La iniciación

12 de abril de 2010

ESTARÁS EN LA MAZMORRA A LAS OCHO

Zuper había recibido el SMS de Alba a las cinco y media de la tarde, y desde entonces estaba corriendo.

«No te duermas en los laureles, Alba te puede reclamar en cualquier momento», le había advertido Elke, y ¡joder!, tenía que haberle hecho caso, de hecho se lo había hecho... los dos primeros días. Pero, tras más de una semana sin que le hubieran reclamado en la mazmorra, se había relajado un poco. Un poco bastante. Tenía que haber intuido que su falta de respuesta cuando les preguntaba por la fecha para una nueva «reunión» era uno más de sus juegos de poder. Pero ¡él era nuevo en esos menesteres y no tenía ni idea de cómo iba el juego! Por ello, como el pardillo inocentón que era, había pensado que Alba estaría liada con los estudios y que por eso no podía decirle cuándo volverían a la mazmorra... y claro, se había relajado. ¡Qué ingenuo había sido! Pero... ¡Cómo iba a imaginar que le avisaría con poco más de dos horas de anticipación!

Ciento cincuenta minutos en los que había corrido como nunca en su vida.

Había tenido que rasurarse las axilas y la ingle. ¿Quién iba a pensar que el jodido pelo creciera tan rápido en esas zonas? Se lo había quitado la misma noche que regresó del Templo, y luego no había vuelto a pensar en ello... sabía que a las mujeres la depilación les duraba al menos dos semanas. ¡Por qué a él no! ¿Tendría algo que ver con la cera que ellas usaban? Y también estaba el tema de lo mucho que picaba al salir... por eso no había tenido prisa en volver a rasurarse cuando al cabo de un par de días vio que tenía un ligero, ¡ligerísimo!, asomo de vello, desde luego no la mata de pelo que lucía cuando había leído el SMS.

Con las prisas se había cortado, no la polla ni los huevos, ¡gracias a Dios!, pero sí una zona muy sensible junto a estos... y mejor no hablar de la escabechina de las axilas. ¡Cómo podían tener tantos recovecos unos simples sobacos que no servían para nada que no fuera atufar cuando se olvidaba del desodorante! Se había duchado prestando especial atención a no dejar ningún centímetro de piel sin frotar, se había lavado los dientes a conciencia y luego se había vestido... y justo cuando creía que estaba listo, la duda le había corroído. ¿En la estricta higiene personal que Alba exigía entraban también las orejas? No podía tenerlas sucias, se lavaba la cabeza a diario... pero, solo por si acaso, les dio un repasito con un bastoncillo de algodón. Estaba a punto de salir de casa, cuando se dio cuenta de otra cosa... ¡Las uñas! Les dedicó una mirada escrutadora, y a la postre decidió que quizá las tenía un poco largas, aunque Karol las llevaba mucho más largas, claro que este se las pintaba, y él no pensaba hacerlo ni por todo el sexo del mundo. Bueno... quizá por todo el sexo del mundo, sí. No obstante, se las recortó y hasta le pidió una lima a Héctor para dejarlas más suaves y redonditas. Cuando se miró en el espejo, no se reconocía a sí mismo. ¡Estaba hecho un querubín! Pero, joder, ¡era complicadísimo ser un metrosexual! Y además, se perdía un montón de tiempo. Una hora exactamente.

Lo que le dejaba noventa minutos para llegar al Templo, lo que no supondría ningún problema si tuviera coche. ¡Pero no lo tenía! Y pagar un taxi desde la Mata, dónde él vivía, hasta el recóndito lugar en el que residía Karol mermaría mucho su ya de por sí muy reducida reserva de dinero. Por tanto, tuvo que armarse de paciencia y usar el transporte público, por lo menos hasta Santa Pola, porque a partir de allí no le quedaba más remedio que apoquinar un taxi. ¡Por qué demonios se le ocurriría a Karol vivir en mitad de ninguna parte!

Y ahí estaba ahora, a las puertas del Templo, diez minutos antes de la hora fijada.

Esperó impaciente hasta que las puertas de la finca se abrieron, atravesó a la carrera el larguísimo camino de baldosas amarillas y penetró por fin en la casa. Y allí se encontró con que Alba estaba en el salón, vestida con un albornoz que la tapaba entera y, ¡jugando a las cartas con Karol! Tan tranquila. Tan feliz.

Carraspeó.

Ninguno de los jugadores levantó la mirada.

—¡Hola! —exclamó algo aturdido. ¿Qué hacía Alba jugando cuando solo faltaban... —miró el reloj de su muñeca— cinco minutos para las ocho?

—Vas a llegar tarde —le advirtió la joven sin levantar la mirada de la mesa.

—No... Ya estoy aquí —farfulló lo obvio.

—No te he citado en el salón, sino en la mazmorra, y si no recuerdo mal, te expliqué con precisión cómo debías recibirme. —En ese momento levantó por fin la mirada—. ¿Tengo que volver a repetir mis órdenes? —le amenazó.

Zuper abrió mucho los ojos, tragó saliva, y tras asentir con rapidez, abandonó el salón a la carrera. ¡Tenía menos de cinco minutos para desnudarse y colocarse en posición sumisa!

Al entrar en la mazmorra se encontró con Elke, ya preparada, en mitad de la estancia. Se apresuró a desnudarse, se arrodilló junto a ella y observó con atención la puerta. ¡Había llegado a tiempo por los pelos!

—A Alba no le gusta nada el desorden —susurró la alemana en ese momento.

El pelirrojo miró a su compañera y se encogió de hombros. ¿A qué venía eso ahora?

—Recoge la ropa y dóblala. Como se la encuentre así se va a enfadar... —siseó Elke.

Zuper dirigió la mirada hacia el lugar donde se había desnudado. Los pantalones estaban arrugados en el suelo con los calzoncillos enredados en ellos, la camiseta había caído encima del sofá algo apartada de la cazadora y las deportivas estaban una junto a la puerta y la otra, cerca de la camilla articulada. De los calcetines no había ni rastro. Se miró los pies. ¡Todavía los llevaba puestos!

Se levantó apresurado, recogió todas las prendas, y las colocó, más o menos dobladas, sobre un arcón de madera, junto a las de la alemana. Regresó a la carrera a su posición de sumiso, y justo entonces se dio cuenta de que los calcetines seguían en sus pies. Se levantó de nuevo, y dando saltitos a la pata coja mientras se los quitaba, fue hasta el arcón, y los escondió en el interior de las deportivas.

Y mientras tanto, Elke le miraba divertida a la vez que se mordía los labios para no soltar la carcajada que pugnaba por escapar de su garganta.

—Dijo a las ocho, ¿verdad? —la preguntó Zuper cinco minutos después. Elke asintió con la cabeza y continuó inmóvil.

Zuper escudriñó la puerta y aguzó el oído intentando escuchar los pasos de Alba en la antesala que daba a la mazmorra. Tras dos minutos de espera, se llevó las manos a la nuca y se estiró. Volvió a colocarlas sobre sus muslos, no fuera a llegar Alba y se enfadara por no encontrarle bien colocado. Se rascó una pierna. Se rascó la otra. Y ya que estaba también se rascó la tripa. Giró la cabeza a un lado y a otro, observó por el rabillo del ojo a Elke, ¡parecía una estatua!, ni siquiera pestañeaba. Miró la puerta con los ojos entornados, se rascó el pecho con descuido, y al final decidió que no pasaba nada por levantarse e inspeccionar un poco la mazmorra.

—¡Zuper! —siseó Elke al verle pasear por la estancia como quien da una vuelta por el parque.

—Ahora vuelvo... —respondió él parándose ante la cruz de San Andrés. El estómago le dio un vuelco al imaginarse atado a ella y su pene, por supuesto, decidió mostrar su alegría alzándose impaciente.

