derecha, o sea, entre extrema derecha y derecha moderada, ha sido posible, mejor dicho el fascismo histórico es el resultado de esta alianza. En la vertiente opuesta, una alianza análoga entre comunismo y socialismo democrático se produjo solo de manera solapada en las democracias populares, y fue una más que solapada propuesta en el pacto de unidad de acción entre comunistas y socialistas italianos después de la Liberación. Una alianza entre comunistas y fascistas tiene algo de monstruoso. En la contraposición entre extremismo y moderación se plantea sobre todo la cuestión del método, en la antítesis entre derecha e izquierda se plantea sobre todo la cuestión de los fines. El conflicto respecto a los valores es más fuerte que con respecto al método. Algo que puede explicar por qué en determinadas circunstancias de grave crisis histórica pueda tener algún éxito una alianza entre extremistas y moderados de derecha, como ha ocurrido en los regímenes fascistas, donde las derechas moderadas, en una situación de necesidad, han aceptado la supremacía de la extrema derecha. De la misma manera solo la situación de necesidad puede explicar que, tras la II Guerra Mundial, el esperpento de una pura y simple restauración del pasado haya conducido a los socialistas, a costa además de una dolorosa y destructiva escisión, a aliarse con los comunistas, o sea con el extremismo de izquierda.

A decir verdad, hubo un clamoroso ejemplo de alianza práctica entre fascismo y comunismo: el pacto de no agresión y de repartición mutuamente ventajosa entre la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin, pero fue una alianza esencialmente táctica, que tuvo una breve duración, y que, ideológicamente, no tuvo consecuencias, excepto por la formación de algún pequeño grupo, políticamente insignificante, de bolcheviques nazis[17].