Sorpresas inesperadas

Jueves, 3 de junio de 2010

Te juro que no sé cómo las tías pueden soportar depilarse cada dos por tres —murmuró Zuper mientras revisaba su cuerpo desnudo en el espejo—. ¿Me he dejado algún pelo?

Karol enarcó una ceja y negó con la cabeza. El pelirrojo llevaba una hora en el baño, pasándose la maquinilla de afeitar por todo el cuerpo. Había sido imposible convencerle para que fuera al salón de belleza y le depilaran. También se había negado a que Alba y Elke le ayudaran. «¡Por supuesto que no! ¿Cómo voy a seducirlas si antes me han visto con todo el cuerpo lleno de espuma de afeitar? ¡Le quitaría todo el glamour al asunto!». Por lo que le había tocado a Karol hacer de comparsa.

—Sabes eso que dicen de que las mujeres son el sexo débil —comentó Zuper inclinándose sobre el espejo para revisar con atención su abdomen en busca de algún pelo perdido. Karol asintió con la cabeza—. ¡Pues es mentira! No son el sexo débil, son el sexo fuerte. Pero nos quieren hacer creer lo contrario. Antes pensaba que lo hacían para no dañar nuestro frágil ego masculino. Ya sabes, el hombre es el más fuerte físicamente, el que trae dinero a casa y todas esas chorradas —explicó tomando la maquinilla y dándose una nueva pasada en el vientre. Había encontrado un pelo traidor—. Pero ahora estoy seguro de que el motivo por el que nos dejan creer que somos el sexo fuerte es otro —musitó girándose hacia Karol a la vez que alzaba varias veces las cejas.

Karol apretó los dientes para no echarse a reír a carcajadas. Cuando el pelirrojo estaba nervioso, y en ese momento lo estaba, y mucho, comenzaba a parlotear sin parar, y casi siempre sobre variopintas teorías de la conspiración, a cada cual más descabellada. Aunque en muchas de las ocasiones debía reconocer que tenía toda la santa razón. Esta ocasión era una de esas.

—Y el motivo es... —inquirió Karol a la vez que le quitaba la maquinilla de las manos y le daba un repaso a la zona posterior de uno de sus muslos. Acababa de verle un pelito.

—Que quieren que nos confiemos para ir dominando poco a poco el mundo, y cuando menos nos lo esperemos, ¡zas!, hacer con nosotros lo que quieran.

Karol entornó los ojos, pensativo.

—Ya hacen con nosotros lo que quieren.

—Sí, también —convino Zuper a la vez que con otra maquinilla se repasaba el torso, una zona de su cuerpo en la que jamás había tenido vello pero... mejor prevenir que curar—. Pero lo hacen con disimulo, sin que nos demos cuenta. Dentro de poco dejarán la diplomacia de lado y nos daremos cuenta de que realmente hacen lo que quieren con nosotros. Y, aun así, caeremos rendidos a sus pies.

—La mayoría de los hombres ya están rendidos a sus pies —replicó Karol divertido.

—Sí. —Zuper frunció el ceño mientras recorría con las yemas de los dedos su pubis, para comprobar que seguía perfecto tras la depilación láser de hacía tres semanas—. Todos menos tú, que te mantienes firme en tu celibato autoimpuesto. —Se giró para mirar a su amigo—. Cuando caigas, el batacazo va a ser tremendo —le avisó.

—No pienso caer.

—Lo harás —aseveró Zuper esbozando una sonrisa—. Bueno, yo creo que ya estoy listo —comentó girando sobre sus pies para que Karol le diera el visto bueno.

—Tu piel está libre de toda mácula —afirmó este antes de abandonar el cuarto de baño.

Zuper sonrió orgulloso y se metió en la ducha por enésima vez en ese día. Tomó el jabón neutro e inodoro con el que debía lavarse y comenzó a restregar cada centímetro de su piel. Las chicas esperaban que estuviera perfecto esa noche, y no pensaba decepcionarlas.

Cuando le habían contado que el nantaimori era la versión masculina del nyotaimori, es decir, usar como bandeja el cuerpo desnudo de un hombre, no le había parecido tan complicado como realmente era. No había caído en que iba a tener que depilarse por completo para evitar posibles pelos en los alimentos, ni que iba a tener que lavarse con un jabón neutro y sin olor para no contaminar el aroma de la comida, y que además, tenía que ducharse justo antes de la cena con agua fría para bajar un poco la temperatura de su cuerpo y que esta fuera la apropiada para potenciar el sabor del sashimi. Y a eso había que añadir que debería permanecer al menos un par de horas desnudo e inmóvil sobre la mesa mientras los demás comían de su cuerpo. Una punzada de deseo le recorrió, instalándose en su ingle. Y eso no podía ser. Alba le había prohibido masturbarse durante todo el día.

—¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó con un suspiro a su rebelde pene.

Era pensar en la cena que tendría lugar en apenas cinco horas y excitarse sin remisión. No podía evitarlo. Y no solo eso, estaba tan nervioso que acabaría moviéndose y derramando el sashimi, o... ¡derramándose él, lo cual sería todavía peor!

Inspiró profundamente y bajó la temperatura de la ducha para ver si así conseguía relajarse un poco. Dejó que las tibias gotas recorrieran su cuerpo y, cuando se sintió lo suficientemente relajado, tomó la bolsa de aseo que Alba le había dado antes de dejarle en el baño con Karol. Le había dicho que no la abriera hasta haber acabado con los preparativos y que le ayudaría a tranquilizarse. Descorrió con dedos trémulos la cremallera y cuando vio lo que contenía estuvo a punto de caérsele de las manos.

«¡Cómo iba a tranquilizarse con eso! Al contrario, ¡le excitaría todavía más!»

Suspiró y, sin darse tiempo a pensar, tomó el plug anal de la bolsa y lo untó con el lubricante que había junto a él. Luego separó las piernas doblando ligeramente las rodillas y comenzó a masajearse el ano con la punta del juguete hasta que este penetró en el recto. Cerró los ojos y se mantuvo inmóvil un instante, disfrutando de la sensación de tener solo la punta en su interior, después inspiró profundamente y ejerciendo una suave presión lo introdujo con cuidada lentitud en su interior. Cuando el aro del mango quedó encajado entre sus nalgas se enderezó y comenzó a contraer y relajar el esfínter. El placer fue instantáneo y, tan potente, que le obligó a apoyarse en la pared de la ducha para no perder el equilibrio mientras luchaba para no usar la mano libre en su polla y masturbarse frenético hasta correrse. Pero le había prometido a Alba no hacerlo. Y él siempre cumplía sus promesas. Cerró por completo el agua caliente, consiguiendo de este modo quedar bajo una lluvia helada. Se obligó a respirar despacio para relajarse, algo que esa noche parecía casi imposible, y cuando se acostumbró a sentir e ignorar el juguete que masajeaba su recto, salió del amplio cubículo.

Se detuvo frente al espejo y observó su reflejo en él. Todo su cuerpo brillaba húmedo y su pene erecto se mecía impaciente en el aire. ¡Ojalá Alba le hubiera permitido usar la jaula para contenerlo! Sonrió. Le había cogido el gustillo a tener encarcelada la verga. Le gustaba no poder empalmarse por mucho que lo deseara. Cuando llevaba puesta la jaula, sus chicas le mandaban mensajitos subidos de tono que él respondía enviándoles fotos de su polla brillante por las gotitas de semen que emanaban de ella. Y luego, cuando por fin se encontraban en la playa, en la discoteca o en alguna actuación ellas le saludaban mimosas, excitándole sin remisión mientras que su falo intentaba escapar de los confines de la jaula. Y él solo podía mirarlas y sentir sus caricias, sus besos, su olor, su presencia y saber que hasta que ellas no lo decidieran tendría que seguir soportando la placentera tortura. ¡No había nada mejor! Y Alba lo sabía. Y por eso no le permitía usarla tanto como lo deseaba. Era un ama cruel... ¡y maravillosa!

Inspiró profundamente y sintió el plug moverse en su interior, acariciar ese punto que le volvía loco. Sí, también le había cogido el gustillo a eso. Alba le había enseñado a combinar el placer anal con la jaula, y era una experiencia totalmente arrebatadora. Excitarse con el plug mientras a su polla se le negaba cualquier alivio... era impactante. Ojalá fueran un poco más lejos. Por ahora solo le había permitido usar dilatadores anales, pero estaba deseando que llegara el día en el que Elke jugara con él con su strap-on...

Sacudió la cabeza, decidido a dejar de perder el tiempo con ensoñaciones y dedicarse a lo que realmente importaba, la cena de esa noche. Y en cuanto pensó en ello, su corazón se aceleró hasta que casi temió que se le saliera por la garganta. ¡Debía tranquilizarse! Y tenía que hacerlo ¡Ya! Pero no podía... y la iba a fastidiar de mala manera, lo estaba viendo. Se movería, temblaría, tosería, o peor todavía, se olvidaría de que no debía hablar y se pondría a parlotear. ¡Haría el más horrible de los ridículos! Y le daba lo mismo que Alba y Elke no pararan de decirle que no se lo tomara tan a pecho, que la erótica velada solo era de prueba para ver qué tal se le daba, que solo iban a asistir ellas y sus amigos: Karol, Eber y Sofía, que no tenía que demostrar nada, pues no celebrarían la cena oficial con Tuomas hasta una semana después. Se ponía cardíaco solo de pensar en que iban a tocarle con los palillos, a admirarle... El fracaso no entraba en su vocabulario. O lo hacía bien o no lo hacía. Y además, por mucho que Alba le dijera que esa velada no era importante, que iban a estar en familia, él sabía que no era así. Ella se había tomado muchísimas molestias en hacerle sentir especial.

Le había comprado un tanga de cuero de privación de placer que le impediría tener una erección completa. Y lo iba a estrenar esa noche, aunque nadie lo vería. Estaría oculto bajo las hojas de platanero entrelazadas que taparían su pubis y sobre las que colocarían nigiri6 de salmón. Y no solo era eso, también había preparado un suave bondage que le mantendría las piernas y las manos inmóviles... Y era tan alucinante que estaba deseando que le atara.

Cerró los ojos, se llevó la palma de la mano al pecho, justo sobre el corazón y se dio un leve masaje, intentando tranquilizar sus latidos acelerados. Era su responsabilidad que todo saliera perfecto. Y no iba a fastidiarla.

—Ya podéis tranquilizarle o le dará un ataque antes de la cena —advirtió Karol a sus amigas.

Estaba en el salón, con Alba y Elke, que estaban probándose los modelitos que llevarían durante la cena... Y como se pusieran lo que en ese momento llevaban, Zuper sufriría una apoplejía. Seguro. Ningún hombre enamorado podría resistir ver a sus novias tan hermosas y provocativas sin sufrir una erección fulminante... y eso era lo último que le hacía falta al pelirrojo, tener un nuevo motivo para ponerse todavía más nervioso.

—No te preocupes por eso, Karol. Cuando empiece la cena, Zuper va a estar tan extenuado que no podrá ponerse nervioso por mucho que lo intente —replicó Alba esbozando una taimada sonrisa.

Karol arqueó una ceja y observó con atención a ambas mujeres. No cabía duda de que algo se traían entre manos.

—¿Qué tenéis pensado? —preguntó con curiosidad.

—Vamos a darle su... premio, antes de la cena.

—¿Antes? Pensaba que las recompensas se daban después de ganar los retos...

—Zuper ya ha ganado el reto... —murmuró Elke centrando la mirada en la puerta cerrada del cuarto de baño—. Da lo mismo lo que suceda a partir de ahora. Se ha atrevido a intentarlo y está decidido a hacerlo bien, y eso es más que suficiente para proclamarlo vencedor.

Karol sonrió ante las palabras de la alemana. No cabía duda de que las chicas estaban localmente enamoradas del pelirrojo, tanto o más que él de ellas.

—Dile que venga a la mazmorra cuando salga —le pidió Alba dirigiéndose a la Torre seguida de Elke.