Giró la cabeza y observó las cortinas que tapaban la pared de espejos. Las chicas tenían que haberlas corrido por deferencia a él. Sonrió. ¡Eran encantadoras! Su mirada voló de las cortinas a la puerta, de esta a las cortinas, y de nuevo regresó a la puerta. No parecía que Alba fuera a darse prisa en acudir a la mazmorra. Se encaminó hacia la pared de espejos. Separó un poco los pesados cortinajes rojos que la ocultaban y, estrechando los ojos, pegó la nariz al cristal. No vio nada, aparte de su propio rostro deformado por la presión que ejercía contra el pulido material. Se separó unos centímetros, se mordió los labios, pensativo, y al final descorrió las cortinas. Si a las chicas les gustaba que Karol mirase, él no perdía nada por probar... al fin y al cabo, siempre podía pedirle a Alba que cerrara las cortinas si se sentía incómodo. Y estaba seguro de que la complacería encontrárselas descorridas.

Se separó unos pasos de la pared, y giró sobre sí mismo, buscando algo más que le llamara la atención. Lo encontró. La camilla articulada ofrecía todo un mundo de posibilidades y él quería investigarlas...

—¡Zuper! ¡Quieres hacer el favor de venir aquí y ponerte de rodillas! —le llamó Elke en voz baja, intentando disimular la diversión que le producían sus paseos.

—Ahora voy... no hay prisa. En cuanto vea que el picaporte gira y la puerta se abre, me coloco. Me da tiempo de sobra.

Elke abrió los ojos como platos, estupefacta por su descaro, aunque, tendría que habérselo imaginado. Zuper era un pillo en la vida real, por lo tanto, también lo sería en los juegos de D/s.

—Tienes que obedecer las órdenes —susurró—. Si Alba se entera de que no te lo tomas en serio...

—¿Y quién se lo va a decir? ¿Tú? No eres una chivata —afirmó Zuper dedicándole su sonrisa más traviesa—. Ojos que no ven, corazón que no siente —sentenció guiñándole un ojo.

Elke parpadeó, atónita por su inocencia, y luego dirigió la mirada a la pared de espejos, para al instante siguiente volver a fijarla en el pelirrojo.

—Te recuerdo que Alba tiene acceso a la sala de Karol...

Zuper abrió mucho los ojos y con la espalda tensa se giró hacia los espejos... un segundo después estaba arrodillado junto a Elke.

—¿Crees que está mirando? —susurró poco después.

—No lo sé, y se supone que no debemos saberlo. La espera forma parte del juego, consigue que nos sintamos confusos e impacientes al no saber cuándo vendrá, que deseemos que llegue el momento en que nuestra dómina nos otorgue el privilegio de verla...

—Pues a mí me parece un verdadero coñazo —masculló Zuper, arrancándole una carcajada a la alemana.

—Tenemos que estar en silencio, meditando sobre los juegos que ella tiene preparados para la sesión...

—Ah. —Zuper cerró los ojos y meditó, tal y como le había indicado Elke. Una idea se abrió paso en su mente y su pene, semierecto, se tornó rígido—. ¿Si le cuentas que he estado cotilleando me castigará? —le preguntó con una enorme sonrisa en los labios.

Elke suspiró y negó con la cabeza. ¡Era imposible concentrarse con tanta cháchara!

—Créeme, Zuper, no quieras que te castigue por no obedecer sus órdenes...

—Oh, sí. Sí quiero.

—No, no quieres. —Él asintió entusiasta con la cabeza—. No lo entiendes —dijo Elke con un suspiro—. Alba sabe que te gustan los azotes... y te castigará para darte placer si la desafías mansamente y a ella le divierte tu desafío. Tienes que... —negó con la cabeza sin saber cómo explicarse—. ¿Recuerdas la primera vez que te castigó, en casa? —Él asintió con la cabeza—. Yo la desafié al aconsejarte que fueras despacio, pero lo hice para que el juego fuera más interesante, y para reclamar su atención hacia mí, y eso la complació, por eso mi castigo fue introducirme en vuestro juego, algo que estaba deseando que pasara. Me premió con el castigo que deseaba porque mi desafío era bueno para el juego. ¿Lo entiendes? —Zuper asintió con la cabeza—. Pero tú no la has desafiado, simplemente no te has tomado en serio tu sumisión y has ignorado a propósito sus órdenes, y eso no le va a gustar nada. Si se entera de lo que has hecho, el castigo que te impondrá no será un premio, sino un correctivo.

—¿Qué clase de correctivo? —inquirió Zuper acobardado.

Una cosa eran unos pocos azotes, y otra muy distinta que Alba sacara el látigo y le dejara sin piel... lo segundo no lo excitaba en absoluto. Pero nada, nada. Tragó saliva. Si esas eran sus intenciones, desde luego que no iba a permitirlo. Aunque le expulsaran del juego.

—¡Elke! ¿Qué clase de correctivo? —repitió angustiado al ver que la alemana no respondía.

—¡No lo sé! —siseó ella.

—Pero... ¿Dolerá mucho?

—¿Doler... físicamente? —Zuper asintió—. No, por supuesto que no. No dolerá... será mucho peor.

—¿Cómo de peor? —jadeó el pelirrojo.

La alemana bajó la cabeza, de manera que su larga melena le ocultó la cara y la sonrisa burlona que se dibujaba en sus labios.

—¡Elke, contesta! —insistió dándole un ligero codazo.

—Los sumisos no cotorrean —le advirtió arqueando una ceja.

—No te chivarás... ¿verdad? —suplicó él.

Elke puso los ojos en blanco y negó con la cabeza. ¡Zuper era incorregible!

—Elke... —comenzó a decir el joven, pero se detuvo al ver que la puerta se abría.

—¿Habéis hecho algo que no debierais en mi ausencia? —preguntó Alba con dureza al entrar en la mazmorra.

Zuper negó con la cabeza mientras la contemplaba embelesado. Se había retirado el flequillo de la cara y recogido el pelo en una coleta, transformando su angelical rostro en pura severidad. Vestía un ajustadísimo corsé de cuero negro y unos shorts a juego, y sus pies se alzaban sobre los altísimos zapatos rojos con afiladas punteras.

—¿Seguro? —inquirió la joven alzando con los dedos la barbilla del pelirrojo.

Zuper tragó saliva, miró a Elke y volvió a asentir con la cabeza.

—Quiero oírtelo decir —exigió ella.

—No he hecho nada que no debiera en tu ausencia, dómina —murmuró él con el corazón en un puño y la respiración acelerada.

—Recordaré tu respuesta... después —le advirtió ella antes de dirigirse hacia Elke—. Colócate para una inspección, y tú, sumiso, observa atentamente, pues luego te tocará a ti.

Elke se puso de pie y se colocó erguida, con las piernas separadas, la espalda ligeramente arqueada, las muñecas cruzadas tras la nuca y la boca muy abierta, de manera que quedaba por completo expuesta a los ojos, y las manos, de su ama.

Zuper observó alucinado como Alba revisaba con atenta pulcritud el interior de la boca de la alemana, ¡incluso le hizo sacar la lengua para ver si se la había limpiado bien! Pero qué coño... ¿Estaba en una sesión de BDSM o en una visita al dentista? Apretó los labios cuando ese pensamiento le provocó una inoportuna carcajada, no creía que Alba se tomara bien su repentina hilaridad.

Alba se percató del gesto de Zuper, pero decidió ignorarlo y proseguir con el examen tal y como había planeado. Sacó los dedos de la boca de Elke, y los labios de esta esbozaron una sonrisa divertida a la vez que arqueaba una ceja, a ella también le sorprendían las reacciones del pelirrojo. Alba frunció el ceño comenzando a disgustarse, ¡otra vez! Se suponía que su sumiso tendría que estar asustado, impaciente y excitado ante la inspección, y en lugar de eso, se lo tomaba a broma... ¡y además estaba contagiando su insumisión a Elke! Entendía y aceptaba que Zuper fuera un pipiolo que no tenía ni idea de cómo iba el D/s, pero estaba llevando su ineptitud hasta extremos intolerables. Todos sus anteriores sumisos se habían mostrado nerviosos ante la incertidumbre de si la complacerían en su primera sesión... y él se lo tomaba a guasa. ¡Inconcebible! La estaba desafiando sin ser consciente de ello. Y eso la complacía, y mucho. Sonrió. Iba a ser una sesión divertida, era una pena que tuviera que acabar mal... pero todos los sumisos tenían que aprender a tomar en serio las órdenes de sus amos, y Zuper no iba a ser una excepción.

Rodeó a Elke y se mordió los labios pensativa mientras meditaba su siguiente paso... en vista de que jugar con el tiempo y la impaciencia no parecían hacer mella en el pelirrojo, decidió cambiar un poco el juego y convertir la severa y técnica inspección en algo un poco más... sugerente.

Zuper observó curioso a Alba mientras esta giraba alrededor de Elke. ¿En eso consistía una inspección? ¿En comprobar que estuviera bien depilada, tuviera los dientes bien lavados y las orejas muy limpias? Suspiró aliviado, pasaría la prueba sin problemas. Sus orejas estaban impecables, sus dientes blancos como perlas y su piel suave como el culo de un bebé. Entornó los ojos al ver que Alba se detenía de repente y le miraba esbozando una sonrisa peligrosa. Muy peligrosa.

Contempló intrigado cómo se colocaba tras la alemana y la abrazaba por la cintura para luego ir subiendo poco a poco hasta sus enormes tetas y una vez allí, pellizcarle los pezones.

—No están tan duros como debieran —la escuchó sisear con fingido enfado a la vez que les daba un fuerte tirón.

Zuper abrió los ojos como platos ¿¡Cómo que no estaban duros!? Pero si los tenía tan fruncidos que parecían guijarros. Bajó la mirada hasta su polla y comprobó que esta comenzaba a erguirse, aunque aún no estaba todo lo tiesa que debería... Tragó saliva al pensar que Alba podía tomárselo mal y castigarle como en esos momentos hacía con Elke, pellizcándole con fuerza los pezones, en su caso el glande, dándole enérgicos tirones... Su verga se empinó enardecida e impaciente ante ese pensamiento. «¡Traidora! —le gritó Zuper en silencio—. ¡No te das cuenta de que si te pones dura no te va a castigar?» Suspiró pesaroso por la supina estupidez de la que hacía gala su pene y continuó recreándose en la escena que se representaba frente a él.

Alba castigó los pezones de la alemana hasta que estuvieron tan enrojecidos y erizados como ella quería y luego sus manos descendieron por el suave vientre hasta que las palmas se posaron en el pubis y sus dedos presionaron la vulva. Se mantuvo unos instantes recogiendo la humedad que allí había, y, por último, hundió índice y corazón en la vagina.

Zuper dio un respingo y, sin ser consciente de lo que hacía, se llevó la mano a la polla y comenzó a acariciarse lentamente, totalmente fascinado con lo que le mostraban sus ojos. Los dedos de Alba habían dejado de penetrar a Elke y en esos momentos estaban muy ocupados en frotar el terso y erguido clítoris.

—Separa más los muslos, quiero que Zuper vea lo mojada que estás... —le ordenó.

Y Zuper lo vio. ¡Vaya si lo vio! La alemana tenía la vulva hinchada y brillante. Se veía tan apetitosa... Se aferró la verga con más fuerza y se masturbó con impaciente vigor mientras se lamía los labios con avidez.

—¿Te he dado permiso para tocar mi polla? —le preguntó Alba en ese momento.

Zuper entornó los ojos, confuso por la pregunta. Alba no tenía polla...

—¿Has olvidado de quién es ese colgajo que hay entre tus piernas? —inquirió con semblante severo.

Zuper abrió mucho la boca y volvió a cerrarla un instante después. Sí. Lo había olvidado. Se miró la entrepierna y comprobó que, efectivamente, su mano estaba jugando con su estúpido pene. Lo soltó de inmediato.

—Perdona... no lo he hecho a propósito —se disculpó—. Dómina —se apresuró a añadir, ya había metido bastante la pata como para seguir cometiendo errores.

—¿Y eso te exime de culpas? —Alba arqueó una ceja, divertida.

Zuper parpadeó azorado y negó con la cabeza.

—Pega la frente al suelo, cruza las muñecas en la espalda y levanta el culo. ¡Ya!

Zuper obedeció con rapidez, más que dispuesto a aceptar su castigo. Esperó. Esperó un poco más. Y al final levantó la cabeza intrigado. Abrió los ojos como platos al descubrir el motivo de la tardanza. Alba continuaba inspeccionando a Elke mientras él esperaba. Más concretamente estaba inspeccionando el jugoso, duro y perfecto culo de la alemana.

Su mano volvió a volar hasta su polla, solo que en esta ocasión fue consciente de ello, y consiguió detenerse a tiempo. Volvió a cruzar las muñecas a la espalda y continuó observando a las chicas, al fin y al cabo se habían olvidado de él... y no era que le importara mucho, la verdad. La visión era espectacular. Elke se había doblado por la cintura y se separaba las nalgas con las manos mientras que Alba parecía estar metiéndole el dedo en el ano. Zuper gruñó en voz baja. ¡En esa posición no podía verlas bien! Se mordió los labios, inseguro, y a la postre decidió que estaban muy ocupadas para prestarle atención...

Elevó la cabeza para verlas un poco mejor, pero se habían girado un poco hacia un lado y no había manera, así que irguió la espalda, sin descruzar las muñecas eso sí, que no pudieran decir que no era un chico obediente. Cuando comprobó que le faltaba un pelín de nada para verlas por completo, se echó aún más hacia atrás y hacia un lado, hasta casi quedar tumbado sobre uno de sus pies.

Alba y Elke miraron con disimulo al pelirrojo, si seguía inclinándose de esa manera no tardaría en perder el equilibrio y caerse... sonrieron y se giraron un poco más, solo para darle el último empujón.

Zuper se sesgó un poco más, el pie sobre el que apoyaba todo el peso de su cuerpo cedió a un lado, y él acabó despanzurrado en el suelo cual largo era.

—¡Sumiso descarado y desobediente! ¡¿Cuál de mis órdenes no has entendido!? —le increpó Alba enfadadísima. Aunque por dentro estaba a punto de estallar en carcajadas. ¡No había modo de tomarse el D/s en serio con Zuper cerca!

El pelirrojo abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla. Parecía un pececito en tierra.

Alba caminó hasta él, lo agarró del pelo con fingida dureza que resultó ser exquisita suavidad y le obligó a pegar la frente al suelo.

—No se te ocurra moverte —siseó.

Zuper se quedó muy quieto. O al menos lo intentó, porque una parte de su cuerpo se empeñó en alzarse más todavía y palpitar con fuerza, exigiendo atención de una buena vez. Separó más las piernas para acomodar sus tensos testículos mientras vigilaba por el rabillo del ojo a su dómina. La vio ponerse unos finos guantes de cirujano y cerró los ojos atormentado. Mucho se temía que le iba a costar bastante ganarse el privilegio de piel. ¡Qué complicado era ser un buen sumiso!, aunque a tenor de cómo se estaba comportando su polla, no le cabía duda de que, incluso metiendo la pata cada dos por tres, se lo iba a pasar en grande.

Alba acabó de colocarse los guantes y se dirigió hasta el riel en el que estaban colgadas las fustas y palas. Acarició cada instrumento con las yemas de los dedos mientras observaba con atención a su sumiso, totalmente consciente de que este había vuelto a incumplir sus órdenes y estaba vigilándola, algo con lo que ya contaba. Cuando le vio estremecerse, detuvo el deambular de su mano y asió la fusta de cuero. Zuper podía ser inexperto, pero sabía elegir bien.

—Diez azotes por tocar mi polla sin permiso, cinco por no permanecer en la postura exigida, y otros cinco por caerte y hacer el ridículo... ¡Cuenta! —le ordenó con voz severa.