—Si es que sale —apuntó Karol divertido.

—Lo hará —aseveró Alba fijando su mirada en el polaco—. Baja también tú —le indicó antes de entrar en la Torre.

Zuper entró en la mazmorra apenas media hora después de que lo hicieran Alba y Elke. Y seguía igual de nervioso que antes de ducharse, o tal vez más. Observó a sus chicas, estaban sentadas en el sofá de cuero que había en un extremo de la sala, vestidas con unos albornoces blancos, tan hermosas que dolía mirarlas.

Se quitó la toalla que cubría sus caderas y se arrodilló en mitad de la estancia, como siempre hacía, dispuesto a esperar el tiempo que Alba considerara necesario, aunque no pudo evitar mirar a su derecha, echando de menos a Elke. Era extraño estar allí arrodillado sin la alemana a su lado.

—Zuper, ven aquí con nosotras —le llamó Alba. Él se apresuró a obedecer, colocándose ante ellas con la espalda erguida, las piernas separadas y las manos cruzadas tras la nuca—. No, no me has entendido —le reprendió con cariño—. Me refiero a que te sientes aquí. —Posó la mano sobre el sofá, en el hueco que había entre ella y Elke—. Con nosotras... Vamos a hablar un ratito.

Zuper asintió con la cabeza, algo decepcionado. Cuando Karol le había dicho que le esperaban en la mazmorra había pensado que sería para jugar... no para hablar. Aunque pensándolo detenidamente, prefería hablar en ese momento. Solo ellas podrían tranquilizarle. Y lo necesitaba desesperadamente. Se sentó entre las dos mujeres y en ese mismo instante ellas se inclinaron hacia él y le envolvieron en sus brazos para luego besarle. Sí. No había nada mejor en el mundo que estar a su lado.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Alba tras darle un cariñoso beso en la sien.

—Fatal... la voy a cagar —susurró negando con la cabeza—. Estoy seguro. Mírame, estoy hecho un flan, no paro de temblar, y encima estoy empalmado como un semental —dijo extendiendo las manos ante sí. Y era verdad que estas temblaban nerviosas—. No consigo controlarme. Con solo imaginarme tumbado sobre la mesa... ¡Zas! —exclamó dando una palmada y elevando las manos al cielo—. Voy a correrme en mitad de la cena, lo sé... el tanga no va a impedirlo. Por favor... —suplicó— déjame usar la jaula. Con ella no hay posibilidad de que me empalme, y por tanto no podré correrme.

—Ya hemos hablado de eso, Zuper. No puedes usarla. Vas a tener las piernas muy juntas debido al bondage, y si la llevas, el aro de los testículos se te va a clavar en el interior de los muslos, presionándolos más todavía.

—¡Me da lo mismo!

—Pero a mí no —replicó ella con severidad—. No voy a permitir que estés más incómodo de lo necesario.

—Prefiero estar incómodo que meter la pata —musitó apoyando los codos en las rodillas y dejando caer la cabeza.

—No vas a meter la pata.

—Sí. Sí lo haré... me moveré, temblaré, hablaré...

—No. No lo harás. Y no quiero que vuelvas a decirlo —le advirtió. Él abrió la boca, pero Alba le calló con un beso.

Elke se inclinó para besarle el vientre y así ocultar la sonrisa divertida que amenazaba con escapar de sus labios. ¿Quién hubiera pensado que Zuper fuera tan responsable? Cuando lo habían conocido hacía menos de un año habían pensado que era un payaso irresponsable y con poco cerebro. Y no podían haberse equivocado más. Sí, era un payaso, o al menos eso quería que todos creyeran. Pero, en contra de todo pronóstico, era un hombre muy inteligente que se tomaba muy en serio aquello que le importaba. Y ellas le importaban. Y mucho.

Zuper cerró los ojos y gimió al sentir los labios de sus chicas sobre su cuerpo, tranquilizándole con suaves besos y sutiles caricias.

—¿Mejor? —susurró Alba antes de aferrar con los dientes el pendiente de oro en forma de aro que colgaba de su oreja derecha, y que indicaba que era su sumiso.

—Sí —musitó él mirándola con adoración.

—¡Estupendo! —exclamó levantándose—. Tienes que darnos tu opinión...

—¿Sobre qué?

—Sobre lo que llevaremos esta noche —le aclaró Elke colocándose de pie junto a Alba, frente a él.

Ambas mujeres se libraron a la vez de los albornoces que cubrían su cuerpo... y Zuper no pudo evitar jadear excitado.

—¡Estáis tan hermosas que no puedo respirar! —exclamó reverente.

Elke llevaba puesto un ajustadísimo vestido, si es que se le podía llamar así, que constaba de un rectángulo de cuero que apenas cubría su sexo y que al llegar a la cintura se dividía en dos tiras que ascendían por su pecho cubriendo parte de sus impresionantes senos, una parte muy pequeña, para acabar atadas a su nuca. Del rectángulo de cuero que cubría su pubis salían delgadas correas del mismo material que rodeaban sus caderas y se ataban al otro extremo del rectángulo, inmovilizándolo... y dejando al descubierto su perfecto culo.

Alba por su parte se había vestido con un ceñido corsé de cuero rojo que moría poco después de cubrir sus pezones, y que ensalzaba y levantaba sus maravillosos pechos. El corsé terminaba en una escueta minifalda tableada que apenas le llegaba a los muslos. Bailó para él, permitiendo que la falda se elevara, dejándole ver el diminuto tanga transparente que cubría su pubis depilado.

—Joder... —gimió Zuper. Su erección estaba más dura que nunca. Cruzó las manos tras la nuca, en un gesto involuntario que hablaba del sumiso que había en él, e inhaló despacio para luego retener el aire en sus pulmones, en un intento por calmarse. ¡Lo último que necesitaban sus nervios era ver a sus novias vestidas como diosas de la lujuria!

—Zuper. —Sintió el cálido aliento de Alba en su oreja, había vuelto a sentarse junto a él—. Abre los ojos, respira. Muy bien. Inspira... ahora suelta el aire muy despacio —le indicó mientras le acariciaba el vientre con las yemas de los dedos—. ¿Mejor? —le preguntó con ternura.

—No... —suspiró él echando la cabeza hacia atrás sin retirar las manos de la nuca—. Estoy tan excitado que con un solo roce me voy a correr... y estoy seguro de que aunque me masturbara hasta vaciarme antes de la cena, en el momento en que me ates y todos me miren, me voy a volver a empalmar, y acabaré corriéndome... Voy a hacer el ridículo.

—No. No lo harás. No está en tu naturaleza fallar en los retos. Y no se te ocurra poner en duda lo que te digo. Soy tu ama y sé muy bien cómo eres —le advirtió con severidad. Zuper esbozó una trémula sonrisa—. Además... Elke y yo tenemos algo planeado.

Zuper abrió mucho los ojos y buscó con la mirada a la alemana. Estaba de pie, junto a las estanterías que había junto a la cruz de San Andrés, y se había quitado el vestido...

—Mírame a mí —le exigió Alba. Él lo hizo sin dudar—. Me gusta mucho cuando cruzas las manos en tu nuca sin darte cuenta —murmuró mordiéndole el labio inferior para tirar de él.

Zuper abrió la boca, pero mantuvo la lengua quieta hasta que Alba la acarició con la suya, dándole permiso para responder al beso. Un beso que no fue exigente ni salvaje, sino apasionado y sincero. Un beso que le dejó sediento y calmado. Excitado y laxo.

—Apoya los hombros en el respaldo y recuéstate hasta dejar el culo al borde del asiento —le ordenó Alba. Él obedeció sin apartar la mirada de su precioso rostro—. Vamos a tranquilizarte un poco... —afirmó con dulzura no exenta de dureza—. Te has esforzado mucho, y has llegado más lejos de lo que jamás hubiera creído posible. Nos tienes fascinadas —reconoció—. Jamás hemos tenido un sumiso tan especial y maravilloso como tú, te deseamos a ti... —afirmó—. Te queremos.

Zuper sintió como los ojos se le llenaban de lágrimas al escucharla. Desde el principio le habían advertido de que tendría que ganarse su puesto como único sumiso varón. Y parecía que había ganado mucho más que eso: sus corazones.

—Te vamos a demostrar cuánto te deseamos. —Alba esbozó una pícara sonrisa y dirigió la mirada hacia Elke.

Zuper desvió la mirada a su vez, y lo que vio le dejó sin respiración. Elke le observaba embelesada mientras se derramaba lubricante en la palma de la mano. Estaba completamente desnuda excepto por el strap-on que llevaba sujeto a sus caderas.

Jadeó al verla acariciar el rígido falo que sobresalía del arnés, extendiendo el lubricante al agua sobre él. Todo su cuerpo se tensó ávido por experimentar con el placer prohibido.

«¡Lo van a hacer! ¡Van a follarme con el strap-on!», pensó eufórico cuando Elke caminó sinuosa hasta quedar arrodillada frente a él, entre sus piernas abiertas.

—Respira —le volvió a susurrar Alba al oído cuando dejó de expulsar el aire que contenían sus pulmones.

—No puedo... —gimió—. Estoy tan excitado que se me olvida.

Sintió la suave risa de la joven sobre su piel en el mismo instante en el que Elke comenzó a recorrerle con las uñas el interior de los muslos. Separó más las piernas y elevó las caderas, abriéndose para ella.

—Muy bien... tranquilo, relájate —murmuró Alba con voz ronca a la vez que trazaba espirales sobre su estómago.

Descendió con extrema lentitud hasta su ingle e ignoró cruel el pene erecto que esperaba impaciente sus caricias. Las manos de ambas mujeres se dirigieron a los testículos, enmarcándolos entre sus dedos. Luego Alba comenzó a masajearlos mientras los dedos de Elke continuaban su recorrido por el perineo hasta rozar el plug anal. Insertó el índice en el anillo de silicona que conformaba la empuñadura y lo hizo girar.

Zuper se estremeció a la vez que un trémulo suspiro abandonaba sus labios y de su endurecida verga manó una nueva lágrima de semen. Separó las manos de su nuca, dispuesto a forcejear con las cuerdas que lo ataban, y solo entonces fue consciente de que no existían tales cuerdas.

—¿No vas a atarme? —le preguntó a Alba mostrándole sus manos desnudas.

—¿Quieres que lo haga?

—Sí, por favor... —gimió. Adoraba bregar con las cuerdas. Sentirse atado, indefenso... Saber que era ella la que tenía el poder, que solo ella podía llevarle al límite, y que solo ella tomaría la decisión de permitirle eyacular... si él se hacía merecedor de ello.

—Eres tan dulce... —la voz de Alba le llegó como un arrullo.

La vio levantarse, y como si de un sueño se tratara, la joven se quitó el tanga y se inclinó sobre él para atarle las manos tras la nuca con la íntima y humedecida prenda. Y, después, posó sus adorables labios sobre los de él y le besó hasta dejarle sin aliento.

Y siguió besándole mientras le pellizcaba las tetillas, y también cuando su mano descendió por su estómago, por su vientre, por su pubis y acabó envolviendo la feroz erección que se elevaba entusiasta en su ingle. Lo masturbó con exasperante lentitud. Y mientras le torturaba con caricias medidas para darle placer y dejarle al borde del éxtasis, Elke retiró lentamente el plug que invadía su recto, le ungió el ano con lubricante y comenzó a penetrarle con dos dedos, dilatándolo con suavidad no exenta de dureza.

Zuper gimió enronquecido cuando Alba volvió a morder su labio inferior y forcejó con el tanga que ataba sus muñecas, excitándose más y más con cada beso, con cada roce que su ama dedicaba a su polla, con cada feroz penetración de los dedos de Elke. Estaba al borde del orgasmo cuando Alba detuvo su mano y le presionó con índice y pulgar primero el glande y luego la base del pene, calmándole con dolor. Exigiéndole silente que controlara el placer. Él apretó los dientes y asintió con la cabeza. Y cuando lo hizo, Elke retiró los dedos de su trasero y en su lugar colocó la punta del dildo del arnés que envolvía sus voluptuosas caderas.

Zuper apoyó las plantas de los pies en el suelo y elevó el trasero, intentando acercarse a ella, instándola a que le penetrara.

—Tranquilo. No tengas prisa —le susurró Alba inclinándose sobre él.

Zuper observó embelesado como su hermoso pelo rubio se derramaba sobre su pene, y cerró los ojos, incapaz de mantenerlos abiertos, cuando sintió la tibia humedad de su lengua pintando con saliva la corona de su polla. Y mientras Alba le lamía el glande y le recorría con los dientes el frenillo y Elke le penetraba con severa lentitud, él apretaba la mandíbula con fuerza y luchaba contra el placer, contra la pérdida del control, contra la necesidad de correrse. Y cuando los labios de Alba rodearon por fin su verga y la introdujeron en su húmeda boca; cuando Elke pujó por última vez y enterró por completo el dildo en su recto, perdió toda lucha y exhaló un ronco gemido de placer mientras todo su cuerpo temblaba incontenible y su espalda se arqueaba, tensa como la cuerda de un arco.

—No te corras —le exigió Alba.

Había dejado de devorarle para que él pudiera recuperar el aliento. Elke también se había detenido y permanecía inmóvil en su interior.

—No voy a poder evitarlo —lloriqueó él, luchando por no suplicarle que volviera a encerrarlo en el interior de su boca, por no rogarle que le ordenara a Elke bombear con fuerza, por no implorarle que le dejara correrse. Pero no lo hizo. Apretó los labios con fuerza, ahogándose en las palabras que querían escapar de su garganta.

Permanecieron estáticos y en silencio un minuto, tal vez más, y luego Zuper exhaló un frustrado jadeo y contoneó las caderas.

—No te muevas —le regañó Elke.

—Por favor... —gimoteó estremecido, luchando por permanecer quieto—. No puedo... —confesó perdiendo la lucha y elevando el trasero.

—Yo te ayudaré... —susurró Alba colocándose a horcajadas sobre él y sujetándole con las piernas las caderas—. Quédate muy, muy quieto —le ordenó bajando lentamente sobre su polla hasta que esta quedó enfundada en su vagina.

Zuper gritó extasiado, pero no se movió. Tenía a Elke dentro de su trasero y a Alba envolviéndole la polla, era más de lo que jamás había deseado. Todo su ser le impelía a moverse contra ellas, a penetrarlas con fuerza mientras era penetrado. A follarlas mientras era follado. A amarlas mientras era amado. Y aun así se mantuvo inmóvil. Porque Alba se lo había pedido. Porque su placer solo tenía un fin, complacerla. Porque complaciendo a Alba, complacía también a Elke. Y complaciéndolas a ellas, se complacía a sí mismo.

—Es demasiado... —gimoteó al sentir que su polla palpitaba en el interior de Alba aunque él se mantuviera inmóvil, al notar que su recto se contraía involuntariamente contra el dildo con el que Elke le penetraba—. No voy a poder soportarlo —confesó al sentir los primeros estremecimientos que le avisaban de hasta qué punto estaba al límite.

—Claro que puedes soportarlo —le replicó Alba con severidad—. ¿Cuántas veces has pensado que no lo resistirías y lo has conseguido? —Él negó con la cabeza—. ¡¿Cuántas!? —le exigió una respuesta.

—Muchas... Pero...

—No. No hay ningún pero que valga. Has demostrado con creces hasta dónde eres capaz de soportar, y te aseguro que tu límite todavía no ha llegado —declaró ella inclemente—. ¿Vas a rendirte ahora? —Él negó con la cabeza—. ¿Lo vas a hacer? —volvió a reclamarle.

—No... —susurró.

—Dilo más alto. Quiero oírte gritar.

—¡No! —aulló Zuper cerrando los ojos.

—¡Mírame!

Y él la miró. Y ella comenzó a mecerse con languidez mientras Elke se retiraba despacio de su recto para volver a introducirse con idéntica lentitud.

Y Zuper mantuvo los ojos abiertos, mirándolas a las dos a la vez, adorándolas sin palabras. Hasta que de repente negó con la cabeza, y todo su cuerpo se puso de nuevo en tensión.

—Esperad —rugió.

—¿Qué sucede? —inquirió Alba, asustada por su extraña reacción.

—¿Dónde está Karol? —gritó él mirando frenético la pared de espejos—. ¿Está mirando?

—No lo sé... tranquilo. ¿Quieres que corra las cortinas? —le preguntó Alba apartándose de él.

—¡No! ¡Quiero saber que está ahí! Quiero que vea lo orgullosas que estáis de mí. Que contemple el regalo que me estáis dando. Quiero que se dé cuenta de hasta qué punto soy vuestro y vosotras mías... quiero que lo sepa, que me mire, que me admire... que vea cuánto os complazco y cuánto me complacéis... que se dé cuenta de lo equivocado que está al renunciar al amor —dijo en una letanía que parecía no tener fin mientras mantenía la vista fija en los espejos.

En ese momento la pared de espejos se iluminó, convirtiéndose en cristal, mostrando al hombre que había tras ella.

Karol sonrió, asintió con la cabeza y apoyó las manos contra el cristal, indicándole que no se movería de allí, que contemplaría todo lo que iba a suceder en la mazmorra, aunque muriera por dentro. Aunque le doliera ver el amor reflejado en el rostro de sus tres amigos sabiendo que él jamás podría tenerlo.

Zuper esbozó una sonrisa satisfecha y volvió a centrar su mirada en Alba y Elke, decidido a complacerlas en cuerpo, corazón y alma, demostrándoles cuánto valoraba el regalo que le hacían, la confianza que depositaban en él y el amor que le tenían.

Elke asintió con la cabeza sonriéndole y metió los dedos bajo el ajustado corsé de Alba, elevando los pechos de esta hasta que estuvieron sobre la prenda y él pudo observar cómo los masajeaba y pellizcaba. Luego Alba deslizó la mano hasta sus propios muslos, se levantó la minifalda y comenzó a moverse sobre él, permitiéndole ver cómo su vagina se tragaba su polla, brillante por el placer femenino. Y mientras Alba danzaba sobre su vientre, mojándolo con el néctar de su pasión, Elke se mecía contra su trasero, llenándolo con el dildo para luego alejarse de él, estremeciéndose cada vez que lo penetraba y era a su vez penetrada por el vibrador interior del strap-on.

Zuper jadeó al ver como la alemana deslizaba los dedos sobre el clítoris de Alba y comenzaba a acariciarla, mientras que esta a su vez le pellizcaba a él las tetillas con la mano que tenía libre. Apretó los dientes y se obligó a sobreponerse al placer y mantener los ojos abiertos. Decidido a mirarlas, y sentirlas, y amarlas...

Karol observó sus pies desnudos. Bajo ellos, aire. Rodeándolos, aire. Sobre ellos, aire. ¿Cuántas veces se había sentado en esa misma postura en el hospital mientras pasaban las horas? Miles. ¿Cuántas veces había sentido el impulso de saltar? Ninguna. Tampoco ahora lo sentía. Inspiró profundamente, se giró sobre el alféizar y apoyó la espalda en el marco de la ventana en la que estaba sentado. Dejó que la mirada de su ojo izquierdo, el derecho lo tapaba el parche, vagara por el espacio desierto que se abría ante él. La vista desde la ventana este de la Torre era un mantel de distintas tonalidades. Bajo sus pies, los brillantes colores de las piedras que conformaban el jardín de su casa, el áureo chillón del sendero de baldosas amarillas, y, despuntando entre toda esa exuberancia, el gris granítico de los menhires. Más allá de los muros que aislaban su hogar, los campos de cultivo, verdes en otoño, habían dado paso a los dorados y pajizos. Y en mitad de toda esa vida, de todo ese color terrenal, su casa, el Templo del Deseo. Un extravagante edificio con paredes rojas y ventanas asimétricas. Y sobre este, elevándose incongruente, una construcción medieval de paredes de piedra, la Torre. Su refugio privado, la zona prohibida del Templo, el único reducto que le quedaba. Y en la Torre, él. Aislado por propia voluntad. Y así seguiría siendo por toda la eternidad. O al menos durante tanto tiempo como su estúpido corazón siguiera latiendo.

Saltó de la ventana y sus pies se posaron sobre el suelo negro de la habitación. Caminó hasta la cama, se tumbó sobre las sábanas de seda roja y se aferró a los barrotes de hierro que conformaban el cabecero mientras observaba su reflejo en los espejos que cubrían el techo. Se vio a sí mismo como realmente era, piel, carne y huesos envolviendo un corazón latiendo que se negaba a dejar de sentir por mucho que su dueño se lo ordenara. Se había esforzado por convencerse de que su corazón solo era una máquina que al latir hacía ruido.7 Y no lo había conseguido. Su corazón había latido fascinado al sentir el amor que se reflejaba en el rostro de sus tres amigos. Y también había sangrado al verlos, anhelando aquello que él mismo se había prohibido.

Se incorporó hasta quedar sentado sobre la cama y se quitó de un tirón el parche que cubría su ojo derecho para luego restregarse los párpados con la palma de ambas manos. Ojalá pudiera frotarse los ojos hasta borrar las imágenes que había visto. Pero no serviría de nada, estaban grabadas en su retina, impresas en su memoria.

Cuando Zuper le había llamado estaba a punto de abandonar la antesala que daba a la mazmorra. Había sido consciente de la marea de sentimientos que fluía entre sus amigos, y no había querido verlo. Disfrutar con ellos mientras follaban, sí, sin ninguna duda. Ver el amor reflejado en sus rostros, olerlo en el mismo aire que respiraba, sentirlo sobre cada trozo de su piel... envidiarlo, anhelarlo, desearlo, no. Nunca más. Pero el pelirrojo le había pedido que se quedara, y él lo había hecho. Y su corazón había llorado sangre al hacerlo.

Alejó las manos de sus párpados cuando el ojo derecho protestó dolorido por el brusco masaje. Su pupila no era solo sensible a la luz, sino también a la presión; más le valía no olvidarlo. Miró en el móvil la hora, aún faltaba bastante tiempo para la cena, pero aun así, no tenía nada mejor que hacer que prepararse, y una ducha le vendría bien. Se encerró en el amplio cuarto de baño y dejó que el agua recorriera su piel, eliminando el aroma a sexo que aún se impregnaba en ella. Cerró los ojos, y ella apareció en el interior de sus párpados. Apoyó las manos en los negros azulejos de la pared y negó con la cabeza a la vez que una amarga risa abandonaba sus labios. No había suficiente angustia en su corazón, que además tenía que invocar la presencia de la ladrona que poco a poco le estaba robando el alma.

Tendría que esforzarse en exorcizarla de su mente, de su piel, de su nariz.

Quizá no fuera tan complicado como había temido.

No la había visto desde hacía más de una semana. Había acudido al centro comercial como cada sábado, impaciente y renuente. Remiso y vigilante. Desesperado por verla. La había buscado, al principio con sosegada calma, después, con salvaje angustia, hasta que se dio cuenta de que no la encontraría pues ella no había acudido al tácito encuentro de cada sábado. No le había gustado comprobar que ella no estaba. Se había enfadado. Al menos al principio. Ahora comprendía que era mejor así. Un olvido voluntario. Un adiós sin palabras.

Se encogió de hombros y salió de la ducha.

—Tampoco importa demasiado... —susurró secándose con la toalla—. Solo era una sombra anónima, una persona sin rostro.

Un rugido escapó de su garganta a la vez que sus manos se cerraron como garras sobre la suave felpa al darse cuenta de que se estaba mintiendo a sí mismo.

—¡No es una sombra! Es luz. Es vida. Es... lo que no puedo tener —siseó lanzando la toalla contra la pared—. Y quiero volver a verla —reconoció en voz alta.