Y Zuper contó. Gimió al sentir el primer azote, se removió inquieto con el segundo y al llegar el tercero, levantó el culo de manera inconsciente, deseando que le golpeara un poco más fuerte. Alba sonrió y el cuarto fue apenas una tímida caricia, al igual que el quinto. Al llegar el sexto, Zuper ya se había conformado con esos suaves roces, relajándose por completo... por lo que la fuerza del séptimo le pilló desprevenido. Jadeó excitado al sentir como el dolor recorría sus glúteos y estallaba en su sexo convertido en placer. Separó más los muslos y alzó las caderas... y Alba no le decepcionó. Le golpeó alternando zona, tempo y fuerza, y con cada golpe recibido su polla se balanceaba inquieta y sus testículos se tensaban más y más, hasta que un pensamiento se coló en su cabeza. ¿Qué pasaría si le golpeara los huevos con la fusta? Su excitación ascendió hasta límites insospechados, e insoportables, la punta de su verga se bañó por las lágrimas de semen que emanaron de la uretra, y su culo comenzó una extraña danza en su intento por colocarse de tal manera que recibiera un azote en la zona deseada.

Alba frunció el ceño ante el extraño baile que ejecutaba el trasero de su sumiso. Lo normal era que intentaran apartarse o acercarse... pero que giraran el culo como una peonza era la primera vez que le pasaba. Miró a Elke, esta también observaba a Zuper con estupefacción. ¿Qué coño pasaba ahí? Entornó los ojos, pensativa, y una idea apareció en su cabeza. Los siguientes azotes cayeron en el interior de los muslos del joven, la reacción de este corroboró sus sospechas.

—Catorce... Quince... —Zuper esperó impaciente el siguiente golpe, pero este no llegó.

Detuvo el loco vaivén de su culo y esperó, seguro de que ella había vuelto a enfadarse, quizá no debería haberse movido tanto. Y... entonces sintió un ligero roce descendiendo por sus nalgas.

Alba dirigió la lengüeta de cuero de la fusta hasta dejarla posicionada sobre el tenso escroto del pelirrojo, y luego, comenzó a frotar la piel que cubría la frágil bolsa. Los gemidos del pelirrojo no se hicieron esperar, largos, sonoros, agitados... Alba sonrió complacida y con sumo cuidado agitó la fusta hacia los lados propinándole dos suavísimos azotes en los testículos. El joven los recibió extasiado, y esperó inmóvil los siguientes... estos no llegaron.

—Se te ha olvidado contar —le recriminó Alba.

Zuper se disculpó efusivamente por su despiste, y retomó el número exacto de azotes. Había estado tentado de descontar un par de ellos para gozarlos de nuevo, pero al final decidió que era mejor no arriesgarse, comenzaba a intuir que Alba era mucho más observadora y perspicaz de lo que había pensado y no quería darle ningún motivo para que cambiara de castigo y le dejara sin los azotes que le correspondían por derecho.

Alba asintió complacida, había visto en los ojos verdes del pelirrojo que había estado a punto de mentirle; parecía que por fin se iba dando cuenta de que a ella no se le escapaba nada.

—Dieciocho... —jadeó Zuper cuando un leve azote cayó de nuevo sobre su escroto, lanzando llamaradas de placer y dolor por todo su cuerpo.

Alzó más el culo. Su polla lloró una nueva lágrima de semen, y sus huevos se tensaron todavía más, a la espera del siguiente golpe... estaba a punto de correrse. Cuando este llegó, sobre la nalga derecha, un gemido de puro éxtasis escapó de sus labios. Si solo fuera un poco más fuerte...

—¿Fantaseas con que te golpee con fuerza los huevos? —le preguntó Alba en ese momento. La fina varilla de la fusta adentrándose entre sus nalgas mientras la lengüeta acariciaba casi con ternura los testículos.

Zuper negó lentamente con la cabeza, estaba seguro de que si le decía que sí, ella no lo haría, pues no sería un castigo... pero se arrepintió al instante, ella le había exigido sinceridad, y él no se la estaba dando. Asintió con un brusco movimiento de cabeza.

—No hago más que pensar en que golpeas mis huevos con fuerza, dómina.

Alba sonrió complacida y continuó acariciándole con la fusta durante un momento, alargando la expectación y deleitándose con el temblor que recorría el cuerpo del hombre postrado a sus pies. Por último, alzó la mano lentamente hasta elevarla sobre su cabeza, esperó un instante y la dejó caer con fuerza.

El grito de Zuper reverberó en la mazmorra.

—No estás preparado para ese tipo de azote... y si de mí depende, nunca lo estarás —afirmó Alba observando con cariño la marca roja, casi violácea que cruzaba la nalga derecha del pelirrojo, y que era producto del último azote.

Comprendía la impaciencia y el deseo de Zuper. Era un novato y pensaba que era la fuerza de los golpes, y no su cadencia, lo que le proporcionaba placer. Y en algunos sumisos con tendencias al masoquismo así era, pero por suerte, ese no era el caso de Zuper. Lo había comprobado con el último y brutal golpe. No solo no le había gustado en absoluto, sino que además su imponente erección había mermado. Tendría que despertarla de nuevo, pensó sonriente.

Zuper se mordió los labios con fuerza para no llorar y resistió el impulso de llevarse las manos al trasero para ver si no le faltaba ningún trozo. ¡Joder! El último golpe había sido excesivo. ¡Jamás había sentido tanto dolor en su vida, y no era nada, pero nada, agradable! ¡Menos mal que no le había golpeado en los huevos! ¿Cómo podía haberse equivocado tanto al interpretar sus deseos? ¿Cómo podía haber sido tan torpe? Seguro que Alba pensaba que era un inútil que no sabía lo que quería.

—Debes tener cuidado con lo que deseas, Zuper —le dijo Alba acariciándole con cariño el sonrosado trasero—. El placer que sientes cuando recibes los azotes se debe a un mecanismo de protección de tu cerebro. Cuanto tu cuerpo es golpeado, tu cerebro segrega endorfinas y dopaminas, las primeras son las encargadas de bloquear el dolor, las segundas son las que provocan la euforia... pero esto no significa que el dolor se vaya a convertir en placer, en absoluto —le explicó recorriéndole la espalda con ternura—. Cada sumiso tiene su límite, y no debe ser sobrepasado. El amo debe estar atento a sus reacciones, ir con cuidado y no concederle todos sus deseos, porque debido al estado de euforia al que os llevamos, no sois conscientes de lo cerca que estáis de rebasar vuestros límites... más aún si el sumiso se está iniciando —dijo obligándole a levantar la cabeza para depositar un cariñoso beso en su frente—. Lo has hecho muy bien, Zuper, y estoy deseando volver a azotar ese maravilloso y precioso culo tuyo —le halagó con una resplandeciente sonrisa iluminando sus rasgos—. Y si te portas bien quizá le dedique algunas caricias a tus huevos —musitó antes de levantarse y adoptar de nuevo su rol de dómina—. ¿Estás preparado para tu inspección? —inquirió severa.

No iba a proporcionarle tiempo para pensar, no cuando aún podía leer en su rostro los últimos resquicios de la decepción que le había inundado unos instantes atrás.

Zuper inspiró profundamente, se limpió los ojos con el dorso de la mano y observó acomplejado su flácida polla. Iba a hacer el ridículo más espantoso, aun así, se puso en pie, con la espalda erguida, las piernas separadas y las manos en la nuca, decidido a hacer las cosas bien, al menos por una jodida vez en toda la tarde.

Alba asintió complacida y procedió a inspeccionarle, tal y como había hecho con Elke. Observó sus dientes, la limpieza de sus uñas, la suavidad de su piel... y luego continuó pellizcando sus tetillas hasta que estas se erizaron.

Zuper gimió, excitado de nuevo, mientras las manos enfundadas en guantes de cirujano de la joven le recorrían el cuerpo. Jadeó cuando se posaron sobre su polla, y adelantó las caderas, orgulloso de haber recuperado su erección con las caricias y de que esta se balanceara insolente en el aire. Apretó los labios cuando Alba comenzó a masturbarle a la vez que le masajeaba los testículos y tuvo que ahogar un gemido de decepción cuando se detuvo de repente y se colocó a su espalda para tentar su culo... y su ano.

—Elke, tráeme el lubricante.

Zuper abrió mucho los ojos al escucharla, y los cerró con fuerza cuando sintió la resbaladiza viscosidad recorriendo la grieta entre sus nalgas y, a continuación, un delgado dedo insertándose despacio en su recto. Se removió incómodo sin poder evitarlo.

—¿Es la primera vez que te penetran?

—Sí, dómina.

—¿Te gusta?

—No... no lo sé, dómina —murmuró Zuper haciendo un gesto de desagrado al sentir que el dedo entraba más profundamente en su interior—. Es incómodo, creo que me desagrada.

—Aprenderás a apreciarlo. —Alba frotó con la yema del dedo el lugar duro y rugoso que indicaba la posición exacta del punto P y, a la vez, tomó con la mano libre los testículos y comenzó a masajearlos.

Zuper cerró los ojos al sentir el extraño placer que inundaba con saña sus genitales. ¿Qué cojones? Meció el culo, apretándolo contra la mano de Alba y jadeó extasiado mientras su polla palpitaba ansiosa.

—Sí. Lo apreciarás mucho —sentenció Alba antes de apartarse de él y quitarse los guantes—. Ve a la cruz de San Andrés y espera en silencio.

«¿Es posible morir de frustración?», pensó Zuper tiempo después. Tenía que serlo, porque él estaba a punto de perecer por culpa del deseo insatisfecho que sentía. Bajó la cabeza y observó su polla hinchada y desesperada. El ligero dolor de sus testículos comenzaba a convertirse en molesto. Y eso que nadie los había tocado en mucho, mucho tiempo... de hecho, precisamente por eso le dolían. Estaba atado en la cruz de San Andrés y gracias a la dulzura y amabilidad de su ama no se sentía tan incómodo como había esperado en un principio. Alba no había apretado en exceso los cinturones de cuero que sujetaban sus muñecas y tobillos, permitiéndole gozar de un pequeño margen de movimiento. Margen que él aprovechaba para frotar su irritado trasero contra el suave cuero de la intersección de la cruz... era el único alivio del que disponía. Una pizca de dolor que apenas calmaba los pinchazos impacientes de sus huevos. Exhaló un jadeo y descansó la cabeza contra uno de sus brazos, agotado por el estado de exaltación en el que se encontraba desde hacía más de media hora. Estaba excitado, frustrado y ansioso. Y solo podía mirar y excitarse más y más. Y eso pensaba seguir haciendo.

Las chicas estaban frente a él. Jugando.

Alba había insertado un vibrador en la vagina de Elke y un plug en su ano, y luego le había rodeado la cintura con una cuerda doblada por la mitad, para a continuación cruzar los extremos por la doblez y dirigirlos a su sexo, donde los había pasado entre los pliegues, presionando sobre el clítoris, para luego atravesar la unión entre sus nalgas y acabar anudando los extremos en la cintura, creando un extraño, apretado y torturador tanga hecho de cuerdas de algodón. No contenta con eso, había creado una especie de corsé enrollando una larga cuerda alrededor del torso femenino y había atado las muñecas de la alemana a este. Para finalizar el bondage, había ligado los tobillos a los muslos, manteniendo las piernas de Elke totalmente abiertas... Y ahora se entretenía en torturar los pezones de la alemana con los dedos de una mano, mientras que con la otra controlaba, mediante un mando a distancia, la intensidad del vibrador insertado en la vagina.

Y él estaba tan cachondo, tan cardíaco de oír los gemidos de Elke, de verla retorcerse, de contemplar la humedad que oscurecía las cuerdas que atravesaban su sexo, que estaba seguro de que se correría si alguien se dignara a tocarle... Pero Alba no parecía estar por la labor.

Las caderas del pelirrojo saltaron de forma involuntaria cuando los dedos de Alba por fin descendieron por el vientre de la alemana y se posaron sobre las cuerdas, en el punto exacto en el que se encontraba el clítoris. Se meció siguiendo el mismo ritmo pausado con el que los dedos de la joven presionaban los torturadores cordeles y, cuando Elke lloriqueó suplicante, los labios masculinos entornaron las mismas palabras que salían de los de la alemana.

—Por favor..., por favor..., por favor...

Alba observó a Zuper por el rabillo del ojo mientras se afanaba en llevar con extrema lentitud a Elke hasta el ansiado orgasmo. El pelirrojo parecía querer escapar de las ligaduras que lo mantenían preso en la cruz, sus caderas adelantadas tiraban del resto de su cuerpo y su polla saltaba impaciente, el glande brillante por las incontables gotitas de semen que emanaban de él. No cabía duda de que estaba muy excitado, pero no lo suficiente para complacerla y permitirle que se corriera. Aunque debía reconocer que estaba verdaderamente entusiasmada con él. Era magnifico. Desvió la mirada de Zuper, la fijó en los preciosos ojos azules de Elke y centró toda su atención en ella.

Continuó masajeándole el clítoris por encima de las cuerdas hasta que su agitada respiración se detuvo y sus ojos lloraron suplicando el permiso para correrse... que por supuesto no le concedió. Aún podía aguantar un poco más. Inclinó la cabeza y se metió uno de los erizados pezones en la boca a la vez que hundía los dedos entre las cuerdas dobles y tiraba de ellas para separarlas. Posó la yema del índice sobre el clítoris y Elke se quedó muy quieta, su respiración convertida en un estertor agónico. Alba esperó un instante, y a continuación atrapó el pezón con los dientes y tiró de él mientras le daba suaves golpecitos con la punta de la lengua. Cuando lo liberó de la exquisita tortura, miró a su amiga a los ojos y la devoción y el amor que vio reflejados en ellos llenaron por completo su corazón.

—Cuenta hasta diez, y córrete —le ordenó a Elke subiendo al máximo la vibración del juguete que tenía en su interior.

Y mientras Elke contaba jadeante, Alba atrapó el otro pezón entre sus dientes y repitió la operación a la vez que sus dedos frotaban con fuerza el clítoris, atormentándola, instándola a correrse antes de acabar de contar. Elke mantuvo los ojos abiertos y continuó recitando los números, hasta que al llegar a diez se dejó llevar por un poderoso orgasmo que parecía no tener fin.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Zuper al contemplar la bella escena que las chicas desarrollaban ante él. Eran tan hermosas, tan sublimes. No era solo placer, iba más allá del simple goce físico... La comunión entre sus almas era visible en el cuidado con que Alba desató a su amada, en el cariño con que masajeó su piel enrojecida por las ligaduras, en la devoción con que le dio de beber mientras la acariciaba y le decía lo maravillosa, lo hermosa, lo perfecta que era, lo mucho que la quería. Eso era lo que él deseaba, no un orgasmo brutal, no un placer más allá de todo límite... No. Él quería el momento posterior al orgasmo. Las caricias, el cariño, la admiración de Alba y de Elke. Y se las ganaría. Sería digno de ellas.

Alba ayudó a su amada a trasladarse a la cama, y una vez allí, la tapó con cariño tras besarla en la frente y dirigió la mirada hacia la cruz de San Andrés. Zuper las miraba arrobado, con las mejillas surcadas de lágrimas. Alba le sonrió y a continuación tomó de la nevera una botella de agua y se encaminó hasta él sin dejar de observarle con atención.

Todo el cuerpo del pelirrojo estaba tenso y sudoroso... y no era por el calor que hacía en la mazmorra. Le dio de beber, ordenándole que no derramara ni una sola gota. Él obedeció con extrema pulcritud. Estaba ansioso por agradar, por complacer... por recibir no solo el orgasmo, sino los mimos que lo acompañaban. Alba frunció el ceño, era una lástima que luego tuviera que castigarle por su desfachatez del principio. Pero toda afrenta debía recibir su castigo. Le había dado unas normas, y la sinceridad era la más importante de todas. Su díscolo sumiso tenía que aprender a no mentirle. Y lo aprendería, costara el sufrimiento que costara.