Su corazón se detuvo al pensar que por mucho que deseara verla de nuevo, no tenía poder para convocarla, ni para descubrir quién era o dónde encontrarla. Golpeó furioso la estantería, tirando el gel de ducha y el champú.

—Quiero olerla, sentirla, besarla... Y ya no va a ser posible —siseó entre dientes mientras arremetía contra todo lo que encontraba frente a él.

Tomó el cuadro que mostraba unos perritos en un baño de espuma que Sofía le había regalado divertida en Navidad. Se detuvo antes de estrellarlo contra la pared. Pasó las yemas de los dedos sobre el cristal y recorrió el hocico de los perritos, sus orejitas levantadas... volvió a colocarlo en su sitio y abandonó el cuarto de baño.

Poco después entró en el salón desierto. Se sirvió un poco de vodka y se sentó a esperar que sonara el timbre de la puerta. Faltaba poco para la hora acordada con el restaurante japonés para recibir el catering.

—¿Ha llegado ya la comida? —le preguntó Alba casi una hora después, entrando en el salón acompañada de Zuper y Elke.

—Está todo en la cocina —respondió Karol observando a sus amigos.

Alba y Elke se habían cambiado de ropa, descartando sus vestidos de dóminas por unas cómodas e informales minifaldas vaqueras y unas camisetas: blanca y holgada, con los «morritos» de los Rolling Stone, en el caso de Alba; y de tirantes, roja y ajustada, con unos botones desabrochados en el escote, en el caso de Elke. Zuper, por el contrario, estaba desnudo salvo por un escueto tanga de cuero que se ceñía con fuerza a sus genitales. Su corto pelo rojo estaba alborotado y todavía húmedo por la reciente ducha, y parecía extenuado... las chicas se habían ocupado de tranquilizarlo, de eso no cabía duda.

—¡Estupendo! —exclamó Alba eufórica dirigiéndose a la cocina—. Ve a dar una vuelta por el jardín hasta que lleguen Eber y Sofi.

—¿Me estás echando de mi propio salón? —Karol arqueó una ceja.

—Sí. Tenemos una hora para prepararlo todo y lo último que necesitamos es tenerte revoloteando a nuestro alrededor, así que... largo —dijo Elke dándole un suave azote en el trasero.

Karol se echó a reír y, a continuación, hizo lo que le habían pedido.

Apenas una hora después se encontró con Eber y Sofía. Habían aparcado el coche en la entrada de la finca y caminaban sin prisa por el sendero de baldosas amarillas. Se unió a ellos y, al llegar a la casa, llamó un par de veces al timbre antes de entrar para avisar a las chicas y a Zuper de su regreso.

—¿Recuerdas lo que tienes que hacer cada vez que Elke o yo digamos tu nombre? —le preguntó Alba a Zuper al escuchar el timbre.

El asintió. ¡Como para olvidarlo! Le habían colocado un plug anal, dándole instrucciones de que tenía que contraer y relajar el ano cada vez que escuchara su nombre. No cabía duda de que sus novias se iban a encargar de que fuera una noche larga... y muy excitante.

Elke depositó un suave beso sobre los labios del pelirrojo, justo después de que lo hiciera Alba, y a continuación ambas mujeres retiraron uno de los biombos con los que habían delimitado la zona en la que cenarían, permitiendo el paso a los comensales.

—Impresionante... —susurró Karol al ver a Zuper tumbado sobre la mesa de ébano.

—Y tanto... —murmuró Eber acercándose.

—Ya puedes aprender de él —declaró Sofía mirando al pelirrojo con cariño—. Yo también quiero disfrutar de una cena en la que mi marido sea la bandeja.

Eberhard abrió la boca, y volvió a cerrarla sin saber qué decir. Se encogió de hombros a la vez que se sentaba; si Sofía deseaba algo, él haría lo imposible para dárselo.

—Tendré que aprender a no moverme mucho —musitó al oído de su esposa—, pero será una cena privada, solo para nosotros. —Ella asintió sonriente.

Karol esperó a que sus amigos se sentaran a la larga mesa, las chicas en un lateral y los esposos en el otro, antes de sentarse junto a Alba, y luego observó con atención el nantaimori que las jóvenes habían preparado. Cuando había dicho que era impresionante no había exagerado en absoluto.

Habían aislado parte del enorme salón con unos biombos decorados con motivos japoneses, creando un reducto de paz en el que la baja intensidad de las luces y la suave música instrumental instaban a la conversación susurrada. Y en mitad de ese reducto, habían colocado la mesa de ébano y la habían cubierto con una delgada cama de bambú. Y sobre esta, estaba Zuper, desnudo, tumbado de espaldas y con un almohadón de seda granate bajo su cabeza. Karol no pudo evitar sonreír al ver que Alba y Elke se habían preocupado hasta del más mínimo detalle para que su amado sumiso estuviera cómodo. O todo lo cómodo posible dada la dureza de la mesa y la obligada inmovilidad de su cuerpo.

Un bondage de cuerda de cáñamo le rodeaba los muslos, juntándoselos, para luego descender a lo largo de la unión entre sus piernas, inmovilizándoselas con dos vueltas sobre las rodillas, otras dos en mitad de las pantorrillas y dos más en los tobillos. Las manos del pelirrojo estaban sujetas a sus muslos por un nuevo bondage que le envolvía las muñecas. El joven tenía los ojos abiertos y fijos en el techo, tal y como le habían ordenado, y su respiración era pausada, controlada, tanto que su pecho apenas se movía. Alba y Elke habían colocado una gran variedad de makis8 de sushi sobre la piel desnuda de sus brazos y piernas, y habían adornado su torso y su estómago con un banquete de sashimi9 de atún, caballa y bacalao. Y su bajo vientre y su pubis estaban cubiertos por hojas de banano entrelazadas que contenían nigiri de salmón, en clara concordancia estética con lo que se ocultaba bajo las hojas. Por último habían adornado las partes de su cuerpo que no estaban ocupadas con la comida con lirios blancos y rojos pétalos de rosas, ambas flores inodoras y conseguidas gracias a los tejemanejes de Zuper, creando una verdadera obra de arte con la persona de su amado.

—Me da pena empezar a comer —murmuró Sofía mordiéndose los labios—. No quiero destrozar el hermoso cuadro que habéis creado.

—No digas tonterías, Sofi —replicó Elke con los ojos brillantes de orgullo contenido—. Yo desde luego no pienso dejar toda esa comida sobre Zuper.

El joven cerró los ojos y tembló ligeramente al oír su nombre.

Elke esbozó una pícara sonrisa, echó un poco de jengibre y salsa de soja en un cuenco de madera y tomó un sashimi del pecho del joven, pellizcando «sin querer» una de sus tetillas. Él volvió a temblar.

—Bueno... yo la verdad es que no controlo esto de los palillos, siempre uso cubiertos de los de toda la vida —confesó Eber. Zuper abrió los ojos como platos, repentinamente asustado—. Pero tampoco voy a usar el tenedor —se apresuró a explicarse al ver el gesto del joven. El pelirrojo soltó un suspiro imperceptible—. ¿Os importa si cojo la comida con los dedos?

—Adelante —aprobó Karol tomando un nigiri.

—¿Cómo es que has vuelto a cambiarte el color de pelo? —le preguntó Sofía en ese instante a la vez que cogía un maki de salmón—. Esta vez no has aguantado ni dos meses con el mismo color de pelo. ¡Dios, esto está buenísimo! —exclamó saboreando la comida.

—Me aburrí. La verdad es que no fue buena idea dejarme el pelo de mi color, no me gusta cuando me miro al espejo —contestó Karol. Con el pelo negro se parecía demasiado a quien había sido, y no le gustaba.

—Zuper le consiguió una buena peluquería —comentó Alba mirando atentamente al pelirrojo, que en ese mismo instante apretaba los labios para no dejar escapar ningún gemido.

—Sí, Zuper ha resultado ser un estupendo asistente personal —aseveró Elke risueña.

Karol observó con los ojos entornados a las dos rubias y luego miró a Zuper, este se mantenía inmóvil, pero el aroma que emanaba de él hablaba de excitación y contención. Continuó conversando con sus amigos, sin dejar de vigilar al trío, y sonrió al percatarse de que la esencia pasional del pelirrojo, y también de las chicas, crecía exponencialmente cada vez que decían su nombre. No cabía duda de que se traían algún juego entre manos, un juego que conseguía centrar la atención del hombre en las palabras que ellas pronunciaban y no en lo que sucedía sobre su cuerpo. Asintió satisfecho al comprender que Alba y Elke habían encontrado la manera de desviar el nerviosismo de Zuper hacia otros derroteros, y continuó comiendo. O al menos lo intentó, porque apenas unos minutos después sintió la vibración del móvil en el bolsillo de su pantalón. Se levantó de la silla y se alejó un poco para atender la llamada. Era de la empresa que se ocupaba de la seguridad de su casa. La alarma silenciosa de una de las ventanas de su habitación en la Torre había saltado, y le informaban de que iban a mandar a unos agentes para comprobar que todo estuviera correcto.

—Seguramente me habré dejado abierta la ventana y habrá entrado algún pájaro —comentó al teléfono. No era la primera vez que le sucedía—. Déjeme que lo compruebe antes de mandar a nadie —exigió a su interlocutor. Lo último que deseaba era tener a extraños en su casa justo esa noche. Dirigió la mirada a sus amigos—. Disculpadme un momento, voy a subir a la Torre para comprobar mi teoría.

Y eso hizo, a pesar de las protestas del agente de seguridad y de tener a Eberhard pegado a los talones.

—Espérame ahí —le pidió cuando estuvieron a medio camino de la balaustrada que daba paso a su habitación. El alemán asintió remiso, sabía de sobra que su amigo jamás había dejado entrar a nadie en sus estancias privadas.

Karol marcó la clave para desactivar la alarma con una mano sin dejar de sostener el móvil con la otra mientras mantenía a su interlocutor a la espera al otro lado de la línea.

—Efectivamente —musitó unos segundos después de que la puerta se abriera y pudiera ver el interior de la estancia—. Es un pajarillo que se ha colado sin permiso. No manden a nadie —ordenó antes de apagar el teléfono. Entró en la habitación y cerró la puerta tras él.

Laura se apartó de la mesilla de noche y se giró sobresaltada al escuchar la voz de su presa. Lo recorrió lentamente con la mirada y, sobreponiéndose a los acelerados latidos de su corazón, elevó la comisura de sus labios esbozando una sonrisa altanera.

—Vaya... No esperaba encontrarte aquí —dijo desafiante.

—¿No? Deberías haberlo esperado, al fin y al cabo, esta es mi casa —replicó Karol.

—Pensé que estarías muy ocupado cenando con tus amigos —le espetó cruzándose de brazos. Cuando había mirado por la ventana del salón para comprobar que todos estuvieran allí y lo había visto hablando con dos chicas junto a un biombo, se había sentido estafada. Por lo visto su ratoncito no solo jugaba con ella—. ¿Te aburrías y por eso has subido? Qué extraño, tus exuberantes amigas parecen lo suficientemente tontas como para resultar entretenidas...

Karol enarcó una ceja, extrañado y a la vez divertido por su repentino ataque de furia.

—¿Celosa?

—¿Yo? Por supuesto que no. No eres tan importante como para que sienta celos...

—Pero sí lo soy lo suficiente como para que entres en mi casa sin invitación —repuso él resistiendo el impulso de acercarse a ella.

Eran dos desconocidos que jamás habían cruzado palabra y, sin embargo, ahí estaban, conversando como si se conocieran de siempre, desafiándose con la mirada y las palabras.

—Nunca pido invitación para robar... sería estúpido, y yo no lo soy —replicó ella altiva.

—Siento decirte que has elegido un mal sitio para robar, aquí no hay nada de valor... —comentó él extendiendo los brazos para señalar la casi espartana habitación.

—Oh, sí. Por supuesto que lo hay...