Se apartó unos pasos de él, y le observó con los ojos entornados: su respiración ya no era tan agitada y tampoco tiraba con fuerza de las correas que lo sujetaban. Por lo visto había recuperado un poco de templanza. Tendría que hacer que la perdiera. Tomó un delgado cordel de nailon rojo, lo sopesó entre las manos y, sonriendo maliciosa, lo balanceó frente a su tranquilo sumiso, inquietándolo.

Zuper parpadeó confuso, esa cuerda era mucho más fina y corta que las que había usado con Elke, y además, ¡él ya estaba atado! Abrió la boca para preguntarle a su ama qué pensaba hacer exactamente con él.

—No te he dado permiso para hablar —le reprendió ella al ver su gesto. Él cerró la boca de inmediato—. Voy a enrollarte los huevos y la polla —le informó sin un asomo de pregunta en su voz.

Zuper abrió los ojos como platos, tragó con fuerza y, por último, asintió con docilidad. Alba le había asegurado que no le haría nada que no le gustara... y él confiaba en ella.

Acordonó el escroto y la base del pene con una vuelta de la delgada cuerda e hizo un nudo, fijándola. Luego procedió a rodear los testículos cuatro veces, teniendo cuidado de no apretar demasiado y de que las cuerdas no se montaran una sobre otra. Hizo un nudo llano para mantener el bondage sujeto y a continuación le ciñó con la cuerda el tallo del pene, guardando una perfecta simetría en cada vuelta hasta casi alcanzar el prepucio e hizo un último nudo. Cortó los sobrantes de la cuerda, dejando poco más de veinte centímetros en los extremos, los necesitaba para lo que tenía en mente, pero antes de continuar, aferró la polla y la masturbó para comprobar que efectivamente las cuerdas no estaban demasiado ceñidas y podían moverse sin problemas a lo largo del falo.

Zuper jadeó con fuerza cuando Alba le envolvió la erección con sus dulces manos. ¡Por fin! Estaba al límite, no podía aguantar un segundo más sin correrse... Solo que no era capaz de conseguirlo. Suspiró frustrado. ¡Si las malditas cuerdas no le rodearan la polla ya estaría eyaculando! Empujó con las caderas, instándola a que le apretara un poco más fuerte, un poco más rápido y ella ¡lo soltó! Lo dejó sin caricias, sin roces, sin presión, ¡sin el orgasmo que tanto merecía! Un gruñido salvaje escapó de sus labios entreabiertos.

—¡No se te ocurra gruñirme! —le regañó dándole un doloroso apretón en los huevos—. Aún no estás preparado para correrte. ¿Recuerdas? Yo decido cuándo, cómo y con quién.

Zuper apretó los dientes y asintió con extrema docilidad. Los dedos que le apretaban los testículos aflojaron su agarre y comenzaron a acariciarle. Dejó caer la cabeza a la vez que gemía extasiado.

Alba asintió, lo mimó un poco más y luego se apartó para tomar unas pequeñas pinzas metálicas con la punta recubierta de látex de las que colgaban sendas cadenitas.

Zuper observó sus movimientos con los ojos desorbitados. ¿Qué iba a hacer con esas pinzas? Esperaba que no se las colgara de los huevos, había aprendido por las malas que el dolor, efectivamente, dolía. Pegó la espalda a la cruz cuando ella acercó las pinzas a sus pezones. Estaba entusiasmado con los «adornos» de su polla, se ajustaban lo suficiente como para provocarle un exquisito placer, pero, las pinzas... eso era harina de otro costal.

—Tranquilo —le apaciguó ella acariciándole con ternura el torso, calmándole y excitándole a la vez—. Están recubiertas de látex, no te va a doler... demasiado.

Sus caricias se tornaron más rudas conforme él comenzó a relajarse, le apresó las tetillas entre índice y pulgar y las estimuló hasta que se irguieron, para luego estirarlas con suavidad. El joven la miró a los ojos, derrotado por el placer que sentía, y, en ese momento, ella le colocó las pinzas.

Zuper abrió la boca para exhalar un agónico grito de dolor... y la cerró sin emitir un solo sonido. ¡No le dolía! Molestaban, sí. Eran incómodas, también. Pero doler lo que se dice doler, pues no.

Alba sonrió divertida al ver la perplejidad reflejada en el rostro del pelirrojo. Era una caja de sorpresas, le encantaba que le azotaran el trasero y, sin embargo, tenía miedo de unas simples pinzas... Negó con la cabeza y a continuación tiró de la cadenita que las unía. El sonoro jadeo de Zuper le indicó que ese leve dolor también le resultaba agradable. ¡Estupendo!

—Inclina los hombros hacia delante —le ordenó. Cuando él obedeció, tomó los extremos de las cuerdas que todavía colgaban del pene y los ató a la cadena que unía las pinzas—. Yérguete.

Zuper lo hizo, y un nuevo gemido abandonó sus labios. Al enderezar la espalda, las cuerdas atadas a la cadenita quedaron tensas, tirando de las pinzas que aprisionaban sus pezones y haciendo que el bondage que le envolvía el pene ascendiera hasta topar con la corona. El placer recorrió su cuerpo, enardeciéndolo más todavía, acelerando su ya de por sí agitada respiración y acumulándose en sus tensos y acordonados testículos. Encorvó los hombros y el bondage descendió por su falo. Sonrió e inspiró con fuerza. El bondage ascendió con brusquedad y sus tetillas se quejaron al sentir un fuerte dolor. Soltó todo el aire de golpe. Se mordió los labios, debía ir con tranquilidad, sin prisas. Inspiró lentamente, y el placer volvió a recorrer su cuerpo. Repitió la operación un par de veces más, sus párpados cayeron, su boca se entreabrió y sus caderas se alzaron al ritmo de su respiración... hasta que Alba posó una enguantada mano sobre su pecho, obligándole a parar.

—No tienes permiso para correrte —le advirtió.

Zuper dejó de respirar al instante. ¡Un poco más y la hubiera decepcionado! Miró contrito los finos guantes de cirujano que cubrían sus manos y negó con la cabeza decidido a mantenerse firme. Iba a conseguir el privilegio de piel, aunque le costara la vida.

Alba cabeceó satisfecha y a continuación rodeó tres veces las caderas del joven con una cuerda negra, colocándola de tal manera que diera tres vueltas sobre la polla, enredándose entre el rojo cordel que la ceñía.

—Perfecto... —murmuró dando un paso a un lado—. Admira mi obra —le ordenó señalando la pared de espejos.

Zuper lo hizo, y jadeó asombrado. Era impresionante. La cuerda roja destacaba sobre su pálida piel, llamando la atención sobre su pene y genitales. Estos se veían más grandes, tensos y brillantes que nunca. La excitación que dominaba su cuerpo ascendió un par de grados más.

—Ahora empieza el juego —musitó Alba junto a él—. No tienes permiso para correrte. Si lo haces, solo demostrarás que tienes una aborrecible falta de control, lo que sería una pena, pues me obligaría a adiestrarte con juegos mucho más suaves y sosos. Y no querrás eso, ¿verdad?

Zuper negó con la cabeza a la vez que esbozaba una sonrisa de suficiencia en los labios. Tenía dominada por completo la situación, lo único que tenía que hacer era quedarse muy quieto y respirar muy, muy despacio, para no masturbarse con las cuerdas. Era pan comido.

—Elke... ¿Te apetece jugar? —le preguntó con cariño Alba a su amiga.

Esta se levantó de la cama, se colocó frente a Zuper, y lo miró depredadora a la vez que comenzaba a acariciarse los pechos con los dedos. Ya no era la sumisa de Alba, sino su cómplice.