La joven sonrió y se sacó del escote de la ajustada camiseta roja el pañuelo de seda impregnado en Chanel n.º 5 que él usaba para taparse la nariz cuando el olor de los demás le molestaba o le excitaba demasiado.

Karol arqueó una ceja, extrañado de que fuera el pañuelo lo que le había llamado la atención. Era algo muy especial para él, y ella no podía saberlo. La miró, entre asombrado y divertido, y le tendió la mano, instándola a devolvérselo. Ella sonrió, negó con la cabeza, y se lanzó hacia la ventana abierta por la que se había colado poco antes.

Y Karol por fin reaccionó. Olvidó todo control y se dejó dominar por un impulso primario e instintivo. La tenía en su terreno, al alcance de la mano, y no iba a permitir que se le escapara. Se lanzó con rapidez hacia su ladrona, agarrándola de las muñecas en el mismo momento en que ella comenzaba a descender. Y, sin pararse a pensar lo que hacía, la volvió a meter en la habitación. Ella tiró intentando liberarse de sus manos y él la abrazó con fuerza para evitar que escapase y, en ese momento, con la nariz pegada a su piel, el aroma de la mujer estalló en su interior. Estaba excitada, mucho. Le deseaba, a él. La miró a los ojos, aturdido por las sensaciones que le recorrían al tenerla entre sus brazos, contra su piel. Y ella le propinó un fuerte empujón a la vez que una hermosa sonrisa se dibujaba en sus labios.

—Si me quieres, cógeme... —le desafió.

Y Karol, por primera vez desde que la perseguía, aceptó el reto por completo.

Dieron vueltas alrededor de la habitación, mirándose como los depredadores que eran, y al final, Karol se arrojó sobre ella. Ella le esquivó y volvió a saltar hacia la ventana, pero antes de que pudiera llegar, él la alcanzó. Lucharon como dos animales salvajes, chocaron contra las paredes, cayeron al suelo y volvieron a levantarse, tiraron el escritorio y acabaron sobre la cama, enredados uno en la otra, dando vueltas sobre el cochón, hasta que Karol consiguió tumbarla de espaldas e inmovilizarla con su cuerpo. Sujetó sus delicadas muñecas por encima de la cabeza y la miró a los ojos. Se perdió en ellos. Ella le enseñó los dientes en un fiero gruñido a la vez que le envolvía las caderas con sus largas piernas, pegándole a su cuerpo. Karol se meció, acunando su erección contra el ardiente calor que emanaba del sexo femenino. Posó la mano que tenía libre sobre el liso estómago de la muchacha y comenzó a subirle la camiseta a la vez que bajaba la cabeza para besarla...

—Karol, ¿estás bien? —le llegó la voz de Eber desde el otro lado de la puerta—. He oído ruidos... ¿Qué pasa ahí dentro?

Alzó la cabeza, de repente consciente de lo que había estado a punto de hacer. Iba a besarla... y no se hubiera detenido en eso. Estaba dispuesto a desnudarla. Y a acariciarla. Y a besar cada centímetro de su piel. Y a follarla... una vez, y otra, y otra más. ¡Y él no follaba con nadie! Se había hecho una promesa. Y no pensaba romperla. No pensaba volver a caer de nuevo en la trampa del sexo con nadie que no fuera él mismo.

—Karol, di algo, nos tienes preocupados. —Esta vez era Alba quien hablaba.

—No pasa nada —contestó sin apartar la mirada de la joven que tenía debajo de él—. Ahora salgo, dadme un momento.

Se apartó remiso del cálido cuerpo femenino. Ella enarcó una ceja, sonrió burlona y, veloz como un rayo, llevó la mano hasta su polla y comenzó a acariciarle.

—Un momento bastante largo —susurró lasciva en su oído antes de morderle el lóbulo de la oreja.

—No... —gimió él. Ahora que había recuperado la voluntad, no pensaba volver a dejarse llevar por la lujuria.

—¿Estás seguro? —le espetó abalanzándose contra su boca y mordiéndole el labio inferior hasta que él respondió al beso.

Se perdió en su sabor, en su olor, en la excitación que supo nía sentirla junto a él, bajo él, ceñida a él... Abrió los ojos al darse cuenta de que ella le había desabrochado los pantalones y tenía su verga firmemente aferrada entre los dedos.

—Tengo invitados, debo atenderlos —jadeó la primera excusa que se le ocurrió. Abrió los ojos como platos y la miró sorprendido. Él jamás buscaba ni otorgaba excusas. Excepto con ella.

Ella sonrió desafiante.

—Deshazte de ellos —le exhortó masturbándole con apremio.

—¡No! —gruñó a la vez que la asía por la muñeca, obligándola a soltarle.

Tenía que acabar con la atracción que sentía por ella... y con la atracción que ella sentía por él. Y sabía el modo perfecto para lograrlo. Le revelaría lo monstruoso que era. Y ella le aborrecería, igual que había hecho Laska.

—¡Alba! —gritó. Esta respondió al instante, en una clara muestra de que no se había alejado de la puerta—. Prepara otro asiento para la cena... acaba de unirse una invitada.

—¡No pienso cenar con tus amigos! —protestó ella.

—Lo harás. —«Y cuando veas la perversión que me rodea, me aborrecerás y saldrás huyendo para no regresar jamás».

Tiró de ella hasta que quedó de pie frente a él y, sin dejar de sujetarla con fuerza por la muñeca, la obligó a caminar mientras se recolocaba los pantalones con la mano libre. Al abrir la puerta se encontró con la mirada preocupada de Eberhard y Alba. Elke y Sofía esperaban al pie de las escaleras, mirándole asombradas.

—Regresemos al salón —dijo sin ofrecerles ninguna explicación.

Cuando se reunieron con el resto de los comensales, Karol comprobó agradecido que Alba y Elke se apresuraban en colocar sus cubiertos al otro lado de la larguísima mesa, junto a Sofía y Eberhard, dejando libre el lateral en el que él y su ladrona se sentarían. Tiró de la díscola mujer, atravesó el salón con ella a la zaga, y la obligó a sentarse a su lado, y durante todo ese tiempo no dejó de observarla buscando en su rostro una reacción que no se dio. No parecía sorprendida, ni tampoco asqueada, si acaso, un poco curiosa. Inhaló con disimulo. Estaba excitada. Tanto como él mismo.

—Espero que te guste la comida japonesa —dijo tras carraspear.

—Me gusta más el hombre sobre el que está servida, no me importaría saborearlo... a conciencia —afirmó ella tomando los palillos y cogiendo un nigiri de los que ocupaban el pubis de Zuper para luego absorberlo seductora entre sus labios.

Un gruñido airado fue la única respuesta de Karol.

—Hola... —musitó Sofía, incómoda pero a la vez decidida a seguir las más elementales normas de educación, y de paso averiguar algo de su desconocida compañera de cena—. Soy Sofía, y este es mi marido Eberhard. —El alemán saludó con la cabeza—. Ellas son Alba y Elke, las creadoras de esta cena tan especial. Y... el hombre que está en la mesa —dijo sin saber cómo describirle—, es Zuper.

—Nuestro novio —aclaró Elke enfadada por lo que la extraña había dicho de Zuper. Cuanto antes supiera que el pelirrojo era coto privado de caza, mejor. No le apetecía nada sacarle los ojos a la invitada de Karol.

—Oh, qué interesante —comentó la joven mirando al trío—. Yo soy Laura. —Y los saludó con una leve inclinación de cabeza.

Karol paladeó en silencio su nombre. Laura... Le gustaba. Pero todavía le gustaba más que ella no pareciera asqueada o indignada al saber que estaba sentada junto a «una pareja de tres». Por lo visto su ladrona tenía la mente muy abierta.

—Laura, encantada de conocerte —murmuró Sofía—. Y ahora que ya nos hemos presentado, dime... ¿cómo has entrado? —preguntó intrigada.

—Me he colado por la ventana este de la Torre —respondió ella con indiferencia a la vez que tomaba un sashimi de atún del torso de Zuper. Elevó la cabeza, abrió la boca y dejó que el pequeño bocado rosado se deslizara lentamente entre sus labios.

—Deja de hacer eso —siseó Karol enfadado. Se suponía que ella debía escandalizarse y salir corriendo, pero en vez de eso estaba haciendo todo lo posible por excitarle más todavía. Y, francamente, ya estaba más duro de lo que podía soportar.

En respuesta, Laura cogió un nigiri se lo llevó a la boca y le dio un ligero mordisco en la punta. Karol la miró con los dientes apretados. Ella sonrió burlona, deslizó con disimulo la mano por debajo de la mesa y la posó sobre la pierna masculina, muy cerca de la erección que despuntaba en la ingle.

—Pórtate bien —masculló Karol sujetándole la mano y obligándola a ponerla de nuevo sobre la mesa.

—No. Me encanta ser una chica mala, muy mala... —replicó ella inclinándose sobre él.

Karol abrió la boca para regañarla de nuevo, y volvió a cerrarla cuando su exótico y excitante aroma se coló en sus fosas nasales, haciéndole jadear.

Laura sonrió al comprobar que lo que llevaba meses intuyendo era cierto. Él tenía una capacidad inusitada para captar y sentir los olores. Y parecía que le gustaba mucho el suyo. Tomó nota mental de no usar colonia en lo sucesivo, no era cuestión de desaprovechar ninguna arma a su alcance.

Karol dejó de respirar para evitar que su pituitaria siguiera impregnándose con la esencia femenina. Tanto le excitaba su aroma que si no detenía el ataque al que se veían sometidos sus sentidos acabaría perdiendo todo control y masturbándose allí mismo. Llevó la mano al bolsillo del pantalón en busca de su sempiterno pañuelo impregnado en Chanel n.º 5 y se detuvo al recordar que como era una cena entre amigos, no le había parecido necesario y lo había dejado en su habitación... de dónde ella lo había cogido. Y de dónde él había intentado recuperarlo antes de perder el control y dejarse llevar por la lujuria, olvidándolo. Tomó aire por la boca, intentando evitar sin conseguirlo que el apasionante olor de la ladrona penetrara en su sistema nervioso y lo colapsara.

—¿Buscas esto? —la escuchó decir. Giró la cabeza y vio que ella le enseñaba la punta de su pañuelo. El resto permanecía oculto bajo su escote.

Gruñó antes de arrebatárselo y llevárselo a la cara. Inhaló con fuerza y al instante lo separó de su nariz, mirándolo como si fuera una serpiente venenosa.

—Huele a ti —jadeó mirándola.

—Cuánto lo siento... —susurró con ironía.

Karol bufó contrariado. A continuación, tomó un maki y se lo metió furioso en la boca.

Laura estalló en una carcajada musical que hizo que Karol cerrara los ojos. Hasta eso era hermoso en ella.

El resto de los comensales se miraron entre sí, estupefactos por la escena que estaba teniendo lugar frente a ellos. Era la primera vez que veían a Karol exasperarse por algo... De hecho era la primera vez de muchas cosas. La primera vez que alguien, quien fuera, entraba en la habitación de Karol. La primera vez que este invitaba a un desconocido al Templo, porque si algo tenían claro era que Karol no les había hablado nunca de Laura, y, desde luego, ella no era ninguna conocida de su país. Era española, valenciana si tenían en cuenta su acento. Y también era la primera vez que veían a Karol perder el control de sus emociones, y no cabía duda de que eso era exactamente lo que estaba pasando. La miraba como si quisiera comérsela para al instante siguiente rechinar los dientes enfadado, y un segundo después, jadear excitado solo porque ella comiera de forma un tanto... especial. Y eso por no hablar de los ruidos de pelea y cosas rotas que habían escapado de la habitación del polaco cuando había estado encerrado con ella.

—Y... ¿cómo es que has entrado por la ventana? —inquirió Eberhard para romper el silencio que parecía haberse adueñado de la estancia. Y también, por qué no decirlo, porque la curiosidad le mataba. ¡Nadie se colaba por una ventana si había una puerta!