Zuper jadeó excitado al verla, y en esta ocasión, no fueron solo las cadenas de las pinzas las que masturbaron su polla; también las cuerdas que rodeaban sus caderas y se mezclaban con las de su pene hicieron su labor. Se obligó a respirar con lentitud, decidido a no fallar... pero le fue imposible.

—Es preciosa, ¿verdad? —susurró Alba en su oído a la vez que recorría con un dedo su antebrazo atado a la cruz.

Zuper emitió un sollozo cuando todo su cuerpo se convulsionó al sentir la caricia. ¡Estaban haciendo trampas! Cerró los ojos y negó con la cabeza. No quería verlas. No quería que le tocaran. ¡No quería tener un orgasmo!

—Ah, no. No está permitido cerrar los ojos. Es una grave falta de educación. Elke se está dando placer para ti, y tú no puedes ignorarla —le regañó Alba ladina antes de darle un suave azote en el interior de los muslos.

Y Zuper volvió a estremecerse. Y las cuerdas volvieron a masturbarle. Y el placer volvió a recorrerle.

No supo cuánto tiempo estuvo conteniéndose. Cuántas veces se mordió los labios hasta hacerlos sangrar para evitar llegar al orgasmo. Cuántos segundos dejó de respirar para no sentir las malditas cuerdas follándole la polla. Cuántas veces intentó escapar, alejarse de los dedos de Alba, de la imagen de Elke tocándose los pechos, tirando de sus pezones, hundiendo los dedos en su vagina. Y nada dio resultado. Cada caricia era una nueva tortura. Cada respiración un paso más hacia el abismo. De vez en cuando le permitían recuperarse, dejaban de tocarle y él cerraba los ojos, pero al instante siguiente, un nuevo y placentero azote en el interior de sus muslos, en los antebrazos, en su vientre... o incluso sobre las pinzas que mantenían presas sus tetillas, le hacía volver a la realidad, al placer, al dolor, a la lucha contra el éxtasis.

Alba contempló embelesada a su maravilloso sumiso mientras le acariciaba con lentitud el vientre. Era tan hermoso, tan rebelde y a la vez tan dócil... se moría por hacerle el amor y descubrirle todos los secretos del placer. Sin embargo, aún era pronto, antes tenía que aprender a ser sincero, y a obedecer. Recorrió con los dedos sus costillas, lamentando no poder disfrutar de su dulce tacto por culpa de los guantes, pero... él no se había ganado todavía el privilegio de piel. Acercó la nariz a su cuello e inspiró, deleitándose con su olor. Todo en él la fascinaba.

Le observó, estaba tan tenso que todo su cuerpo vibraba con cada roce. Su piel brillaba, empapada en sudor. Su respiración, cada vez más errática, más agónica, agitaba con fuerza su torso y las pinzas que se anclaban a sus tetillas, haciéndole jadear de dolor y placer, logrando a su vez que las cuerdas se apretaran y movieran con ímpetu sobre su polla, masturbándole. Tenía las manos cerradas en apretados puños y se apoyaba sobre las puntas de sus pies a la vez que adelantaba involuntariamente las caderas, meciéndolas y amplificando más aún el roce de las cuerdas que rodeaban su pene. Y sus ojos... Sus ojos mostraban lo cerca que estaba de la rendición. Tenía las pupilas dilatadas y apenas conseguía mantener los ojos abiertos mientras oleadas de intenso placer recorrían su cuerpo, estremeciéndolo. No aguantaría mucho más.

Se giró para coger unas tijeras de la estantería que había junto a la cruz, y cortó el cordel rojo atado a la cadena de las pinzas. Zuper la miró aturdido y dejó caer la cabeza. Apenas tenía fuerzas para seguir luchando. Alba le sonrió, alentándole a aguantar un poco más, y a continuación comenzó a desatarle la polla. El cuerpo del joven se convulsionó al sentir el roce de sus dedos sobre los testículos, sobre el tallo del pene, sobre el glande...

Zuper negó con la cabeza mientras recurría a los últimos resquicios de su voluntad para no correrse. Podía soportar las cuerdas, pero los dedos de su dómina eran un bálsamo de placer que le robaba por completo la fuerza y la energía para seguir luchando. Eran tan dulces, le acariciaban con tanta ternura...

—Zuper, mírame —murmuró ella cuando él cerró los ojos, rendido a lo inevitable.

Él negó con la cabeza. Iba a decepcionarla, contener el orgasmo estaba más allá de sus posibilidades... y no quería mirarla y ver la decepción grabada en sus preciosos ojos azules.

—¡Zuper! Abre los ojos y mírame —le exigió con voz tan severa que él no pudo dejar de obedecer.

Le liberó de las pinzas con suavidad, apresurándose a calmar el dolor provocado con caricias que hicieron que él volviera a estremecerse. Esperó hasta que tuvo la certeza de que se recuperaba del nuevo placer y le prestaba toda su atención, y luego le envolvió la polla con la mano enguantada y antes de comenzar a masturbarle, le susurró:

—Puedes correrte.

Zuper bombeó salvaje contra la mano que encerraba su verga y gritó. Y siguió gritando hasta que sus pulmones se quedaron sin aire. Y su boca quedó abierta, exhalando un mudo grito mientras Alba le follaba con los dedos, alargando su orgasmo en una eyaculación que parecía no tener fin... hasta que sus mermadas fuerzas se agotaron, y quedó colgando desmadejado de la cruz a la que estaba atado.

Alba y Elke se apresuraron a liberar sus muñecas y tobillos, y tras obligarle a beber, le ayudaron a caminar tambaleante hasta la cama, donde le tumbaron en un extremo. Elke le ungió las rojeces de las muñecas con aceite mientras Alba hacía lo mismo con las de sus tobillos para luego deslizar sus cálidas manos hasta el flácido pene y frotarlo suavemente.

Zuper se removió asombrado al notar que su polla comenzaba a revivir de nuevo... ¡era demasiado pronto! No podría aguantar otro asalto... o tal vez sí. Se incorporó sobre los codos y Alba posó una mano en su torso, obligándole a tumbarse de nuevo para a continuación atarle las manos al cabecero. Luego le puso los calzoncillos, le ató los tobillos a los pies de la cama y se sentó en un extremo, dándole la espalda.

—Cuando he entrado os he preguntado si habíais hecho algo que no deberíais. Elke ha asentido con la cabeza, y tú has negado —le comentó Alba con excesiva calma—. No me gusta usar la disciplina severa ni la humillación con mis sumisos, pero a veces, no me queda otra elección. Un amo que se precie no puede permitir que sus sometidos se rían de él. Y yo me tengo en gran estima —declaró con voz severa.

Zuper miró a su dómina con los ojos desorbitados. ¡Alba lo sabía! ¡Sabía lo que había hecho! ¡Sabía que no había esperado inmóvil tal y como le había exigido! Y no había hecho nada hasta ese momento. ¿Por qué?

—Elke, tenías que haberme informado de lo que Zuper había hecho, pero entiendo que no eres una chivata, y que, a tu modo, fuiste sincera —le dijo Alba a la alemana—. Quítame los pantalones, arrodíllate y dame placer con la lengua —ordenó—. Pero no esperes otra satisfacción que esa. El orgasmo te está negado. —Separó las piernas y Elke se apresuró a complacerla—. Muchos amos castigan a sus sumisos en el mismo instante en que cometen una infracción grave —explicó girando la cabeza para mirar a Zuper. Su voz se tornó más severa con la última palabra—. Yo no lo hago. Prefiero dejar que la excitación del juego diluya mi enfado, para, cuando la sesión termina, escarmentar de forma ejemplar al díscolo sumiso que no me ha obedecido. De esta manera, el placer que este ha sentido durante los juegos queda olvidado por el correctivo administrado tras estos.

Zuper la miró alucinado. ¿Su castigo, ese tan terrible que Elke le había insinuado, consistía en que Elke la iba a dar placer sin que él pudiera verlo ni participar? ¡Pero si eso ya se lo habían hecho! Cuando estaba atado a la cruz habían jugado y no le habían dejado participar. No poder verlo tampoco era tan cruel...

Sí lo era.

Era una de las mayores crueldades que había soportado nunca. Poder escuchar los gemidos de Alba, ver las manos de Elke ancladas al trasero de la joven mientras su espalda se arqueaba y todo su cuerpo se estremecía, y no poder deleitarse con lo que fuera que Elke le estuviera haciendo a Alba era una verdadera tortura. Solo podía imaginar y anhelar. Y arrepentirse por haber sido tan descerebrado, por no haberla obedecido, por haber perdido el tiempo paseando por la mazmorra cuando debería haberse quedado de rodillas. ¡Cómo había podido ser tan imbécil! Fijó la mirada en la pared del otro lado de la cama, esforzándose por no escuchar, por no oler, por no desear... Sintió un movimiento en el colchón, indicándole que Alba se había levantado y, sin poder evitarlo, sus ojos volaron de nuevo hasta ella. Caminaba sin prisas hacia una de las estanterías, su precioso trasero meciéndose al ritmo que marcaban sus altísimos tacones. Tomó un strap-on del estante y Zuper cerró los ojos con fuerza. Se lo pondría a Elke, dejaría que la follara... y él tendría que mirar. No. Se negaba.

Cerró los ojos.

—Abre los ojos —le ordenó Alba.

Zuper gimoteó remiso. No quería ver cómo Elke la llevaba al éxtasis mientras él permanecía atado como el inútil que era. Por supuesto, no había esperado —aunque sí deseado— poder tocarla, saborearla, penetrarla... Era consciente de que para ganarse esos privilegios tenía que esforzarse y demostrarle cuánto la adoraba y hasta qué punto estaba decidido a someterse para ser digno de ella. Lo entendía, lo aceptaba... y lo deseaba. Pero había esperado que al menos le permitiera ver el momento en que el éxtasis bañaba su rostro. Y no se lo iba a permitir por culpa de una tontería que había hecho al principio, cuando pensaba que no le descubrirían.

—Zuper, mírame —le exhortó Alba con severidad al ver que no cumplía su orden con la premura exigida.

Él obedeció al fin, y lo que vio le provocó una dolorosa punzada de placer. Ella estaba de pie frente a él, su exquisito cuerpo solo cubierto por el corsé de cuero, el vértice entre sus muslos brillante por el placer que la lengua de Elke le había proporcionado. De su mano colgaba el maldito strap-on. Iba a obligarle a mirar mientras Elke le daba placer como si fuera un hombre... ¿Podía haber algo más humillante, más doloroso?

—No sabes lo mucho que deseo follarme a un tío —le dijo arrodillándose sobre la cama—. Levanta el culo —le ordenó.

Zuper obedeció al instante mientras en sus ojos destellaba la esperanza. ¿Ya había cumplido con su penitencia y le iba a quitar los calzoncillos para follárselo? Su rígido pene palpitó esperanzado. De verdad podría ser tan maravillosa, tan compresiva, tan... blanda. Sintió una punzada de decepción. Se merecía un castigo peor por lo que había hecho.

—¿Te he comentado que soy muy exigente con respecto a mis sumisos? —le preguntó a la vez que colocaba la cruz trasera del arnés bajo el trasero del pelirrojo, de manera que la correa central quedara entre sus nalgas—. No soporto que me mientan, aborrezco que no se tomen en serio su sumisión. —Colocó el triángulo de cuero en el que estaba insertado el dildo sobre el pene de Zuper, por encima de los calzoncillos y pasó la correa que emergía de su trasero sobre los testículos—. No voy a permitir que uno de mis sumisos desobedezca mis órdenes y quede impune —sentenció ajustando las correas de la cruz en el triángulo y tirando con fuerza de ellas para a continuación derramar un poco de lubricante sobre el falo de látex y comenzar a masturbarlo lentamente.

Zuper gimió desesperado al comprender cuál iba a ser verdaderamente su castigo. Alba iba a follarse el strap-on sobre él. Sobre su polla erecta. Y él ni siquiera iba a tener el consuelo de sentir su piel sobre su pubis, porque ella se había ocupado de ello cubriéndole con los calzoncillos... Es más, ni siquiera iba a tener el alivio de no sentir placer, porque cuando meciera sus caderas, lo sentiría sobre su verga, y sabría que ella estaba disfrutando con una polla artificial que le daba más placer que la suya. Que tenía más privilegios que la suya.

—Podría haber hecho la vista gorda a tu desobediencia si te hubieras mostrado arrepentido cuando Elke te ha señalado que lo que hacías no era lo correcto —le dijo colocándose a horcajadas sobre él—. No soy un ama estricta, y entiendo que todo esto es nuevo para ti... pero, lo que no voy a permitir bajo ningún concepto es que te burles de mí.

—No me he burlado, Alba... Dómina —lloriqueó arrepentido al ver la dureza reflejada en el semblante de Alba.

—¿No? ¿Ojos que no ven, corazón que no siente? —le espetó las palabras que él le había dicho a Elke y a continuación se sentó sobre el strap-on, jadeando cuando el falo la penetró. Zuper cerró los ojos, tragó saliva y negó con la cabeza—. ¡Mírame! —le ordenó. Él lo hizo—. No te preocupes —le dijo burlona—. No te va a doler. Como bien te ha dicho Elke mis correctivos son peores. Mucho peor que el dolor.

Y diciendo esto, comenzó a mecer las caderas a la vez que se daba placer con los dedos.

—Esto es lo más cerca que vas a estar de que te folle en mucho, mucho tiempo... —sentenció.

Al otro lado de la pared de espejo, Karol asintió con la cabeza. El castigo era merecido. Había ido con Alba a su sala privada poco después de que Zuper bajara a la mazmorra, y había sido testigo del descaro del pelirrojo y del poco respeto con que se había tomado sus órdenes. Había presenciado el enfado de Alba, y el esfuerzo que le había costado serenarse y entrar en la mazmorra como si no hubiera ocurrido nada... y también había visto la sonrisa de Elke ante la desfachatez de Zuper... y la de Alba. Pues, a pesar del enfado que tenía, había visto, y olido, la satisfacción de la joven rubia ante el reto que le supondría dominar y someter al pelirrojo. Más aún, si le gustara apostar, apostaría su ojo sano a que Alba no solo no le castigaría por desafiarla, o sí, le castigaría azotándole, lo que sería más bien un premio, sino que le enseñaría a desafiarla de la manera correcta, aguzando la inteligencia del pelirrojo para alargar el juego, para llamar su atención, o para hacerla sonreír. Y estaba seguro de que el muchacho no tendría ningún problema en aprender.

Sonrió risueño, cerró los ojos e inhaló con fuerza. El muchacho lo estaba pasando mal, su esencia le hablaba de arrepentimiento, turbación, desamparo... y excitación. Por su parte, el aroma de Alba proclamaba que estaba excitada, pero no tanto como en otras ocasiones, también estaba afligida... y decidida. Karol la entendía, había ofensas que no podían quedar sin castigo. Y Elke... Abrió los ojos al percibir el olor de la alemana. Miraba a la pareja con atención, satisfecha y esperanzada. Le gustaba Zuper, y tenía grandes esperanzas puestas en él.

Karol sonrió, se limpió del estómago el semen de su última eyaculación con unas toallitas higiénicas y abandonó en silencio su sala privada. Ascendió con lentitud las escaleras de piedra y, tras desconectar la alarma, entró en su habitación de la torre. Se dirigió al baño oculto tras una pared y mientras el agua caliente descendía por su cuerpo pensó, como casi todas las noches antes de acostarse, si los sueños le permitirían dormir o su ladrona se presentaría de nuevo, robándole la paz y dándole a cambio un onírico e indeseado placer. Miró hacia su entrepierna. Su pene, flácido hasta hacía un instante, comenzaba a endurecerse, dándole la respuesta a su pregunta. Con solo pensar en ella se excitaba. No tendría una noche tranquila.