—¿Por qué crees que lo he hecho? —le preguntó Laura parpadeando con inocencia. Eber negó con la cabeza—. Para robar, por supuesto. Ningún ladrón que se precie entra en una casa por la puerta, le quita emoción al asunto.

—Ah... —fue lo único que pudo responder el alemán.

Karol miró a su amigo, luego a su ladrona y, al final, apoyó los codos en la mesa y la cabeza en las manos y comenzó a reír. Al principio fue apenas un jadeo continuado, pero poco a poco se convirtió en una carcajada estentórea imposible de detener.

Sus amigos lo miraron estupefactos. También era la primera vez que le escuchaban reírse a carcajadas. Desviaron la vista hacia la ladrona que sonreía a su lado y a continuación se miraron unos a otros, asintiendo con la cabeza. Fuera quien fuera, esa mujer era buena para Karol.

—Y... ¿qué pretendías robar? —la preguntó Elke divertida.

—Oh, el pañuelo que le acabo de devolver...

—No me lo has devuelto, te lo he quitado —replicó Karol herido en su orgullo.

—Solo porque yo te lo he permitido —le espetó ella chasqueando la lengua.

—Te lo hubiera arrebatado sin problemas —rechazó él picado.

—Comprobaremos si eso es cierto la próxima vez que te lo robe.

—¿Vas a intentar robarle otra vez? —inquirió Alba, perpleja por el descaro de la joven.

—Por supuesto. Y quizá la próxima vez no me muestre tan compasiva y le robe algo de más valor.

—¿Como qué? —Karol la miró divertido. No había nada de valor en su habitación, él mismo se había encargado de deshacerse de todos los lujos materiales. No los quería, había tenido demasiados.

—No sé, tal vez ese arnés de cuero que guardas en la mesilla, o quizá la funda de plástico que parece una jaula para penes... —susurró en su oído para que solo él pudiera escucharla—. No me gusta nada pensar que algo que no soy yo le toca la polla a mi ratoncito.

Karol se detuvo perplejo, con la mano extendida para tomar un maki con los palillos. No solo había estado en su habitación, sino que había registrado su mesilla y tocado sus cosas. En vez de enfurecerse, se excitó más todavía al imaginar los dedos de su ladrona recorriendo sus juguetes...

Laura sonrió satisfecha al ver la expresión de su cara y alargó la mano para tocar las cuerdas que rodeaban los muslos del pelirrojo. Era la primera vez que veía un bondage en directo y estaba muy intrigada por los nudos. Y si de paso hacía rabiar a su presa, pues mejor. Un aliciente más.

—No se toca —la regañó Karol retirándole la mano.

—¿No? —inquirió Laura dirigiendo la mirada a las dos rubias, pidiéndoles permiso—. Me encantaría ver esos nudos tan espectaculares —comentó—. Es impresionante y muy hermoso. —Zuper hinchó el pecho, vanidoso como un pavo real—. De verdad te admiro —dijo dirigiéndose zalamera al orgulloso pelirrojo—. Yo no sería capaz de quedarme tan quieta mientras comen sobre mí. Eres un portento. Y además estás muy atractivo con ese precioso bondage.

Karol gruñó sonoramente sin poder evitarlo.

—Puedes tocar, pero solo las cuerdas —afirmó Alba, divertida al ver la reacción de Karol. Por lo visto su amigo estaba celoso. Y mucho.

—No. No puede —objetó Karol con los dientes apretados agarrándola de la muñeca para que no tocara al pelirrojo. Si no le permitía que le tocara a él, menos le iba a permitir tocar a otro. Levantó la vista de la mano que aún sujetaba y se sorprendió al ver que sus amigos le miraban entre atónitos y divertidos. La soltó a la vez que carraspeaba incómodo.

—Vaya... qué interesante —musitó burlona Laura, deslizando la mano por debajo de la mesa hasta dejarla posada sobre la rígida erección del polaco—. Tal vez prefieras que toque otra cosa...

—Estate quieta y come —bufó él, pero no le apartó la mano. Prefería que estuviera ocupada torturándole con sus caricias a que le martirizara haciéndole sentir unos celos que bajo ninguna circunstancia debería sentir.

Laura respondió a su exigencia con una musical carcajada, mientras que, bajo la mesa, le dio un suave apretón en el pene.

Karol exhaló todo el aire que contenían sus pulmones y cerró los ojos. Iba a ser una noche muy, muy larga.

Laura observó el gesto desamparado de su presa y, sin saber bien por qué, se apiadó de él. Deslizó muy despacio la mano por su erección, siguiendo con las yemas de los dedos su grosor y largura. Y mientras delimitaba su contorno, no pudo evitar pensar que se ajustaría como un guante a su vagina. Por último, siguió la costura de la tela hasta dar con el bulto de sus testículos, le hizo una suave caricia, y colocó por fin la mano en el muslo masculino, donde pensaba dejarla toda la noche. Puede que hubiera decidido no torturarle con sus caricias, pero eso no significaba que fuera a comportarse bien... eso no iba con ella.

Karol observó a la mujer que estaba sentada a su lado. Si bien era cierto que lo primero que le excitó de ella fue su aroma, no era menos cierto que un segundo después de olerla, la había visto y había caído presa de su embrujo. Y desde entonces había ido perdiendo poco a poco la cabeza, y también el control. Sus instintos habían ganado la partida a su razón, y ahí estaba ahora, sentado junto a la ladrona con la que soñaba cada noche. Deseando tocarla. Luchando contra sí mismo por no hacerlo. Y disfrutando de las caricias, ahora casi inocentes, que ella le prodigaba bajo la mesa. Alzó la mano, deseando retirarle el flequillo de la frente para poder ver sus maravillosos ojos verdes. Se detuvo en el último momento, y se obligó a coger los palillos y seguir comiendo sin observarla, prohibiéndose mirarla y deleitarse con su cremosa faz de rasgos afilados y pómulos altos. Castigándose a sí mismo sin contemplar los delgados labios pintados de rojo que anhelaba besar, el cuerpo atlético que se moría por desnudar y tocar. Estrechó los ojos al percatarse del inusitado atuendo que había elegido para robarle. Una ajustada camiseta roja y unos leggins del mismo color no parecían lo más apropiado para un robo. En las películas los ladrones siempre vestían de negro.

—¿Por qué te has vestido de rojo para robarme? —preguntó sin pensar.

Ella giró la cabeza para mirarle y Karol sintió que se le paraba el corazón al ver que las comisuras de sus labios se elevaban en una preciosa sonrisa dedicada solo a él.

—Has pintado tu casa de rojo... Hubiera destacado demasiado vestida de negro —le respondió divertida.

Él asintió con la cabeza, y acto seguido volvió a ignorarla para coger un sashimi de bacalao del pecho del pelirrojo.

Laura entrecerró los ojos y estuvo tentada de subir la mano hasta su ingle, agarrarle bien fuerte la polla y darle un brusco apretón, a ver si así conseguía llamar su atención. El único motivo de que no lo hiciera fue que le vio mirarla por el rabillo del ojo mientras intentaba agarrar un trozo de pescado crudo con unos palillos que temblaban demasiado entre sus trémulos dedos. No estaba tan tranquilo como pretendía aparentar. ¡Estupendo! Ella tampoco lo estaba.

Casi le había dado un infarto al verle aparecer en la habitación de la Torre. ¡Se suponía que estaba abajo, cenando con sus amigos, y no dando vueltas por la casa porque le habían avisado de que había un ladrón! De hecho, se suponía que ella había esquivado todas las alarmas, pero por lo visto se había dejado unas pocas.

No le había costado mucho acceder a uno de los ordenadores del polaco, al fin y al cabo, ese era su trabajo, saltarse la seguridad y buscar fallos en el sistema. Y debía reconocer que de los ordenadores que Karol tenía, solo había conseguido acceder a uno, el resto tenían un sistema de seguridad magnifico, que antes o después rompería. Solo era cuestión de tiempo. Aunque por ahora no le corría prisa. Le bastaba con tener acceso a los escasos correos electrónicos que mantenía con un tal Zupermanchorizoconpan, que por lo que había leído en los correos electrónicos era algo así como su asistente personal, a pesar de lo ridículo de su alias. Y mucho se temía que Zupermanchorizoconpan no era otro que el hombre tumbado en la mesa. Debería darle las gracias, al fin y al cabo el pelirrojo era quien la había puesto sobre la pista al decir el nombre y el apellido de su presa en el centro comercial. Y también era el que le había dado, involuntariamente, mucha información mediante los correos que mandaba su jefe, como parecía empeñarse en llamar a Karol. Gracias a esos correos había averiguado que celebrarían una cena esa noche, y había decidido aprovecharse. Pero por lo visto no había sido tan cuidadosa con sus indagaciones como había pensado.

Primero había metido la pata con el sistema de alarma al pensar que solo tendría controlado el perímetro y las puertas y ventanas de la planta baja. Por lo visto también contaba con sensores de movimiento en las ventanas de la Torre. Su siguiente error fue al entrar en la habitación; se había quedado tan sorprendida al ver la extravagante estancia que se le había olvidado asegurar la puerta antes de empezar a registrarla en busca de lo que pretendía robarle. Y, por último, el fallo más garrafal de todos: en vez de salir con rapidez tras encontrar el pañuelo rojo, que por cierto estaba sobre el escritorio, se había demorado en abrir los cajones de la mesilla en busca de algún objeto que le dijera cómo era él en la intimidad, y al encontrarlo, se había quedado tan petrificada que ni siquiera le había oído abrir la puerta. La había pillado, y él, en vez de reaccionar como lo hubiera hecho una persona normal y corriente, enfureciéndose e intentando detenerla, la había mirado como si fuera un helado de chocolate que quisiera devorar... Ella no había podido resistirse a desafiarlo. Sin embargo, él había aceptado el desafío y lo había ganado, hasta el punto de obligarla a cenar con sus amigos. Y ella había estado a punto de caerse de culo por la impresión cuando había visto que la inocente cena japonesa que había intuido por correo electrónico no tenía nada de inocente.

Desde luego su ratoncito era una caja de sorpresas.

Y ella era una chica mala malísima que acababa de averiguar que disfrutaba un montón con la perversa y lujuriosa cena que su presa había montado.

Tomó un nigiri del pubis del pelirrojo y lo succionó lentamente mientras observaba por el rabillo del ojo la reacción del polaco. Esta no se hizo de esperar, inhaló profundamente y cerró los ojos durante apenas un segundo. Más impactante fue sentir bajo la palma de su mano cómo los músculos de la pierna del hombre se tensaban para luego temblar. Sonrió al comprobar que no le resultaba en absoluto indiferente. Giró la cabeza y le miró sin disimulo. Era un hombre guapísimo. O tal vez no. Estaba demasiado delgado y había vuelto a cambiarse el pelo, se lo había cortado un poco y lo llevaba teñido de rubio, excepto por algunas extensiones rojas, azules y moradas que le caían desordenadas hasta la mitad de la espalda. Fuera como fuera a ella le resultaba muy atractivo. Sus ojos bicolores, rodeados de khol negro la tenían tan embrujada que apenas podía dejar de mirarlos. Sus labios, brillantes por el gloss la incitaban a besarlo, y sus manos... cada noche soñaba que esos dedos largos y delgados con las uñas pintadas la acariciaban, le amasaban los pechos, le recorrían la vulva y la penetraban... Un suave gemido escapó de sus labios. Y él volvió a tensarse bajo la palma de su mano a la vez que inspiraba con fuerza. Laura le observó intrigada, si no fuera porque era imposible, pensaría que podía oler su excitación y que se recreaba en ella. Pero ¿no podía tener tan buen olfato, verdad? Decidió preguntárselo.

—¿Puedes oler si estoy excitada?

La primera respuesta no vino de él, sino del único hombre que estaba sentado a la mesa. Este se había atragantado al escuchar la pregunta y estaba tosiendo casi compulsivamente, y mientras su esposa le daba fuertes palmadas en la espalda, las novias del pelirrojo la miraban con suma atención.

Desvió la mirada hacia el hombre que tenía a su lado y levantó una ceja. Aún no le había respondido. Él se limitó a asentir lentamente con la cabeza. Ella sonrió, y separó las piernas un poco más al pensar que tenía que estar volviéndole loco porque estaba tan excitada que tenía las braguitas empapadas. Y aun así, él mantenía el control. Lo admiró por ello. Era duro de pelar. No cabía duda de que disfrutaría haciéndole caer.

Continuó cenando en silencio mientras escuchaba con atención la conversación que se desarrollaba a su alrededor. Él tampoco habló. Estaba perdido en sus pensamientos o luchando contra la lujuria. Laura prefería pensar que se mantenía silente debido a esto último.

Tiempo después el cuerpo del pelirrojo quedó limpio de comida y las dos rubias dieron por finalizada la cena a la vez que les instaban a retirarse a otra zona del salón para degustar las bandejas que habían preparado con dulces. De esa manera, ellas podrían desatar al joven tras los biombos que habían colocado para ocultar y separar la mesa, y dejarle así tiempo e intimidad para que se duchara y recuperara.

Karol, Eber y Sofía asintieron a la vez que se levantaron, y a ella no le quedó otra opción que seguirles, aunque por dentro se moría de ganas de ver cómo desataban el bondage. Karol se disculpó un momento para ir a la cocina a por los postres y el café, y ella atravesó junto al matrimonio el inmenso salón hasta llegar a un sillón rojo de orejeras rodeado por varios sofás de piel negra. La pareja se sentó en uno de ellos, y ella, sin saber bien el porqué, se dirigió al sillón rojo y, descalzándose, se sentó en él con los pies bajo su trasero.

—Ese es el sitio de Karol... —le dijo Sofía en voz baja.

—Ya no —replicó ella guiñándole un ojo.

—¿También vas a robarme mi sillón? —le llegó la voz de Karol a su espalda.

Laura se giró para mirarle, la había pillado infraganti.

—¿También? Que yo sepa no te he robado nada... por ahora —respondió sin levantarse.

—Sí lo has hecho —masculló él dejando la bandeja sobre la mesa y sentándose en uno de los sofás.

—No. No lo he hecho. Te he devuelto el pañuelo, por tanto, eso no cuenta —rebatió divertida.

—No me refería al pañuelo —objetó, y sin dar más explicaciones tomó un sorbo de café.

Ella enarcó una ceja antes de asir una taza e imitarle.

Él le respondió en silencio, solo con la mirada, esperando que ella no supiera interpretar el mensaje de sus pupilas. «Me has robado el control, mi placer solitario, mis sueños y mis noches, mis sábados aburridos, mis días en soledad y mis deseos de ignorar el amor.»

Se observaron mientras Eber y Sofía contemplaban petrificados el cruce de miradas. Pasados unos instantes, el matrimonio comenzó una conversación, más por matar el tiempo que porque tuvieran nada importante que decir, que sí lo tenían, pero no delante de Laura, y tal vez tampoco en presencia de Karol.

Cuando un rato después el pelirrojo y sus novias entraron en el salón, un incómodo silencio había caído sobre los que estaban allí, aunque por mor de la verdad, el silencio solo era incómodo para Eber y Sofía. Karol y su ladrona ni siquiera eran conscientes de ello.

Zuper se dejó caer en uno de los sofás y cogió un pastelillo con manos temblorosas, más por llevar algo a su estómago que porque tuviera hambre. Estaba extenuado. Y no solo por los nervios y la cena, sino por la manera, rápida y eficaz, en que las chicas lo habían relajado tras esta. ¡Era increíble la cantidad de cosas que se podían hacer bajo la ducha en menos de media hora!

Karol desvió la mirada de Laura y observó a sus amigos. Todos le miraban con expectación. Intuyó que se preguntarían qué iba a hacer a continuación. De hecho, él mismo se lo preguntaba. Miró el reloj de su muñeca. Era tarde, no demasiado, pero sí lo suficiente como para ir pensando en bajar a los santuarios para que sus amigos se... relajaran, y para que después les diera tiempo a dormir unas cuantas horas antes de acudir a sus respectivos trabajos. Al fin y al cabo, era jueves, y al día siguiente tendrían que madrugar. Se mordió los labios, repentinamente nervioso ante la perspectiva de quedarse solo. Con ella.

Cerró los ojos, sopesando sus opciones y cuando los abrió había tomado una decisión. No se arriesgaría más esa noche. Estaba a punto de perder el control, y eso era algo que no podía permitirse.

—Mis amigos están cansados, yo también. Es hora de que nos retiremos a nuestras habitaciones —dijo mirando a su ladrona. Esta le dedicó una espléndida sonrisa que se convirtió en un gesto de sorpresa cuando continuó hablando—. Te pediré un taxi para que regreses a tu casa.

Percibió las miradas alucinadas de todos sobre él. Y no le extrañó en absoluto. Él nunca se comportaba así, estaba siendo grosero, y lo sabía, pero no podía aguantar un segundo más a su lado, oliéndola y deseándola. El taxi era la mejor solución, y así de paso conseguiría saber dónde vivía. De esa manera si no acudía a su cita de los sábados sabría dónde encontrarla. Observó al pelirrojo con los ojos entrecerrados y asintió con la cabeza. Sí, Zuper se ocuparía de sobornar al taxista y hacerle soltar la lengua.

Laura arqueó una ceja y negó con la cabeza.

—No es necesario que te molestes. He traído mi propio coche —afirmó antes de levantarse del sillón—. Ha sido un verdadero placer conoceros —enronqueció la voz al decir «placer» y, tras esto, se dirigió a la puerta sin mirar atrás.

Todos los presentes en el salón la observaron asombrados.

¿Todos?

No.

Hubo uno que mantuvo la mirada fija en el suelo mientras se recordaba a sí mismo los motivos por los que la había echado de su casa, perdiendo la posibilidad de invitarla a su cama y besarla, tocarla, saborearla... Y no solo eso, también había perdido la posibilidad de poder encontrarla si ella decidía no seguir jugando al gato y al ratón con él. ¡Maldita fuera!

—¡Eres imbécil! —exclamó Zuper dando voz a los pensamientos de todos—. ¿Por qué la has echado?

—Estoy cansado... —musitó Karol negando con la cabeza a la vez que se levantaba decidido a esconderse en su habitación de la Torre.

Se detuvo antes de dar dos pasos, consciente de que acababa de mentir a sus amigos. Esa misma tarde había intentado engañarse a sí mismo, y ahora lo hacía con ellos. ¿Dónde había quedado su promesa de no volver a mentir? Se giró y los miró. Ellos le observaban inmóviles, sus caras reflejaban la preocupación que sentían por él, y también lo que pensaban de él. Que era un idiota. Pero no lo era. Era...

—Soy un cobarde —afirmó, luego se dio media vuelta, cogió el mando a distancia de las puertas que protegían su propiedad y salió de la casa para atrapar a la ladrona que le estaba robando el alma.

No la invitaría a pasar la noche con él, ¡eso nunca!, pero le arrancaría una promesa.

Cuando salió de la casa ella estaba a medio camino de las puertas del muro que rodeaba la finca. No cabía duda de que le gustaba caminar rápido. Y menear bien el culo. Perdió unos segundos en contemplar cómo sus perfectas nalgas se movían voluptuosas bajo la ajustada tela roja, y luego perdió otro instante en recolocarse la erección en los pantalones para que le permitiera correr y alcanzarla.

—No es necesario que me sigas. No pienso esconderme bajo las piedras para regresar cuando estés dormido y atacarte mientras sueñas —gruñó ella cuando él la alcanzó.

—No sería la primera vez que lo haces... —masculló él entre dientes.

Laura se giró al escucharle. ¿De qué demonios estaba hablando? Le vio fruncir el ceño, disgustado por haber hablado más de la cuenta, e intuyó a qué se había referido... Por lo visto no era la única que tenía sueños húmedos por las noches. Esbozó una sonrisa engreída y continuó caminando en dirección a las puertas.

Karol se encogió de hombros, negó con la cabeza y la acompañó. Y mientras caminaba a su lado, no dejó de pensar en la manera de obtener la promesa que deseaba. Y también en lo hermosa que era. Y en lo bien que olía. Y, sobre todo, ante todo, por encima de todo, no dejó de pensar en lo traviesa que era, en su sinceridad brutal, en la diversión que leía en sus ojos cuando lo desafiaba, en su manera de ser, provocadora y franca, sin subterfugios ni ambages. Sin disfraces ni máscaras. Y tuvo que reconocer que si antes lo tenía hechizado, ahora, se sentía profundamente fascinado.

Llegaron hasta el muro que delimitaba la propiedad, y ella se dio la vuelta, apoyó la espalda en las puertas y se cruzó de brazos a la vez que arqueaba una ceja.

—El final del camino de baldosas amarillas —comentó—. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Me seguirás hasta mi coche para comprobar que me voy? ¿Te abalanzarás sobre mí y me follarás contra las puertas? O, ¿tal vez esperas que caiga de rodillas a tus pies, te baje los pantalones y te coma la polla? —le preguntó esbozando una traviesa sonrisa. Sabía de sobra que su ratoncito solo contemplaba la primera opción, se controlaba demasiado, y se mantenía excesivamente distante como para pensar siquiera en las otras dos... pero era tan divertido picarle.

Karol inspiró profundamente, se tambaleó apenas, apretó los dientes y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir segundos después la determinación brillaba en sus iris bicolores.

—Volverás al centro comercial el sábado —dijo. Y no era una pregunta.

—¿Lo haré? —inquirió ella burlona y a la vez fascinada por la contención de la que hacía gala, porque si algo tenía claro, era que la deseaba, y mucho. Y justo por eso se empeñaba en desafiarle, quería saber hasta qué punto era capaz de rechazarla, y cuando lo comprobara, sería ella quien lo rechazara a él.

—Lo harás —aseveró apoyando las manos a ambos lados del rostro femenino.

—Me tienes acorralada contra la puerta como si fuera una virginal dama y, ¿solo me exiges eso? No quieres...

—No —gruñó él interrumpiéndola.

—Oh, qué decepción —murmuró irónica antes de doblar las rodillas, girar sobre sí misma y zafarse de él—. La próxima vez que quieras atraparme te sugiero que pegues tu cuerpo al mío, si no, volveré a escaparme. —Parpadeó exageradamente, como si estuviera a punto de hacer pucheros como los niños pequeños—. Quizá es eso lo que quieres, que desaparezca para siempre.

—El sábado... —exigió Karol. Estaba harto de jueguecitos. Quería su promesa de que volvería a verla. Y quería que después se marchara y le dejara en paz para poder enfrentarse a sus demonios—. Quiero tu promesa de que acudirás el sábado a nuestra cita... o no abriré las puertas —la amenazó a la vez que señalaba con la mirada las altas puertas de hierro forjado.

—No necesito que las abras —replicó Laura divertida. Karol la miró atónito—. Oh, por favor, no seas ingenuo. ¿Cómo crees que he entrado? —Apoyó la espalda en las imponentes puertas de hierro forjado—. Dame un buen motivo para que acuda al centro comercial el sábado, y tal vez lo haga.

—Quiero volver a verte allí. —«Porque allí no puedo tocarte, besarte, follarte sin que se nos echen encima los guardias de seguridad. Es el único sitio en el que me siento seguro contigo, el único lugar en el que sé que no voy a permitir que mi control flaquee.»

—¿Por qué? —le retó con la mirada.

Él apretó los dientes, negándose a contestar.

«Porque sentí que se me desgarraban las entrañas cuando comprobé que no estabas.»

—Mi ratoncito quiere seguir jugando al gato y al ratón... —susurró ella con voz ladina.

—No soy tu ratoncito. Soy el gato.

—¿Eso crees? —comentó Laura antes de girarse, dar un salto y, aferrándose a las rejas, trepar con agilidad hasta el final de la puerta—. No eres un gato. Eres un ratoncito, y estás asustado —aseveró antes de saltar al otro lado y perderse en la oscuridad.

Karol abrió la boca en un rugido mudo mientras todos los instintos y deseos que había estado reprimiendo durante tanto tiempo estallaban en su interior. Metió la mano en el bolsillo y apretó el botón del mando a distancia. No esperó a que las puertas se abrieran por completo para traspasarlas. Echó a correr en la dirección en la que la había visto irse y la alcanzó apenas un minuto más tarde, cuando ella estaba a punto de llegar a una vieja furgoneta aparcada a un lado del camino que terminaba en el Templo.

La agarró por la muñeca, tiró de ella y la empujó contra el muro que rodeaba su propiedad.

—No estoy asustado —le espetó antes de cernirse sobre ella y besarla.

Con brusca premura. Con imparable pasión. Con salvaje desesperación.

La sujetó por la cintura con una mano y asiendo su cabello con la otra tiró de él, obligándola a alzar la cabeza y aceptar su beso. Ella respondió mordiéndole el labio inferior. Él gimió hundiendo la lengua en su boca, ella le obligó a luchar contra la suya, y él peleó con furia por saborearla, por lamerla, por beber de ella. Y mientras lo hacía, inhalaba codicioso el aroma que emanaba de ella, deleitándose en él, perdiéndose en él.

Laura se arqueó, frotando las endurecidas cimas de sus pechos contra el torso masculino. Karol deslizó los dedos por la espalda femenina hasta anclarlos a su trasero, pegándola a su rígida erección. Ella respondió a sus caricias desabrochándole el pantalón para después hundir la mano bajo la tela y aferrarse con avaricia a su polla. Karol se apartó de ella con la respiración acelerada y la mirada endurecida.

—¡No! —rugió agarrándola de la muñeca y obligándola a apartarse de su verga—. ¡Mi placer es solo mío! Solo yo lo controlo. Solo yo provoco mis orgasmos. ¡Nadie más! —Le sujetó las manos con una de las suyas, y las apretó contra el muro, por encima de su cabeza—. No puedes tocarme, no puedes follarme, no puedes obligarme a desearte. No tienes poder sobre mí. Nadie lo tiene —gimió mirándola atormentado mientras las aletas de su nariz temblaban al inhalar su poderosa esencia.

Luego sacudió la cabeza y sin soltarla, pegó su erección a su voluptuoso cuerpo y volvió a abalanzarse sobre sus labios. Y mientras la besaba con ferocidad no exenta de dulzura, deslizó la mano libre por su cuello, recorrió la clavícula y al llegar al escote de la camiseta roja que ella llevaba, lo rasgó de un tirón, ávido por sentir en las yemas de los dedos la suave caricia de su piel. Se demoró en sus pezones, los rodeó con los dedos índice y pulgar y jugó con ellos hasta que estuvieron tan duros que ella jadeó en su boca. Y él siguió besándola, incapaz de dejar de beber de ella. Y mientras se perdía en su sabor, se obligó a luchar por dominarse, por recuperar el control que hacía tiempo había perdido. Dejó de mecer su rígida polla contra ella y exigió a su mano que abandonara el cálido refugio de sus pechos para deslizarla por su estómago, por su vientre, hasta llegar a la cinturilla de los leggins rojos. Hundió los dedos bajo la elástica tela, se coló bajo el encaje de sus bragas y acarició el paraíso que tantas veces se había prohibido imaginar, soñar, desear. Sintió su polla palpitar con fuerza contra los calzoncillos, sus testículos alzarse expectantes por derramar su simiente y, para torturarse más todavía, ahuecó la mano, separó de la piel la tela que cubría el pubis de su ladrona e inhaló con fuerza la fascinante esencia de la excitación femenina. Se quedó inmóvil al sentir que sus sentidos se colapsaban al borde del éxtasis, y luego, ella se movió contra su mano, desafiándole a continuar.

Y él continuó.

La besó de nuevo y luchó contra su lengua mientras penetraba con un dedo su vagina. Ella separó más las piernas y se alzó sobre las puntas de sus pies sin dejar de gemir en su boca. Y él en respuesta, alejó más su frustrada verga de las caderas femeninas, y añadió un dedo al que la invadía a la vez que posaba el pulgar sobre el tenso clítoris. Los fluidos femeninos le empaparon la mano cuando sacó los dedos de su interior y posó la palma sobre su vulva para frotarla con lascivia no contenida. Ella se apartó de los labios que saqueaban su boca y negó con la cabeza mientras luchaba por respirar. Él se lo permitió durante un instante, luego volvió a besarla, apoyó la palma de la mano contra su clítoris, y hundiendo dos dedos en su resbaladiza vagina, los curvó en su interior y frotó con pericia ese punto especial, lanzándola a un orgasmo devastador. Y mientras ella gritaba de placer, él hundió la nariz en su cuello e inhaló con fuerza el aroma de su orgasmo. Continuó acariciándola hasta que dejó de sentir las contracciones de las paredes vaginales contra sus dedos y, entonces, le soltó las manos que aún mantenía presas sobre su cabeza, la sujetó por las axilas, dejándola resbalar contra el muro hasta que quedó sentada en el suelo, y se apartó de ella.

Todavía erecto.

Todavía excitado.

Todavía luchando contra sus deseos mientras intentaba recuperar el control que apenas poseía.

—Solo yo controlo mi placer —afirmó mirándola a los ojos.

Esperó hasta que el velo de embriaguez que cubría los ojos de su ladrona se desvaneció, dando paso a un sorprendido estupor cuando comprendió el significado de sus palabras y, entonces, se dio media vuelta para regresar al Templo. Antes de llegar a las puertas de hierro, se giró hacia ella.

—Te veré el sábado en el centro comercial. —No era una pregunta. Era una orden.

Karol esperó hasta que ella asintió con la cabeza y luego traspasó las puertas. Esperó hasta que estas se cerraron y, esquivando el camino de baldosas amarillas, se internó en el jardín de piedras. Caminó con tensa rigidez hasta llegar a uno de los enormes menhires y, tras apoyar la espalda contra este, metió la mano bajo sus pantalones todavía desabrochados y aferró con fuerza su erecto pene. Negó con la cabeza y se mantuvo inmóvil durante unos segundos, los que tardó su voluntad en perder la batalla contra sus deseos. Se llevó a la nariz la mano libre, aquella con la que había tocado, acariciado y penetrado a su ladrona, e inspirando profundamente comenzó a masturbarse. Un instante después cayó de rodillas mientras todo su cuerpo temblaba y un grito silente abandonaba sus labios. Parte del semen derramado regó las piedras que había bajo él, llevándole el aroma de su propio placer y mezclándolo con el de ella, formando un todo en el que era imposible distinguir una esencia de la otra.

Se tumbó de espaldas y observó la sonrisa taimada de la luna.

—Solo yo me proporciono placer —afirmó con socarrona ironía mientras elevaba la mano con que la había acariciado para observarla. La misma mano impregnada en sus fluidos que le había llevado a un orgasmo fulminante solo con olerla.

Sacó el pañuelo del bolsillo para limpiarse el escaso semen que manchaba su ingle. Se detuvo petrificado antes de hacerlo y miró la exquisita factura del trozo rojo de seda salvaje que siempre le acompañaba. Lo usaba para restringir sus deseos, para dominar su excitación... porque ese había sido el último regalo que Laska le había hecho. Lo impregnaba con Chanel n.º 5, la colonia que ella usaba, y se lo llevaba a la nariz cuando estaba excitado y quería dejar de estarlo. Era su amargo tributo hacia ella. Y ahora el pañuelo olía a la ladrona. A Laura. Se lo llevó a la nariz e inspiró despacio. Sí, por debajo del perfume podía captar su aroma. Lo miró con los ojos entrecerrados y antes de pensar en lo que estaba haciendo, se limpió con él la mano con que la había acariciado, impregnándolo en el aroma de la excitación femenina. Luego lo dobló con cuidado y se lo volvió a guardar en el bolsillo para a continuación levantarse del suelo, recomponer su vestuario y encaminarse hacia su casa.

—¿No tenéis nada mejor que hacer? —espetó furioso a sus amigos cuando entró en el salón y se los encontró esperándole. ¡Acaso no podían darle unos momentos de tranquilidad! Luego sacudió la cabeza. Ellos no tenían la culpa de que se encontrara tan confuso—. Perdonadme —se apresuró a disculparse—. Estoy muy cansado, no sé lo que digo.

—Lo imaginamos —aceptó Eber levantándose del sillón para acercarse a él.

—Bajad a los santuarios, por favor. Luego me reuniré con vosotros... —dijo apartándose del alemán antes de que este llegara hasta él.

—Como quieras, pero, si en algún momento de la noche te apeteciera hablar...

—No me apetecerá —aseveró Karol dirigiéndose al mueble bar para coger una botella de Żubrówka y dar un trago de ella.

Eber negó con la cabeza ante el gesto de su amigo, y luego se giró hacia las mujeres y el hombre que le miraban preocupados desde el otro extremo del salón. Se encogió de hombros indicándoles que no sabía que más hacer y caminó hacia ellos a la vez que señalaba la Torre con los ojos, indicándoles que se dirigieran allí. Sofía, Alba, Elke y Zuper se miraron entre sí, y negaron con la cabeza.

—Está agotado y confundido, dejémosle tranquilo —les susurró al pasar junto a ellos.

—Por supuesto que no —siseó Elke enfadada por la indiferencia de su hermano.

—Eber tiene razón, vamos a la mazmorra —susurró en ese momento Zuper con voz taimada.

—¿Vas a bajar a la mazmorra? —inquirió Sofía perpleja. Tenían cosas mucho más importantes que hacer que retirarse a los santuarios a hacer el amor. Entre ellas, cuidar de su amigo. Zuper no podía ser tan egoísta...

—Sí. Vamos a reunirnos todos en la mazmorra —aseveró Zuper ante la mirada estupefacta de sus compañeros—. Reagruparemos nuestras fuerzas y trazaremos un plan mientras él se queda solo y confiado —afirmó el pelirrojo en voz muy baja abriendo las puertas de la Torre.

—Mi chico es un genio haciendo planes —musitó Alba siguiéndole.

Karol los observó hasta que desaparecieron tras las puertas de la Torre y luego se sentó en su sillón rojo y dio un nuevo trago a la botella de vodka.

—Debería subir y ducharme —musitó para sí a la vez que negaba con la cabeza.

Olía tanto a sexo que estaba seguro de que incluso sus amigos podrían olerlo. Pero no encontraba la voluntad necesaria para hacerlo y dejar de oler a ella, al menos no tan pronto. Y por otro lado tampoco se sentía con fuerzas para enfrentarse a lo que se encontraría tras la puerta de su habitación en la Torre. Su refugio privado había sido violado... por ella. Las sábanas de su cama olerían... a ella. El arnés con el que a veces se masturbaba, y la jaula con la que contenía los deseos de su polla habían sido tocados... por ella. Su refugio privado ya no lo era, y mucho se temía que en vez de enfurecerle, le complacía. Dio otro trago a la botella de vodka antes de dejarla en el suelo y cerrar los ojos.

Y los mantuvo cerrados hasta que el ruido de pasos junto a él le instó a abrirlos.

—¿Qué...?

—¿Quién era esa mujer, y qué te pasa con ella? —le interrumpió Eber sentándose frente a él en el mismo sofá que Zuper estaba ocupando en esos momentos.

—¿Qué hacéis aquí? Deberíais estar con vuestras mujeres —les espetó Karol, asombrado de verlos allí. No hacía ni quince minutos que se habían ido.

—Ellas también querían subir a hablar contigo, pero las hemos convencido de que esta es una conversación de hombres —afirmó Zuper centrando su mirada en él—. ¿Quién es ella, y por qué no querías que me tocara?